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Juan Antonio Monroy Fuerte como la muerte | Í ndi ce 413 Índice Explicación necesaria Capítulo I: Realidad del Amor divino Amor divino en mente hum

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Juan Antonio Corbalán Liarte Fecha y lugar de nacimiento: 5 de Marzo de 1985 en Madrid. Datos de contacto: +34 620413750, [email protected] CV ampliado

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Juan Antonio Monroy

Fuerte como la muerte | Í ndi ce

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Índice Explicación necesaria Capítulo I: Realidad del Amor divino Amor divino en mente humana Fuerte como la muerte Amor hasta el fin Conclusión Capítulo II: El alcance del Amor de Dios Verdades elementales Amor sin fronteras Amplio cual es el mar Conclusión Capítulo III: La demostración del Amor divino Las revelaciones de Dios Conclusión Capítulo IV: Primer objetivo del Amor divino El hecho histórico de la perdición El agente de la perdición Causas de la perdición El deseo de Dios Conclusión Capítulo V: Segundo objetivo del Amor divino La vida natural La vida eterna El camino de la vida Conclusión

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Quisiera que este nuevo libro mío ayudara a muchos a entender más y mejor ese amor divino que, en expresión del apóstol, excede a todo conocimiento. Es la única razón que tengo para entregarlo a los lectores, a quienes ruego benevolencia y comprensión.

Explicación necesaria No hay libro, por muy pequeño que sea, que no haya pasado por un proceso de concepción, gestación y parto. Fuerte como la muerte no es una excepción. En la primavera de 1971 di en Madrid cinco conferencias sobre el texto de Juan 3:16, resaltando cinco aspectos diferentes del amor divino. A medida que estudiaba el tema crecía mi entusiasmo y mi interés por el mismo. ¡Había tanto que decir! ¡Podía desarrollarse desde tantos ángulos diferentes! Enfrascado en el estudio, decidí abordarlo con una amplitud mayor de la necesaria para este tipo de conferencias. Para la mera exposición verbal me habrían bastado notas mucho más breves, teniendo en cuenta que el conferenciante ha de vigilar continuamente el reloj. Pero como yo mismo me sentía absorbido por el desarrollo de los puntos que iba anotando, opté por redactar estas conferencias, desde el primer momento, con la intención de publicarlas en un tomo. Por ello, no sé si decir que he recogido en un libro cinco conferencias o que he redactado un libro sobre el amor de Dios cuyos capítulos he desarrollado posteriormente en cinco charlas consecutivas. Esto último me parece más lógico. Después de Madrid, estas mismas conferencias las he dado en Texas, en Miami, en Barcelona, etc. Parece que los que las oyeron fueron espiritualmente edificados con su contenido. Esto mismo deseo para los lectores de Fuerte como la muerte. El título lo he tomado de Cantares 8:6, donde se dice que el amor es fuerte como la muerte. En la redacción he seguido un método homilético eminentemente tradicional, con su obligada introducción, la correcta división de los puntos principales y la conclusión. Asimismo he aplicado el clásico sistema de las ilustraciones, que tanto ayudan a la comprensión del tema que se expone. Sé perfectamente que en algunos círculos literarios se considera anticuada esta manera de formar un libro. Yo no comparto la misma opinión. Rechazar lo antiguo tan sólo por serlo, me parece absurdo. Antiguas son las estrellas y todavía recurrimos a ellas cuando buscamos la caricia limpia y suave para nuestro espíritu.

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Conforme se suceden las lecciones y el contacto personal va en aumento entre Marga y Pablo, éste va descubriendo un “tercer misterio”:

Capítulo I

Realidad del amor divino “Porque de tal manera amó Dios…” Pablo dice que el camino más excelente de la vida es el amor. Y lleva razón. Hay caminos malos y buenos, caminos que dignifican la existencia y caminos que la pervierten del todo. Pero ninguno tan importante como el camino del amor. La conocida frase de San Agustín “ama y haz lo que quieras” no es una mera idea bellamente expuesta. Las acciones inspiradas en el amor difícilmente pueden perjudicar. El amor es el centro de la vida, la columna que sostiene el Universo. Alejandro Casona, el magnífico dramaturgo asturiano, ya fallecido, escribió muchas obras buenas; una de ellas es La tercera palabra. Pablo, veinticuatro años, es educado por el padre en plena montaña, lejos de todo y de todos. En su interior anida “una inteligencia como una luz”, pero es analfabeto. Carece de malicia y de modales. Es un salvaje. Una fuerza de la Naturaleza, un bruto convertido en hombre. A la muerte del padre, Pablo queda a cargo de dos tías, con quienes vive cerca de la montaña. Dos señoras mayores. Una, soltera; la otra sólo estuvo casada ocho días y enviudó. Muerto el padre, las tías de Pablo deciden que es tiempo de darle una educación, y ponen un anuncio solicitando maestro. Responde Marga, “una joven universitaria de belleza fresca”, que ha leído muchos libros. Cuando Marga se entera que el “niño” a quien ha de educar es un salvaje de veinticuatro años coge de nuevo sus maletas para regresar a la capital, pero las dos tías de Pablo la convencen y decide quedarse. A medida que pasan los días Marga va descubriendo los valores naturales de Pablo. Aquella “página en blanco”, como le describió la tía Angelina, lleva las grandes verdades de la vida grabadas en el alma. Un día el alumno dice a su profesora: –“Hay, primero, las cosas pequeñas: esta mano caliente, el frío en invierno y la luna de noche. Y hay, después, las dos cosas grandes, que hacen temblar al hombre: la muerte y Dios.”

–“No hay solamente dos cosas grandes. Además de Dios y de la muerte, ¡hay una tercera cosa que hace temblar la garganta del hombre!” Pablo la intuye, pero no la conoce. Es Marga quien la define: –“Sí, Pablo; hay un tercer misterio que es un poco como sentir a Dios y un poco como sentirse morir”. Pablo quiere conocerlo a toda costa: –“Dime esta tercera palabra. Quiero oírtela a ti”. La revelación no se produce hasta que cae el telón en la escena final. Marga, ya enamorada, acariciando entre sus manos la cabeza de Pablo, repite: –“¡Amor..., amor..., amor...!” Dios. Muerte. Amor. Estas son las tres palabras claves en la vida de todo ser humano. En la tierra y más allá de la tierra. Dios es amor y a través del amor se llega a Dios. La muerte del cuerpo supone la vida del alma y la entrada al disfrute pleno del amor divino. “Dios es amor; y el que vive en amor, vive en Dios, y Dios en él” (1ª Juan 4:16).

AMOR DIVINO EN MENTE HUMANA Si el amor humano es un misterio, misterio mucho mayor es el amor divino. La mente del hombre, aun la más privilegiada, no puede abarcar dentro de sí la grandeza de este amor. Entre los pensamientos de Dios y los del hombre hay una distancia como de la Tierra al Cielo. Los caminos humanos están separados de los divinos por abismos de eternidad. Por mucho que un

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hombre se esfuerce en hablar del amor de Dios, jamás podrá describirlo tal cual es. Aunque fuera capaz el hombre de emplear un lenguaje angélico, como dice Pablo, sería insuficiente para hacer entender el amor de Dios. A lo más que alcanzamos es a trazar débiles pinceladas; pero pintar el cuadro completo del amor de Dios es imposible. 1. Amor que excede a todo conocimiento En un importante pasaje de la epístola a los Efesios, Pablo ora a Dios y le pide que desarrolle la vida interior de los convertidos, a fin de que éstos estén en mejor disposición de comprender el amor divino. Dice: “Que habite Cristo por la fe en vuestros corazones, a fin de que, arraigados y cimentados en amor, seáis plenamente capaces de comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios” (Efesios 3:17-19). Los cuatro sustantivos empleados por Pablo son los que normalmente se usan para conocer la medida completa de un objeto: anchura, longitud, profundidad y altura. Sin embargo, aplicada esta regla al amor de Dios, tan sólo obtenemos débiles aproximaciones. Ni nuestra inteligencia da para más ni tampoco nuestra capacidad de descripción. Un comentarista moderno de la Biblia ha tratado de explicarlo del siguiente modo: Anchura. El amor de Dios extendido a todos los pueblos, a todos los pecadores. Longitud. El amor de Dios en su expresión eterna, de principio a fin. Profundidad. Abismo insondable del amor divino, que alcanza al más degradado de los pecadores. Altura. Amor sin límites y sin cansancio. Estas ideas nos ayudan a comprender los cuatro ángulos del amor divino, pero son figuras pálidas, incompletas. El amor de Dios sobrepuja, desborda la mente humana. En palabras del apóstol, “excede a todo conocimiento”. Está por encima del conocimiento dado al hombre. Supera lo más avanzado de la ciencia y de la sabiduría que nacen en la Tierra.

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2. Amor que supera todas las ataduras Hay un pasaje en el antiguo libro de Oseas, simpático y atractivo, donde se expresa con una gran fuerza dramática el amor paternal que Dios sintió siempre por su pueblo Israel, no obstante la continua ingratitud del pueblo. Dice así: “Con cuerdas humanas los atraje, con cuerdas de amor; y fui para ellos como los que alzan el yugo de sobre su cerviz, y puse delante de ellos la comida” (Oseas 11:4). Israel jamás comprendió este amor. Ni lo comprende el hombre de hoy. Dios ata con cuerdas de amor; pero hay otras muchas cuerdas, cadenas de pecados que aprisionan al hombre y lo esclavizan. Con una mente limpia, con un corazón purificado, la posibilidad es mayor. Pero en su natural estado de muerte espiritual, comprender el amor de Dios es imposible para el hombre. Las miserias de la tierra, a las que se siente encadenado, son un estorbo que le impiden contemplar las bellezas del cielo. En algún lugar he leído la historia de un romántico pintor que se hallaba pasando una temporada de descanso en un hotel de la montaña. Una tarde, a esa hora en que el sol empieza su descanso y el cielo se viste de colores pálidos, el pintor, de pie en su habitación, contemplaba la puesta del sol a través de los cristales cerrados. En aquel momento, una camarera, haciendo uso de su llave maestra, penetró en la habitación para comprobar su estado. Viendo al pintor con la mirada fija en dirección a la ventana, se excusó tímidamente: –“Perdone, señor, ya sé que los cristales están sucios. Esta mañana olvidé limpiarlos”. La mujer no podía comprender que lo que el pintor miraba con tanta fijeza era el paisaje del valle, no la suciedad de los cristales. Así ocurre con el amor de Dios. No podemos abarcarlo en toda su amplitud y grandeza porque la suciedad de la tierra nos cubre la visión. Las cuerdas humanas del mal nos atan, nos persiguen, nos matan la vida del espíritu. 3. Amor que abrasa El amor de Dios es como el fuego, según dice la Biblia, y el fuego no basta con imaginarlo para comprenderlo, hay que sentirlo. Salomón dice que el amor de Dios, fuerte como la muerte, quema: “Sus brasas, brasas de fuego, fuerte llama” (Cantares 8:6).

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El fuego está en movimiento constante. Sólo deja de ser cuando fenece. Esta imagen nos ilustra la realidad eterna del amor de Dios, que jamás deja de existir, porque Dios es eterno. Él mismo nos dice desde las páginas de la Biblia: “Con amor eterno te he amado; por tanto, te soporté con misericordia” (Jeremías 31:3). Pero aquí no basta la imaginación. Se puede imaginar uno el amor como se puede imaginar el fuego. Sin embargo, jamás sabrá lo que es el amor, hasta que lo viva, como tampoco sabrá lo que es el fuego hasta que lo sienta en la propia carne. Este fue el obstáculo principal contra el que tropezaron los judíos contemporáneos de Cristo. No amaban a Dios y, por lo tanto, no podían ver más allá de la simple apariencia humana del Señor. Éste les dijo en una ocasión: “Yo os conozco, que no tenéis amor de Dios en vosotros” (Juan 5:42). Para que el amor de Dios penetre un poco en la mente humana hay que sentirlo como un fuego ardiente en el cuerpo, en los huesos y en el alma. De otra manera sólo se lo podrá imaginar.

FUERTE COMO LA MUERTE En un pasaje ya citado de “El Cantar de los Cantares” se dice que el amor de Dios es fuerte, intenso como la misma muerte. Tan fiel, tan invariable y eterno, que ni las muchas aguas de los mares pueden apagarlo ni tampoco pueden ahogarlo los ríos.

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“El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor” (1ª Juan 4:8). Aquí, en estas tres últimas palabras, se esconde todo el secreto del amor divino. Dios ama porque Dios es amor. Porque no puede dejar de amar. Porque no sabe hacer otra cosa. “Si nada más –escribe San Agustín– se nos dijera en las páginas de las Escrituras; si sólo eso oyéramos de la voz del Espíritu Santo: que Dios es amor, nada más tendríamos que buscar.” Esta sublime verdad resplandece a través de toda la Biblia. 1. El amor de Dios en la Creación El amor de Dios llena la Escritura desde sus primeras letras. Se manifiesta desde el principio, aun sin nombre, en el acto de la Creación. Dios, esto es, el Amor, da comienzo a Su obra y cubre el inmenso vacío existente en seis días o períodos de tiempo. Al término de cada jornada se repite la misma expresión: “Y vio Dios que era bueno.” Era bueno porque la Bondad, el Amor, Dios, lo había hecho. La creación del hombre y su instalación en el huerto del Edén fue otro acto de amor divino: “Entonces Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente. Y Jehová Dios plantó un huerto en Edén, al oriente; y puso allí al hombre que había formado” (Génesis 2:7-8).

–Papá –preguntó un niño de ocho años–, ¿por qué nos ama Dios tanto, si somos muy malos? –Porque Dios, hijo mío –respondió el padre–, no sabe hacer otra cosa. Con su sabia respuesta este padre estaba enseñando al hijo una gran verdad teológica. Dios ama porque no sabe hacer otra cosa, porque su naturaleza es amar, como la del sol es brillar. La Biblia lo dice en un pequeño pasaje que encierra una gigantesca verdad.

Hay amor también en la formación de la mujer: “Entonces Jehová Dios hizo caer sueño profundo sobre Adán, y mientras éste dormía, tomó una de sus costillas, y cerró la carne en su lugar. Y de la costilla que Jehová Dios tomó del hombre, hizo una mujer, y la trajo al hombre” (Génesis 2:21-22).

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Independientemente de otras consideraciones, Eva fue la consecuencia del gran amor que Dios siempre profesó al hombre. Mirándole solitario entre los animales del huerto, Dios se dijo: “No es bueno que el hombre esté solo; le haré ayuda idónea para él” (Génesis 2:18). Incluso después de la caída Dios sigue amando a Su criatura. Cuando la ve desnuda la viste con pieles de animales. Cuando la contempla espiritualmente caída le promete un Salvador. No fue Dios quien se apartó del hombre. Fue el hombre quien desobedeció a Dios y le abandonó. Así ha ocurrido siempre. Dios nos ama. Nos ha amado desde el principio. Nos sigue amando. Pero por nuestra parte somos indiferentes a Su amor. Rebeldes al llamamiento di-

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“No por ser vosotros más que todos los pueblos os ha querido Jehová y os ha escogido, pues vosotros erais el más insignificante de todos los pueblos; sino por cuanto Jehová os amó” (Deuteronomio 7:7-8). A través de sus escritos, los autores bíblicos van abriendo camino a esta gran verdad. El pacto de Dios con Noé fue un acto de amor. Como lo fue también el llamamiento de Abraham. El amor de Dios se proyecta sobre los patriarcas del Antiguo Testamento y sobre todo el pueblo judío. Su amor es sentido y real. Los profetas describen la intensidad de este amor mediante una variedad de imágenes que nos descubren perfiles muy humanos. Así, se habla del amor de Dios hacia su pueblo como el amor de un esposo: “Yo fui un marido para ellos, dice Jehová” (Jeremías 31:32).

vino. En el primer libro de Samuel hay una historia que nos ayudará mejor a comprender esta verdad. Saúl, el primer rey que tuvo Israel, vivía atormentado por los malos espíritus. Cuando más enfurecido estaba el rey, David, que por entonces era un niño, tocaba el arpa ante el rey y la música conseguía aplacarle. Por esta razón Saúl amaba a David, según dice el texto bíblico. Pero aquel amor, con el tiempo, se convirtió en odio. Saúl llegó a tener celos profundos de David. Hasta tal extremo que un día, mientras tocaba el arpa, como de costumbre, el rey le lanzó su es-

Oseas y Ezequiel destacan la infidelidad de Israel, la ingratitud y la traición a este amor. También lo hace Jeremías:

pada con intención de matarlo. ¿Qué había pasado? David era el mismo, su arpa y su música eran las mismas. Quien había cambiado era el rey, que de bueno se hizo malo. Así ocurre entre Dios y nosotros. La música de Su amor continúa deleitando nuestros oídos y perfumando nuestras vidas. Pero no queremos

Otras veces, el amor de Dios hacia Israel se expresa mediante la figura del padre, con autoridad y compasión al mismo tiempo:

oírle. ¿Ha cambiado Él? No. Hemos cambiado nosotros, todos nosotros.

“Como la esposa infiel abandona a su compañero, así prevaricasteis contra mí, oh casa de Israel, dice Jehová” (Jeremías 3:20).

“¿No es Efraín hijo precioso para mí? ¿No es niño en quien me deleito? Pues desde que hablé de él me he acordado de él constantemente. Por eso mis entrañas se conmovieron por él, ciertamente tendré de él misericordia, dice Jehová” (Jeremías 31:20).

2. El amor de Dios en la historia de Israel El amor de Dios no se interrumpe tras la caída. Se ha dicho muchas veces que Dios aborrece el pecado, pero ama al pecador. Desde Génesis hasta Malaquías el amor de Dios está presente, visible y manifiesto en la historia vejotestamentaria del pueblo judío. La elección de Israel y su destino como nación llamada a llevar el conocimiento de Jehová a todos los demás pueblos, fue un acto basado en el amor de Dios. Así lo dice la Biblia:

“Cuando Israel era muchacho, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo” (Oseas 11:1). No podía faltar la imagen del amor materno, el más sincero, el más profundo, el más duradero de los amores humanos. Con acento enfático nos declara Dios que su amor por Israel es aun superior al que la madre siente por el hijo:

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“¿Se olvidará la mujer de lo que dio a luz, para dejar de compadecerse del hijo de su vientre? Aunque olvide ella, yo nunca me olvidaré de ti” (Isaías 49:15). La historia del Antiguo Testamento es la historia del amor de Dios hacia Israel y de la infidelidad de Israel hacia Dios. En un texto profético, aplicable al Mesías, se dice que debido a este gran amor de Dios hacia Su pueblo le soportó pacientemente en todas sus rebeldías espirituales. Cuando el pueblo se subleva y grita contra Dios, Dios guarda silencio y perdona. Lo hace por amor, por puro amor. Así está escrito: “Jehová está en medio de ti, poderoso, él salvará; se gozará sobre ti con alegría, callará de amor; se regocijará sobre ti con cánticos” (Sofonías 3:17). Es la misma idea que se contiene en el texto, ya citado, de Jeremías 31:3. Dios amó a Su pueblo y lo sigue amando, porque el amor de Dios no tiene límites, no conoce fin. Un cristiano recién convertido se llegó al ministro de su iglesia con la Biblia abierta y, mostrándole el texto de Romanos 9:13, donde Pablo habla de la soberanía de Dios, le dijo: –No comprendo por qué Dios aborreció a Esaú y, en cambio, amó a Jacob. –Lo que yo no comprendo –respondió el ministro– es que pudiera amar a Jacob a pesar de tantas imperfecciones. Y, sin embargo, lo amó. Como amó a Su pueblo. Como nos ama a todos nosotros, no obstante nuestras muchas imperfecciones. 3. El amor de Dios en la historia del Calvario He hablado del amor de Dios en la Creación y del amor de Dios en la historia del pueblo hebreo. Desde Génesis hasta Malaquías. El próximo paso sería hablar del amor de Dios en la historia del Calvario. Pero puesto que a este tema le voy a dedicar un capítulo entero, no me ocuparé mucho de él aquí. No hay pasaje en toda la Escritura que exprese con más claridad, fuerza, convicción y elocuencia el amor de Dios hacia el hombre caído que el texto de Juan 3:16, conocido como la Biblia en miniatura y que está sirviendo de base a esta serie de estudios:

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“Porque de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su Hijo unigénito para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.” Lo que este texto quiere decir es que Dios, en un momento de los tiempos, viendo la corrupción a la que el hombre había llegado, contemplando su condenación segura, se encarnó en figura humana y se dejó crucificar en una cruz, resucitando luego y volviendo al hogar celestial, habiendo consumado nuestra salvación. ¡Este es el misterio por excelencia del Cristianismo! Valerio Máximo cuenta en el capítulo 9 de su quinto libro una historia conmovedora. Un padre de noble linaje tuvo conocimiento de que su hijo pretendía matarle para heredar su fortuna. Horrorizado el padre ante esta idea y temiendo que el hijo fuera más tarde sentenciado, le invitó un día al campo para dar un paseo juntos. Cuando estuvieron en pleno bosque, el padre sacó un puñal y entregándoselo al hijo, le dijo: –Sé que tienes intención de matarme. Toma este puñal y hazlo ahora. Aquí no te verá nadie y tu crimen quedará impune. El hijo, sorprendido y aterrado ante aquel rasgo del padre, cayó al suelo sollozando y pidiendo perdón. Esto fue lo que ocurrió en el Calvario. Con el puñal de nuestros pecados clavamos en la cruz al Dios que nos dio la vida. Y la gran mayoría del género humano todavía no ha llorado su crimen.

AMOR HASTA EL FIN A pesar de todas nuestras infidelidades, el amor que Dios nos manifestó en Cristo al entregarle en la cruz es un amor eterno. Existen personas que creen que están dejadas de la mano de Dios. Piensan que Dios no les ama. Estas personas están equivocadas. Dios ama. Dios ama mucho; de forma intensa, eternamente. Dios ama al hombre y a la mujer, por muy caídos que éstos estén en el pecado. Dios nos ama desde el principio de los tiempos. Y nos seguirá amando hasta el final de los siglos. Dios no sabe hacer otra cosa. Dios es amor.

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Juan, el apóstol del amor, es el encargado de darnos esta buena noticia. Cerca ya de la cruz, cuando su vida terrena estaba llegando al ocaso final, el amor de Cristo permanecía firme, inmutable. Y el apóstol nos lo declara con palabras que hasta a las piedras conmueven: “Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que su hora había llegado para que pasase de este mundo al Padre, como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin” (Juan 13:1).

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al que le negare en la tierra, ante los hombres, Él le negaría en el Cielo, ante el Padre (Mateo 10:32-33). Pero Pedro se arrepintió, fue restaurado a la fe y Cristo le perdonó... porque le amaba. Porque le amaba hasta el fin. Dios no puede amar la negación del hombre, no comparte su incredulidad. Es más: dice que el que niega, el que no cree, “ya está condenado” (Juan 3:16). Ya, desde ahora, sin tener que esperar al día del juicio. Pero Dios ama al incrédulo. Ama al pecador. Lo ama como un padre ama a su hijo descarriado. Y está deseando que el hombre se vuelva de sus malos caminos y le busque, le pida perdón, le ame a su vez.

Cristo amó hasta el fin... hasta la muerte, hasta la cruz, Cristo amó entonces y ama hoy a toda clase de personas. 1. Ama al que le traiciona En aquella reunión de la que habla Juan estaba Judas, el que más tarde le traicionaría, entregándole por treinta monedas de plata (Lucas 22:47-53 y Mateo 27:3-10). Cristo amó a Judas hasta el fin. La traición es castigada duramente por las leyes. A los traidores se les pasa por las armas. El traidor es un ser al que la sociedad desprecia. Pero el traidor está también en el corazón de Cristo. Hay muchas maneras de traicionar al Hijo de Dios. Si tú te sientes culpable de traición no

4. Ama al que le persigue Pablo no estaba en aquella reunión a la que se refiere Juan. Pero Pablo estaba en la mente y en el corazón de Jesús. El Señor amaba a Pablo. Lo amaba desde el principio. Lo amó hasta el fin. A pesar de sus persecuciones contra los cristianos. A pesar de las amenazas dirigidas a la Iglesia de Cristo. A pesar de las maldiciones contra el mismo Señor. Cuando se le aparece en el camino de Damasco no le condena, no le recrimina con furia, antes al contrario, con amoroso reproche le pregunta: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” (Hechos 9:4).

desesperes. Cristo te ama. 2. Ama al que duda Tomás, uno de los doce apóstoles, dudó cuando los demás le dijeron que Cristo había resucitado. No lo creía. Quería comprobarlo personalmente metiendo su dedo en el costado del Señor para cerciorarse de que estaban allí los agujeros de los clavos (Juan 20:24-29). Sin embargo, Cristo amó a Tomás. Lo amó hasta el fin, a pesar de sus dudas. La duda, en materia de fe, es un tormento para el espíritu. El que se debate entre la fe y la incredulidad es un ser digno de lástima. Pero la persona que duda ha de saber que Dios está a

El tono de estas palabras revela el gran amor que el Señor sentía por Pablo. El mismo amor que siente por todos aquellos que, equivocadamente, le persiguen todavía, negando su sacrificio y atacando su divinidad. 5. Ama a quienes le matan No hay en toda la historia del pensamiento religioso una oración tan conmovedora como la que Jesús pronunció estando en la cruz. Fue una oración breve, concreta, dirigida al Padre como un telegrama urgente:

un solo paso de sus inquietudes. Dios le ama. Le amará hasta el fin. “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34). 3. Ama al que le niega Pedro cometió el más terrible de los pecados. La negación. Negó al Señor tres veces. Juró y perjuró que no le conocía, que nunca le había visto (Marcos 14:66-72). Cristo había dicho que

Cristo se refería a la multitud que gritaba enardecida ante la cruz, la misma que había pedido la liberación de Barrabás y que había consentido en la muerte de Jesús. Para ellos pedía Cristo el

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perdón, porque a pesar de su pecado seguía amándolos. Para ellos y para todos nosotros, para cada uno de nosotros, porque todos estábamos allí representados. Así lo dice la Biblia: “Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. Mas él fue herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por sus llagas fuimos nosotros curados” (Isaías 53:4-5).

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amores a medias. Quiere ser el todo en todos. Quiere que se le ame como ama Él hasta las últimas consecuencias. Un sabio, que también sabía pintar, pintó a un hombre con el corazón dividido. La mitad del corazón en la mano izquierda, entregándosela al mundo. La otra mitad en la mano derecha, ofreciéndosela a Cristo. El mundo, que con cualquier cosa se conforma, aceptaba la mitad que se le daba. Cristo rechazaba su mitad porque Cristo quiere el corazón del hombre completo. Él ama hasta el fin, y hasta el fin quiere ser amado. Lleva años, siglos pidiendo el corazón del hombre. Diciendo:

A pesar de nuestro crimen contra Él, el crimen de nuestros pecados, Cristo sigue amán“Dame, hijo mío, tu corazón” (Proverbios 23:26).

donos. 6. Ama a quienes le desconocen La escena tuvo lugar después de resucitado Cristo. La cuenta Lucas. Dos discípulos andaban desde Jerusalén a Emaús, unos 14 kilómetros de distancia. El Señor se une a ellos, conversa y hace todo el recorrido con ellos, hasta llegar a la misma aldea. Y ellos, sin conocerle. Cualquier otro se habría molestado, se habría sentido ofendido. Cristo, no. Les amaba. Entra con ellos en la casa donde posaron aquella noche. Come y bebe con ellos. Al partir el pan se dan cuenta, por la forma, por el gesto, de que aquel visitante era el Señor resucitado. Y entonces recuerdan que mientras les hablaba por el camino ellos sentían arder sus corazones. Aunque le desconocieron, Cristo no se apartó de ellos. Sabía el motivo: “Los ojos de ellos estaban velados” (Lucas 24:16). Y Cristo ama profundamente, entrañablemente, a todos los que viven con los ojos de la fe velados, cerrados. Por eso, porque los ama, Cristo quiere que sus ojos sean abiertos. Es al hombre a quien corresponde dar el paso adelante. Es el hombre quien tiene que pedir, como el ciego del Evangelio: “Señor, que vea”.

CONCLUSIÓN Ha llegado la hora de terminar, Cristo ama con amor intenso. Con amor eterno. E igual que ama quiere ser correspondido. Cristo no desea corazones tibios. No quiere frialdades ni tampoco

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Capítulo II

El alcance del amor de Dios “Al mundo...”

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Ese arco iris habla del amor de Dios para con todos los seres humanos, en todos los rincones del mundo. El amor de Dios extendido a todas las razas, a todos los pueblos, a todas las categorías sociales, a todas las edades, a cualquier condición en la que el hombre se encuentre. ¡Porque Dios es Dios de todos, y para todos! Así lo dice San Agustín: “Dios es todo ojos, porque todo lo ve; todo manos, porque todo lo obra; todo pies, porque está en todas partes. Se encuentra todo en el cielo, todo en la tierra, todo en todas partes y todo al mismo tiempo.”

Para empezar hablando sobre la universalidad del amor de Dios no encuentro mejor ilustración que la de ese arco iris que tras la tormenta suele brillar en el firmamento como promesa de buen tiempo. Visto desde nuestra plataforma terrena el arco iris parece como un gran lazo de colores que une el Cielo con la Tierra. La Biblia dice que el arco iris fue puesto por Dios inmediatamente después del diluvio, como una promesa o alianza hecha a Noé y a sus descendientes de que jamás volvería a producirse otro diluvio: “Mi arco he puesto en las nubes, el cual será por señal del pacto entre mí y la tierra. Y sucederá que cuando haga venir nubes sobre la tierra se dejará ver entonces mi arco en las nubes. Y me acordaré del pacto mío, que hay entre mí y vosotros y todo ser viviente de toda carne; y no habrá más diluvio de aguas para destruir toda carne. Estará el arco en las nubes, y lo veré, y me acordaré del pacto perpetuo entre Dios y todo ser viviente, con toda carne que hay sobre la tierra” (Génesis 9:13-16). En estos cuatro versículos se emplea tres veces la palabra “tierra” y cinco veces la expresión “ser viviente” o “carne”, referida a personas. Esto ya es una demostración del amor universal de Dios. Su pacto fue un pacto de amor llevado a cabo con todos los habitantes de la tierra, sin excepción alguna. Cuando el arco iris aparece, la humanidad entera ve renovada la promesa divina de no volver a destruir la tierra mediante otro diluvio. Cuando la tormenta pasa, los rayos del sol iluminan todos los rincones de este Universo material que conocemos, y respira tranquilo el hombre de la selva y el de la capital, el que anda por las montañas y el que recorre los mares.

VERDADES ELEMENTALES Que el amor de Dios es de alcance universal, sin limitaciones de género alguno, se deduce de las consideraciones que siguen. 1. Dios es universal Le preguntaron a un niño de nueve años: –¿Cuántos dioses hay? –Uno –respondió con rapidez. –¿Cómo lo sabes? –Porque dos no cabrían en el mundo –fue su lógica respuesta. Dios, efectivamente, es uno. No existen dioses mayores ni menores ni iguales. Un solo Dios que en la concepción cristiana se manifiesta en tres Personas distintas. Esta verdad aparece en los mismos orígenes bíblicos: “Jehová es Dios, y no hay otro fuera de él” (Deuteronomio 4:35). La afirmación de Moisés es compartida por todos los profetas del Viejo Testamento. Isaías lo expone en representación de los demás: “Así dice Jehová Rey de Israel, y su Redentor, Jehová de los ejércitos: Yo soy el primero y Yo soy el postrero, y fuera de mí no hay Dios” (Isaías 44:6).

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En la montaña donde tuvo lugar la tentación de Cristo, tras haber pa-sado cuarenta días y cuarenta noches sin comer, Jesús le dice al Diablo –¡al Diablo incluso!– que no hay más Dios que Dios y que sólo a Él hay que adorar: “Al Señor tu Dios adorarás, a Él solo servirás” (Mateo 4:10). Y Pablo, el combativo Pablo, el infatigable predicador y escritor de las grandes verdades cristianas, expone ésta que nos ocupa con palabras definitivas:

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“Por la transgresión de uno vino la condenación a todos los hombres... Por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores...” (Romanos 5:18-19). Pero el mismo Pablo se encarga de decirnos que si la condenación es universal, el amor, la compasión, la misericordia de Dios tienen igualmente proyecciones universales: “Porque Dios sujetó a todos en desobediencia, para tener misericordia de todos” (Romanos 11:32).

“Un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos, el cual es sobre todos, y por todos, y en todos” (Efesios 4:6). Está claro. Si Dios es único, universal, Su amor lo es también, por necesidad. Si es Padre de todos –Padre por derecho de creación, no de redención–, su amor se extiende, lógicamente, a la Humanidad entera. 2. La condenación es universal Cuando Adán cayó, toda la raza humana cayó con él. Cuando Adán pecó, la humanidad entera fue contaminada. El primer ser humano que existió jamás, esto es, Adán, fue hecho a imagen y semejanza de Dios, o sea, puro, santo. El segundo hombre que pisó la Tierra nació a imagen y semejanza del primero, es decir, pecador, porque la pureza de Adán se había convertido en impureza a causa del pecado. Y la cadena de contaminación sigue sumando eslabones a medida que nuevos seres humanos van naciendo. El apóstol Pablo resume esta doctrina de la condenación universal en uno de los pasajes más interesantes de su epístola a los Romanos: “Como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron”. (Romanos 5:12). El escritor bíblico alude a la muerte espiritual, que todos heredamos en Adán. Su culpa se hizo nuestra. Con su pecado inyectó en nuestra vida el germen del mal:

3. La salvación es universal El hecho de que todos los habitantes de la tierra no sean salvos, no significa que la salvación de Dios esté limitada. Como dice Pablo: “... Dios, nuestro Salvador, quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad” (1ª Timoteo 2:3-4). Mucha gente, en todo el mundo, ha admirado la música de El amor brujo, obra del genial compositor Manuel de Falla, nacido en Cádiz en 1876 y muerto a los setenta años de edad en Argentina. Pero son pocos los que conocen el argumento. La letra, de Gregorio Martínez Sierra, habla de una joven gitana, Candelas, enamorada de un gitano tan hermoso como seductor, malvado y celoso en extremo. Por suerte para Candelas, el gitano muere y la muchacha se enamora de otro, Carmelo, que la quiere hasta la locura. Pero cada vez que la pareja iba a darse el ritual beso del amor, surgía el espectro del muerto y se interponía entre ellos. Cansado, Carmelo se inventa una noche la forma de burlar al espectro. Sabiendo que el gitano muerto había sido un mujeriego en vida, se presenta una noche con otra gitana guapa y de buen ver. Aparece el espectro, la ve y se va tras ella. De esta forma, Candelas y Carmelo pueden besarse tranquilamente. En varios lugares de la Biblia se habla del beso de la reconciliación que Dios quiere dar al hombre. Dios lo quiere, lo desea, lo intenta, pero cada vez que se acerca, los pecados del hombre levantan una barrera entre él y Dios:

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“Vuestras iniquidades han hecho división entre vosotros y vuestro Dios, y vuestros pecados han hecho ocultar de vosotros su rostro” (Isaías 59:2). Esto supuesto, el deseo de Dios no cambia. La salvación dada a conocer en Cristo es para todos los pueblos. La oferta de Dios sigue en pie:

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1. Madre de todos los vivientes El Dios del Viejo Testamento no es, como algunos han señalado, un Dios nacionalista, limitado a un pueblo y a una sola raza. Es universal. El objeto de Su Amor es la Tierra entera sin fronteras; de ninguna manera un solo pueblo. Esto se ve desde el primer capítulo de la Biblia. En el acto mismo de la Creación. Cuando Dios creó a la primera pareja humana, les dijo:

“Dios, habiendo pasado por alto los tiempos de esta ignorancia, ahora manda a todos los hombres en todo lugar que se arrepientan” (Hechos 17:30).

“Fructificad y multiplicaos, llenad la tierra y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos y en todas las bestias que se mueven bajo la tierra” (Génesis 1:28).

Si Dios es universal, la condenación es universal, y la salvación es universal, se sobrentiende que el amor de Dios también, lógicamente, por fuerza, ha de ser universal.

El destino del amor divino no es un pueblo, es la Tierra. Y a la tierra entera envía su mensaje el Señor:

“De tal manera amó Dios al mundo.” Y el mundo, para nosotros, está formado por los cinco continentes que explica la Geografía. Cinco continentes como cinco estrellas luminosas que reciben y transmiten hasta el último rincón de este planeta los rayos del amor divino.

AMOR SIN FRONTERAS Los tres puntos que acabo de mencionar en el apartado anterior hablan con sobrada elocuencia, a mi parecer, del alcance universal del amor de Dios. No obstante, aun cuando los considero en sí mismos suficientes para convencernos de esta verdad, hay mucho más que decir al respecto. La Biblia, en este sentido es inagotable. Y aunque se entiende que no voy a exponer aquí todo cuanto la Biblia dice sobre el particular, sí quiero, para satisfacción propia y convencimiento de los demás, realizar una rápida incursión a través de sus páginas, yendo desde el primero al último de sus libros. Lo que podemos aprender aún es mucho. Y el tema bien merece el análisis. En el mundo que nosotros conocemos y habitamos nada hay de tanta importancia como el amor de Dios. Prosigamos, pues.

“¡Tierra, Tierra, Tierra oye palabra de Jehová!” (Jeremías 22:29). Cuando despertó Adán de su sueño y encontró junto a sí a la mujer que Dios le había dado por compañera, la llamó “varona”, “porque del varón fue tomada” (Génesis 2:23). Pero al ser arrojados del paraíso, el mismo Adán le cambia el nombre: “Llamó Adán el nombre de su mujer Eva, por cuanto ella era madre de todos los vivientes” (Génesis 3:20). En hebreo, Eva tiene el significado de “vida”. Eva estaba destinada a ser la fuente de vida física para toda la raza humana. Habia de ser la madre de todos los vivientes. En Adán y Eva, el amor de Dios empieza a manifestarse a toda la Humanidad, sin fronteras geográficas, sin barreras raciales. Dondequiera exista un ser humano, allí está el amor de Dios queriéndolo envolver en su inmenso manto. 2. Noé y sus descendientes Ya he dicho en la introducción de este capítulo, que el pacto establecido por Dios con Noé tras el diluvio fue un pacto de alcance universal.

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“... Con vosotros y con vuestros descendientes después de vosotros; y con todo ser viviente que está con vosotros” (Génesis 9:9-10). En los tres hijos de Noé, Sem, Cam y Jafet, están representados todos los pueblos de la tierra. “Y los hijos de Noé que salieron del arca fueron Sem, Cam y Jafet; y Cam es el padre de Canaán. Estos tres son los hijos de Noé, y de ellos fue llena toda la tierra.” (Génesis 9:18-19).

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3. Las naciones de la Tierra El hecho de que Dios eligiera a un pueblo para que diera a conocer Su nombre y Su poder a todos los demás pueblos de la Tierra no significa que Dios se estaba limitando a una sola nación. El que llamara a este pueblo, “mi especial tesoro” (Éxodo 19:5) no quiere decir que se desinteresara de los demás pueblos. Cuando Dios llama a Abraham para que encabece la nación judía, no estaba, de manera alguna, limitando sus bendiciones a un grupo particular de individuos ni a una sola raza. A través de Abraham, Dios quería enviar Sus bendiciones a toda la Tierra. Así lo dice la Biblia: “En ti serán benditas todas las naciones de la Tierra” (Génesis 12:3).

Este pasaje, y todo cuanto sigue hasta el final del capítulo 10 del Génesis, constituye un documento único en la literatura de los pueblos antiguos. Los tres descendientes de Noé han sido muy estudiados por los etnólogos, quienes ven en ellos el origen de las diferentes razas humanas, según los pueblos que de ellos descendieron. Esto aparte, aquí se ve, de nuevo, la preocupación universal de Dios. Su amor llega tanto al negro como al blanco, al amarillo como al mestizo. A los hijos de Noé se les dio la misma orden que a Adán y Eva: “Mas vosotros fructificad y multiplicaos; procread abundantemente en la tierra, y multiplicaos en ella” (Génesis 9:7). Los hijos de Noé cumplieron el mandato divino. Se dice de ellos que: “De éstos se esparcieron las naciones en la tierra después del diluvio” (Génesis 10:32). Y las naciones todas fueron y siguen siendo testigos del amor divino, este amor que no conoce límites. Como dice David: “Los ojos de todos esperan en ti; y tú les das su comida a su tiempo. Abres tu mano y colmas de bendición a todo ser viviente” (Salmo 45:15-16).

Abraham es el hombre más importante entre Adán y Cristo. Es llamado amigo de Dios. Pero Abraham, en la Biblia, no es el de una sola nación. Es el padre ilustre de todos los pueblos que habitan la tierra. Su descendencia sería tan numerosa como las estrellas del cielo, como los granos incontables de la arena del mar (Génesis 22:17). La arena del mar no está arrinconada en una sola zona del mundo. Las estrellas del cielo no iluminan sólo un pedazo de la Tierra. Así tan universal como las estrellas, tan amplio como la arena del mar, es el amor de Dios, un amor que ilumina las tinieblas del mundo en el que vivimos... Del mundo en su totalidad. 4. Visión profética Los profetas del Viejo Testamento, aun cuando fueron todos hebreos y hablaban, principalmente, para el pueblo hebreo, no tenían, como se ha escrito con mucha ignorancia, una mentalidad estrecha y localista. Ezequiel, Jonás, Jeremías, Miqueas, Oseas, Sofonías y otros vislumbraron el amor universal de Dios y lo expusieron en sus visiones. Lo que ocurre es que sus declaraciones son hechas siempre mediante metáforas que ni siquiera hoy están al alcance interpretativo de los lectores sin luz de la Biblia. Isaías es el más claro exponente de la universalidad del amor divino. En un bellísimo pasaje, el profeta presenta un cuadro fascinador, en el que resplandece el amor universal de Jehová, en relación con la bendición de todos los pueblos en Cristo. En Sión, el monte santo, Jehová se presenta en la figura de gran Señor que ofrece un banquete de amor a todos los pueblos:

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Por otro lado, nadie habló jamás del amor universal de Dios el Padre como lo hizo Jesús. “Jehová de los ejércitos hará en este monte a todos los pueblos banquete de manjares suculentos, banquete de vinos refinados, de gruesos tuétanos y de vinos purificados. Y destruirá en este monte la cubierta con que están cubiertos todos los pueblos, y el velo que envuelve a todas las naciones. Destruirá a la muerte para siempre, y enjugará Jehová el Señor toda lágrima de todos los rostros; y quitará la afrenta de su pueblo de toda la tierra; porque Jehová lo ha dicho” (Isaías 25:6-8).

Amor que se manifiesta en la misericordia infinita de Dios y abarca a todo género de criaturas. Cuando da a conocer las reglas de la ética cristiana pone como ejemplo el amor del Padre celestial:

Este pasaje tiene su paralelismo en el Nuevo Testamento, en 1a parábola de la gran cena, que relatan Mateo y Lucas. Aquí, como en Isaías, el amor de Dios es para todo el mundo. La in-

Pío Baroja, el gran novelista vasco ya fallecido, tiene una novela que se titula El mundo es ansi. En la fachada de una casa bajita, situada en la plaza de un pueblo solitario cerca del Ebro, hay un escudo pequeño. Aunque desgastado por la acción del tiempo, aún se pueden distinguir en él tres puñales, en forma de cruz, esgrimidos por manos cerradas. Los puñales se clavan en tres corazones que destilan gotas de sangre. Alrededor de ellos se lee esta leyenda: “El mundo

vitación al banquete reviste características universales. 5. El Salvador del mundo Aun cuando la universalidad del amor divino se da a conocer, como hemos visto, desde los primeros capítulos de la Biblia, es en Cristo, en las páginas del Nuevo Testamento, donde esta doctrina alumbra con mayor profusión. Cuando Juan el Bautista ve a Cristo que iba hacia él, dice a las multitudes: “He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29). Los samaritanos, que conocieron a Cristo mediante el testimonio de una mujer, vecina de ellos, llegaron a la misma conclusión: “... Éste es el Salvador del mundo, el Cristo” (Juan 4:42). Jesús rechazó todas las formas de nacionalismo porque tenía conciencia de la universalidad de su misión. El Dios niño que nació a la carne en un pueblo de insignificante categoría había venido con un mensaje de amor universal, de redención universal. “El Pan de Dios es aquel que descendió del cielo y da vida al mundo... Y el pan que yo daré es mi carne, la cual yo daré por la vida del mundo” (Juan 6:33, 51).

“Que hace salir su sol sobre malos y buenos y que hace llover sobre justos e injustos” (Mateo 5:45).

es ansi”. Así es también el amor de Dios manifestado por Cristo. Como tres puñales que se clavan en los corazones pecadores del mundo. Como los corazones de la Trinidad misteriosa que sufren y sangran de amor por la redención de la Humanidad. 6. Mentalidad apostólica Los apóstoles de Cristo, pese a sus primitivas vacilaciones, aún cuando se les hacía difícil reconciliar las enseñanzas nacionales de Moisés con el espíritu universal del mensaje cristiano, pronto entendieron, y así lo proclamaron, que el amor de Dios es para todos los pueblos. San Juan, con su mirada de águila, se percató de que “la luz vino al mundo” (Juan 3:19). Es una luz resplandeciente, positiva, salvadora, que tiene por finalidad iluminar las conciencias de todos los seres humanos, sin excepción, y librarles de la condenación: “No envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él” (Juan 3:17).

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San Pedro es el más reacio a esta apertura universal del amor y de la salvación de Dios en Cristo. Pero tras el incidente en la azotea de una casa en Jope, cuando se hallaba en espíritu de oración, su mente cambió radicalmente. En aquella visión de animales vivos Dios le mostró que todos los seres humanos son igualmente dignos de Su amor. Que nadie hay inmundo. Tras la lección, Pedro confiesa: “En verdad comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en toda nación se agrada del que teme y hace justicia” (Hechos 10:34-35). Aun cuando la Ley ya afirmaba que Dios “no hace acepción de personas” (Deuteronomio 10:37), Pedro consideraba lógico que Dios, en Su soberanía, concediera privilegios a la nación de Israel. Pero esto no significaba, en absoluto, menosprecio hacia los demás pueblos. San Pablo, en su discurso ante los griegos de Atenas, da las razones de este amor universal de Dios. Dios ama a todos por igual porque es el Creador de todos: “De una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres, para que habiten sobre toda la faz de la tierra y les ha prefijado el orden de los tiempos, y los límites de su habitación” (Hechos 17:26). Este pasaje es de una gran importancia en la ética cristiana. Es una auténtica filosofía de la Historia y revela el origen común de la Humanidad. Un solo Dios, una sola sangre, un mismo linaje, un amor único y universal. 7. La revelación final En la revelación final del Apocalipsis, donde la Biblia termina, el amor universal de Dios se expresa por medio de imágenes y declaraciones que no ofrecen duda alguna sobre el particular. El Evangelio eterno que algunos identifican con el anuncio del juicio final, es predicado, al igual que en la Gran Comisión de Mateo 28, a todos los pueblos de la tierra: “Vi volar por en medio del cielo a otro ángel que tenía el evangelio eterno para predicarlo a los moradores de la tierra, a toda nación, tribu, lengua y pueblo” (Apocalipsis 14:6).

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La redención, que es obra del amor divino, se alaba en el Apocalipsis por medio de un nuevo cántico, en el que se ensalza la dignidad del Cordero a la vez que se le tributa adoración. Este nuevo cántico brota como un alarido de triunfo, y es entonado por todos los pueblos: “Cantaban un nuevo cántico, diciendo: Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos; porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios de todo linaje y lengua y pueblo y nación” (Apocalipsis 5:9). Estos redimidos son los mismos que en otro pasaje del Apocalipsis aparecen cubiertos de vestiduras blancas y con palmas en las manos. Su número es incontable. Proceden de todos los rincones de la tierra, como una muestra más de la universalidad del amor y de la salvación de Dios. Nadie, a la vista de este pasaje, podría pensar en limitar el amor divino. Dice el texto: “Después de esto miré, y he aquí una gran multitud, la cual nadie podía contar, de todas naciones y tribus y pueblos y lenguas, que estaban delante del trono, y en la presencia del Cordero, vestidos de ropas blancas, y con palmas en las manos” (Apocalipsis 7:9). En la cúpula interior de la basílica que se levanta en el Valle de los Caídos, esa obra maestra del arte mundial que se esconde entre montañas, en las cercanías de Madrid, comparable, en algunos aspectos, a la famosa catedral de la Sal que existe en las afueras de Bogotá, en Colombia, el artista ha querido dejar testimonio del amor universal de Dios. En el centro mismo de la cúpula ha pintado una imaginaria figura de Cristo. Y rodeándolo, representantes de los cinco continentes: negros de cabellos ensortijados; asiáticos de ojos oblicuos; mestizos de piel amarillenta; blancos de ojos azules, etc. Y en el centro de todos, Cristo, Dios. Dios amando a la Humanidad y proveyéndole el medio de la salvación. Dios en el centro de la Historia, punto de atracción universal, esperanza única para el hombre.

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AMPLIO CUAL ES EL MAR Hay una pequeña pieza musical que se canta mucho en las congregaciones cristianas. La música es predominantemente melodiosa, suave. La letra ensalza la amplitud del amor divino. “Amor, admirable amor que durará sin fin. Es sublime y santo, amplio cual es el mar, alto más que los cielos, es tu amor por mí.” Amplio, como la anchura inmensa del mar, es el amor de Dios. Alto, como ese sublime

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“Jehová dijo: Levántate y úngelo, porque éste es” (1º Samuel 16:12). Así demostraba Dios su amor por el niño David. Cristo nos dio igualmente a conocer el amor de Dios hacia los niños, cuando dijo a los apóstoles: “Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de Dios” (Lucas 18:16). Los jóvenes, tan discutidos en la sociedad actual, despreciados incluso por una parte de esa sociedad adulta que ni les comprende ni les ama tienen un importante lugar en el corazón de Dios. Todo el amor que Dios siente hacia los jóvenes está condensado y representado en aquella mirada de Jesús al joven rico que acudió a Él para exponerle una cuestión de conciencia. Dice la Biblia que:

manto celestial que sirve de cobertura a la tierra, así es el amor de Dios. El amor de Dios, ya lo hemos visto, no tiene fronteras; el amor de Dios derriba todas las

“Jesús, mirándole, le amó” (Marcos 10:21).

barreras raciales y también sociales que levantan los humanos. 1. Abarca a todas las edades Para Dios no existen edades. Él ama por igual a los niños, a los jóvenes y a los ancianos. Cuando Samuel era niño y estaba en el templo ayudando al sacerdote Elí, Dios le llama por su propio nombre, interesándose personalmente por él: “Y vino Jehová y se paró, y llamó como las otras veces: ¡Samuel, Samuel! Entonces Samuel dijo: Habla, porque tu siervo oye” (1º Samuel 3:10).

Nunca he comprendido cómo aquel joven, que se mostraba tan religioso, pudo escapar a la mirada amorosa de Cristo. Aquella mirada divina hizo bajar los ojos, avergonzada, a la pecadora de Juan, capítulo 8. La mirada de Cristo conmovió al ladrón en la cruz e hizo llorar de remordimiento a Pedro. La penetrante y divina mirada del Maestro hizo que retrocedieran espantados los que fueron a prenderle al huerto. Aquella mirada, llena de amor, se posa ahora sobre este joven rico y legalista. Sin embargo, el que se creía bueno huye de Cristo. En esta huida está representado el actual conflicto religioso de la juventud. Dios sigue mirando a los jóvenes, continúa amándoles, y los jóvenes persisten en alejarse corriendo de la presencia de Dios.

Años más tarde, convertido Samuel en importante profeta hebreo, se llega a la casa de Isaí, en Belén, porque de entre sus hijos había elegido Dios al que habría de ser segundo rey de Israel. Ante Samuel fueron pasando todos los hijos de Isaí pero ninguno de ellos era el elegido. Sólo quedaba el menor, el de menos significancia, el más niño, que ni siquiera estaba presente. Se hallaba en el campo apacentando las ovejas. Por indicación de Samuel fueron a buscarle. Y cuando estuvo ante el profeta:

Tampoco los ancianos quedan al margen del amor divino. En algunos países, y para personas determinadas, los ancianos suponen una carga. Dios, en cambio, los hace objeto de Su amor, al igual que ama a los niños, a los jóvenes y a los adultos. El amor de Dios no está condicionado por la edad. Su corazón no se mueve al capricho de los años. Dice el Génesis que: “Abraham y Sarah eran viejos de edad avanzada” (Génesis 18:11).

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Estos viejos fueron bendecidos con un hijo cuando todas las esperanzas de tenerlo se habían desvanecido. Y en la bendición de Dios a estos dos ancianos está representado el amor que el Señor tiene para con todas las personas de avanzada edad. Es más: no sólo ama a los ancianos; también recomienda a los demás seres humanos que les amen y les respeten:

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“Cuando llegó la noche, vino un hombre rico de Arimatea, llamado José, que también había sido discípulo de Jesús” (Mateo 27:57). Entre los discípulos de Jesús había ricos y también pobres. Pescadores sin más recursos que los que la mar les proporcionaba a diario:

“Delante de las canas te levantarás y honrarás el rostro del anciano” (Levítico 19:32). 2. Abarca todas las condiciones sociales El amor de Dios no está limitado por la edad ni tampoco por los condicionamientos sociales. Dios ama por igual al que vive en la cabaña como al que se mueve entre las paredes de un palacio. Es cierto que Jesús expresó la dificultad que encuentran los ricos para penetrar en el reino de Dios. Pero esta dificultad no la pone Dios; es barrera que ellos mismos levantan al depender enteramente de los bienes materiales y renunciar a la vida del espíritu. Las palabras de Jesús no ofrecen duda: “¡Cuán difícil les es entrar en el reino de Dios a los que confían en las riquezas!” (Marcos 10:24). Esto no significa que Dios rechace al hombre simplemente por ser rico. La Biblia no pone el énfasis en el dinero del hombre, sino en el hombre mismo, en su corazón, en su alma, en su obediencia a la voluntad divina, en su aceptación del plan de Dios, en su testimonio cristiano. Entre quienes acompañaban a Jesús en sus viajes por las tierras de Palestina, anunciando el Evangelio del reino, se encontraban mujeres ricas:

“Andando Jesús junto a la mar de Galilea, vio a dos hermanos, Simón, llamado Pedro, y Andrés su hermano, que echaban la red en el mar porque eran pescadores. Y les dijo: Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres” (Mateo 4:18-19). En la primera declaración pública que Jesús hizo de su ministerio, dijo, citando al profeta Isaías, que había sido ungido: “para dar buenas nuevas a los pobres” (Lucas 4:18). Eran las buenas nuevas de salvación, el Evangelio de la Gracia que llegaba hasta el más pobre de los seres humanos: “A los pobres es anunciado el Evangelio” (Lucas 7:22). Pobres y ricos, aristócratas y proletarios, clase alta, mediana, baja, más baja aún, hombres, mujeres, niños, jóvenes y ancianos de todas las condiciones sociales están en el corazón de Dios: A todos los ama Dios por igual. Si no todos se salvan es porque no corresponden al amor divino. La culpa, en este caso, no es de Dios; es de ellos.

“Juana, mujer de Chuza, intendente de Herodes, y Susana y otras muchas que le servían de sus bienes” (Lucas 8:3). Rico era también uno de los discípulos de Cristo, el que descolgó el cuerpo de la cruz, lo embalsamó y le dio sepultura, mostrando así el amor que sentía por el Maestro. Para este hombre el dinero no suponía dificultad alguna a la hora de dar a Dios lo que es de Dios. Mateo nos lo presenta con estas palabras:

3. Abarca todas las categorías intelectuales Pablo dice que: “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo” (2ª Corintios 5:19). Esta reconciliación, como el mismo texto indica, no estaba limitada a una determinada categoría de personas. Los fundadores de religiones tienen preferencia por las clases intelectuales.

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Quieren que su mensaje penetre, primero, en los altos círculos de la inteligencia. Dios no obra así. Todo lo contrario: sin despreciar a los sabios, Cristo alaba al Padre por haber puesto los grandes misterios divinos al alcance de las mentes menos privilegiadas. “Te alabo, Padre, Señor de los cielos y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y de los entendidos, y las revelaste a los niños” (Mateo 11:25). Cristo demostró con su comportamiento en la tierra que el amor de Dios no estaba limitado a los intelectuales ni tampoco a los ignorantes. Que era y continúa siendo amor que abarca a todos los grupos del conocimiento humano. Le vemos en la historia evangélica discutiendo con un doctor de la Ley sobre la vida eterna y el modo de entrar en ella (Lucas 10:25-30). Doce años de edad tenía cuando los padres le hallaron sentado entre los grandes del pensamiento religioso judío, “oyéndoles y preguntándoles” (Lucas 2:4-6). Juan nos habla del encuentro entre Jesús y un sabio de la Ley hebrea llamado Nicodemo. A este hombre, solamente a él le aclara el Señor la importantísima doctrina del Nuevo Nacimiento (Juan 3:1-11). Por otro lado, en esta misma historia le vemos relacionándose con personas de muy escasos conocimientos intelectuales. Tres capítulos del Evangelio de San Juan están dedicados, casi en su totalidad, a referirnos encuentros de esta clase. En el capítulo 4 Jesús dialoga extensamente con una humilde mujer de Samaria, a quien enseña la clase de adoración que Dios espera de nosotros. En el capítulo 8 la hace objeto de su lástima y otorga su perdón a una mujer adúltera a quien los legalistas judíos querían apedrear. Y en el capítulo siguiente, el 9, cura a un ciego de nacimiento, mendigo inculto, y a continuación le abre también los ojos del espíritu mediante una larga conversación que sostiene con él. El amor de Dios es tanto para el idiota baboso que pide limosna en la plaza del pueblo como para el sabio que enseña a grupos selectos desde la cátedra universitaria.

CONCLUSIÓN D.L. Moody cuenta la historia de un inglés nacionalizado en Norteamérica que fue detenido por el Gobierno español en Cuba durante la guerra de 1867. Acusado de espía, fue juzgado

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y condenado a muerte por un tribunal militar. Los cónsules de Inglaterra y Norteamérica pidieron clemencia para el condenado, pero fue inútil. Llegado el día fijado para la ejecución, y cuando ya estaba el pelotón de soldados preparado para disparar, se presentaron de improviso ambos cónsules y cubrieron al condenado con las banderas inglesa y norteamericana. El oficial encargado de la ejecución no se atrevió a dar la orden de fuego. Hubiera sido como una declaración de guerra a estos dos grandes países. Más tarde, según cuenta la historia, el preso fue indultado. Así, como una bandera enorme, el amor de Dios nos cubre y nos protege. El antiguo libro de Cantares dice que la bandera de Dios es el amor (Cantares 2:4). Es una bandera universal. Se extiende sobre todos los pueblos de la tierra, cobija a personas de todas las edades, de todas las condiciones sociales y de todas las categorías intelectuales. Porque el amor de Dios es tan grande como Dios mismo, y Dios, lo dice la Biblia, llena con Su presencia los mundos.

Juan Antonio Monroy

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Capítulo III

La demostración del amor divino “... Que ha dado a su Hijo unigénito...” Hay en la Historia de España dos dramáticos episodios referidos a dos padres que consintieron en la muerte de sus hijos con el fin de salvar a otros que en ellos confiaban. El primero se remonta al año 1294 y fue protagonizado por el célebre guerrero español Alonso Pérez de Guzmán, a quien su acción valió el sobrenombre “El Bueno”. Por aquella fecha, Guzmán el Bueno era “alcaide” de Tarifa, la antigua y bella villa marinera enclavada en la costa gaditana, entre la capital y Algeciras. La Historia cuenta que fuerzas moriscas procedentes de Tánger, a las que se habían unido cristianos enemigos del rey Sancho, sitiaron la ciudad e hicieron toda clase de promesas a su “alcaide” para que éste entregara la plaza. Como no consintiera Guzmán el Bueno, los sitiadores, que tenían como rehén a uno de sus hijos, anunciaron que lo degollarían. Aquí cuenta la Historia que el célebre Alonso Pérez de Guzmán arrojó su propio puñal al jefe de los sitiadores, imaginamos que por encima de los muros que aún rodean la parte vieja de Tarifa, diciéndole: “Si no tenéis arma para consumar la iniquidad, ahí va la mía”. Y termina la Historia diciendo que el hijo de Guzmán el Bueno fue, efectivamente, degollado con el puñal del padre. El segundo episodio, parecido, es más reciente. Ocurrió en Toledo, al comienzo de la Guerra Civil española. El entonces coronel Moscardó resistía en el Alcázar al frente de una guarnición compuesta de militares y civiles: hombres, mujeres y niños. El ministro de la Guerra y otros altos jefes políticos y militares de la República habían estado telefoneando insistentemente al coronel Moscardó pidiéndole que se rindiera. Finalmente, y ante la negativa del coronel, el 23 de julio de 1936 Cándido Cabello, uno de los jefes de las milicias de Toledo, llamó por teléfono a Moscardó para decirle que si no entregaba el Alcázar, matarían a su hijo Luis, a quien habían hecho prisionero aquella misma mañana. “Para que vea que es verdad, le va a hablar”, dice la Historia que dijo Cabello a través del teléfono. Luis Moscardó pronunció una sola palabra: “Papá”. “¿Qué ocurre, hijo mío?” –preguntó

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el padre–. “Nada –respondió Luis–, que dicen que me fusilarán si el Alcázar no se rinde.” Siempre a través del teléfono y siguiendo el relato de la Historia, el coronel Moscardó contestó: “Si fuera cierto, encomienda tu alma a Dios, grita viva España y muere como un héroe”. Cándido Cabello cogió de nuevo el teléfono y el jefe del Alcázar le dijo que no pensaba rendirse, que podían matar al hijo. Así sucedió. El Alcázar no se rindió. Luis Moscardó fue fusilado el 23 de agosto de 1936. Estas dos historias nos ayudan a comprender –con las debidas distancias– esa otra historia del Calvario. Aquí también un Padre entregó voluntariamente a Su Hijo al sacrificio. La diferencia, lógicamente, es notoria. Guzmán el Bueno y Moscardó eran militares que dejaron morir a sus hijos en defensa de sus amigos, para salvarse a sí mismos y a un pequeño número de personas. Dios entregó al Hijo por amor, por puro amor, voluntariamente, sin presiones ni amenazas, no para beneficio propio, sino en favor de la Humanidad entera, de amigos y de enemigos. Así lo dice San Juan: “En esto consiste el amor; no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a Su Hijo en propiciación por nuestros pecados...” “En esto hemos conocido el amor, en que él puso su vida por nosotros...” (1ª Juan 4:9 y 3:16). ¿Fue necesaria la entrega de Cristo? La muerte vicaria de Jesús ha sido muy comentada y discutida. La mente humana no acepta con facilidad la idea de uno muriendo por todos. Pero si Cristo, el Hijo eterno del Padre, no hubiere muerto de la forma que lo hizo, no habría esperanza de salvación para la Humanidad. El sacrificio de Cristo fue el último intento realizado por Dios para granjearse libremente el amor del hombre. Desde la eternidad de los tiempos anda Dios dando a conocer Su existencia, Su poder y Su amor de múltiples maneras. La cruz fue el eslabón final en la cadena de revelaciones divinas. Fue la única forma de redimir al hombre caído. Y fue, también, la mayor prueba de amor que Dios ha dado al mundo.

LAS REVELACIONES DE DIOS Hay un pasaje en la epístola a los Hebreos que nos habla de las distintas revelaciones de Dios al hombre. Dice así:

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“Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el hijo, a quien constituyó heredero de todo, y por quien asimismo hizo el Universo” (Hebreos 1:1-2).

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“vino la palabra de Jehová a Abram en visión” (Génesis 15:1); hasta el último, en cuyo capítulo final se nos advierte contra las posibles falsificaciones o correcciones a:

Este pasaje es fundamental en la historia de las revelaciones divinas. Dios ha hablado no una sola vez, sino muchas; no usando un método único, sino de distintas maneras; no en una sola época, sino en todos los tiempos; no a una sola generación, sino a todos los padres de la raza humana; no mediante seres ocultos, sino usando a hombres que anunciaban públicamente los

toda la Escritura Sagrada es un testimonio fiel y perenne de la revelación de Dios a través de la

oráculos divinos. He aquí algunas de las maneras en que Dios se ha dado a conocer al hombre.

palabra.

1. Revelación por la Palabra Decía Emilio Castelar que “la Biblia es la revelación más pura que de Dios existe”. En efecto: ya en la primera página del libro sagrado encontramos a Dios revelándose a través del dinamismo y la Omnipotencia de Su Palabra:

2. La revelación cósmica A la revelación por medio de la palabra, de la voz, sigue inmediatamente la llamada revelación cósmica. Dios se hace visible a través de la Creación. En seis días o períodos de tiempo da vida a un universo vacío. El cosmos adquiere significado. La Creación es el testimonio visible de Su existencia. De Su amor. De Su poder. De Su gloria.

“las palabras de la profecía de este libro”. (Apocalipsis 22:18),

“Dijo Dios: Sea la luz, y fue la luz” (Génesis 1:3). No tiene límites el poder de Dios. Existente desde la eternidad de los tiempos, se hace manifiesto por medio de la palabra. El salmista lo expresa de forma plástica: “Por la palabra de Jehová fueron hechos los cielos y todo el ejército de ellos por el aliento de su boca” (Salmo 33:6).

“Los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos” (Salmo 19:1). Pablo usa este argumento de la revelación cósmica para demostrar la culpabilidad del hombre. No están exentos de pecado aquellos que desconocen otras revelaciones de Dios. No lo están porque la creación visible habla con sobrada elocuencia del invisible Autor:

Esta palabra divina, que es voz, aliento, expresión, se materializa en un momento de la Historia, toma figura de hombre, se hace carne humana y habita entre nosotros. ¡Es el gran misterio de la Encarnación!

“Porque las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas he-

“Aquel Verbo (o Palabra) fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre) lleno de gracia y de verdad” (Juan 1:14).

3. La revelación histórica Por revelación histórica se entiende la presencia de Dios entre el pueblo judío: El llamamiento de Abraham; la revelación a Moisés; la donación de la Ley; la salida de los hebreos de Egipto y su introducción en la tierra prometida; la formación del pueblo judío; sus contactos

Desde el primer libro de la Biblia, donde se dice que:

chas, de modo que no tienen excusa” (Romanos 1:20).

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continuos con este pueblo a través de los Profetas; el rechazo de Israel como nación; la formación de la Iglesia; nuevo pueblo de Dios encargado de llevar el conocimiento de Su Nombre por todos los rincones de la Tierra, etc. La presencia de Dios en todos los aconteceres de la Historia es in-negable. La Biblia afirma que la Historia se mueve por disposición divina. Nada ocurre por casualidad. Todo tiene un sentido y un propósito en la mente de Dios. A este respecto se habla de un grupo de filósofos que discutían sobre temas de religión. Sólo uno era creyente. Los demás confiaban en la casualidad más que en Dios. El creyente propuso jugar una partida de dados. Sacó, intencionadamente, unos dados falsos que llevaba escondidos. Tiró la primera vez y ganó; la segunda, y volvió a ganar; la tercera partida la ganó también. Los dados estaban preparados. Los que fiaban en la casualidad no aguantaron una cuarta partida. Reaccionaron. “Aquí hay trampa”, dijeron. “Efectivamente –respondió el que era creyente–, hay trampa. Lo he hecho para demostraros la poca confianza que tenéis en la casualidad. Ganar tres veces seguidas os pareció demasiada casualidad. Y, en cambio, Dios viene dando pruebas de Su intervención en la Historia desde su primer momento y seguís atribuyéndolo todo a la casualidad.” Entre los muchos pasajes bíblicos que hablan de la revelación histórica de Dios está éste de David, en el que dice que el Señor

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“Viendo Jehová que él iba a ver, lo llamó Dios de en medio de la zarza y dijo: ¡Moisés, Moisés! Y él respondió: Heme aquí” (Éxodo 3:4). En las mismas páginas del Antiguo Testamento encontramos otras manifestaciones semejantes de Dios a Samuel, siendo niño (1º Samuel 3:10), y a Elías cuando se hallaba oculto en una cueva en el monte Horeb (1º Reyes 19:13). Dos veces en el Evangelio de Mateo y otra más en el de Juan, la voz de Dios se deja oír desde el cielo, revelándose, manifestándose a los hombres. Ocurre primero durante el bautismo de Jesús. Al salir del agua: “Hubo una voz de los cielos que decía: Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mateo 3:17). La misma voz repite idéntico mensaje en el momento trascendental de la transfiguración de Cristo (Mateo 17:5). Y se deja oír, otra vez, en una ocasión en que la tristeza invade el corazón del Hijo y siente su alma turbada (Juan 12:28). Más tarde, cuando Cristo vuelve a su gloria primitiva y vela desde el cielo por Su Iglesia, su voz se hace escuchar en la tierra, envuelto su tierno acento en un resplandor de luz. Saulo cabalga en persecución de los cristianos. Y de repente,

“Ha manifestado sus palabras a Jacob, sus estatutos y sus juicios a Israel” (Salmo 147:19). 4. Revelaciones directas Entre las muchas maneras que Dios ha empleado para hablar al hombre está el método más o menos directo, dejando oír literalmente Su voz a individuos o a grupos de personas. Después de la caída Dios se interesa personalmente por Adán, que se había escondido en un vano intento por ocultar su pecado: “Jehová Dios llamó al hombre, y le dijo: ¿Dónde estás tú?” (Génesis 3:9). De igual modo llama a Moisés. Cuando el futuro caudillo hebreo contempla el singular espectáculo de la zarza que ardía continuamente sin llegar a consumirse, se acerca para ver las causas.

“cayendo en tierra, oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿Por qué me persigues?” (Hechos 9:4). Dios ha estado siempre hablándonos, Dios nos ha estado buscando siempre. 5. Las teofanías del Antiguo Testamento “Teofanía” es una palabra griega que se usa entre los comentaristas de la Biblia para designar las manifestaciones sensibles de la divinidad que se registran en el Viejo y en el Nuevo Testamento. La palabra misma no se encuentra en la Biblia, pero los hechos que define son reales. Estos hechos han dado lugar a no pocas controversias entre los teólogos y los críticos de la Biblia. Naturalmente, mi intención, aquí, no es entrar en especulaciones teológicas, sino sumar estas “teofanías” a las muchas maneras con que Dios se ha venido manifestando al hombre.

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El pasaje más importante entre los que hablan de “teofanías”, a juicio de los comentaristas bíblicos, es el de Génesis 18:1-15, donde se trata de la aparición de tres mensajeros celestiales a Abraham. En el capítulo siguiente estos tres mensajeros quedan reducidos a dos, dirigiéndose

Jeremías tiene una visión cuando el rey Josías llevaba trece años reinando sobre Judá. La cuenta así:

a Sodoma para anunciar a Lot la destrucción de la ciudad (Génesis 19:1-25). Tres casos más de “teofanías” se contienen en el primer libro de la Biblia. Un mensajero celestial consuela a Agar, criada de Abraham, junto a una fuente en el desierto (Génesis 16:115); Jacob lucha toda una noche con “un varón” celestial cuando se dirigía al encuentro de su hermano Esaú (Génesis 32:22-32). Y Melquisedec, personaje misterioso, recibe a Abraham

“Vino, pues, palabra de Jehová a mí, diciendo: antes que te formase en el vientre te conocí, y antes que nacieses te santifiqué, te di por profeta a las naciones” (Jeremías 1:4–5).

cuando éste regresa triunfante de una batalla (Génesis 14:17-20). Otras “teofanías” bíblicas son: el ángel que cerraba el camino a la burra montada por Balaam (Números 22:21-35); el varón armado que vio Josué cuando se disponía a sitiar Jericó (Josué 5:13-15); el ángel que se presentó ante Gedeón cuando éste preparaba trigo para los suyos (Jueces 6:11-24); el ángel que se apareció a la mujer de Manoa para anunciarle el nacimiento de Sansón (Jueces 13:1-23); el ángel de Jehová que vio David “entre el cielo y la tierra” cuando se disponía a llevar a cabo un censo entre su pueblo (1º Crónicas 21:16-27); y los varones que fueron vistos por las mujeres en la resurrección de Cristo (Mateo 28:1-10; Marcos 16:1-8; Lucas 24:1-12; Juan 20:11-18). Hay autores que todavía añaden otros episodios más a la lista de las “teofanías” bíblicas. Y hay quienes sólo consideran auténtica “teofanía” el primer caso citado, es decir, la aparición de los tres varones a Abraham, con la posterior desaparición de uno de ellos. Aquí sólo pretendo dejar constancia de esta otra forma elegida por Dios para comunicarse con el hombre. 6. Las visiones proféticas Las visiones proféticas del Antiguo Testamento constituyen una manera más entre las muchas empleadas por Dios para ponerse en contacto con el ser humano. Los profetas, bajo el influjo de la inspiración divina, tenían plena conciencia de las visiones, respondían a realidades objetivas que les ponían en contacto con Dios y les capacitaban para penetrar en los misterios divinos. Isaías, en una visión recibida mientras se hallaba en el templo, oye: “la voz del Señor que decía: ¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros?” (Isaías 6:8).

Ezequiel, Daniel y otros profetas del Antiguo Pacto describen igualmente las visiones recibidas de Dios. Todos ellos anotan escrupulosamente el momento histórico de la revelación. Así, Zacarías dice: “En el octavo mes del año segundo de Darío, vino Palabra de Jehová al profeta Zacarías, hijo de Berequías, hijo de Iddo, diciendo: se enojó Jehová en gran manera contra vuestros padres” (Zacarías 1:1-2). La enumeración de estas visiones podría prolongarse mucho. Los videntes tenían, como prueban los pasajes citados, el convencimiento de la intervención divina en ellos. Dios les hablaba para que, a su vez, hablaran al pueblo de parte de Dios. 7. Las revelaciones en sueños Incluso a través de los sueños Dios ha hablado al hombre. La preocupación de Dios por hacerse entender y amar por Sus criaturas ha sido tanta y tan fuerte que no ha escatimado medio alguno para llamar su atención. La Biblia habla, entre ellos, de los sueños vividos por el Faraón de Egipto (Génesis 41:1) y por dos de sus más importantes criados (Génesis 40). Estos sueños fueron interpretados por José, a quien sus hermanos llamaban, precisamente, “el soñador” (Génesis 37:19). El rey Nabucodonosor, de Babilonia, tuvo asimismo un sueño importante que ningún mago de su corte logró interpretar. Requerido Daniel, éste oró pidiendo ayuda a Dios. Y dice el inspirado texto: “Entonces el secreto fue revelado a Daniel en visión de noche, por lo cual bendijo Daniel al Dios del cielo” (Daniel 2:19).

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Un “ángel de Dios” habló en sueños a Jacob cuando éste servía en casa de Labán (Génesis 31:11). Y del mismo Labán dice la Escritura Santa:

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por Dios empleando igualmente el fuego desde una zarza que ardía (Éxodo 3:2). Y cuando el pueblo hebreo sale de Egipto, la Biblia dice que Dios les guiaba: “de noche en una columna de fuego para alumbrarles” (Éxodo 13:21).

“Vino Dios a Labán arameo en sueños aquella noche, y le dijo: Guárdate que no hables a Jacob descomedidamente” (Génesis 31:24).

Por fuego fue también la manifestación de Dios en el monte Sinaí. El tremendo espectáculo fue presenciado por todos los israelitas, que temblaron de espanto. Así lo cuenta Moisés:

Dios se valió de un sueño para impedir que Abimelec, rey de Gerar, adulterase con Sarah, ignorando el rey que estaba casada con Abraham:

“Todo el pueblo observaba el estruendo y los relámpagos, y el sonido de la bocina, y el monte que humeaba; y viéndolo el pueblo, temblaron, y se pusieron de lejos” (Éxodo 20:18).

“Dios vino a Abimelec en sueños de noche, y le dijo: He aquí, muerto eres a causa de la mujer que has tomado, la cual es casada con su marido” (Génesis 20:3). Es de destacar que la mayoría de estas revelaciones divinas fueron hechas a personas que no pertenecían al pueblo judío. Ni el Faraón, ni Nabucodonosor, ni Labán, ni Abimelec eran hebreos. Esto demuestra, una vez más, que Dios no distingue razas ni naciones a la hora de darse a conocer al hombre. 8. Manifestaciones por fuego Dios ha hablado también por medio del fuego. Una realidad física tan primitiva como el fuego no podía quedar descartada en la serie de manifestaciones divinas. Principalmente en el Antiguo Testamento, el fuego es un constante elemento como símbolo del poder y del cuidado de Dios para con Su pueblo. Los pasajes que mencionan estas manifestaciones son numerosos. Abraham presenció: “un horno humeante, y una antorcha de fuego que pasaba por entre los animales divididos” (Génesis 15:17). De igual forma habló Dios a Elías en el monte Carmelo (1º Reyes 18:36-39) y más tarde en la cueva de Horeb (1º Reyes 19:12). Moisés, como ya lo hemos mencionado, fue llamado

El fuego es la versión gráfica de la presencia de Dios, y también de Su amor. La Biblia establece una semejanza entre el amor y el fuego. Mediante ese fuego Dios quiere llegar hasta el más oculto rincón del corazón humano, a fin de que el hombre entienda toda la grandeza de Su amor. 9. El lenguaje de las nubes Las nubes que en las religiones del paganismo tenían un sentido religioso, aparecen en la Biblia como una manifestación más en la historia de las revelaciones divinas. Las nubes, al igual que el fuego, dan testimonio de la presencia de Dios entre los seres humanos. El fuego iluminaba de noche a los israelitas; una nube los guiaba durante el día: “Jehová iba delante de ellos de día en una columna de nube para guiarlos por el camino” (Éxodo 3:21). El testimonio divino de las nubes, como ocurre en el caso del fuego, es constante en las dos partes de la Biblia. Las nubes intervienen en los pactos que Dios hace con Noé (Génesis 9:13), con Abraham (Génesis 15:12) y con Moisés (Éxodo 19:16). La nube de Dios está igualmente presente en el Nuevo Testamento. En el monte donde tuvo lugar la transfiguración del Señor, los tres discípulos que acompañaban a Jesús oyeron “una voz desde la nube” (Mateo 17:5). Y Pablo, refiriéndose a los últimos tiempos, dice que cuando el Señor vuelva y se le unan los “muertos en Cristo”, los creyentes que vivan esa gloriosa experiencia serán:

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“arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire” (1ª Tesalonicenses 4:17). Todavía, en estos tiempos de materialismo que nos ha tocado vivir, cuando hasta la poesía se está convirtiendo en estercolero, nos queda el recurso de mirar a las nubes y deleitarnos en las maravillas de Dios. Job, el viejo poeta, nos lo aconseja como un recreo para el espíritu: “Deténte, y considera las maravillas de Dios. ¿Sabes tú cómo Dios las pone en concierto y hace resplandecer la luz de su nube? ¿Has conocido tú las diferencias de las nubes, las maravillas del Perfecto en sabiduría?” (Job 37:14-16). 10. La escritura en la pared Hay un caso en la Biblia, caso único, en que Dios se manifestó de una manera tan original como misteriosa. El rey Belsasar de Babilonia, que había sucedido en el trono a su padre Nabucodonosor, hizo en palacio una gran fiesta a la que invitó a mil personalidades de su reino. Durante el banquete se bebió en abundancia y Dios fue ultrajado. Cuando la francachela alcanzó su apogeo, todos los que estaban en la sala del banquete presenciaron, con miedo y temblor de piernas, una mano misteriosa cuyos dedos dibujaban sobre la pared signos enigmáticos. El rey dio orden inmediata para que los magos de la corte descifrasen el escrito. Pero ninguno pudo. Entró en escena la reina madre y aconsejó a Belsasar que llamase a Daniel, quien había interpretado los sueños de Nabucodonosor. Daniel acude, rechaza las dádivas que el rey le ofrece para que le interprete la escritura, y acto seguido le dice su significado, aclarándole previamente que el anuncio venía de parte de Dios, a quien el rey había ofendido. Dice Daniel: “Y la escritura que trazó es Mené, Miné, Tekel y Parsín. Ésta es la interpretación del asunto: Mene: Contó Dios tu reino y le ha puesto fin. Tekel: Pesado has sido en balanza y fuiste hallado falto. Peres: Tu reino ha sido roto y dado a los medos y a los persas” (Daniel 5:25-28). Efectivamente, aquella misma noche, como la Historia confirma, Darío de Persia puso fin al imperio babilónico y el rey Belsasar fue muerto.

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Dios habla por los medios más diversos. Pero nunca habla en vano. Está continuamente dándonos pruebas de su existencia, de su amor. Cuando cuenta nuestros pecados, cuando pesa nuestra fe, cuando divide todo aquello en lo cual confiamos y que constituye nuestro humano orgullo, ya podemos temblar ante Su presencia, como tembló el rey y todos los que le acompañaban en el banquete al ateísmo, haciendo burla de las cosas sagradas. 11. La revelación suprema El autor de la epístola a los Hebreos dice que Dios, en los tiempos antiguos, habló de muchas maneras a nuestros padres. De entre estas distintas formas de hablar he seleccionado las once principales. El pasaje citado señala una más, la que considera más importante de todas: en Cristo. “Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo” (Hebreos 1:1-2). El contraste entre las revelaciones del Antiguo Testamento y la gran revelación del Nuevo es evidente. Cansado de no ser oído ni tampoco correspondido, Dios realiza una última tentativa. Quiere ayudar al hombre. Desea salvarlo. Tiene interés en que el destino eterno del hombre sea de gloria. Dios, paciente para con todos, no desea que perezcamos. Quiere nuestro arrepentimiento, el retorno al hogar celestial. Abre un camino nuevo y vivo en la historia de las revelaciones. Las formas pasadas de comunicarse con los humanos no dieron mucho resultado. Y Dios pone en práctica una nueva, distinta, la más grandiosa, manda a Su propio Hijo a la tierra. 12. Superioridad de Cristo Los tres primeros Evangelios relatan una parábola altamente ilustrativa en la Historia de las revelaciones divinas. Aunque la lección se aplica principalmente a Israel, en esos labradores que rechazan a los mensajeros está representada toda la Humanidad. El texto de Mateo dice así: “Hubo un hombre, padre de familia, el cual plantó una viña, la cercó de vallado, cavó en ella un lagar, edificó una torre, y la arrendó a unos labradores, y se fue lejos.

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Y cuando se acercó el tiempo de los frutos, envió sus siervos a los labradores para que recibiesen sus frutos. Mas los labradores, tomando a los siervos, a uno golpearon, a otro mataron y a otro apedrearon. Envió de nuevo a otros siervos, más que los primeros; e hicieron con ellos de la misma manera. Finalmente les envió a su hijo, diciendo: tendrán respeto a mi hijo. Mas los labradores, cuando vieron al hijo, dijeron entre sí. Este es el heredero; venid, matémosle y apoderémonos de su heredad. Y tomándole, le echaron fuera de la viña y le mataron” (Mateo 21:33-39). Por medio de esta parábola Jesús muestra la actitud culpable de la nación judía para con los profetas enviados por Dios desde el primer momento de su Historia como nación. Aquellos mismos líderes religiosos que le escuchaban colmarían la medida de la iniquidad, entregando a Jesucristo al poder civil para que se cumpliera la sentencia de muerte que ellos habían decretado. La acusación fue tan clara que la comprendieron inmediatamente. El texto de Mateo añade: “Oyendo sus parábolas los principales sacerdotes y los fariseos, entendieron que hablaba de ellos. Pero al buscar cómo echarle mano, temían al pueblo, porque éste le tenía por profeta” (Mateo 21:45-46). Independientemente de la aplicación nacional, referida al pueblo judío, la parábola de los labradores malvados tiene una enseñanza de aplicación universal. La Humanidad permanecía sorda a los llamamientos hechos por Dios a través de los profetas. Estos fueron, en su mayor parte, maltratados y asesinados. Finalmente Dios decidió enviar a Su propio Hijo en un último intento de comunicarse con el mundo que había creado. En el texto de Lucas se le llama “mi Hijo amado” (Lucas 20:13). La diferencia es clara. Los profetas eran “siervos” de Dios. Cristo es Hijo. El unigénito, el amado del Padre. Como tal, Cristo es superior a todos cuantos le precedieron. El mismo Cristo tiene conciencia de esta superioridad. Declara ser mayor que Jonás (Mateo 12:41); es superior a Moisés, a Elías (Mateo 17:1-8) y superior a David (Marcos 12:35-37); es antes que Abraham (Juan 8:56-58) y más importante que el último de los profetas, Juan el Bautista (Lucas 3:15-16); es incluso superior a los ángeles (Hebreos 1:5-14). En Cristo, según dice San Pablo, quedó aclarado:

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“el misterio escondido desde los siglos en Dios” (Efesios 3:9). “Dándonos a conocer el misterio de su voluntad, según su beneplácito, el cual se había propuesto en sí mismo de reunir todas las cosas en Cristo...” (Efesios 1:910). Antes de Cristo, la Humanidad tenía un conocimiento imperfecto de Dios; le veía como a través de un espejo oscuro. Después de Cristo el conocimiento es total; desaparecido el velo, la visión es “cara a cara”. 13. Amor de Padre La entrega de Cristo fue un acto de amor supremo por parte del Padre hacia la Humanidad caída. Sólo un Dios de amor podía llevar hasta semejante límite su preocupación por el hombre. Las anteriores revelaciones de Sí mismo no fueron escuchadas, ni apreciadas, ni correspondidas. Sus profetas fueron maltratados, asesinados. Pero en el corazón de Dios continuaba viva la llama del amor y decidió desprenderse del Hijo amado en beneficio del hombre rebelde. ¿Lo merecía el hombre? Se ha dicho que no; pero si Dios llegó a semejante sacrificio fue porque aún seguía amando a la criatura que había formado a Su imagen y semejanza. Así lo ve el apóstol Pablo: “Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5:8). En esta misma epístola agrega el apóstol que el amor de Dios fue tan grande: “que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros” (Romanos 8:32). En otro de sus escritos el apóstol entona un canto de gratitud a la misericordia de Dios, manifestada mediante la entrega del Hijo. Es un pasaje claro, sublime, enternecedor. Dice:

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“Dios, que es uno en misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecado, nos dio vida juntamente con Cristo” (Efesios 2:4-5). Fue su “gran amor”, el amor eterno, sin fin, amplio cual el mismo cielo, ancho como los mares que cubren parte de la tierra, el motivo que llevó a Dios a entregarnos Su propio Hijo. Existe una leyenda árabe que habla de un matrimonio desavenido. Ella era una tirana, celosa, insaciable; él era una infeliz víctima de la dictadura de su mujer. Esta se quejaba siempre de que el marido no la amaba. Y cuantas más pruebas le daba el hombre de su amor, más se quejaba ella. Un día llegó al extremo de sus celos. Y de su maldad. Le dijo al marido: “Si es verdad que me amas, tráeme el corazón de tu madre”. Prosigue la leyenda diciendo que el marido, obediente, fue a la aldea donde vivía la madre, la mató, le sacó el corazón, lo envolvió en un papel y regresó hacia el hogar. Se le hizo de noche. Tenía que pasar por unos senderos solitarios, de mucho peligro. Dos ladrones le salieron al encuentro con intención de robarle. El hombre depositó el paquete con el corazón a un lado del camino, alzó las manos y se dejó registrar. Los ladrones, al comprobar que no llevaba dinero, descargaron su furia golpeándole sin piedad. En este punto dice la leyenda que el corazón empezó a saltar de inquietud. La madre siempre es madre. Y al ver que maltrataban a su hijo, no podía permanecer indiferente. No le importaba en aquellos momentos la crueldad del hijo; le preocupaba tan sólo el peligro en que se hallaba. Esta leyenda nos ayuda a comprender el amor de Dios. Nosotros le despreciamos, nos rebelamos contra Sus mandatos, nos portamos cruelmente con Él, pero sabiendo que nos amenazaba la condenación eterna, aún se arrancó el corazón y nos lo entregó. Nos dio a Su propio Hijo. La declaración de San Juan, que ya hemos citado, es elocuente: “En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él. En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó a nosotros y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados” (1ª Juan 4:9-10).

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14. Amor de Hijo La redención del hombre no hubiera sido posible sin la conjunción de dos grandes amores divinos: el amor del Padre y el amor del Hijo. En el misterio de la Trinidad cristiana, el Dios único existe y se manifiesta en tres Personas distintas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Cada una de estas tres Personas divinas desarrolla un ministerio especial en la salvación del hombre. Se ha dicho que el Padre planeó la redención, el Hijo la llevó a cabo y el Espíritu Santo la confirmó en el corazón del individuo. El amor del Hijo al dejarse crucificar para salvar al hombre fue tan grande como el amor del Padre al desprenderse del Hijo. Así lo declaró el propio Jesús a sus discípulos: “Como el Padre me ha amado, así también yo os he amado.” “Nadie tiene mayor amor que éste, que uno ponga su vida por sus amigos” (Juan 15:9-13). Y Él la puso hasta por sus enemigos. Porque: “siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo” (Romanos 5:10). “Por medio de aquel que nos amó” (Romanos 8:37). Estas declaraciones de Pablo emanan de su propia experiencia. Cuando vivía y actuaba en calidad de enemigo público, declarado, del Maestro, el amor de Cristo fue como un impacto en su vida errada. Este amor se le reveló en mitad del camino entre Jerusalén y Damasco. Tras su conversión, Pablo experimentó la gran realidad que declara a los miembros de las iglesias en la región de Galacia: “El hijo de Dios... me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20). Se entregó por él y por todo el género humano, porque Su amor es universal: “Cristo nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros” (Efesios 5:2).

Amor tan grande no lo ha conocido la Historia. En esta entrega hubo sacrificio. Hubo abnegación. Hubo también humillación.

Juan Antonio Monroy

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El escritor suizo Rudolf Binding, muerto en 1938, tiene una novela corta, El sacrificio, de la que se han vendido muchos miles de ejemplares en diferentes idiomas. Alberto, hombre de gran temperamento, se aburre con su mujer, Octavia, a quien le gusta la vida tranquila. A Alberto le cansa el aburguesamiento de la existencia que lleva y se decide a salir de su pacífíco ambiente. Se enamora de una muchacha joven, bella y de mucha fantasía, llamada Joie. El amor de la pareja consiste tan sólo en dar largos paseos a caballo por el bosque y a la orilla del lago. Sobreviene una epidemia de cólera y Joie cae enferma. Todas las tardes Alberto pasa frente a la ventana de la habitación donde yace la enferma, la saluda, y continúa su paseo a caballo. Esto conforta a la muchacha. El médico sabe que el día que Alberto deje de pasar frente a la ventana, Joie no sobrevivirá. Y Alberto muere atacado por el cólera. Agoniza, con la angustia de pensar que Joie morirá, al faltarle el saludo diario. Es entonces cuando entra en escena Octavia, la esposa del muerto. Se pone la ropa de éste, oculta su rostro lo mejor que puede y sigue pasando cada tarde ante la ventana de la enferma, saludándola como solía hacerlo el esposo. Hasta que Joie sana y se entera del gran amor demostrado hacia ella por la mujer que tenía motivos para aborrecerla. Octavia se humilló por amor. Esta es la conclusión del novelista. El amor de Cristo hacia nosotros le llevó a la más grande humillación que pudo sufrir Dios: morir a manos de los hombres. Pero dice la Biblia que Él aceptó esta humillación con gozo: “Siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a qué aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:5-8). Su cruz fue nuestra victoria. Por su humillación vino nuestro ensalzamiento. Su muerte fue nuestra vida. Ahora podemos entonar el cántico de los redimidos, alabando: “al que nos amó y nos lavó de nuestros pecados con su sangre” (Apocalipsis 1:5)

CONCLUSIÓN Así es el amor de Dios. Guzmán el Bueno y Moscardó entregaron a sus hijos para salvar su honor y librar de la muerte a un reducido grupo de personas. Dios, tras muchas y distintas

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revelaciones de Sí mismo, decide encarnarse y hablar directamente con el hombre, sacrificándose por él. Dios entrega a Su Hijo para redimir a toda la Humanidad. Porque obras son amores, Dios no se limitó a palabras. Puso en movimiento el dinamismo de su corazón y se desprendió del Hijo amado para ofrecerlo en sacrificio. En el monte Moria, la voz de Dios detuvo la mano de Abraham que empuñaba el cuchillo para descargarlo sobre el cuerpo de Isaac, en obediencia al mandato divino. En el monte de la Calavera, Dios mismo descargó el cuchillo sobre el corazón del Hijo. Permitió Su muerte para darnos una prueba más de Su amor. “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a Su Hijo unigénito...”

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Capítulo IV

Primer objetivo del amor divino

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EL HECHO HISTÓRICO DE LA PERDICIÓN En el lenguaje de la Biblia, perderse significa estar privado de la vida eterna y de las bendiciones temporales de Dios. El Señor Jesucristo ilustró este estado del hombre por medio de dos claras imágenes: la puerta ancha que conduce a la perdición y la puerta estrecha que lleva a la vida eterna:

“Para que todo aquel que en Él cree no se pierda...” Los nativos del África negra no son muy elocuentes en la exposición verbal de sus ideas, pero en cambio suelen usar imágenes muy acertadas para ilustrar lo que sienten y piensan. Entre las muchas historias vividas por los misioneros cristianos en ese continente figura una que ilustra admirablemente el hecho de la perdición. El predicador, al terminar su diaria lección de vida cristiana, que solía desarrollarse al aire libre, bajo los protectores árboles del bosque, preguntó a uno de sus oyentes si sabía explicarle la doctrina bíblica de la perdición. –No puedo explicarla –contestó el interpelado, un hombre de casi sesenta años, de rostro sereno y mirada tranquila–, pero se la voy a demostrar como sé.

“Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta, y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella; porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan” (Mateo 7:13-14). 1. El primer pecado La perdición humana es consecuencia del primer pecado. El Nuevo Testamento, principalmente los escritos de San Pablo, nos ofrece una teología de la perdición, comentando los resultados calamitosos del pecado de Adán. Pero la historia verídica, tal como ocurrió, nos la cuenta Moisés, bajo la inspiración de Dios. En la creación del primer hombre se distinguen dos principios: uno corporal (“polvo de la tierra”) y otro divino (“aliento de vida”):

Se apartó del grupo. Tomó un puñado de hojas secas e hizo con ellas un círculo pequeño. A continuación cogió un gusano de los que por allí había, lo puso en el centro del círculo y prendió fuego a las hojas. Toda la preocupación del gusano era caminar, salir del círculo, pero al sentir el calor y el humo, volvía inmediatamente al centro, donde se sentía más seguro. Cuando ya estaba agotado, cuando sus intentos por escapar del círculo de fuego eran inútiles, el hombre de nuestra historia lo cogió con dos dedos y lo colocó sobre una hoja verde y fresca, donde el gusano recobró su vigor. Cuando hubo terminado, el hombre negro de la historia se volvió hacia

Creado el hombre, Dios procedió a la formación de la mujer. Para ello infundió en Adán una especie de sopor que lo dejó dormido, y de su propia carne hizo a la que estaba destinada a llenar su soledad:

el predicador y le dijo con una mirada de triunfo: “Esto es la perdición”. Efectivamente. No pudo ilustrarla mejor aquel hombre que no sabía explicarla. Nosotros, todos, vivíamos como el gusano, en un círculo de maldad, de pecado y de muerte eterna. Cuando estábamos desfallecidos, sin esperanzas, al borde mismo de la muerte, Dios, en un acto de amor supremo, envió a su Hijo a fin de rescatarnos. Y Cristo, con Su muerte en la cruz, nos libró de la eterna perdición.

“Entonces Jehová Dios hizo caer sueño profundo sobre Adán, y mientras éste dormía, tomó una de sus costillas, y cerró la carne en su lugar. Y de la costilla que Jehová Dios tomó del hombre, hizo una mujer, y la trajo al hombre. Dijo entonces Adán: Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne; ésta será llamada Varona, porque del varón fue tomada” (Génesis 2:21-23).

“Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente” (Génesis 2:7).

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La primera pareja fue formada en pura inocencia, a imagen y semejanza de Dios: feliz, destinada a vivir eternamente, dotada de naturaleza espiritual: “Creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó” (Génesis 1:27). Adán y Eva fueron puestos en un jardín donde todo lo tenían; nada les faltaba. En el segundo capítulo del Génesis, Moisés describe la frondosidad, las maravillas de aquel lugar edénico. La transcripción entera del pasaje ocuparía mucho espacio. Para la continuación de la Historia que estamos trazando bastan los puntos principales: “Jehová Dios plantó un huerto en Edén, al oriente; y puso allí al hombre que había formado... Tomó, pues, Jehová Dios al hombre, y lo puso en el huerto de Edén para que lo labrara y lo guardase” (Génesis 2:8-15). Hasta entonces, Dios había hablado con el hombre solamente de vida, de felicidad, de inmortalidad celestial. Ahora, por primera vez, le habla de muerte. Le somete a prueba y le advierte contra los peligros de una muerte espiritual si come del fruto prohibido de un árbol que tiene el simbólico nombre “de la ciencia del bien y del mal”: “Mandó Jehová Dios al hombre diciendo: De todo árbol del huerto podrás comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás” (Génesis 2:16-17). El estado de inocencia en que Adán y Eva vivían no era un estado de perfección. Para ello hacía falta pasar la prueba. Hay que tener en cuenta que Adán, si bien no conocía el mal de manera experimental, en cambio sí conocía su existencia. Dios le había advertido. Le había dicho que un peligro le amenazaba, que se mantuviera alejado del mismo. El mal, entonces, no era un agente en el alma de la primera pareja. Era una realidad que les rodeaba, pero que la hubieran podido evitar tan sólo con estar sujetos a la voluntad divina. No lo hicieron así y se produjo la caída.

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La aparición de la serpiente en el jardín donde vivían Adán y Eva demuestra que el mal era ya una realidad. Ya había tenido lugar la rebelión de Lucifer y su caída, juntamente con los ángeles rebeldes (2ª Pedro 2:4, Judas versículo 6). La historia del primer pecado es una página negra en la vida de la humanidad. El autor inspirado la cuenta de esta forma: “Pero la serpiente era astuta, más que todos los animales del campo que Jehová Dios había hecho; la cual dijo a la mujer: ¿Con que Dios os ha dicho: No comáis de todo árbol del huerto? Y la mujer respondió a la serpiente: Del fruto de los árboles del huerto podemos comer; pero del fruto del árbol que está en medio del huerto, dijo Dios: No comeréis de él, ni le tocaréis, para que no muráis” (Génesis 3:1-3). La perdición de la raza humana se estaba ya fraguando. Y nótese que el maligno ataca precisamente en la parte más sensible de nuestra naturaleza: el orgullo. El hecho de que un solo árbol de todos cuantos existían en el Edén les estuviese prohibido era considerado como una ofensa por la primera pareja. El hombre, desde Adán, ha sido rebelde a toda clase de prohibiciones. No quiere límites a sus deseos. Lo prohibido es lo que más le atrae. El Diablo lo sabe, y por ese lado ataca. Para conducir a Eva hacia la desobediencia le insinúa que Dios ha sido demasiado exigente con ellos, que lo que Dios teme es que el hombre llegue a igualarle en conocimiento: “Entonces la serpiente dijo a la mujer: No moriréis, sino que sabe Dios que el día que comáis de él serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal” (Génesis 3:4-5). Esto era todo cuanto Eva necesitaba. ¡Ser igual a Dios! El eterno deseo del hombre, latente ya en el pecho de la primera mujer. La humanidad se queda pequeña para el hombre. Anhela ser divino. Y para conseguirlo no le importa pasar por encima de todas las prohibiciones. Es más, hasta las más negras consecuencias se le antojan brillantes. Lo que quiere es ser Dios. Prosigue el texto: “Y vio la mujer que el árbol era bueno para comer y que era agradable a los ojos, y árbol codiciable para alcanzar la sabiduría, y tomó de su fruto y comió, y dio también a su marido, el cual comió así como ella” (Génesis 3:6).

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En ese breve pasaje está contenida la historia de la caída. La perdición eterna tiene ese origen. Eva, como ser más sensible, cae primero; luego Adán. Hombre, después de todo, débil ante las insinuaciones femeninas, sucumbe igualmente. El resultado de la caída fue fulminante. Allí empezó la lucha entre la carne y el espíritu, que ha de durar hasta la liberación final mediante la muerte: “Entonces fueron abiertos los ojos de ambos y conocieron que estaban desnudos; entonces cosieron hojas de higuera y se hicieron delantales” (Génesis 3:7). Aquellas hojas de higuera de nada sirvieron. El pecado ya estaba cometido. Con su desobediencia, Adán y Eva lo perdieron todo: “Su dominio, su dignidad, su felicidad, su inocencia, su pureza, su paz” y hasta su alma, porque murieron espiritualmente. Este es el histórico relato de la perdición del hombre. Y de esta perdición vino Cristo a salvarnos. 2. Una herencia nefasta La perdición de Adán y Eva tuvo un eco universal. Su caída introdujo el pecado en el mundo. Desde entonces todos los autores bíblicos constatan la corrupción moral del hombre, sus inclinaciones continuas hacia el mal. Job dice que el hombre es: “abominable y vil, que bebe la iniquidad como agua” (Job 15:16). En el salmo 51, David se lamenta por haber heredado una naturaleza pecadora. Tiene conciencia de su inclinación al mal por el hecho de haber nacido de mujer: “He aquí, en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre” (Salmo 51:5). Cristo se refirió muchas veces al estado de perdición en que se encuentra el hombre sin Dios. Y para la reconciliación puso como condición indispensable el nuevo nacimiento. Sólo a través de él puede el alma volver a la comunión con Dios:

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“De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios” (Juan 3:3). Pablo trata el tema en varias de sus epístolas. El pasaje más importante está en el capítulo cinco de la carta a los Romanos, que ya ha sido citado en otro lugar de este libro: “El pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte; así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Romanos 5:12). El pecado de Adán y Eva contaminó a toda la humanidad. Produjo la muerte física y espiritual. Nos sumió a todos en la perdición. La historia, tal como se cuenta en el Génesis, y que hemos querido reproducir a pesar de su extensión, puede ser negada si así place a la incredulidad. Pero los efectos de aquella caída que el Génesis cuenta son demasiado reales para ignorarlos. Se puede negar la historia de la serpiente, pero no hay más remedio que creer en la autenticidad del pecado. Los hombres matan. Y roban. Se emborrachan y maltratan a sus semejantes. El odio tiñe de sangre las miradas. El hombre explota al hombre. La fraternidad es tan sólo una palabra. Hay que tomar precauciones contra el engaño, contra la mentira, contra la hipocresía. El pobre envidia al rico; lo odia a veces. El rico desprecia al pobre; lo explota. Las armas para destruir son mil veces superiores a los instrumentos agrícolas. La intriga y la maldad acechan en las sombras. El amor es una bola de nieve bajo el sol tenue de la primavera: se derrite, va desapareciendo lentamente. Si todo esto fuese mentira, también lo sería la historia de la serpiente. Pero la maldad humana es el argumento más contundente en favor de la autenticidad del capítulo 3 del Génesis.

EL AGENTE DE LA PERDICIÓN El pecado que conduce a la perdición, ya lo hemos visto, entró en el mundo por Adán y Eva, o Eva y Adán. Pero los seres humanos no desembocan a la perdición eterna por aquel pecado, lo que sería injusto por parte de Dios, sino por sus pecados propios. Es decir, que si usted, que lee ahora mismo estas páginas, se pierde, no es porque Adán pecara, sino porque su propio estado espiritual le lleva a perdición. A causa del pecado de Adán nacemos con el germen del

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mal en nuestra naturaleza, pero no nacemos, de ninguna forma, perdidos sin remisión. Cada cual se condena por su propio pecado. En cambio, el agente que indujo a pecar a nuestros primeros padres, ése sí que continúa siendo el mismo en los días actuales. El Diablo consiguió la perdición de Adán y Eva, y trabaja para lograr la nuestra. Actualmente, el Diablo lleva una gran ventaja que favorece su obra destructora: la incredulidad del hombre en su propia persona. Cada vez se cree menos en el Diablo, y esto hace que el enemigo de las almas pueda actuar con mayor comodidad. Todas las religiones, desde los primeros balbuceos de la Humanidad, han creído en dos espíritus opuestos: uno bueno y otro malo. Los egipcios, los caldeos, los griegos y los romanos, las antiguas religiones de China y de Japón creían en dioses buenos y en dioses malos. Pero el Diablo de la Biblia es enteramente diferente. No es un dios malo, es eso, un Diablo, un ser infernal tan personal como lo es Dios, con poder para desviar a las personas de sus buenas atenciones y encaminarlas hacia el mal. La Biblia traza su biografía. Nos dice que antes de ser Diablo, antes de convertirse en serpiente y hacer caer a nuestros primeros padres, fue un ángel, un querubín hermoso, lleno de luz, cuya ambición le llevó a rebelarse contra Dios (Isasías 14:12-15; Ezequiel 2:13-19; Lucas 10: 18). Fue, como hemos visto, el autor del primer pecado. También lo fue de la primera guerra, misteriosamente desarrollada en el cielo (Apocalipsis 12:7-9), y del primer crimen, haciendo que Caín se levantara contra su hermano Abel y le matase (Génesis 4:1-8). En nuestros días, el Diablo ejerce una gran actividad. Entre los muchos títulos que le da la Biblia figuran los de Satanás, Tentador, y Belial. Satanás quiere decir adversario, y como tal ejerce el oficio que su segundo título indica, el de tentador, con la intención de perder al hombre. Belial significa inocuo, perdedor de las almas. Las maneras en que el Diablo tienta hoy al hombre son tantas que haría falta más de un volumen para describirlas. Vamos a analizar algunas de las que más destacan en las páginas de la Biblia. El conocerlas nos ayudará a evitar la perdición. 1. Se transforma en ángel de luz Las figuras grotescas del Diablo que suelen representarse en pinturas y esculturas no corresponden a la realidad. Esos diablos con cuernos y rabos, con grandes tenedores en las manos, sacando e introduciendo a los condenados en calderas de aceite hirviendo, no son los diablos de la Biblia. El Diablo es más astuto que todo eso. Si su apariencia fuese así de repulsiva

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no tentaría a nadie. Es mucho más atractivo para los deseos del hombre. Se adapta y se transforma de acuerdo al ambiente en el que su víctima se desenvuelve. Aparece en el encanto de las situaciones que más nos atraen, con un brillo nada sospechoso, pero mortífero al final. “El mismo Satanás se disfraza como ángel de luz” (2ª Corintios 11:14). Es así como consigue engañar y perder a las almas. Pablo, a quien corresponde la cita anterior, agrega que de esta manera disfrazado el Diablo obra: “Con gran poder y señales y prodigios mentirosos, y con todo engaño de iniquidad para los que se pierden, por cuanto no recibieron el amor de la verdad para ser salvos” (2ª Tesalonicenses 2:9-10). 2. Induce al pecado En una conversación de tono subido que Jesús mantuvo con líderes de la religión judía, que procuraban matarle, el Señor los acusó de estar bajo la pecadora influencia del Diablo. Les dijo: “Vosotros sois de vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro padre queréis hacer. Él ha sido homicida desde el principio y no ha permanecido en la verdad porque no hay verdad en él. Cuando habla mentira, de suyo habla; porque es mentiroso y padre de mentira” (Juan 8:44). En la conocida parábola del sembrador, Jesús dice que: “La cizaña son los hijos del malo” (Mateo 13:38). Malo porque induce al mal, porque alienta el pecado, porque busca, a través de él, la perdición de las almas. El apóstol del amor insiste en esta verdad. Escribe: “El que practica el pecado es del Diablo, porque el Diablo peca desde el principio. Para esto apareció el Hijo de Dios, para deshacer las obras del Diablo” (1ª Juan 3:8).

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Y las deshizo, clavando el pecado con Su propio cuerpo en la cruz. 3. Ciega el entendimiento Demonio, que es otro de los nombres dado al Diablo en la Biblia, quiere decir inteligente, astuto. El texto de Génesis que trata de la caída define así a la serpiente: “La serpiente era astuta, más que todos los animales del campo que Dios había hecho” (Génesis 3:1). Con su astucia el Diablo consigue embotar la mente, el espíritu y el corazón del hombre. La mente, para que no piense en Dios ni en las cosas eternas; el espíritu, para que no dé importancia a la regeneración ni se ocupe de la salvación del alma. El corazón, para que lo mantenga vacío del amor divino y lleno de los mezquinos amores de la tierra. Pablo, el apóstol, lo expresa con estas palabras: “El dios de este siglo cegó el entendimiento de los incrédulos, para que no les resplandezca la luz del Evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios” (2ª Corintios 4:4). La predicación del Evangelio tropieza hoy con una barrera mental de signo negativo. Ello es

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Queriendo poner a prueba la obediencia de Cristo y Su fe en las promesas del Viejo Testamento, el Diablo le dijo: “Si eres Hijo de Dios, échate abajo; porque escrito está: a sus ángeles mandará cerca de ti y en sus manos te sostendrán para que no tropieces con tu pie en piedra” (Mateo 4:6). En su versión, el Diablo emitió una importante cláusula. Precisamente la que hablaba del cuidado divino: “Te guardará en todos tus caminos”. Hoy procede igual. Tuerce el significado de la Biblia, la adultera, y esto ha llevado al Cristianismo a la enorme confusión doctrinal que padece. 5. Zarandea a los creyentes El Diablo no limita su obra a los incrédulos. En realidad su principal campo de acción es el corazón del creyente. Se ha dicho que en ningún otro lugar ejerce el Diablo tanta presión como en la Iglesia. Con los incrédulos no tiene que esforzarse. Le adoran. Todo su empeño consiste en apartar al creyente de la fe que profesa. Y para conseguirlo despliega toda su astucia. El apóstol Pedro nos pone en guardia contra este temible adversario. Dice: “Sed sobrios y velad; porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar” (1ª Pedro 5:8).

prueba de la gran influencia que el Diablo está ejerciendo en el entendimiento del hombre moderno. 4. Adultera las Escrituras En este terreno el Diablo es un auténtico maestro. Desde el principio, en su conversación con Eva, le vemos torciendo el significado de la Palabra divina y creando dudas hacia ella. En la tentación de Cristo usó el mismo procedimiento. Al que era la Palabra hecha carne quería confudir con la Palabra misma. En la segunda de las tres tentaciones el Diablo citó a Cristo un pasaje del salmo 91. Pero la cita fue incompleta. El salmo dice: “A sus ángeles mandará acerca de ti que te guarden en todos tus caminos. En las manos te llevarán, para que tu pie no tropiece en piedra” (Salmo 91:11-12).

Quien escribió esto conocía por experiencia los rugidos y los zarpazos del Diablo. Sus afilados dientes se clavaron en el alma de Pedro, hicieron mella en su fe y el apóstol negó tres veces consecutivas a su Maestro. Jesús mismo le había puesto en guardia. Y las palabras dirigidas a Pedro son un aviso a todos nosotros. Están ahí, en las páginas de la Biblia, como una intermitente luz amarilla que nos advierte contra el peligro: “Dijo también el Señor: Simón, Simón, he aquí Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo” (Lucas 22:31). Ante este peligro hagamos caso al apóstol: velemos.

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6. Se opone a la predicación cristiana Ello es lógico. El Diablo es enemigo de Cristo. Trató de matarle cuando niño, mediante aquella brutal orden de Herodes. Le tentó cuando se hallaba físicamente débil. Durante su ministerio en la tierra le combatió de continuo. Salió derrotado, porque la cruz fue la victoria plena contra el Diablo, pero el maligno no se resignó. Mientras dure su actividad continuará oponiéndose cuanto le sea posible a la predicación del mensaje cristiano. En su carta a los cristianos de Roma, Pablo les dice que sus deseos de ir a visitarles fueron impedidos en más de una ocasión: “No quiero, hermanos, que ignoréis que muchas veces me he propuesto ir a vosotros (pero hasta ahora he sido estorbado) para tener también entre vosotros algún fruto como entre los gentiles” (Romanos 1:13). Igual le ocurrió con sus proyectados trabajos entre los creyentes de Tesalónica: “Por lo cual quisimos ir a vosotros, yo Pablo, ciertamente, una y otra vez, pero Satanás nos estorbó” (1ª Tesalonicenses 2:18). Ante la imposibilidad de acudir personalmente, Pablo mandó un representante suyo a Tesalónica, ya que le inquietaba la idea de que el Diablo pudiese echar por tierra todo su trabajo entre aquellos creyentes: “Por lo cual también yo, no pudiendo soportar más, envié para informarme de vuestra fe, no sea que os hubiese tentado el tentador y que vuestro trabajo resultase vano” (1ª Tesalonicenses 3:5). 7. Resistiendo al Diablo El Diablo es, como hemos podido ver a través de los seis puntos expuestos, que indudablemente podrían ampliarse, el agente que contribuye a la perdición del hombre. Contribuye, le influencia, le acosa, le ataca con todas sus armas, pero el responsable final, esto debe quedar claro, no es el Diablo: es el mismo hombre. Porque si éste se lo propone puede vencer al Diablo.

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No por sí mismo, sino escudándose en Dios, pidiendo al Eterno la necesaria fortaleza espiritual. Job, en el Viejo Testamento, es un claro ejemplo del hombre que vence al Diablo. Cristo le venció por nosotros, en el desierto y en la cruz, y pone a nuestro alcance la victoria. Pero para ello hay que querer hacerle frente. Santiago nos da este consejo: “Someteos, pues, a Dios; resistid al Diablo y huirá de vosotros” (Santiago 4:7). La fe es un valioso escudo para evitar la tentación y vencer al Diablo: “Sobre todo, tomad el escudo de la fe, con que podáis apagar todos los dardos de fuego del maligno” (Efesios 6:16). Finalmente, la confianza en Cristo, el refugiarse en Sus promesas y andar en Sus caminos, puede ayudarnos en la lucha contra el Diablo. El Nuevo Testamento insiste en que Cristo, por haber triunfado sobre el maligno, puede socorrernos en nuestros momentos de apuro: “Porque en cuanto él mismo padeció siendo tentado es poderoso para socorrer a los que son tentados... Porque no tenemos un Príncipe que no se pueda compadecer de nuestras flaquezas; mas tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (Hebreos 2:18 y 4:15).

CAUSAS DE LA PERDICIÓN ¿Por qué se pierden los seres humanos? El Diablo, ya queda dicho, es una realidad, y su influencia nefasta sobre las almas, también. Pero el responsable final de la perdición no es el Diablo, es el propio hombre, que haciendo uso de su libre albedrío, de su voluntad soberana, prefiere obedecer al Diablo antes que a Dios; le agradan más los caminos del mal que los del bien. No hace esfuerzo alguno por sacudir de su vida la influencia del Diablo. Y éste le lleva a la perdición. En el curso de la última oración que Jesús tuvo con sus discípulos, cuando la hora había llegado de volver al Padre, Cristo pide por ellos. Pide que sean guardados del mundo, que permanezcan unidos, que no se pierdan. Dice el Señor:

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“Cuando estaba con ellos en el mundo, yo los guardaba en tu nombre; a los que me diste, yo los guardé, y ninguno de ellos se perdió, sino el hijo de perdición, para que la Escritura se cumpliese” (Juan 17:12). Este “hijo de perdición” es Judas, el que traicionó al maestro. El hecho histórico no se había consumado aún, pero Jesús, que “sabía lo que había en el hombre” (Juan 2:25), conocía su desenlace. Juan dice que la perdición de Judas estaba profetizada: “Para que se cumpliese la Escritura”. La referencia es al Salmo 41:9. Pero el que esta perdición estuviese predicha en la Escritura no quiere decir que ello la causase, sino simplemente que la anunciaba. La perdición de Judas fue un problema de libertad personal. Cristo le había advertido de los malos caminos que llevaba (Juan 6:70 y 13:25-30), como nos advierte a todos. Judas pudo haber cambiado de actitud, pudo incluso haberse arrepentido después de cometer la traición. No lo hizo así y se perdió. El hombre de hoy se pierde igualmente porque quiere. Por no obedecer las advertencias de la Biblia. Siguiendo las lecciones de algunas parábolas, voy a enumerar nueve causas que contribuyen a la eterna perdición del ser humano. 1. La indiferencia espiritual Esta es una de las causas que contribuyen a la perdición del hombre. Las cosas eternas, los grandes valores del más allá, Dios, la vida del espíritu, no se toman con el interés que requieren. La indiferencia hacia todo lo espiritual está minando los corazones, está contaminando los cerebros y el resultado es el vacío y la angustia que nos rodean por todas partes. En el capítulo 13 de Mateo figuran dos pequeñas parábolas que nos ilustran sobre la importancia del más allá. Un hombre encuentra un tesoro escondido en el campo. Lo vuelve a ocultar. Va a su casa, vende todo lo que tiene y compra aquel campo. El tesoro representa el reino de Dios. Por poseer la vida eterna el hombre ha de desprenderse gustosamente de cuanto posee, dando prioridad a las cosas del espíritu. La segunda parábola es parecida. Un mercader de perlas halla una perla preciosa. Inmediatamente vende cuanto tiene y compra aquella perla que es, asimismo, una imagen del cielo. En la vida terrena hay muchas perlas preciosas, pero ninguna de ellas comparable a la gran perla que en la parábola simboliza el esplendor y la hermosura del cielo.

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En nuestros días los valores están invertidos. El hombre renuncia con gusto al tesoro del cielo por los tesoros en la tierra. Prefiere las perlas de aquí abajo, aunque brillen menos, que la eterna perla celestial. Lo espiritual tiene una importancia secundaria, nula en muchos casos. Y esta indiferencia hacia lo eterno desemboca fatalmente en la perdición. 2. La superficialidad religiosa Lucas nos cuenta la parábola de una higuera plantada en un campo de viñas. Era una higuera atractiva, con muchas hojas verdes, pero sin frutos. Tres años consecutivos había acudido el dueño de la vid a coger frutos de aquella higuera, pero sin resultado alguno. La higuera era estéril (Lucas 13:6-9). La religión ocupa un importante lugar en la sociedad moderna. No obstante, las instituciones religiosas están en el mundo como aquella higuera en el campo de viñas. Tienen esplendor, atractivo, hay en ellas movimiento, actividad; sin embargo, todo es hueco, es humo, vanidad, lamento, frío; es ruido de huesos secos. Lo triste es que sus miembros viven engañados. Creen que les es suficiente ese brillo externo de religiosidad con el que se adornan. Y es suficiente, sí, para vivir sin complicaciones sociales, para no ser tachados de incrédulos, para recibir alabanzas por sus obras de caridad, pero el día de la prueba ocurrirá lo que en la parábola de los dos cimientos (Mateo 7:24-29): Descubrirán que su fe y toda su actividad religiosa estaban basadas sobre are-na movediza. Contemplarán, cuando ya no haya remedio, el derrumbamiento total de sus artificiales estructuras religiosas. 3. El descuido del alma El descuido espiritual es otra causa de perdición eterna. Millones de seres humanos en todo el mundo viven como si no tuviesen alma. La tienen, la sienten, la viven, pero tan sólo les sirve para reír y llorar, para amar y aborrecer, para sentir y pensar... Lucas 15:8-10 nos cuenta la parábola de una mujer que perdió una moneda griega, una dracma, y anduvo con una lámpara a través de toda la casa, hasta que la halló. ¿Por qué perdió esta mujer su moneda? Por lo mismo que el hombre pierde su alma: por descuido, por no vigilarla debidamente. En esta misma línea tenemos en Mateo 25:1-13 la parábola de diez vírgenes que esperaban la llegada de un cortejo nupcial. Cinco de ellas eran prudentes y llenaron de aceite sus lámparas, para poder alumbrarse en la noche. A las otras cinco se las llama insensatas en la

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parábola. Tomaron igualmente sus lámparas, pero descuidaron el aceite. Y cuando llegó el cortejo, no pudieron asistir al encuentro del esposo por falta de luz. Por descuido perdieron las alegrías del encuentro. Por descuido, también, muchos quedarán excluidos del reino de Dios cuando lleguen las bodas del Cordero. Tanto aquí como en la parábola de los siervos vigilantes (Lucas 12:35-40), Cristo nos exhorta a la vigilancia espiritual, a que no descuidemos la salvación del alma. 4. Las ambiciones materiales El número de los que se pierden por ambiciones materiales forma legión. El dinero ha sido siempre la raíz de todos los males sociales. Las más grandes calamidades de la Historia se han debido, directa o indirectamente, al dinero. En la parábola del sembrador dice Cristo que muchas predicaciones son recibidas con simpatía. La gente, aparentemente, responde a la llamada de Cristo. Pero luego viene el materialismo y todo lo arrasa: “El afán de este siglo y el engaño de las riquezas ahogan la palabra y se hace infructuosa” (Mateo 13:22). La perdición del alma a causa de las ambiciones materiales se ilustra más claramente aún en la parábola del rico insensato. Un rico agricultor comprobó con satisfacción que todos sus graneros estaban abarrotados de trigo. Para solucionar el problema de almacenaje pensó en derribarlos, construir otros mayores y vivir cómodamente de las rentas. De esta forma razonaba: “Diré a mi alma: alma, muchos bienes tienes guardados para muchos años, repósate, come, bebe, regocíjate.” Pero no contaba con lo más grave: “Dios le dijo: Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma; y lo que has provisto, ¿de quién será?” La parábola termina con esta solemne advertencia:

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“Así es el que hace para sí tesoro, y no es rico en Dios” (Lucas 12:16-21). 5. La rebeldía paterna En el primer capítulo de Isaías hay un pasaje que contiene un patético lamento de Dios ante la rebeldía de sus criaturas. Dice: “Crié hijos, y los engrandecí, y ellos se rebelaron contra mí” (Isaías 1:2). Esta rebeldía queda ilustrada con todo lujo de detalles en la parábola del hijo pródigo (Lucas 15:11-32). Al hijo nada le faltaba. Tenía un hogar cómodo, unos padres que le amaban y unos amigos que le querían. Pero no estaba satisfecho. Todo eso se le hacía pequeño. Pide la parte de la herencia que él creía que le correspondía y se aleja a explorar nuevos mundos. El padre no discute. El padre, que en la parábola representa a Dios, nada hace por retener al hijo. El amor ha de ser libre, voluntario. Retener al rebelde sería coartar su libertad, y Dios ha hecho al hombre libre. Fuera del hogar el hijo comprueba que no hay más que miserias. Va dando pasos descendentes hasta terminar ejerciendo un trabajo que le repugnaba tan sólo para poder comer. Por fortuna para él, reacciona, vuelve arrepentido a la casa del padre, pide perdón y el padre hace una gran fiesta de bienvenida. La historia se repite en todos los tiempos. El hombre se aleja de Dios. Y fuera de Él no encuentra más que ruina, miseria, perdición. 6. La dureza del corazón humano Hay seres humanos que parecen tener corazones de piedra. Son insensibles a la voz de Dios. Indiferentes por completo al amor demostrado por Cristo con Su sacrificio en el Calvario. Oyen, leen, sienten en ocasiones que Dios anda en su busca y, sin embargo, se quedan tan fríos como si no tuvieran sentimientos para lo espiritual. Esta actitud, indudablemente, conduce al hombre a la perdición. Pablo lo expresa así: “Por tu dureza y por tu corazón no arrepentido, atesoras para ti mismo ira para el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios, el cual pagará a cada uno conforme a sus obras” (Romanos 2:5-6).

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En la ya citada parábola del sembrador, el Señor dice que hay semilla que cae junto al camino y no germina porque llegan las aves y la comen. En su propia interpretación, esta semilla es el mensaje cristiano en corazones superficiales. Corazones endurecidos para las cosas de Dios sensibles a la influencia del maligno, que neutraliza inmediatamente los efectos de la Palabra. Pablo dice que la dureza del corazón humano entenebrece los sentidos y aparta al hombre de Dios (Efesios 4:18). El mundo sería distinto si los que en él vivimos cerrásemos nuestros corazones al mal y los abriésemos al bien, a la vida y al amor a Dios. 7. La desobediencia a Dios Creer en Dios no es suficiente. Tampoco supone un acto de heroísmo intelectual por parte del hombre, como algunos de ellos piensan. La Biblia dice que también los diablos creen y tiemblan. Muchos de los que creen en Dios se encontrarán con la desagradable sorpresa de que su fe no les sirvió de nada a la hora de enfrentarse con Él. Esto será así porque si bien creyeron, no obedecieron. Y la fe sin obras, es decir, sin las obras que produce la obediencia, es una fe muerta. El mismo Señor Jesús lo aclara: “No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de la maldad” (Mateo 7:2123). En la parábola de los dos hijos se trata igualmente el tema de la obediencia como condición indispensable para entrar al reino de Dios (Mateo 21:28-31). Un padre pidió a sus dos hijos que fuesen a trabajar a su viña. El primero dijo que iría, pero no fue; el segundo dijo que no iría, pero luego fue. Jesús alaba al segundo, porque pese a su primera negativa luego se arrepintió y obedeció los deseos del padre. Los desobedientes figuran entre los que quedarán excluidos del reino de los cielos (Hebreos 4:6-11).

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8. El extravío Entre las muchas causas que pueden motivar la perdición del alma se encuentra el extravío. El extravío religioso. El capítulo 15 de Lucas que contiene las parábolas de la moneda perdida y del hijo perdido, el pródigo, empieza con otra ilustrativa parábola, la de la oveja perdida. Si la moneda se perdió por descuido y el hijo por rebeldía, la oveja se perdió por extravío. Abandonó el rebaño, se apartó del pastor y esto hizo que anduviese descarriada por los montes. Para evitar la perdición por extravío hay que apartar la vista de todas las religiones terrenas, de todas las instituciones humanas y fijarla sólo, exclusivamente, en Cristo. El mismo Señor lo dice: “Permaneced en mí y yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí... El que en mí no permanece, será echado fuera como pámpano, y se secará; y los recogen y los echan en el fuego y arden” (Juan 15:4-6). En este aspecto hay que mantener los ojos del espíritu muy abiertos, porque en muchos casos el extravío religioso, como afirma la Biblia, se debe a la excesiva confianza que ponemos en líderes que, a su vez, viven engañados. Así dice el profeta: “Pueblo mío, los que te guían te engañan, y tuercen el curso de tus caminos” (Isaías 3:12). 9. El desprecio a la invitación divina Finalmente, el hombre se pierde por despreciar las continuas invitaciones de Dios. La Biblia dice que Dios trata por todos los medios de atraerse al hombre; y éste huye de Dios, rechaza los insistentes llamamientos del Creador. Lucas nos cuenta la parábola de un hombre importante que hizo un gran banquete y convidó a muchos. A la hora de la cena, los invitados empezaron a excusarse. Uno de ellos dijo que había comprado un campo y tenía que ir a verlo. Otro, que acababa de adquirir cinco yuntas de bueyes y quería probarlas. Un tercero arguyó que acababa de casarse y no podía aceptar la invitación al banquete (Lucas 14:15-24). Todo eran excusas. Los catorce primeros versículos del

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capítulo 22 de Mateo cuentan otra parábola semejante. En el texto de Mateo algunos de los convidados no solamente despreciaron la invitación, sino que además reaccionaron con violen-

vencernos de que Dios no quiere, de ninguna manera, que Su criatura se pierda. Compruébese la fuerza y la sinceridad de este lamento divino:

cia, hiriendo a los servidores del que preparó el banquete. Estas dos parábolas anuncian la invitación universal de Dios a los pecadores. Los que más dignos parecen del reino de los cielos quedarán fuera, y los despreciados de la sociedad participarán en las bodas del Cordero. Quien se pierde por rechazar el llamamiento divino es ciego y sordo. La invitación de Dios, a través de los siglos, ha sido clara y terminante:

“Vivo yo, dice Jehová el Señor, que no quiero la muerte del impío, sino que se vuelva el impío de su camino, y que viva. Volveos, volveos de vuestros malos caminos; ¿por qué moriréis?” (Ezequiel 33:11).

“Venid, que ya todo está preparado” (Lucas 14:17)

EL DESEO DE DIOS He enumerado nueve causas por las cuales el hombre puede perderse. Estas lecciones figuran en la Biblia para advertirnos del peligro que corremos si despreciamos los consejos de Dios. La Biblia es como un potente faro, puesto por Dios en la tierra para iluminar nuestras vidas y nuestros sentidos. Podemos perdernos. Adán y Eva se perdieron. El Diablo trabaja en contra nuestra, desea nuestra perdición. Los caminos de este mundo están llenos de precipicios a los que podemos caer en cualquier momento. La amenaza nos rodea por todas partes. Podemos perdernos, es cierto, pero también podemos no perdernos, si nos refugiamos en Dios y si hacemos de la fe un ancla para nuestra alma. Dios no quiere nuestra perdición. Lo dice el principal texto que sirve de base a estos estudios: “De tal manera amó Dios al mundo que ha dado a Su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda...” Esta es la realidad. Dios no desea nuestra perdición y ha hecho todo cuanto puede por evitarla. No se trata de un pasaje aislado. Es doctrina general de toda la Biblia. 1. El Antiguo Testamento Desde el mismo instante en que Dios crea al hombre le advierte contra los peligros de la perdición. Ya hemos comentado estos textos. Ni tampoco harán falta otros muchos para con-

Dios no desea la muerte eterna del impío. No quiere que el pecador se condene. Le llama. Le ruega. Le insiste para que abandone sus caminos de pecado y vuelva a Él creyendo, arrepentido, proclamando Su Nombre con gozoso agradecimiento. Desde los tiempos eternos Dios anda tras el hombre buscándole, invitándole, suplicándole que acuda a Él, que es suficientemente compasivo para perdonar y bastante poderoso para borrar el pecado. Véase este otro patético llamamiento de Dios, contenido en el libro de Isaías: “Lavaos y limpiaos; quitad la iniquidad de vuestras obras de delante de mis ojos; dejad de hacer lo malo; aprended a hacer el bien; buscad el juicio, restituid al agraviado, haced justicia al huérfano, amparad a la viuda. Venid luego, dice Jehová, y estemos a cuenta: si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana” (Isaías 1:16-18). En otro libro profético, el de Jeremías, la invitación de Dios va encaminada a lograr que el pecador abandone su conducta torcida. Que deje los caminos de perdición por los cuales anda y que regrese a la casa del Padre: “Así dijo Jehová: Paraos en los caminos y mirad, y preguntad por las sendas antiguas, cuál sea el buen camino, y andad por él, y hallaréis descanso para vuestra alma” (Jeremías 6:16). Los caminos seguros para el alma son las sendas antiguas de Dios. Las veredas que los hombres modernos trazan desembocan fatalmente en la perdición.

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2. El Nuevo Testamento Los llamamientos amorosos de Dios al hombre se repiten en el Nuevo Testamento. Y es imposible que no encuentren eco en nuestra conciencia. Decía Cristo: “Yo he venido en nombre de mi Padre...” “He venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia...” “Yo, la luz, he venido al mundo, para que todo aquel que cree en mí no permanezca en tinieblas” (Juan 5:43; 10:10; 12:46). La vida breve de Cristo en la tierra fue una continua invitación a los hombres para que acudieran a Él, para que no se perdieran. En uno de los más sublimes llamamientos que registran los Evangelios, Cristo dijo, y sigue diciéndonos a todos desde las páginas inspiradas de la Biblia: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso, y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mateo 11:28-29). Millones de personas en todos los tiempos y entre los más diversos países, han experimentado la verdad de estas promesas. Han acudido a Cristo y, efectivamente, sus almas han hallado el reposo, la paz, la salvación. Uno de los primeros que tuvieron esta dicha fue el apóstol Pedro. Y porque él la vivió, porque sintió su alma acariciada por la paz de Cristo, pudo luego proclamarla con seguridad. Dijo en casa de Cornelio: “De éste dan testimonio todos los profetas, que todos los que en él creyeren recibirán perdón de pecados por su nombre” (Hechos 10:43)

CONCLUSIÓN Sobre el tema de la perdición he leído en algún lugar una bonita y tierna historia que puede valer para ilustrar el pensamiento general de este estudio. Una caravana de gitanos, compuesta de varios carromatos, cruzaba el puente levantado sobre un río bastante caudaloso. En uno de los carros, al pescante, iba un hombre joven en

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unión de su madre, una anciana gitana. El paso precipitado de un coche hizo que el caballo se encabritara. Con tan mala fortuna que, al tambalearse el carro, la gitana cayó a las aguas del río. El hijo, inmediatamente, abandonó las bridas del caballo y se tiró al río para rescatar a la madre. Pero le fue imposible. La anciana no le dejaba. Se debatía continuamente entre las aguas, con la desesperación de la persona que se siente ahogar. Los gritos del hijo para que se quedara quieta no servían de nada. Sus esfuerzos para reducirla fueron estériles. Cuando al cabo del tiempo logró sacarla fuera del agua, la madre era ya cadáver. Estrechando contra su pecho el arrugado rostro, llorando de dolor y de impotencia, el hijo pronunció estas palabras, que la vieja gitana no pudo oír: “Madre, madre. Si lo que yo quería era salvarte. Si yo no quería que te ahogaras. ¿Por qué no me dejaste que te sacara del agua?” Como en la historia de la gitana vieja, Dios está haciendo grandes esfuerzos para salvarnos. “El Señor... es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento” (2ª Pedro 3:9). Si nos empeñamos en salvarnos nosotros mismos, nos hundiremos. Si nos dejamos llevar de los consejos divinos, y confíamos en Su poder, nos salvaremos de las aguas turbulentas de esta vida y entraremos felices en la eternidad del cielo.

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Capítulo V

Segundo objetivo del amor divino “... Mas tenga vida eterna...”

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“El camino de la vida –dice Salomón– es hacia arriba al entendido” (Proverbios 15:24). La vida, vista desde arriba, es distinta a como la describen los que la juzgan sólo desde abajo. Aquí vamos a ocuparnos de la vida natural y de la vida eterna, tal como la concibe y la describe la Biblia.

Una de las obras más famosas de Luciano, el formidable autor griego de Diálogos de los muertos, es la titulada Vidas en subasta. Luciano hace aquí una crítica aguda contra los sistemas de su tiempo, que se dedicaron a filosofar sobre el misterio de la vida. En la sátira de Luciano, los sistemas y sus fundadores son vendidos por Zeus y Hermes en pública subasta. Desde Luciano hasta nuestros días han pasado casi dieciocho siglos. Los libros de todas las especialidades acerca del origen, razón y fin de la vida se han multiplicado tanto que, parafraseando al apóstol Juan, podríamos decir que si hubiéramos de juntarlos no cabrían en el mundo. La gran mayoría de estos escritos lo que hacen es confundir, en lugar declarar. Complican lo sencillo; desvirtúan las realidades; extravían al sincero; pierden entre sus laberintos especulativos al que se afana por conocer la verdad. Habría que hacer como Luciano: subastar todos estos libros en la gran plaza del mundo y quedarnos con uno solo, con la Biblia. La Biblia dice todo lo que el ser humano necesita saber acerca de la vida. Lo dice llana y claramente, sin torceduras filosóficas, sin dificultades literarias, sin errores doctrinales. La Biblia, aquí, es como un gran pabellón de cristal transparente cuyas paredes reflejan las vidas de quienes en ellas se miran. La Biblia es un libro vivo, un libro de vida. Empieza y termina con un río de vida. Su mismo Autor dice que: “Dios no es Dios de muertos, sino de vivos” (Mateo 22:32). La Biblia habla de la vida mineral, vegetal y animal. De la vida natural del ser humano; de la vida mística, de la vida espiritual y de la vida eterna. Todo ello juzgado como juzgan estas cosas en el cielo, visto con la mirada de Dios, lo cual es más importante.

LA VIDA NATURAL Las teorías llamadas científicas acerca del origen de la vida natural se han sucedido y se han contradicho ininterrumpidamente a través de los siglos. La filosofía materialista dice que todas las formas de vida proceden de la materia, porque la materia, asegura, es eterna. Otra teoría mantiene que el universo no es creación, sino emanación de Dios. Por otro lado, hay quienes afirman que la creación existía eternamente con Dios. Esto dio origen a la teoría del dualismo, según la cual Dios y la materia existían como principios eternos e independientes y Dios usó la materia existente para ajustarla a sus propósitos. Darwin, el célebre naturalista inglés, en su estudio sobre el origen del hombre, hace descender la vida humana de otra forma de vida menos organizada, pero jamás definida ni localizada por el autor de El origen de las especies. Estas teorías han ido pasando, cayendo en el olvido, como ocurrirá con las nuevas, porque la vida humana, a pesar de todos los devaneos científicos, tiene un solo origen: Dios. 1. Dios es el autor La Biblia no teoriza ni filosofa sobre el origen de la vida. Simplemente la presenta como don de Dios, el viviente eterno. Dios es un Dios vivo, Dios de vivos. La designación de “Dios viviente” es fija en las páginas de la Biblia. Moisés se preguntó: “¿Qué es el hombre para que oiga la voz del Dios viviente?” (Deuteronomio 5:26). Jesús declaró que había sido enviado a la tierra por:

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“El Padre viviente” (Juan 6:57). Y Pablo, el apóstol, dice que nuestros sufrimientos son más llevaderos: “Porque esperamos en el Dios viviente, que es el Salvador de todos los hombres” (1ª Timoteo 4:10). El Dios de la Biblia no es una divinidad muerta como las divinidades de los pueblos paganos. Es un Dios vivo. Sólo un Dios así podía originar la vida. Es el autor de la vida humana individual: “El espíritu de Dios me hizo, y la inspiración del Omnipotente me dio vida” (Job 33:4). Es el Autor que dio vida a todos los pueblos de la tierra: “Dios, Creador de los cielos, y el que los despliega; el que extiende la tierra y sus productos; el que da aliento al pueblo que mora sobre ella, y espíritu a los que por ella van” (Isaías 42:5). El primer capítulo del Génesis presenta un relato completo sobre la creación. Relato que, dicho sea de paso, la ciencia no ha podido desmentir hasta ahora, pese a los numerosos ataques que se le han dirigido desde todos los ángulos del saber humano. Antes de la creación, “la tierra –dice la Biblia– estaba desordenada y vacía”. Densas masas de vapor, o de gases lo cubrían todo. La Biblia lo explica diciendo: “Las tinieblas estaban sobre la faz del abismo.” “El Espíritu de Dios se movía” contemplando la escena de sus operaciones futuras. Era una escena negra, sin orden, confusa, que únicamente una potencia divina podía iluminar y ordenar.

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En seis días el Creador llevó a cabo toda su obra. Se ha discutido mucho si fueron días de veinticuatro horas o no. Pero ha sido un despilfarro inútil de tiempo, de energía y de material. Dios no mide el tiempo como nosotros. Ya lo hemos dicho. Para Él, un día es igual que mil años, y mil años como un día. Si fueron días como los nuestros o grandes períodos de tiempo no afecta en nada a la esencia del relato. Puede elegirse lo que más agrade. Yo creo que Dios pudo llevar a cabo su obra tanto en seis días como en seis segundos o en seis mil años. Esto no varía nada. Ahora mismo no sabría decir dónde he leído una observación que recuerdo, que me parece importante y que quiero mencionar aquí. Es ésta: la Biblia, al tratar de la creación, emplea tres palabras claves: crear, hacer y formar. La primera se emplea para describir la creación de los cielos y la tierra, para sacar a la luz lo que no existía. La segunda, que se emplea siete veces en el relato del Génesis, se usa para indicar el empleo de material ya existente, como cuando el carpintero hace el mueble usando la madera que ya existe. Y la tercera, formar, se indica para la construcción del cuerpo humano; la figura aquí es la del gran Alfarero que modela, que forma su obra de la arcilla. La labor del primer día o período de tiempo es sencillamente majestuosa: “Dijo Dios: Sea la luz, y fue la luz”. ¡Qué sencillo! ¡Qué hermoso! Se dirá: ¡Imposible! ¿Cómo, dónde, cuándo? Contestamos: “Por la fe, entendemos haber sido compuestos los siglos por la palabra de Dios, siendo hecho lo que se ve, de lo que no se veía” (Hebreos 11:3). El segundo día Dios separó las aguas de arriba de las nubes, de las aguas de abajo, por medio de una placa sólida llamada firmamento. El tercer día Dios juntó las aguas que anegaban la tierra en un lugar, apareciendo así los océanos y emergiendo de ellos la tierra seca y firme. Existiendo la tierra e infiltrándose la luz a través de las grandes capas de nubes, se crearon las condiciones para la vida orgánica y la vegetación surgió en su triple manifestación: “Hierba verde, hierba que dé simiente y árbol de fruto”. El cuarto día Dios crea el mundo sideral; se produce la aparición de las grandes lumbreras: El Sol, la Luna y las estrellas. Se ha querido ver aquí una dificultad, señalándose que la luz ya

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estaba creada desde el día primero. Efectivamente, así fue, y, además, se ha demostrado que la Tierra tuvo su origen del Sol, por lo que éste tuvo que ser antes que aquélla. Pero el inexistente error es consecuencia de una lectura superficial de todo el pasaje. La Biblia no dice que Dios creara las lumbreras; simplemente decretó: “Sean lumbreras”. Estas ya existían desde el día primero y eran suficientes para los principios de la vida vegetal, infundiéndose a través de las espesas nubes. En esta cuarta etapa de la creación los cielos se despejan por completo y los astros iluminan directamente la tierra, señalando el día, la noche y el paso de los años. El quinto día Dios da otro importante paso en su obra con la creación de la vida animal. Las aguas se pueblan de peces y de grandes monstruos marinos, y por el espacio abierto que está bajo el firmamento empiezan a cruzar las aves. Por fin, el sexto día o último período de la creación, Dios hace a los cuadrúpedos y a los mamíferos. La tierra produce ya vegetación en abundancia y se adapta, por lo tanto, a la forma más elevada de la vida. Este día: “Hizo Dios animales de la tierra según su género, y ganado según su género, y todo animal que anda arrastrado sobre la tierra según su especie.” En el curso de esta última etapa hizo también al hombre. Pero, y éste es un detalle que muchos pasan maliciosamente por alto, la Biblia especifica bien claro la línea de separación entre el hombre y las creaciones anteriores. El hombre no es el resultado de una evolución biológica. Es creación directa e independiente. Intervienen dos elementos. Uno terreno y otro divino. En cuanto al primero, el texto sagrado dice: “Formó Dios al hombre del polvo de la tierra” (Génesis 2:7).

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llas para nuestras noches de ensueño. La vida humana brotó de la divina. Esto haría falta gritarlo por todo el orbe para disipar dudas. El texto del Génesis agrega: “... Y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente” (Génesis 2:7). Ese soplo de vida hizo al barro andar, reír, pensar, amar, llorar, sentir. Hasta tal punto los autores bíblicos están convencidos de que Dios es el Autor de la vida que si Él recogiera nuevamente su aliento, si retirara Su espíritu, la vida humana desaparecería: “Si él pusiese sobre el hombre su corazón, y recogiese así su espíritu y su aliento, toda carne perecería juntamente, y el hombre volvería al polvo” (Job 34:14-15). Siglos después de escribirse estas palabras los hombres que fueron escogidos e inspirados por Dios para darnos el Nuevo Testamento seguían pensando exactamente igual. El autor de la vida que disfrutamos aquí es Dios; en este caso Cristo, que significa igualmente Dios. Pedro, recriminando a los judíos por la muerte del Señor, les dijo: “Vosotros matasteis al autor de la vida” (Hechos 3:15). No puede exigirse mayor precisión. 2. Dios es el conservador Dios es autor y también conservador de la vida. Dios es un Padre responsable. Nos crea y nos cuida. Nos hace y nos conserva.

Rendle Short, que fue profesor de cirugía en la Universidad inglesa de Bristol, dice: “En su mano –dice Job– está el alma de todo viviente” (Job 12:10). “Esta declaración es científicamente exacta, porque los trece elementos que componen el cuerpo humano se encuentran en la tierra”. No obstante, el hombre no es tan sólo terreno. Es animal, pero no sólo animal. El padre del hombre no fue el mono, como quieren aquellos que desearían cocoteros en lugar de estre-

De Sus manos salimos y en Sus manos continuamos. Daniel se lo dijo así a Nabucodonosor, para que nosotros jamás lo olvidemos, censurándole su soberbia contra Dios: “En cuya mano está tu vida, y cuyos caminos son todos tus caminos” (Daniel 5:23).

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El mundo ha de comprender esta verdad. Nuestras vidas están en las manos de Dios. Se ha dicho muchas veces que si Dios controla realmente nuestras vidas, podría terminar de una vez y para siempre con todos los males que aquejan a este mundo. Si quisiera, desde luego podría hacerlo. Pero hay, según la Biblia, dos razones principales que se lo

“El Señor no retarda su promesa, como algunos la tienen por tardanza, sino que es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos

impiden. La primera es nuestra libertad moral, lo que en teología se llama libre albedrío. Nosotros no somos autómatas. Somos seres libres. Estamos formados a imagen y semejanza de Dios. Dios no es un dictador. No puede permitir que nos movamos al capricho de Su voluntad. Él se limita a poner ante nosotros el bien y el mal. Nos deja libres para elegir. Ni puede forzarnos a hacer el bien ni tampoco impedirnos que hagamos el mal. Es decir, como poder, si quisiera, puede. Pero entonces no seríamos seres humanos. Seríamos máquinas. Lo que hace es advertirnos y aconsejarnos que escojamos el bien:

Pedro 3:9 y 15).

“A los cielos y a la tierra llamo por testigos hoy contra vosotros, que os he puesto delante la vida y la muerte, la bendición y la maldición; escoge, pues, la vida, para que vivas tú y tu descendencia” (Deuteronomio 30:19). “Apártate del mal y haz el bien, busca la paz y síguela” (Salmo 34:14). Somos seres libres. Estamos dotados de voluntad, de inteligencia, de emociones. Nuestra libertad significa que podemos decidir por nosotros mismos, y por esta causa Dios nos respeta, no nos fuerza hacia una determinada actitud. La segunda razón es Su misericordia. Dios podría destruirnos a todos en cuestión de segundos. Pero esta medida no iría con Su carácter. No se debe olvidar que Dios es amor. Su amor espera siempre nuestro arrepentimiento. Así lo dice la Biblia: “Es por la misericordia de Jehová que no somos consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias. Nuevas son cada mañana” (Lamentaciones 3:22). El apóstol Pedro, refiriéndose a los días últimos de la Segunda Venida de Cristo y el fin del mundo, escribe:

procedan al arrepentimiento...” “... Y tened entendido que la paciencia de Nuestro Señor es para salvación” (2ª

3. Dios es el sustentador Hoy día hay quienes se rebelan contra Dios ante el espectáculo del hambre. Dicen que Dios ha puesto sobre la tierra unas vidas que no puede sustentar, que están condenadas a perecer de hambre. La Biblia dice que Dios, como autor y conservador de la vida, es también su sustentador. El sermón de la montaña es iluminador en este aspecto. Cristo, después de invitarnos a contemplar la manera en que Dios alimenta a las aves del cielo y viste a los lirios del campo, agrega: “No os acongojéis, pues, diciendo: ¿Qué comeremos o qué beberemos, o con qué nos cubriremos?... vuestro Padre celestial sabe que tenéis necesidad de todas estas cosas... buscad primeramente el reino de Dios y su justicia... y todas estas cosas os serán añadidas” (Mateo 6:28-33). ¿Por qué, entonces, hay gente que muere de hambre en el mundo, si Dios es el sustentador de la vida humana? Porque la ambición y el egoísmo del hombre impiden una justa distribución de los recursos naturales que Dios ha puesto para sustentar la vida sobre la tierra. La desigualdad social no es obra de Dios. Es del hombre que, en expresión del filósofo, es un lobo para su hombre hermano. La explotación criminal del hombre por el hombre. La Biblia lo denuncia y lo condena: “¿De dónde vienen las guerras y los pleitos entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones, las cuales combaten en vuestros miembros? Codiciáis, y no tenéis; matáis y ardéis de envidia, y no podéis alcanzar; combatís y lucháis, pero no tenéis lo que deseáis... He aquí, clama el jornal de los obreros que han cosechado vuestras tierras, el

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cual, por engaño, no les ha sido pagado por vosotros; y los clamores de los que habían segado han entrado en los oídos del Señor de los ejércitos”. “Habéis vivido en deleites sobre la tierra, y sido disolutos; habéis engordado vuestros corazones como en día de matanza. Habéis condenado y dado muerte al justo, y él no os hace resistencia” (Santiago 4:1-2 y 5:4-6). Aquí, en este fuerte pasaje de denuncia social, se señalan las causas de las desigualdades y discriminaciones que a diario vemos y vivimos. No son causas celestiales, sino terrenas. El autor de las injusticias humanas no es Dios, es el hombre. Dios, al contrario, acoge, socorre y ayuda a todos cuantos a Él acuden. La experiencia del salmista fue ésta: “Mozo fui y he envejecido, y no he visto justo desamparado, ni su simiente que mendigue pan” (Salmo 37:25). Dios, lo asegura la Biblia, es el autor, el conservador y el sustentador de la vida natural.

LA VIDA ETERNA La vida natural la tenemos, la vivimos. Ni siquiera a un tonto se le ocurriría intentar convencernos de que no tenemos vida. La sentimos en nosotros mismos como una explosión de realidad. Es nuestra desde que nacemos. Pero el texto que comentamos y el tema que de él deducimos hablan de vida eterna, no de vida temporal. La entrega de Cristo en la cruz fue con el objeto de darnos vida eterna. Eso dice el pasaje de Juan 3:16. Las gentes se preocupan mucho por conservar la vida temporal. Pero nada hacen por asegurar la vida eterna. Y ésta del más allá es más importante que la otra del más acá. Los antiguos filósofos decían que el hombre es como un árbol al revés, con las raíces en el cielo, de donde recibe la savia que le hace fructificar. Nosotros venimos del más allá y al más allá desembocamos después de la muerte. El hecho de que muchos lo nieguen no cambia la realidad. La Biblia es terminante: “El polvo vuelva a la tierra, como era, y el espíritu vuelva a Dios, que lo dio” (Eclesiastés 12:7).

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La vida eterna se describe en la Biblia por medio de un gran número de textos que contienen declaraciones, afirmaciones y casos concretos que la ilustran con entera claridad. No vamos a examinarlos todos, ni siquiera todos los más importantes, pero sí los suficientes para despejar cualquier duda sobre el particular. 1. El árbol de la Vida La vida eterna, tan negada, tan descreída, aparece como realidad celestial desde las páginas iniciales de la Biblia. Después de la caída Dios expulsó a Adán y Eva del paraíso. Y al hacerlo les habló por vez primera de la muerte física. Dijo al hombre: “Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres y al polvo volverás” (Génesis 3:19). Por su desobediencia, Adán sufriría trabajos, dolores y finalmente moriría, volviendo al polvo de donde fue tomado. Pero la muerte no sería el fin de la existencia. Creado a imagen y semejanza de Dios, Adán era inmortal, como lo somos todos. Esta inmortalidad está representada en el texto del Génesis por el árbol de la vida: “Y dijo Jehová Dios: He aquí el hombre es como uno de nosotros, sabiendo el bien y el mal; ahora, pues, que no alargue su mano, y tome también del árbol de la vida, y coma y viva para siempre. Y lo sacó Jehová del huerto del Edén, para que labrase la tierra de que fue tomado. Echó, pues, fuera al hombre, y puso al oriente del huerto del Edén querubines, y una espada encendida que se revolvía por todos lados, para guardar el camino del árbol de la vida” (Génesis 3:22-24). En su estado pecaminoso, Adán recibió un favor al ser arrojado del paraíso. No hubiera sido feliz allí. Ningún pecador sería feliz en el cielo, en el supuesto de que pudiera entrar. Adán, terreno, había sucumbido a su flaca y pobre naturaleza. Al pecar conoció el bien y el mal. El bien que había perdido y el mal que había obrado. De la eternidad del cielo Adán descendió a la temporalidad terrena. Pero la vida eterna en el paraíso de Dios continuaba –y continúa– siendo inalterable. Esta vida eterna está aquí representada por el árbol de la vida, guardado por una

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espada encendida. Con ello indicaba Dios que el camino hacia la eternidad quedaba cerrado al hombre que intentara recorrerlo con sus propios esfuerzos. Las condiciones para entrar en la eternidad tenía que ponerlas Dios mismo, siguiendo los dictados de sus planes eternos. Esto se ve en la inmediata reacción de Adán y Eva tras la caída. El pecado se les hizo primeramente realidad por el conocimiento de su desnudez. Intentaron cubrirse con hojas de higuera. Pero Dios les proveyó de algo más consistente, y simbólico a la vez. Dice el Génesis: “Jehová Dios hizo al hombre y a su mujer túnicas de pieles, y los vistió” (Génesis 3:21). Para conseguir aquellas pieles fue preciso derramar sangre. Y esa sangre nos habla del Cordero de Dios que fue inmolado para abrirnos un camino “nuevo y vivo” hacia la eternidad. La promesa de este Redentor, primera de cuantas se contienen en la Biblia, se encuentra en el mismo capítulo del Génesis, donde Dios le dice a la serpiente: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar” (Génesis 3:15). La simiente de la serpiente es el Diablo. La simiente de la mujer –la Virgen María– es Cristo. El Diablo apenas rozó la planta del pie de Jesús con sus tentaciones, pero el Señor le aplastó la cabeza, triunfando plenamente sobre él en la cruz (Colosenses 3:13-15). Con este triunfo, Cristo abrió las cerradas puertas a la vida eterna. Ahora: “Los unos y los otros tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre” (Efesios 2:18). 2. Enoc y Elías La vida eterna está igualmente representada en los episodios de Enoc y Elías, dos personajes en quienes no se cumplió la sentencia bíblica de volver al polvo de la tierra, puesto que no murieron a la manera que todos morimos. Enoc, padre de Matusalén, fue “trasladado” de la tierra al Cielo sin pasar por la experiencia de la muerte. La Biblia lo cuenta así:

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“Caminó Enoc con Dios, después que engendró a Matusalén, trescientos años, y engendró hijos e hijas. Y fueron todos los días de Enoc trescientos sesenta y cinco años. Caminó, pues, Enoc con Dios, y desapareció, porque le llevó Dios” (Génesis 5:22-24). Por este “caminar con Dios” entiende el autor inspirado la profunda fe de Enoc, su sometimiento a la voluntad divina, que le valió entrar en la eternidad sin atravesar el túnel de la tumba. El autor de la epístola a los Hebreos lo comenta en este mismo sentido. Dice: “Por la fe Enoc fue traspuesto para no ver muerte, y no fue hallado, porque lo traspuso Dios; y antes que fuese traspuesto, tuvo testimonio de haber agradado a Dios” (Hebreos 11:5). El otro personaje fue Elías, uno de los más grandes profetas del Antiguo Testamento y el que más espacio ocupa en las páginas de la Biblia. Después de una larga serie de milagros, importantes todos ellos, fue arrebatado al Cielo en una carroza de fuego. Ocurrió el hecho cuando el profeta, en unión de Eliseo, que le sucedió en el ministerio, se dirigía desde Gilgal al Jordán, pasando por Betel y Jericó. Así lo cuenta la Biblia: “Aconteció que yendo ellos y hablando, he aquí un carro de fuego con caballos de fuego apartó a los dos y Elías subió al cielo en un torbellino. Viéndolo Eliseo, clamaba: ¡Padre mío, padre mío, carro de Israel y su gente de a caballo! Y nunca más le vio; y, tomando sus vestidos, los rompió en dos partes” (2º Reyes 2:1112). Si la vida eterna es una mentira, ¿hacia dónde fueron arrebatados estos dos grandes hombres de la antigüedad bíblica? No se evaporaron, ni se desintegraron a la manera de los modernos invasores de las películas televisivas. Pasaron de esta vida a la otra, donde continuaron existiendo. Más de mil años después, uno de ellos, Elías, aún continuaba vivo. Apareció junto a Jesús en el monte donde tuvo lugar la transfiguración.

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3. La muerte de los patriarcas Decía Unamuno que en la vida del hombre no es el camino lo que cuenta, sino lo que hay al final del mismo. Importa, desde luego, la manera en que se vive la existencia, pero tiene más importancia el saber acabarla, el llegar con el alma entera y con la fe en el pecho, al momento inevitable de la muerte. La religiosa superiora de Diálogos de Carmelitas deprime por el terror que demuestra al enfrentarse con la muerte. Aun cuando se haya vivido con un exceso de religión, la muerte espanta si no se cree en otra vida más allá de la tumba. La forma en que murieron los principales patriarcas del Antiguo Testamento nos convence de la fe que tenían en la vida eterna. De Abraham se dice: “Exhaló el espíritu, y murió Abraham en buena vejez, anciano y lleno de años, y fue unido a su pueblo” (Génesis 25:8). Lo mismo se afirma de Isaac: “Y exhaló Isaac el espíritu, y murió, y fue recogido a su pueblo, viejo y lleno de días” (Génesis 35:29). Dos cosas principales se dicen en estos textos. La primera, que exhalaron el espíritu. Ello nos habla de la inmortalidad, porque este espíritu es el “aliento” de Dios que vive en el hombre desde la formación de Adán; la chispa de divinidad que todos llevamos dentro y que nos hace inmortales. Cuando Esteban muere con el cuerpo apedreado, destrozado, pide a Jesús que reciba su espíritu, su inmortalidad, a la que ninguna piedra puede alcanzar (Hechos 7:60). La segunda cosa importante en los relatos de la muerte de los patriarcas es el lugar donde fueron, más allá del sepulcro. Los dos fueron recogidos o unidos a su pueblo. ¿En qué lugar estaba el pueblo? No podía ser en la nada de la muerte oscura, puesto que Dios mismo le había hablado a Abraham de este lugar, como premio a su vida de fe: “Tú vendrás a tus padres en paz, y serás sepultado en buena vejez” (Génesis 15:15).

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La paz de Dios no es la paz del cementerio sin esperanza. Es la paz del alma, la alegría feliz del más allá celestial. Porque Dios, dice la Biblia, no es Dios de muertos; es Dios de vivos y en Él viven todos cuantos creen y le obedecen. 4. La aparición de Samuel En el primer libro de Samuel hay un capítulo que los espiritistas suelen citar con mucha frecuencia. El rey Saúl, inquieto ante la amenaza de los filisteos, se decide a consultar a una pitonisa, cosa que han hecho muchos estadistas y políticos en todos los tiempos. Se disfraza, y con dos hombres de confianza se llega hasta Endor, donde entra en casa de una adivina. Esta, aunque no le reconoce, se resiste y le dice que el rey ha prohibido, bajo pena de muerte, que se consulte a los muertos. Saúl le jura por Dios que nada dirá, y, siempre sin darse a conocer, le pide que invoque el espíritu del profeta Samuel, que en vida había sido gran amigo y consejero del rey. La pitonisa obedece, y al aparecer Samuel descubre la identidad de Saúl. Pero éste la tranquiliza diciéndole que nada ocurrirá. Saúl, al reconocer al profeta, se arrodilla en señal de reverencia y respeto. Entre el profeta y el rey se desarrolla el siguiente diálogo: “Samuel dijo a Saúl: ¿Por qué me has inquietado haciéndome venir? Y Saúl respondió: Estoy muy angustiado, pues los filisteos pelean contra mí, y Dios se ha apartado de mí, y no me responde más, ni por medio de profetas, ni por sueños; por esto te he llamado, para que me declares lo que tengo que hacer. Entonces Samuel dijo: ¿Y para qué me preguntas a mí, si Jehová se ha apartado de ti y es tu enemigo? Jehová te ha hecho como dijo por medio de mí; pues Jehová ha quitado el reino de tus manos y lo ha dado a tu compañero, David” (1º Samuel 28:15-17). Al consultar a una pitonisa Saúl quebrantó la Ley divina que lo prohibía (1º Crónicas 10:13). Samuel, en el más allá, se “inquietó” ante la evocación de la mujer (1º Samuel 28:15). Algunos comentaristas bíblicos creen que Dios permitió esta aparición, que tanto explotan los espiritistas, con el fin de que Samuel comunicara al primer rey de Israel el desastre que le aguardaba. Al margen de estas consideraciones, el texto contiene una formidable apología en favor de la vida eterna. La pitonisa reconoció inmediatamente las facciones físicas de Samuel. Saúl

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también. Luego Samuel, el mismo Samuel que había vivido y muerto, continuaba existiendo más allá de la tumba, en el lugar donde yacen los que mueren en la fe. 5. La seguridad de Job La incertidumbre ante el más allá, la angustia por saber qué hay al otro lado de la tumba, ha inquietado al hombre de todos los tiempos. Cuando Roberto Ortiz, presidente que fue de Argentina, agonizaba en el lecho, dijo: “Me encuentro frente al trance más duro de toda mi vida”. El problema de la supervivencia ya se lo planteó Job, uno de los más antiguos personajes de la Biblia. Discurriendo sobre la brevedad de la vida, dijo: “El hombre morirá, y será cortado; perecerá el hombre, ¿y dónde estará él?... Si el hombre muriere, ¿volverá a vivir?” (Job 14:10 y 14). En Job, sin embargo, el tema de la inmortalidad del alma no es angustia. En otro lugar de su libro responde positivamente a los interrogantes que aquí se plantea. Job cree en la otra vida. Está seguro de ir un día a ella. La siente, la espera, la vive desde la tierra. Dice: “Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo; y después de deshecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios; al cual veré por mí mismo, y mis ojos lo verán, y no otro, aunque mi corazón desfallece dentro de mí” (Job 19:25-27). El corazón de Job desfallecía ante la deliciosa perspectiva de la vida eterna. Estaba seguro de que su Redentor, su Dios, es un Dios vivo. Y que le vería literalmente después de la muerte, cuando su cuerpo se hubiera deshecho en la morada de los muertos. 6. El hijo de David David es otro personaje del Antiguo Testamento que estaba enteramente seguro de la realidad de una vida eterna en el más allá. En los salmos que escribió abundan sus declaraciones al respecto. El que lleva el número 73 es representativo de esta convicción. El autor tiene aquí la certidumbre de que la únión del creyente con Dios no termina en la tumba. Se prolonga tras la muerte. Escribe:

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“Me has guiado, según tu consejo, y después me recibirás en gloria. ¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra. Mi carne y mi corazón desfallecen; mas la roca de mi corazón y mi porción es Dios para siempre” (Salmo 73:24-26). Esto que escribía David lo creía también. Lo sentía vivamente. Entre los dramáticos episodios que le tocó vivir figura el de la muerte de uno de sus hijos, el que tuvo con la que había sido mujer de Urías, el heteo. El niño enfermó gravemente al séptimo día de haber nacido. David sufrió mucho por ello. Oró a Dios. Ayunó. Pasó toda una noche durmiendo en el suelo. Todo ello, con la esperanza de que el niño mejorase. Pero murió. Los cortesanos de palacio temían darle la noticia. Les preocupaba la reacción de David. Cuando éste, finalmente, se entera, termina sus llantos, se lava, come y reanuda su vida normal. Extrañados los grandes de palacio, el rey les da una explicación lógica: “Viviendo aún el niño yo ayunaba y lloraba, diciendo: ¿Quién sabe si Dios tendrá compasión de mí y vivirá el niño? Mas ahora que ha muerto, ¿para qué he de ayunar? ¿Podré yo hacerle volver?” Y acto seguido, ofreciéndonos un magnífico ejemplo de fe en la eternidad, agrega, refiriéndose al niño muerto: “Yo voy a él, mas él no volverá a mí” (2º de Samuel 12:15-23). Ir al encuentro del niño, cuando éste ya había muerto, no significaba otra cosa que ir al encuentro de Dios, vivir en la eternidad, gozar el reino de los cielos, que es donde están los niños que mueren sin haber pecado por sí mismos, según afirmó el Maestro (Mateo 18:1-5; Lucas 18: 15-17). 7. Las declaraciones de Jesús La certeza de la vida eterna se expresa con mucha mayor claridad en las luminosas páginas del Nuevo Testamento. Las afirmaciones y los ejemplos son tantos que si nos decidiéramos espigar y comentar todos los pasajes que se ocupan del tema formaríamos un buen libro.

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Cristo, quien es en sí mismo la vida eterna, habló sobre el más allá de una forma que sólo los ignorantes o los incrédulos pueden rechazar. Leyendo las declaraciones de Jesús y creyéndolas, nadie puede dudar sobre la existencia de una vida tras la muerte; vida celestial, feliz, espiritual, eterna. En la mente de Cristo la vida eterna es una lógica consecuencia de la inmortalidad de Dios. Si Dios es eterno, el hombre ha de serlo por necesidad. Si la vida del hombre terminara en la tumba, al final de los tiempos Dios se encontra-ría reinando sobre un universo de cadáveres. Cosa imposible, porque:

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“No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy vosotros también estéis” (Juan 14:1-3). La casa del Padre es la vida eterna. Las moradas para el creyente allí son incontables. Y si la eternidad fuera una mentira, si no hubiera cielo, ni Padre, ni posibilidad de seguir viviendo tras la muerte, Cristo nos lo hubiera dicho. La sinceridad de Jesús no sólo nos convence. También nos abruma.

“Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para él todos viven” (Lucas 20:38). Para Jesús, tras la muerte existen dos lugares perfectamente definidos. Uno para el alma que muere con la salvación de Dios y otro para la que muere sin ella. Dice:

8. La transfiguración La transfiguración de Jesús, que los tres primeros Evangelios registran, es una prueba más de la vida eterna. El texto de Mateo dice:

“Vendrá hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y los que hicieron lo bueno saldrán a resurrección de vida; mas los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación... E irán éstos al castigo eterno, y los justos a la vida eterna...” (Juan 5:29; Mateo 25:46).

“Jesús tomó a Pedro, a Jacobo y a Juan, su hermano, y los llevó aparte a un monte alto; y se transfiguró delante de ellos, y resplandeció su rostro como el sol, y sus vestidos se hicieron blancos, como la luz. Y he aquí les aparecieron Moisés y Elías hablando con él” (Mateo 17:1-3).

La vida eterna, que en su conversación con uno de los dos ladrones que fueron con Él crucificados Cristo definió como el Paraíso, no es una esperanza para los últimos tiempos. Es una realidad desde el instante mismo de la muerte del cuerpo. A este ladrón, que pidió a Cristo un simple recuerdo, el Señor aseguró:

Estos dos hombres representaban la Ley y los profetas, que entronizaban al Mesías. Su presencia, allí, hablando con el Maestro, siendo reconocidos por tres de sus discípulos, indica

“De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lucas 23:43). Si la vida eterna fuese una mentira, Cristo no habría infundido vanas esperanzas a un hombre que estaba al borde mismo de la tumba. Sus palabras no fueron palabras de consuelo. En la cruz mantuvo lo que siempre había creído y proclamado, que hay otra vida más allá de ésta. Una de sus más contundentes y claras afirmaciones al respecto es la que transcribe Juan en su Evangelio. Hablando con los discípulos, el Señor les dijo:

que el más allá no es un sueño de ilusos. De Elías ya hemos hablado. Fue arrebatado en un carro de fuego. Moisés murió a los ciento veinte años y le enterraron en el valle de Moab, en un lugar que los israelitas jamás conocieron (Deuteronomio 34). Su tumba quedó en el anonimato para evitar que se convirtiera en centro de peregrinación religiosa. Con todo, más de mil años después, estos dos hombres continúan vivos, hablan, son reconocidos. Si fuese cierto que todo desaparece tras la tumba, Jesús, quien fue protagonista principal de este episodio, nos habría engañado sin ninguna misericordia. Cosa del todo imposible, porque Él, como dice uno de los apóstoles que presenció aquel prodigio, jamás: “... hizo pecado ni se halló engaño en su boca” (1ª Pedro 2:22).

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9. El rico y Lázaro Probablemente no existe pasaje alguno en toda la Biblia que nos hable de la vida eterna con tanta fuerza y claridad como el de Lucas 16:19-31, que nos cuenta la historia del rico y Lázaro. Para restar mérito a esta historia hay quienes dicen que se trata de una parábola. Si así fuese, sería la única de todas las parábolas donde el protagonista principal tiene nombre propio. Y aun cuando se tratara de una parábola, en nada cambiaría la realidad de la lección que Cristo quiere darnos mediante ella. El texto evangélico nos habla de dos hombres. Uno de ellos rico, el otro pobre. El rico hacía banquetes a diario. El pobre, que además tenía el cuerpo cubierto de llagas, mendigaba a la puerta del rico, deseando las migajas que caían de la mesa de éste. Murieron los dos, como mueren todos los que nacen, porque la sentencia bíblica es infalible: “Está establecido a los hombres que mueran una vez, y después el juicio” (Hebreos 9:27). Pero no todo acabó con la muerte. Los dos, el rico y el pobre, con-tinuaron viviendo en el más allá. Dejaron la vida temporal y entraron en la eterna. De lo terreno pasaron a lo celestial. El texto bíblico, que reproducimos aquí casi en su integridad, define claramente, sin dudas, sin equivocaciones posibles, dos lugares después de la muerte. Dos, no tres, ni cuatro. Un lugar de salvación y otro de condenación. Un sitio donde se goza y otro donde se sufre. Premio y castigo, según se haya sido creyente o incrédulo. Porque estos dos lugares no están determinados por la condición social de quienes van a ellos, sino por la fe y obediencia a Dios y a Su Palabra. Dice Jesús: “Murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham; y murió también el rico, y fue sepultado. Y en el Hades alzó sus ojos, estando en tormentos, y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno. Entonces él, dando voces, dijo: Padre Abraham, ten misericordia de mí, y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua, y refresque mi lengua; porque estoy atormentado en esta llama. Pero Abraham le dijo: Hijo, acuérdate que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro también males;

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pero ahora éste es consolado aquí, y tú atormentado. Además de todo esto, una grande sima está puesta entre nosotros y vosotros, de manera que los que quisieran pasar de aquí a nosotros, no pueden, ni de allá pasar acá” (Lucas 16:22-26). Si lo que este pasaje dice, contado por el mismo Señor Jesucristo, es una mentira, todo es mentira en el Cristianismo. Y si es verdad lo que afirma, la vida eterna existe. El cielo y el infierno son dos realidades indiscutibles. 10. Convicción apostólica Los apóstoles de Cristo vivieron enteramente convencidos de la realidad eterna. Y llevaron sus convicciones hasta el martirio. Para ellos el más allá no era un sueño, ni una ilusión, sino algo tan patente como el aire que respiraban, tan seguro como la vida natural que vivían. San Pedro empieza su primera epístola alabando a Dios por las bendiciones espirituales otorgadas a los creyentes, a quienes ha sido dado en Cristo “Una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros, que sois guardados por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación que está preparada para ser manifestada en el tiempo postrero” (1ª Pedro 1:3-5). Esta herencia incorruptible la esperaba el apóstol en la otra vida, en esa eternidad a la que se entra por el túnel de la muerte: “Nosotros esperamos, según sus promesas, cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia” (2ª Pedro 3:13). Para San Pablo, la vida eterna es la morada celestial que nos aguarda cuando el cuerpo haya rendido el espíritu a Dios. Dice: “Sabemos que si nuestra morada terrestre, este tabernáculo, se deshiciera, tenemos de Dios un edificio, una casa no hecha de manos, eterna en los cielos” (2ª Corintios 5:1).

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La presencia en la carne significa para el apóstol la ausencia de esa vida eterna que preside el Señor Jesucristo:

(porque la vida fue manifestada, y la hemos visto, y testificamos, y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre, y se nos manifestó), lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos” (1ª Juan 1:1-3).

“Sabiendo que entretanto que estamos en el cuerpo, estamos ausentes del Señor” (2ª Corintios 5:6).

A un misterio grande sigue otro mayor. Cristo es la vida eterna en Sí mismo, pero es también el medio que a ella nos conduce. Es la fuente de donde el agua brota y el agua viva que

Su deseo, reprimido a causa del trabajo que debe hacer en la tierra, es romper las ataduras humanas y vivir con Dios en las alturas celestiales del más allá feliz:

apaga la sed. Es la puerta que el Padre abre para darnos paso a la vida eterna. Las palabras de Juan, sencillísimas, al alcance de todas las mentalidades, son de una gran elocuencia:

“Los que estamos en este tabernáculo gemimos con angustia, porque no quisiéramos ser desnudados, sino revestidos, para que lo mortal sea absorbido por la vida” (2ª Corintios 5:4). “Porque para mí el vivir es Cristo, y el morir es ganancia. Mas si el vivir en la carne resulta para mí en beneficio de la obra, no sé entonces qué escoger. Porque de ambas cosas estoy puesto en estrecho, teniendo deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor” (Filipenses 1:2-23).

“Dios nos ha dado vida eterna; y ésta está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida. Estas cosas os he escrito a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna, y para que creáis en el nombre del Hijo de Dios” (1ª Juan 5:11-13). Como se ve por todos estos pasajes del Nuevo Testamento, los apóstoles de Cristo no tenían dudas de ninguna clase sobre la realidad de la vida eterna. Más allá de la muerte física, cuando sus cuerpos bajaran a la sepultura, continuarían viviendo espiritualmente conscientes en las mansiones eternas. ¡Qué convicción tan alentadora para nosotros!

San Juan asocia la eternidad del Verbo con la vida eterna. El prólogo del Evangelio que lleva su nombre y el de la primera epístola desarrollan esta verdad. El Verbo, que también es vida, se manifestó para darnos vida eterna y abrirnos el camino que conduce a su posesión. En Juan es donde encontramos la declaración de Jesucristo concerniente al propósito vivificante de Su encarnación: “Yo he venido para que tengan vida y para que la tengan en abundancia” (Juan 10:10). Juan y los demás apóstoles tuvieron la gran fortuna de ser testigos de esta vida. Con sus manos terrenas, ellos tocaron, palparon al Verbo de vida eterna: “Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y palparon nuestras manos tocante al verbo de vida

11. Las almas de los degollados y el libro de la vida El último libro de la Biblia, el Apocalipsis, es un libro fuertemente escatológico. Trata, casi en su totalidad, de las cosas que han de suceder. Los grandes acontecimientos del futuro son comunicados al apóstol Juan mediante una revelación que Cristo le hizo cuando el apóstol se encontraba en la isla griega de Patmos, desterrado a causa de su fiel testimonio cristiano. En los veintidós capítulos de este libro palpita la vida en el más allá. Mediante una serie de símbolos, figuras e imágenes, el apóstol nos describe qué es la eternidad y cómo será nuestra vida cuando abandonemos la que ahora poseemos. Los dos capítulos finales, que tratan de la nueva Jerusalén, la ciudad celestial cuyo Hacedor y Arquitecto es Dios, son un canto de esperanza a la inmortalidad. Expresan la firme seguridad de los creyentes en esa vida eterna que tan torpemente se niega.

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En una de las muchas revelaciones que el libro contiene, Juan ve a los muertos en Cristo ocupando un lugar de gloria bajo el trono de Dios. Dice el inspirado texto:

“En aquel tiempo será libertado tu pueblo, todos los que se hallen escritos en el libro” (Daniel 12:).

“Cuando abrió el quinto sello vi bajo el altar las almas de los que habían sido muertos por causa de la Palabra de Dios y por el testimonio que tenían. Y clamaban a gran voz, diciendo: ¿Hasta cuándo, Señor, santo y verdadero, no juzgas y vengas nuestra sangre en los que moran en la tierra? Y se les dieron vestiduras blancas, y se les dijo que descansasen todavía un poco de tiempo, hasta que se completara el número de sus consiervos y sus hermanos, que también habían de ser muertos como ellos” (Apocalipsis 6:9-11).

Esta liberación es entendida y explicada por San Juan en sentido triunfal de salvación. Liberarse de las ataduras carnales, desligarse del yugo de la muerte, pelear y vencer en la batalla de la fe hasta alcanzar el premio en la vida eterna:

Los cristianos decapitados por Nerón estaban allí, vivos en la otra vida, conscientes, como un testimonio perpetuo para los que creen, como un desafío a los que niegan la realidad de la

Los moradores de la Jerusalén celestial serán los que estén inscritos en “el libro de la vida”. Sobre esto no hay engaño posible. Quienes mueran en la fe de Jesucristo, habiendo cumplido los requisitos que Dios pone para la salvación, irán a la vida eterna con Dios; los que mueran en incredulidad, irán a la otra vida eterna, donde estaba el rico de Lucas 16, al lugar de condenación del cual jamás se sale. La Palabra de Dios es categórica:

gloria eterna. La vida eterna está asimismo representada en el Apocalipsis por el llamado “libro de la vida”. No se trata de un grueso volumen donde se registran literalmente los nombres de cuantos han pasado por la tierra. No es una biblioteca celestial. “El libro de la vida” es una expresión, una figura para darnos a entender que Dios nos conoce, nos lleva en su mente, tiene conocimiento de todas nuestras acciones, según la clarísima declaración de Jesús: “Aun los cabellos de vuestra cabeza están todos contados” (Lucas 12:7). David tiene la convicción de que todo cuanto fue formado en el mundo estaba previamente registrado en la mente de Dios, en Su libro de la vida: “Mi embrión vieron tus ojos y en tu libro estaban escritas todas aquellas cosas que fueron luego formadas, sin faltar una de ellas” (Salmo 139:16).

“El que venciere será vestido de vestiduras blancas; y no borraré su nombre del libro de la vida, y confesaré su nombre delante de mi Padre, y delante de sus ángeles” (Apocalipsis 3:5).

“No entrará en ella ninguna cosa inmunda, que hace abominación y mentira, sino solamente los que están inscritos en el libro de la vida del Cordero... Y el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue lanzado al lago de fuego...” (Apocalipsis 21:17 y 20:15). Jesús, primero (Lucas 10:20), y más tarde Pablo (Filipenses 4:3), se regocijaron juntamente con sus discípulos porque sus nombres se hallaban inscritos en “el libro de la vida”. Es decir, porque cuando terminaran de vivir aquí y sus cuerpos bajaran a la tierra, ellos, perfectamente conscientes, seguirían viviendo en el paraíso de Dios.

EL CAMINO DE LA VIDA Todavía en el Antiguo Testamento, en Daniel, “el libro de la vida” alcanza ya una perspectiva extraterrena. Tiene el mismo significado espiritual de salvación eterna que le da el Apocalipsis:

La vida eterna es una realidad en las páginas de la Biblia. No es un sueño. No es una ilusión. No es una ficción. Es una certidumbre, una seguridad sin balanceos. La vida no termina con la muerte. Puede decirse que con la muerte del cuerpo da comienzo la vida verdadera, la del espíritu.

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Son muchos los que se preguntan qué han de hacer para ir a la vida eterna. En torno a esta preocupación del ser humano se han levantado numerosos sistemas filosóficos y religiosos. Sin embargo, para ir a la vida eterna sólo hay que hacer una cosa: morirse. Así de sencillo. Al morirnos, todos desembocamos en la eternidad. Unos en el lugar de salvación y otros en el de condenación. La pregunta correcta no sería qué hacer para ir a la vida eterna; puesto que a ella vamos todos, sino qué hacer para pasar la vida eterna junto a Dios. Esto es otra cosa. Qué hacer para alcanzar la inmortalidad en el paraíso celestial. Son muchos los caminos que se señalan. Cada religión tiene su camino particular que va desde la tumba al cielo. Y el hombre, con frecuencia, se ve envuelto en una encrucijada que le marea, le aturde, le agobia el espíritu. La Biblia recomienda cuidado en este aspecto. Dice: “Hay camino que al hombre le parece derecho; pero su fin es camino de muerte” (Proverbios 14:12). De ahí la importancia de pedir a Dios mismo la luz necesaria para evitar los extravíos, suplicándole con el salmista:

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“De todo árbol del huerto podrás comer; mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que de él comieres, ciertamente morirás” (Génesis 2:17). La sentencia era clarísima: Si comes la fruta prohibida, mueres. Dice la historia bíblica que Adán comió del árbol que le había sido vedado, pero no murió. Al contrario, tuvo una larga vida, llegando, según afirma Génesis 5:5, a los 930 años. ¿Qué había pasado? ¿Se equivocó Dios? ¿Faltó a Su palabra? En absoluto. La muerte de Adán no fue física, sino espiritual. Adán fue arrojado del paraíso, salió de la presencia de Dios, sus relaciones con el Creador quedaron interrumpidas. A esto se le llama en la Biblia muerte espiritual. No es la muerte que se produce por la entrega del espíritu, sino más bien por su contaminación, por su perversión. Es muerte en el pecado. Pablo menciona a ciertas viudas de quienes dice que viviendo están muertas (1ª Timoteo 5:6). Si viven, no pueden estar muertas. Esto es lógico. La referencia es al espíritu. Viven en la carne, tienen vida física, pero están entregadas “a los placeres” del cuerpo, esto es, al pecado, lo que en sentido bíblico significa muerte. A uno que quería seguir a Jesús, pero que deseaba posponer este seguimiento hasta la muerte y entierro de su padre, el Maestro le dijo:

“Guíame en el camino eterno” (Salmo 139:24). Hay una sola manera de entrar en la eternidad feliz: Volviendo a nacer. Adán nos dio la

“Deja que los muertos entierren a sus muertos; y tú, ve y anuncia el reino de Dios” (Lucas 9:60).

muerte del espíritu como herencia; Cristo nos resucita de esa muerte y nos reconcilia con el Padre. 1. Muerte en Adán San Pablo nos ofrece la explicación a nivel de teólogo: “Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Romanos 5:12). Para atender adecuadamente el sentido de este texto hay que tener un conocimiento previo del hecho histórico que lo inspiró. Cuando Dios colocó a Adán en el huerto de Edén le dio esta orden terminante:

Está claro que un muerto no puede enterrar a otro muerto. Una vez más, la referencia es al espíritu. La desobediencia de Adán motivó la caída de la raza humana. Desde entonces el pecado está en el mundo y en el hombre, y con el pecado la muerte espiritual. En su carta a los Efesios, Pablo les recuerda que antes de su conversión “estábais muertos en vuestros delitos y pecados” (Efesios 2:l). 2. Vida en Cristo El pecado de Adán sumió a toda la raza humana en muerte; muerte espiritual, muerte eterna, separación de Dios. En este estado el hombre no podía aspirar a su entrada en la eternidad feliz. Había que resucitar de esta muerte, volver de nuevo a la reconciliación con Dios, participar de Su perdón y de Su amistad. Todo esto lo consiguió para nosotros Cristo. Completando

Juan Antonio Monroy

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el pensamiento que dejó en suspenso en Romanos 5:12, donde habla de la transgresión de Adán y de sus funestas consecuencias, Pablo añade:

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“Siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de Su Hijo” (Romanos 5:10).

“Pero el don no fue como la transgresión; porque si por la transgresión de aquel uno murieron los muchos, abundarán mucho más para los muchos la gracia y el don de Dios por la gracia de un hombre, Jesucristo” (Romanos 5:15).

De tal manera esto es así, que el apóstol Juan, para certificarlo, para despejar toda duda, cuando ya es anciano, escribe:

La enseñanza es clara. Adán introdujo en el mundo el pecado y la muerte. Cristo, en cambio, nos da la justicia y la vida. En Adán morimos a la vida del cuerpo y a la vida del alma; en Cristo, fuente de la vida misma, tenemos la redención de nuestros cuerpos y la vida del espíritu,

“Este es el testimonio: Que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en Su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida” (1ª Juan 5:11-12).

que es la vida eterna en el paraíso de Dios, junto al Padre de las luces. Sin Cristo, los hombres viven “ajenos de la vida de Dios” (Efesios 4:18), que es la vida del espíritu. Espiritualmente muertos. Pero no muertos sin remisión. Hay posibilidad de cambio. Pablo es claro: “La ley del espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte” (Romanos 8:2). Las dos leyes heredadas de Adán, la ley del pecado y la ley de la muerte, quedan anuladas por la muerte, la resurrección y ascensión de Cristo. Con su obra de redención llevada a cabo a nuestro favor, Cristo:

Al aceptar a Jesucristo como Salvador ya tenemos la vida eterna. Lo que Dios ofrece no es una esperanza, ni una posibilidad, sino seguridad total. La vida eterna tiene su fuente en Cristo, porque Él es el “Autor de la vida” (Hechos 3:15). Y no hay otra manera de alcanzarla. Ningún otro camino nos lleva al cielo. De la tierra que pisamos al más allá que vislumbramos hay dos senderos. Uno es ancho, se le llama camino de muerte y a la muerte eterna desemboca. El otro es estrecho, es el camino de la vida y lleva a la vida eterna. Este camino es Cristo mismo. Lo dijo sin equívocos: “Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino por mí” (Juan 14:6). Agrega San Pedro:

“quitó la muerte y sacó a la luz la vida y la inmortalidad por el Evangelio” (2ª Timoteo 1:10).

“Y en ningún otro hay salvación, porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hechos 4:12).

Este fue el motivo de su encarnación: “Destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo” (Hebreos 2:14). La muerte de Cristo fue nuestra vida. Nos enseñó el camino feliz hacia la tumba y nos abrió las puertas de la salvación:

3. El camino de la vida En Adán está la muerte y en Cristo está la vida. Fuera de Cristo no hay forma de alcanzar la vida eterna feliz. Ésta se obtiene por medio de un proceso espiritual que en la Biblia se conoce como nuevo nacimiento. La doctrina fue explicada por Jesús a un doctor de la ley judía llamado Nicodemo. Este acudió una noche al encuentro del Maestro y le confesó su fe en los milagros que Cristo realizaba, milagros que, para Nicodemo, eran señales claras de su origen divino. Apar-

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tándose del tema tratado por Nicodemo, Jesús le hizo ver la importancia y la necesidad del nuevo nacimiento: “De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo no puede ver el reino de Dios” (Juan 3:3).

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“Ahora que habéis sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación, y como fin la vida eterna. Porque la paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 6:22-23).

Las palabras de Cristo estaban envueltas en un misterio espiritual que Nicodemo era incapaz de comprender, pese a sus profundos conocimientos teológicos. Y preguntó a Cristo:

Este cliché del plan divino para la salvación humana es rechazado hoy día por muchos teólogos del Cristianismo. A quienes todavía creemos en él nos llaman fanáticos, fundamentalistas a ultranza y muchas cosas más. Pero no hay otro. Aquí, también, Dios ha colocado un “lo tomas o lo dejas”. La Biblia dice que:

“¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Puede acaso entrar por segunda vez en el vientre de su madre y nacer?” (Juan 3:4).

“Dios, nuestro Salvador, quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad”.

Esto era imposible de admitir. No lo concebía Nicodemo ni hay mente humana que lo acepte. Salir del vientre es posible, cuando se ha cumplido el período normal de la gestación, pero pretender volver al vientre materno cuando se es ya adulto supone una locura. Y esto era, precisamente, lo que el Señor quería. Que Nicodemo entendiera la imposibilidad material del nuevo nacimiento a fin de que comprendiera su realidad espiritual. Le respondió Jesús: “De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios. Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es” (Juan 3:5-6). Como se ve, el nuevo nacimiento, único medio de poseer la salvación del alma y de entrar a la eternidad del cielo, es una realidad que debe operarse en la naturaleza espiritual del individuo. Es una regeneración, una purificación del pecado del hombre viejo y la consiguiente unión espiritual con Dios. Tiene dos partes, una invisible y la otra visible. La primera comprende fe en Dios y arrepentimiento sincero de los pecados cometidos. La segunda consiste en la confesión de la fe que se profesa y en el bautismo por inmersión. El cumplimiento de estas ordenanzas pone a la persona en contacto espiritual con Dios y la une al Cuerpo de Cristo, que es Su Iglesia. Esta es la conclusión del apóstol Pablo:

Pero en el mismo texto añade que sólo existe un medio único de salvación, Cristo: “Porque hay un solo Dios, y un solo Mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo” (2ª Timoteo 2:3-5). Hay un solo Dios, un solo Salvador, un solo Mediador entre Dios y los hombres y un solo plan de salvación, que ya hemos descrito. Lo demás es especular en las tinieblas. Querer sustituir las enseñanzas divinas por los conceptos y mandamientos de los hombres que mudan la Verdad de Dios en mentira, que creyéndose sabios se hacen fatuos y terminan rindiendo a las criaturas más culto que al Creador, de quien dice Pablo que es bendito por los siglos.

CONCLUSIÓN De acuerdo con el contenido del texto que hemos venido meditando a lo largo de todo el libro, el primer objetivo del amor divino es evitar nuestra perdición y el segundo darnos vida eterna. Esta vida existe en el más allá. Es una realidad. Nuestra vida no termina con la muerte. Más allá de la tumba, el alma sigue viviendo. Somos inmortales. Todos los seres humanos somos inmortales. Venimos de Dios y a Dios vamos. La Biblia abunda en pasajes que lo testifican.

Juan Antonio Monroy

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El antiguo lema de España era “Non plus ultra”, es decir, nada más allá. Cuando regresó Colón diciendo que había un “plus ultra”, que existía un más allá, que sus ojos lo habían visto y lo habían palpado sus manos, la realidad se opuso y España cambió su lema. Ahora es “Plus ultra”, más allá. En muchas mentes y corazones se halla aún escrita la palabra “no”. Es una palabra fatídica, negra, con una esperanza macabra. Es preciso arrancarla de los espíritus y poner en su lugar la palabra “sí”. Hay otra vida después de ésta. Hay un más allá feliz al otro lado de la tumba y a él podemos ir si nos refugiamos en Cristo. En los tiempos del Antiguo Testamento existían tres ciudades llamadas ciudades de refugio. Los homicidas podían escapar a estas ciudades, y entre sus muros estaban a salvo de la justicia (véase Deuteronomio 4:41-43). Tu ciudad de refugio espiritual es Cristo. Si vives en Cristo escaparás a la justicia de Dios. De lo contrario te alcanzará un día tu propio pecado. Has de elegir: si mueres sin Cristo mueres condenado e irás a la eternidad sin Dios. Si mueres en Cristo, con Cristo, mueres salvado y pasarás la eternidad junto a Dios. Desde las páginas de la Biblia, Dios mismo te lanza este desafío: “A los cielos y a la tierra llamo por testigos hoy contra vosotros, que os he puesto delante la vida y la muerte, la bendición y la maldición; escoge, pues, la vida, para que vivas tú y tu descendencia; amando a Jehová tu Dios, atendiendo a su voz y siguiéndole a Él; porque Él es vida para ti, y prolongación de tus días” (Deuteronomio 30:19-20). La decisión te corresponde a ti. Él ya lo ha hecho todo. Su amor es una realidad universal, manifestado en la entrega del Hijo, con el fin de evitar tu perdición y darte la vida eterna. Por Su parte nada más puede hacer. En tus propias manos está el destino eterno de tu alma. El deseo del Señor es que elijas el camino estrecho que te lleva a la vida feliz. ¿Lo harás? “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.”

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