Diario de una amistad

Wanda Półtawska Diario de una amistad La familia Półtawski y Karol Wojtyła A modo de introducción M uchos de nosotros conocíamos desde hace bast

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Wanda Półtawska

Diario de una amistad La familia Półtawski y

Karol Wojtyła

A modo de introducción

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uchos de nosotros conocíamos desde hace bastante tiempo y de una manera casi exhaustiva los libros, la tarea pastoral y también las excursiones del sacerdote Karol Wojtyła pues ha sido un Hombre que vivió sin tener nunca nada que ocultar. Sin embargo hay temas relacionados con su trabajo pastoral de sacerdote, de confesor o de director espiritual sobre los que algunos no pueden hablar pero sí pueden hacerlo otros. A veces hasta deberían hacerlo y se convierten así en «testigos». Tiene el lector en sus manos el libro titulado Diario de una amistad, pero en realidad debería denominarse Beszczadzkie pues así llamaba Juan Pablo II a una parte de sus queridos montes polacos. Merece la pena recordar que este libro no estaba pensado para ser publicado. Eran unos apuntes personales, una especie de ejercicios espirituales de los cuales también salía enriquecido el mismo Director, como suele ocurrir en casos parecidos de dirección espiritual. La doctora Wanda Półtawska, miembro de la Pontificia Academia de la Vida, es conocida desde hace años en Polonia y en el extranjero como fundadora del Instituto para los asuntos de la Familia, o sea como defensora de la vida. © San Pablo 2011. Prohibida la reproducción

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Afortunadamente, en Polonia existían muchas personas de este calibre. Todas ellas pagaron un alto precio por sus convicciones y acciones. Hoy descubrimos dónde estaba su fuente de inspiración y convicción, y de dónde sacó (y saca) sus fuerzas la doctora Półtawska. El padre Karol Wojtyła –Juan Pablo II–, en su calidad de director espiritual, conocía el contenido de los escritos aquí publicados y, seguramente, se encontró a sí mismo en ellos, así como sus pensamientos, sus anhelos y sus expectativas. Tal vez, esos escritos también le impulsaron a crecer espiritualmente, ayudándole a penetrar en los secretos del corazón y a que su propio corazón se abriese a Dios, Nuestro Señor. Tenía una alta opinión de todo el mundo y sentía añoranza por las personas, porque realmente las necesitaba para su propia vida con Dios. Tenemos ante nosotros un testimonio extraordinario de la dirección espiritual, del desarrollo interior y del crecimiento en el camino hacia Dios a través de la cercanía, tanto de los seres humanos como de la naturaleza. La belleza, y en concreto la belleza espiritual, estimula a las personas a esforzarse y a crecer, pero, ¡qué papel asistencial y constructivo pueden desempeñar otra persona, el entorno y la naturaleza! La naturaleza también ayuda a las personas. Les garantiza soledad y paz, y aleja los temores. Sencillamente, la naturaleza contribuye a la propia existencia. Al leer este libro-diario, nos damos cuenta de que la autora no pudo hacer frente ella sola a esa riqueza de experiencias y quiso compartirlas con todos aquellos que estuviesen buscando Algo y a Alguien más, que echasen de menos a ese Alguien y que, por ese motivo, buscasen refugio en el libro. Después de todo, la doctora Półtawska © San Pablo 2011. Prohibida la reproducción

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se ha dedicado a ayudar a los seres humanos durante toda su vida. Su testimonio, después de su reclusión en el campo de concentración de Ravensbrück, se lee de un tirón y se recuerda durante mucho tiempo. Sus discursos y artículos siguen siendo muy populares, porque no sólo están arraigados en la vida gracias a sus conocimientos de psicología, sino también gracias a sus conocimientos de la vida espiritual. Este libro es un peculiar himno en honor del Creador y de la naturaleza, es un testimonio de la fascinación creativa de Dios y del hombre, en particular de ese hombre al que llama «Hermano». Él se convirtió, de alguna forma, en el rasero para medir a otras personas, en una medida de enormes dimensiones, difícil de superar. La autora conoció y descubrió al confesor y director espiritual a lo largo de un período extenso y muy constructivo de su vida. Poco a poco descubría su lugar en el apostolado de los laicos como fundadora del Instituto de la Familia, que le confió el Arzobispo de Cracovia. Al mismo tiempo, con el transcurso de estos encuentros, generalmente durante las vacaciones, tuvo lugar un «curso» continuo de formación. En efecto, al lado de ese Maestro «termina» sus estudios de Filosofía y de Teología, de Ética y de Eclesiología del período del concilio Vaticano II, mientras que, al mismo tiempo, avanza sin pausa, sobre todo por las sendas de la vida espiritual. Su marido, profesor de filosofía, acompaña esas «celebraciones vacacionales», de manera discreta pero constante, y le permite conciliar continuamente su vocación maternal y de abuela con sus anhelos y tareas en la pastoral especializada, con las conferencias y las excursiones por el bosque. El Hermano es quien, cada vez más frecuentemente, define sus reflexiones y tareas relacionadas con la liturgia © San Pablo 2011. Prohibida la reproducción

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y la Santa Misa. Sobre la base de un texto concreto, el director espiritual sugiere tareas para cada día, por ejemplo, «superarse a sí mismo» y, de esa manera, «unirse al Concilio». Es en aquel momento cuando se le presenta una ocasión particular para hacerlo, aparece junto al cáncer, una enfermedad mortal, de la cual la autora se cura milagrosamente gracias a la intercesión del Padre Pío. Aquí presenta su propio relato, el de una persona enferma, que corre el riesgo de perder la vida, pero escribe distanciándose en gran medida –como siempre– de sí misma. La autora es consciente de lo difícil que es trabajar sobre uno mismo, afronta sus propios fracasos y, animada por su director espiritual, no se rinde y a veces incluso llega a la conclusión de que «sus actividades externas cada vez son más armoniosas, más que antes». Todo el libro y toda la vida de la autora se desarrolla en un ambiente de oración. También se puede constatar una clara evolución, gracias a la cual la naturaleza se abre, cada vez más profundamente, a la gracia y se embellece continuamente ante Dios, los seres humanos y ante sí misma. Poco a poco, sus «meditaciones se convierten en un hábito»; una costumbre, e incluso, surge la necesidad de escribirlas y presentárselas a su director espiritual, a su Hermano, quien «lo lee todo, hace anotaciones y escribe breves resúmenes» (19 de diciembre de 1964), confirmando que el proceso de trabajo interior es productivo pero que «las energías irracionales aún están muy vivas», en esa «senda bastante avanzada de la santificación». Para nosotros, el fundamento de la vida espiritual no sólo lo constituye nuestra oración diaria, sino también la oración unida a Jesucristo y a su sacrificio en la Cruz, © San Pablo 2011. Prohibida la reproducción

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que se hace presente para nosotros en la Eucaristía. La autora participa cada día en la Santa Misa. Un día sin Santa Comunión es, para ella, un día de inquietud y de nostalgia. Wanda Półtawska busca incansablemente la Iglesia, al Sacerdote y la Santa Misa. También intenta incansablemente vivir las pequeñas cosas a lo grande. En las páginas del Diario de una amistad encontramos muchas frases que hacen referencia a convertir el trabajo en oración; que es posible entretejer los pensamientos sobre Dios con el trabajo y la vida, y que el misterio del sufrimiento de Jesucristo y sus palabras influyen en cada día, inspiran e iluminan la vida cotidiana. Basta con confiar, pues «la confianza exige valor y, al mismo tiempo, la confianza da valor». La autora es una excelente observadora de la vida, es capaz de contemplar con espíritu crítico a las personas y a sí misma, y, gracias a ello, formula observaciones excepcionalmente certeras, como por ejemplo cuando, a través de una interlocutora, afirma que: «no tiene ningún mérito amar a alguien bueno», o cuando comparte con los jóvenes sus reflexiones sobre el cuerpo. Entonces descubrimos que «el cuerpo tiene sus posibilidades», que se puede conservar la virginidad si se quiere y «si se entrena el cuerpo para ello». ¡Qué asceta tan interesante, qué espiritualidad tan cautivadora! La autora, que siempre ocultó sus dolencias y, hasta ahora, nunca habló con nadie sobre ellas, ni siquiera con sus más allegados, se revela, lo cuenta todo, que el dolor, el sufrimiento, es un elemento permanente de su vida. Lo refiere para que nos demos cuenta de que el sufrimiento no impide una vida productiva. Estas confesiones tal vez sean necesarias para confirmar que fue una persona viva y real quien escribió esta historia llena de vida. © San Pablo 2011. Prohibida la reproducción

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Es un poema en honor del bosque de Bieszczady1, que se convirtió en algo único, sagrado, a través de la presencia santificadora de un hombre y de las personas que pasaron allí sus vacaciones con Dios, en torno a la Santa Misa, gracias a las reflexiones, a la lectura y las oraciones. Esas experiencias persisten porque no pueden acabarse, como todo lo demás. La autora necesita volver porque allí revive, vive de otra manera, más plena. Esos retornos también eran necesarios para su Guía, que regresó allí a través de una reflexión, una pregunta, a través de la nostalgia de los recuerdos. Asimismo, él jamás abandonó ese lugar aunque ya nunca pudo regresar. Este libro habla del bosque y habla mucho sobre las personas, más que otros libros, y lo hace de una forma distinta a los demás, habla sobre la vida espiritual del Siervo de Dios, Juan Pablo II. Ilustra sus métodos de trabajo como director espiritual. Al guiar almas, miraba más allá, sabía adónde las llevaba, y esto no sólo ocurría en la dimensión de toda la Iglesia. Así, para penitentes concretos, estableció la senda del trabajo interior cotidiano, de la meditación. Es más, después leía esas reflexiones, escribía notas, como vemos en algunos casos. Retiros espirituales, reflexiones, confesiones y mensajes. En resumidas cuentas, tenemos ante nosotros un diario particular del alma, no sólo de la autora, sino también de su director espiritual que, precisamente, también era su parangón, su gran Hermano, como le llama, pero aún más, el gran maestro, cuya palabra pondera sin cesar en reiteradas ocasiones. El bosque, ese bosque, es su santuario en el que reza, 1  Bieszczady es una cadena montañosa de Polonia que constituye la parte occidental de los montes de Beskidy orientales [N.d.T.].

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donde vive en presencia de Dios, y que también se convierte en un santuario de meditación. Allí acude muy frecuentemente, prepara sus conferencias, sermones, allí va para descubrir lo extraordinario. Lo corrobora todo dentro de sí mismo y permite que madure aún más. Así ocurre, por ejemplo, durante la preparación de la Conferencia de Detroit: «Sé que el ser humano puede cambiar, porque la gracia entraña el milagro del perdón y el milagro de la transformación, el regreso a la inocencia original, sólo hay que encontrar la dimensión divina del ser humano». Se puede destacar que este libro es una interesante aportación a un tratado sobre la gracia, sobre la relación de la naturaleza con la gracia, sobre la visión integral del ser humano como existencia, sobre la unión indisoluble del cuerpo (su función y dignidad) con el alma. Por lo demás, podría ser un tratado sobre María y el Espíritu Santo, o sobre antropología cristiana, y una aportación a una justa consideración del feminismo, pues este libro está lleno de testimonios muy interesantes. No será necesario animar a nadie a leerlo. Dará buenos frutos porque incita a la reflexión interior y sobre nuestra propia vida, y nos invita a reflexionar sobre nuestras relaciones con otras personas, en particular con aquellas que consideramos cercanas, las más cercanas.  Józef Michalik Arzobispo de Przemyśl

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Génesis del libro

«Habent sua fata libelli»1.

El texto que actualmente he decidido presentar al lector no fue escrito a posteriori, tal y como escriben sus recuerdos las personas mayores, sino que surgió mucho antes o, más bien, fue surgiendo a lo largo de muchos años. En cierto momento surgió la idea de escribir esos recuerdos, pero no fue mía. Fue el Santo Padre, Juan Pablo II, quien en 1993 me expresó ese deseo. El 14 de noviembre de 1993, el Santo Padre dijo durante una comida, en presencia del arzobispo Józef Michalik: «Tienes que escribir tus memorias». Así pues, empecé a escribir. En aquel entonces surgieron los dos primeros capítulos, que el Santo Padre leyó y aprobó. También los leyó el arzobispo Michalik. Pero nos encontramos con otras personas que juzgaron que era mejor esperar. Por consiguiente, dejé de escribir el libro y, hasta hoy, no volví a ocuparme de este texto. Pero, «desde siempre», es decir, desde el principio de mi amistad con el padre Karol Wojtyła, le escribía o, más bien, escribía para él mis pensamientos, porque teníamos la costumbre común de meditar por la mañana, después de la Santa Misa. El padre Wojtyła escogía un texto so1   Los libros tienen su destino (Terenciano Mauro, De litteris, de syllabis, de metris, v. 1286).

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bre el que meditábamos durante el día y discutíamos por la tarde. Si alguno de nosotros viajaba, él me escribía textos para cada día, y yo, a mi vez, le escribía lo que pensaba sobre un cierto tema –un poco como «deberes escolares»– en cuadernos que le entregaba cuando nos encontrábamos. Siempre los leía y, a veces, anotaba sus observaciones. De todos esos pensamientos que escribí durante una serie de años, escogí algunos que constituyen los siguientes capítulos. La totalidad de los textos escritos durante cincuenta años sería demasiado extensa para publicarla y, además, demasiado personal. Los años 1962, 1967 y 1978 constituyen capítulos separados. He incorporado en esas notas, como si se tratase de un salto en el tiempo, observaciones que aclaran la relación entre los acontecimientos. En general, los capítulos se suceden en orden cronológico, salvo en la segunda parte que he titulado Los retornos. Esos textos tienen otro carácter, son mis cartas, o más bien notas, escritas cuando Karol Wojtyła se convirtió en Papa y abandonó Cracovia para siempre. Son muy diferentes porque –a petición suya– recogen descripciones de la naturaleza, descripciones de los lugares que le gustaban en nuestras montañas y que, estando encerrado en el Vaticano, le traían recuerdos. Le interesaban casi todos los árboles y, como volví allí muchas veces, se convirtieron en notas que he incorporado de otra forma –no según años ni meses–, puesto que la descripción de la naturaleza se repetía a lo largo del año. Así pues, durante esos veintisiete años tomé notas de cada mes del calendario, empezando a partir de septiembre, puesto que la última vez que el Santo Padre estuvo allí fue en agosto de 1978. Las recogí de tal forma que no se repitiesen varias veces descripciones semejantes © San Pablo 2011. Prohibida la reproducción

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y, por tanto, cada mes incluye textos de diferentes años pero del mismo mes. Además, el Santo Padre me escribía sus reflexiones y, desde el principio de nuestra amistad, le llamábamos «Hermano», motivo por el que firmaba sus cartas con una firma abreviada «Hno.»2. El Santo Padre leyó todos esos textos y los aprobó. No hay en todo este libro una sola página que él no aprobase. Sólo el último capítulo, que dediqué a la familia y a los amigos, lo he escrito actualmente, por lo que él no leyó ese texto, aunque evidentemente conocía los hechos que describo en él. Así ha surgido este libro: sin cohesión, sin planificación y sin intención de ser impreso. Si ahora pongo estos textos a disposición de la gente, precisamente lo hago porque me han convencido de que «la gente tiene derecho a conocer sus santos y sus biografías». Pero también se trata de mi historia –y, eso, no lo puedo cambiar–; en cierto sentido, es la historia de mi alma. Antes de la muerte, inminente, del Santo Padre, le pregunté si debía quemar estas notas. Respondió: «Sería una pena». Aun así, yo dudaba. No obstante, la respuesta de mi confesor fue: «La historia de un santo pertenece al pueblo, no es propiedad privada»; pertenece a la Iglesia. Pese a ello, se trata de escritos muy privados y, en principio, hubiese preferido revelarlos después de mi propia muerte, pero me convencieron de lo contrario; así es que, he cedido. Wanda Półtawska Hyszówki, 13 de diciembre de 2006

2   En el original polaco aparecen firmadas con la abreviatura «Br.». Brat en polaco significa Hermano. En esta edición se ha optado por la abreviatura en español Hno. [N.d.T.].

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Primera parte

La maduración

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I La búsqueda del camino

Lo que ahora escribo es una introducción y, al mismo tiempo, la explicación de lo que escribí hace años o, más bien, de lo que fui escribiendo a lo largo de muchos años. Es la introducción a las notas que escribí durante las excursiones con quien entonces era sacerdote y que posteriormente se convertiría en el Santo Padre Juan Pablo II. Hoy, con la perspectiva de los años que han pasado, me parece que tiene sentido mostrar al menos algunos de esos textos a la gente que quiere comprender, más profundamente, tanto los pensamientos de Karol Wojtyła, como, y sobre todo, su espiritualidad; y, a pesar de que lo que escribo tiene carácter autobiográfico, está íntimamente relacionado con la trayectoria existencial de ese gran hombre. La introducción tiene que ser biográfica para que deje claro el origen de estas notas y el origen del privilegio que tuvimos y tenemos de estar a su lado. Todo empezó en mi biografía hace muchos años, cuando, claro está, todavía no conocía su existencia. *** La guerra de 1939 fue para mí, como para toda mi generación, un momento crítico y a pesar de que, obviamente, ya vivía antes, fue como si todo lo vivido antes no contase; © San Pablo 2011. Prohibida la reproducción

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porque, ¿qué hubo antes? La vida simple de una muchacha de Lublin. En casa, aunque sin lujos, yo ocupaba la posición privilegiada de la benjamina, claramente mimada por un padre que me adoraba. Pienso que lo que me transmitió mi padre fue muy importante para el resto de mi existencia. Heredé dos cosas de mi padre. En primer lugar: el ejemplo de una fe profundamente mariana. Mi padre era un devoto de la Madre de Dios. En casa, en una esquina de la habitación, siempre había una estatua suya, ante la que rezábamos y entonábamos cantos marianos; también íbamos al bosque a recoger flores frescas para llevárselas a la Virgen. La fe de mi padre en la Madre de Dios como protectora del mundo era en sí misma algo ingenua. Más tarde, después de la guerra, cuando se estaba muriendo en mis brazos, me dijo que no se moriría ese día, que era lunes: «No, me moriré el sábado, porque, entonces, la Madre de Dios vendrá a buscarme». Y así fue, consciente y en paz murió el sábado, entonando cantos marianos y, cuando ya no tuvo fuerzas para cantar, siguió tocando con una pequeña armónica cantos marianos hasta su último suspiro. En segundo lugar, heredé –lo cual fue, con toda certeza, muy importante para mí– su amor por la naturaleza y la sensibilidad hacia su belleza. Precisamente con mi padre, hasta donde alcanzan mis recuerdos, paseaba por el bosque y las colinas de los alrededores de Lublin. Con él admiraba las flores y los árboles, recogía extrañas raíces y piñas. Nos llevábamos algunas flores que, luego, mi padre plantaba en una maceta o en el jardín. Nuestra casa estaba llena de flores que florecían siempre; todo el mundo decía que mi padre tenía muy buena mano para las flores, que florecían cada año, incluso aquellas de las que se de© San Pablo 2011. Prohibida la reproducción

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cía que sólo florecían en años alternos. Yo pienso que él simplemente amaba las flores. Así era mi casa. Por lo demás, puedo decir que «todo me estaba permitido». No recuerdo ninguna disciplina ni restricción. Me encantaba participar en las actividades de los scouts y, como en la escuela no tenía dificultad alguna, no tenía que dedicar tiempo a hacer los deberes. Era libre y hacía lo que quería. Así, poco antes de la guerra, en 1938, fui promocionada, en el equipo de chicas scouts, a la función de asistente del líder del equipo de scouts; cuando estalló la guerra, enseguida me sumergí en un torbellino de frenética actividad. Durante las dos primeras semanas de septiembre de 1939 prácticamente no regresé a casa. Aparecía brevemente entre misiones sólo para mostrar que seguía viva. Dividía las veinticuatro horas del día en tres turnos de servicio: por la mañana, en la Comandancia militar, donde mi equipo entablaba contactos; después del mediodía, en Lipowa, donde organizábamos la cocina de campo de los fugitivos, y, por las tardes y noches, el turno como enfermera en el hospital de campo precipitadamente organizado en Bobolanum. Mi padre quería que me quedase en casa pero, entonces, mi madre –que normalmente no se entrometía en lo que yo hacía– le dijo con firmeza a mi padre: «Déjala que haga lo que considere oportuno». Así pues, seguí haciendo lo que consideré oportuno. Después de la caída de Polonia, enseguida me uní a una red de la Resistencia y, de nuevo, me lancé a una actividad frenética, desapareciendo noches y días enteros, como correo de la ZWZ (Związek Walki Zbrojnej, Unión para la Lucha Armada). Con absoluta convicción, presté juramento ante la scout Maria Walciszewska de que estaba © San Pablo 2011. Prohibida la reproducción

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dispuesta a dar la vida, no sólo por Polonia, sino también por mantener mis misiones en la Resistencia en secreto. Estaba convencida de que era lo justo y que lo conseguiríamos, tanto yo como los demás. ¡Aquellos meses que precedieron a mi detención fueron tan ricos en actividad! Mi detención fue mi primer impacto con... la cobardía de la gente. Yo, que tenía la mirada puesta en la visión heroica de los defensores de la patria, educada entre compañeros honestos y valientes del equipo de scouts, viví dolorosamente aquella decepción. Hoy lo veo de otra manera pero, en aquel entonces, el hecho de que aquellos héroes al ser golpeados delatasen a sus amigos a la Gestapo, hizo añicos todo mi mundo. Me detuvieron haciendo gala de un gran valor: ¡Enviaron a seis hombres adultos para capturar a una sola chica vestida con un uniforme gris de scout! Luego, un chico robusto con uniforme de las SS se encargaba de golpear a aquellas muchachas jóvenes en el edificio «Pod Zegarem», en Lublin. Pero aguanté, apreté los dientes y callé. Sin embargo, encontraron la manera de obligarme a hablar, una manera, por otro lado, que me facilitó bastante las cosas, porque, sencillamente, me llevaron a una habitación oscura, que se comunicaba con otra habitación iluminada, en la que estaba declarando otra muchacha que también era correo en mi misma organización. Gracias a eso me enteré de cómo habían podido arrestarme. Fue ella quien les dio mi nombre (nunca se lo reproché a ella y nunca revelé a nadie su nombre). Por supuesto, esto facilitó mi situación, no era necesario que me dejase golpear hasta la muerte. Me enteré de lo que ya sabían, pero... aquella escena minó para siempre –no, no para siempre, © San Pablo 2011. Prohibida la reproducción

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pero sí durante muchos años– mi fe en la amistad y, en general, en el ser humano. La dimensión de la naturaleza humana se degradó aún más en mi apreciación en aquella época, y aquel proceso de deshumanización y humillación del género humano se siguió desarrollando durante los siguientes años, los años pasados en la cárcel y luego en el campo de concentración. Son años de los que no me quiero acordar, aunque ahora escriba sobre ellos. Del tiempo pasado en prisión –para reconstruir aquel fragmento de mi vida– necesito mencionar dos hechos. El primero fue la cabeza canosa de mi padre, pues a mi padre le salieron canas en el breve espacio de las veinticuatro horas que siguieron a mi arresto. Entonces, sobornó al guardia de la prisión para que me dejase ir a la torre del Castillo de Lublin, para que pudiese verle, de pie delante del muro. No le reconocí, porque antes no tenía canas. Aquella fue la medida de su amor por mí. El segundo hecho fue cuando, mirando por una rendija de la ventana de la celda en la que me habían encerrado, pude observar por casualidad –durante un paseo obligatorio– a mi jefe en la Resistencia, un hombre al que consideraba un modelo de heroicidad masculina. Allí vi cómo tendió ávidamente la mano para coger la colilla de un cigarrillo que un SS había tirado al suelo, y tras la que se lanzaron un par de prisioneros. El miembro de las SS les golpeó con el látigo y se rió burlonamente, y yo pude ver que mi héroe era un esclavo, no de aquel miembro de las SS, sino de su estúpida adicción, esclavo –precisamente– de aquella basura. No, después de aquel período en prisión, no me quedó nada de la admiración que había sentido por el héroe de guerra. El campo de concentración me enseñó aún más sobre © San Pablo 2011. Prohibida la reproducción

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esa masculinidad cruel, brutal y despiadada. Nunca podré olvidar las burlas y miradas hostiles de aquellos hombres, que con sus látigos se colocaban delante de mujeres desnudas y con las piernas abiertas, con sus botas de caña alta brillantes, contemplaban con absoluto cinismo realidades humanas normales, pero que, en ese escenario, resultaban de lo más inhumano. Las letrinas comunes obligaban a muchas mujeres –no ellas, sino el cuerpo y sus procesos– a realizar en público funciones tan íntimas que todo se rebelaba dentro de nosotras. Pero la fisiología del cuerpo también es despiadada. Es difícil imaginar esta violación del pudor humano que allí cometían aquellas personas, es absolutamente imposible imaginársela. ¿Qué podía sentir por esos hombres que nos obligaban a mí y a todas nosotras a desnudarnos de una forma que parecía destruir todo lo que teníamos de humano? ¿Cómo puede conservar una persona su propia humanidad en aquella masa, empujadas como ganado con una violencia brutal? Y, a pesar de todo, yo tenía un rincón de mi propio «yo» en el que conservaba mi libertad interior. Les despreciaba profundamente: esa gente que creía dominar el mundo entero; pero yo, en mi interior, estaba intacta y conseguí conservar algo que me ayudó a resistir todo aquello durante esos cuatro años. Conservé... la curiosidad. Simplemente, empecé a observar a todos esos miembros de las SS y a mis compañeras de prisión, empecé a prever cómo se comportarían. Continuamente me preguntaba a mí misma: ¿Cómo es posible que esa sea una persona y esa otra también? Gracias a las clases de religión había llegado al convencimiento de que todos los seres humanos son obra de Dios, de que son creados a imagen de Dios, por tanto, me © San Pablo 2011. Prohibida la reproducción

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preguntaba: ¿Cómo es posible que sean así? Con aquella actitud de observación, conseguí sobrevivir y no ceder a la desesperación, y, tal vez, gracias a ello, salir de aquel infierno del campo de concentración. ¿Quién eres tú, ser humano? Me lo preguntaba a mí misma y observaba todo ávidamente e, incluso, hacía ciertos experimentos. Una vez, cuando una guardiana furiosa se lanzó hacia mí con el látigo, le dirigí una mirada que debía estar llena de desprecio porque aquella mujer joven golpeó a una anciana y canosa profesora que estaba de pie a mi lado. No lo soporté y le dije entre dientes, en voz baja aunque ella lo escuchó, siseando: «Doch genug»1, no dije nada más. Ella se volvió hacia mí y... aunque amagó un golpe, no llegó a golpearme. Me empujó fuera de la fila y me llevó a rastras ante el comandante del campo exigiendo que me castigase, porque –según ella– «quería matarla con la mirada». Pero el comandante del campo, Suhren, también se comportó de forma extraña. Se me acercó, tanto que casi tocó mi rostro –hoy todavía lo veo– y, mirándome directamente a los ojos, dijo: «¿Sabes que podría barreros a todas vosotras de este mundo ahora mismo?». Podía, por supuesto, por eso le respondí tranquilamente, mirándole directamente con mi joven mirada y encogiendo los hombros: «Doch natürlich, aber warum, und was weiter?»2. No contestó nada, levantó el brazo y pensé que me iba a pegar, pero simplemente aulló: «Hau ab!»3. Y de nuevo, mientras volvía «nach vorne»4 –así se   ¡Ya basta! (en alemán) [N.d.T.].   Claro, por supuesto, pero, ¿por qué?, ¿y qué pasará luego? (en alemán) [N.d.T.]. 3   ¡Lárgate! (en alemán)[N.d.T.]. 4   A la fila (en alemán)[N.d.T.]. 1 2

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decía– tuve un sentimiento de libertad... ¡La prisionera privada de libertad número 7709! Más adelante, en una ocasión en la que observaba ávidamente a esa misma guardiana, alguien le llevó a su hija, una niña de unos tres o cuatro años, con un abrigo rojo. Aquella mujer que, un momento antes o un momento después, daba latigazos a mujeres mayores y las sacaba de la fila, condenándolas a muerte –porque ese precisamente era el momento de la selección–, con una sonrisa tierna cogió a la niña en brazos. Aquella misma mujer, que un momento antes era brutal, nos mostraba un rostro totalmente diferente, ahora iluminado por una sonrisa que yo nunca hubiese podido sospechar en una mujer tan cruel con nosotras. La miré... Tampoco puedo olvidar aquella imagen. Muchos años después, cuando escuché las terribles declaraciones de las feministas en el Parlamento polaco, seguí viendo la imagen de aquella guardiana, que, después de besar a su hija, condenó al exterminio a vidas humanas. Lo mismo ocurre ahora, mientras se pronuncian bellas palabras sobre la libertad de las mujeres, las feministas condenan a un niño inocente a muerte. ¡El misterio de la feminidad, el misterio del ser humano en general! La masculinidad: repugnante; la feminidad: cruel; pero no todos eran así, existía un segundo grupo, el de los perdedores. Sentía por los vencedores un desprecio inequívoco. ¿Y por ese segundo grupo? También los observaba con avidez. Polos radicalmente opuestos, la polarización del mundo. En el transcurso de los cuatro años que permanecí en el campo de concentración, lloré dos veces: una vez de desesperación y, otra, de alegría. © San Pablo 2011. Prohibida la reproducción

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La vez que lloré de desesperación fue cuando, después de una operación experimental como conejilla de indias (como se nos llamaba), me dieron permiso para ausentarme del trabajo, porque la pierna todavía me supuraba (en cualquier caso, no sanó hasta un par de años después, cuando ya me encontraba en libertad). Me quedé en el barracón y con la encargada del barracón dividí una porción de «pelkartofli» –patatas con piel– en los platos de las compañeras que estaban trabajando. Prestábamos mucha atención a que el reparto fuese justo. Algunas patatas eran grandes, otras pequeñas; y, en aquella época, todas estábamos a punto de morirnos de hambre; era la época en la que también se nos prohibió recibir paquetes. El comandante del campo declaró que si alguna de nosotras sobrevivía más de tres meses con aquella ración, demostraba que robaba comida, puesto que las raciones estaban calculadas para hacernos morir de hambre (aunque de esto me enteré muchos años después, a través de los documentos de la Comisión de Investigación de los Crímenes Alemanes en Polonia). Fue en aquella ocasión cuando vi por casualidad que aquella profesora con el pelo canoso –una mujer respetada a la que yo adoraba–, a escondidas, porque entró la primera, cogió rápidamente de algunos platos una patata y se fue a las letrinas. La seguí. No me había visto, ¡rápidamente engulló las patatas robadas! Y para mí, «el mundo se vino nuevamente abajo» y lloré por la noche, lloré en el silencio de la noche toda mi decepción. Krysia, aterrorizada, no preguntó nada, porque sabía que algo había tenido que ocurrir, pues yo nunca lloraba. En aquel momento, sentía que ya no había nada que pudiese servirnos de apoyo para recuperar al ser humano. Mi aversión a los seres humanos, a las mujeres, a © San Pablo 2011. Prohibida la reproducción

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algunas de nosotras, se arraigó aún más cuando, con ojos como platos por el estupor, observé una repugnante escena de supuesto «amor» lésbico, en la que el cuerpo humano, en aquel escenario en el que continuamente se cometían crímenes, se prestaba a algo que, por su propia naturaleza, contradecía todo aquello que hubiese podido ser bello. Para mí, aquello era un pozo cuya existencia ni siquiera sospechaba. En realidad, al principio no me di cuenta de la ambigüedad de ciertos gestos, pero llegó un momento en el que cada gesto del cuerpo, cada gesto de las manos, me parecía una perversión, como si una porquería repugnante lo recubriese todo a nuestro alrededor. De repente, el campo se llenó de mujeres repugnantes, rapadas al estilo masculino, que con movimientos vergonzosos e imitando a los hombres, ponían sobre mí sus zarpas. Yo les gustaba a esas «man», tal y como las llamaban. Dios mío, en aquella época le cogí tal repugnancia al cuerpo humano, ¡a cualquier cuerpo humano!, ¡Dios mío, sólo la fe podía salvarme, la fe en el único Dios, inculcada por mis padres y cultivada en la excelente escuela de las Hermanas Ursulinas! No, allí no perdí en ningún momento la fe en la existencia de Dios, pero... era como si el propio Dios se hubiese alejado, como si Él no quisiese saber nada de lo que ocurría allí, en aquel «culo del mundo», como si nos hubiese abandonado. En mi interior fue surgiendo tal dureza, ¡la dureza de la soberbia humana! ¿Nos abandonas, no quieres reconocernos?, pues muy bien, que así sea, voy a salir adelante, lo soportaré todo yo sola. Sobreviví gracias a esa obstinación. No me rebelé, no, era mi destino. Además, aquel juramento que presté en noviembre de 1939, también incluía estar dispuesta © San Pablo 2011. Prohibida la reproducción

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a todo. Muy bien, ¡esto era consecuencia de mi propia elección! Mi destino, ¡pues muy bien! Y al ver a Wanda Madlerowa que, siendo todavía prisionera, rezaba cada día, persistiendo todo el tiempo en esa tradición de rezar juntas, me parecía que era un poco ingenuo y demasiado simplista que todo fuese voluntad de Dios y que todo tuviese que ocurrir así porque Él lo quería. Y no encontré en aquella idea –que Dios existe– ningún consuelo ni solución al misterio del ser humano. La segunda noche que lloré fue de felicidad. Resulta difícil creer que el campo de concentración haya podido concederme una noche semejante, y sin embargo... Era enero de 1945. Los alemanes estaban perdiendo la guerra, pero en Ravensbrück todo seguía igual, e incluso peor, porque de la «Schreibstube»5 llegó la noticia secreta de que iban a aniquilar a las «conejillas de Indias»: a nosotras, las chicas con números del séptimo millar, que fuimos utilizadas para operaciones quirúrgicas experimentales, las chicas del convoy de Lublin, estábamos todas condenadas a muerte. Al día siguiente seríamos ejecutadas. Esta noticia estremeció a todo el mundo. ¿Y qué ocurrió? Que esos «cadáveres», esos «fiambres» –como llamábamos a las mujeres que habían dejado de ser humanas y vivían en estado vegetativo– se convirtieron, de repente, en heroínas y querían defendernos (esta historia la escribí en mis memorias sobre Ravensbrück tituladas I boję się snów)6. En este momento, me viene a la memoria una persona: Władka Dąbrowska, mi amiga del alma, cuyo nombre no revelé entonces porque ella no lo quiso –todavía vivía–,   Oficina.   «Y tengo miedo de mis sueños». Este libro no ha sido traducido al español [N.d.T.]. 5 6

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pero ahora que ella ya descansa en el sueño eterno puedo hacerlo. Władka se me acercó entonces con la propuesta de cambiar los números. Władka no había sido operada y, al día siguiente, sólo nosotras, las «conejillas de Indias» de Ravensbrück, debíamos ser enviadas a la cámara de gas. Se inventó toda una historia que no me creí, que tenía cáncer y que, por consiguiente, no sobreviviría mucho tiempo, y que yo era joven y tenía que dar testimonio sobre la verdad de lo que allí había ocurrido, que tenía que regresar... Y precisamente por ese motivo lloré toda la noche. Entonces también descubrí el abrazo de hermana de aquella mujer mayor que yo y, en sus brazos, lloré de alegría, de que fuese tal y como era. No, no acepté su sacrificio, pero Władka se presentó igualmente a la mañana siguiente, cuando pasaron lista, con el número de Krysia, una de las «conejillas de Indias» más jóvenes. No hubo ejecución, pero así actuaron Władka y otra mujer, una mujer noruega mayor, cuyo nombre no recuerdo, pero que también estuvo dispuesta a hacer el mismo sacrificio y que se colocó en la fila con el número de nuestra «conejilla» más joven, Basia Pietrzyk. ¡Qué noche de felicidad la del 5 de enero de 1945 en un campo de concentración terrible! Cuando, después de haber regresado a Cracovia, el sacerdote y profesor Konstanty Michalski –ignoro quién le habló de mí– me llamó y me preguntó qué me había salvado en el campo de concentración, sin darle nombres, le relaté aquella escena que reflejó en su libro Między heroizmen a bestialstwem (Entre el heroísmo y la bestialidad). En efecto, comprobé que la bestia humana también era © San Pablo 2011. Prohibida la reproducción

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capaz de heroísmo y, de esta forma, me formé la siguiente idea del ser humano: que es capaz de impulsos, de una muerte heroica, pero que es incapaz de vivir de manera humana su vida cotidiana. En el campo de concentración considerábamos que la muerte era heroica y, tal vez todas, en cualquier caso todas las que llegamos en el mismo convoy con el «triángulo» rojo, las prisioneras políticas, éramos capaces de morir heroicamente. Nuestras trece chicas fusiladas gritaron antes de morir: «Polonia todavía no ha muerto». Nosotras teníamos una postura algo indiferente –«solo se muere una vez»–, y es cierto que éramos capaces de reír y cantar. Por lo demás, es preciso decir que nuestras compañeras mayores, en particular nuestras profesoras, se ocupaban de nosotras, las jóvenes. Ellas, con su postura protectora, tenían algo de maternal y, aun así, sólo a una de esas mujeres la llamábamos madre (Maria Liberakowa), aunque todas se esforzaban en protegernos, en salvarnos de alguna forma del exterminio interior. Más adelante, cuando casi me estaba muriendo de hambre, me di cuenta de lo mucho que aquellas profesoras querían defendernos precisamente de la pérdida de humanidad. Nos salvó nuestra mente, que en aquella realidad espantosa estaba como paralizada. Aquellas mujeres, las mismas que también se estaban muriendo de hambre, habían organizado para nosotras, las jóvenes, una escuela –una verdadera escuela, aunque sin libros ni lápices– para que «no perdiésemos tiempo». De los riquísimos recursos de la memoria humana nos transmitieron lo que pudieron. Aprendí historia, matemáticas, física, geografía e, incluso, anatomía, porque ya hacia el final de mi reclusión en el campo decidí que quería ser médico. Salvaron algo dentro de nosotras. Todo esto me reveló aún más el misterio de la humani© San Pablo 2011. Prohibida la reproducción

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dad y profundizó mi inquietud: el ser humano me parecía un enigma para el que no tenía la clave. Una humanidad dominada por una fuerza brutal y, sin embargo, capaz de conservar su libertad interior. Determinada por la fisiología de su cuerpo, superada por el dolor físico, el frío y el hambre, y, sin embargo, ¡capaz de soportar todos esos apremios del cuerpo! ¡No todas robaban por hambre y no todas se entregaban a las perversiones sexuales! Libres y, al mismo tiempo, prisioneras. ¿Hasta qué punto dependientes del cuerpo? ¡No lo sabía! ¡Y esta pregunta me atormentaba! No, en el transcurso de aquellos cuatro años de observación, no encontré ninguna respuesta a la pregunta: ¿Quién es el ser humano? Y tuve tiempo para pensar, precisamente sólo para pensar, ¡porque ni siquiera teníamos libros! A veces entablábamos conversaciones, pero nadie a mi alrededor pudo responder a las preguntas que me atormentaban. Contra todo pronóstico, regresé a Lublin y comenzó una nueva etapa de búsqueda. En primer lugar, el impacto con la realidad de la llamada libertad. Tenía la impresión de que nadie... era normal. De que todo el mundo corría detrás de algo que, en el fondo, no tenía ningún sentido, porque, en general, ¿qué tenía sentido? Tenía un sentimiento de aislamiento a pesar de haber regresado con mis familiares y mis amigos, salvados del huracán de la guerra, pero, ¡ellos no me comprendían! ¡Nadie! Huí de Lublin, pues... empecé a tener un sentimiento mortificante de culpa, porque... estaba viva y había regresado de aquel infierno mientras que mis compañeras © San Pablo 2011. Prohibida la reproducción

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no habían regresado. No podía soportar las preguntas: «¿Qué ocurrió allí?». «¿Cómo pudiste soportarlo?». Aún soportaba menos la mirada de las madres de aquellas chicas scout que habían sido fusiladas en el campo de concentración, porque tenía la impresión de que cada una de ellas se preguntaba: ¿Por qué había regresado yo y no su hija? Yo misma ignoraba por qué había regresado y no podía responder a esas preguntas. En cierta ocasión, durante el período estalinista, Józef Kret, mi hoy difunto amigo, fundador del grupo de chicos scout, que sobrevivió al terrible barracón de la muerte –el barracón número 11 de Auschwitz–, tuvo el valor de responder a esas mismas preguntas de los periodistas. A sus insistentes preguntas sobre por qué creía que había regresado, respondió tranquilamente: «Creo que Dios así lo quiso». Yo no podía responder así a aquellas madres y huí de Lublin a Cracovia. Más adelante, mi historia demostró lo importante que fue aquel paso. En septiembre de 1945, me presenté al examen de admisión de la Facultad de Medicina de la Universidad Jaguellónica. Miré durante un momento el formulario de preguntas de física y me encogí de hombros. En todo lo largo y ancho del formulario escribí: «No puedo responder a ninguna de estas preguntas, pues estuve cuatro años recluida en un campo de concentración y he olvidado por completo lo que me enseñaron en la escuela sobre esta asignatura, pero quiero ser médico». Firmé con mi nombre, añadí mi dirección, entregué el formulario al ayudante y salí de la sala, seguida por las miradas atónitas de las personas que estaban haciendo el examen. © San Pablo 2011. Prohibida la reproducción

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Pero un par de días más tarde, recibí una comunicación de que había sido admitida sin examen en la Facultad de Medicina de la Universidad Jaguellónica (UJ), así que empecé a estudiar mi carrera. Empecé a estudiar con absoluta pasión, quería saber todo lo posible sobre el ser humano, pero muy rápidamente me di cuenta de que esa carrera no me aportaba lo que yo esperaba. Los maravillosos mecanismos del cuerpo, las normas que rigen el sistema circulatorio y la respiración no respondían, para nada, a mi pregunta: ¿Quién es el ser humano? Por consiguiente, me inscribí simultáneamente en la Facultad de Psicología. Corría todo el día de una clase a otra, porque además me inscribí en la Escuela de Ciencias Políticas. Las tendenciosas clases de filosofía marxista y todo lo que nos enseñaban allí sólo crearon confusión en mi cabeza, sin aclarar nada. Fui a todas las clases abiertas al público de filosofía, a las conferencias de Roman Ingarden, a las del «polonista» Stanisław Pigon, a todo aquello que se podía hacer en un día. Tenía una sed insaciable de conocimientos, como si quisiera recuperar aquellos años perdidos. No, en realidad aquellos años no se perdieron, pero en aquella época así me lo parecía. Quería hacer algo, estar activa. Volví a ingresar en los scouts. Me dieron el grupo del distrito de Hufiec en Cracovia. Pero mi actividad con los scouts se acabó cuando nacionalizaron el movimiento. No quería convertirme en una funcionaria del régimen comunista. Tenía una relación estrictamente negativa con el «poder popular» desde la época en que, con motivo de las primeras elecciones, no admitieron a ex prisioneros e, incluso, arrestaron a al© San Pablo 2011. Prohibida la reproducción

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gunos prisioneros de la AK7. No, no quería participar en esa política, pero quería hacer algo. Así es que, si no se trataba del comunismo, entonces, ¿qué? Tenía una concepción del mundo cristalina, católica, pero en mi cabeza reinaba el caos. Se me escapaba siempre la concepción de ser humano, el tiempo pasaba. Acabé medicina y escogí la especialización más humanista: la psiquiatría. Aprendí mucho sobre la patología del alma humana, pero seguía sin saber quién es el ser humano y dónde podía encontrarme a mí misma. Busqué por distintos caminos. Poco después de regresar, pude escapar de Lublin, de aquellas preguntas curiosas. Mi profesora y tutora, Zofia Bielska, profesora de polaco, me llevó a Żułów. Y, allí, en casa de las Hermanas Franciscanas, conocí al padre Tadeusz Fedorowicz, quien precisamente acababa de volver de su estancia voluntaria en Siberia8. Las largas conversaciones al atardecer con aquel hombre tan sabio y santo se convirtieron para mí en una señal del camino. El padre Tadeusz comprendió lo que no pudieron comprender las personas que no habían pasado por ningún peligro. Entendió mi inquietud y, aunque no pudo ayudarme hasta el fondo, fue él precisamente quien puso tregua a mis dudas en la elección de mis sendas vitales. Sus consejos fueron determinantes en la elección de mi profesión y en mi vocación matrimonial. La profunda amistad con el padre Tadeusz fue y sigue siendo un tesoro para mí, pero el padre Tadeusz se encontraba en Laski, cerca de Varsovia, y yo, en Cracovia. Le   Armia Krajowa (Ejército Nacional)[N.d.T.].   El sacerdote Tadeusz Fedorowicz describió esa estancia en el libro: Drogi opatrzności (Caminos de la providencia), Norbertinum, Lublin, 1999. 7 8

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escribía, pero quería tener a alguien cerca, quería entender. Él me dirigió a su amigo, el filósofo y profesor Stefan Swieżawski. Me dio una carta de recomendación, que me abrió las puertas de la biblioteca, cerrada para el común de los mortales, del profesor, el cual me invitó a sus conferencias tomistas en casa de los padres dominicos. Devoré libros de filosofía pero seguía sin encontrar la respuesta. Me seguía faltando algo para entender al ser humano en general y a mí misma, mi feminidad, que me parecía una imposición. Władka Dąbrowska, que en el campo de concentración había estado dispuesta a dar su vida por mí, estaba al corriente de mi inquietud y, tratando de ayudarme en esa difícil adaptación a la vida cotidiana, me dio la dirección de un amigo suyo, casi hermano, con el que había crecido y que, ahora, vivía en Cracovia: Tolo Gołubiew. Le busqué, entonces vivía con su amigo Stanisław Stomma y ya formaba parte del grupo «Tygodnik Powszechny»9, pero Tolo me decepcionó. Recuerdo aquella escena: íbamos juntos por la calle Krupnicza y yo le explicaba febrilmente de qué se trataba, que sabía esto y esto otro, y lo de más allá sobre el ser humano, pero que todo aquello no tenía ningún valor. Él se paró en mitad de la calle, me cogió las manos y, aunque en aquella época todavía no me tuteaba, me dijo: «¡Porque todas las mujeres de Ravensbrück estáis mal de la cabeza!». Yo le respondí con exaltación, retirando mis manos: «Y usted es un idiota redomado que no entiende nada, pero nada de nada». Le dejé en mitad de aquella calle y me fui en dirección contraria. Años más tarde, Tolo –que ya se había convertido en un gran amigo mío y padrino de nuestra hija Ania– me dijo en cierta ocasión, en Niwa: «Te9

  Semanario Universal [N.d.T.].

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nías razón, entonces era un idiota redomado y no entendía nada». Y yo seguía buscando la respuesta a mi pregunta: ¿Quién es el ser humano? La medicina no me bastaba, la psiquiatría menos, la filosofía y la psicología tampoco; así es que, ¿qué me podía satisfacer y responder, por fin, a mi pregunta? ¿Quién podía ayudarme? ¿Quizá un sacerdote? Por supuesto, me confesaba y al principio, incluso, intenté borrar mi inquietud con la confesión, pero no encontraba la respuesta que buscaba. Por otro lado, puede ser que yo misma no supiera la respuesta que esperaba encontrar. La verdad era que no había podido encontrar un sacerdote que entendiese mis problemas ni, con el paso del tiempo, los de mis pacientes, porque ya me había convertido en médico y me había especializado en psiquiatría. Una vez, después del turno en la unidad, cuando me topé con un problema cuya solución superaba mis posibilidades y no supe qué hacer, me fui directamente de la clínica a la iglesia de enfrente, la de los jesuitas, y me dirigí a un sacerdote que en aquel preciso momento se encontraba en el confesionario. Le pregunté qué podía hacer en aquel caso concreto. El sacerdote, después de reflexionar, me dijo: «Es cosa tuya, tú eres una médico católica. No soy yo, sino tu conciencia quien debe darte la respuesta; yo no estaré mañana en el consultorio». Así pues, no esperé siquiera a la absolución, simplemente me levanté y me fui. Mis dudas aumentaron. Todo lo que sabía sobre el ser humano en medicina, me confirmaba en el fatalismo de que el ser humano no es libre para nada. Sin embargo, a pesar de mi dura experiencia en el campo de concentración, mi respuesta intuitiva era que no era así del todo, ¿pero cómo? © San Pablo 2011. Prohibida la reproducción

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La sexualidad del ser humano, examinada desde el punto de vista de la anatomía y la fisiología, y observada en el mundo en primer lugar y luego en el consultorio, se me presentaba como una fuerza que dominaba al ser humano y lo humillaba, que en cierto modo le arrebataba ese residuo de libertad que yo intuía que existía. El profesor Roman Ingarden (maestro de mi «filósofo privado» Andrzej, que ahora ya se había convertido en mi marido) estuvo dispuesto a organizar, especialmente para mí, un seminario sobre el tema del ser humano, pero él tampoco consiguió iluminarme con lo que dijo. Andaba por el mundo, trabajaba, me esforzaba, en la medida de lo que entendía sobre el ser humano, en ayudar a mis pacientes, quienes extrañamente buscaban mi ayuda con bastante facilidad. A mi alrededor había muchos seres humanos necesitados y yo no sabía cómo ayudarles, porque ya sabía que, para los sufrimientos del ser humano y para sus angustias, no hay ningún medicamento eficaz ni en la farmacoterapia ni, siquiera, en la psicoterapia. No podía encontrar el verdadero concepto del ser humano, ese que me permitiese comprenderlo todo y encontrarme a mí misma. La respuesta –la única y verdadera respuesta– de que el ser humano sólo puede comprenderse a sí mismo y a los demás... con Jesucristo, me vino muchos años después, como fruto de la estrecha relación con esa persona que me acercó a Dios; y llegó como fruto de muchas horas de oración y meditación, de las excursiones durante las vacaciones con el pastor de almas y sacerdote, Karol Wojtyła. Los apuntes auténticos de aquellos «Ejercicios espirituales en Beskidy»10, que duraron muchos años, son el tema de los próximos capítulos. 10

  Este es el título de la edición polaca, «Beskidzkie rekolekcje» [N.d.T.].

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La introducción a esos apuntes es mi largo y, tal vez, demasiado íntimo capítulo autobiográfico, sin el cual, no obstante, no se podría entender por completo los acontecimientos que tuvieron lugar en esa –como yo la llamo– «gran aventura de la vida», aventura que el propio Dios Nuestro Señor pensó para el hombre, para nosotros. Hoy en día, si me preguntasen por qué regresé viva del campo de concentración, de aquella muerte evidente, incluso de la muerte clínica, respondería lo mismo que Józef Kret: «Estoy segura de que Dios así lo quiso». Pero esto sólo pude empezar a decirlo después de aquellos «Ejercicios espirituales en Beskidy». (Capítulo escrito en 1993).

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