Para una historia de la Iglesia

Gabriela Caretta & Isabel Zacca Compiladoras Para una historia de la Iglesia Itinerarios y estudios de caso FACULTAD DE HUMANIDADES UNIVERSIDAD NACI

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Gabriela Caretta & Isabel Zacca Compiladoras

Para una historia de la Iglesia Itinerarios y estudios de caso

FACULTAD DE HUMANIDADES UNIVERSIDAD NACIONAL DE SALTA

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LAS IGLESIAS RIOPLATENSES A COMIENZOS DEL SIGLO XIX Y LA CREACIÓN DEL OBISPADO DE SALTA Roberto Di Stefano'

Hoy voy a hablar de la vida eclesiástica en el último tramo del período colonial, del impacto sobre ella de las reformas borbónicas, de un par de debates que ocupan a los historiadores y de ciertos aspectos y episodios de la historia religiosa de! actual noroeste argentino que pueden contribuir a esas discusiones en curso. EL CONCEPTO DE IGLESIA COLONIAL Estoy convencido de que los historiadores deberíamos definir mejor lo que entendemos por "Iglesia colonial". Fundamentalmente deberíamos evitar el equívoco de atribuir al conjunto de instituciones religiosas del período hispánico las características de una institución capaz de formular objetivos y de diseñar por sí misma estrategias orientadas a alcanzarlos. En mi opinión se trata de una confusión que enturbia, más que aclarar, la naturaleza y el funcionamiento de la multiforme realidad institucional a la que nos referimos con el término de "Iglesia colonial". Creo desacertado, en efecto, pensar la Iglesia colonial con criterios como los que utiliza Susana Bianchi para hablar de la Iglesia del siglo XX. Bianchi, con razón, entiende a la Iglesia contemporánea como un actor social estructurado por nexos permanentes y dotado de sus propias formas de autoridad y comportamiento (Bianchi 1997). Me sumo en cambio al colega Jaime Peire (2000) para cuestionar la idea de que la Iglesia colonial pueda ser considerada un actor social, y me parece importante abordar esta discusión como parte del desarrollo de nuestro trabajo. En realidad, la gente de la colonia usaba el vocablo "Iglesia" en varios sentidos que en ningún caso suponen la existencia de una institución. Dejando de lado el significado más obvio, limitado y concreto del término, el de iglesia como ámbito físico de celebración del culto, vemos que en época colonial se lo usa siempre en sentido teológico: Iglesia es, ante todo, el conjunto universal de los fieles católicos cuya cabeza 'visible es el Papa. Ese rebaño espiritual se encuentra distribuido en comunidades de fieles que han sido encomendadas al cuidado pastoral de los obispos. Cada una de esas comunidades de fieles recibe también la denominación de "Iglesia". Así, para hablar de las diócesis, entonces como hoy, se habla de "Iglesia de Buenos Aires", "Iglesia de Salta" o "Iglesia de Guadalajara". Pero si la comunidad de creyentes existe desde los tiempos apostólicos, la institución eclesiástica es en cambio el producto de un proceso histórico que a través de diferentes

' CONICET - UBA - RELIGIO, Instituto Ravignani.

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etapas condujo a la centralización de las instancias disciplinarias y normativas, proceso que conoce algunos momentos de aceleración entre los que se destaca el siglo XIX. Este fenómeno es muy claro en el plano jurídico: la «disciplina de la Iglesia» es el resultado de un proceso aluvial de sedimentación de normativas que no se reúnen en un código homogéneo sino hasta 1917. De ese año data el primer código de derecho canónico, que establece la abrogación de todas las leyes, ya universales, ya particulares, que se opongan a las prescripciones de este Código, a no ser que acerca de las leyes particulares se prevenga expresamente otra cosa (Lib I, Can. 6, # Io). La edición del código puede considerarse el punto de llegada de un secular proceso de construcción de una institución eclesiástica dotada de un sistema propio de autoridades que han de ser designadas a través de mecanismos definidos por la institución misma. Pero en el mundo colonial persiste una situación similar a la que describe Antonio Hespanha para las instituciones políticas del Portugal de Antiguo Régimen: hasta la ilustración y el liberalismo, dice el historiador portugués, no hay Estado sino un sistema de poder que contiene una referencia a la unidad ('monarquía'), pero en el que esta referencia se hace compatible con una extensa autonomía de otros poderes políticos. O sea, que el polo político 'monárquico' no consume el todo, sino que sólo gana en él una particular relevancia ('preeminencia') (Hespanha 1989: 440). Por eso Hespanha prefiere evitar en ese contexto el uso de la palabra "Estado", reservando el término para hacer referencia a un sistema centralizado estructuralmente, lo que le permite cuestionar la propia legitimidad de la aplicación del concepto 'estado' a la realidad política moderna (Hespanha 1989: 439). Creo que lo mismo puede decirse de la llamada Iglesia colonial: el concepto de Iglesia, que remite a un sistema centralizado estructuralmente en la siguiente centuria, enturbia más que aclara la realidad que deseamos estudiar y comprender. Las limitaciones del concepto disciplinario de Iglesia aplicado a la realidad colonial quedan en evidencia cuando se verifican las dificultades de los historiadores para establecer los límites del concepto. Es claro que esos límites son impuestos arbitrariamente a una realidad a la que les son ajenos. Veamos un par de ejemplos. Guillermo Gallardo, en un libro en el que analiza la política religiosa de Rivadavia (Gallardo 1962), incluye a la Hermandad de la Caridad como parte de la Iglesia porteña, cuando se trata en realidad de una mera fundación particular. La Hermandad había surgido como una asociación libre de fieles que sobre la base de limosnas -incluidas las del rey- había adquirido propiedades y fundado instituciones como el Colegio de Huérfanas y la iglesia de San Miguel de Buenos Aires. Cuando Rivadavia confiscó sus propiedades se la definía como una asociación privada, no como parte de algo llamado "Iglesia". De hecho, no aparece mencionada ni en el debate legislativo ni en la ley de reforma eclesiástica. Otro ejemplo, esta vez mexicano: John Frederic Schwaller (1985: 151-152) incluye entre las rentas de lo que llama Iglesia las capellanías de patronato laico. ¿Por qué considerarlas rentas eclesiásticas si ni el obispo ni ninguna otra autoridad religiosa tenía directa jurisdicción sobre esas fundaciones? Puede pensarse, de acuerdo a estos dos ejemplos, que el criterio que se utiliza para incluir o no a una institución en la «Iglesia» es funcional, es decir, refiere al carácter de las actividades que realiza. Pero entonces los contornos del concepto se vuelven más imprecisos aún, porque también la monarquía cumplía funciones religiosas. Esta confusión lleva a Toscano (1906: 398-400) a incluir en su historia de la Iglesia de Salta las alternativas de la fundación del hospital, sobre el que tenían jurisdicción el rey, el

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cabildo y el obispo, y que desarrollaba a la vez tareas que hoy llamaríamos asistenciales y otras más estrictamente religiosas. Los hombres y mujeres de la colonia, en cambio, no creían que el hospital fuese parte de algo llamado «la Iglesia». Para nosotros es difícil pensar con los criterios de una sociedad tan poco afectada por el proceso de secularización. En la sociedad indiana la Iglesia es la sociedad misma, idea que nos cuesta mucho comprender cabalmente. Arnold Bauer (1983) ha hablado de: la profunda relación simbiótica entre la Iglesia y sus clientes preferidos, la élite de propietarios de tierras y Susan Socolow (1991) de la alianza con la Iglesia de los mercaderes porteños. Pero los propietarios de tierras novohispanos y los comerciantes porteños no son sujetos que se pueden distinguir de esa Iglesia. Ellos mismos en cierto sentido son la Iglesia. El concepto de Iglesia que se usa en la colonia remite más bien a una manera de ver la sociedad que a la existencia de un actor social. La «Iglesia» es una dimensión de la sociedad misma, es la sociedad vista desde el punto de vista religioso. Así lo entiende Louis-Ambroise de Bonald (1988 [1796]: 5) cuando a fines del siglo XVIII escribe que: la sociedad civil, reunión de seres a la vez inteligentes y físicos, es un todo compuesto por dos partes absolutamente semejantes, puesto que ellas están compuestas por los mismos elementos, y puesto que la única diferencia que hay entre ellas consiste en el aspecto diferente bajo el cual cada una de estas partes considera los elementos o los seres: que una de estas partes, que es la sociedad política, considera como físicos e inteligentes, y que la otra parte, que es la sociedad religiosa, considera como inteligentes y físicos. Lo que Bonald llama sociedad religiosa es la comunidad de fieles, la Iglesia, que se diferencia de la sociedad política, del reino, de la república, cuando se observa a la sociedad civil desde el punto de vista religioso. Esa sociedad religiosa, por supuesto, posee sus autoridades y sus leyes, pero de ninguna manera puede ser pensada como una «institución», porque carece de dos elementos básicos para serlo: 1) un centro único o al menos superior de autoridad, capaz de hacerse obedecer por parte de la totalidad de sus miembros, y 2) la capacidad de elaborar autónomamente objetivos y estrategias tendientes a alcanzarlos. Si observamos el mundo religioso colonial dejando de lado el supuesto de que existe una institución eclesiástica, vemos que: 1. Los objetivos y las estrategias de la Iglesia son dictados directa o indirectamente por la Corona. De manera directa, porque el rey establece qué se ha de hacer, cómo y con qué modalidades y tiempos. De manera indirecta, porque el rey permite o no que los documentos emanados de la Santa Sede o de los concilios tengan validez en sus reinos. Esto no significa que las autoridades religiosas jueguen un rol pasivo; por el contrario, como puede verse en la implementación de las llamadas reformas borbónicas, los obispos y superiores de órdenes desempeñan un papel activo en el diseño de la política eclesiástica, aunque subordinado a la Corona y carente del mínimo grado de uniformidad que sugiere el concepto de Iglesia. 2. Esa política religiosa regia debe hacer las cuentas con los poderes locales, con corporaciones y familias que detentan el patronato de muchas instituciones religiosas.

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Quiero detenerme brevemente sobre este punto crucial. Las mismas leyes de Indias (Libro I, título VI, Ley xxxxii) preveían la existencia de estos patronatos que hoy llamaríamos "privados": Es nuestra voluntad, que guando alguna persona de su propia hacienda quisiera fundar Monasterio, Hospital, Ermita, Iglesia, ú otra obra de piedad en nuestras Indias, premisa la licencia nuestra en lo que fuere necesaria, se cumpla la voluntad de los Fundadores, y que en esta conformidad tengan el Patronazgo de ellas las personas á quien nombraren y llamaren, y los Arzobispos y Obispos la jurisdiccion que les permite el derecho. El Diccionario de Autoridades en la voz "Patronato", o Juan de Solórzano y Pereyra en su Política Indiana [Libro IV, cap. III, n. 31], por no poner más que un par de ejemplos, explican con claridad de qué se trata. Los casos porteños de este tipo de patronato son innumerables. En la fundación de la capilla y capellanía de San Isidro (1706), Domingo de Acassuso estipuló: Quiero y es mi voluntad que en esta capellanía ni en la compra de sus bienes y rentas, ni en la distribución ni administración de ellas, ni en el nombramiento de capellanes, ni en cosa alguna que a esta perteneciere ni tocare, [... ] no se puedan entrometer Su Santidad, ni su Nuncio, ni los Sres. Obispos de esta ciudad, ni sus provisores y Vicarios Generales, ni otra persona eclesiástica ni seglar, más que en la colación y canónica institución de dicha capellanía en las personas que los patronos de ella nombraren. En San Vicente las tierras sobre las que se asienta la parroquia pertenecen a la familia Pesoa, y no por nada Vicente Pesoa fue su primer párroco. En Morón la parroquia se establece en el oratorio de Francisco Merlo, que tiene un hijo sacerdote, Juan Antonio, que si no es el primer párroco es sólo porque no está ordenado cuando se crea el curato, pero será el segundo. En Capilla del Señor la parroquia está bajo el patronato de la familia Casco, como evidencia la visita de monseñor Lué de 1805. Los conventos tienen sus patronos, que a veces tienen reservadas plazas para ubicar en ellas a sus propias monjas. El fundador del monasterio de Santa Catalina, Vicente Morón, llamaba al establecimiento "mi conbento". Otras instituciones de las que suelen incluirse dentro del concepto de Iglesia (y aparecen por ejemplo en la monumental historia de Cayetano Bruno) son fundaciones particulares. Ya hablamos de la Hermandad de la Caridad. Lo mismo pasa con la Casa de Ejercicios. La fundadora, la Beata María Antonia de San José, funda la casa y al morir señala a una heredera a la que ordena elija directores y capellanes. El obispo debe limitarse a otorgarles la colación canónica. Cuando las autoridades diocesanas intentan discutir ese derecho de la nueva directora, se suscita un conflicto que llega hasta los tribunales. Un recurso de fuerza tramitado ante la Real Audiencia obliga finalmente al provisor a acordar los nombramientos con la señora. El principal argumento en favor de sus derechos es que María Antonia había adquirido «el título legítimo de fundadora». En contra de esta afirmación se esgrime que la Beata había construido la casa no de su peculio, sino con el producto de limosnas. De haberlo hecho de su peculio, admiten, no habría habido ninguna duda de su derecho al patronato. Pero es interesante citar uno de los argumentos enarbolados por el defensor de los derechos de las beatas:

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Si esta [la fundación de la Casa de Ejercicios] la hiso abeneficio delas limosnas, qe recogio, lo mismo hicieron todos los Patriarcas delas Sagradas Religiones sinqe halan dexado de ser verdaderos fundadores. Lo mismo hiso el qe construio la Iglecia Parroquial de Monserrate de [esta] Capital, aquien enjuicio contradictorio seg[u]ido con elCura Suero seledeclaró no solo la calidad defundador sino también de d[e]r[ech]o de patronato. Está luego la cuestión de las relaciones entre la Iglesia y el Estado. La idea que hemos heredado de la Iglesia colonial es tributaria de la historiografía del siglo XIX, obsesionada por las relaciones entre la Iglesia y el Estado en el contexto histórico de la formación de estados nacionales y de construcción de una institución eclesiástica a escala mundial con la Santa Sede como centro. Al calor de la lucha entre católicos y liberales, en el siglo XIX la Iglesia y al Estado fueron pensados como dos entidades ahistóricas, "naturales", cuando en realidad eran ambos productos de la historia reciente. Más aún: ambas entidades se habían construido simultáneamente y en estrecha relación. Así como el proceso de formación del Estado implica la parcial absorción de poderes hasta entonces fundidos en las relaciones sociales de poder y la creación de una esfera más autónoma para el ejercicio del poder político, la Iglesia se conforma absorbiendo poderes que previamente residen en instancias de poder autónomas controladas hasta entonces por la sociedad misma. Sorprende que buenos historiadores sigan proyectando hacia el pasado colonial el enfrentamiento entre la Iglesia y el Estado e interpreten por ejemplo la expulsión de los jesuítas como un episodio de la lucha entre el Estado y la Iglesia. Los agustinos y los dominicos descorcharon botellas cuando expulsaron a los jesuítas, y fue el Concilio Provincial IV de Nueva España quien sugirió al rey que pidiera al Papa la extinción de la Compañía de Jesús. La inadecuación de las categorías de Iglesia y Estado se advierten en el uso anacrónico del concepto de "regalismo" acuñado en el siglo XIX, que es producto de esta confusión: en la colonia las autoridades civiles no se "entrometen" en cuestiones religiosas que no les atañen, porque en realidad les atañen. Y les atañen porque la ley civil y la religiosa obligan a los mismos grupos e individuos. A mi juicio la Iglesia como institución es en la Argentina el fruto de un proceso que tiene lugar fundamentalmente en el siglo XIX y en el que no sólo la Santa Sede, sino también el Estado habría cumplido un papel fundamental. El Estado en formación debe circunscribir las instituciones eclesiásticas a una esfera religiosa previamente inexistente para afirmar su soberanía excluyente y librar al concepto moderno de ciudadanía de las connotaciones confesionales que poseía la calidad de súbdito. Por otro lado, el proceso de romanización, aunque a partir de diferentes motivaciones y necesidades, implica la progresiva centralización del poder y la consecuente diferenciación de las instituciones eclesiásticas respecto de la sociedad misma. Para absorber los mecanismos de control de esas instituciones transfiriéndolos a la órbita romana era necesario «institucionalizar» o, dicho en otros términos, «clericalizar» la toma de decisiones. De modo que puede decirse que, a diferencia de la imagen más difundida de las relaciones entre Iglesia y Estado en el siglo XIX, en la que ambos términos aparecen enredados en perenne lucha, existe un sustancial acuerdo entre ellos en un punto crucial, que es el que se relaciona con la necesidad de hacer de la Iglesia una institución, o, por mejor decir, «hacer la Iglesia». Existe sí un profundo desacuerdo en torno a otros puntos, el más importante de los cuales es el que hace a la capacidad de control que el Estado naciente tendrá sobre la

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Iglesia también naciente, puesto que es a la vez parte de una entidad supranacional que reconoce una instancia fundamental de toma de decisiones y de emisión de legislación fuera del territorio sujeto a la obediencia del Estado. Otros muchos puntos de fricción han de surgir, en torno a temas como la administración de justicia, la gestión de las rentas, la pervivencia o reforma de las órdenes religiosas, los bienes de mano muerta, la necesidad o no del exequátur para los documentos pontificios, etc. Pero esas discordias se dan a partir del consenso fundamental en relación a la necesidad de institucionalizar el poder religioso. LAS REFORMAS ECLESIÁSTICAS DE LOS BORBONES La política eclesiástica borbónica que condujo a la creación del obispado de Salta es un buen observatorio para analizar las tensiones entre las tendencias centralizadoras del poder civil y las formas tradicionales de organización de la vida religiosa en América. Recordemos los lineamientos generales del programa reformista borbónico y las oposiciones que suscitaron en diferentes sectores de la sociedad. El sentido general de las medidas tomadas en materia de política eclesiástica se vislumbra con bastante claridad desde mediados del siglo XVIII. De 1749 es el decreto de secularización de las parroquias novohispanas, que se extiende al resto de las posesiones españolas en América en 1753 (Brading 1991: 530). En la década siguiente toman la medida más ruidosa, que es por supuesto la expulsión de los jesuítas. Inmediatamente, entre 1768 y 1771, se pergeña y pone en marcha una reforma general de las órdenes religiosas en Indias que ha de quedar inconclusa, pero que será retomada por distintos países hispanoamericanos tras la independencia. En el siglo XVIII se acusa a algunas órdenes de haberse contagiado de la detestada doctrina jesuítica, es decir, de adherir a las ideas "laxas" que supuestamente defienden los teólogos de la Compañía en el terreno moral, o sea, el probabilismo, y tal vez el tiranicidio. De las órdenes presentes en Indias no se encuentra alguna, denuncia un documento de esos años, en la fidelidad al Soberano; ni en el respeto de los magistrados, por lo que estando sanas en lo esencial, admiten un pronto mejoramiento con solo establecer la disciplina externa de los individuos, reducir [los] al claustro y vida común, y fijar el número invariable [de religiosos], según sus rentas y entradas... (Rodríguez Casado 1951: 92). Una Real Cédula de 17 de octubre de 1769 ordena que se extirpe de las órdenes regulares la doctrina jesuítica, que la predicación se reduzca a la moral christiana para reprehender los vicios, al Dogma para enseñar la Doctrina, y principio de nuestra Sagrada Religion, y a la imitacion de los Santos. Que los religiosos inspiren como maxima fundamenta! del Christianismo, a aquellos fidelísimos Vasallos el respeto, y amor al Soberano, y obediencia a los Ministros y que no resistan la subordinación debida a los prelados diocesanos. Los obispos americanos recibieron el documento con beneplácito, cuando no con algarabía (Rodríguez Casado 1951: 94-97). En sustitución de los jesuítas se promueve el desarrollo de órdenes "españolas", es decir, nacidas en los reinos y circunscriptas a su territorio. Es el caso de los "clérigos misioneros" y de los oratorianos de San Felipe Neri (de los que se valora la independencia de cada una de sus casas y la subordinación que los liga a los prelados diocesanos). Las demás órdenes ven limitadas las intervenciones de sus superiores generales residentes fuera de España. Hay que decir que esta política no es una criatura borbónica: Felipe II

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también había intentado crear autoridades independientes de los generales para el gobierno de las órdenes en las Indias, lo que sólo había logrado en el caso de los franciscanos: la orden seráfica tendría desde entonces un comisario o visitador general elegido en el marco del patronato real y sin la necesaria participación del superior general. Carlos III profundiza esa política y separa de hecho las provincias indianas de cada una de las órdenes de la jurisdicción de su superior general, impidiendo el nombramiento de comisarios o vicarios provinciales. La tendencia queda clara en la famosa Instrucción reservada de 1787, que en su punto XV aconseja obtener que todas [las órdenes] tengan superior nacional dentro del reino (Rodríguez Casado 1951: 108). El intento más ambicioso de reformar las Iglesias de Indias es la convocatoria de 1769 a la celebración de concilios provinciales con el objeto de organizar la agenda de la "post-expulsión". El rey los convoca por su propia iniciativa y ordena la presencia de sus virreyes o presidentes de audiencias como veedores regios, que en las sesiones discuten mano a mano cuestiones de teología y pastoral con los padres conciliares. El documento a través del cual se convoca a los concilios es en sí mismo un programa de reforma. Se trata del famoso Tomo Regio del 21 de agosto de 1769. En él se dictan algunas de las medidas que los concilios deben promover: se manda limitar las fundaciones de capellanías y sobre todo la amortización de bienes muebles, redactar nuevos catecismos en las lenguas indígenas y en castellano, desarraigar las "idolatrías" indígenas supervivientes, obligar a los párrocos a que prediquen al menos en los días de fiesta; establecer, donde aún no los haya, seminarios diocesanos, extirpar de una vez la "doctrina jesuítica" y subordinar las órdenes regulares a los diocesanos. Las reformas eclesiásticas borbónicas tienden a desarticular los fuertes vínculos entre instituciones religiosas y sociedad y a centralizar el poder religioso bajo la égida del poder monárquico. Como observa Brading, si Solórzano y Pereira en el siglo XVII había pensado la sociedad colonial gobernada por dos sistemas paralelos de derecho, cada uno con sus propios tribunales y jurisdicciones, sometido cada uno al rey católico como vicario de Dios y delegado de la Santa Sede, por contraste Campomanes y otros ministros ahora definían la Iglesia como corporación privilegiada dentro del Estado, cuyos derechos y propiedad se derivaban de una concesión de la Corona (Brading 1991: 552). A esa centralización coadyuvan los esfuerzos por convertir al clero parroquial en un cuerpo de funcionarios «civilizadores» llamados a hacer de los rústicos habitantes de las campañas súbditos obedientes y útiles. En línea ilustrada se fomenta en el clero el estudio de las ciencias naturales, se invita a los párrocos a predicar la moral del buen súbdito y a convertirse en agentes de la modernización, enseñando a sus feligreses técnicas agrícolas y reglas de higiene, acudiendo en ayuda de las parturientas, erradicando las "supersticiones", regularizando las uniones ilícitas y reduciendo bajo cruz y campana a las poblaciones dispersas. En el mismo sentido actúa la política finisecular de la monarquía en relación a los entierros en sagrado y a los cementerios fuera de poblado (Real Cédula de 1787 prohibiendo los entierros en iglesias): más allá de las atendibles argumentaciones de carácter sanitario que entonces se esgrimieron, la prohibición de los entierros en las iglesias rompía uno de los más fuertes vínculos entre las familias, las cofradías y los templos parroquiales y conventuales, al tiempo que coadyuvaba a la centralización. También tenía efectos disolventes, más allá de las emergencias financieras que la inspiraron en lo inmediato, la política desamortizadora de principios del siglo XIX, que

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las distintas provincias rioplatenses retomarán con distintos ritmos y diferentes modalidades luego de la independencia. Fuera de la dimensión meramente económica, las capellanías, memorias pías y censos constituían canales de vinculación entre las instituciones religiosas y las familias coloniales que la monarquía, para afirmar su jurisdicción, debía en la medida de lo posible desarticular o absorber. Estas medidas generan resistencias que se articulan con las intensas controversias político-religiosas de fines del siglo XVIII. El contexto se caracteriza por el feroz enfrentamiento, en la península y también en América, entre los reformistas, acusados de jansenistas, y los defensores intransigentes de las posiciones romanas. Richard Herr (1971), tal vez exagerando un poco, ha afirmado que la lucha entre esos dos bandos fue determinante para el curso de los conflictos políticos que se verificaron a caballo del cambio de siglo. Las controversias que suscitaron las medidas reformistas de los Borbones, en la península como en las Indias, habían ido conformando dos bandos encontrados en torno a ellas, alimentados además por las polémicas que despertaron el Concilio de Pistoia de 1786 y la bula Auctorem Fidei de 1794 en torno a la cuestión jansenista (Callahan 1989: 85). En las últimas décadas del siglo XVIII fue tomando forma un bando intransigente opuesto a las reformas borbónicas en materia religiosa, bando que se consolidó a partir de la revolución de Francia -el cambio de orientación de personajes como Floridablanca o el cardenal Lorenzana a partir de la revolución es bien elocuente- y alimentó su prédica con libros como el del abate Bonola, Liga de la moderna Teología con la moderna Filosofía. La conformación de este bando intransigente se ve acelerada por la alianza que establece el ministerio de Manuel Godoy con la Francia revolucionaria en 1796 tras haber firmado la paz el año anterior, y como reacción a sus medidas en favor del bando reformista y en detrimento de los intereses de la Santa Sede. Los sucesores de Godoy en la Secretaría de Estado, Francisco Saavedra primero y en seguida Mariano Luis de Urquijo, profundizaron la política eclesiástica reformista. Por un lado la traducción de la obra de Bonola en 1798 y por otro las presiones de Francia para que su aliada España avanzara en la política de reforma religiosa, contribuyeron a enfervorizar los ánimos. El punto de conflicto más agudo lo marca el famoso decreto de Urquijo del 5 de septiembre de 1799, que afirmaba el derecho de los obispos españoles para otorgar dispensas matrimoniales reservadas hasta entonces a la Santa Sede. La destitución de Urquijo en 1800, triunfo del bando intransigente, señala un cambio de orientación política que se refleja también en el otorgamiento, el 10 de diciembre, del pase hasta entonces denegado a la bula Auctorem fidei. A ello siguió la persecución de miembros destacados del bando reformista como la condesa de Montijo, anfitriona de una célebre tertulia considerada por sus enemigos un cenáculo jansenista. Por entonces los aires cambian en toda Europa, entre otras cosas porque Napoleón mismo firma en 1801 el concordato que pone fin a la política religiosa revolucionaria y normaliza las relaciones con la Santa Sede. Emilio La Parra López, en un detenido estudio (2001-2002), ha señalado agudamente el cambio de tono que se advierte en las relaciones entre la corte española y la Santa Sede durante el primer decenio del siglo XIX. Cuando las tropas napoleónicas invaden la península en 1808 el bando reformista se encuentra en franco retroceso: la destitución de Godoy, durante cuya gestión las iniciativas de reforma se habían visto ya significativamente desaceleradas, fue saludada con beneplácito desde el bando intransigente como el fin de la política desamortizadora, iniciada en 1798 en la península y extendida a América en 1804.

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En el momento en que se crea el obispado de Salta la vida religiosa americana está atravesada por las fricciones y por las controversias político-teológicas que generan estos enfrentamientos. El siglo XIX se abre con la promulgación de la polémica ley de desamortización, que ordena incautar los principales de capellanías y obras pías con el fin inmediato de dar respiro a las exhaustas arcas reales (Tomás y Valiente 1971). Aunque la medida en el Río de la Plata no llega a completarse, da lugar a airadas protestas (Levaggi 1986). En todo caso los rioplatenses tienen a la vista lo que está ocurriendo en Nueva España, donde se incautan doce millones de pesos y -la circulación de metálico se ve seriamente afectada (Brading 1991: 551). A estas tensiones se suman las que acompañan el proceso de formación del obispado, a las que me referiré luego brevemente. UN PAR DE D I S C U S I O N E S Q U E OCUPAN A LOS H I S T O R I A D O R E S Hay un par de debates en curso sobre el significado de las reformas que interesan directa o indirectamente a la historia religiosa. Uno de ellos se cuestiona hasta qué punto la centralización absolutista logró desmantelar los mecanismos de ejercicio del poder local propios de la sociedad estamental-corporativa colonial. Lo que se plantea en el fondo es la relación de continuidad entre las reformas absolutistas y los regímenes políticos surgidos de las revoluciones de independencia (Guerra 1992). La genial intuición de Alexis de Tocqueville en relación al caso francés postula que la revolución habría concluido la tarea, comenzada por el absolutismo, de disolver la configuración plural del ejercicio del poder, propia de la sociedad estamental-corporativa. Para Tocqueville la revolución es, paradójicamente, el desenlace inevitable de esa larga evolución centralizadora puesta en marcha por la monarquía absoluta: Lo que menos se puede decir de la Revolución es que fue un acontecimiento fortuito. Ciertamente, ha tomado al mundo por sorpresa, y sin embargo sólo era el complemento de una tarea más extensa, la terminación abrupta y violenta de una obra en la que habían trabajado diez generaciones de hombres. Aunque la Revolución no hubiera tenido lugar, igual el viejo edificio social se hubiera derrumbado en todas partes, más tarde o más temprano; sólo que hubiera caído a pedazos en lugar de derrumbarse de una sola vez (Tocqueville 2000 [1856]: 56). Varios historiadores latinoamericanistas han adoptado ese punto de vista para interpretar los vínculos entre reformas borbónicas y modernidad política. Uno de ellos, F. -X. Guerra (1992), creía que La gran crisis de los años 1640 -en Inglaterra, la primera revolución inglesa; en la Monarquía hispánica, las rebeliones de Cataluña y Portugal y la resistencia de las Cortes castellanas; en Francia, la Fronda- es el primer gran choque entre la sociedad y el Estado moderno, que conduce en los últimos lustros del siglo [XVII] a tres tipos de situaciones políticas: la francesa, en la que triunfa el poder absoluto del rey; la inglesa, en la que, después de la segunda revolución, triunfa definitivamente el Parlamento; la española, en fin, que puede ser definida como un empate precario entre ambos y que es más bien la consecuencia del agotamiento general que una tercera vía.

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Esa situación española que Guerra denomina "híbrida" no habría sido capaz de resistir los cambios del siglo XVIII tras la Paz de Utrecht (1713), que entrega la corona de España a la casa de Borbón. En sus palabras, La evolución hacia un poder real cada vez más fuerte, interrumpida desde la crisis de mediados del XVII, vuelve a ponerse en marcha [en el siglo XVIII] con una doble dimensión: por una parte, la uniformización de las instituciones de los diferentes reinos para formar una Monarquía unitaria y, por otra, la afirmación de un poder real liberado del contrapeso de las instituciones representativas. De los tres modelos políticos existentes a finales del XVII sólo quedan en adelante dos: el modelo parlamentario británico y el modelo absolutista de tipo francés con su variedad hispánica. (Guerra 1992 57-58). Los historiadores del siglo XVIII hispanoamericano discuten, por un lado, hasta qué punto la tarea de la centralización fue exitosa y por otro en qué medida la modernidad política puede considerarse heredera de ella. Las diferencias de opinión se deben en buena parte, creo, a las diferentes perspectivas en juego, pero también a la enorme heterogeneidad que caracteriza al mundo colonial americano. Sin negar la validez del esquema clásico de inspiración tocquevilleana, estudios recientes han subrayado la complejidad de un proceso de centralización en el que las formas tradicionales de ejercicio del poder no desaparecen para dar lugar a las nuevas, sino que se adecuan a ellas. Los Borbones se habrían servido de la misma sociedad estamental-corporativa para gobernar, implementar las reformas y extraer recursos fiscales y militares de las sociedades americanas. Los estudios de Antonio Annino (2003) sobre México y los de Federica Morelli (2001) sobre Ecuador me parecen, en este sentido, elocuentes. Según Morelli en la Audiencia de Quito el rol desempeñado por las elites locales fue fundamental para determinar los resultados de las reformas de la segunda mitad del siglo XVIII, poniendo de relieve cómo paralelamente a los esfuerzos de centralización se produce una consolidación del orden estamental-corporativo. A pesar de que todavía hoy resulta difícil para los historiadores proponer una lectura global del reformismo borbónico en la América hispánica, es preciso subrayar que ese precario equilibrio entre modernización del aparato central y la supervivencia de la sociedad corporativa fue roto por la precoz e imprevista crisis del imperio, antes de que el Estado absolutista hubiese concluido la realización de sus proyectos (Morelli 2001: 10-11). Las nuevas interpretaciones historiográficas ya no conciben a la edad moderna como la fase de la gradual afirmación de poderes fuertes, del Estado centralizador y, en contraste con el medioevo, netamente separados de la 'esfera privada'. La tesis que se viene gradualmente afirmando es que el absolutismo no se consolida contra la sociedad corporativa, sino junto y gracias a ella. El soberano se sirve del pluralismo institucional de la sociedad corporativa para drenar del territorio los recursos fiscales y militares necesarios para la consecución de sus propios fines, asegurando a cambio la garantía de los privilegios y del estatus a los estamentos dominantes y a la multiplicidad de cuerpos y comunidades que costituyen el tejido conectivo de la sociedad de antiguo régimen. No obstante, la representación tocquevilleana del absolutismo centralizador y de la relación necesariamente

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conflictiva entre monarquía administrativa y sociedad corporativa no ha perdido todo su valor interpretativo. Queda la brillante intuición de que la modernización del aparato central no puede producirse sin poner en discusión el orden estamental. " (Morelli 2001: 27) En esta perspectiva el Estado moderno no nace de una marginalización progresiva y de una expropiación por parte de la monarquía de poderes políticos locales, sino más bien de fenómenos de articulación y de interdependencia entre las dos esferas (Annino 2003; Morelli 2004). Si bien una de las mayores utopías del XIX ha sido creer posible la destrucción integral de las comunidades en beneficio de la creación de sociedades de individuos, las resistencias culturales, sociales y nacionales habrían logrado que el proceso quedase inacabado. En la misma línea ha argumentado en su último libro Annick Lempérière (2004: 136), al afirmar que Las reformas consagran [... ] la constitución corporativa de la monarquía española. Las reformas son, ciertamente, portadoras de una afirmación del poder y de los derechos regios, pero ello no se produce sino gracias a la consolidación corporativa. En síntesis, el centralismo absolutista habría erosionado las autonomías de la sociedad estamental, pero sirviéndose todavía de ellas y construyendo un equilibrio que se habría roto con la crisis de 1808. Esta discusión tiene suma importancia para nosotros, porque las instituciones eclesiásticas son parte del tejido estamental-corporativo. De modo que a la luz de esta perspectiva podemos avanzar en el estudio de la naturaleza y de las dinámicas propias de la Iglesia colonial, así como de las tensiones que la atraviesan en el siglo XVIII. Otra discusión que ocupa a los historiadores refiere más específicamente al carácter de las reformas religiosas. Una tradicional lectura historiográfica interpretó la política borbónica como un intento de la monarquía por sojuzgar a la Iglesia americana y reorganizarla sobre la base del regalismo ilustrado (Giménez Fernández 1939). Es ésta una lectura centrada en las relaciones Iglesia-Estado que tiende a asignar un papel activo a la monarquía y un rol pasivo a las Iglesias de Indias (Luque Alcaide 1998). Las reformas son vistas como un ataque contra la Iglesia, y la expulsión de los jesuítas como su piedra angular. De hecho, el planteo fue propuesto inicialmente por historiadores jesuitas o vinculados a la Compañía (Giménez Fernández 1939; Lopetegui y Félix Zubillaga 1965). El autor que más recientemente ha recogido esta mirada es David Brading (1994), para quien las reformas habrían sido fundamentalmente una iniciativa peninsular, ajena por tanto al mundo americano, y habrían enajenado a la corona las simpatías de los criollos, incluido el clero, que habría tenido buenos motivos para apoyar la revolución. En este punto el historiador británico sigue a Nancy Farriss (1968), quien cuatro décadas atrás propuso la idea de que las presiones borbónicas sobre las rentas eclesiásticas y los recortes de las inmunidades que otorgaba el fuero indujeron a adherir a la revolución a una parte considerable del clero novohispano. Para Brading, como para los autores jesuitas señalados, las reformas en materia religiosa deben considerarse un ataque borbónico a la Iglesia mexicana (Brading 1994: 10). Otras interpretaciones, no necesariamente más recientes, han puesto en cuestión esa imagen de la Iglesia americana como víctima pasiva de la política borbónica. Para Bernard Bobb (1962) la Iglesia habría actuado no de manera pasiva sino como socio débil de la

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combinación de Iglesia y Estado. Mario Góngora (1969) desplazó el eje del análisis desde la relación Iglesia-Estado hacia el plano teológico, destacando la influencia de las doctrinas jansenistas y galicanas en el clero americano, que habrían facilitado su recepción de las reformas. Se ha señalado el papel activo que cumplió un personaje como el cardenal Lorenzana en la elaboración e implementación del programa reformista en Nueva España (Luis Sierra Nava 1975). Se ha sostenido incluso (Maya Sotomayor 1997) que las reformas implicaron un cambio de paradigma que caló hondo en la vida eclesiástica americana, hasta el punto de que conservó su vigencia durante el período independiente y sus influencias pueden detectarse hasta un siglo más tarde, en pleno porfiriato. José Carlos Chiaramonte (2003: 94-95) ha puntualizado recientemente que las reformas impactaron de manera desigual en distintos sectores de la Iglesia, que en consecuencia les dispensaron dispar acogida. Por último, Elisa Luque Alcaide (1998) ha planteado la inspiración romana de algunas de las ideas que apuntalaron el programa reformista, destacando la influencia sobre ellas del De Synodo Diocesana de Benedicto XIV, un texto de amplísima difusión y uso en América en el siglo XVIII. Esta hipótesis propone leer las reformas como el fruto de un conjunto de fermentos más vasto, que habría incidido sobre el entero mundo católico. Las historiografías italiana y francesa (Venturi 1969 y 1976; Rosa 1981; Menozzi 2002; Plongeron 1973; Julia 1992) pueden ser de suma utilidad para interpretar ese impulso reformista más general. Ambos debates nos previenen del peligro de pensar el siglo XVIII y el primer tramo del XIX en términos de un Estado activo y agresor que avasalla a la sociedad estamental y ataca a una Iglesia que actúa meramente como víctima pasiva. Abren una vasta gama de posibilidades para la investigación, porque destacan la complejidad del mundo americano y del proceso de transformación que intentó la monarquía. Queda claro además, a la luz de estos nuevos enfoques, que la proyección hacia atrás del esquema Estado versus Iglesia no puedo sino jugarnos malas pasadas. Ni el Estado logra deshacer el tejido estamental-corporativo, incluidas las corporaciones eclesiásticas, ni el poder regio introduce el programa de reformas sin la participación activa de los poderes locales y de la jerarquía religiosa, peninsular y americana. LA HISTORIA RELIGIOSA DEL ACTUAL NOROESTE ARGENTINO La historia religiosa de la región, y en particular el estudio de los sucesos referidos a la creación del obispado, pueden aportar significativamente a los debates reseñados anteriormente. Voy a limitarme a señalar algunas cuestiones a las que desde luego es posible agregar muchas otras: 1. Las estructuras eclesiásticas y las instituciones religiosas de variado tipo que surgen en este espacio: creo que el caso de Salta es un buen ejemplo de cuanto se ha dicho en relación a las características de la Iglesia colonial, a la vez que presenta algunas particularidades bien interesantes. Por un lado, las fundaciones de patronato laico parecen haber tenido un peso importante, como atestigua, por ejemplo, la creación de veinte capellanías de alrededor de 2. 000 pesos por parte de un único fundador, el pbro. Gabriel de Torres, promotor además del primer monasterio femenino (Toscano 1906: 478). Por otro lado, sólo en Salta se consideró vigente el decreto de desamortización de 1804 luego de declarada la independencia, a pesar

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de que su ejecución había sido suspendida por la misma monarquía en 1809 (Levaggi 1992: 248-258). El Archivo Histórico de Córdoba y la Biblioteca y Archivo del Convento de San Francisco de Salta conservan valiosa documentación sobre capellanías y obras pías. Creo que valdría la pena avanzar, en la línea en que está trabajando Gabriela Caretta (1999), en la reconstrucción de la formación de la propiedad eclesiástica y las fundaciones de capellanías, tomando como marco el obispado pero siguiendo luego las vicisitudes en cada marco provincial. 2. El impacto de las reformas borbónicas y la expulsión de los jesuítas en la región: por motivos que es preciso investigar detenidamente, el extrañamiento provocó aquí uno de los episodios de resistencia más violentos, que derivó incluso en el encarcelamiento del gobernador Juan Manuel Fernández Campero (Toscano 1906: 435-437). Por otra parte, la historia de la creación de la diócesis es tal vez un caso paradigmático de la política eclesiástica borbónica. En principio, porque responde al criterio general de adecuar las estructuras religiosas a las políticas (Bruno 1971: 170). Luego, porque es muy clara la independencia con que actúa la monarquía: el rey decide la división de la diócesis y encarga el estudio de sus límites a sujetos de mi real agrado (Bruno 1971: 163 y 169), solicitando al papa a que refrende con una bula lo que ya se ha decidido. Pero en cambio los obispos de la región (Charcas, Tucumán y Chile) son invitados a expresar su consentimiento. Es abismal la diferencia con la creación de los siguientes obispados en territorio hoy argentino, el de Cuyo en 1834 y de Paraná en 1858: en el siglo XIX es la Santa Sede la que crea las diócesis, y las autoridades políticas las que prestan su consentimiento. En el caso de Salta la monarquía establece además la agenda y las prioridades de la nueva diócesis, asignando a las autoridades religiosas y civiles sus respectivas responsabilidades en la ejecución. El rey expresa su intención de que la creación redunde en aumento de la religión católica, en particular en las zonas de misión, bajo la dirección del obispo y del intendente de Salta (Bruno 1971: 162). La ausencia de Roma en la historia de la fundación de la diócesis es casi completa, al punto de que con una Real Cédula (17 de febrero de 1807) se ordena al obispo que pase a gobernar la diócesis antes de contar con las bulas que habrían de otorgarle la jurisdicción sobre su rebaño (Bruno 1971: 170). Las bulas llegaron a destino recién en 1809, de modo que durante dos años el obispo gobernó sin ellas (Bruno 1971: 172). 3. En la creación del obispado de Salta se observa también hasta qué punto cuanto deciden las autoridades, incluida la monarquía, debe atravesar el tamiz de los múltiples poderes locales. Se lo advierte en la lucha encarnizada que se desata entre los varios aspirantes a obtener el obispado: Uno de los menos sutiles es como siempre Gregorio Funes, que cuenta con el apoyo del gobernador-intendente de Salta, con el presidente de la Audiencia de Charcas y con el cabildo de Jujuy. Hasta tal punto lo que está en juego son intereses familiares, que Funes tiene el desparpajo de escribir que de los obispados pequeños, éste me acomoda más. La carta en la que Funes habla de las pretensiones de los distintos aspirantes al obispado tiene muy poco de edificante (Bruno 1971: 169). Una vez que la designación se decide en favor de Videla del Pino, Funes y su amigo el provisor de Córdoba, Francisco Javier

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Mendiolaza, no se lo perdonan y se ponen a la cabeza de un vasto sector del clero de la nueva diócesis que se ha propuesto hacerle la vida imposible. Empiezan por cuestionarle el haber iniciado la visita pastoral antes de contar con las facultades necesarias y antes de que el cabildo eclesiástico de Córdoba le hubiese cedido la jurisdicción. Los beneméritos que sustenta este suelo, como gustan llamarse a sí mismos los rebeldes salteños, entablan luego un combate sin tregua por las rentas del cabildo eclesiástico, en el que Videla del Pino, esgrimiendo argumentos poco convincentes, ha acomodado a sus mejores amigos de Córdoba. La violencia es de tal orden que uno de los canónigos, que el rey ha rescatado de la sangrienta revolución de Santo Domingo, considera que ha caído de la sartén al fuego y mueve cielo y tierra para que lo vuelvan a transferir. A todo ello se agregan las bien conocidas disputas en torno a las rentas diocesanas. En la jurisdicción del nuevo obispado quedan los mejores beneficios parroquiales, como denuncia Funes en una carta del 15 de mayo de 1805 (Bruno 1971: 174), a lo que se suma el conflicto por los diezmos de Tarija con el arzobispado de Charcas (Bruno 1971: 175). La jurisdicción de Cuyo, que debe compensar a Córdoba de la pérdida de las ciudades del norte, recién se incorpora a la diócesis en octubre de 1809, es decir, en vísperas de la revolución (Bruno 1971: 209). Desde luego, esos enfrentamientos, como observa Caretta (2000), no son nada secundarios a la hora de analizar los alineamientos políticos que se producen luego de 1810. 4. El clima de tensión de las últimas décadas del siglo XVIII y los debates teológicos a que dio lugar también dejaron sus huellas en la historia intelectual de la región. Sería interesante investigar de qué se trataban los "errores teológicos" del prolífico Dr. Miguel Martín Laguna, párroco de Trancas, que llenó con ellos tres gruesos volúmenes. Se trata al parecer de un extenso escrito antimilenarista que tenía por objeto refutar las tesis de ex jesuíta chileno Manuel Lacunza, es decir, una joya para la historia de la teología hispanoamericana (Toscano 1906: 483-485). Además, el estudio de la circulación de escritos e ideas entre Salta, Córdoba y Buenos Aires podría enseñarnos mucho acerca de las redes que vinculaban a diferentes círculos de eclesiásticos y laicos comprometidos en el combate político-religioso. Estos pocos puntos, a los que sin dudas podrían sumarse muchos otros, permiten advertir la riqueza de la historia religiosa del Noroeste argentino y la complejidad del mundo eclesiástico que debe enfrentar la formación de la diócesis primero y la ruptura con la metrópoli inmediatamente después. Su estudio puede aportar mucho a los actuales debates historíográficos, pero esa enorme riqueza y esa complejidad se desdibujan sí proyectamos sobre ese mundo categorías que le son ajenas, como lo son las de Estado e Iglesia, entidades ahistóricas dotadas tal vez de rasgos antropomórficos. Poner en cuestión el uso de esas categorías a mi juicio anacrónicas no debería constituir un obstáculo para la investigación histórica, sino más bien todo lo contrario.

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