1. El a b u e l o y yo

Jack Kerouac Pic 1. El abuelo y yo Nadie me ha querido nunca como yo mismo me quiero, excepto mi madre, y está muerta. (Mi abuelo es tan viejo que a

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1. El abuelo y yo Nadie me ha querido nunca como yo mismo me quiero, excepto mi madre, y está muerta. (Mi abuelo es tan viejo que alcanza a remontar cien años de recuerdos y en cambio es incapaz de recordar qué pasó la semana pasada o ayer mismo.) Mi viejo hace mucho que se marchó y ya nadie recuerda su cara. Mi hermano, enfrascado en su traje nuevo, se dejaba ver las tardes de domingo por la vieja carretera frente a la casa mientras el abuelo y yo nos sentábamos en la mecedora del porche y hablamos, no así mi hermano, que pasaba de todo y un día se fue para no volver. Cuando estábamos solos, el abuelo se ocupaba de los cerdos y a mí me mandaba a arreglar la valla trasera y me decía: «hace cien años Dios atravesó esa valla, yo lo vi, y debería volver para arreglarla». Mi tía Gastonia se deja caer, inhalando y liberando el humo de una colilla, decía que así era, ella también lo creía pues ha visto y ha aleluyado al Señor más veces de las que podría contar. Decía «si bien todas esas apariciones divinas son ciertas, también es cierto que el pequeño Pictorial Review Jackson» (que soy yo) «debe ir al colegio y aprender a leer y a escribir.» El abuelo me miraba fijo a los ojos como si quisiera escupirme en ellos el jugo de su tabaco y respondía: «Me parece bien, pero ni hablar de colegios de curas ni seminarios pues Dios aún no ha vuelto para arreglar la valla y el chico tendrá que hacerlo entonces por él.» 1 Ediciones Escalera

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Así que al día siguiente fui a la escuela y volví y nadie me creyó cuando dije que era de Carolina del Norte. De hecho aquel colegio no parecía Carolina del Norte. Dijeron que yo era el chico más negro, más oscuro que jamás había acudido a aquella escuela. Eso siempre lo he sabido porque por delante de nuestra casa pasan chicos blancos, rosados, azules, incluso verdes, naranjas y por supuesto negros, pero ninguno tan negro como yo. La verdad es que nunca le di importancia, entretenido como estaba de pequeño en enmarronar pañales, hasta que fui consciente del horrible olor y todo eso, y ahí estaba ahora el abuelo, saludando desde el porche y fumando su vieja pipa verde. Una vez vinieron dos chicos blancos por casa y me dijeron que era tan retinto como el hijo de un cafre y bueno, yo les respondí que eso ya lo sabía. Dijeron que yo era demasiado pequeño para lo que se proponían hacer, de lo cual ya no me acuerdo, y advertí que uno de ellos tenía una rana enorme en la palma de la mano. Dijo que no era una rana, sino un SAPO, y dijo SAPO como queriendo hacerme dar un salto cósmico, tan alto y claro, para darse luego el piro por la colina que se alza tras la propiedad del abuelo. Supe entonces que estaba en Carolina del Norte y que aquello era un sapo y hasta soñé con ello esa noche. Cada tarde el señor Dunaston nos dejaba sentarnos a mí y al viejo perro perdiguero en los escalones de su tienda junto al cruce de caminos a escuchar lindas canciones en la radio, aquello sonaba tan bien que me fui aprendiendo dos, tres, siete temas para luego cantarlos. Una vez el señor Otis detuvo su vieja carraca y me compró un par de botellas de Dr. Pepper. Le llevé una al abuelo, que dijo: «el señor Otis es un honesto potentado como lo fueron su padre, su abuelo y cien años antes, su bisabuelo, todos buena gente.» Estaba en lo cierto, y ciertas eran también las burbujas del Dr. Pepper que te reverberaban en la boca cada vez que te echabas un trago al gaznate. No pueden hacerse idea de cuánto disfruté ese día.

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En fin, así eran las cosas. La casa del abuelo, toda carcomida y a punto de venirse abajo, hecha de tablones astillados de madera, nuevos en su día y en cambio ahora estaban todos podridos, corroídos por dentro. El tejado amenazaba todo el tiempo con derrumbarse sobre el abuelo. A él parecía no importarle y allí seguía sentado, meciéndose. Por dentro la casa estaba vacía como una mazorca seca de maíz, tan áspera y muerta, tan buena para mis pies descalzos que comprenderían de lo que hablo si lo probaran. El abuelo y yo dormimos en una cama que chirría al menor respiro, aunque nos sobra espacio por todas partes de lo grande que es. El perro perdiguero duerme junto a la puerta. Yo corto la leña, el abuelo la quema en la estufa. Y allí nos sentábamos, a comer guisantes y verduras y carne fresca, con una cuchara ENORME, a comer mucho, cuando había mucho que comer, claro. Bueno, la tía Gastonia nos traía comida de vez en cuando, un poco hoy, otro poco la semana anterior, algo más el mes que viene, así. Nos traía carne, pan de molde, magro de cerdo… El abuelo cultivaba guisantes en el campo y maíz hasta donde llegaba la valla, atrapábamos a los cerdos y los triturábamos pues de otro modo no podíamos masticarlos. El perdiguero también come. La casa está en medio del terreno, más allá está el camino, un camino polvoriento y pedregoso por el que van y vienen las mulas y de tarde en tarde un coche te obsequia con una densa nube marrón alta una milla, cuyo olor a tierra se queda en el aire y yo me pregunto: «¿Por qué Dios no podría mantenerlo todo un poco más limpio?» Me sueno la nariz. Más lejos aún, en el cruce, está la tienda del señor Dunaston, y luego el viejo cuervo del pinar, cada mañana en la misma rama graznando, jra, jra, jra, jra, así tal cual, y no puedo evitar reírme de la misma forma todas las mañanas, ja, ja, ja, ja, cuando lo oigo, hasta sentir cosquillas en la garganta. Más lejos y en la otra dirección está la tabaquería del hermano de Dunaston, una casa grande grande en la que vive el señor Otis, y la casa de la señora Bell, justo en medio de su finca. La señora Bell debe ser tan vieja como el abuelo puesto que fuma en pipa igualito 3 Ediciones Escalera

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que él. Le caigo bien. Por la noche todo el mundo duerme en esas casas y lo único que puede uno oír es al búho: «uhhh, uhhh», en el bosque y el aleteo, flap, flap, flap, de los murciélagos y el aullido de los perros perdigueros y los grillos rasgando la oscuridad. Luego el cha-ca-chá se escucha alejarse del PUEBLO, entienden. Lo único que no puede oírse es a la araña paseándose por su tela. Así que me abro paso entre la quietud y me cargo la telaraña y rezo para que la vieja araña teja una nueva para mí. Y todavía más lejos, en el cielo, hay cientos de estrellas rutilantes y aquí en la tierra hace tanta humedad que parece que va a llover. Me meto en la cama y entonces me dice el abuelo: «Chico, ni se te ocurra tocarme con esos pinrelotes mojados». Espero entonces un rato a que se sequen y los meto bajo las sábanas. Contemplo entonces las estrellas al otro lado del cristal de la ventana y duermo como un lirón. «Pueden hacerse una idea de lo hermosa que era la vida para mí entonces».

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2. Lo que ocurrió Pobre abuelo, una mañana no pudo levantarse y todos vinieron de donde la tía Gastonia, dijeron que estaba a punto de morir en la miseria. Yo apoyaba la cabeza en su almohada mientras ÉL me aseguraba que no era cierto y pedía que hicieran por Dios el favor de largarse todos menos el perro perdiguero, que desde debajo la cama le lamía la mano al abuelo. La tía Gastonia quiso ahuyentarlo, «fuera de aquí, chucho». La tía Gastonia me lavó la cara en la bomba de agua. La tía Gastonia, me cubrió la oreja con un trapo y comenzó a hurgar con el dedo en mi oído más y más hasta que creí morir. Y claro, me eché a llorar. El abuelo también lloraba. El hijo de la tía Gastonia salió corriendo a toda mecha por la carretera y al poco tiempo allí estaba de nuevo el hijo de la tía Gastonia, corriendo, corriendo de vuelta carretera arriba veloz como no había visto nunca correr a nadie. Entonces llegó el señor Otis en su viejo mamotreto y aparcó justo delante de la casa. Sí, era un hombre poderoso de pelo rubio, ya se sabe, y se acordaba de mí. Dijo: «Bueno, bueno, ¿qué ha sido de ti últimamente, pequeño?» Luego tomó la mano del abuelo, apartó la vista para pescar de su cartera negra algo que servía como para escuchar, así que se inclinó sobre el abuelo y escuchó, todos escucharon, la tía Gastonia se sacudió a su hijo de un manotazo para que no hiciera ruido, mientras el señor Otis tamborileó sobre su otra mano apoyada en 5 Ediciones Escalera

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el pecho del abuelo y se miraron fijo a los ojos, afligidos y entonces el señor Otis dejó lo que estaba haciendo. «Ay, viejo, ¿qué tal van las cosas?». El abuelo dejó escapar una sonrisa de dientes amarillos y dijo con socarronería: «Ahí está la pipa, una buena pipa bien cargada», guiñó el ojo. Nadie sabía de lo que estaba hablando, salvo el señor Otis, él sí lo entendió y el abuelo rompió en una larga carcajada, tembloroso como un árbol sacudido por el viento. «¿Dónde?», preguntó el señor Otis, y el abuelo señaló traviesamente una balda en complicidad con el señor Otis. En fin, debía caerle muy bien el señor Otis. La balda estaba tan alta que la pipa siempre había estado fuera de mi vista. Estaba hecha de carozo y era la más grande y mejor de las pipas jamás hechas por el abuelo. El señor Otis lo miró con una pena que no le conocía. Dijo «cinco años» y eso fue todo, pues esa fue la última vez que vería al abuelo, y el abuelo lo sabía. Al rato el abuelo se durmió y todos se quedaron en torno a él, hablando. Yo no podía entender cómo podía alguien dormir con toda esa cháchara, así que me lo explicaron. Me dijeron que el abuelo estaba muy enfermo y que se iba a morir. Y qué pasaría entonces conmigo, con el pequeño Pic. Oh, menuda llorera la de la tía Gastonia y su amiga la señora Jones. Querían al abuelo tanto como yo, su hijo también lloraba, como los demás niños que llegaban por la carretera hasta la puerta para ver qué pasaba. El perro perdiguero aullaba afuera pidiendo entrar. El señor Otis nos pidió que dejáramos de adelantar acontecimientos y de preocuparnos, puede que el abuelo se pusiera pronto bien, aunque no podía prometer nada, así que iba a ver cómo podía hacerlo ingresar en el hospital, allí estaría bien atendido. A todos les pareció lo correcto y se mostraron agradecidos hacia el señor Otis, «porque pagaría de su bolsillo para que el abuelo volviera a ponerse bien». «El chico» le dijo a la tía Gastonia, «¿está segura de que su marido y su padre consentirán que se lo quede?», y ella respondió: «El Señor se apiade de ellos si no es así». «Bueno», dijo el señor Otis, «no creo que ese 6 Ediciones Escalera

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vaya a ser el caso, pero asegúrese de cuidar bien de él y manténgame al corriente». Dios mío, cómo lloré al ver a toda aquella gente hablando de mí de aquella manera. Oh, Dios, cómo lloré al ver que se llevaban al pobre abuelo hasta el coche como si fuera un perro viejo y acabado y lo recostaban en el asiento de atrás para llevarlo al hospital. Yo lloraba, la tía Gastonia cerró con llave la puerta de la casa, algo que él nunca había hecho en cien años. Un miedo terrible se apoderó de mí, me sentía enfermo, quería que la tierra se abriera y me tragara para poder llorar allí, escondido, pues desde el día en que nací yo no había conocido otra cosa que esa casa y al abuelo, y ahora venían y me arrancaban de aquella casa vacía, con mi abuelo muriéndose, sin poder hacer nada para no morirse. Oh Señor, recordaba lo que decía de la valla y de Dios y del señor Otis y de mis enormes pezuñas mojadas bajo la sábana, lo recordaba todo tan horriblemente reciente y a la vez tan lejano, llorando hasta entristecerlos a todos.

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3. La casa de la tía Gastonia Así que me llevaron carretera abajo hasta la casa de la tía Gastonia, una casa vieja y abarrotada pues en ella viven once personas, doce conmigo, desde el más bebé hasta el viejo y ciego abuelo Jelkey, que no sale nunca. No se parece en nada a la casa del abuelo, con todas esas ventanas y su chimenea de ladrillo y el porche lleno de sillas y el suelo de madera todo lleno de cáscaras de sandía y de tierra. Nunca he visto tantas moscas en toda mi vida como en esa casa. No, no quería quedarme. Había árboles en el jardín, hasta un cerezo, pero también había seis, siete niños más chillando y jaleando por todas partes y los cerdos, los cerdos del abuelo eran mejores como no puedes hacerte idea. Nunca había visto nada más tedioso. No, no quería quedarme allí, sin siquiera un sitio para dormir por la noche, excepto una cama compartida con tres o cuatro chicos más, imposible dormir con tanto codo en la cara. El abuelo Jelkey me, en fin, ese hombre me dio miedo. Dijo «traedme a ese chico». Me llevaron donde él estaba, me agarró fuerte por los brazos y trató de escudriñarme con su gran ojo amarillo, sin enfocar del todo bien, por encima de mi cabeza, qué horror. El otro ojo hacía ya tiempo que no estaba en su sitio, se había hundido en la cabeza de modo que al viejo no le quedaban ojos para ver. Me apretaba fuerte, me hacía daño. Dijo: «Este es el chico. Bien, no se le tocará más que una vez al día.» La tía Gastonia corrió a liberarme de él. «¿Por qué quieres maldecir al chico? ¿No te basta 8 Ediciones Escalera

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con habernos maldecido siete veces a todos los demás en esta santa casa? No es culpa suya que su padre te estropeara los ojos, no es más que un niño». El abuelo Jelkey guardó silencio un momento. «Quiero tocarlo siete veces antes de que muera, ni tú ni nadie me lo va a impedir.» La tía Gastonia no dijo nada y el tío Sim, que es su marido, nos llevó afuera a ella y a mí, que corrí a esconderme en el jardín, temeroso de que el abuelo Jelkey saliera y me atrapara de nuevo. No señor, no me gustaba la casa de la tía Gastonia, en absoluto. El abuelo Serpentine Jelkey se sentaba en la esquina a comerse un contramuslo mientras los demás comíamos en la mesa. Al oírlos a todos hablando, el abuelo Jelkey preguntaba «¿Estás ahí, chico?» refiriéndose a mí. Yo me escondía tras la tía Gastonia. «Ven aquí, acércate, chico, para que pueda tocarte dos veces. Así no me quedarán más que otras cuatro para consumar el maleficio». «No hagas caso de lo que diga» me dijo la tía Gastonia. El tío Sim no decía nada, ni siquiera me miraba, nunca lo hacía y yo estaba tan enfermizamente asustado que empezaba a creer de verdad que no viviría mucho tiempo en casa de la tía Gastonia antes de dar con mis huesos en el bosque, bajo tierra, solo, triste, muerto. La tía Gastonia dijo que estaba enfermo y que había perdido once libras. Estaba tan débil y demacrado que me pasaba el día dormitando y llorando por los suelos cubiertos de polvo. «Muchachito, ¿piensas pasarte la vida llorando por los suelos?» me dijo. «Y límpiate ese barro de la cara». Al final tenía que hacerlo ella. Ella nunca lo hacía, pero en cambio el abuelo Jelkey, el tío Simeón y los demás chicos me tiraban arena a la cara. Nadie me llevó a ver al abuelo al hospital. «Oh Señor», me decía, «tengo que dejar de llorar.» El abuelo Jelkey se asomó a la ventana y me agarró. Me hacía tanto daño que me desplomé en el suelo mientras él gritaba «He vuelto a atrapar al chico, y lo he tocado dos veces», entonces decía, decía «tres, cuatro» hasta que la tía Gastonia corrió a arrancarme de sus garras con tanta fuerza que acabé de nuevo por los suelos. El 9 Ediciones Escalera

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abuelo Jelkey gritó «Ahora sólo me quedan tres». La tía Gastonia rompió a llorar y se dejó caer en la cama, retorciéndose, mientras los niños salían en estampida hacia la carretera al encuentro del tío Sim, que venía de trabajar el campo con su mula. Luego el viejo abuelo Jelkey salió al porche con los brazos extendidos, siempre en mi busca, y llegó hasta donde yo estaba como si no fuera ciego, no sé cómo, pero entonces tropezó con una silla, se cayó al suelo y se hizo daño. Todos exclamaron «¡Ohh!». El tío Sim levantó al viejo, lo cargó en brazos y entre quejidos lo llevó hasta la cama. El tío Simeón le dijo a mi primo que me llevara afuera, así que salímos los dos de la casa mientras escuchábamos al tío Sim y a la tía Gastonia gritándose el uno a la otra. «¿Por qué te empeñas en quedarte con el chico sabiendo la maldición que cae sobre él? Eres una insensata», gritó el tío Sim. Mientras, la tía Gastonia rezaba y rezaba. «Oh Señor, es sólo un crío, no le ha hecho mal a nadie, cómo puede Dios permitir que la pena y la destrucción se ceben con este pobre corderito inocente, con este niñito indefenso». «Esto no tiene que ver con designios divinos» gritó el tío Sim. «Oh Señor, Jesús todopoderoso» proseguía la tía Gastonia, «es sangre de mi sangre, sangre de mi hermana. Oh Señor, libra del pecado a mi marido, libra del pecado a mi suegro, libra del pecado a mis hijos, y Señor, por favor, líbrame a MÍ, Gastonia Jelkey, de todo mal.» El tío Sim salió al porche, y tras lanzarme su más siniestra mirada, se marchó por la carretera, pues la tía Gastonia no pararía de rezar en toda la noche y él ya no tenía nada más que decir. El abuelo Jelkey dormía. Entonces mi primo, que es mayor que yo, me llevó a la CIUDAD a dar una vuelta pues sabía de la pena que me invadía. Me dijo: «Noche de sabadete, todo el mundo va a la CIUDAD a emborracharse y a menearse. Sí señor, eso es lo que hacen». Le pregunté qué quería decir menearse y respondió «Chaval, tienes que ver cómo saltan y bailan y jalean y se divierten con la música por los caminos, sí señor, los he visto en las noches de sábado, asan un buen 10 Ediciones Escalera

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cerdo en la barcacoa y papá se baja una botella entera de golpe y luego sacude su cabezota hacia atrás, tú lo sabes, primo, que tiene una cabeza enorme, y luego dice ‘oeoeoe’» y mi primo se pone a saltar de aquí para allá, abrazado a sí mismo mientras dice «Así es cómo se baila, pero tú nunca podrás ir de juerga porque una maldición pesa sobre ti». Así que mi primo y yo caminamos un poco más por la carretera, hasta que veo las luces de esa CIUDAD que nunca antes he visto y nos subimos a un manzano para ver mejor. Sin embargo yo ando tan alicaído que nada de todo eso cobra gran sentido para mí. ¿Por qué habría de interesarme esa vieja ciudad? Así que mi primo se va por su lado y yo por el mío, atravesando el bosque y luego colina abajo hasta la tienda del Sr. Dunaston donde puede escucharse también música en la radio. Luego, como es de imaginar, pongo rumbo a la casa del abuelo. Todo está tan en calma, tan vacío, y aunque nadie tenga la menor idea siento que debería morirme en ese mismo momento y regresar a las entrañas de la tierra. El viejo perdiguero aullaba desde la puerta del abuelo, él ya no vivía allí, no queda el menor rastro de vida, pero él sigue aullándole al alma del abuelo. Cierto que el abuelo vio al Señor atravesar la valla hace cien años, y ahora en cambio le toca morir en el hospital, sin vallas y sin nada que ver. Y yo le pregunto a Dios «¿Por qué le haces esto al pobre abuelo?» Eso es todo lo que recuerdo de la casa de la tía Gastonia y de lo que allí ocurrió.

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4. Mi hermano vino a recogerme Un chico como yo nunca tendrá donde dormir a menos que se quede donde está y desde luego yo no quería seguir por más tiempo en casa de la tía Gastonia, a pesar de no tener otro cobijo aparte de la casa de esa pobre mujer. Volví entonces por el bosque y allí estaba ella, la tía Gastonia, esperándome en la cocina con la lámpara de aceite encendida. «Ve a dormir, jovencito», me dijo tan dulce que quise acurrucarme y dormir en su regazo, como hacía con mamá cuando era pequeño, antes de que muriera. «La tía Gastonia cuidará de ti pase lo que pase», dijo acariciándome la cabeza, hasta que me quedé dormido. Estuve en cama, enfermo, dos, tres, siete días. Afuera llovía y llovía sin parar. La tía Gastonia me daba de comer gachas con azúcar, también me calentaba algo de berza. El abuelo Jelkey seguía diciendo desde la otra punta de la casa «Traedme aquí a ese chico» pero nadie me llevó ni tampoco le dijeron donde estaba. La tía Gastonia los mandaba a todos a callar. En ocasiones el abuelo Jelkey se asomaba a la ventana, atrapaba a mi primo y decía «Nop, este no es el chico.» Y mi primo, chillaba tanto o más que yo. Dormí dos días seguidos, sólo me despertaba para volverme a dormir, así que la tía Gastonia mandó a mi primo a buscar al Sr. Otis, pero el Sr. Otis se había marchado al NORTE. «¿Dónde al NORTE?» quiso saber ella y mi primo respondió «Simplemente se 12 Ediciones Escalera

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ha ido al NORTE.» «Sí ¿pero a qué parte del NORTE?» «A VIRGINIA DEL NORTE, ¿Qué importa eso.» La pobre tía Gastonia bajó la cabeza, sin saber qué hacer. Así que el Sr. Otis se había ido y la tía Gastonia se puso a rezar por mí y se trajo a la señorita Jones para que también rezara por mí. Una vez el tío Sim me miró y le dijo a la tía Gastonia «Me parece que ese mocoso está a punto de seguir los pasos de su abuelo». Entonces ella miró al techo y dijo «Amén, éste no es mundo para un corderito indefenso como éste, Señor, apiádate de su alma». «En fin» dijo el tío Sim encogiéndose de hombros, «una boca menos que alimentar». «Oh, Jehová, aparta a este hombre de esa senda pecaminosa». «Y tú, mujer, cierra el pico, ‘este hombre’ tiene otras preocupaciones más reales que esa senda pecaminosa, como no poder comprar una nueva estufa para el invierno, todo por esa maldición, la plantación de tabaco también ha sucumbido, desde que ese muchacho llegó, los bichos no han paran de comerse todas las hojas». Salió y dio un portazo. Ese el discurso más largo que jamás le escuché pronunciar a ese hombre. Un buen sábado por la mañana estaba yo en la cama y de repente, ZAS, todos hablaban y gritaban allá afuera, tanto que quise incorporarme y asomar la cabeza, pero no pude ver nada. Luego cruzaron todos el porche y entraron y yo volví, enfermo como estaba, me recosté de nuevo y entonces ¿quién creen ustedes que entró por aquella puerta con una algarabía de chiquillos tras él? Que me encierren si ése no era mi hermano, no parecía él, tan cambiado desde que nos dejara a mí y al abuelo. Casi no lo reconocí, no podía estar seguro de que fuera él el que se apostaba en el quicio de la puerta, convertido ahora en un hombre, con un sombrero redondo y deshilachado del que colgaba un botón mal cosido, y una pelusilla extraña que le crecía en la barbilla, tan alto y 13 Ediciones Escalera

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delgado, con aire afligido, por qué no decirlo. Rió y rió con ganas al verme, se acercó a la cama, me tomó en brazos y me miró a los ojos. «Aquí lo tenemos» dijo, y nadie respondió pues hablaba y sonreía para sí mismo y para mí. Mi sorpresa era tal que no pude decir nada, tan sólo sentarme allí a la orilla de la cama. Los niños no paraban de reír y alborotar. La tía Gastonia vigilaba contrariada, preocupada la pobre, con un ojo puesto en la carretera por si llegaba el tío Sim, ya que a él tampoco le gustaba nada mi hermano. «Y bien, John, ¿dónde has estado todo este tiempo y qué te trae por aquí?», le preguntó a mi hermano, que con un salto y una mueca de lo más cómica dijo «Verá usted». Me eché a reír y todos los niños rieron también, al tiempo que el abuelo preguntaba «¿A qué viene tanta risa por ahí?» una y otra vez. «He venido a buscar al Sr. Pic, señora, para, con su permiso, llevarlo a NUEVA YORK en mi alfombra mágica» dijo inclinándose hacia adelante, quitándose a la vez el sombrero y dejando su cocorota a la vista de todos. Los niños y yo reímos otra vez con una alegría nunca vista antes. «¿Quién es ese que habla?» repetía el abuelo Jelkey. Pero nadie le contestaba. «¿Y cómo es que apareces ahora?», le preguntó la tía Gastonia a mi hermano, que guardando su sombrero bajo el brazo respondió «Pues para llevarme a mi hermano, la razón es clara.» Había dejado de gesticular, pero los niños seguían allí contoneándose porque querían más diversión, pese a que el gesto de los mayores se había vuelto serio y solemne. Yo por mi parte sentí que aquél era un gran día y me puse a dar saltos encima de la cama hasta quedarme sin aliento. Pero, uff, me sentía tan bien. «De eso nada» respondió la tía Gastonia. «¿Cómo que no?» dijo mi hermano. «¿Que por qué?, dijo ella. «De modo que de buenas a primeras se presenta este irresponsable aquí y dice que quiere llevarse a esa pobre criatura enferma del techo que lo cobija?»

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«Sí, pero no es éste su propio techo, tía Gastonia» replicó él. La mujer le plantó cara y gritó «Qué tía Gastonia ni qué nada, por aquí todos saben que eres un sinvergüenza que nunca ha hecho otra cosa que emborracharse y holgazanear por los arcenes de la autopista noche tras noche, y luego te marchaste cuando más te necesitaban tu hermano y tu pobre abuelo. Largo de aquí, largo.» «¿Quién está ahí?» preguntaba a gritos el abuelo Jelkey, levantando los brazos y haciendo que miraba en derredor. Para entonces, los demás chicos y yo habíamos dejado de reírnos. «Señora» dijo mi hermano, «¿cómo puede hablar usted así?». «Ni señora ni nada, no vas a sacar al chico de esta casa para llevarlo por tus caminos de perdición, como hizo tu padre contigo, eh.» Y añadió «No te creas mejor que tu padre, ni mejor que cualquier otro Jackson porque sois todos iguales.» Creí comprender en ese momento lo que hasta entonces había sido mi vida. «¿Quién anda en casa?», el abuelo Jelkey gritaba cada vez más enfadado, nunca lo había visto tan cabreado, agarrado con fuerza a su bastón. Entonces el tío Sim apareció por el porche. Los ojos, grandes y blancos como huevos de gallina parecieron salírsele de las órbitas al ver a mi hermano en su casa y con voz afectada pero serena le dijo «Sabes perfectamente que no se te ha perdido nada en esta casa.» Sin titubear se hizo con la pala que había justo detrás de la puerta. «Fuera de aquí». La tía Gastonia se llevó las manos al cuello y abrió la boca para gritar, pero el grito se ahogó, pese a la expectación de todos, en su garganta.

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5. La que se armó En fin, mi hermano no se dejó asustar por la pala del señor Sim y le dijo «No he cogido esta silla para rompérsela encima a nadie, he venido tranquilo, en son de paz, pero me aferraré a la silla el tiempo que tarde usted en soltar esa pala, Sr. Jelkey.» Y la levantó con la fuerza de un león. Los ojos se le pusieron todos rojos pues la situación era muy desagradable. El tío Sim lo miró, luego miró a la tía Gastonia y dijo «¿Qué está haciendo aquí este muchacho, eh? A ver». Ella se lo explicó y entonces él dijo «Está bien, cállate ya, mujer», se volvió hacia mi hermano y le dijo «Y tú largo de aquí, ahora mismo» señalando con el dedo la puerta. «Atrápalo Sim» gritaba el abuelo Jelkey levantándose de la mecedora y asiendo de nuevo el bastón. «Vamos, muchacho, dale duro en la cabeza con este palo». «Haced que ese viejo se siente» dijo el tío Sim, pero la tía Gastonia no paraba de llorar y de achucharme pues no quería que me fuera con mi hermano. «No, Sim» dijo, «este niño está enfermo y hambriento y muerto de frío, podría pasarle cualquier cosa y ponerse peor, muchísimo peor, si se va con ese hombre, y Dios lo grabará a hierro candente en mi conciencia y me condenará a las llamas del infierno, a mí y a toda esta casa, por dejarlo ir». Hablaba y su cara se tornaba cada vez más afligida

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y llorosa a la vez que venía y me abrazaba, me besuqueaba y me escondía en su regazo. Uf. «Vístete, Pic» me dijo mi hermano. El tío Sim soltó la pala y mi hermano bajó la silla. La tía Gastonia lloraba y lloraba y me abrazaba, pobre mujer, y yo allí, sin poder moverme, contemplando con amargura aquella escena tan vil. Entonces el tío Sim se acercó y tiró de la tía Gastonia para separarla de mí, mi hermano encontró mi camisa y me la puso, la tía Gastonia sollozaba inconsolable. Dios mío, finalmente encontré los zapatos, la gorra, y en un momento ya estaba listo para irme. Mi hermano me cargó a la espalda y nos dispusimos a atravesar el umbral de la puerta. Y entonces, ¿qué creen ustedes que pasó? Pues que el coche del Sr. Otis frenó en seco frente a la casa, se bajó y llamó a la puerta, asomó la cabeza y preguntó «¿Qué está pasando aquí?», escudriñó a su alrededor y se quitó el sombrero. Todos quisieron responder al mismo tiempo. La tía Gastonia no daba su brazo a torcer, sin dejar de llorar ni de rogar a Dios, trataba de explicar a gritos lo ocurrido, pero no se entendía nada. El Sr. Otis al fin pudo escucharla, ahora que los demás se habían calmado, pero no dijo nada. Mi hermano me puso en el suelo pues le costaba seguir cargando conmigo en medio de todo aquel griterío. El Sr. Otis me cogió de la muñeca para escucharme el corazón, me miró de arriba abajo y dijo «Bien, parece que Pic no anda nada mal de salud. Ahora, ¿podría alguien contarme qué ocurre desde el principio?» Cuando la tía Gastonia hubo terminado, el Sr. Otis movió la cabeza, sí, así, uf, y dijo «Bueno, amigos, no quisiera yo interferir en vuestros asuntos, pero creo que no me equivocaba cuando les dije que no era buena idea que el chico viniera a vivir en esta casa, señora, y sigo pensando que no debería seguir aquí». Al decir esto se volvió hacia el tío Sim, que le dijo «Sí, Sr. Otis, tiene razón, desde su llegada no hemos tenido más que disgustos». Después el Sr. Otis se acercó a saludar al abuelo Jelkey y el viejo le respondió

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«Me alegra oír de nuevo su voz, Sr. Otis» y volvió a sentarse, con una sonrisa de oreja a oreja, contento de tener allí al Sr. Otis. Luego el Sr. Otis dijo «Me siento moralmente obligado a velar por que este chico esté bien atendido, es una deuda que tengo con su abuelo» y se volvió hacia mi hermano, al cual, a juzgar por lo que le dijo, no parecía tener mayor estima que el resto de los presentes. «No tienes pinta tú de ser capaz de hacerte cargo de este niño. ¿Tienes trabajo allá en el norte?» «Sí, señor, tengo trabajo» respondió mi hermano con un gesto franco y guardándose otra vez el sombrero bajo el brazo. Pero el Sr. Otis no parecía tenerlas todas consigo. «Entiendo. Y a propósito, ¿esa ropa que llevas puesta es todo tu equipaje cuando viajas?». Todos se giraron a examinar la ropa de mi hermano, la cual, todo sea dicho, no era nada del otro mundo. El Sr. Otis continuó: «Todo lo que tienes es una chaqueta de camuflaje, unos pantalones gastados y agujereados por todas partes, una camisa roja que jamás te has molestado en lavar, unas botas militares destrozadas y esa ridícula boina. Así que cómo esperas que nadie crea que tienes empleo si ni siquiera eres capaz de volver a tu tierra vestido como Dios manda?» «Verá, señor» dijo mi hermano, «es la moda en NUEVA YORK» pero su respuesta no contentó en absoluto al Sr. Otis, que contestó «¿También esa perilla? Déjame decirte algo, yo mismo acabo de volver de Nueva York y no me avergüenza decir que era la primera vez que iba, ni tampoco me avergüenza decir que no me parece un buen lugar para nadie donde vivir, ya sean blancos o negros. No vería inconveniente en que cuidaras de tu hermano si te quedaras aquí, al fin y al cabo la casa de tu abuelo sigue en pie y tú podrías conseguir trabajo en tu TIERRA igual que en cualquier otra parte.» «Verá señor» dijo mi hermano, «tengo a mi esposa en Nueva York». El Sr. Otis se apresuró a preguntar «¿Tiene trabajo?». Mi hermano, tras dudar un segundo, respondió «Sí, también trabaja». 18 Ediciones Escalera

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A lo que el Sr. Otis replicó «¿Entonces quién va a cuidar del chico durante el día?» A mi hermano se le enrojecieron los ojos, se le habían agotado las respuestas. Yo por mi parte cruzaba los dedos pues ni se imaginan el alivio de salir por esa puerta a lomos de mi hermano, y ahora contenía la respiración deseando poder abandonar para siempre esa casucha. «Irá al colegio durante el día», dijo mi hermano, sacándose una mirada de eureka, sorprendido él el primero por su respuesta. El Sr. Otis sonrió y dijo «Mira, no es que quiera poner en duda tus intenciones pero ¿quién va a vigilar a este niño cuando vuelva andando del colegio entre el concurrido tráfico de NUEVA YORK? ¿Quién le ayudará a cruzar las calles de esa inhóspita ciudad para que no acabe bajo la rueda de algún camión? Y más aún, ¿qué aire fresco podrá respirar el chico allí? Por no hablar de procurarle amistades apropiadas que no vayan por ahí con pistolas y navajas antes de los catorce. Nunca, en todos los días de mi vida, he visto nada semejante. No le deseo una vida así al jovencito, no creo que a su abuelo le hubiera hecho tampoco ninguna gracia y es únicamente por ese motivo por el cual estoy haciendo esto, porque se lo debo a mi viejo gran amigo que me enseñó a pescar cuando aún no levantaba un palmo del suelo. En fin…». Se volvió hacia la tía Gastonia y dejó escapar un suspiro antes de seguir. «La única solución sensata es procurarle un hogar decente al pequeño hasta que sea lo bastante mayor como para decidir por sí mismo». Sacó una bonita agenda de su abrigo, destapó la pluma y escribió con su preciosa letra. «Mañana a primera hora, hacer las gestiones oportunas. Mientras tanto el niño se quedará aquí.» Y volviéndose hacia la tía Gastonia «Confío, señora, en que sepa usted encargarse bien de la situación». Sí, el Sr. Otis hablaba siempre de esa forma tan calmada y pausada. Pero aquello a mí no me calmaba en absoluto, pues no quería quedarme en casa de la tía Gastonia ni una noche más, ni un minuto más, ni un segundo, ni tampoco ir a ningún HOGAR DECEN19 Ediciones Escalera

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TE como proponía el Sr. Otis, ni ver salir a mi hermano por esa puerta todo triste y abatido camino abajo, verlo mirar hacia atrás sobre su hombro, levantando una nubecita de polvo a cada paso de sus BOTAS MILITARES, mientras los hijos de la tía Gastonia lo seguían un trecho, alborotando, pues a ellos sí que les gustaba mi hermano y querían verlo hacer una reverencia una vez más, como hiciera un rato antes, al llegar a la casa, pero no lo hizo. El Sr. Otis se quedó en el porche, hablando con el tío Sim hasta que mi hermano se perdió entre los árboles, luego el Sr. Otis se subió a su mamotreto y se fue. En fin, así fue.

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