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Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamos públicos. Título: Educar en positivo © 2009: Sfera Editores España, S.L.U. - Parque de Negocios Mas Blau - Edificio Muntadas C/ Solsonés, 2 Esc. B - 08820 El Prat de Llobregat (Barcelona). Tel. 93 370 85 85 Fax 370 50 60 Dirección email: [email protected] Tercera Edición ISBN: 978-84-96732-28-5 Obra completa ISBN: 978-84-96732-32-2 Impreso en China

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ÍNDICE

PRÓLOGO

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CAPÍTULO 4 LA BATALLA DE LOS “NO”

CAPÍTULO 1 ¿ES CUESTIÓN DE CARÁCTER?

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• ¿Son niños diferentes? • Empecemos por las palabras • Aceptar las emociones, pero no el comportamiento • Siete conceptos que hay que recordar • Poner límites con comprensión

• • • • • • • • •

29

El encanto de lo prohibido La ansiedad de lo indefinido Cuando nuestros “no” no funcionan Cómo prevenir las peleas La historia del vestido de Carnaval Dos principios para hablar con un niño Si se obstina ¿Hasta dónde podemos dejarle que elija? Crecer a base de responsabilidades

CAPÍTULO 5 SI NO NOS ESCUCHAN

CAPÍTULO 2 CUÁNDO SE DICE QUE UN NIÑO ES HIPERACTIVO

14

• Qué dicen los expertos • Las causas • Cómo afrontarlo

CAPÍTULO 3 PREDICCIONES QUE SE CUMPLEN • ¿Se puede ser competente sin juzgar ni castigar?

• • • • • • • •

44

Test. ¿Qué clase de padre soy? Aprender a ser asertivos Los cinco errores que hay que evitar Por qué es tan difícil oponerse a los hijos Cuando se originan las discusiones Nunca hay que chantajear Es mejor consentir que ceder Transmitamos una imagen positiva de nosotros mismos

CAPÍTULO 6 21

LOS MOMENTOS DIFÍCILES

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• Pequeñas historias • El camino de la reeducación

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• Dejarlo solo para que encuentre la tranquilidad • Cinco “no” fundamentales

CAPÍTULO 7 PALABROTAS, INSULTOS Y MALAS CONTESTACIONES • • • • • • • • •

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Las palabras prohibidas La maldición ¿Pero dónde habrá aprendido? El poder de la palabrota Las respuestas que no funcionan Cómo disuadir los insultos Cuando la palabrota la decimos nosotros Malas contestaciones y preguntas Cuando nos las merecemos

CAPÍTULO 9 EL USO DE LA FUERZA

83

• Todas las razones para no usar la fuerza con los niños • Cómo se defiende el niño • ¿Y si se nos escapa un azote? • Cuando estamos muy enfadados

CAPÍTULO 8 REÑIR POSITIVAMENTE • • • • •

75

El arte de incentivar La técnica del cartel Por qué con los elogios se consigue más Cómo estropear los elogios Cuándo es necesario castigar

EPÍLOGO

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BIBLIOGRAFÍA

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PRÓLOGO

de Bernabé Tierno

Saber educar es la eterna asignatura pendiente de padres y educadores. No hay tarea más necesaria, noble y determinante para el propio individuo, para la familia y para la sociedad, que una buena educación entendida en el sentido de formación integral, que comprenda todas las dimensiones del hombre: • La dimensión física, referida al propio cuerpo. • La dimensión psíquica, que tiene que ver con la mente, la inteligencia y la consciencia. • La dimensión tendencial afectiva, referida a los afectos, sentimientos y el gozo por vivir. • La dimensión ética, que se refiere a los valores como la guía de la conducta. • La dimensión social, que hace referencia al ser humano en relación e interacción con los demás. Las “Guías de psicología del bebé y del niño” tocan de forma directa o indirecta estas dimensiones humanas que deben estar presentes en toda educación integral, inteligente y positiva. Hay un aspecto clave que el lector debe tener bien presente y es que el título de este volumen, “Educar en Positivo”, no puede ser más apropiado en un momento de la “Historia de la Psicología” y en pleno siglo XXI en el que la “Psicología Positiva” está abriendo camino a una “Pedagogía Positiva”. Alentar y potenciar lo mejor en el niño desde la cuna, sembrar en su mente y en su corazón pensamientos, sentimientos y emociones gratificantes constructivas y de esperanza, es determinante para el futuro del individuo humano y de la sociedad. Las “Guías de psicología del bebé y del niño” conforman la obra más completa y práctica para la formación de padres y de educadores que necesitan saber qué le sucede al educando en sus primeros años, qué respuesta deben dar a sus demandas y cómo deben actuar desde

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el amor, desde el respeto a ese ser humano que comienza a vivir y desde la ciencia psicopedagógica del momento. Los nueve capítulos que aborda el primer volumen ponen las bases de la educación práctica y dinámica y proponen consejos concretos para tener a mano cuando surge el problema. Recomiendo al lector que se vaya familiarizando con las cuestiones que se detallan en el índice de cada no de los volúmenes y vea los temas en los que necesita profundizar especialmente. Por poner un ejemplo, habrá padres que necesitan recordar bien los 7 conceptos que ofrece el pediatra T. Berry Brazelton y cómo poner límites con comprensión, etc. Mi consejo es que se haga una lectura normal, bastante atenta de cada volumen, y una segunda lectura mucho más detenida en la que cada padre o educador detalle las enseñanzas que más necesita en su caso y según las características del niño que se está educando. La obra debe estar siempre a mano y hay que consultarla cuantas veces sea necesario, pero que sean los dos progenitores, padre y madre, quienes utilicen “Las guías de psicología del bebé y del niño” como referencia, como autoridad psicoeducativa fiable, que marque los puntos de acuerdo de todas las personas que intervienen en la formación y educación del niño: padres, abuelos, familiares, incluso la persona que cuida al niño durante unas horas. El lector puede leer sólo uno de los volúmenes que le susciten más interés, pero mi consejo es que se lea toda la obra y se forme como educador. Doy mi bienvenida a esta necesaria, magnífica y práctica obra educativa.

Bernabé Tierno Jiménez Psicólogo, pedagogo y escritor

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ara comprobar cómo el llamado “carácter”, o “temperamento”, permanece estable o se modifica con el paso de los años, un grupo de psicólogos de la Universidad de Nueva York, en Estados Unidos, ha realizado una investigación que ha durado 18 años. El estudio, que empezó en el año 1956, ha acompañado a un grupo de 133 niños hasta la edad adulta. Por cada niño, los investigadores han rellenado una ficha con una serie de características a las cuales han asignado una puntuación. Al finalizar la investigación, los investigadores han llegado a la conclusión de que, además de influir el ambiente, «algunos signos del temperamento están presentes desde el nacimiento y forman parte de las propiedades hereditarias, como el color del cabello o la forma de la nariz». «Dichas características», se lee en el informe, «pueden ser más acentuadas o más atenuadas dependiendo del ambiente en el que el niño crece, y también en función de lo capaces que sean los padres para comprenderlo y corregirlo, evitando llegar a enfrentamientos violentos o a rupturas drásticas». De la investigación también se desprende que algunos de los niños (del 10

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al 15 por ciento) poseen una serie de características que los hacen difíciles de controlar, aunque los niños “normales” también muestran dos o tres peculiaridades típicas de los niños “difíciles”. Según los psicólogos, el niño “imposible” posee siete características. 1. Es inquieto. En casa, está continuamente haciendo trastadas: se sube a los muebles, se tira a la cama desde el armario y corre en bicicleta por el pasillo chocando contra las puertas. No soporta los viajes en coche: quiere pararse continuamente, siempre tiene sed o hambre, o bien una necesidad incontrolable de ir al baño. 2. Actúa impulsivamente. Lo quiere todo y rápidamente. No soporta tener que esperar. Actúa sin tener en cuenta las consecuencias de sus acciones. Interrumpe continuamente, responde incluso antes de oír la pregunta, y los deberes en clase están llenos de borraduras y correcciones. 3. No consigue concentrarse y es testarudo. Lo intenta todo y se cansa enseguida, pasando de un juego a otro continuamente. Si le llaman, no escucha. Si le hablan, no hace caso. Olvida las instrucciones y, después de haber escuchado una explicación, siempre pregunta: ¿Qué has dicho? Si se propone algo, insiste, implora, lloriquea y atormenta a todos hasta obtener lo que quiere. Sin embargo, una vez que ha conseguido su objetivo, se desinteresa por completo y lo abandona rápidamente. Por otro lado, es capaz de obcecarse y pasar toda una tarde acabando un puzle o intentando ganar en un videojuego. 4. No tiene costumbres regulares. Desde que era bebé, cambia el día por la noche. Cuando ya es más mayorcito, siempre quiere meterse en la cama de los padres. Picotea todo el día, se salta las comidas y, cuando quiere algo, tiene que satisfacerse en el acto. 5. Es desconfiado y no le gustan las novedades. Es muy puntilloso con las personas que no conoce y se le conoce por ser el terror de las niñeras. No le gustan los juegos nuevos, ni los traslados, ni los desplazamientos, aunque sólo se limiten a los objetos que hay en su escritorio. Desconfiado, se niega a probar la comida que no conoce y a experimentar nuevas situaciones. 6. Le molesta todo. Desde el ruido del frigorífico a la lámpara que se mueve por una corriente de aire, a los jerséis que pican y a la ropa demasiado ajustada. No soporta el olor de la col, odia el perfume de lavanda, las espinacas le provocan arcadas y la pasta nunca está bien cocida. En invierno, las chaquetas nunca le abrigan lo suficiente y en casa siempre va descalzo. 7. Es exagerado, incontrolable, insoportable, pero también… Cualquier expresión de sus emociones es extrema. Cuando llora, llora a moco tendido.

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Cuando se ríe, lo hace a carcajada limpia. En medio de un berrinche, se tira al suelo, da patadas, araña, muerde y rompe todo lo que encuentra a su paso. Con él no hay un minuto de tregua, es un continuo correr para ver qué ha ocurrido. Nunca está contento, es gruñón, siempre está enfadado, insatisfecho, enojado… Pero también es amable, servicial, afectuoso, entusiasta, alegre, juguetón, creativo, bromista e inteligente. A veces, es un niño de ensueño, un niño “añil”, como alguien define a estas pequeñas y maravillosas fieras. William Sears, de la Facultad de Medicina de la Universidad de California, en Estados Unidos, confirma que el niño atareado, tenso, extenuante, audaz, enérgico, testarudo, impaciente, decidido, obstinado y provocador, podrá ser un adulto entusiasta, impetuoso, apasionado, expresivo, lleno de recursos, perspicaz, capaz de imponerse, decidido, constante, encantador, intuitivo, social, imparcial, compasivo, afectuoso y tierno. Tras varios años de investigación, ha concluido que, conforme el niño pasa de la infancia a la adolescencia y a la edad adulta, estas características pueden transformarse en cualidades de gran valor. Para que esto ocurra, recomienda: «Es fundamental que los padres tengan más en cuenta los aspectos positivos del niño que los negativos».

¿SON NIÑOS PERTURBADOS? Tras años de estudio y de trabajo con familias de niños “insoportables”, el psiquiatra americano Stanley Turecki, fundador y director del Centro para el niño difícil de Nueva York, ha llegado a las siguientes conclusiones: ■ Los niños difíciles, hiperactivos o excitados son absolutamente normales: no presentan daños cerebrales, ni necesitan tratamientos psicológicos o psiquiátricos, ni están perturbados emocionalmente. ■ Si son difíciles, la culpa no es de los padres: es una cuestión de temperamento. Estas afirmaciones, que son muy importantes, nos permiten afrontar sus intolerancias sin hacernos sentir culpables.

EMPECEMOS POR LAS PALABRAS Lo primero que hay que hacer, cuando nos referimos a nuestros hijos, es eliminar la palabra “difícil” de nuestro vocabulario, y sustituirla por la palabra “exigente”.

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“Exigente” es una palabra que no presenta connotaciones negativas. La persona exigente tiene un estándar muy elevado, aprecia sólo lo mejor y no le gustan las imprecisiones. En lugar de definir al niño como agitado, excitado, hiperactivo, insatisfecho, nervioso, caprichoso o consentido, esforcémonos por describirlo con un término que, a pesar de presentar las características del niño, sea positivo. El niño exigente no es “nervioso”, sino que tiene necesidades por satisfacer; no es “difícil”, porque si le ofrecemos la atención que necesita es muy fácil quererlo: sabe lo que quiere y lo consigue. No es “insolente”, sino que se enoja si nota que no le escuchan o no le comprenden. El niño exigente invierte una extraordinaria cantidad de energía en cualquier cosa que hace: grita más fuerte, se ríe con más ganas y protesta con más fuerza si no se satisfacen sus necesidades. Es muy sensible, activo, intuitivo y, por esta razón, requiere más atenciones. Si cambiamos el modo con el que definimos su comportamiento, nos daremos cuenta de que nuestra actitud hacia él también cambiará y nos enfadaremos menos con él. Es decir, se trata de describir con respeto lo que hace, sin dar opiniones. Por ejemplo: • No digamos: Es testarudo, sino: Sabe lo que quiere. • En lugar de decir: No quiere ir a la cama, digamos: No tiene sueño o Está demasiado cansado para conseguir dormirse. • Y sustituyamos: No come nada, por: Ahora no le apetece comer.

ACEPTAR LAS EMOCIONES, PERO NO EL COMPORTAMIENTO Esta actitud de respeto hace que el niño tome conciencia de sus experiencias y, por consiguiente, que tenga menos miedo de sus emociones negativas. «Las emociones son siempre amistosas», afirma el psicólogo americano Thomas Gordon. Y añade: «Cuando un padre demuestra con la escucha que acepta los sentimientos del hijo, este último se siente alentado a aceptarlos él también…». Es el primer paso para aprender a controlarlos. Pero cuidado: aceptar y comprender no significa estar de acuerdo; no implica consentir una situación, ni a estar de acuerdo con el comportamiento del niño y con el modo que tiene de expresar sus propias emociones. Como veremos en las páginas siguientes, solamente significa que, escuchando de forma atenta y partícipe, se respetan sus sentimientos y sus deseos, aunque sean diferentes a los nuestros.

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Cuando el niño tiene un problema, quiere decir que está viviendo sentimientos difíciles: miedo, rabia, deseo de venganza, celos, desinterés, decepción y preocupación. Por lo tanto, al ponerle límites, es importante hacerle entender que comprendemos lo fuerte que son sus deseos y sus expectativas. Aunque hay que tener en cuenta un principio: los sentimientos y los deseos no son correctos o equivocados, como las soluciones de los problemas de matemáticas. Por muy exagerados e irrazonables que nos puedan parecer, ¡existen! Y, cuando aparecen, no se pueden negar o infravalorar. El niño necesita, sobre todo, sentirse comprendido: si ve que reconocemos su deseo, se adaptará con más facilidad a nuestras prohibiciones y a nuestras normas. T. Berry Brazelton explica: «La experiencia enseña que, cuanto más se permite al niño que exprese sus sentimientos, menos violenta será la rebelión cuando haya crecido». Por otra parte, si la tristeza o la rabia se ignoran o se tratan de exageraciones, el niño llegará a la conclusión de que no son emociones aceptables. Conforme vaya creciendo, si los padres sólo lo aceptan cuando es “bueno”, empezará a esconder a los demás, e incluso a sí mismo, sus partes consideradas “malas”. Pero la rabia que no se ha manifestado en la primera infancia no desaparece. Reprimida, se acumula con el paso de los años, hasta que, una vez llegado a la adolescencia, el chico, ahora ya bastante mayor como para no temer ningún castigo físico, ya no la puede contener y estalla, dejando a sus padres consternados y perplejos.

PONER LÍMITES CON COMPRENSIÓN El hecho de que comprendamos por qué se expresa con prepotencia y agresión nunca debe permitir al niño relacionarse con los demás de esta manera. A veces, nos satisface ver cómo se impone con la fuerza, y nos tranquilizamos porque pensamos que de mayor sabrá defenderse. En realidad, numerosas investigaciones han demostrado lo contrario: si se deja al niño “hacerse el valiente”, habrá muchas probabilidades de que muestre comportamientos antisociales en la adolescencia y en la edad adulta. Por lo tanto, veamos cómo enseñarle a respetar a los demás sin negarse a sí mismo. Los principios que hay que tener presentes son los siguientes: ■ No permitamos que consiga sus objetivos con la prepotencia.

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SIETE CONCEPTOS QUE HAY QUE RECORDAR El célebre pediatra americano T. Berry Brazelton recuerda a los padres, que se preocupan por las rebeliones de los hijos, los siguientes puntos. ■ LOS BERRINCHES también enseñan lo que significa ser queridos y odiados apasionadamente. En un momento determinado, se está lleno de afecto y, poco después, se estalla de rabia. Como entre enamorados, el rechazo va seguido de una reconciliación, que hace apreciar aún más el amor. ■ CUANDO LOS NIÑOS, Y DESPUÉS LOS ADOLESCENTES, SE REBELAN, aprenden a ser independientes. Sin embargo, cuanto más autónomos intentan ser, más válvulas de seguridad y cariño necesitan. ■ HASTA LOS CINCO AÑOS, ES NATURAL QUE UN NIÑO DESOBEDEZCA. Si abandonara sin pelear, no tendría un comportamiento normal. Por lo tanto, esperemos que se rebele antes de someterse, especialmente si sabe que lo que le pedimos es importante. ■ PRESENTÉMOSLE DESAFÍOS. No esperemos que sea siempre él quien tome la iniciativa. Estimulémosle, en cambio, para que experimente cosas nuevas: ¿Quieres que te enseñe a llamar por teléfono? ■ PREOCUPÉMONOS SOLAMENTE SI ES DEMASIADO BUENO. Un niño demasiado obediente es más preocupante que un niño rebelde. Quien nunca experimenta la necesidad de poner a prueba los propios límites y se esfuerza siempre por complacer a todos, sacrifica su propio desarrollo. ■ ENSEÑÉMOSLE A LIBERARSE DE SUS EMOCIONES. Convenzamos al niño para que no reprima sus sentimientos, sino que los manifieste a través del cuerpo: que no pegue al hermano pequeño, sino que se desahogue dando puñetazos al cojín, que corra o grite. Si está triste, digámosle que no se avergüence de llorar. SI encuentra una vía de desahogo a sus emociones, aprenderá a dominarlas. ■ EL NIÑO NO DEBE DUDAR DE NUESTRO AMOR ni siquiera cuando se comporta mal. Si estamos pasando un momento difícil, intentemos encontrar el tiempo y la manera para tranquilizarle, haciéndole ver que lo queremos a pesar de que, a veces, tenemos poco tiempo que dedicarle.

Hagámosle entender que de esta manera no puede conseguir nada: cuanto más insista, menos ganas tendremos de escucharle. ■ Enseñémosle una manera alternativa para expresar civilizadamente sus propios estados de ánimo. Manifestemos claramente nuestro malestar por el modo que utiliza para expresarse: No me gusta cuando te obsesionas

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así. Si quieres algo, pídemelo de otra manera. ■ Exijamos que repita correctamente lo que quiere y después recompensémosle con una caricia: Me ha gustado la forma que has utilizado para pedírmelo. Si puedo, intentaré complacerte. El niño aprende a relacionarse con los demás con respeto porque se siente respetado. ■ Consolemos siempre su llanto, por muy absurdo, insistente e injustificable que nos pueda parecer. Los niños son seres humanos que se comportan según nuestros mismos principios: cuando estamos enfadados y nos tratan con amabilidad, paciencia y comprensión, nuestra rabia desaparece. Lo mismo ocurre en la relación con nuestros hijos. Muchas veces, descubriremos que, además de necesitar límites, nuestros hijos “imposibles” también necesitan comprensión. Lo que importa es lograr distinguir entre sus deseos y la manera de expresarlos. La petición puede ser legítima, pero el comportamiento lloroso o agresivo, no.

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uando vemos a un niño inquieto y distraído, muy a menudo se oye hablar de un “niño hiperactivo”, es decir, afectado por Attention Deficit Hyperactive Disorder (Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad o TDAH), un trastorno que levanta polémicas en todo el mundo. Pero, ¿cómo se reconoce a un niño hiperactivo? ■ Mueve las manos o los pies continuamente, o bien no para quieto en la silla. ■ Corre por todas partes, incluso en situaciones donde dicho comportamiento no está previsto. ■ Se levanta frecuentemente cuando, sin embargo, debería quedarse sentado. ■ Tiene problemas para jugar o llevar a cabo una actividad de manera tranquila.

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■ No presta atención a los detalles, se distrae y comete errores cuando hace los deberes y realiza tareas. ■ Tiene problemas para prestar atención constantemente mientras hace los deberes. ■ No sigue las instrucciones y no acaba los deberes, y no porque se niegue o no haya entendido las instrucciones. ■ Suele dar la impresión de que no escucha cuando se le habla directamente. Viendo esta lista de “síntomas”, muchos de nosotros reconocemos muchos de los comportamientos habituales de los niños. El síndrome es tan elusivo que, incluso la misma comisión constituida para definir las características de dicho síndrome, el National Institute of Mental Health (Instituto Nacional para la Salud Mental) de los Estados Unidos pone en duda su existencia. Como conclusión de la investigación, los redactores del informe escriben: «Falta una definición precisa del trastorno de hiperactividad. Después de años de investigaciones, el conocimiento de las causas se basa especialmente en conjeturas y, por esta razón, no podemos prevenirlo». Más precisos en la definición del trastorno son los psicólogos de la Organización Mundial de la Salud que, entre las características de la hiperactividad, señalan los problemas de atención: «El niño acostumbra a pasar de una actividad a otra sin acabar ninguna; es impulsivo, a veces, imprudente y sufre accidentes con facilidad. En muchas ocasiones, se encuentra con problemas disciplinarios, más por descuido que por infringir las normas intencionadamente. Carece de límites, prudencia y discreción. Por este motivo, no cae bien a los demás niños y a veces se queda aislado... ». Los psicólogos miembros de la British Psychological Society, la asociación de psicólogos británicos, se muestran, en cambio, mas escépticos: «Como profesionales, deberíamos ser cautos cuando decimos que un niño es hiperactivo sin examinar primero la posibilidad de encontrar otra explicación a su comportamiento. La mayoría de los médicos ingleses ignora que un niño descuidado o inquieto pueda tener una enfermedad psíquica. De hecho, no existe una sola causa para la variedad de comportamientos que comprende la hiperactividad, la agresión, la falta de atención y las actitudes asociales. Los factores que condicionan el comportamiento de los niños en diferentes situaciones son muchos».

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El neuropsiquiatra infantil italiano, Enrico Nonnis, afirma: «Existen muchas dudas de que el llamado síndrome del TDAH sea real. Y, de todos modos, suponiendo que exista, afecta a un número de personas muy inferior a lo que se quiere hacer creer. Además, es una patología no muy clara, porque quien padece hiperactividad presenta otras categorías de diagnóstico y sintomatología como depresión, trastornos obsesivo-compulsivos, trastornos del aprendizaje y del lenguaje, ansiedad y alteraciones del estado de ánimo».

QUÉ DICEN LOS EXPERTOS Según la última versión del Manual diagnóstico y estadístico de los desórdenes mentales, el texto sobre el que se basan en sus diagnósticos los psiquiatras de todo el mundo, hay tres tipos de hiperactividad: ■ El hiperactivo-impulsivo ■ El hiperactivo-inatento ■ El que es impulsivo e inatento a la vez. Veamos las características de cada uno de ellos. EL NIÑO HIPERACTIVO-IMPULSIVO Este tipo de niño no para de moverse y, por lo tanto, le resulta muy difícil estar sentado en clase o en la mesa del comedor escolar. Lo toca todo y se entretiene con cualquier cosa. No consigue estar callado ni un momento. No para de moverse en la silla y siente un irresistible impulso por levantarse cuando está comiendo. Se siente obligado a estar ocupado e intenta hacer muchas cosas a la vez. No consigue controlar sus propias reacciones o pensar antes de actuar. Hace comentarios inoportunos, muestra sus emociones sin ningún obstáculo y reacciona de forma impulsiva sin pensar mínimamente en las consecuencias. Su impulsividad le hace difícil esperar su turno, cuando está en la cola para comer en el comedor del colegio o cuando tiene que jugar. Si está enfadado, es capaz de quitarle un juguete de las manos a un compañero y tirárselo a la cabeza. Durante la época de la adolescencia, o cuando ya ha llegado a la edad adulta, la persona hiperactiva-impulsiva elige impulsivamente hacer cosas que dan un resultado inmediato, en lugar de comprometerse en activida-

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des que requieren un esfuerzo más satisfactorio y remunerativo. He aquí algunos signos de la hiperactividad-impulsiva. ■ Ser inquieto, jugar con las manos y los pies, y no parar de moverse en la silla. ■ Correr, trepar o levantarse cuando debería quedarse sentado y quieto. ■ Contestar incluso antes de haber escuchado la pregunta hasta el final. ■ Tener problemas para permanecer en la fila, o esperar su turno. ■ Estar distraído. EL NIÑO HIPERACTIVO-INATENTO Sueña con los ojos abiertos, se confunde fácilmente, siempre está en las nubes, es letárgico y se mueve lentamente. Tiene problemas para adquirir las informaciones rápida y cuidadosamente como los demás niños. Cuando se le dan instrucciones, verbales o escritas, le cuesta entender lo que tiene que hacer y comete errores. Sin embargo, se queda sentado tranquilo y sin molestar. A veces, hasta da la impresión de que trabaja, pero no presta atención a lo que está haciendo ni entiende el ejercicio que tiene que hacer ni las instrucciones que recibe. Hacer los deberes en casa le resulta muy difícil y acaba siendo motivo de infinitas frustraciones tanto para él como para sus padres: se olvida de hacerlos, pierde el cuaderno o se deja los libros en la escuela y, cuando los hace, las hojas están llenas de errores y borraduras. En clase, en el patio, o en casa, no causa demasiados problemas. A diferencia de los niños impulsivos, congenia más fácilmente con los demás niños y no tiene los mismos problemas para socializarse. Por este motivo, muchas veces, está desatendido aunque necesita la misma asistencia y ayuda que los niños más movidos. EL NIÑO HIPERACTIVO IMPULSIVO E INATENTO Alterna comportamientos característicos de las dos tipologías.

LAS CAUSAS En el citado anteriormente Manual diagnóstico y estadístico de los desórdenes mentales, se lee que los síntomas atribuidos al TDAH «son los mismos

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que se manifiestan cuando el niño está en un ambiente poco estimulante y carente de novedades. Se reducen a lo mínimo si el pequeño está controlado, ocupado en actividades interesantes y se tiene una relación personal con él». ■ Además de influir el ambiente en el que vive, son innumerables las causas que pueden crear en el niño un comportamiento excitado, inquieto y agresivo. ■ Según datos del Instituto sanitario de los Estados Unidos (National Institutes of Health), en el 5 por ciento de los casos, el origen de la hiperactividad podría deberse a alergias y a un consumo de azúcar desproporcionado. ■ Tampoco hay que excluir el factor genético: entre los hijos de padres que, de pequeños, mostraron síntomas de hiperactividad, un niño de cada cuatro resulta hiperactivo a su vez, mientras que, en la población general, la incidencia de este trastorno es de uno de cada 20 niños. ■ Además, el hecho de que los gemelos tienden a manifestar ambos los síntomas de la hiperactividad, confirma la importancia del factor genético en la aparición del trastorno.

CÓMO AFRONTARLO Antes de recurrir a los fármacos, los pediatras más prudentes recomiendan seguir los consejos de un psicólogo o de un especialista. Para una investigación realizada por el Instituto Nacional de Salud Mental, en Italia, se seleccionó un grupo de 597 niños, a los que se les había diagnosticado el síndrome de hiperactividad, y este grupo se dividió en cuatro subgrupos. Luego, se escogió un tratamiento diferente para cada uno de los subgrupos. ■ Terapia farmacológica con administración de un fármaco a base de metilfenidato. ■ Terapia del comportamiento llevada a cabo por un psicólogo. ■ Combinación de la terapia farmacológica y de la terapia del comportamiento. ■ La asistencia de un médico. La combinación de un fármaco a base de metilfenidato y de una terapia del comportamiento resultó la más eficaz y, además, requirió dosis inferio-

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res de fármaco. Hoy en día, los especialistas aconsejan empezar primero con la terapia del comportamiento y recurrir a la farmacológica sólo en el caso de que no se obtengan resultados. Se recomienda el uso del fármaco sólo cuando las relaciones en la familia resulten insostenibles. Además, hay que tener en cuenta que el metilfenidato sólo es útil para aplacar la inquietud del niño y su incapacidad de concentración, pero no es eficaz para regular la agresividad: si se utiliza durante un tiempo, pierde su eficacia y puede provocar adicción. Para evitar abusos, determinadas instituciones tienen la función de controlar que las prescripciones sean correctas, que sean administradas por los centros especializados instituidos en las distintas Comunidades, y que tengan el efecto esperado. El metilfenidato, que se prescribió hasta marzo de 2004, aparecía en la Tabla nº 7 de Farmacopea, junto a la cocaína, los opiáceos, la heroína y el Lsd Desde aquella fecha, por decreto ministerial, ha sido desplazado a la Tabla nº 4, donde se encuentra la benzodiazepina, es decir, los psicofármacos. Algunas asociaciones de padres de distintos países han presentado una acusación colectiva contra la empresa farmacéutica suiza que la fabrica, ya que el fármaco producía dolor de estómago, jaquecas, nerviosismo, insomnio, mareos, náuseas, alteraciones en la tensión arterial, taquicardia y contracciones involuntarias conocidas como Síndrome de Tourette, que puede producir en el paciente depresiones tan fuertes que incluso pueden modificar su personalidad.

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EL TEST ASIGNAD A CADA PREGUNTA LA PUNTUACIÓN QUE MEJOR DESCRIBE AL NIÑO EN RELACIÓN A LOS COETÁNEOS DE SU MISMO SEXO: 0 = nunca

1 = alguna vez

Para evaluar la falta de atención 1. Al niño le resultan difíciles las actividades que requieren un determinado nivel de atención. 2. Le cuesta mantener la atención y seguir instrucciones para desarrollar determinadas tareas o actividades: a menudo, no las termina o empieza a hacer otras cosas. 3. Cuando le hablamos, parece no escuchar. 4. Aunque no se oponga ni se equivoque, no sigue las instrucciones y no lleva a término los deberes y los recados. 5. Le cuesta organizarse para terminar sus tareas o sus deberes. 6. Evita, y no le gustan, las tareas que requieren un esfuerzo mental continuado (como los deberes de la escuela). 7. No consigue mantener sus cosas ordenadas, por lo que a menudo pierde el material necesario para sus actividades (libros, agenda y juguetes). 8. Se distrae con cualquier estímulo por pequeño que sea. 9. Es olvidadizo en las actividades diarias.

2 = a menudo

3 = muy a menudo

Para evaluar la hiperactividad-impulsividad 1. Cuando está en su silla, juguetea con las manos y los pies, no está quieto y se mueve continuamente. 2. En la escuela, como en otras situaciones en las que debería quedarse sentado, se levanta. 3. Corre, salta y trepa en ocasiones inapropiadas. 4. Tiene dificultad en aplicarse con tranquilidad en actividades de recreo. 5. Está continuamente presionado y a menudo se porta como si estuviera accionado por un motor. 6. No consigue estar en silencio: habla demasiado. 7. Responde antes de que la pregunta finalice. 8. Espera su turno con dificultad. 9. Interrumpe o interfiere en los juegos y en las conversaciones de los demás. SI EL RESULTADO FINAL DE CADA PARTE DEL TEST ES SUPERIOR A 14, SE RECOMIENDA UNA EVALUACIÓN DIAGNÓSTICA.

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n periódico humorístico publicó hace muchos años una viñeta donde una madre mira a su hijo que está colgado peligrosamente de la rama de un árbol, mientras le suelta una serie interminable de posibles catástrofes: ¡Juan! Si no bajas enseguida de la rama, te vas a resbalar, te caerás y te romperás una pierna. Te cortarás la carótida con los cristales que hay en el suelo, la ambulancia llegará tarde y se equivocará de dirección. Perderás dos litros de sangre, te quedarás en cuidados intensivos doce meses… ¿Y cómo crees entonces que me sentiré yo? Paradójicamente, las palabras de esta madre angustiada reflejan toda la gama de emociones y mensajes que inconscientemente, y con toda la buena fe, todos nosotros transmitimos a los niños en cierto modo. Para intentar que “mejoren” y ponerlos en guardia contra presuntos o verdaderos peligros, les acribillamos con recomendaciones, predicciones y advertencias, dejando aparecer un futuro cargado de consecuencias catastróficas.

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Lo hacemos con las mejores intenciones, para llevarlos por el camino correcto, para convencerlos de que cambien y alejarlos de peligrosas tentaciones. Pero, ¿qué conseguimos? Normalmente, lo contrario de lo que nos habíamos fijado. No es una casualidad que una de las frases más repetida por los padres sea: ¿Cuántas veces te lo tengo que decir? En la mente del niño, aunque sea inicialmente, desde que es muy pequeño, se acumulan dudas, temores e inquietudes: ¿Quién soy yo?; ¿Conseguiré ser bueno?; ¿Seré capaz de que me quieran? Son preguntas relativas a la definición de sí mismo y de su identidad, en base a las cuales construirá su propia vida de adulto. La manera, positiva o negativa, con la que respondamos a estas preguntas influirá profundamente en su inconsciente. Nuestros mensajes reaparecerán en los momentos de crisis transmitiéndole valor o desinterés. Por ejemplo: • Eres bueno / ¿Podrás dejar de hacer trastadas? • Eres capaz de congeniar con todos / Mira tu prima, ¡tiene un montón de amigas! • Eres inteligente / Siempre tendrás problemas en los estudios. • ¡Qué dibujo lleno de colores! / ¡No se entiende nada! • Estás sano: las enfermedades te fortalecen / Tienes que cuidarte. Sin duda, no tienes una salud de hierro. • Eres guapa / Tienes los ojos un poco pequeños.

Los psicólogos llaman a dichas afirmaciones “atribuciones”, una palabra que, originariamente, significaba “asignar a una tribu”, es decir, colocar a alguien en un grupo, o categoría, del que difícilmente conseguirá liberarse. De adultos, las atribuciones nos perseguirán y seremos incapaces de liberarnos de ellas en nuestra vida diaria y en la relación con los demás. Cuántas veces hemos oído diálogos de este tipo: - ¿Por qué no pides un ascenso a tu jefe? - ¡No soy lo bastante bueno! - ¡Es exactamente la fotocopia de tu ex marido! ¿Por qué has vuelto a caer? - Con lo fea que soy, ¿quién me va a querer? - ¿Por qué no has hecho el examen? - Mi padre siempre me lo decía: ¡aún gracias que no repites curso!

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- ¿Por qué dejas que te traten así? - Soy tímido. ¡Es más fuerte que yo!

Afirmaciones como: No soy lo bastante bueno; Soy fea; ¡Nunca lo conseguiré! o Soy tímido, no salen de la nada: las hemos oído cuando todavía no podíamos comprobar su veracidad. Son los pensamientos que nos han inculcado desde pequeños. Un niño que oye cómo le dicen continuamente que no es “bueno”, se convence de que no lo es y seguirá creyéndoselo. Llamar “pesado” a un niño, desde por la mañana hasta por la noche, hace que se sienta rechazado y, por reacción, se transforme efectivamente en un pesado. De la misma manera, a fuerza de oír cómo le repiten sin parar: Pobrecito, no es muy espabilado, el niño se convencerá de que los adultos tienen razón. ¿Cómo conseguir cambiar un punto de vista? ¿Cómo podemos deshacernos de una interpretación que nosotros mismos hemos impuesto en el comportamiento de nuestros hijos? Veamos un ejemplo. Primera interpretación He aquí el relato de Marta, que tiene dos hijos de cinco y siete años. Vuelvo a casa exhausta después de un día de trabajo agotador y más de una hora de transporte público. Llego a la puerta de casa y oigo gritos y golpes en el interior. Era de esperar: se están peleando otra vez… pienso abrumada por un inexpresable agotamiento. Entro decidida y enseguida declaro la guerra: ¿Será posible que no se os pueda dejar solos un minuto? Con el rabillo del ojo, veo la cara arrepentida del mayor, y la sombra de una sonrisilla maligna en la cara del pequeño. Así grito al mayor: Siempre la misma historia. Tú, tan mayor y fuerte como eres, ¿no te da vergüenza pegar a tu hermano? Vete a tu habitación. Después, vuelvo a pensar en la sonrisilla del pequeño y pierdo los estribos: ¡Y tú quítate esa estúpida sonrisa de la cara! ¿Crees que no sé que eres tú quien provoca todo esto? ¡Esta tarde no hay tele ni cena! ¡Os sentará bien el ayuno! Me siento en el sofá y me tomo una pastilla para la tensión.

Podemos pensar que es una reacción más que justificada. El psicólogo australiano Steve Biddulph observa: «En realidad, los comentarios de este tipo

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no se limitan a maltratar momentáneamente a los hijos, sino que también ejercen un efecto hipnótico, actúan inconscientemente como un condicionamiento que modela la imagen que el niño tiene de sí mismo hasta convertirse en parte de su personalidad». Segunda interpretación Al oír los gritos y los golpes, como Marta, nosotros seguramente también llegaríamos a la conclusión de que los dos niños se estaban peleando. Pero no tiene por qué ser así. Intentemos dar a lo ocurrido una interpretación distinta. Llego a casa y, estando todavía en la puerta, oigo gritos, golpes y silencios preocupantes. Son niños, pienso. Con esta lluvia, están siempre metidos en casa, y necesitan desahogarse… ¡Mientras no se hagan daño! Les saludo, les doy un beso, tiro el bolso en el sofá y les invito a lavarse las manos porque les tengo preparada una buena merienda.

El escenario es idéntico al descrito anteriormente, pero la interpretación que se ha dado es opuesta. En el primer caso, el cansancio, el enfado y nuestra convicción nos llevan a una interpretación pesimista: Se están pegando, son agresivos, siempre están igual, no los aguanto más… No sé dónde darme un cabezazo. En el segundo caso, partimos de una premisa opuesta, optimista: Están luchando, no pegándose; lo importante es que no se hagan daño. Ahora les tranquilizaré con una sabrosa merienda. La interpretación por parte de los dos niños es clara. En el primer caso, inmediatamente se sienten considerados como lo que son: el mayor, agresivo y prepotente; el pequeño, mentiroso y mártir. Sin embargo, si se aplica la interpretación de la lucha, los niños se sienten comprendidos y agradecen a su madre que haya entendido su situación. Según la interpretación que escojamos, nuestra intervención será competente o reivindicativa, imparcial o acusatoria. Y la reacción de nuestros hijos corresponderá a nuestra interpretación: en el primer caso, se rebelan, se quedan resentidos y sólo esperan la próxima ocasión para rodar de nuevo la misma “película”. En el segundo caso, captan el mensaje y obedecen.

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¿SE PUEDE SER COMPETENTE SIN JUZGAR NI CASTIGAR? Pero, ¿cómo se puede ser competente sin juzgar ni castigar? Hay cuatro premisas para establecer una relación positiva con nuestros hijos. • Vaciar el propio ánimo de resentimientos. • Liberarse de los imperativos categóricos. • Identificarse con el estado de ánimo del niño. • Guiarle, aumentando al mismo tiempo la autoestima. Veamos, entonces, cómo tener éxito en este tema. ■ Vaciemos nuestro ánimo de resentimientos ¡Lo hace a propósito! ¡Ya estamos con lo mismo! ¡Lo que te digo yo nunca te parece bien!

¿Qué tienen en común estas frases? Imputan al niño intenciones o comportamientos que están presentes únicamente en nuestra mente. Proyectamos en el comportamiento del niño una sombra que tiñe sus acciones de una intencionalidad que en realidad no está presente. El pediatra y pedagogo italiano Roberto Albani observa: «Los niños actúan bajo el impulso de necesidades imperiosas e inaplazables que nosotros los adultos muchas veces no conseguimos percibir, porque hemos olvidado lo que sentíamos de pequeños». Cuando tienen hambre, quieren sentirse satisfechos inmediatamente y lloran despiadadamente. Cuando son más mayores, nos molestan continuamente con preguntas hasta que consiguen satisfacer su curiosidad. Tristes, enfadados, celosos, ansiosos, decepcionados o simplemente aburridos, no consiguen disimular sus sentimientos: los manifiestan “de manera infantil”. Si conseguimos mirar sus intolerancias como características de una personalidad que todavía se está formando, conseguiremos comprenderlas mejor y, a veces, hasta las apreciaremos. Los niños están en la edad de los descubrimientos, quieren probar, explorar, tocar, componer y descomponer todo lo que encuentran al alcance de la mano. Deberíamos preocuparnos si no fuese así, si se quedaran indiferentes y apáticos ante los infinitos estímulos que descubren en el mundo que

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les rodea. Si no fuera precisamente por sus sofocantes peticiones, no los conoceríamos ni los querríamos. La madre, María, explica: Para Laura, de tres años, el problema son los calcetines. Ordenada, puntillosa y meticulosa como su abuela, ¡o mi madre! Me acuerdo que, de pequeña, tenía entonces peleas con ella. Ahora, como venganza, me encuentro con las manías de precisión obsesivas de mi desesperante y adorada hija. ¡Los calcetines! Tienen que estar planchados perfectamente, rectos perfectamente, exactamente a la misma altura, ni siquiera un millonésimo milímetro de diferencia. Al principio me enfadaba, me sacaba de quicio y, cuanto más rápido intentaba ir, ella más se obstinaba. Después me dije: «¿Por qué me tengo que enfurecer y tomarla con ella? Es así. Es meticulosa y ordenada. A cuántas madres no les gustaría tener una hija así; ¡yo tengo la suerte de tener una!».

■ Liberémonos de los imperativos categóricos Los psicólogos explican que los imperativos categóricos son como ídolos, algo limitado que se transforma en absoluto y que se adora a pesar de que haya sido creado por nosotros mismos. Como padres, cada uno de nosotros tiene sus propios imperativos categóricos o, si se prefiere, sus propios ídolos. La habitación tiene que estar siempre en perfecto orden. ¡No hay que dejar nada en el plato! Los niños tienen que llevarse bien; no hay que pelearse.

Objetivos todos ellos dignos de elogiar y de perseguir. El error está en pensar que para los niños estos hechos son costumbres adquiridas y comportamientos consolidados: en resumidas cuentas, ídolos, y no agotadoras conquistas que requieren tiempo, intentos y errores para ser alcanzadas y perfeccionadas día tras día. Decepcionados por el hecho de que nuestro hijo no corresponde a nuestro ideal (¡y no es por casualidad que “ideal” e “ídolo” tengan la misma raíz!) le enjaulamos en una definición: Testarudo, torpe, inútil, meticuloso, impetuoso, indeciso, inconstante, egoísta, prepotente… de la que, nosotros primero, pero él también, tendremos que luchar para liberarnos.

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Todas sus acciones son interpretadas según la etiqueta que le hayamos asignado, descuidando otros aspectos de su carácter que no entran en lo que ahora es un preconcepto que nos hemos construido de él. Actuando así, en lugar de corregir, como quisiéramos, intensificamos los aspectos negativos de su carácter. ■ Identifiquémonos con su estado de ánimo Intentemos imaginar que vivimos en un mundo poblado de gigantes de cuatro metros de altura y con un peso de dos quintales: seguramente, no nos encontraremos a gusto, forzados a ver sólo los pantalones o el borde de la falda de las personas que están a nuestro alrededor, dominados por su grandeza. Es el mismo sentido de inadecuación que los niños experimentan cuando se enfrentan a nuestras dimensiones físicas: ¡no se sienten a la “altura” de la situación! Y su sensación de inadecuación es todavía mayor cuando deben enfrentarse a los problemas de la vida cotidiana. Pero, paradójicamente, mientras que solemos ser comprensivos con las limitaciones físicas de nuestros hijos, lo somos mucho menos con relación a sus capacidades de controlar impulsos y emociones. • Damos nombres: ¡Eres tan prepotente y agresivo como siempre!; ¡Has vuelto a hacer una trastada!; ¡Te lo dije! • Comparamos: Porque todos los demás… y tú en cambio…; ¡Mira tu hermano (hermana) qué bien se porta! • Generalizamos: ¡No sabes controlarte!; ¡Nunca estás quieto!; ¿Podrás alguna vez comer sin ensuciarte? • Comunicamos desconfianza: ¡Sabía que acabaría así!; ¡No se puede confiar en ti!; ¡Te lo dije! Si reflexionamos sobre estos mensajes, nos daremos cuenta de que sólo transmiten desconfianza, malestar, decepción y escasa consideración. Son frases que nunca usaríamos con un adulto y que, en cambio, sentimos que debemos pronunciarlas con nuestros hijos, convencidos de que cumplimos con nuestra obligación de educadores. Pero, si nos paramos a pensar, nos daremos cuenta fácilmente de que nuestras palabras, antes que incitar al cambio, quitan las ganas de mejorar. Asignan al niño un papel del que no consigue salir: Si mis padres (de quienes me fío plenamente) piensan que soy malo, torpe, tonto, prepotente…, seré así de verdad… No sirve de nada intentar cambiar. Inconscientemente, el niño se sentirá casi obligado a interpretar el papel que le ha sido asignado. Como demuestran innumerables

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investigaciones llevadas a cabo por todo el mundo, la predicción acabará por hacerse realidad. ■ Guiémosle aumentando su autoestima Si queremos verdaderamente ayudar a nuestro hijo, tenemos que esforzarnos por ayudarle a construir su autoestima. Cuando hace una trastada, necesita que le ayuden, no que le griten. A nosotros también nos pasa: si, al levantarnos de la mesa, tiramos la taza del café sobre el traje de nuestro invitado, lo último que desearemos en ese momento es que alguien nos riña por nuestra torpeza y nos haga sentir aún más idiotas. No hay ninguna razón para pensar que un niño no se avergüence y humille del mismo modo. Sé que te ha sentado muy mal haber tirado el vaso, dice Sara, madre de Silvia, de cinco años. A veces, se escapan de las manos; a mí también me ha ocurrido. Ahora, pide perdón a la señora por haberle manchado el vestido. La próxima vez, coge el vaso con las dos manos. Mira, te enseño cómo se hace. La próxima vez, el niño se asegurará con todas sus fuerzas de que la trastada no se repita.

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iuliana Ukmar, terapeuta familiar, explica que «la consecuencia final de una educación de carácter permisivo es una personalidad que acaba en una peligrosa psicosis, difícil de curar. Los niños que han crecido sin normas, son víctimas de un delirio de omnipotencia que les induce a crearse una realidad a su medida. Se creen pequeños reyes que poseen la varita mágica, pero están profundamente tristes, y carecen de satisfacción y del derecho a ser guiados por adultos responsables. A vuestros hijos sólo tenéis que darles seguridad, nunca dudas. Y, después de haber dicho algo, os debéis mostrar firmes e inamovibles, al menos con los niños menores de diez años». Este consejo con el que, en líneas generales, estamos absolutamente de acuerdo, es difícil ponerlo en práctica. Intentemos, entonces, imaginar situaciones que ocurren cada día y que siempre provocan en nuestros hijos reacciones inesperadas, que nos dejan desconcertados y hacen que nos rindamos rápidamente.

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PRIMER ESCENARIO ¡Ponte el vestido que te ha comprado la abuela!, insiste persuasiva la madre de Natalia, de dos años y medio, enseñándole un magnífico vestido azul. ¡No! ¡Quiero el mío!, contesta decidida Natalia, mientras se esfuerza por conseguir casi inútilmente entrar en el vestido del año anterior. SEGUNDO ESCENARIO Isabel permanece inmóvil, en medio del pasillo del hipermercado, rodeada de curiosos que la miran con una mezcla de compasión y desaprobación. Su hija de dos años se ha tirado al suelo y grita desesperadamente. Sostiene contra el pecho un conjunto de manicura muy caro mientras, a su alrededor, hay paquetes de cereales y bolsas de caramelos esparcidos por el suelo. Entre los sollozos apenas se entiende lo que repite obsesivamente: ¡Yo lo quiero, lo quiero y lo quiero! TERCER ESCENARIO Con la nariz pegada en el escaparate empañado, el pequeño Marcos se niega a moverse, se encoge de hombros y espera. Por su experiencia sabe que el no se convertirá en un sí. Él insiste y su madre cede. Entra en la tienda de juguetes y salen tres: él, su madre y la nave espacial electrónica. Son escenas de testarudez normal, que los padres de niños entre dos y seis años conocen muy bien. Pero, ¿cómo es posible que nuestros hijos sean capaces de transformarse en rebeldes testarudos?, nos preguntamos preocupados. ¿Son presagios de una adolescencia tempestuosa o señal de una fuerte personalidad? Ninguna de las dos hipótesis es correcta. Más bien es que, cuando llegan a esta edad y ganan una cierta autonomía, los niños necesitan distinguirse de sus padres. La dependencia, que antes les daba seguridad y protección, ahora empieza a molestarles y, a veces, hasta se sienten oprimidos. Quieren hacerlo todo solos, aunque no sepan todavía lo que realmente desean. Este momento es crucial en el crecimiento. El niño explora los límites; quiere saber lo que puede hacer, desea superar obstáculos para adquirir seguridad en sí mismo, aumentar su autoestima y poner a prueba la fiabilidad de las normas y de los valores que sus propios padres representan. La rebelión del no es la prueba de su crecimiento cognitivo y emotivo. Ahora, se siente preparado para avanzar hacia nuevos territorios. Intenta hacerlo todo solo, aunque, confundido por todas las opciones que se le presentan, todavía no sabe lo que quiere.

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EL ENCANTO DE LO PROHIBIDO Los niños aprenden primero a decir que no y sólo después de los dos años empiezan a decir que sí. El sí no está asociado a la entusiasmada sensación de autonomía o a la tensión del desafío. Es como si el pequeño rebelde hubiese descubierto que puede invertir su telescopio, que hasta ahora apuntaba a lo lejos para examinar el mundo, para apuntarse a sí mismo y observar un yo engrandecido, lleno de ese sentimiento de omnipotencia característico de la primera infancia. Cuando el niño niega, paradójicamente, se afirma a sí mismo sus gustos, sus deseos o sus capricho. El pequeño no sabe todavía lo que quiere, pero insiste en tenerlo. Sus cabezonerías representan la primera y completa declaración de identidad. Lo que nosotros llamamos caprichos, chantajes o desobediencias, para el niño son el modo de establecer cuál es la relación entre él y los adultos. Poniéndolos en práctica, el pequeño consigue tres objetivos: ■ Se da cuenta de hasta dónde puede llegar. Los niños aprenden por experiencia personal y no porque les recitemos la retahíla de los sí y los no. Además de querer saber lo rígidas que son nuestras prohibiciones y hasta dónde llegan, quieren saber, sobre todo, si hablamos en serio o si, en cambio, nos limitamos a refunfuñar sin imponer realmente el cumplimiento. Mamá se enfada si me siento en la mesa con las manos sucias, piensa el niño y se pregunta: ¿Hasta qué punto tienen que estar sucias para que se enfade? ¿Y qué ocurre cuando se enfada? Me obliga a lavarlas o por-estavez-lo dejamos-pasar... O bien: Papá grita cuando dejo los zapatos en medio del pasillo. ¿Seguirá gritando? ¿O tarde o temprano hará algo? ■ Atrae nuestro interés. Muchas veces, la única manera de que un niño consiga la atención de los adultos es haciendo alguna trastada. Cuando vuelve a casa de la escuela, su madre está hablando por teléfono y, por la noche, cuando llega su padre, hay que callarse porque dan las noticias en la tele. Entonces, en muchos casos, inconscientemente, intenta atraer la atención sobre sí mismo: corre con el triciclo por el pasillo y acaba contra la vitrina de la vajilla. Los padres le riñen, y seguramente le prohibirán ver la tele, pero mientras tanto ha conseguido despertar su interés y se ha asegurado que se interesan por él. ■ Entiende «quien manda» en casa. Mamá me ha dicho que puedo jugar al videojuego, anuncia tranquilo Jorge cuando vuelve su padre por la noche y lo encuentra delante de la pantalla. Es mentira, pero él lo intenta.

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Hay dos posibilidades: o el padre se lo cree y lo deja pasar, o se enfada con la madre. En este último caso, los dos empiezan a discutir y el niño consigue dos resultados: desvía el enfado del padre hacia la madre y, aprovechando el alboroto, sigue jugando con el videojuego.

LA ANSIEDAD DE LO INDEFINIDO ¿Nos hemos encontrado alguna vez en un sitio completamente desierto: sin carreteras y sin árboles o colinas lejanas que nos sirvan como puntos de referencia? Si alguna vez hemos experimentado algo así, nos habremos sentidos literalmente “des-orientados”, es decir, sin un horizonte que pudiera limitarnos. Gianna Polacco Williams, directora del Tavistock Clinic de Londres, famoso por haber sido el primer centro del mundo en aplicar los métodos de la psicología moderna a los niños, declara: «Creo que, en el fondo, un niño al que no se le deja hacer todo lo que quiere, de alguna manera, se siente más tranquilo de encontrar una barrera». Cuando a los niños se les niega algo, se les impone un límite, pero se sienten seguros porque saben que hay alguien que se interesa por ellos. Además, el pediatra Marcello Bernardi advierte: «Atención también significa no reprimir el conflicto entre padres e hijos y no consentir demasiado para obtener silencio. El haz lo que quieras repetido demasiadas veces apaga el interruptor fundamental del crecimiento y las ganas de luchar». Cuando un niño empieza a decir no, y lo hace muy temprano, también es capaz de aceptarlo. Se trata de crear en su interior una referencia, una voz que diga: Esto se puede hacer; esto, en cambio, no. El niño tiene que aprender que algunas cosas no se pueden hacer, no porque lo digamos nosotros, sino porque hacen daño a los demás, disgustan a la madre y al padre, y resultan dañinas incluso para sí mismo. Se dice que si un niño sabe aceptar las negativas, tendrá menos problemas en la edad de la rebelión, es decir, entre los 12 y los 16 años.

CUANDO NUESTROS “NO” NO FUNCIONAN Llueve a cántaros, hace frío, tenemos prisa y David, de cuatro años, no quiere ponerse el impermeable.

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¿Por qué no quieres ponerte el impermeable?, empezamos de buenas, suplicando con voz un poco quejumbrosa. ¡No quiero!, protesta él y volvemos al punto de partida. Un resultado que ya se veía venir. Primero, él ni siquiera sabe exactamente por qué no quiere ponerse el impermeable. Segundo, la respuesta ya nos la ha dado: No quiere. Con el frío que hace, ¿no querrás coger un resfriado? Las preguntas retóricas nunca funcionan. Si queremos que se ponga el impermeable, digámoselo directamente: Está lloviendo. Hay que ponerse el impermeable. ¡Venga! ¡No seas caprichoso! Lo que quiere decir que sus deseos son irrazonables e inaceptables, es decir, se trata de un mensaje que, además de hacerle sentir incomprendido, intensifica su rabia. Si no te pones el impermeable, ¡olvídate de los dibujos animados! Estamos ante un castigo anunciado de antemano o, mejor dicho, ante un chantaje de verdad. El niño se siente obligado a hacer una cosa contra su propia voluntad sólo por miedo a perder otros beneficios. Si te pones el impermeable, esta noche podrás quedarte a ver la tele con nosotros. Del chantaje se pasa a la corrupción. ¡Si no paras, te voy a dar un guantazo! El niño aprende dos cosas: primero, tiene que ponerse el impermeable no porque llueve, sino porque nosotros somos más mayores y más fuertes que él; segundo, cuando llegue el momento, usará la misma técnica para forzar a otra persona a que haga lo que él quiera. ¿Ah sí? ¿Quieres hacer lo que te dé la gana? ¡Ahora vas a ver quien manda! Se trata de una variación de la frase precedente con el agravante de que se pasa a los hechos y se consigue que el niño se ponga el impermeable con la fuerza. El pequeño, en ese momento, está obligado a ceder, pero guardará unos rencores difíciles de olvidar. Si no te lo pones, ¡ya no te quiero! Nosotros sabemos que enfadarnos con los niños no significa dejar de amarlos. De hecho, es justo lo

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contrario, nos enfadamos precisamente porque los queremos. Pero ellos no lo saben. A pesar de la discusión, siempre necesitan aprobación. Por una parte, nos ponen a prueba y, por otra, piden ayuda para independizarse. Para los niños, el miedo a ser abandonados es un sentimiento paralizador que impide el aprendizaje de las normas de comportamiento. Así que, al oír esta amenaza, lo que más les importará será asegurarse del cariño de los padres. Los niños pequeños se angustiarán, mientras que los más mayores y espabilados “cambiarán de canal” y dejarán de escuchar. ¡Haz lo que te dé la gana! Pero después no me vengas quejándote si coges un resfriado. Ha ganado él: nosotros renunciamos a nuestro papel de guía y, al mismo tiempo, le transmitimos un profundo sentido de inseguridad. Siente que le hemos abandonado. Nosotros, que deberíamos ser quienes le deberían proteger y ayudar, le estamos diciendo: ¡Apáñatelas!, abandonándole a su suerte.

Pero, entonces, ¿cómo debemos comportarnos con un niño que se obstina y no quiere escucharnos ni hacer lo necesario para que podamos protegerle? A continuación, exponemos lo que los psicólogos sugieren para conseguir el cariño de nuestros hijos y, al mismo tiempo, que se cumplan nuestras peticiones.

CÓMO PREVENIR LAS PELEAS Intentemos imaginar la siguiente escena: estamos disfrutando de los últimos minutos de la Liga o de cualquier otro espectáculo que nos encanta, cuando viene alguien y nos dice que nos tenemos que ir a duchar o a comer. Nos enfadaríamos con toda la razón. Si lo pensamos bien, es lo que les ocurre a nuestros hijos varias veces al día. Los cogemos, los transportamos, los lavamos, les quitamos la ropa y les llevamos a la cama, a veces, sin ni siquiera avisarles de lo que vamos a hacer. ¡Qué más da, son pequeños!, decimos. Nos olvidamos de despedirnos de ellos cuando salimos de casa, hablamos de ellos en público como si no estuvieran delante, y no tenemos en cuenta que posiblemente tengan sus propios secretos que quieran conservar cuidadosamente. ■ Respetemos los espacios del niño. Por nuestra parte, sólo hacen falta pequeños detalles para transmitir al niño el mensaje de que respetamos su pri-

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vacidad: acordándonos de tocar a la puerta antes de entrar en su habitación, respetando la privacidad de sus cajones, aceptando el hecho de que quiera guardar algunos secretos y dándole la oportunidad de escoger cuándo hablar con nosotros. ■ Limitemos las negativas a lo que realmente cuenta. Decidamos una línea de comportamiento de la que estemos completamente convencidos. Demos pocas normas que sabemos que podremos controlar. El psicólogo americano Raphael Hirsch aconseja: «Nunca pidáis a un niño que haga algo inútil o poco importante. Antes de rechazar una petición suya, por muy absurda o insignificante que os pueda parecer, preguntaos: ¿Qué hay de malo si se lo consiento?, basándoos en la idea de que el niño puede tener todo lo que quiera, con tal de que no haga daño a su salud física o moral». Como explica el célebre pediatra Marcello Bernardi, lo importante es ser coherente: «Una vez que se ha dado una orden, no hay que desmentirla. Si hoy prohibís a vuestro hijo que juegue con las cucharillas de la cubertería buena, y al día siguiente se lo permitís para no oírle lloriquear, ya no sabrá si el uso de las cucharillas está prohibido o no». ■ Involucrémosle en las decisiones cuando sea posible. Incluso antes de que pueda hablar, pidamos al niño su opinión. Empecemos con cosas de poca importancia: ¿Prefieres el peluche con los ositos o el de los pingüinos? La elección se limita a un número de opciones que hemos fijado nosotros con antelación. Ahora bien, ¡nunca aceptaremos que se ponga el bañador para ir a la guardería! Es lo que los expertos de la comunicación llaman la alternativa dentro de límites muy precisos. Si tenemos prisa y no tenemos tiempo para ponernos a negociar, hagamos entender al niño nuestro estado de ánimo: Tengo prisa, debemos llegar a tiempo a la escuela y no quiero llegar tarde al trabajo. Lo siento, ahora ponte esta camiseta, y mañana recuérdame que escojamos la que te guste a ti. Después, una vez en camino, alabémosle por haber sido tan razonable: Te has portado muy bien. Me has ayudado a no llegar tarde al trabajo. ¡Esta noche puedes jugar con el ordenador porque te has portado realmente bien! En este caso, no se trata de un chantaje, porque el premio no se ha comunicado antes para que el niño cambiara de idea, sino después, cuando ya había obedecido. ■ Presentemos las normas positivamente. En lugar de comunicar al niño una lista enorme de prohibiciones, pongamos las cosas en positivo: digámosle claramente el comportamiento que esperamos de él y lo que tiene

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que hacer. De esta manera, obtenemos dos resultados: primero, le ayudamos a llevar a cabo la tarea que le hemos pedido que haga; y, segundo, al saber lo que esperamos de él, estará más dispuesto a cumplir con nuestras expectativas. Implícitamente, le estamos haciendo entender que confiamos en él. La experiencia de padres y profesores nos dice que las expectativas positivas son más eficaces que las amenazas. • Esta noche tengo que acabar un trabajo importante que necesito entregar mañana a mi jefe. Te pido que juegues a algo tranquilo y no me interrumpas para hacerme preguntas. ¡Estoy seguro de que me ayudarás! • Hoy vendrá a vernos el tío Gustavo. Sabes que está enfermo y muy cansado. Sé amable con él, como sabes ser, intenta jugar tranquilamente con tu hermano, sin gritar ni discutir. • Esta noche vamos todos a comer pizza. Sin embargo, ¡tu habitación tiene que estar antes en perfecto orden! El efecto no está garantizado al cien por cien pero, si perdiéramos la paciencia porque el pequeño no ha hecho lo que le hemos pedido, al menos entendería el motivo. ■ Propongamos un programa. Si el niño es pequeño, cojámosle de la mano y, empezando por el principio, anunciémosle el programa. • Ahora, iremos al parque y, después, iremos a comprar la verdura. Cuando volvamos a casa, nos bañaremos y, luego, podrás jugar en tu habitación hasta cuando papá llegue a casa. • Ahora, estoy leyendo el periódico, después tengo que hacer una llamada y, entonces, podré estar por ti. • Baja tres veces más por el tobogán, luego recoge todos los juguetes y vamos corriendo a casa porque mamá nos espera para la cena. • Dentro de poco, la cena estará lista. Acaba de ver este programa y luego apaga la tele. Aunque el niño no sabe todavía leer el reloj, estos mini programas, anunciados con tiempo, y llevados a cabo puntualmente, eliminan interminables tira y afloja. ■ Enseñémosle a resolver los problemas. Si un niño pierde la paciencia, muchas veces se vuelve destructivo: cegado por la rabia, pierde el control de sí mismo. Si nos oponemos a él abiertamente, corremos el riesgo de multiplicar sus reacciones incontroladas. Al contrario, mirémosle a los ojos, pongámonos a su nivel y hablémosle con calma y bajando la voz: Veamos qué está pasando: tú querías montar en bici

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antes que tu hermana. Entiendo que te ha molestado, tienes razón. Pero los problemas no se resuelven a base de patadas. Vamos a hablar de ello juntos para encontrar una solución. De esta manera, le ayudamos a mirar “desde fuera” lo que está pasando, a encontrar una distancia suficiente para observar su comportamiento y a sacar las conclusiones que le son más favorables.

LA HISTORIA DEL VESTIDO DE CARNAVAL Para Carnaval, la madre de Julia, que tiene seis años, le ha comprado un vestido de bailarina que quería desesperadamente. Sin embargo, ahora ya no lo quiere: quiere vestirse de hada, como su mejor amiga. ¡No, y no!, ha dicho el padre. Es una cuestión de principio. Después de un llanto desesperado, Julia se ha cerrado en un mutismo obstinado, convencida de haber sufrido la peor injusticia de su vida.

¿Qué hay que hacer para resolver este pequeño drama? El pediatra Marcello Bernardi escribe: «Nuestros hijos no necesitan regalos, ni siquiera severidad o permisividad, sino más bien una estrategia de atención. Debemos escuchar sus deseos, sus sueños y sus aspiraciones, como nosotros quisiéramos que los demás escucharan los nuestros: con comprensión y cariño». Veamos en el caso de Julia qué significa. ■ En vez de reprimirlos, ayudemos al niño a expresar sus sentimientos. Te hubiera gustado mucho el vestido de hada, ¿verdad? ¡Es muy bonito con esa cola tan larga y esa varita tan brillante!, dice el padre cogiendo la mano de Julia. Con sus palabras, está demostrando que comparte los sentimientos de su hija y la está ayudando a expresar lo que siente, aunque a él le parezca un capricho. La experiencia nos dice que cuanto más pueda el niño expresar sus propios sentimientos, menos violenta será la rebelión cuando sea mayor. Para tranquilizarlo, muchas veces, basta con hacerle entender que compartimos sus decepciones: Entiendo que no te guste, pero no podemos comprar otro vestido. ■ Sumerjámonos en sus sentimientos sin opinar. ¿Qué vestido te gustaba más? ¿Ese con las rosas rojas o las medialunas azules? Alentada

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por la pregunta de su padre, Julia se explaya en una interminable y errática descripción de las ilusiones que se había hecho sobre el vestido. El padre escucha a su hija, que siente que ha comprendido sus entusiasmos, sus decepciones, sus fantasías y sus rabias. ■ Insistamos en nuestro punto de vista. Una vez que la pequeña está segura de la comprensión y complicidad de su padre, insistamos, con suave firmeza, en la decisión sin entrar en los motivos.

DOS PRINCIPIOS PARA HABLAR CON UN NIÑO ESFORZÉMONOS EN ESCUCHAR. No se habla sólo con las palabras. La expresión de la cara, así como la mirada y la posición del cuerpo, envían mensajes de rechazo o de aprobación. Muchas veces, el niño nos pide atención, no necesariamente aprobación. Démosle al menos la satisfacción de sentirse escuchado. Si seguimos viendo la tele mientras nos habla, le estamos comunicando indiferencia. Si seguimos cocinando cuando él entra en la cocina para decirnos algo “¡importantísimo!”, enviamos mensajes de molestia. Esto no significa que siempre tenemos que estar disponibles. Si no podemos escucharle, dejemos un momento lo que estamos haciendo y digámosle: Es muy interesante, pero ahora tengo cosas que hacer. Hablamos de ello cuando haya acabado. MIRÉMOSLE A LOS OJOS. Si queremos que nos escuche, mirémosle a los ojos. Jueces, policías y profesores saben muy bien que, si se quiere dar una orden, emitir una sentencia o enseñar algo, hay que actuar con altivez, colocar una separación entre sí y el interlocutor o, como mínimo, estar de pie para poderle mirar de arriba abajo. Pero ésta no es la mejor manera de favorecer las confidencias y facilitar el desahogo de los propios sentimientos. Si el niño quiere hablar con nosotros y nosotros queremos hablar con él, colguemos el teléfono, asegurémonos de que no se distrae, ya sea con sus juguetes o con una mosca que revolotea por la habitación, agachémonos a su altura, cojámosle la mano y usemos un tono de voz reconfortante. Sobre todo, escuchemos. Ayudémosle a expresarse, animándole con frases como: Desde tu punto de vista...; Te parece que...; Si he entendido bien, dices que...; Te sientes como si... Cuando repetimos con nuestras palabras lo que intenta comunicarnos no sólo le estamos ayudando a tener claros sus sentimientos y sus ideas, sino también a reflexionar sobre sí mismo y a dar un nombre a sus propias emociones. De esta manera, será mucho más fácil para nosotros y para él encontrar una armonía.

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SI SE OBSTINA El psicólogo alemán Jan-Uwe Rogge aconseja: «Es importante inculcar cada día en el niño el gusto de la conquista, no disminuyendo sus deseos, sino razonando con él por qué es mejor renunciar o posponer algo. Nuestro rechazo puede representarle una ocasión para aprender a distinguir lo necesario de lo superfluo. Si se lo concedemos todo, corremos el riesgo de anular sus intentos para conseguir un objetivo y superar los obstáculos que inevitablemente encontrará en su vida». Pero, ¿cómo se hace? ■ Ante todo, démosle tiempo de sobra. Evitemos darle órdenes de forma improvisada. Aprovechemos un momento de tranquilidad, para decirle lo que esperamos: Desde las seis hasta las siete, puedes ver la televisión o jugar con tu amigo. Luego, debes bañarte, cenar y, no más tarde de las nueve, debes apagar la luz de tu cuarto y dormir. ■ Hagámosle entender que estamos “con” él y no en “contra” de él: Entiendo que te gustaría seguir en el parque. A mí también me gustaría, pero hay que volver a casa para cenar. ■ Cuando estemos discutiendo con él, demostremos con el tono de voz y la postura del cuerpo que pretendemos que nos obedezca. De esta manera, el niño se da cuenta de que vamos en serio. Aquí tenemos dos historias recogidas de un grupo de padres con problemas, durante una serie de reuniones con un consultor familiar. EL CABALLITO DE MADERA Siempre que Víctor, de tres años, iba al supermercado, se repetía la misma historia. Se dirigía seguro hacía el caballito de madera situado en la salida, se montaba encima y esperaba a que su madre se decidiera a poner la moneda. Ella intentaba, cada vez, poner en práctica toda una serie de estrategias. Con las órdenes: ¡Baja enseguida! Pero Víctor no la escuchaba. Con la persuasión: Ya montaste ayer. ¡Te he dicho que sólo una vez por semana! Pero Víctor seguía en el caballito. Con las amenazas: ¡Si no bajas enseguida, verás! Demasiado ambiguo para que el niño cambiara de opinión. Con la fuerza: ¡Basta ya! La madre levantaba a Víctor a pulso. El pequeño pataleaba y gritaba. Se formaba un círculo de personas: Pobrecito… Así no se trata a los niños… ¡Habría que llamar a la policía!

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Al final, la madre cedía. Ponía la moneda barboteando amenazas disparatadas. ¿Cómo habría podido evitar repetir la cotidiana derrota y confirmar después a Víctor su poder absoluto? Después de haber consultado con un experto, decidió cambiar de táctica. Se puso de acuerdo con el niño: Puedes subir al caballito una vez sí y otra no. Si no me haces caso y subes al caballito, te esperaré en el banco hasta que hayas decidido que quieres ir a casa. Cada vez, la madre recordaba la norma antes de salir a comprar, y también a la entrada y a la salida del supermercado. Cuando fue el día del sí, recordó a su hijo que si quería podía subir al caballito. En el día del no, cuando Víctor intentó, como de costumbre, convencerla subiéndose al caballito, la madre ignoró la provocación, se sentó en el banco y esperó pacientemente: Cuando estés listo, vamos a casa. Después de unos minutos, para su gran sorpresa, Víctor cedió, bajó del caballito y se sentó en el banco sin decir una palabra. Madre e hijo se miraron, sonrieron y se dirigieron hacia el coche.

De esta escena, se obtienen algunas sugerencias: • La madre no se defiende detrás de un no absoluto y llega a un compromiso razonable para los dos. • Anuncia las normas advirtiendo con anticipación al niño de lo que ocurrirá. • Ante el nuevo intento del pequeño de probar y sobrepasar el límite, no cede y consigue imponerlo con los hechos, sin empezar nuevas discusiones. «¿QUÉ QUIERES PARA DESAYUNAR?» Por muy irreal que pueda parecer, esto ha ocurrido realmente y, seguramente, se repite en las cocinas de muchas familias. Javier está en la cocina para desayunar. ¿Quieres zumo de naranja?, pregunta la madre apresurada. Javier asiente con la cabeza y la madre vierte el zumo. No, quiero leche, dice Javier. La madre suspira y vierte la leche. Javier la prueba: ¡No me gusta!, dice y deja el vaso en la mesa. ¿Qué quieres beber, cariño mío?, pregunta amable la madre, empezando a preocuparse pensando que el niño empiece el día sin desayunar. ¡Eso!, responde Javier, indicando una botella de zumo de piña. La madre se acerca para coger una botella que ya está abierta. ¡No! ¡Esa!, y señala con el dedo una botella de zumo de piña todavía sin abrir.

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¡Pero si es lo mismo!, intenta convencerle la madre. Javier se muestra firme: ¡Esa no!, repite insistente. ¡Está bien!, suspira la madre y vierte el zumo. Javier lo huele. ¡Creo que el zumo de naranja está más bueno! ¡Bueno! ¡Basta ya!, grita la madre mientras abre la botella de zumo de naranja. Javier prueba el zumo, deja el vaso en la mesa y se va. ¡Siempre la misma historia!, murmura la madre y se bebe el zumo pensando en las calorías que ingiere para no tirar la comida.

¿HASTA DÓNDE PODEMOS DEJARLE ELEGIR? Cada vez más, el niño está sometido al tormento de la elección, cuando todavía no es capaz de llevarla a cabo: es como pedirle que se oriente en un desierto. Hasta que no haya desarrollado una suficiente experiencia, necesita puntos de referencia precisos, así como horarios, costumbres, ritmos y rituales. El psicólogo alemán Jan-Uwe Rogge explica: «Las quejas de los padres sobre el hecho de que la más pequeña e insignificante situación, como elegir una bebida o un vestido, se transforme en una “guerra de nervios” demuestra que muchos pequeños no se sienten a la altura de la idea de independencia que los padres aplican en la educación cotidiana; esto sucede, sobre todo, si no existen normas y acuerdos adecuados a la tarea. Las inseguridades en el comportamiento infantil son señal de que no se les han dado suficientes límites a los niños». Durante el segundo año, y también en los años siguientes, tenemos un nuevo deber: enseñar al niño la disciplina, una palabra que, después de años de exaltación de una educación liberal, ha asumido una connotación desagradable. En realidad, “disciplina” deriva del latín discere, aprender, es decir, significa hacer entender al niño lo que se puede y no se puede hacer. Sus experimentos de explorar el mundo se deben encaminar imponiendo límites a los comportamientos inaceptables. En resumidas cuentas, se deben establecer normas. No es tarea fácil y, a veces, ni siquiera agradable. Volvemos a casa cansados después de una larga jornada de trabajo y, durante esos breves momentos que pasamos con el niño, no tenemos ganas y, en muchos casos, ni siquie-

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ra la energía para aguantar sus desmadres. Por otro lado, limitar sus exuberancias cuando le da un ataque de rabia o está muy excitado, no significa reprimirlo o mortificarlo. Al contrario, es una ayuda que necesita para poder invertir sus energías en un desarrollo armónico y equilibrado. El arte consiste en encontrar el punto de equilibrio entre la necesidad de protegerlo y su necesidad de crecer y expresar su individualidad, entre ser demasiado protector y dejarle una autonomía. En el primer caso, impedimos el desarrollo de su autonomía; en el segundo, concediéndole demasiado, el niño podría pensar que está abandonado. No nos deben condicionar los preconceptos educativos: Ahora, ya es mayor; a esta edad, no necesita todas estas atenciones, o los resentimientos injustificados: No se le puede decir nada, todo lo quiere decidir él. Son las necesidades del niño las que nos deben guiar en ese preciso momento, según un principio muy sencillo: la libertad se acompaña con la responsabilidad y la colaboración.

CRECER A BASE DE RESPONSABILIDADES Conforme el niño va creciendo, quiere ser cada vez más independiente y desea hacer las cosas solo. Por este motivo, es importante invertir tiempo para que empiece a tomar pequeñas responsabilidades. De esta manera, se le da confianza y se le transmite lo que los psicólogos llaman sentido de competencia: el pequeño se percibe a sí mismo como un individuo capaz y digno de respeto. De hecho, para crecer autónomo, necesita sentir que es bueno y que lo que hace lo hace bien. El sentido de responsabilidad se puede enseñar desde pequeños, y acompaña a la autonomía y a la capacidad de elección. Se trata de acostumbrar al niño, dentro de lo posible y bajo nuestro control como padres, a escoger entre dos o tres posibilidades, desde el color del peluche, al tipo de fruta para la merienda. Cuando empiece a hablar, es importante invitarle a “explicar” sus razones: Me gusta este juguete porque hace ruido… Cuando se ofrece al niño la posibilidad de escoger incluso sólo entre dos alternativas dentro de ámbitos precisos, se evita contraponer la decisión de los adultos a la suya y, aunque sea parcialmente, se le da autonomía, cosa que comporta una pequeña responsabilidad de elección. Por nuestra parte, se trata de ayudarle a valorar los pros y los contras de cada decisión que

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toma: Si quieres llevarte el oso de peluche, después también tendrás que llevarlo cuando estemos comprando. ¿Estás de acuerdo? No siempre es fácil involucrar al niño haciéndole que se sienta respetado y protagonista. A veces, nos sentimos tentados de hacer las cosas por él para “salvarlo” de frustraciones y decepciones. «Pero de esta manera no se le ayuda», explica el psicólogo Giovanni Marcazzan. «Tener responsabilidades también enseña a asumir la responsabilidad de los propios compromisos. El niño no atribuirá a los demás los errores de sus fracasos, sino que intentará entender dónde se ha equivocado para mejorar». Con este objetivo, es importante que sea capaz de afrontar pequeños desafíos y medirse con la realidad. Si decidimos por él, se evita una derrota, pero al mismo tiempo se le impide que experimente el éxito y que confíe, por lo tanto, en sus capacidades. Antes de decir: No te acerques a esa verja, que es peligrosa, se puede reformular la advertencia traduciéndola en un mensaje positivo que refuerce su sentido de competencia: Cuidado, esa verja es automática. ¿Quieres que veamos juntos cómo funciona? De la misma manera, es importante pedirle ayuda cada vez que sea posible. Proponerle que nos ayude, controlando el grado de dificultad según su edad, es una demostración de confianza hacia él. Ayudando a los adultos, el niño encuentra un modo de manifestar su afecto, se siente útil y adquiere más confianza en sí mismo. Dejémosle que haga él solo lo que pueda hacer, aunque al principio le lleve tiempo y disponibilidad. Gracias a estas habilidades, no sólo se sentirá más seguro, sino que tendrá más probabilidades de enfrentarse a ambiente nuevos, porque estará acostumbrado a poner a prueba sus capacidades. Sólo recomendamos que, en el caso de que el niño se equivoque, no se le juzgue; hay que intentar interpretar con él lo ocurrido, haciéndole ver cómo los errores sirven a menudo para aprender y mejorar.

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i retrocedemos en el tiempo, a nuestros primeros recuerdos de infancia, ¿qué imagen de padre nos viene a la mente?: ¿severo? ¿Inseguro? ¿Violento? ¿Tímido? ¿Firme pero afectuoso? Y, si pudiéramos rodar de nuevo la película de nuestra vida, ¿qué clase de padre nos hubiera gustado tener? Se trata de deseos vanos e inútiles, pero podemos intentar formular y concretar una respuesta a nuestras preguntas de manera que, para nuestros hijos, seamos “nosotros” el padre que nos hubiera gustado tener. ■ El comportamiento pasivo. Frente a las intolerancias del niño, el comportamiento pasivo conduce a la renuncia: No quiere hacer lo que le digo. Cedemos a todas las peticiones; hacemos lo que él debería hacer, como ordenar los juguetes de la habitación; y toleramos insultos y comportamientos incorrectos. ■ El comportamiento asertivo. Quien actúa de manera asertiva se expresa firme y decididamente, manteniendo dentro de sí un comportamiento tranquilo y confiado. Imparte órdenes de manera clara y decidida; estable-

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ce normas y las aplica. Conforme el niño va creciendo y desarrolla sus capacidades, se negocian ámbitos de libertad más amplios.

TEST: ¿QUÉ CLASE DE PADRE SOY? 1. En la familia, soy el que menos cuenta. 2. Los niños son importantes, pero no tienen que prevalecer sobre los demás. 3. Si no hago todo lo posible para que los niños siempre estén felices, soy un mal padre. 4. Soy tan importante como el resto de la familia. 5. No soy nadie, pero mis chicos seguramente serán importantes. 6. La frustración forma parte del crecimiento: los niños no siempre pueden hacer lo que quieran. 7. Mi pareja y mi matrimonio son tan importantes como los hijos. 8. Para ser buenos padres, hay que estar sanos y ser felices: ocuparse de sí mismos. 9. Mi mujer (o mi marido) es importante, pero los hijos van primero. 10.La vida familiar es más serena si los niños aprenden a comportarse bien. Y ésta es mi responsabilidad. 11.La vida es una lucha. Gana el más fuerte. 12.Sólo me gustaría un poco de tranquilidad. Muchas veces, es mejor hacer la vista gorda. 13. A veces, es difícil educar a los hijos, pero dan muchas satisfacciones.



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Si hemos contestado que SÍ a las preguntas 1, 3, 5, 9, 11 y 12, tendemos a ser pasivos con nuestros hijos: les dejamos hacer lo que quieran y nos sacrificamos por ellos para no pelearnos. Si hemos contestado que SÍ a las preguntas 2, 4, 6, 7, 8, 10 y 13, tenemos un comportamiento asertivo: imponemos una disciplina sin humillar al niño, obteniendo de él lo que nos hemos propuesto obtener.

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APRENDER A SER ASERTIVOS No se nace asertivo, sino que se aprende. Para aprenderlo, los expertos sugieren intentar llevar a cabo las siguientes actitudes. ■ Ser decidido. Antes de pedir algo al niño, hagamos un pequeño examen de conciencia: Si dijera que no, ¿existe la posibilidad de que lo haga a escondidas? Si es que sí, es mejor renunciar. Neguemos sólo si somos capaces de hacer respetar nuestras peticiones. ■ Cuando pedimos algo, exijamos que preste atención completamente. Paremos por un momento lo que estamos haciendo, acerquémonos al niño, mirémosle a los ojos poniéndonos a su altura y asegurémonos de que intercambia nuestra mirada. ■ Seamos claros. No demos indicaciones genéricas: ¡Ordena tu habitación! o bien: ¡Quita la mesa!, sino: Quiero que recojas tus juguetes y los pongas en el estante, que pongas los cuadernos en la cartera y que lleves la ropa sucia al baño. ■ Si no nos obedece, repitamos las instrucciones. No recriminemos: ¿Cuántas veces te lo tengo que decir? No amenacemos: Si no acabas de ordenar antes de la cena, no tendrás helado. Respiremos profundamente, calmémonos, miremos a los ojos del niño y repitamos la petición sin enfadarnos y sin levantar la voz. ■ Controlemos que realiza su tarea. No demos por descontado que “tiene que hacerlo”, ni sobrevaloremos la ejecución de la tarea como si se tratara de un hecho fuera de lo común. Cuando haya terminado, regalémosle una sonrisa y un ¡Muy bien! El psicólogo australiano Steve Biddulph cuenta: «Esta secuencia se define como procedimiento de reeducación. Puede que se necesite mucho tiempo y que nos lleve a pensar: ¡Qué más da si pongo yo los juguetes en su sitio! Pero los resultados que obtendremos recompensarán el tiempo que dedicaremos al procedimiento». El secreto consiste en insistir. Cuando el niño se da cuenta de que no tenemos ninguna intención de ceder, ni de desistir, ni de enfadarnos, ni de tener un ataque de nervios y mucho menos de olvidarnos de nuestra petición, entonces obedece. Con el tiempo, aprenderá a reconocer el tono de voz y la postura de cuando “hablamos en serio”.

LOS CINCO ERRORES QUE HAY QUE EVITAR Si nos paramos a reflexionar sobre el modo con el que comunicamos nuestras imposiciones a los hijos, nos daremos cuenta de que tropezamos con

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frecuencia en cinco defectos de comunicación. ■ Temer la pelea. Ya desde el principio, tememos que el niño nos diga que no; por lo tanto, en lugar de impartir una orden, preguntamos o bien titubeamos en el tono de voz: Ana, ¡es casi la hora de ir a dormir!, o bien: Deberías empezar a ordenar tus juguetes. Si decimos “casi”, significa que todavía no es la hora. Si utilizamos el condicional “deberías” en lugar del “debes”, significa que ordenar los juguetes está condicionado por otros misteriosos factores que, en este caso, no son explícitos. El niño entiende rápidamente que nuestra determinación no es firme. ■ Recurrir a la persuasión. ¡Vete a la cama que es tarde! Mañana por la mañana, no podrás levantarte porque no habrás dormido lo suficiente. Si no duermes bien, luego te pondrás enfermo… Si te pones enfermo, no podremos salir el fin de semana… Esta serie de “si” pone de relieve nuestra inseguridad. Si mi madre intenta convencerme, quiere decir que también puedo rechazar sus argumentos. No estoy nada cansado, así que sigo jugando. ■ Reemplazar al niño. ¡Venga, va! Te ayudo a guardar las cosas. El niño piensa: Que no se piense que estoy listo para ir a dormir, porque todavía puedo darle largas, y sigue jugando como si nada. ■ Amenazar. ¡Ya basta! ¡Vete ahora mismo a la cama o te la ganas! El niño rompe a llorar como instrumento preventivo: Nunca me dejas jugar. ¿Por qué tengo que ir a dormir cuando mis amigos juegan toda la noche? ■ Negociar. ¡Está bien! ¡Cinco minutos más y después enseguida a la cama! Dentro de cinco minutos, piensa el niño, le pido otros cinco. Y, en general, funciona.

POR QUÉ ES TAN DIFÍCIL OPONERSE A LOS HIJOS Quien nunca ha tenido que tratar con un pequeño chantajista encuentra fácil criticar a los padres que se sienten desarmados e impotentes ante sus minúsculos tiranos. Si dependiera de mí, piensan, ya les enseñaría yo… Pero, cuando se trata de nuestros hijos, tenemos miedo de tomar decisiones drásticas. ¿De qué tenemos miedo? ¿Por qué nos parece tan difícil decirles que no? Principalmente por tres motivos. ■ No soportamos que se enfade con nosotros. Cuando negamos algo al niño, tememos que se rebele contra nosotros y que nos niegue su amor. Tenemos miedo de que llegue a odiarnos por los sufrimientos que le esta-

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mos causando. Muchos padres no soportan estos pensamientos y sienten la necesidad de hacer las paces enseguida. Algún que otro padre acepta incluso que el hijo le insulte o le pegue, como si tuviera que sufrir las consecuencias por haberle negado algo. ■ Tenemos miedo de decepcionar al niño. Cuando vemos a un niño actuar con tanta decisión y rabia porque no consigue satisfacer un deseo, nos preocupamos de que pueda ver nuestra negativa como una derrota, cosa que para él es insoportable. Pensamos en las decepciones que nosotros mismos tuvimos de pequeños, y tememos que nuestras prohibiciones se queden en sus recuerdos como una grave injusticia sufrida. ■ Tememos que pueda hacerse daño. El miedo a que el niño se haga daño es el arma que derriba las últimas resistencias a las peticiones de los padres. Es casi imposible quedarse indiferente viendo a un niño perder los estribos, porque no le hemos querido comprar una bolsa de caramelos. El pediatra Roberto Albani afirma: «Por muy comprensibles que sean, estos miedos no tienen ningún fundamento. Muchos estudios llevados a cabo en todas partes del mundo demuestran que los niños no son tan frágiles como parecen; todo lo contrario, se adaptan muy fácilmente. Incluso los pequeños que se golpean la cabeza, vomitan o contienen la respiración, aprenden a renunciar a lo que quieren sin ningún riesgo para su salud». Y no solamente eso. La unión entre hijos y padres está demasiado arraigada como para que las discusiones de este tipo la pongan en peligro. Las rabias repentinas e intensas de los niños hacia los padres normalmente se resuelven sin dejar ningún rastro.

CUANDO SE ORIGINAN LAS DISCUSIONES El escritor humorista americano Mark Twain acostumbraba a decir: «No entiendo por qué me enfado incluso cuando estoy de acuerdo». Y no era el único. A menudo, nos enfrentamos a nuestros hijos no tanto por el contenido sino por el modo. He aquí la historia de Francisco y Juan: El otro día, fui a buscar a Francisco a la guardería, cuando veo que sale de la mano de Juan, su amigo del alma. «¡Mamá, mamá!», me dice, incluso antes de haberle dado un beso. «¿Puede venir Juan a casa?».

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En principio, no tenía ningún inconveniente, pero, como tenía que hacer varios recados y no podía ir a casa directamente, no tenía ninguna intención de ir acarreada con dos niños en vez de uno. Así que, después de pensarlo, le respondí bruscamente: «¡Hoy no puede ser!». Tierra trágame. Se tiró al suelo y empezó a montar una escena, mirándome de reojo de vez en cuando para ver cómo me afectaba. Seguramente me equivoqué, pero me puso de los nervios. Le di un azote, lo cogí y lo metí en el coche.

En realidad, Francisco y su madre están básicamente de acuerdo: ninguno de los dos tiene ningún inconveniente en invitar a casa al pequeño Juan. Sin embargo, el problema es el “cuándo”. Francisco quiere que sea ahora, mientras que su madre prefiere posponer el encuentro a otro día menos frenético. ¿Se puede evitar la escena y resolver el problema sin peleas? Sí. Mirad cómo. ■ Demostremos que entendemos lo que quiere. Sé que te gustaría mucho invitar a Juan. Es muy simpático. A mí también me gusta. La madre participa en el deseo de invitar al amigo de su hijo. Francisco se siente comprendido. Puesto que la madre está en principio de acuerdo, para él será más fácil escuchar qué más tiene que decir. ■ Describamos el problema. Me encantaría invitar a Juan a casa. Sé que te gustaría. Pero hay un problema: tenemos que ir a comprar unas cosas a la ferretería. La madre contesta diciendo que está dispuesta, pero que tiene que hacer otras tareas. Al describirlas, usa el plural “tenemos…”, involucrando de esta manera al niño. ■ Propongamos alternativas. ¿Quieres que invitemos a Juan mañana?, o bien: ¿Quieres que llame a su madre para ver si podéis ir a jugar a su casa? Lo importante es que el niño tenga la posibilidad de escoger entre algo, sin obligarle a aceptar una imposición. Una vez que se ha llegado a un acuerdo, recordemos siempre formular las cláusulas del pacto claramente y comprobemos que el niño las ha entendido. Hay que esforzarse en tratar al niño con respeto, como haríamos con un adulto, teniendo en cuenta sus propuestas, sin criticarlas ni rechazarlas por muy raras que puedan parecer. Si nos esforzamos en entrar en su mente, en la mayoría de los casos, descubriremos que se puede llegar a un acuerdo. Para llegar a una conclusión, hagamos con el niño una lista de todas las ventajas e inconvenientes de cada propuesta. A nosotros nos ayuda a entender su modo de ver el mundo, y a él le permite acostumbrarse a tomar decisiones que no están condicionadas únicamente por los impulsos del momento.

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■ No le hagamos sentir un perdedor. Aunque nuestra decisión tenga que prevalecer, dejémosle siempre la posibilidad de satisfacer sus deseos en otro momento. Lo importante es que no se sienta derrotado. Este sentimiento fomenta resentimientos y no lleva a soluciones creativas. Por lo tanto, dejémosle la posibilidad de elegir algún detalle de la ejecución: ¿Quieres acompañar a Juan un ratito por la calle o prefieres despedirte ahora y llamarle después por teléfono cuando lleguemos a casa?

NUNCA HAY QUE CHANTAJEAR A veces, chantajeamos al niño para que nos escuche, nos obedezca o se comporte como le pedimos. En cambio, no se trata de chantaje prometer una recompensa para conseguir algunos objetivos o disfrutar de ciertos privilegios: Cuando hayas aprendido a no tirar el mando de la tele al suelo, te enseñaré a usarlo… En este caso, no se trata de chantajear, sino de enseñar que el aprendizaje de algunas normas o habilidades ofrece una mayor libertad y autonomía. El chantaje de verdad es distinto y contraproducente. Si para que el niño se porte bien se le promete un regalo, la conclusión a la que llegará su lógica inflexible es: Si no me regalan nada, quiere decir que no me he portado bien. De este modo, se le enseña que las relaciones se basan exclusivamente en un factor económico: Para que yo haga lo que me pides, ¿tú qué me das a cambio?; Si te portas bien, entonces tendrás… Basta con pronunciar una sola vez una frase de este tipo para que, rápidamente, la técnica del chantaje se aprenda inmediatamente obteniendo un único resultado: el niño no aprende a comportarse bien, sino, al contrario, aprende que gritando, llorando, montando un escándalo, enfadándose o tirándose al suelo, puede obtener lo que quiera. De todas las formas de chantaje, el afectivo es el más devastador. Se puede presentar bajo tres aspectos: ■ Hacer temer la pérdida del afecto con frases como: Si no haces o no eres… ya no te querré; Si me quieres, tienes que… ■ Ponerse de morros como forma de castigo. ■ Transmitir el sentimiento de culpa con frases como: Eso no le gusta a mamá (o a papá); Contigo nunca puedo estar tranquilo; Con todo lo que yo hago por ti. Son frases que hay evitar: el niño, de hecho, aprende el lenguaje del chantaje y, en cuanto pueda, lo usará contra nosotros y con las personas con las que se relacione.

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ES MEJOR CONSENTIR QUE CEDER “Ceder” es una palabra que deriva de caer: es la admisión de la derrota. En cambio, “consentir” significa ponerse de acuerdo con los sentimientos del otro. Muchos de nosotros, aunque en teoría estamos convencidos de la necesidad de decir que no, en la práctica, no conseguimos imponernos, principalmente por dos motivos. ■ Esperando convencerlos, nos ponemos a discutir con los hijos las razones por las que no queremos concederles lo que quieren. Volviendo al caso de Julia y el vestido de Carnaval, ningún argumento habría podido convencerla: Ya has comprado uno; Si todos se vistieran de hada ya no sería divertido; El vestido de bailarina es muy original y puedes moverte libremente… Hacer una lista de nuestras razones da motivos al niño para replicar, haciendo que se convenza aún más de lo que eligió primero. ■ O bien, tenemos prisa, debemos apresurarnos en hacer mil recados y no soportamos la idea de tener que acarrear un pequeño monstruo que grita ante un gentío despiadado y que juzga. Si pensamos que no somos capaces de resistir a sus insistencias, es mejor decir que sí enseguida. Es también una manera para que el niño no se acostumbre a pensar que la única forma para obtener algo es montar un escándalo.

TRANSMITAMOS UNA IMAGEN POSITIVA DE NOSOTROS MISMOS El psicólogo Bruno Bettelheim escribe: «El respeto de sí mismo constituye un ejemplo tan atrayente que el niño sólo puede desear seguirlo. El padre que tiene respeto por sí mismo, no necesita corroborarlo exigiendo el respeto de los hijos». Transmitir una imagen positiva de sí mismo no es fácil. Se tiene que estar seguro y orgulloso de sí mismo y, en muchos casos, éste es un objetivo que se logra con mucha dificultad. Sin embargo, al menos, podemos evitar hablar mal de nosotros mismos frente a los hijos, lamentarnos continuamente y enviar mensajes pesimistas y demoledores. ■ Evitemos lamentarnos de nuestros defectos y nuestra incapacidad de hacernos escuchar y, en cambio, digamos claramente nuestros aspectos positivos.

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■ No tengamos miedo de recurrir a los amigos: lo que nos falta a nosotros puede encontrarse en otras personas. Dar al niño la oportunidad de conocer otros adultos positivos, puede suplir en parte nuestros límites. ■ Hagamos notar las similitudes positivas, de carácter y comportamiento, que existen entre nosotros y el niño, y evitemos las que consideramos negativas. ■ Enseñémosles a no dejarse engañar por los errores. Lo importante es reconocerlos, valorarlos, descubrir los motivos y poner en práctica todo lo que sea necesario para que no se repitan. ■ Emprendamos un proyecto común, si puede ser a favor de personas menos afortunadas que nosotros. Comprometiéndonos a ayudar a los demás, demostramos la mejor parte de nosotros y de nuestros hijos. ■ Encontremos la ocasión para contar nuestra vida y cómo superamos los momentos difíciles. De esta manera, daremos al niño la seguridad de poder mejorar. No encasillemos a la gente en un papel: Fulanito es perezoso y Menganito un comilón y un impetuoso. Hagámosle notar los pequeños cambios que conseguimos hacer en nosotros mismos y lo que él ha conseguido realizar.

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uáles son los momentos en los que más se discute con los niños? ¿La hora de ir a dormir? ¿Cuando le pedimos que apague la televisión o el ordenador, o que recoja los juguetes para volver a casa del parque? ¿Cuando debe vestirse para ir a la guardería o a la escuela? ¿Cuando le damos el último beso antes de dejarlo con la canguro? ¿Cuando le ponemos delante de un plato que nunca ha probado? Todas estas situaciones tienen un dato en común: son momentos críticos, que alteran la reconfortante situación de lo conocido y de lo previsible, puesto que el niño debe interrumpir lo que está haciendo para adaptarse a una nueva realidad. Ser conscientes de este hecho ayuda a entender las reacciones del niño, las cuales nos parecen excesivas, inmotivadas, histéricas, inexplicables y temperamentales. En realidad, se trata de respuestas normales a situaciones que le obligan a pasar de una actividad fascinante a otra menos agradable. Nuestros antepasados eran perfectamente conscientes de este hecho y, con

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razón, todos los momentos en los que se pasaba de una situación a otra iban marcados con rituales, normalmente religiosos: el bautismo en el momento del trauma del nacimiento, las oraciones de la mañana y de la noche cuando se abren o se cierran los ojos al mundo, la Navidad para tranquilizar al hombre de la llegada de los tenebrosos días invernales o la confirmación que tiene lugar poco antes de la adolescencia. Si queremos tener hijos tranquilos y “fáciles”, además de darles todo el amor del que seamos capaces, es importante marcar el ritmo su jornada con pequeños rituales que se repitan regularmente. Laura, de 32 años, madre de Andrés, de tres años, cuenta: A veces, tengo la impresión de que, delante de mis amigas, puedo parecer una fanfarrona. Ellas no paran de quejarse de que tienen que pelearse con sus pequeños para que se vayan a la cama y, en cambio, para mí, el ritual de ir a dormir es el momento más mágico del día. Baño a mi pequeño, le echo colonia, bajo la luz de la casa, juego con él mientras le pongo el pijama, le leo un cuento, lo llevo a la ventana para que desee buenas noches a la luna (cuando hay luna), al canario, al gato y al sombrero del mago (una sombra con forma de sombrero que la farola proyecta en la casa de enfrente), y después lo meto en la cama. ¡Clic! Al cabo de unos seis o siete segundos (los he cronometrado), cae en un sueño profundo.

Si marcamos el ritmo de la jornada de nuestros hijos con eventos que se repiten cada día y que siempre son iguales, les ayudamos a afrontar los momentos “difíciles”: cuando se despierta por la mañana y cuando se va a la cama; cuando los padres lo dejan porque tienen que ir a trabajar, o cuando se vuelven a ver; cuando deja de jugar o apaga la tele… Poco a poco, los niños se acostumbran a obedecer a un reloj interior, a ordenar su jornada. Cuanto más enérgicos y atrevidos son los niños, más necesitan estos “marcos” para enmarcar y medir el día y sus actividades. Veamos, entonces, cómo podemos afrontar los principales momentos de crisis de nuestros hijos.

PEQUEÑAS HISTORIAS «¡NO QUIERO IR A LA CAMA!» Con frecuencia, nos lamentamos: Le digo que es hora de ir a dormir, pero él no quiere. En efecto, conforme el niño va creciendo, le gusta cada vez más

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su mundo tan lleno de colores y no quiere apagarlo para adentrarse en el túnel oscuro de la noche. Somos nosotros los que tenemos que persuadirle. Para poder hacerlo, nosotros mismos debemos estar profundamente convencidos de que se necesita marcar su vida de ritmos regulares para asegurarle un bienestar físico y psíquico. De hecho, se ha demostrado que una de las principales causas del nerviosismo de los niños es la falta de sueño. Los motivos por los que un niño no duerme lo suficiente son esencialmente tres: ■ En casa no hay horarios. Somos impacientes con los horarios. Preferimos la sorpresa y la espontaneidad. A las diez de la noche, decidimos salir para cenar y nos llevamos al niño. Ésta también puede ser una solución, con tal de que se garantice al pequeño un número adecuado de horas de sueño. Los expertos aseguran que, de uno a cinco años, el niño necesita, al menos, once horas de descanso. En cambio, según datos de una encuesta realizada a 3.121 familias y llevada a cabo por la Sociedad Francesa de Pediatría, los niños entre los tres y los seis años duermen ocho horas cada noche, y una de cada tres madres ignora que a esta edad deban dormir más. ■ Se espera a que el niño se duerma solo. Muchos piensan que, cuanto más cansado está el niño, más duerme. Convencidos de que es así, en lugar de insistir, esperamos pacientemente a que, exhausto y cansado de jugar, suplique él mismo que quiere ir a dormir. Charles E. Schaefer, director del Centro para la mejora del sueño de Hackensack, en Estados Unidos, afirma: «En general, si esperáis a que vuestro hijo se duerma antes de meterlo en la cama, habéis esperado demasiado. El cansancio provoca estrés y, por lo tanto, es muy probable que al niño le cueste dormirse y que, cuando lo haga, sus sueños sean muy agitados y se despierte varias veces durante la noche». ■ Se deja que se duerma delante de la televisión. Según datos publicados por TeleMouse, el observatorio internacional sobre televisión, el 63 por ciento de los padres de niños entre los dos y los seis años deja que sea la televisión quien duerma a sus hijos: ningún horario, ningún ritmo, ningún descanso. Y, a menudo, con imágenes que crean angustia y nerviosismo. Imponer un ritmo al sueño del niño requiere, por nuestra parte, una pequeña inversión de atenciones y energías, que vendrán ampliamente recompensadas por el hecho de que no tendremos que fragmentar nuestras noches con periódicas carreras para responder a sus continuos despertares.

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Como ya se ha dicho anteriormente, pensamos que los niños, si están cansados, se pueden dormir donde y cuando sea, pero no es así. Los psicólogos recomiendan crear un ritual de buenas noches. Sin prisa, media hora antes de que queramos que el niño se duerma, empecemos a “apagar el día” junto a él. Si dedicamos cada tarde una media hora a la “operación sueño”, no sólo nos ahorraremos nervios por las noches, peleas vespertinas y extenuantes negociaciones, sino, sobre todo, noches de insomnio y alteración. Si la habitación del niño se vuelve el teatro de los mejores momentos del día, el pequeño la asociará a recuerdos felices y se dormirá sin problemas. Valeria cuenta: Por la tarde, mi hija Silvia y yo nos ponemos una al lado de la otra y leemos un cuento. Hace nueve años que repetimos el mismo ritual: baño, cuento, pijama y una canción que susurramos juntas con aire de gran complicidad, mientras que con “pasos de gigantes” nos dirigimos a la cama. Ángela cuenta: Todas las noches era la misma historia. Lleno de besos y rodeado de sus peluches, mi marido y yo acompañábamos solemnemente a Ricardo, de cinco años, a su habitación y lo metíamos en la cama. De puntillas y casi sin respirar, volvíamos al salón y esperábamos. Al cabo de un cuarto de hora, sin falta, volvía a aparecer. Con ojos cansados y una expresión de sufrimiento indecible en la cara, nos miraba sin pronunciar una palabra. «¿Qué pasa?», preguntábamos. Como si su garganta se hubiera secado como una roca del desierto, susurraba: «Tengo sed», o bien con aire aterrorizado murmuraba: «Hay algo en mi habitación… alguien… oigo un ruido…». Merecía un Óscar al mejor actor. El epílogo de la escena no cambiaba: él siempre acababa durmiendo en el sofá y, después de intentar varias veces inútilmente llevarle a su cama, nos resignábamos a llevarle a la nuestra. Un día, a punto de un ataque de nervios, decidimos que era hora de acabar con eso. Así que le dijimos: «Tesoro, a partir de esta noche, cuando vayas a la cama, no queremos que te levantes. Si necesitas algo, te apañas tú solo: coge agua, come algo y después vuelves a la cama». Esa misma noche, nos volvió a poner a prueba. Apareció en el salón diciendo que tenía dolor de cabeza. Le respondimos que volviera a la cama y continuamos como si nada. Él estiró al padre por la manga, le mordió la mano y se tiró al suelo. El padre lo llevó a la cama,

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le dio un beso y volvió al salón sin decir una palabra. La escena se repitió durante algunos días. Después, de repente, el ritual se interrumpió sin que se volviera a repetir. Y el carácter de Ricardo cambió. ¡Desde entonces, es un encanto! También porque entonces había empezado a dormir más.

«CINCO MINUTOS MÁS» Amelia cuenta: Todas las mañanas, empezaba el infierno: sonaba el despertador, entraba en la habitación para despertar a Adrián, lo movía, abría las ventanas… Él se daba la vuelta y seguía durmiendo. Después del décimo intento, cuando ya tenía el tiempo justo para llegar a la escuela a la hora, le echaba las sábanas para atrás y lo sacaba de la cama. Un día, decidí cambiar de táctica. Le anuncié solemnemente que lo llamaría tres veces: si se despertaba, bien; si no, llegaría tarde a la escuela. Adrián me miró con una sonrisa como diciendo: «¡Anda ya!». A la mañana siguiente, a las nueve, Adrián abrió los ojos y se dirigió corriendo a la cocina. «¡Pero, mamá! ¿Y ahora qué hago? ¡Llegaré tarde! ¿Por qué no me has despertado? ¡Eres una…!». Ignoré el insulto y fui directamente al grano: «Te avisé. Ahora, vas a clase y le cuentas a la maestra lo que ha ocurrido». La misma escena se repitió tres días hasta que llegó una carta de la escuela pidiendo explicaciones. Llamé por teléfono a la maestra y le expliqué lo ocurrido. Al día siguiente, cuando Adrián, tarde como siempre, llegó con la misma excusa, la maestra le hizo ver sus responsabilidades: «Sé que tu madre te despierta, ¡eres tú el que no te levantas!». Fue la última vez que llegó tarde.

La madre ha obtenido el resultado que quería sin amenazas ni castigos, sino haciendo al niño responsable de sus decisiones. «¡VÍSTEME TÚ!» Noemí cuenta: Con seis años, no había manera de que mi hijo se vistiera solo. Me volvía loca. A veces, perdía la paciencia y le soltaba un azote. Él se ponía a llorar. Entonces, me arrepentía y, al final, siempre acababa ganando él. Hasta que un día, en una revista, leí un consejo de una psicóloga: «Si lo que se quiere conseguir es no enfadarse, no sirve de nada decirse continuamente que hay que tranquilizarse.

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Se debe eliminar la causa del enfado». «¿Por qué me enfado?», me pregunté. «Porque pienso que tiene que vestirse solo. Hasta entonces, a pesar de todos los enfados, no lo conseguí», pensé. «Quizás, si le ayudo un poco, se anima y aprende a vestirse solo». A la mañana siguiente, cuando me pidió que le ayudara, le dije: «¡Claro! Pero tú también me tienes que ayudar. ¿Por dónde empiezo?», le pregunté. «Por los pantalones», me respondió. «¿Dónde están?», le pregunté. «Aquí», me dijo, dándomelos. «¿Y cómo metes la pierna?». «Así», me respondió, enseñándome cómo se hacía. Al final, se vistió prácticamente solo. Ahora, casi nunca me pide que le ayude. Basta con que empiece a ayudarle y, luego, lo hace todo solo. Desde que he dejado de obstinarme, él ya no se obstina.

«¡MAMÁ, QUÉDATE AQUÍ SIEMPRE…!» Rebeca cuenta: Habíamos decidido concedernos un fin de semana de enamorados en la playa. Por fin, una escapada desde que Susana nació hacía tres años. La niña estaba en la cama echando la siesta, la abuela llegó puntual… Salimos a hurtadillas sin que ella se diera cuenta. Todo iba bien. Pero en cuanto llegamos a la autopista sonó el teléfono: era la abuela diciendo que desde que Susana se había despertado no lograba contener su llanto. Nos la pasó al teléfono y sus gritos invadieron el coche. «¡Mamá! ¡Quédate aquí siempre!», gritaba Susana con un tono que habría conmovido a una piedra. «¿Por qué me has dejado?». Mi marido, que conducía, me dijo que cortara. Susana lo oyó y empezó a gritar: «¡Papá, ven aquí!». Conclusión: cedimos. Era nuestra primera salida, pero dimos la vuelta y volvimos a casa.

La historia de Rebeca es muy instructiva. ■ Renunciar a la propia vida para satisfacer las peticiones de los hijos es la solución más drástica, pero también la que menos satisface. A largo plazo, crea resentimientos hacia el niño, se está menos dispuesto a escucharlo y él se vuelve cada vez más exigente. ■ Mentir. El ¡Vuelvo enseguida! o Me voy un ratito pero vuelvo enseguida tiene un precio que se paga muy caro. El niño, con el tiempo, pierde confianza en nosotros y corre el riesgo de desarrollar un comportamiento cínico, pensando que todos los adultos, padres incluidos, son unos falsos, unos mentirosos y unos hipócritas.

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■ Desaparecer. Nos vamos, aprovechando que el niño está distraído un momento. Esta técnica es peor que la precedente: además de sentirse engañado, el pequeño se siente abandonado. ■ Chantajear. Si, para que el niño se porte bien, se le chantajea prometiendo un regalo, la conclusión a la que llega tiene una lógica mercenaria implacable: Haré trastadas y así me regalarán algo para que me porte bien. ■ Amenazar. ¡Si lloras, ya no volveré! El niño llora porque no se siente autónomo y tiene miedo de ser abandonado. Actuando de esta manera, sólo conseguimos reforzar sus miedos. Para evitar peleas cuando hay que separarse de ellos, es fundamental tener presentes algunos principios. ■ Avisemos al niño con tiempo. De esta manera, le damos la posibilidad de adaptarse gradualmente al cambio de la rutina: Esta noche, papá y yo vamos a salir para ver a unos amigos. Vendrá la abuela, te dará muchos mimos y estará contigo. Pero, ahora, ven aquí que te voy a dar muchos besos, porque después no tendré mucho tiempo para estar contigo. ¿Qué dices si te leo el cuento ahora, después comes y te vas a la cama? ■ Contémosle dónde vamos, qué haremos y cuándo volveremos. Si es muy pequeño, démosle puntos de referencia que pueda entender: Volveré a la hora de la comida o Cuando te hayas bañado. ■ Nada de tratos. Una vez estén tranquilos, la separación tiene que ser limpia, sin titubeos, reflexiones, retornos o remordimientos. De lo contrario, aún será más difícil. El niño “sospecha” que tenemos remordimientos y que no estamos seguros, y entiende que, si insiste, quizás consiga que nos quedemos con él. Vayámonos sin más discusiones ni sentimientos de culpa. Aunque llore, intentemos convencerle de que lo hacemos para reforzar su seguridad y su autonomía.

EL CAMINO DE LA REEDUCACIÓN Si el niño ya está acostumbrado a intentarlo todo para conseguir lo que quiere, no renunciará fácilmente a su poder. Antes de ceder, enfadado y decepcionado por nuestro nuevo modo de enfrentarnos a él, emprenderá batallas furiosas para volver a recuperar sus posiciones. Para resistir, tendremos que ser más fuertes que él, y estar convencidos de que lo hacemos por su bien. De hecho, será precisamente él el primero en beneficiarse: se dará

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cuenta de que no estamos dispuestos a sufrir sus chantajes, aprenderá a aceptar de buen grado cualquier negativa y podrá disfrutar con plena libertad de todo lo que le concedamos, esta vez por amor y no a la fuerza. ■ Es importante que el niño se dé cuenta de que no tiene alternativas. Si ha conseguido un juguete con prepotencia, hay que devolvérselo a su legítimo propietario. Si ha dado un empujón, hay que alejarle momentáneamente de los niños con los que juega. Para que comprenda y acepte la medida, vale la pena subrayar las ventajas de una buena conducta: Ahora, debo alejarte de tus amigos: cuando hayas aprendido a no pegar, podrás jugar con ellos. ■ Intentemos evitar los sermones genéricos como: No se pega a los niños, o acusadores: Eres malo. Estas palabras hacen que el niño se sienta incomprendido, y corremos el riesgo de que se vuelva aún más agresivo, para consolarse del clima de hostilidad y falta de comprensión que se crea a su alrededor. En cambio, es importante hacerle entender que no es él lo que rechazamos, sino su comportamiento. En otras palabras, él no es malo, sino sus acciones. Después del episodio de prepotencia, cojámosle aparte para hablar de ello con calma. Sólo después de haber escuchado sus razones, hagámosle entender que su acción ha causado daño a los demás y que nos impide disfrutar de su compañía: ¿Te gustaría si yo también hiciera lo mismo contigo? ■ Al reñirle, es importante intentar no humillarle. A veces, la prepotencia se origina porque el niño se siente excluido o rechazado. Si queremos modificar su comportamiento, es necesario prestarle atención, demostrarle amor y tranquilizarle diciéndole que no es él lo que desaprobamos, sino el modo que tiene de comportarse y expresarse. ■ Elogiémosle cada vez que se comporta correctamente y alabémosle delante de los demás. ■ Una norma que conviene seguir cuando se empieza a “reeducar” al niño es la de no empezar en las situaciones más difíciles, como puede ser en presencia de la niñera o en el parque. En público, estaremos más nerviosos e inseguros y, sobre todo, nos avergonzaremos si delante de toda la gente estamos forzados a dejarle ganar. ■ Empecemos en casa, donde no tenemos que preocuparnos de las malas caras frente a desconocidos. ■ Mientras tanto, en situaciones donde podamos sentir más vergüenza, si sabemos desde el principio que perderemos, evitemos inútiles tira y afloja y digámosle enseguida que sí. Es también una

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forma para que el niño no se acostumbre a pensar que el único modo que tiene para conseguir algo son los caprichos o las rabietas. ■ Si, en cambio, nos encontramos en situación de negarle algo, no nos sintamos avergonzados o angustiados, aunque nos encontramos en un lugar público. Los dependientes de las tiendas y los padres están acostumbrados a escenas de este tipo y no se sorprenden por lo que nos está ocurriendo a nosotros. Si el niño insiste y se prepara para ponerse a montar un número, abandonemos inmediatamente el campo de batalla, acabemos rápidamente los recados indispensables y volvamos a casa sin haber satisfecho su petición. De esta manera, aprenderá que no vale la pena esforzarse tanto para no conseguir nada.

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Palabrotas, insultos y malas contestaciones Con el pelo recogido en un moño y el paraguas años 20, la abuela Charlotte, así la llaman en recuerdo de sus abuelos parisinos, parece que ha salido de un cuadro de Toulouse-Lautrec. Su nieto, como siempre, acaba de provocarla: - ¡Odio a esa caca mierdosa de Felipe! - ¡No te permito que hables de ese modo!, dice la abuela levantando el tono de voz. ¡Ten al menos un poco de respeto! En mis tiempos, cuando un niño hablaba así, los padres no se quedaban de brazos cruzados y sus traseros se ponían rojos por los azotes!

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ostalgias seniles o sanos principios educativos que ya no se usan? ¿Cómo tenemos que comportarnos con los niños que, a propósito, nos provocan utilizando un lenguaje vulgar? ¿Es nece-

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sario imponer el tabú o es mejor adoptar una bondadosa indulgencia sin dar importancia a lo ocurrido? El escritor Michael Ventura escribe: «Los tabús son el mapa de nuestras naturalezas secretas: cuando se conocen los tabús de una sociedad o de una familia, se sabe exactamente lo que quieren de verdad». Cuanto más se aprecia un valor, mayor es la fuerza del tabú que lo protege. Prohibimos un comportamiento, porque creemos que viola los valores en los que creemos y lo transformamos en tabú. Mientras que hace un tiempo existía unanimidad sobre cuál era el lenguaje correcto para cada clase social, en la actualidad, como ya no hay diferencias, es cada vez más difícil dar normas. Además, con la llegada de la televisión, ya es imposible evitar que los pequeños estén expuestos a los lenguajes más crueles y violentos. «Yo creo que los padres, en su casa, tienen el derecho de esperar que sus hijos se comporten dentro de unos límites razonables y esto también es válido para el lenguaje», escribía el célebre pediatra Benjamín Spock, que sin duda no se le puede tachar de ser severo. Pero, ¿cuáles son los límites “razonables”? ¿Cómo se establecen? ¿Es más importante la elección de la palabra, o bien la carga de agresividad que transmite? ¿Nos interesa más la propiedad del lenguaje o la vulgaridad que se expresa por el tono? ¿Hay que considerar mayormente la infracción del tabú que nosotros imponemos (No se dicen palabrotas), o bien la rebelión de la que es síntoma? Son preguntas difíciles de responder, porque ponen en duda la relación educativa con nuestros hijos.

LAS PALABRAS PROHIBIDAS Suponiendo que cada familia tiene sus tabús personales con relación al lenguaje, si queremos que el niño se adapte a nuestros principios, primero debemos definir y comunicar los límites que queremos que se respeten: qué palabras aceptamos, toleramos o prohibimos, y cuándo. Para facilitar la tarea, empecemos a distinguir entre palabrotas débiles, ofensivas y vulgares. ■ Débiles. Son palabras que hace tiempo escandalizaban a las personas de clase alta, pero que hoy, visto el uso masivo que se hace de ellas, han perdido su carga transgresiva. Estas mismas palabras pueden, aun así, asumir una connotación diversa, si

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se expresan con agresividad o resentimiento, o bien se dirigen a personas con quien no se tiene una relación de intimidad. Por ejemplo, volvemos del trabajo y encontramos al niño tirado en el sofá frente a la tele con la bolsa de palomitas encima de la mesita del salón. ¡Recoge ahora mismo todas esas palomitas!, le ordenamos. ¡Venga, mamá, no me fastidies!, responde él con aire implorante. ¡Es el último minuto del partido! La frase no se pronuncia en tono agresivo ni significa un rechazo a lo que la madre ha ordenado, el niño sólo está pidiendo tener una pequeña prórroga. No comunica ni enojo ni falta de respeto. En resumidas cuentas, tiene todas las características de la palabrota débil. ■ Ofensivas. Los niños de todas las épocas y latitudes, seguramente también la abuela Charlotte de pequeña, siempre se han sentido atraídos por las palabras que se refieren a las funciones del cuerpo, o a las que hace tiempo se las llamaban las partes poco nobles del cuerpo, como “culo” o “tetas”. Entre los adultos que se conocen son términos tolerantes pero, si se utilizan con desconocidos o en ocasiones formales, tienen una fuerza transgresiva y ofensiva. Manifiestan, sea como sea, un escaso respeto por el cuerpo humano y molestan especialmente a personas con profundas convicciones religiosas, visto que para la tradición cristiana el cuerpo es considerado el tabernáculo del espíritu. Incluso en este caso, el tono y el tipo de interlocutor que se tiene delante es lo que hace que la palabra sea más o menos transgresiva. Si bien estas palabras pueden tolerarse con los compañeros de juego, es importante enseñar al niño a no utilizarlas con los adultos. ■ Vulgares. Son palabras o expresiones decididamente groseras, como por ejemplo: ¡Que te den por el culo! o ¿Qué coño quieres? Muchas personas nunca se permitirían usarlas con desconocidos, pero no tienen ningún problema en utilizarlas con la familia, cosa que, aun así, no las hace más aceptables. Aunque los tabús se desgastan con el paso del tiempo y pierden la fuerza explosiva, no es necesariamente un dato positivo. Para mantener un clima sereno en la familia y el respeto recíproco, es importante esforzarse por usar un lenguaje correcto. No es raro que la palabrota se transforme en insulto, como el abusadísimo “gilipollas”, para indicar una persona poco inteligente, o el término “guarra”, que resulta particularmente ofensivo para una mujer. Este término, además de ofender, humilla, porque implica también una opinión sobre su comportamiento moral.

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PERO, ¿DÓNDE LO HABRÁ APRENDIDO? Vicente y Marina cuentan: El otro día, entramos en casa y encontramos a Lucía, de cinco años, sentada en el suelo y gritando palabrotas a sus muñecas. Nos quedamos mirándola y después nos fuimos. Sentados en el sofá, nos miramos a la cara con una repentina depresión. ¿Dónde nos hemos equivocado?

Las expresiones de nuestros hijos nos dejan sin palabras: Pero, ¿dónde las habrá aprendido?, nos preguntamos ingenuos y asustados. ¿Quién le ha enseñado a hablar de esa manera? Como veremos, el ejemplo de los padres no basta. Hablar con el niño utilizando un vocabulario aceptable no ofrece ninguna garantía. Por alguna misteriosa razón, los niños captan de alguna manera las palabras transgresivas, si no por nosotros, por algún compañero, por la niñera, además de, obviamente, por la cantidad de información que hay en la tele. Para consolarnos, podemos ver el aspecto positivo de la cuestión: si bien,

LA MALDICIÓN Bajo el sombrero genérico de las palabrotas también se engloban las maldiciones. Como en el caso del insulto, la maldición no contiene necesariamente palabras vulgares: ¡Vete al cuerno!, es un augurio ofensivo pero no vulgar. Ojalá reviente la guarra de tu madre, es, en cambio, una expresión de una vulgaridad y agresividad elevadísima, en la que la vulgaridad se une al insulto. Las maldiciones son siempre expresiones muy violentas, no sólo por su carga agresiva, sino también porque suscitan en el inconsciente, terrores ancestrales e irracionales. De hecho, desde tiempos remotos, se ha pensado siempre que la maldición causa la realización de la maldición contenida en ella. Hoy en día, todavía muchas personas recurren a los amuletos, magos, brujos y conjuros para protegerse del influjo maléfico de anatemas desconocidos. Pero incluso las personas que no creen en la magia se sienten molestas cuando se les maldice.

hasta este momento, para defenderse, el niño sólo tenía a su disposición puñetazos, patadas y mordiscos, ahora puede añadir palabrotas, insultos y malas contestaciones… Es siempre un paso adelante en la gestión de los problemas: de los hechos se pasa al poder de las palabras.

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EL PODER DE LA PALABROTA Los psicólogos se han tomado la molestia de cuantificar los conocimientos lingüísticos de los niños también en el sector de lo prohibido. A los 18 meses, dos de cada 100 niñas saben el nombre del órgano sexual femenino. Los niños, en cambio, se quedan atrás: sólo uno de cada 300 sabe cómo se llama su órgano sexual. Entre los 18 y los 24 meses, la diferencia sobre los conocimientos anatómicos entre las niñas y los niños persiste: el 44 por ciento de las primeras frente al 26 por ciento de los chicos sabe dar un nombre a su órgano sexual. Sin embargo, hay algo sorprendente. A pesar de que, en la mayoría de los casos, el pequeño no consiga definir el significado exacto de una palabra, posee una extraordinaria capacidad para captar el estado de ánimo que suscita: neutral, preocupado, enfadado, ingenuo, malicioso, transgresivo, etc. Por esta razón, aunque no sepa exactamente el significado de lo que dice, utiliza la palabrota en el momento adecuado, con la entonación adecuada y contra el objetivo adecuado. A su vez, si nos oye maldecir o insultar, logra entender si nuestro mensaje es de rabia, cólera, frustración o impaciencia. Por esto mismo, cuando un compañero le quita el cubo, le responde inmediatamente con la maldición que ha oído pronunciar a su padre cuando un “idiota” le ha cortado el paso con el coche o le ha tocado la bocina del coche. Ha aprendido que determinadas palabras se asocian a situaciones específicas y aplica la norma con un olfato infalible. La palabrota se convierte en una palabra mágica, que hay que decir cuando no hay tiempo para los compromisos y se necesita, a toda costa, obtener lo que se quiere, provocando, en algunos casos, una reacción incluso más violenta que un puñetazo. Genera emociones: hace llorar o reír, y ofende incluso a los adultos. Es un juguete nuevo y prodigioso, un instrumento mágico, ágil y que está completamente bajo su control. Aunque el niño no sepa qué quieren decir exactamente, sabe que las palabrotas funcionan y se ríe al escucharlas.

LAS RESPUESTAS QUE NO FUNCIONAN El padre vuelve a casa del trabajo. En su cara, se refleja cierta preocupación: acaba de oír que, en Londres, se ha producido un trágico atentado.

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- Deja de ver los dibujos y dame el mando de la tele. Están dando las noticias, dice el padre a Daniel, de cuatro años, con un tono que no admite réplicas. - Venga, papá, que estoy viendo mis dibujos preferidos. - Llevas embelesado toda la tarde. Ahora, tengo que ver las noticias. ¡Lo sabes muy bien! El padre no espera respuesta de su hijo, coge el mando de la tele y cambia de canal. - ¡Eres un gilipollas!, grita Daniel con todas sus fuerzas, repitiendo la palabra que ha usado su amigo en la escuela y que ha hecho que Julio, a quien se refería, se enfadase.

¿Cómo debe reaccionar el padre? ¿Debe mostrarse sorprendido, enfadarse, reírse o hacer como si nada? ¿Y qué puede deducir Daniel del modo con el que su padre responde a su insulto? Veamos las posibles respuestas y las reacciones que éstas suscitan en el niño. ■ Con una sonrisa divertida: Papá se ha reído. ¡Se ve que le ha gustado esta palabra!, piensa el niño. Quién sabe por qué, en cambio, Julio ha respondido a mi amigo con un puñetazo. Si nos reímos, premiamos la palabrota y el niño está contento porque consigue atraer la atención sobre sí mismo. La próxima vez, repetirá el experimento y, si no nos reímos, se sentirá mal e intentará repetir la palabrota para recibir un premio, como la primera vez, con una sonrisa. Si, en cambio, respondemos con una reprimenda, el niño no sabrá qué pensar: A veces, se ríen; otras veces, no. ¡Qué raro! ■ Con sarcasmo e ironía: ¡Bueno! ¡Qué cosas tan bonitas aprendes en la escuela! Un niño percibe las palabras por lo que son, no es capaz de entender los dobles sentidos, y mucho menos captar la entonación irónica de la frase. Si le decimos: ¡Qué bien!, pero al mismo tiempo le miramos con mala cara, se confunde y no sabe qué pensar: ¿Hago caso a las palabras o a la mirada? Con los niños pequeños, es necesario usar palabras y un tono de voz que no admitan dudas. Hay que evitar los sarcasmos y las ironías. ■ Con un insulto: ¡Eres muy maleducado! El niño piensa: Se enfada y luego me dice algo feo. No es justo. Maleducado es una palabra que el pequeño interpreta como un insulto. Su padre se pone al mismo nivel que sus amigos, se muestra hostil y le etiqueta como hacen sus compañeros de juegos. El deseo de venganza se apodera del niño.

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■ Con desdén y estupor: Pero, ¿te das cuenta de lo que has dicho? El niño no entiende la pregunta y muchas veces no conoce ni siquiera el significado preciso de lo que ha dicho. De hecho, para que las preguntas retóricas se entiendan, requieren una sofisticada cadena de reflexiones hipotéticas: Si me diera cuenta, lo entendería y, si lo entendiera, debería hacer… ¿qué? ■ Con recriminaciones y acusaciones: Estás todo el día pegado al televisor: por eso, aprendes estas palabrotas. Y el niño piensa: ¿Qué tengo que hacer? Siempre que le pido que juegue conmigo, es él quien se pone a ver la tele. ■ Con castigos y amenazas: ¡Basta! Si te oigo otra vez decir palabrotas, ¡olvídate de los videojuegos durante tres días! El niño piensa: Papá se ha enfadado conmigo. Es como cuando mi amigo Jorge llamó a la maestra vaca y le pusieron de cara a la pared. Pues yo se lo diré más veces: ¡Gilipollas! ¡Gilipollas! ¡Gilipollas! Cuanto más grande es el castigo, más importancia adquiere la palabrota para el niño. Se convierte en algo extraordinariamente eficaz, cada vez que quiere atraer la atención del padre o la madre. Es un modo para exasperar y poner a prueba, a pesar de que lleve consigo el castigo. ■ Con la promesa de premios y recompensas: Si no dices palabrotas durante una semana, te compro la nave espacial. La conclusión que el niño saca es muy sencilla: ¡Mamá sí que es buena! Se enfada un poco, pero después me compra siempre muchas cosas. Sólo tengo que prometerle que me portaré bien. Tengo que pedir a mi amigo que me enseñe otras palabrotas. Cambiar un buen comportamiento por alguna cosa, a largo plazo, no es una buena estrategia. Quizás, se obtiene un efecto inmediato, pero no inculca en el niño ningún valor. Por el contrario, la relación se convierte en una relación de consumo. El niño se comporta bien para conseguir un regalo y el precio que hay que pagar tiende a ser cada vez más caro. ■ Con orgullo: ¡Qué carácter tiene mi niño! El niño piensa: Papá no se ha enfadado nada. Al contrario, me ha dado un beso. Muchas personas están convencidas de que recurrir a las palabrotas es señal de fuerza de carácter, pero se tienen que tener en cuenta dos factores: • El niño apenas conoce el significado de la palabra que ha utilizado. • Recurrir al insulto, sobre todo si es vulgar, denota falta de autocontrol. ■ Con preocupación: ¿Por qué hablas así? El psicólogo alemán Rudolf Dreikfus escribe: «Preguntar el porqué, con el fin de que los niños colaboren

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para superar los comportamientos no deseados, es un método completamente ineficaz». Hasta los diez años, afirman los psicólogos, los niños no son capaces de dar una respuesta a quien les pregunta el porqué de algo. Para poderlo hacer, deberían ser capaces de investigar las causas y los motivos de sus comportamientos, una capacidad que no han desarrollado todavía. Rudolf Dreikfus prosigue: «El comportamiento transgresivo del niño está orientado a lograr un objetivo, generalmente, inconsciente». En nuestro caso, el objetivo es comprobar los efectos de la palabra que ha provocado el puñetazo a su amigo. ■ Con resignación: ¡Con todo lo que oye por ahí! No podemos hacer nada. No se recoge la provocación y, por lo tanto, se neutraliza la carga explosiva de la palabrota. Sin embargo, se pierde una oportunidad para explicar al niño que sus palabras pueden ofender, aunque él no entienda el significado.

CÓMO EVITAR LOS INSULTOS Si reflexionamos sobre cómo reaccionan los padres frente a las palabrotas de su hijo, nos daremos cuenta de que, aparte del caso de la respuesta resignada, siempre es el niño quien está bajo la luz de los reflectores y es objeto de nuestro desdén, nuestra ironía, nuestro orgullo, nuestros premios y nuestros castigos. De esta manera, consigue lo que quiere, es decir, crear atención a su alrededor, por muy negativa o positiva que sea. Si queremos dejar de “premiar” su comportamiento, el único camino es el de “extinguir las recompensas”, como dicen los psicólogos: ignorar o, al menos, dar poca o ninguna importancia a sus palabrotas. Pero si, por una parte, está bien no dar importancia a las palabrotas, es igualmente erróneo no hacer nada al respecto. Es importante que el niño se dé cuenta de que ciertas expresiones son ofensivas. ■ Hablemos de nuestros sentimientos sin expresar opiniones. Escojamos un momento de tranquilidad y hablémosle con calma, intentando esforzarnos por hablar de nosotros y no de él: ¿Sabes? Me sienta muy mal cuando me dices esa palabra…; No me gustan las palabras que tú y tu amigo usáis cuando os peleáis. Me molestan; Si me tratas de tonto, me ofendo mucho. ¡No quiero que me lo digas!; Cuando dices palabrotas, quien te escucha se siente a disgusto.

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Si conseguimos hablar de nuestros sentimientos y de los demás, evitaremos apuntar con el dedo al niño, que no se sentirá directamente acusado. De esta manera, nos aprovechamos del afecto que siente por nosotros, con el objetivo de corregir su comportamiento. El secreto está en no expresar una opinión sobre él, sino simplemente en desaprobar el hecho en sí. Si le decimos: No te soporto cuando me llamas tonto, o bien: No me gustas cuando pegas a tu hermano, hablamos de nuestros sentimientos, pero también expresamos un rechazo hacia él: No te soporto; No me gustas. El rechazo nunca debe ir dirigido al niño, sino hacia su comportamiento: No me gusta que pegues a tu hermano. La diferencia es sutil, pero fundamental: en el primer caso, criticamos al niño, mientras que, en el segundo, criticamos su comportamiento. De esta manera, podremos pedirle que lo cambie. ■ Ayudemos al niño a expresar lo que siente. Ha dado un puñetazo a su hermana, ha tirado un tenedor a su madre y ha tratado de imbécil a su padre. La fuerza que se desencadena en el niño enfadado es explosiva. ¿Cómo ayudarle para que se exprese con menos violencia? Para conseguir que el niño sea consciente de sus emociones, enseñémosle las palabras que describen su realidad interior: enfadado, enojado, furioso, indignado, encolerizado, decepcionado, desilusionado, frustrado, insatisfecho, desconfiado, tranquilo, seguro, preparado, determinado, alegre y descuidado. El simple hecho de poderse desahogar con términos que describen exactamente su estado de ánimo, le ayudará a superar la rabia sin tener que recurrir a las palabrotas. ■ Expliquémosle el significado de las palabras que usa. Si nos damos cuenta de que utiliza una palabrota sin comprender su significado, expliquémoselo: Gilipollas quiere decir tonto. ¿Te gustaría que alguien te lo dijera?; Puta es una persona que te da un beso sólo si le das dinero. ¿Te gustaría que mamá hiciera eso contigo? ■ Enseñémosle a pedir perdón. Si la palabrota ha ofendido a la abuela, a la madre o al padre, enseñémosle a que pida perdón. De esta manera, entenderá que las palabras pueden doler, igual o más que un puñetazo. ■ Intentemos dar buen ejemplo. ¡Papá también lo dice!, se excusa el niño cuando le riñen por haber dicho una palabrota. No es motivo para hacerlo, replicamos nosotros. Pero el argumento no es muy convincente. Es mucho más honesto y, sobre todo eficaz, decirle: Cuando papá lo dice, tampoco me gusta. La mejor solución sería que en casa ningún miembro de la familia dijera palabrotas.

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CUANDO LA PALABROTA LA DECIMOS NOSOTROS Puede ocurrir: desesperados, ofendidos o simplemente por una arraigada costumbre, se nos escapa una palabrota. El niño la graba y nos lo demuestra con una sonrisa maliciosa. ¿Cómo hay que reaccionar en este caso? Se puede hacer como si nada o enfadarse con él porque nos ha pillado in fraganti. Sin embargo, es mejor admitir honestamente que nos hemos equivocado y que hemos perdido el control. Si no lo hacemos, correríamos el riesgo de desorientar al niño. Por lo tanto, es importante asegurarle que la vieja norma, a pesar de la infracción, sigue siendo válida. Es más difícil reparar los hechos si la palabrota va dirigida al niño. Si le insultamos, destruimos su autoestima, hacemos que se sienta incompetente e inútil. Sin embargo, si le pedimos perdón, conseguiremos una serie de ventajas. • Le damos un buen ejemplo: cuando sea él quien insulte a alguien, le será más fácil pedir perdón, puesto que nosotros también lo hemos hecho con él. • Siente que lo tratan con respeto y, a su vez, nos respetará más fácilmente. • Le ayudamos a darse cuenta de su parte de responsabilidad, haciéndole entender que ha contribuido a nuestro enfado: Cuando he visto que ponías las manos en la olla caliente de la sopa, no me he podido controlar.

MALAS CONTESTACIONES Y “MALAS PREGUNTAS” Las preguntas pueden ser indiscretas, inoportunas o incómodas, pero nunca deben ser “malas preguntas”. Sin embargo, si reflexionamos sobre las dinámicas que se crean entre padres e hijos, nos damos cuenta de que, en muchos casos, recibimos una mala contestación, porque somos precisamente nosotros los que hemos hecho una “mala pregunta”. Ricardo, bañado de sudor bajo la pesada mochila cargada de libros, llega a casa sofocado. ¡Menudo día! Una nota de la maestra y un insuficiente en el control de matemáticas. Tira la mochila en medio

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del pasillo, entra en la habitación y enciende Mortal Kombat, su videojuego preferido. - ¿Cómo te ha ido hoy la escuela?, le pregunta la madre desde la cocina. Ninguna respuesta. Al cabo de un rato, y mientras está a punto de dar el golpe mortal a Shang Tsung, su madre entra en la habitación echa una furia y le hace perder el golpe: ¡Te he hecho una pregunta! ¿No oyes? Al menos, podrías responder y saludar. - ¡Jo! ¡Mamá! ¡Qué rollo!¡Me has hecho perder el golpe! - ¡Y no me hables así! - Pero, ¿me quieres dejar en paz? - Claro que te dejo en paz. ¡Hoy no comes! Y la madre cierra de un portazo.

Se trata de una escena cotidiana de incomunicabilidad. El niño vuelve a casa, cansado, acalorado y enfadado. Nosotros queremos hablar. Él se encierra en un mutismo obstinado. Nosotros nos enfadamos. ¿Es él quien tiene un carácter particular o somos nosotros los que no encontramos el momento adecuado para hablar? Probablemente, en parte, las dos cosas son ciertas.

CUANDO NOS LAS MERECEMOS Veamos cuáles son las situaciones que crean las malas contestaciones. LAS PREGUNTAS INQUISITORIAS El psicólogo infantil Giovanni Marcazzan explica: «Las preguntas que empiezan con: ¿Por qué? ¿Quién? ¿Qué? ¿Cómo?, la mayor parte de los niños las ven provocadoras. Investigan, controlan, no favorecen el diálogo, no invitan a la confianza». Las preguntas inquisitorias inducen a cerrarse para evitar críticas, otras preguntas, otros interrogatorios: instintivamente, al oírlas, los niños se ponen a la defensiva. Si a Ricardo, al entrar en casa, su madre le hubiera recibido con un abrazo afectuoso, una explosión de alegría por volverlo a ver y una frase menos indiscreta, como: ¿Qué has hecho hoy?, quizás se hubiera sentado en la cocina y habría empezado a hablarle.

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LAS ÓRDENES ¡Lleva la cartera a la habitación!; ¡Cuelga tu chaqueta!; Antes de entrar, quítate las botas; ¡No des portazos! Intentemos pensar en cómo reaccionaríamos nosotros si, al volver a casa, nuestra pareja nos recibiera de esta manera. Sin embargo, cuando se trata de niños, nos parece normal y hasta indispensable asumir un tono imperativo. Entonces, no nos sorprendamos si los niños resoplan, protestan o se niegan a hacer lo que les pedimos. Intentemos acercarnos a ellos de otra manera. Después de haber recibido al pequeño con un beso, pidámosle de forma amable lo que deseamos de él: ¿Puedes mover tu bolsa de sitio?; Hazme un favor, antes de entrar en casa, límpiate las suelas de los zapatos porque están llenas de barro. Si la advertencia se ha repetido varias veces sin resultado, avisémosle de las medidas que tomaremos: La próxima vez, estaré obligada a hacerte limpiar el suelo de la entrada. LOS SERMONES En la vida, no se puede tener todo; En mis tiempos, todo era distinto; Piensa en los niños que no tienen ni siquiera para comer. Acribillado por estos fragmentos de sabiduría, el niño se siente incomprendido: ¿Qué hay de malo si lloro porque se ha roto mi estación espacial?; Si me como la coliflor, ¿qué ganan los demás niños? Negar los deseos del niño o insinuarle inútiles sentimientos de culpa, no le ayuda a ser responsable. Para que pueda escucharnos, necesita, antes de nada, sentirse aceptado y entendido. LOS CONSEJOS QUE NO SE PIDEN Yo te digo lo que tienes que hacer… Nuestras intenciones son buenas, pero inoportunas. Proporcionando la solución del problema, ya sea de un puzle o de las relaciones entre compañeros, se envía el mismo mensaje: Tú solo no eres capaz de resolver el problema. A menudo, cuando nos habla de un problema suyo, el niño, en cambio, intenta que participemos de sus sentimientos. EL SARCASMO Puesto que tú lo sabes todo…

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Evadirse, mostrarse sarcástico, no escuchar, son maneras de enviar el mismo mensaje: ¡Lo que estás diciendo es una tontería! En cambio, los niños necesitan nuestro ánimo para aprender a comunicar lo que han experimentado y lo que sienten. Escucharles, animarles, ayudarles a encontrar las palabras para expresarse son las premisas para que desarrollen la costumbre de hablar con nosotros: un recurso que se manifestará especialmente valioso durante los años turbulentos de la adolescencia.

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ntes de presentar a un niño nuestras protestas, es necesario liberar de nuestro corazón cualquier resentimiento hacia él. Debemos decidir si nuestro objetivo es desahogar nuestra ira, o bien conseguir un resultado positivo. También se puede fingir que estamos enfadados, eso sí, manteniendo la calma. Pero, ¿qué hacemos si estamos verdaderamente enfadados? Cansados por la absoluta impermeabilidad del niño a lo que le decimos, y exasperados por la ininterrumpida cadena de trastadas que hace, ¿cómo podemos mantener la calma? Veamos el caso de un niño de cuatro años. ¿Cómo meterle en la cabeza que no queremos que entre del jardín con los zapatos llenos de barro, y camine por el parqué limpio? Se lo hemos dicho decenas de veces, pero, entusiasmado en venir a contarnos que ha descubierto una lagartija, se ha olvidado completamente. ¿Cómo le podemos hacer entender que se equivoca? Gerard E. Nelso, profesor de Pediatría y Psicología en la Universidad

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de Filadelfia, en Estados Unidos, afirma que hay una manera y consiste en cuatro normas: «la reprimenda tiene que ser breve, inmediata, limitada a un solo acontecimiento y tiene que acabar con un “estímulo”, que confirme el amor y la confianza que tenemos por el niño». ■ Es breve. No más de un minuto. Está científicamente probado que la capacidad de atención de un niño menor de seis años es muy breve. «Al cabo de un rato, el niño “apaga la radio” y es impermeable a cualquier mensaje», afirma Nelson. ■ Es inmediata. Tiene que tener lugar en cuanto el hecho ha ocurrido. Los niños viven en un eterno presente. No son capaces de proyectarse en el futuro o recordar cosas que han ocurrido sólo unas horas antes. ■ Es limitada a un único acontecimiento. No quiero que ensucies el parqué de barro. Evitemos añadir otras quejas: … y no ensucies la pared con la mermelada… no hagas pipí fuera del inodoro… no le cojas la cola al gato y no te comas los macarrones con las manos… ¡qué guarrete eres! El niño se hará un lío con todo lo que le hemos dicho y se preguntará qué tiene que ver la mermelada con el gato y los macarrones. ■ Muestra las consecuencias directas de su acción. Si entras en el pasillo con los zapatos sucios, tengo que volver a limpiarlo todo. Pierdo un montón de tiempo y me canso mucho. ■ Explica lo que suscita en nosotros. No soporto el hecho de decirte una cosa y que tú hagas como si nada. ¡No sé qué te haría! Y entonces me enfado y te riño. Después, me sabe mal porque te quiero. ■ Repite la norma infringida. Cuando vuelvas del jardín, antes de entrar en casa, límpiate las suelas de los zapatos en el felpudo. Puede parecer superfluo que se tenga que añadir los detalles de las suelas y del felpudo pero, para un niño, “limpiar” los zapatos podría significar “encerarlos”, y no le pasa ni siquiera por la mente que las suelas, en algunas situaciones, también se limpian. ■ Asegura nuestro amor hacia él. Al final, abracémosle, démosle un gran beso y confirmemos nuestra confianza en él: ¡Eres maravilloso y te quiero muchísimo! Tiene que entender que, aunque desaprobemos su comportamiento, nuestro amor hacia él permanece inalterado. Incluso el niño que se porta mal tiene buenas cualidades: éstas son las que tenemos que valorar si no queremos que, concentrando nuestras atenciones únicamente en sus aspectos negativos, acabe pensando que no tiene ninguna posibilidad de cambiar. ■ Nunca se hace delante de los demás. Si tenemos que reñirle, nunca lo hagamos frente a otras personas, ya sean sus compañeros o adultos. En

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el niño, el sentido del respeto a sí mismo es muy elevado. Nos lo agradecerá por haberle ahorrado una humillación. Por esta razón, cuando se le riñe delante de desconocidos, el niño niega descaradamente con la intención desesperada de evitar quedar mal. Si tenemos que recriminarle algo, llevémosle aparte, ya que para él será mucho más fácil aceptar nuestras observaciones. Cuando no sea posible, es más aconsejable posponer la reprimenda, a pesar de arriesgarse a que después se olvide de lo que ha ocurrido.

EL ARTE DE INCENTIVAR El principio es simple: reñir uniendo a la reprimenda un mensaje positivo y un incentivo. He aquí un ejemplo. El niño vuelve a casa con el tercer insuficiente en el examen de matemáticas: Me consta que, cuando quieres, puedes sacar excelentes notas en la escuela y, por eso, no estoy nada contento de tu resultado. Otra vez más, no has estudiado. Sin embargo, estoy seguro de que, para el próximo examen, estudiarás como tú sabes. ¿Necesitas ayuda?... Si el próximo examen te va bien, significará que habrás aprendido a gestionar tu tiempo y podré llevarte a pescar el domingo por la mañana. Para que el incentivo sea eficaz, tiene que capturar, “hechizar al niño”. Todo depende de cómo lo presentamos. He aquí las sugerencias de los expertos. ■ El incentivo no tiene que ser genérico. Si te portas bien, te compraré un helado, decimos a nuestro pequeño antes de entrar a la consulta del pediatra. Pero, ¿qué significa “portarse bien”? ¿No correr? ¿No tocar las revistas? ¿No agobiarnos con continuas peticiones? ¿No hablar en voz alta? Los comportamientos que nos esperamos son demasiados y demasiado ambiguos. Escojamos los que más nos hacen enfadar: No quiero que hables en voz alta y que corras. Sé que es aburrido, pero cuando salgamos iremos a tomarnos un helado. ■ Debe ser proporcionado al objetivo que nos hemos puesto. No podemos regalar al niño un balón nuevo simplemente porque se ha lavado los dientes antes de ir a dormir. ■ Los objetivos deben estar fraccionados. Si queremos que el niño ordene su habitación, hagamos una lista de todas las operaciones que son necesarias para conseguir este objetivo y escojamos una cada vez: Esta semana, todas las noches, antes de ir a dormir, tendrás que poner tu ropa

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sucia en el cesto de la ropa. Sería pretender demasiado que, de un día para otro, su cuarto estuviera en perfecto orden. ■ El premio sólo se debe dar cuando el objetivo se ha conseguido. Parece obvio, pero, ¿cuántas veces, entusiasmados, hemos premiado al niño sólo frente a la promesa de que haga algo? Es mejor dividir la tarea, para que se pueda dar una pequeña recompensa incluso cuando el objetivo se ha conseguido parcialmente.

LA TÉCNICA DEL CARTEL Luisa cuenta: Para Navidad, Marcos, de siete años, quería una bicicleta nueva, y María, de ocho, soñaba con la PlayStation. Dos regalos importantes. Pensé que se los tendrían que merecer. No me parecía justo satisfacer cada uno de sus deseos sin que mostrasen una mejora en su comportamiento. Pero, ¿cómo “medir” su compromiso? En mi familia, es costumbre hacer algo memorable para prepararse para la Navidad. Muchas veces, son privaciones que, cuando era pequeña, me parecían un poco masoquistas: «Hoy no comes chocolate para que el Niño Jesús se ponga contento», me decía mi abuela. Y yo nunca entendí por qué al Niño Jesús podía interesarle el hecho de que yo no comiera chocolate. ¿Por qué no transformar el acto memorable en objetivos positivos más que en proponer renuncias? Mi marido y yo propusimos a los niños que, si para el día de Navidad habían acumulado cien puntos, tendrían el regalo deseado. Puse en el frigorífico un cartel y decidimos cuántos puntos se conseguían por cada tarea: cinco puntos por bajar la basura, un punto por comer la sopa sin hacer ruido con la boca, uno por apagar la luz antes de salir de la habitación… Si no hacían nada, ningún punto y ningún castigo: era sólo una oportunidad que perdían. Fue el éxito más bonito de mi vida.

POR QUÉ SE CONSIGUE MÁS CON LOS ELOGIOS Intentemos preguntarnos cuándo fue la última vez que elogiamos a nuestro hijo. Si han pasado más de doce horas, hay algo que no funciona. ¡Es imposible que no se haya merecido un elogio en tanto tiempo! Lo debería merecer sólo por el hecho de no habernos hecho enfadar. Cojamos un pequeño cuaderno y metámonoslo en el bolsillo. Por cada elogio que hagamos al pequeño, pongamos una cruz; por cada reprimenda, un menos. Si hacemos la cuenta, percibiremos que la relación reprimenda, que-

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jas, riñas y gritos, respecto a las alabanzas y a los estímulos, es de diez a uno. Si nuestros superiores nos trataran así, no lo aguantaríamos. Propongámonos entonces el objetivo de dar la vuelta a la relación: diez elogios por una reprimenda. No tengamos miedo de exagerar. Las ocasiones son innumerables. Sobre todo, pronto nos daremos cuenta de que los elogios cambian radicalmente la relación con el niño. Si nos proponemos alabarle sistemáticamente, al cabo de pocos días, descubriremos que tenemos frente a nosotros un niño completamente distinto de lo que nos habíamos imaginado. Por dos razones: puesto que estamos forzados a elogiarle, estaremos obligados a darnos cuenta de que no conocíamos algunas de sus cualidades. Y el niño, precisamente por esto, se sentirá más incentivado para portarse bien. He aquí algunos ejemplos: • Hoy te has portado muy bien. Cuando hemos entrado en la tienda, no has tocado nada y no me has interrumpido cuando estaba hablando con la dependienta. • He visto tu dibujo sobre la primavera. Me ha gustado muchísimo. Deberías hacer otros y enseñárselos a papá. • Cuando pegas a tu hermano, me enfado. Pero sé que puedo fiarme de ti y estoy seguro de que sabrás controlarte mejor. • Veo que estás guardando todas las piezas del puzle. ¡Muy bien! ¿Ves como eres capaz de poner tus cosas en su sitio? • Me he puesto muy contento cuando he visto que has ayudado a tu hermano a subir las escaleras.

CÓMO ESTROPEAR LOS ELOGIOS Puede ocurrir que nuestras ansias educativas consigan estropear, a los ojos del niño, también las pocas alabanzas que nos arriesgamos a hacer. A menudo, después de haber elogiado al niño, nos sentimos obligados a hacer un comentario que deteriora la alegría del elogio. ■ Refunfuñar. Estoy muy contenta de que hayas quitado las tazas del desayuno, y después se añade: Espero que se convierta en una costumbre. El comentario ácido es más fuerte que el elogio, porque critica el comportamiento habitual del niño. El niño se olvidará del elogio positivo y pensará: Nunca está contenta de nada, y al día siguiente ya no tendrá ganas de guardar las tazas en su sitio.

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■ Mostrarse insaciables. Has sacado matrícula de honor en matemáticas. Ahora, veamos qué sacas en inglés. Nunca tiene bastante, piensa el niño. La próxima vez, no estudiaré nada, ¡así aprenderá! ■ Ser sarcástico. ¡Muy bien! ¡Has doblado tu ropa! ¿Qué te ha pasado? ¿Has entendido por fin que tú también tienes que ayudar en casa? Con elogios de este tipo, a cualquiera se le quitarían las ganas de seguir colaborando.

CUÁNDO ES NECESARIO CASTIGAR Hoy en día, todos los expertos están de acuerdo a la hora de proponer “consecuencias directas” más que castigos. Con los castigos, se pierde la oportunidad de educar al niño en la autonomía: se le impone un comportamiento que induce, como reacción, negativas obstinadas, caprichos continuos y provocaciones sistemáticas, para ver hasta qué punto somos coherentes a la hora de no dejarle ganar nunca. Más que castigar, se trata, por tanto, de que el niño entienda que un gesto negativo comporta una serie de “consecuencias negativas”. Si, por ejemplo, el niño se obstina en el parque a jugar solo con la pelota sin pasársela nunca a su primo, es inútil decirle: Esta noche, no verás la tele. Por la noche, cuando le apaguemos el televisor, ya no se acordará de lo que ha ocurrido en el parque y considerará nuestra decisión como un abuso sin fundamento. Llevarle a casa o quitarle la pelota son, en cambio, dos modos para hacerle entender que su gesto impulsivo tiene una inmediata consecuencia negativa: así no se puede jugar. Antes de tomar una medida, es necesario tener presente algunos principios. ■ Avisemos con antelación al niño de las consecuencias de sus acciones. Ésta es la mejor manera para hacerle comprender que el castigo es una consecuencia de sus acciones, que debe asumir la responsabilidad de su comportamiento y se quita al castigo cualquier sabor vengativo. ■ El castigo tiene que ser la consecuencia directa de un comportamiento equivocado. Si el niño se apropia con prepotencia del mando de la tele, se le puede prohibir que lo use durante un breve período de tiempo, poniéndole las condiciones para poderlo utilizar. Decirle que se queda sin postre o que no irá a la fiesta de su amigo es inútil, porque no entendería la relación que existe entre los dos acontecimientos.

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■ Debe ser inmediato. Si le decimos: Esta noche, verás cuando llegue tu padre... Cuando el padre llegue a casa, el niño ya no se acordará de lo ocurrido, y el castigo le parecerá injusto y sin fundamento. ■ Debe ser proporcionado al daño. Si el niño ha pintado las paredes de casa con los rotuladores, es excesivo prohibirle que los utilice durante una semana. ■ Debe durar muy poco. Los castigos que se alargan durante un largo período de tiempo acaban por no tener ningún vínculo con el acontecimiento que los ha provocado y, a los ojos del niño, no tienen fundamento o únicamente se interpretan como un deseo de venganza. ■ Se transforma en una ocasión de aprendizaje. Los mejores castigos son los que ofrecen la oportunidad de poner en práctica comportamientos positivos. Si el niño ha pegado a su primito, decidle que vaya y le pida perdón. ■ Debe ser adecuado al carácter de cada niño. El objetivo del castigo es educativo, debe adaptarse a los objetivos que se quieren conseguir por su crecimiento psicológico y emotivo. A un niño impulsivo y nervioso le cuesta mucho más controlarse que a uno tímido o reservado. A él se le perdonarán determinados comportamientos, si no nos queremos pasar todo el día riñéndole.

DEJARLE SOLO PARA QUE ENCUENTRE LA TRANQUILIDAD Cuando el niño está muy agitado, se le puede alejar o dejar aparte un momento. Se trata de dejarle solo durante unos minutos, para que pueda calmarse. Esta separación temporal, que puede realizarse, por ejemplo, llevándoselo a otra habitación, es útil también para nosotros, para que nos tranquilicemos. Para que esta medida tenga un efecto positivo en toda la familia, es importante tener presente algunos principios. ■ Nunca alargar el castigo. El niño podría vivir este necesario aislamiento como un castigo incomprensible. Cuanto más pequeño es el niño, más corta debe ser la duración del aislamiento (tres minutos para los niños de tres años, cinco para los de cinco años, ocho para los de ocho). ■ Nunca dejar al niño a oscuras. Se sentiría abandonado y aterrorizado. ■ Nunca abusar. Al contrario, sólo hay que dejarle solo en casos excepcionales, sobre todo cuando el niño es víctima de una crisis de cólera y no

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quiere escuchar razones. De lo contrario, podría vivirlo como una incomprensible sustracción de afecto. ■ A la hora de ponerlo en práctica, no reñir al niño, sino hacer que se sienta querido. El pequeño debe entender que no se trata de un castigo, sino de una medida que sirve, tanto a él como a vosotros, para encontrar la tranquilidad.

CINCO COSAS QUE HAY QUE EVITAR No tomemos medidas cuando estamos enfadados. Actuando así, corremos el riesgo de ser demasiado duros y de aplicar penas demasiado severas. Con la mente fría, podríamos arrepentirnos de haberlo hecho pero, al mismo tiempo, para salvar nuestra competencia, estaríamos forzados a mantener nuestra decisión. Nunca negar la comida. La comida está unida al instinto de supervivencia. Ser privado de ella suscita, inconscientemente, el miedo a no poder sobrevivir, desarrollando un alto nivel de ansiedad y hostilidad hacia los padres. Si la medida se refiere al comportamiento del niño en la mesa, se le puede hacer que coma solo o se le puede privar de algo superfluo, como el postre. Nunca negar el afecto. La negación del afecto, el aislamiento afectivo, el acribillar al niño con continuas reprimendas y recriminaciones, genera tristeza e inseguridad, que duran mucho tiempo y que penetran profundamente en la mente del niño. Nunca ponerse de morros. La medida se toma en el momento y no debería dejar secuelas: los tiempos del niño son distintos de los de los adultos. Por lo tanto, seamos breves: diez minutos como máximo. Y, al final, mimemos al niño para convencerle de que le queremos. Nunca inducir sentimientos de culpa. Hay que evitar todas esas fórmulas que inducen sentimientos de culpa, como: Así haces que mamá sufra o Si me quisieras…

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n los países escandinavos, es ilegal pegar a un niño, ya sea un padre, un profesor o cualquier otra persona quien lo haga. En otros países, incluido el nuestro, el castigo corporal por parte de un padre, si no es muy grave, está visto todavía por muchos como una forma legítima de disciplina y, en algunos casos, hasta se anima a hacerlo. En el transcurso de los últimos años, muchos psiquiatras, sociólogos y padres han recomendado que se abandonen los castigos corporales. «Todas las personas tienen derecho a la protección de su integridad física, y los niños también son personas», afirma Meter Newell, coordinador de EPOCH (End Punishment of Children), la asociación creada a propósito para acabar con el uso de los castigos en los niños. Pero, ¿por qué motivo son contraproducentes los castigos corporales? ¿No es quizás la tolerancia, hoy en día imperante, la que vuelve a nuestros hijos imposibles de controlar?

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TODAS LAS RAZONES PARA NO USAR LA FUERZA CON LOS NIÑOS El motivo principal por el que es contraproducente recurrir a los castigos corporales es simple: herido en su respeto hacia sí mismo, y sufriendo por los golpes recibidos, el niño olvida la razón del castigo, piensa en el sufrimiento que le hemos causado y se propone vengarse. Pero también hay otras razones. LA VIOLENCIA ES CONTAGIOSA Ahora, está comprobado que los niños a los que se les ha pegado se convierten a su vez en adultos que pegan. Muchos estudios e investigaciones han demostrado una correlación directa entre los castigos corporales sufridos en la infancia y el comportamiento violento o agresivo de jóvenes y adultos. La historia de la criminología demuestra que los peores criminales han sido amenazados y perseguidos regularmente de pequeños. Y es inevitable. Los niños, en lo bueno y en lo malo, aprenden actitudes y comportamientos, observando e imitando a sus padres. La reacción que se induce por los castigos no es una mejora de su comportamiento. Por el contrario, el niño adopta a su vez una actitud violenta, porque es la única manera que conoce para responder a las negaciones de sus necesidades. «Recurrir continuamente a los castigos corporales no ayuda al niño a modificar sus comportamientos», escribe el psicólogo alemán Jan Uwe Rogge. «Los azotes o la negación del amor no constituyen acciones pedagógicas alternativas, ni garantizan mejoras, sino que refuerzan la hostilidad y la desestima recíproca, y muestran nuestra debilidad a la hora de resolver situaciones de conflicto. Son una forma de venganza que, a su vez, provoca otra». Como no se siente querido ni respetado, el niño se convence de que se merece desprecio, cree que es malo porque constata que su comportamiento transforma a sus padres en personas que manifiestan su propio odio pegándole. Y, dado que los niños aprenden de los modelos que los padres representan, aprenderán que pegar es un modo correcto de expresar los sentimientos y resolver los problemas. ACABA CON LA CREATIVIDAD «Cuando provocamos miedo en el niño, congelamos su aprendizaje e impedimos que aprenda a resolver los problemas humana y eficazmente», observa el pedagogo americano John Holt. Un niño castigado está concentrado en sus propios sentimientos de dolor, rabia y venganza, y no puede resolver

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los problemas creativamente. Además, no aprende a prevenir o a controlar situaciones similares en el futuro. COMPROMETE EL VÍNCULO ENTRE PADRES E HIJOS Va en contra de la naturaleza sentir amor por alguien que usa la violencia con nosotros y que nos castiga. Como cualquier otra persona, el niño está empujado a colaborar si recibe a cambio amor y respeto. El efecto del castigo es superficial y temporal. Dura hasta que el niño tiene miedo pero, una vez que ha crecido, se rebela y en su alma se queda un gran resentimiento hacia los padres, que han usado la violencia con él. Aunque parezcan que funcionen, los castigos pueden producir únicamente un buen comportamiento basado en el miedo, que sólo se mantendrá hasta que el niño haya crecido bastante como para oponer resistencia. Por el contrario, la cooperación basada en el respeto dura para siempre, procurando a los padres y a los niños muchos años de felicidad recíproca. Es posible que parezca que los castigos corporales producen un “buen comportamiento” en los primeros años del niño, pero los padres y la sociedad lo pagarán cuando, alcanzada la adolescencia, el chico se sienta lo bastante fuerte como para expresar su cólera con la violencia. PUEDE TENER CONSECUENCIAS DURADERAS Pero aún hay más. Los sexólogos advierten que el uso regular de los azotes en el trasero, una zona que en la infancia es erógena, puede inducir en la mente del niño una correlación entre el dolor y el placer sexual. Una vez alcanzada la edad adulta, puede favorecer prácticas de sadomasoquismo. También los azotes relativamente moderados pueden ocasionar daños. Por ejemplo, los golpes dados en la base de la columna vertebral causan una conmoción, que se transmite por toda la espina dorsal y, si son muy violentos, pueden ocasionar lesiones permanentes.

CÓMO SE DEFIENDE EL NIÑO Para protegerse, el niño se ve obligado a poner en práctica diversos mecanismos de defensa. ■ Se insensibiliza. Se hace el duro para insensibilizarse del dolor de no sentirse querido. Poco a poco, se vuelve insensible, indiferente a los demás, incluidos sus familiares.

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■ Se vuelve autodestructivo. Incapaz de asegurarse el amor de los padres, dirige su cólera contra sí mismo, se vuelve autodestructivo, cínico, sin ideales ni esperanzas. ■ Se encierra en sí mismo. Pegado y castigado por la persona que más debería quererlo, se defiende detrás de una máscara de cinismo. Por experiencia, sabe que abrirse significa recibir golpes. Entonces, aprende a protegerse, a encerrarse en sí mismo, para no sufrir alguna decepción. ■ Descarga su agresividad sobre los más débiles. Aprende que recurrir a la fuerza es un modo para resolver los problemas. Sintiéndose tiranizado por los padres, aprende a su vez a tiranizar y a oprimir a los más débiles. El matón del barrio o de la escuela muchas veces es el niño que sufre violencia en casa.

¿Y SI SE NOS ESCAPA UN AZOTE? Desesperados, furiosos y ofendidos, no podemos contenernos y pegamos al niño: la persona a la que más queremos en el mundo. Aunque sea ocasionalmente, el azote es siempre una humillación para el niño, que hace que pierda una parte del respeto que tiene hacia su padre. El pequeño, inconscientemente, se venga, forzando al adulto a usar la fuerza, le pone delante de su efectiva impotencia, de su incapacidad de controlar la situación con experiencia y de no poder prescindir de la violencia. Hoy en día, aun sin absolver estos excesos de alguna manera, los expertos están de acuerdo en afirmar que, muy ocasionalmente, o limitados a un ataque de rabia, los azotes no dejan huella. Si el niño vive en un ambiente en el que es querido, con los padres que se respetan, un golpe de rabia también se absorbe rápidamente, sin problemas. Sin embargo, hay algunas condiciones que hay que respetar. ■ Si está inmerso en un contexto de amor, un guantazo o un azote ocasional, en un momento de rabia, es inofensivo. Por el contrario, en algunos casos, al igual que ocurre con los gritos, puede reforzar la posibilidad de los padres de conseguir que respete las normas. ■ Es importante enseñar al niño a reconocer los sentimientos, explicándole que tanto los adultos como los niños pueden estar tristes, nerviosos, celosos… y enfadados. Y el enfado es un sentimiento como los demás. ■ Es mucho más importante lo que ocurre después del enfado que lo que ocurre en el momento. Si no se mantiene el enfado y, después de

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haberse solucionado el problema, se cierra el tema y se vuelve a estar bien juntos, entonces el pequeño entiende que se ha tratado de un temporal momentáneo. ■ Es bueno admitir frente a él que hemos perdido el control. Pidamos perdón por haber perdido el control. Contrariamente a lo que podamos pensar, pedir perdón no nos disminuye a los ojos de nuestro hijo. Por el contrario, si le conferimos dignidad, se sentirá tratado con respeto: Me sabe muy mal haberte pegado. Te pido perdón. He perdido la cabeza completamente. Esto es, además, para él un buen ejemplo: a través de la imitación, aprenderá a su vez a pedir perdón a los demás. ■ La pérdida de control debe ofrecer la oportunidad para volver a valorar la relación con el niño y entablar una conversación, examinando juntos los mecanismos que originan las discusiones.

CUANDO ESTAMOS MUY ENFADADOS... El pediatra Roberto Albani recomienda: «Cuando estéis enfadados con el niño, es bueno que mostréis claramente que estáis enfadados con él, respetando, aun así, dos normas: no evidenciar que os sentís culpables por la rabia, que tenéis todo el derecho de tener; evitad atacar directamente la personalidad y el carácter del pequeño, explicando brevemente el hecho que ha desencadenado vuestra ira. ¿Un ejemplo?: Si me interrumpes continuamente cuando estoy al teléfono, me pongo de los nervios. ¡Espera a que haya terminado de hablar!».

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EPÍLOGO LA FELICIDAD DEL CUBO QUE PERDÍA AGUA Hace muchos años, vivía en un pueblo chino una anciana. Cada día, se dirigía al pozo, llevando a las espaldas un palo largo en cuyos extremos había colgados dos cubos: uno tenía una grieta, mientras que el otro estaba perfecto. Al final del largo recorrido para volver a casa, el cubo íntegro estaba lleno, mientras que el de la grieta estaba medio vacío. Durante dos años, cada día se repetía la misma historia: la mujer llegaba a casa con un cubo medio vacío y uno lleno de agua. Naturalmente, el cubo perfecto estaba muy orgulloso de sus resultados, mientras que el cubo con la grieta se avergonzaba de su imperfección y le sabía muy mal hacer sólo la mitad del trabajo que debería haber hecho. Después de sentirse fracasado durante dos años, un día decidió hablar con la mujer que estaba descansando en la orilla del río: «Me avergüenzo de mí mismo, porque la grieta que tengo hace que pierda agua durante todo el trayecto hasta casa». La anciana lo miró y sonrió. «¿No has notado que en el lado del sendero por el que pasas tú hay flores y en el otro lado, no? Esto es así, porque, conociendo tu defecto, sembré flores en ese lado y, cada día, mientras volvía a casa, ¡tú las regabas! Durante dos años, he cogido estas bonitas flores para decorar mi mesa. Si tú no hubieras tenido esa grieta, no habría podido embellecer mi casa». Con todos los niños “no tan correctos”, recordémonos oler las flores que dejan en su camino.

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BIBLIOGRAFÍA ADHD: Attention-Deficit Hyperactivity Disorder in Children and Adults, Wender, P. H., Oxford University Press, 2002 A New Approach to Discipline: Logical Consequences, Dreikurs, R., Plume Books, 1993 A Parent’s Guide to Child Discipline, Dreikurs, R. y Grey, L., Hawthorn, 1970 Niños y adolescentes difíciles, Fiorenza, A., RBA Libros, 2003 Cómo educar a sus hijos con el ejemplo, Severe, S., Ediciones Gestión 2000, 2000 Cómo ser padres hoy, Spock, B.MR Ediciones, 1990 Niño de hoy, Bernardi, M., Noguer Ediciones, 1974 Neurobiology of Attention-Deficit Hyperactivity Disorder, Faraone, S.V. y Biederman, J., Biological Psychiatry, 1998 ¿Hasta dónde dejarles?, Rogge, J.U., Ediciones Medici, 2004

OTROS

TÍTULOS DE

BERNABÉ TIERNO

La educación inteligente, Editorial Temas de hoy, 2002 La fuerza del amor, Editorial Temas de hoy, 2006 Aprendiz de sabio, Grupo Editorial Random House Mondadori, 2005 Aprendo a vivir, Editorial Temas de hoy, 2007 Fortalezas humanas, Ediciones Grijalbo, 2007

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