MÁS ALLÁ DE LA VISTA: PAISAJES CON OTROS SENTIDOS Nuria CANO SUÑÉN1 Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea Departamento de Filosofía de los Valores y Antropología Social
[email protected] RESUMEN Partiendo de que el concepto de paisaje va más allá de lo físico, se reflexiona acerca de su vertiente emocional, definiéndolo como una entidad cultural, subjetiva, simbólica y cambiante. Asimismo se repasa acerca de cómo y por qué el paisaje ha sido definido tradicionalmente como algo meramente visual y se reivindica la importancia de los otros sentidos en la percepción de paisajes y lugares, particularmente el olfato y el oído. También se apela a la necesidad de acercar el concepto de paisaje a nuestro cuerpo, dejando de pensar en él en términos distantes y abstractos. Para acabar, se apunta que, sin embargo, los sentidos no visuales sí son introducidos en la publicidad porque se sabe de su gran potencial para atraer el lado más emocional del cliente. PALABRAS CLAVE Paisaje, lugar, sentidos no visuales, marketing sensorial
—Konyune onorangetanka?— (¿Qué tal está tu nariz?)— Le pregunta una Ongee de las Islas de Andaman (al Sur del Pacífico) a su amigo al pasar. Para los Ongee el olfato se encuentra en el centro de su identidad personal y social y los olores son vitales en su idea del universo. Su calendario está construido en base a los olores de las flores y cada estación del año tiene incluso el nombre de un olor particular. De esta manera su nariz representa algo así como su yo y, de hecho, una Ongee se tocará su nariz para referirse a sí misma, y ese gesto significará tanto ella como su olor (Classen, 1993:1). A primera vista se me ocurre que nuestra conceptualización del espacio, la del mundo occidental al que pertenezco, poco tiene que ver con la nariz de los Ongee. Pero, de repente, pienso en un comentario de una buena amiga que, con voz tenue y mirada perdida, se confiesa a sí misma con pena acerca de un amante que no le conviene demasiado “…pero me gusta tanto su olor…”. Y dudo sobre la lejanía de los Ongee. PAISAJE, ESE LUGAR ANTROPOLÓGICO La vivencia marca la percepción del paisaje, y ésta cambia continuamente en función de la naturaleza —la estación, la hora, el clima, la meteorología—, pero, sobre todo, en función del observador: su posición, la dirección de su mirada, la velocidad de su movimiento y, lo que es más importante, sus intereses, formación, vivencias, recuerdos y estado anímico. Porque los sentimientos que despierta el paisaje no son objetivos sino que dependen de la experiencia, los recuerdos, la memoria, las expectativas, la procedencia y las representaciones paisajísticas canónicas de la cultura del observador. Cuando evocamos un paisaje ponemos en marcha esa maquinaria de la memoria: una experiencia, un lugar, un viaje de impresiones, olvidos y recuerdos. Porque “la memoria de los paisajes”, de esos lugares indiferentes o inhóspitos para unos, entrañables o vitales para otros o simplemente 1
Este artículo forma parte de la tesis doctoral de la autora, todavía en proceso de elaboración, dirigida por la Dra. Teresa del Valle Murga, catedrática de Antropología Social en el Departamento de Filosofía de los Valores y Antropología Social de la Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea. Dicha tesis está siendo financiada por el Gobierno Vasco a través de una beca del Programa de Formación de Investigadores del Departamento de Educación, Universidades e Investigación.
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fotografiables para el turista, integra afectos, representaciones e identidades de tal forma que imprimen carácter a nuestra propia experiencia y al recuerdo de esos lugares (Golvano, 1999:119). Los paisajes físicos —la forma o fisonomía del territorio resultado de la acción combinada de componentes y procesos naturales y antrópicos (Zoido, 1998:36)—, de esta manera, son vividos como lugares significativos a los que las personas les vamos dotando de ideas y sentimientos (Basso, 1996). Por ello me aproximo al paisaje desde una doble vertiente antropológica, que podríamos denominar “física” y “emocional”: Con la vertiente “física” me refiero al hecho de que la fisonomía particular de un paisaje es fruto de las características naturales del territorio y de su interacción con el ser humano, que en un largo y activo proceso histórico de dominio cultural ha ido modelando y transformando al socaire de sus necesidades socioeconómicas y políticas. Y el paisaje nos ofrece claves para descifrar la organización física, económica, social, política e incluso religiosa del territorio. Constituye un documento históricocultural, porque, leído convenientemente, saca a la luz la historia de la particular interacción entre sociedad y naturaleza, descubriéndonos cómo el ser humano ha ido utilizando los recursos a su alcance transformando el paisaje a nivel estructural, morfológico y funcional. Pero, por otro lado, me aproximo desde la vertiente “emocional” del paisaje porque la transformación física del mismo es a su vez cultural, subjetiva, simbólica, y cambiante: Cultural en tanto que esa organización económica, social y política que modifica el paisaje es, en última instancia, un producto de la cultura. Subjetiva porque es nuestra mirada, como sociedad productora de paisajes, la que convierte un territorio en paisaje, de tal manera que éste se encuentra “objetivamente presente en cada territorio [pero] subjetivamente en cada percepción” (Ojeda, 2003:1). Simbólica por tener el paisaje un potencial vínculo con la identidad y con la memoria de un individuo o de una comunidad, siendo marco y fuente de vivencias, historias y quereres. Además esa memoria “no se nutre solamente de los recuerdos de los acontecimientos que la/el protagonista ha experimentado, sino también de las memorias de otras personas con las que se relaciona y de las narrativas de sus experiencias (…). Se debe a que el conocimiento con que una narra su pasado está alimentado por la historia familiar, la de su pueblo, barrio, ciudad, del grupo étnico al que pertenezca, de su comunidad política, religiosa y de la cultura más amplia que haya ido asimilando” (Del Valle, 1995:283). Cambiante porque la relación con nuestro entorno no es fija sino que se va elaborando y reelaborando en función de la cultura: “Nuestra mirada, aunque la creamos pobre, es rica y está saturada de una profusión de modelos, latentes, arraigados y, por tanto, insospechados: pictóricos, literarios, cinematográficos, televisivos, publicitarios, etc., que actúan en silencio para, en cada momento, modelar nuestra experiencia” (Roger, 2007:20) (la cursiva es del original). De esta manera, la mirada paisajística ha sido consecuencia de un complejo proceso cultural que se ha ido apropiando del entorno físiconatural para convertirlo en contemplación estética, identitaria y/o patrimonial. Nuestro entendimiento moderno del paisaje es, pues, fruto de toda una serie de transformaciones históricas iniciadas en el Romanticismo, que desplegaron sentimientos afectivos hacia la naturaleza y que condicionan nuestra actual forma de visionar, experimentar, recordar y evocar el paisaje (Martínez Montoya, 2000; Ortega, 1998). Actualmente la experiencia paisajística supone un ejercicio de subjetividad derivado de las necesidades y aspiraciones culturales, de la forma de representar las relaciones del ser humano con el mundo exterior y la naturaleza, revistiendo a ésta de significaciones y características que van más allá de sus propiedades físicas. Ambas vertientes del paisaje, la física y la emocional, nos conducen a definirlo como un “lugar antropológico” (Augé, 2005) en tanto que constituye una entidad histórica, relacional e identitaria, que atañe esencialmente a la sensibilidad, a la subjetividad y a la memoria. Así definido, el paisaje no se conforma con ser simplemente la forma del territorio, sino que sobre él descansan significados más profundos que pueden relacionarse con la identidad y la memoria y suelen contener un conjunto de
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posibilidades, prescripciones y prohibiciones de contenido tanto espacial como social (Augé, 2005; Basso, 1996; Martínez Montoya, 2000; Hirsch, 1995). Luego, mezcla de hechos espaciales y valores, el paisaje guarda y revela el tiempo, es mezcla, integración, huella, reunión de miradas sin tiempo, es un acumulador o totalizador histórico (Martínez de Pisón, 1998; García, 1975). LUGAR ANTROPOLÓGICO PERO… NO SÓLO VISUAL Expresiones como “ver para creer”, “conocer es ver” o “ver es creer” constituyen una metáfora muy poderosa de nuestro mundo occidental para el que sólo existe lo que se puede ver, lo aparente o lo evidente. Como todas nuestras metáforas, ésta va más allá de un mero recurso lingüístico o literario (Lakoff y Johnson, 1986). En este caso esta metáfora tiene una influencia decisiva en la forma en que percibimos y estructuramos nuestro entorno, implicando una gran dependencia de la vista como medio para alcanzar la verdad (Cosgrove, 1984:9). Howes incluso afirma que la preeminencia de lo visual en nuestra experiencia perceptual constituye “una tiranía de la visión”, “un despótico reino del ojo” (2003:xxii). Sin pretender en absoluto negar la importancia de la visión en nuestra manera de estar en el mundo, también es justo defender el papel, no sólo sensitivo, de los demás sentidos, sino también como fuente fundamental de conocimiento sensible para el ser humano. Recurramos ahora al diccionario de lengua rusa (ibíd.:12). Según éste, los cinco sentidos pueden ser reducidos a ese otro que solemos obviar e ignorar sin reflexionar demasiado sobre él: el tacto. El tacto genera el gusto, pues apreciamos los sabores gracias al contacto de la comida con la lengua y el paladar; el tacto compone nuestro oído, pues sólo la caricia sutil e invisible de las ondas sonoras con nuestro aparato auditivo puede acercarnos los sonidos; el tacto provoca nuestra capacidad de oler por el roce de las emanaciones externas con nuestra nariz; e, incluso, el tacto desencadena el sentido occidental por excelencia —la vista— al ser necesario que los rayos de luz alcancen y traspasen nuestros ojos para excitar sus células sensibles. También podríamos añadir la capacidad del tacto para transmitir nuestras emociones más básicas y humanas como son el cariño, el odio, la violencia, el amor o el sexo. Dicha definición, que podemos si queremos poner en cuestión, al menos nos incita a replantearnos el olvido de nuestros sentidos no visuales en la vivencia de nuestro mundo, de nuestros lugares y paisajes, matizando la importancia de la visión como fuente de conocimiento sensorial por excelencia. Debemos buscar esta hegemonía de la visión en la forma en que el racionalismo científico y el capitalismo la ligó con nuestra cultura mediante las tecnologías de la observación y de la reproducción (desde el telescopio, el microscopio, la cámara o la televisión), la separación de sujeto y objeto, el concepto de perspectiva renacentista y la jerarquización y dominación de lo natural por parte de la civilización y la cultura (Howes, 2003:xii; Martínez, 2000; Romanyshyn:1989, en Howes 1991:5; Toulmin, 2001). Al tiempo que los filósofos y los científicos decidieron que la vista fuera el sentido de la razón y la civilización (Classen et al., 1994), la humanidad urbana fue progresivamente distanciándose de la experiencia primaria, especialmente de la libertad sensorial y de la exploración de su interior (Porteous, 1990:xiv). Además, en ese proceso, los otros sentidos fueron menos representados y teorizados en la academia (Howes, 2003:xii). Como nos hace ver Cosgrove, el paisaje ejemplifica a la perfección este proceso, puesto que éste es también un constructo cultural del Renacimiento, nacido del capitalismo comercial y de su clase social, es decir, una representación motivada ideológicamente. Sería el pensamiento ilustrado el que aportaría una justificación racional a este concepto al dar una visión de la naturaleza basada en un sujeto que observa, controla y domina el medio ambiente (1984). Para este autor, por otro lado, “el concepto de paisaje denota la integración de los fenómenos natural y humano que pueden ser empíricamente verificados y analizados por el método científico sobre una parte delimitada de la superficie terrestre”. Y continúa argumentando que estas dos nociones de
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paisaje se conectan íntimamente en la historia por la apropiación de la naturaleza, de una manera supuestamente objetiva, a través de la vista y la representación pictórica (ibíd., 1984:9). Pero la cuestión es que, aunque sin la vista indudablemente tendríamos una información incompleta del mundo que nos rodea, por sí sola no es suficiente ni para conocer ni para experimentar nuestra vida, nuestro cuerpo ni nuestro espacio. Imaginemos por un momento que es una mañana de domingo. Nos encontramos en la playa descansando y leyendo el periódico. Disfrutamos de la caricia de la brisa del mar, del ligero cosquilleo del sol en nuestra frente, del vaivén de las olas y de los chillidos de los niños jugando. La arena nos incordia un poco pero el sabor a salitre, el olor a mar y el sonido de las olas rompiendo en la orilla nos compensa. Estamos tan contentos que sacamos una foto y nos queda bien. Guardamos la cámara y nos olvidamos de ella. Imaginemos ahora que pasados unos minutos, aunque conservamos la vista, perdemos el resto de nuestros sentidos. No podemos oler, ni oír, ni notar sensibilidad en nuestra piel, ni saborear. Tratemos de describir la situación: Ya no podemos escuchar el sonido del mar ni a la gente en la playa. No olemos nada y, aunque tenemos el mar a nuestros pies, es como si hubiese desaparecido. La arena ya no quema, es más, nos es difícil distinguirla de la toalla e incluso del agua. A duras penas sacamos la cámara de nuestra bolsa pues nos sentimos extremadamente torpes. Miramos la foto que nos recuerda que hace un momento el mar estuvo allí, pero ya no podemos notar el salitre en nuestras bocas. De la inquietud vamos pasando a la angustia y después al pánico. Estamos seguros de que el mar ha dejado de existir. Es como estar bajo el agua pero sin siquiera notar su presión. Es el vacío y la soledad. ¿Seguimos pensando que el resto de los sentidos son meros acompañantes de nuestra vida cotidiana y que el mundo exterior se reduce a un impacto visual? ACERQUEMOS EL PAISAJE A NUESTRO CUERPO Con todo, ya que el paisaje es una abstracción inventada, un concepto cultural, necesitamos la perspectiva visual para poder saber a qué nos referimos cuando hablamos de paisaje. Pero hacerlo no me parece contradictorio con reconocer la importancia de todos los demás sentidos. Es una cuestión de conocer de dónde han surgido nuestros conceptos aprehendidos para poder manejarlos e interpretar mejor nuestra realidad y nuestro entorno. Ante el paisaje deberíamos abrir la mente y dejar de contemplarlo sólo desde una perspectiva visual, por difícil que nos resulte. Es complejo puesto que nadamos a contra corriente de un concepto que por definición fue inventado premeditadamente como visual. Pero si lo conseguimos, estaremos aportando al paisaje la tridimensionalidad que se merece y que tiene, estaremos acercándolo a nuestro cuerpo, dejándolo de situar como algo ajeno, lejano y abstracto. Porque no podemos mirar en el interior de nuestra nariz ni rastrear por los sonidos de la hojarasca mientras caminamos por el monte, necesitamos incluir los sentidos no visuales en el paisaje. Porque éstos sí “tienen la capacidad de penetrar en el cuerpo, despertando emociones y estimulando sentimientos de placer, nostalgia, repulsión y afecto” (Porteous, 1990:7). En psicología se utiliza el término “haptic perception” para describir una manera holística de comprender el espacio y describir las distintas sensibilidades que el cuerpo utiliza para aprehender y percibir el mundo (O’Neill, 2001:3). Es más, experimentamos el mundo, sentimos los lugares, vivimos los paisajes a través de la integración de todas nuestras capacidades sensoras, motoras y culturales con la memoria. Nuestros sentidos y nuestra capacidad de orientación y de movimiento se funden con nuestras experiencias pasadas y presentes para dar sentido a nuestros lugares en un proceso que está en continuo desarrollo y que no supone tan sólo una mera asociación a lo que una vez aprendimos: “lo que da a los objetos su significado sensorial —y lo que podría darle a ellos
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nuevos significados— no son sólo las memorias asociadas con ellos, sino cómo estamos experimentándolos justo ahora” (Howes, 2003:44). “La memoria de un lugar específico, las experiencias haptic de la niñez y adolescencia formaron vívidas y profundas ligazones con la tierra (…). Estas inconscientes y fenomenológicas experiencias del cuerpo informaron las maneras en las que ellos consideraron la geografía cuando fueron adultos”, escribe O’Neill acerca de un trabajo de campo en una comunidad de rancheros al suroeste de Montana (EE.UU.) (2001:10). Ahí reside la fuerza de la memoria: que tiene una gran capacidad para ir sumando a las viejas experiencias otras nuevas de forma que podamos ir reafirmando o reelaborando nuestras interpretaciones de objetos y lugares. De esta manera, sentidos y espacio se retroalimentan para formar el concepto de lugar: nuestros sentidos y las sensaciones percibidas por ellos crean lugares, y los lugares crean sensaciones que les dan sentido. Así, la capacidad de percibir y los sentimientos percibidos se funden. Es este abrumador carácter multisensorial de la experiencia perceptual el que debería animar a una conceptualización también multisensorial del espacio (Feld, 1996:94) y del paisaje. ¿A QUÉ HUELE UN PAISAJE? “A pesar de su importancia en nuestra vida emocional, el olor es probablemente el menos valorado de los sentidos en la modernidad occidental” (Classen et al., 1994:2). Sin embargo, si me paro a pensar, puedo recoger un recuerdo al vuelo en mi memoria: Estoy en mi pueblo y acaba de dejar de llover. Salgo de casa y, a pesar de que las calles están asfaltadas, entre charco y charco, huelo a tierra mojada. No sé qué es, pero me sienta bien. Respiro profundo y huelo a fresco. Me es difícil describirlo pero noto que el olor va más allá de mi nariz y que envuelve todo mi cuerpo. Caen algunas gotas de lluvia todavía y, si me descuido, me mojo con los goterones que chorrean de los tejados. Es una sensación intensa que inspiro y aspiro. Ando un poco hacia un camino y en seguida me alcanza el olor a tomillo, que disputa con el de humedad. A pesar de que nunca ha llovido demasiado en mi pueblo, asocio la tranquilidad y la sensación de libertad de ese pequeño rincón del mundo con las tormentas, sobre todo veraniegas, y con el olor a tierra mojada y a matorral que viene después. Ahora me es más fácil visualizar el tomillo que describir su olor. Pero, sin embargo, sé que es el olor lo que le confiere fuerza al recuerdo. Si algo caracteriza a los olores es que tienen gran personalidad. Con respecto a la memoria, tienen gran fuerza incluso para evocar recuerdos olvidados. El olor a un libro, el de en un determinado paisaje, el olor a cerrado, los olores corporales, los de la comida o un olor desagradable pueden provocar fuertes respuestas emocionales y asociarse con buenas o malas experiencias. Pues “la percepción del olor consiste no sólo en la sensación olfativa en sí misma, sino que incluye las experiencias y emociones que con él se asocian” (ibíd.:2) y es profundamente significativo para las personas. Al ser el paisaje un concepto eminentemente visual, como he razonado en el punto anterior, a menudo olvidamos incluir los olores como parte del mismo, pues éstos están ausentes de las representaciones paisajísticas, sean pictóricas o fotográficas. Sin embargo, como podemos comprobar si reflexionamos acerca de nuestra experiencia, los olores forman una parte sustancial y significativa de los paisajes, ya sean éstos urbanos o “naturales”, y lugares como la casa, los mercados o las fábricas, y no podemos desligarlos de su carácter. La literatura ha sabido apreciar y explotar mucho mejor la importancia evocativa, emocional y significativa del olor. Muchos ejemplos lo muestran pero me valdré de dos pequeños fragmentos de García Márquez, para el que los olores siempre han formado parte de su universo literario:
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En el primero, el autor describe una visita del gitano Melquíades a la casa de los Buendía en Cien Años de Soledad: “José Arcadio, su hermano mayor, había de transmitir aquella imagen maravillosa, como un recuerdo hereditario, a toda su descendencia. Úrsula, en cambio, conservó un mal recuerdo de aquella visita, porque entró al cuarto en el momento en que Melquíades rompió por distracción un frasco de bicloruro de mercurio. —Es el olor del demonio —dijo ella. —En absoluto —corrigió Melquíades—. Está comprobado que el demonio tiene propiedades sulfúricas, y esto no es más que un poco de solimán. Siempre didáctico, hizo una sabia exposición sobre las virtudes diabólicas del cinabrio, pero Úrsula no le hizo caso, sino que se llevó a los niños a rezar. Aquel olor mordiente quedaría para siempre en su memoria, vinculado al recuerdo de Melquíades”. Rescato como segundo ejemplo el contundente comienzo de El amor en los tiempos del cólera: “Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados”. Porque sabe bien que los olores tienen una fascinante capacidad sugestiva, García Márquez los utiliza para descubrir sentimientos, lugares y personas. Fórmula mágica para evocar memorias y recuerdos, los olores suponen un espléndido recurso para apelar a pasiones profundas, entusiasmos y desencuentros. Si comúnmente es aceptado que “una imagen vale más que mil palabras”, ¿cuánto no valdrá un olor? Y es cierto que el mundo de los olores encuentra una gran dificultad para ser descrito, por la ausencia de un vocabulario pertinente. Al menos en castellano tenemos que recurrir frecuentemente a perífrasis o metáforas para describirlos: el olor a las madalenas de mi abuela, el olor a sal o a tierra húmeda. Puesto que tenemos los olores apenas categorizados, en nuestra vida cotidiana solemos recurrir a categorías más propias del gusto —olor picante, ácido, dulce, amargo—, a adjetivos o adverbios — malo, bien, horrible— o a flores — a rosas, a lavanda, a violetas—. De hecho, Buxó Rey, porque apenas tiene palabras propias, denomina al olfato el “sentido mudo” (2005:1240). Pues si bien “los olores pueden inducir y evocar mundos invisibles, a la vez la sensorialidad del olfato es un territorio ambiguo y difícil de describir, reconocer, designar, nombrar y medir, de manera que nunca es descrito de forma directa, sino en relación a algo, a alguien, o a sus atributos” (ibíd.). Precisamente porque los olores son difícilmente categorizables y nombrables, porque no pueden ser capturados, grabados y reproducidos de forma efectiva, porque se resisten a ser introducidos en unidades discretas y medibles, porque son fluidos y traspasan fronteras, puertas y barreras, porque se introducen en el cuerpo entero y son susceptibles de crear sensaciones y emociones al instante (pero también perdurables), de generar señales de peligro o atraer miradas y deseos, los olores tienen un gran potencial rememorativo y expresivo. Y la falta de vocabulario de la que hablo, aunque puede llegar a dificultar la comunicación, la hace mas alegórica e inasible, reforzando, en mi opinión, el propio carácter sutil, pero real y mágico, del mundo de los olores. No recuerdo demasiados olores de mi infancia o de mi día a día, pero aquellos que vienen a mi mente son muy vívidos. Algunos permanecen ocultos y olvidados por mucho tiempo, pero cuando regresan, sabes de manera precisa lo que quieren decir, lo que son y lo que fueron. Porque activan tus sentimientos y tus memorias. Te envuelven de aquella experiencia pasada, probablemente reelaborada o reinventada, trasladándote hacia ella de una manera sutil pero poderosa. Aunque sea difícil de expresarlo con palabras una sabe a qué se refiere aquel olor. Los recuerdos visuales resultan más nítidos pero también más distantes, mientras que nuestro cuerpo puede bañarse en los olores precisamente por ser un tanto esquivos, escurridizos y efímeros.
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El olor a pan recién hecho en la calle me lleva al pueblo y a mis abuelos, pues recuerdo cuando, de niña, mi madre y mi abuela hacían madalenas en casa. Una amiga me contaba como sigue teniendo la costumbre de oler la manga de su jersey pues le evoca a su niñez y los abrazos de su madre. Yo no puedo imaginarme el sexo sin olores, y el otro día me vino a la cabeza el recuerdo de un amante del que no me gustó su olor el día en que lo conocí. Nunca supe describirlo y, de una manera bastante pobre y poco precisa, en mi cabeza quedó grabado como de “un cierto olor liliáceo”. Pero a pesar de mi imprecisión verbal y olfativa, sé exactamente lo que me sugiere y puedo recordar aquel día gracias al olor que me evoca. A pesar de que, como vemos, el olor es básico, emocional y muy significativo para el ser humano, “el olfato ha sido silenciado en la modernidad. Incluso en aquellas raras ocasiones en las que es objeto de discurso popular —por ejemplo, en ciertos trabajos contemporáneos como El Perfume— tiende a ser presentado en términos de asociaciones estereotipadas con la moral y la degeneración mental” (Classen et al., 1994:4). Asimismo, los occidentales tienden a eliminar sus olores corporales y de los lugares reemplazándolos por perfumes, ambientadores y antisépticos (Porteous, 1990:22). Es cierto que hemos aprendido que determinados olores son despreciables o poco recomendables, pero quizá, a fuerza de tratar de eliminar algunos de ellos corramos el peligro de quedarnos sin ninguno o que éstos sean sustituidos sólo por otros artificiales. Según Classen et al. algunas investigaciones van dirigidas a desarrollar sprays supresores del olor de manera, no que eliminen los malos olores, sino que bloqueen la capacidad de las personas de apreciarlos para que no resulten molestos (1994:172). Como los autores argumentan, resultaría inaudito que esta técnica se trasladase a otros sentidos con el objetivo de que, por ejemplo, los ruidos molestos de la construcción y el tráfico fueses inaudibles. Éstos no nos importunarían más, pero estaríamos perdiendo nuestra capacidad de experimentar nuestro medio ambiente de una forma libre. Ya en 1976 Relph defendió que, puesto que cada vez los espacios y lugares se asemejaban más entre sí, se estaba debilitando su capacidad para transmitir sensaciones y ofrecer posibilidades diversas a nuestra experiencia diaria2. De la misma forma, cabría plantearse si nuestra censura y artificialización de ciertos olores no estará limitando en exceso nuestra experiencia sensorial. También es necesario alegar que el olfato no es tan sólo un fenómeno biológico y psicológico, sino también cultural. La íntima y emocional carga de la naturaleza olfatoria proviene de unos códigos de valores que los miembros de una sociedad han ido interiorizando (Classen et al., 1994:3). Como todos los sentidos y dominios de la experiencia sensorial (Howes, 2003:xi), el olfato es también una expresión cultural fruto de los roles e interacciones sociales. Mientras que en una sociedad, en un grupo o una época histórica un olor puede ser considerado como un símbolo de buen gusto, estatus o salud, en otras, puede significar incluso todo lo contrario. Por ejemplo “en la vida urbana contemporánea, el hombre fuerte no es ni el trabajador sudoroso ni el aristócrata perfumado, sino el pulcro hombre de negocios” (Classen et al, 1994:185). El olor a fritanga puede ser delicioso en una sociedad no opulenta, pero no deseable en una acomodada o burguesa. Paradójicamente los olores han sido suprimidos de los espacios públicos pero al tiempo reintroducidos, recreados y empaquetados en un mundo de fantasía. Los aromas sintéticos evocan cosas, o bien que nunca existieron, o bien de las que están ausentes: tenemos perfumes con aromas de flores que no existen o que no se encuentran en un contexto urbano o bebidas con sabores tropicales sin una gota de fruta en su interior. Son pura imaginería olfativa. Y la información transmitida por televisión, internet u ordenador, vital para nuestra sociedad, es inodora también. Las sensaciones del olfato, aunque imitables, son del momento, difíciles de preservar, transmitir y recoger. No sabemos cómo huele el pasado y en el futuro nuestros olores se perderán. Ante tal cúmulo de sugestiones, ¿sucumbirán los olores de los lugares y paisajes o conseguiremos rescatarlos para que nos recuerden nuestra naturaleza orgánica? 2
Se refería a EE.UU., pero claramente esta sensación se ha acabado imponiendo en el resto de Europa, acentuándose de manera especial en los últimos años en España.
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PAISAJES SONOROS: LOS LUGARES TAMBIÉN SUENAN Como un bosque mudo, un titular de un periódico anunciándonos un choque de trenes nunca podrá transmitirnos las mismas sensaciones ni vibraciones que, aun con los ojos cerrados, el escuchar el estruendo del impacto, el llanto de la gente, las sirenas de policía y ambulancias y los sonidos del caos que viene después. A pesar de esta fuerza de los sonidos para comunicar sensaciones y expresar sentimientos, los paisajes sonoros (soundscape, término en inglés que tiene más carácter) no han sido muy estudiados, y lo publicado se ha limitado principalmente a los efectos físicos y psicológicos del ruido (Porteous, ibíd.:48). Pero el paisaje sonoro que a mí verdaderamente me interesa va más allá de la medición de sonidos indeseados mediante parámetros físicos. Porque el soundscape constituye un paisaje continuo que puede descubrir lo que de cultural y social contienen los sonidos. “Una más profunda apreciación de (éstos) podría abrirnos una nueva luz en la dinámica natural del sonido y constituir una puerta abierta a la comprensión del sentimiento cultural” (Stoller, 1984:561, en Bendix, 2000:33). Deberíamos preguntarnos, pues, por la relación entre el ser humano y los sonidos de su medio ambiente y qué ocurre cuando éstos cambian (Schafer, 1977:3). Partiendo de esta premisa, el conocimiento y la exploración de lugares y paisajes desde un punto de vista acústico tiene un gran potencial para conocer qué ocurre en ellos, cuáles son sus elementos sonoros más relevantes y cómo la gente los experimenta y siente. El objetivo sería descubrir qué elementos, actividades o comportamientos producen un determinado paisaje sonoro así como analizar qué tipo de sentimientos, sensaciones o reacciones estimulan a los habitantes de los lugares aquellos sonidos que por su personalidad, continuidad o cotidianidad son relevantes e imprimen carácter a la experiencia de dichos lugares. Por ello, un verdadero estudio del soundscape no puede hacerse tan solo en un laboratorio sino que se deben estudiar los sonidos en relación a la vida en sociedad, considerando in situ los efectos del ambiente acústico en las personas que en ella viven (Schafer, 1977:205). Nuevamente podemos recurrir a la literatura para encontrar cómo los sonidos adquieren un papel importante en los pensamientos y recuerdos del protagonista de El Extranjero, de Albert Camus, que recrea los sonidos de su ciudad nativa una vez ya en la cárcel: “En la oscuridad de la cárcel rodante encontré uno por uno, surgidos de lo hondo de mi fatiga, todos los ruidos familiares de una ciudad que amaba y de cierta hora en la que ocurríame sentirme feliz. El grito de los vendedores de diarios en el aire calmo de la tarde, los últimos pájaros en la plaza, el pregón de los vendedores de emparedados, la queja de los tranvías en los recodos elevados de la ciudad y el rumor del cielo antes de que la noche caiga sobre el puerto, todo esto recomponía para mí un itinerario de ciego, que conocía bien antes de entrar en la cárcel”. Paseando por el Valle de Carranza, localidad ganadera de Vizcaya, el sonido de cencerros de las ovejas te acompaña. Y si te introduces en los hayedos de las laderas de sus montañas el rumor del agua te anuncia a distancia la cercanía de pequeñas cascadas y fuentes naturales. Pájaros, pequeños animales, ramas que crujen, árboles que no están quietos aunque el día esté calmado o el sonido de tus pisadas sobre hojas secas, pequeños charcos o barro son sonidos característicos que forman parte del paisaje y te acompañan en el paseo. Están ahí aunque ni siquiera repares en ellos por ir charlando con otras personas o por ir absorto en tus pensamientos. Pero no sería igual sin ellos. Si abres tus oídos cuando interactúas con el paisaje de alguna manera te das cuenta de que son parte sustancial. Aunque no te fijes especialmente en ellos, su ausencia te llegaría a alarmar porque son como los secretos íntimos del paisaje que compartes con él si te acercas y dialogas con él de tú a tú.
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Recuerdo también los sonidos del pregonero anunciando actividades, noticias o algún pequeño mercado por las calles de mi pueblo, y podrían ser estudiados los cambios en el paisaje acústico y en la vida cotidiana del pueblo que supuso su sustitución por un sistema de megafonía. Pero más allá de que los sonidos traigan recuerdos, Feld discute que el conocimiento acústico del sonido es una fuente y una condición para conocer una determinada sociedad, puesto que la exploración de las sensibilidades de los sonidos y cómo son experimentados o creados suponen también una oportunidad para conocer más profundamente a dicho grupo (Feld, 1996:97). Introduciendo los sonidos característicos de una comunidad al análisis, descubriendo su identidad sonora, estaremos reintroduciendo, pues, el componente humano del sonido en el estudio de paisajes y lugares (Schafer, 1977; Durán, 1998:115) ELLOS LO SABEN. PAISAJES SENSORIALES PARA CONSUMIR En los últimos tiempos, el marketing, siempre deseoso de captar nuevos clientes y personalizar y distinguir su producto al máximo en un mar de marcas, apela continuamente a los sentidos y a las sensaciones explorando el lado más emocional de su potencial cliente: un helado que alude a la experiencia de los cinco sentidos, una cadena de radio que proclama que “la música acaricia los sentidos y eleva el alma”, un jabón que “provoca tus sentidos” o una marca de aparatos electrónicos que describe sus productos como “un tributo a nuestros sentidos”, por poner algunos ejemplos. Algunas campañas que venden el mundo rural o sus productos también apelan a la experiencia sensorial. El objetivo es vender un determinado territorio a modo de “pack” en el que la autenticidad de su gastronomía, paisaje, alojamientos y tradiciones sean las señales de diferenciación de una “marca” que provee al consumidor de un plus único: un mundo de sensaciones al servicio de su ocio. Por ejemplo, la campaña de promoción de la región asturiana “Saboreando Asturias” hace hincapié en los sabores que se pueden encontrar en esta región, y de paso invita a conocer “los mejores restaurantes y las más afamadas sidrerías, las recetas de Asturias y dónde comprar los mejores productos, los rincones secretos y las mejores pistas para poder difrutar de Asturias con todo el sabor” (www.saboreandoasturias.net). Se pretende vincular su más conocida marca, “Asturias, paraíso natural”, donde el paisaje es el producto estrella, a la cultura gastronómica de la región, animando a una diversificación y aumento del gasto de los visitantes, organizando además reclamos en forma de jornadas culinarias en puntos rurales que giran en torno a los sabores: “Festival del arroz con leche” en Cabranes, “Jornadas gastronómicas del mejillón” en Tapia de Casariego, “Jornadas gastronómicas de productos de la Vega del Sella” en la comarca de Picos de Europa o “Fiesta del picadillo y sabadiego” en Noreña. También La Rioja está haciendo algo similar para fomentar su producto, aunque va todavía mucho más allá. Esta región próspera está invirtiendo mucho dinero en incrementar el valor añadido de su producción. Lo que vende va más allá del vino, aunque éste sea siempre el centro sobre el que giran el resto de sus propuestas. Para ello se sigue la estrategia del fomento del “turismo del vino”, es decir “los viajes y estancias dirigidas al conocimiento de los paisajes, las labores y los espacios de la elaboración del vino, y a las actividades que acrecientan su conocimiento” (Elías, 2006:64). Recogiendo la estrategia del marketing sensorial los publicistas que venden nuevos atributos para el vino riojano y su territorio han puesto en marcha “El Rioja y los cinco sentidos”3, que pretende ser algo más que una campaña promocional puntual. Mediante un conjunto de actividades sonoras, visuales, gustativas y táctiles pretenden envolver al vino en esa aureola de sentidos y sensibilidades, 3
Ver http://www.lariojacalidad.org/elriojaylos5sentidos/
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en las que el paisaje del viñedo está también muy presente. Un Rioja, así, es mucho más que una bebida, es una experiencia multisensorial en torno al vino, que ofrece: “Vinoterapia” (tratamientos faciales, baños, masajes, envolturas de lodo y baños en base al vino), “gastronomía del vino”, centro de interpretación, “vinobús” que recorre rutas en torno al vino (como “Postales del Vino”, “Vino y Camino de Santiago”, “Vino Arte y Cultura”), “vino taller” (que organiza jornadas como “Saber de la Historia”, “Saber de la Crianza”, “Saber Hacer”, “Saber de la Tierra” o “Texturas del vino”), visitas a bodegas, recorridos por viñedos, concursos y exposiciones fotográficas en torno al vino y los viñedos, cursos, concursos de cata, circo, teatro y música (incluso utilizando el vino como instrumento). Es decir, se enseña al consumidor a apreciar el vino en todas sus dimensiones: a olerlo, a tocarlo, a saborearlo, a escucharlo. Se sacraliza y se acerca el vino al cuerpo, y el cuerpo a los paisajes donde nace el vino: los viñedos y las bodegas. Un mejor conocimiento del mundo vinícola implica una mayor pasión hacia él y una mayor fidelización del cliente. Y los que dirigen la estrategia de ventas así lo aplican. El marketing se ha dado cuenta de que introducir los sentidos en el paisaje del producto que quiere vender es una llamada rentable a nuestros sentimientos y pasiones. El paisaje del viñedo no era, hasta la generalización de la mirada paisajística a través de las artes y el turismo, un paisaje visual, sino corporal, en el sentido de que los valores que le atribuían aquellos que lo trabajaban (pero apenas lo contemplaban) estaban más relacionados con el trabajo, el cuerpo, la tierra y la familia que con la estética. Hoy que la publicidad quiere verlo todo, conocerlo todo y apropiarse de todo, acierta cuando piensa que recurrir solamente a una imagen del territorio o del producto resulta pobre, apelando pues a la sensorialidad como diferencia. No hago marketing, ni pretendo vender territorios. Pero sí quiero llamar la atención sobre la importancia de los sentidos no visuales como parte indisociable del paisaje y como fuente de información y conocimiento de lugares y grupos humanos. A pesar de la preeminencia de lo visual en nuestra sociedad, pienso que debemos realizar el ejercicio de acercar el paisaje a nuestro cuerpo, distanciándonos de la abstracción y la lejanía con el que es abordado habitualmente. Y una manera de hacerlo es reconociendo lo que de táctil, sonoro, olfativo y gustativo contiene. Y ellos lo saben.
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