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Por Camila de Gamboa Esta entrevista fue publicada en una versión resumida por la Revista Semana, en semana.com en su edición del 14 al 21 de agosto del 2005. El profesor Jaime MalamudGoti fue invitado como ponente en el congreso internacional " Memoria colectiva, reparación, justicia y democracia: el conflicto y la paz en Colombia a la luz de experiencias internacionales ", realizado en la Universidad del Rosario del 16 al 19 de agosto. Malamud-Goti es Doctor en derecho, de la Universidad de Buenos Aires, profesor de ética y derecho, de la Universidad de San Andrés, Director del Instituto de Investigaciones "Carlos Nino," de la Universidad de Palermo. Fue asesor legal durante el gobierno del Presidente Alfonsín y uno de los dos principales arquitectos de los juicios a los generales , fue Procurador de la Corte Suprema en Argentina para la transición democrática después de la dictadura militar. Ha sido profesor de University of Arkansas. Ha escrito libros en torno al proceso de transición argentino como Game without end, state terror and the politics of justic e , y numerosos artículos. 1. Profesor Malamud, ¿cuál fue su papel en la transición democrática en Argentina luego de la dictadura? Fui Asesor Presidencial del Presidente Raúl Alfonsín en temas legales e institucionales con el rango de secretario de estado. Durante el período que me desempeñé en este cargo, mis dos tareas más absorbentes fueron la política de derechos humanos, que incluyó los juicios de los generales en 1985 y la conducción y coordinación de políticas en materia de drogas. No duré mucho en la última de las funciones pues yo era partidario de una considerable descriminalizacion en el último de los tema. Esa era la época de Ronald Reagan, esto es, los albores de una de las etapas más intensas de la famosa "Guerra Contra las Drogas". Una guerra que todavía existe aunque nadie sepa bien en que está. En 1987 fui fiscal ante la Corte Suprema. En ese carácter, proseguí ante ese tribunal las acciones contra generales y almirantes. 2. ¿Cuál era la posición de la mayoría en Argentina con respecto a lo que se debía hacer con los miembros de las juntas militares y los funcionarios que participaron en las violaciones masivas de derechos humanos? Es muy difícil responder a esta pregunta en términos generales. En una comunidad muy inestable, las pasiones y actitudes retributivas suelen cambiar -y a veces radicalmentecon las diferentes percepciones de la significación de lo sucedido y esto depende de quién esta contando la historia y a quién se la esté contando. Antes y durante la dictadura militar, muchos argentinos pensaron que la violencia -estatal y para-estatalconstituía una respuesta a espíritus aviesos. Estos estaban encarnados en una variedad facciones militantes cuyas creencias románticas, en los 70, nacieron con la caída del colonialismo en Argelia, con el fiasco de Vietnam y con la derrota de Batista en Cuba. En la Argentina, la cacería de brujas de izquierda de la época pre-militar y militar fueron explicadas por muchos como una explicable reacción frente a las acciones de una izquierda que despertó a un monstruo y que, de una manera o de otra, tenían merecido su castigo. "Por algo habrá sido" era el comentario habitual frente a la noticia de la desaparición o asesinato de alguien. Los juicios contra los militares modificaron esta actitud y, en alguna medida, permitieron la sanción de una historia oficial dotada de una mayor moralidad: la
condena de la violencia. Es este periodo fueron los militares quienes pasaron a encarnar el mal. De esta manera, la nueva versión sobre-simplificó la historia. Afuera de la nueva versión de la brutalidad y la injusticia quedaban los grupos insurgentes de izquierda y todas las otras alas de la ultra-derecha que protagonizaron también en la violencia generalizada. Los juicios terminaron con dos leyes que prohibían nuevos procesamientos y otra que exoneraba de responsabilidad a los oficiales debajo del rango de general: Punto Final y Obediencia Debida. Yo patrociné la primera porque el proceso de las acciones judiciales era interminable y los criterios de los tribunales exhiban una gran disparidad. Ahora, con un nuevo gobierno populista -una tradición muy arraigada en la Argentina- se re-inician estos juicios. 3. ¿Esto significa que ha variado la percepción de los argentinos frente a esos juicios? Los juicios no solo sancionan una cierta y limitada verdad histórica sino que el apoyo a ellos revela ya cierta posición respecto de la historia en cuestión. En esta, como no puede ser de otra manera, la culpa focalizada juega un rol central. Esto, como lo acabo de sugerir, fue variando. En 1984-1988, fueron muchos los que apoyaron los juicios pero no sin contradicciones. El apoyo a estos juicios fue, por parte de muchos, compatible con la elección de funcionarios que habían pertenecido al régimen militar. Algunos de ellos se habían destacado por su particular crueldad. En los 90, el país estuvo volcado a otras preocupaciones como lo fue la modernización estatal y la privatización de la economía. En esta época, la actitud general fue, respecto de los juicios, de gran desinterés. Con el fracaso del modelo económico de los 90 y, en especial, con la estruendosa caída de un gobierno conservador en el 2001, renació el tema de las culpas por los abusos de los 70. Esta es la encrucijada en la que la Argentina esta ubicada ahora aunque hay quienes piensan que volver atrás no es lo mejor que puede pasar y que los tribunales quedarán desbordados por los nuevos juicios. El desborde a que me refiero no es solo administrativo sino también institucional. Cuando los conflictos que se ventilan son intensos y profundos, el intento de elucidación de la verdad judicial tiende a diluir la escasa autoridad de los tribunales: la credibilidad de los jueces. 4. ¿Cuál fue la reacción de la sociedad argentina frente a las leyes de obediencia debida y punto final? ¿En qué contexto se llegó a adoptar esas normas? Las leyes de Punto Final y de Obediencia debida fueron la respuesta a un gran desorden institucional: a juicios que no delegaban porque ciertos tribunales no estaban dispuestos a tratar criminalmente a miembros del gobierno militar. Tribunales sin competencia se aventuraron a procesar a oficiales con base en criterios muy disímiles. La ley de Punto Final fue también la respuesta a la falta de consenso judicial respecto de quienes debían ser castigados y quienes no. No hubo acuerdo sobre estas cuestiones y poca gente supo cuál fue el criterio que condujo a la cárcel a algunos generales. Los juicios eran lentos. Algunos jueces pasaban meses antes de decidir procesar a algún sospechoso. Otros opinaron que no había delincuentes sino hombres en estado de necesidad. Hay abogados que aún ignoran la naturaleza de las condenas de miembros de las juntas militares: ¿cuáles fueron los delitos que justificaron las sentencias? y ¿en qué clase de prueba se apoyaron estas?. Si bien hubo cierta comprensión respecto de la necesidad de poner fin a esta situación confusa, el descontento respondió al deficiente manejo político del tema. La última de las leyes pareció así resultar -y de hecho lo fue en cierta medicad- de la coerción ejercida por rebeldes militares sobre el presidente, él contribuyó a esta
situación al mostrarse injustificadamente débil. El presidente Alfonsin aceptó dialogar con un coronel rebelde en el cuartel de campaña del último para terminar por enviar al poco tiempo el proyecto de Obediencia Debida. De esta manera, lo que debió ser la consecuencia de una política de derechos humanos que incluía procesos limitados como no pueden serlo de otra manera- terminó por adoptar todas las apariencias de una gran claudicación. Esto irritó a millones de argentinos pero la irritación quedó pronto en el trasfondo. La nueva movida destinada a la reapertura de los juicios fue consecuencia de una escalada de indignación. Pero esta escalada no respondió a un proceso continuo sino que expresó la frustración de una considerable ineptitud política de los máximos dirigentes y una generalizada corrupción. Hoy, la gente evoca una vez más las leyes como obstructoras de un proceso no resuelto. 5. Para la opinión pública colombiana ha sido revelador la decisión de la suprema corte argentina de revivir ciertos juicios criminales para imponer sanciones a quienes fueron indultados. ¿Cuál fue la reacción del gobierno de Kichner al respecto? ¿Qué efecto cree que esa decisión podría tener en el proceso de reconciliación de los argentinos? La reacción del gobierno fue favorable. Más aún, fue marcadamente entusiasta. No podía ser de otra manera ya que fue el propio presidente Kichner quien, desde el principio de su mandato, propuso como política central que los criminales debían ser juzgados y la verdad debía ser conocida. Desde el comienzo de esta "movida gubernamental", se desarrollaron las tesis más estrafalarias sobre las razones para anular una ley. Las construcciones legales dan para mucho, especialmente cuando no existe la costumbre de respetar el precedente. Desde el hecho de que la coerción empleada había coartado la voluntad legislativa hasta la interpretación adoptada por la Corte Suprema que conforme a los nuevos tratados internacionales en materia de derechos humanos suprimen la solución de las amnistías. Yo creo que esto atenta contra el principio de que no hay crimen sin ley previa y de que el tiempo para juzgar y condenar ya quedó atrás. Yo pienso también que esto alienó el proceso de justicia de la comunidad dentro de la cual debió encontrar su cauce y su significación. Las bondades de inculpar judicialmente tienen un tiempo de vida útil. Después del 58 las cárceles se vaciaron de los condenados en Nuremberg. Con el caso Demjanjuk, la Corte Suprema de Israel terminó con los criminales del Holocausto. Para concluir, quiero agregar que no creo que el entusiasmo oficial esté destinado a durar en el tiempo. Los candidatos una vez más no se van a resignar a ser enjuiciados. El proceso es demasiado unilateral para ser percibido como justo. Un país no puede quedarse atascado -absorto- en su pasado porque esto empantana a la sociedad. Una escalada del conflicto entre la derecha e izquierda es inevitable. Los jueces van a emitir opiniones incompatibles una con otras y la percepción de la justicia requiere cierta integridad que los jueces argentinos están lejos de estar en condiciones de ofrecer. Los nuevos juicios van a complicar el panorama político aun más. No hay autoridad que hable en nombre de la justicia y los nuevos juicios sólo van a horadar más lo que queda de esta autoridad. Después de la etapa de la justicia penal, es necesario contar con una verdad más amplia que aquella de culpables e inocentes, que surgió de los juicios a los militares. 6. En el caso argentino, ¿en qué consistiría esa verdad más amplia?
Esta verdad no puede dejar de lado la falta institucionalidad en la Argentina y de la forma en que la violencia política llegó a ser muy generalizada por parte de izquierda y de derecha. Hubo cómplices con diferente grado de responsabilidad, hubo indiferencia y hubo deliberada ignorancia. Todo esto debe formar parte de la verdad oficial y esta verdad oficial solo puede surgir de un amplio debate que por ahora brilla por su ausencia. Esta verdad, y de la que depende la toma de conciencia de una amplia responsabilidad ciudadana, no puede surgir de los estrados de un tribunal donde hay uno o varios culpables y una o varias víctimas inocentes. Esto, como en un sube-y-baja en el cual, cuanto mas culpables es el culpable, más inocente llega a ser el inocente.
7.¿Qué tan necesaria es la justicia y la reparación? ¿Es posible el perdón sin la confesión del responsable del daño? Yo no creo ni en el papel propiamente retributivo de los procesos y las condenas penales ni en su rol disuasivo respecto de futuros y potenciales criminales. Se puede pensar -como lo han hecho algunos escritores y filósofos- que es bueno, quizá esencial, que cada uno termine por obtener el premio o el castigo que se merece. Esta es la tesis retribucionista: a cada uno de acuerdo con sus merecimientos. Fuera de ciertas creencias religiosas y de la existencia de una acendrada moralidad positiva en las sociedades tradicionales, es difícil acordar quién merece qué, fuera de una comunidad que ampliamente acepta la autoridad de ciertas leyes y prácticas sociales. Pensar en el merecimiento de cada uno sin la existencia de un orden aceptado que indique qué, cuánto y a quién, la idea retribucionista resulta irreal. Cuanto menos legitimidad tenga un sistema, mas alejado de la realidad estará el ideal retribucionista. La idea disuasoria también resulta ilusoria si se parte de la idea de que se trata de crímenes que contaron con el fuerte apoyo de un amplio grupo. La noción de que una pena futura va a inhibirnos de ejecutar ciertos actos en el futuro, da por hecho que estos actos no fueron apoyados por grupos e instituciones. Ninguna pena eventual y futura puede ser contrapeso suficiente respecto del estímulo para realizar el acto criminal encarnado en la voz del grupo de camaradas, superiores, amigos y colegas que rodean a un agente. Ellos proveen un fuerte estímulo para hacer "lo mismo." No solo son inmediatos los premios grupales sino que son ciertos también. Estos estímulos superan la fuerza disuasiva de una condena criminal que es solo probable y remota en el tiempo. Por esta razón, no veo mucho sentido en castigar con base en el ideal retribucionista ni en la expectativa disuasoria. Si creo, en cambio que los juicios y las condenas sirven la causa del robustecimiento de una comunidad pluralista e inclusiva. La condena de algunos criminales que actúan desde grandes organizaciones impacta sobre los que han sufrido los abusos en carne propia. Las condenas les dicen a estos que tienen razón, que el agente se valió de medios injustificables y que el destino de la víctima no nació en deficiencias o errores de esta última. Nació de las motivaciones e intenciones del agente que el tribunal condena. Esta condena tiende a integrar a estas víctimas, a reconocer su dignidad y a aplacar el sentimiento de insignificancia que trae consigo verse transformado en objeto de la violencia de otro individuo. Pero, para cumplir con su misión política y moral, la condena que establece todo esto tiene que ser aceptada por una mayoría suficientemente
amplia dentro de la comunidad. Esto exige ejercer considerable prudencia en la cuantificación y selección de los casos a juzgar. De hecho, este fue el tema en los juicios: desde Nuremberg y Tokio hasta Bosnia y Sudáfrica: cómo dignificar a las victimas y allanar el terreno para su incorporación a la comunidad sin saturar y desbordar a las instituciones. Lo último atenta contra la credibilidad institucional y, con esto, contra la utilidad (política y moral) de las mismas condenas criminales. Un agregado: la condena criminal es más contundente que la civil. Es probable que esto sea así porque el juicio penal no admite tonalidades: es negro contra blanco, se es culpable o se es inocente. Su verdad es, como el final de un cuento, mas clara. Estos contrastes hacen que la historia que se escribe a consecuencia de los juicios penales sea más simple, más incompleta, pero más seductora en un principio. 8. ¿Cree usted que hoy Argentina es una sociedad que ha logrado reparar el pasado y reconciliarse? Lo máximo que ha ocurrido en la Argentina es que, merced a los juicios de los 80, un amplio sector ha llegado a aceptar que hubo un manejo desenfrenado de la violencia y que esta violencia es inaceptable cualquiera sean sus fines. No ha sucedido mucho más que esto porque no ha existido este debate sobre la violencia política en la Argentina: sobre la intolerancia, la ausencia de instituciones y de una fuerte definición de los derechos de los ciudadanos por parte de los tribunales. El proceso institucional postdictatorial es débil y es vacilante. Durante los 90, el país funcionó con una Corte Suprema adicta al entonces presidente Menem. Durante el período que siguió, fue la autoridad presidencial la que brilló por su ausencia y, en este momento, el congreso ha delegado al poder ejecutivo una infinidad de sus facultades. Esto no ha funcionado como una república y los derechos de las personas siguen en el limbo. En este clima, pocas voces tienen la autoridad para ser creídas por grupos políticos sustanciales. Sistemas informales de acusaciones por parte de grupos callejeros reemplazan la voz de los jueces. Estos grupos sindican al culpable de algún hecho público resonante empezando por los abusos del proceso militar- rodean la residencia de quien inculpan y pintan leyendas en la fachada. Esto se llama "escrache." Es cierto que, en nombre del "escrache", no han habido ni linchamientos ni escenas de venganza colectiva; no ha habido siquiera actos de significativa violencia física. Pero si hay una crisis creciente de credibilidad porque no hay debate y con respecto a los jueces, sólo demostraciones de alto tono emocional y acusaciones que no pueden ser contestadas. Frente a esto no hay defensa posible y las emociones retributivas están sueltas por el aire, fuera de control. La respuesta es entonces, no. Pero con el agregado de que ninguna comunidad repara plenamente su pasado ni llega a reconciliarse salvo que lo último quiera decir sólo que es necesario vivir juntos de la mejor manera posible. Agrego a esto que la falta de proyectos políticos creativos y la ausencia de una autoridad -especialmente la judicialimpulsa a los argentinos a aferrarse al pasado y a intentar paliar allí el malestar general. Esta es una mala situación. 9. En la actualidad en Colombia se lleva a cabo un proceso de negociación entre las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) y el gobierno de Uribe Vélez, ¿qué le recomendaría usted al gobierno colombiano? El caso colombiano es fascinante y, por lo que yo sé, también muy original. Yo no creo que los juicios sancionen una verdad irreemplazable y sí creo, en cambio, que esta
verdad es sobres-simplificadora: la causa de los males radica en el culpable. Hay quienes piensan que es necesario -o al menos conveniente- complementar juicios con otras formas de sancionar la verdad: debates, comisiones de verdad orientada a grandes hechos históricos. Por mi parte, creo que estos procesos neutralizan las verdades que emanan de los proceso. Lo opuesto, por supuesto, es válido también. La razón de ser es que la verdad de los juicios es la inculpación: remueve de nuestro foco de atención aquello que no es la actividad del culpable. Esto incluye a todos los otros actores cuya actividad sería, de acuerdo a criterios históricos más amplios, también importante para entender el pasado y el presente. El origen de los paramilitares no puede ser considerado con independencia de los otros grandes conflictos en Colombia: un estado con imperio limitado y sectores colocados tradicionalmente al margen de la autoridad de las instituciones oficiales. Es cierto que los juicios sancionan verdades que, en el futuro inmediato, facilitan la incorporación a la comunidad central de sectores alejados de esta: la condena judicial absuelve a quien cae fuera de su dictado y a quienes compurgan sus acciones después de cumplir con un castigo. Esto es bueno, pero muy limitado en el tiempo y muy limitado en relación con el público que terminará por aceptar esta resolución del conflicto. En lo demás, sería absurdo intentar abordar el tema de la justicia más allá de una concepción robusta del fortalecimiento del sistema republicano en Colombia. La justicia es en general un recurso muy limitado. Es mucho más limitado todavía donde la violencia ha causado grandes estragos y los actores políticos son muy numerosos. La paradoja es que la justicia tiende a resultar menos posible allí donde más se necesita de ella. Pero esta es una paradoja con la que debemos aprender a convivir. Es cierto que los acuerdos como este corren el riesgo de proteger a grupos en lugar de propender a su desmantelamiento. Este es un tema delicado. No es cierto, en cambio, que la limitación de la justicia penal propenda por si misma a este estado de cosas sino que ella misma es, con suma frecuencia, la expresión de como se presenta el estado de cosas en cuestión. En la medida en que ciertos sectores simpatizantes de los paramilitares: hacendados, campesinos, adviertan que se trata de procesos reveladores de la verdad, los juicios van a aclarar el panorama respecto de la población en general porque podrán brindarle una nueva historia oficial. Esto no es posible, sin embargo cuando los juicios son muchos y muy severos. La falta de uniformidad de criterios será percibida como el reino de la injusticia y esto sólo puede complicar las cosas aún más. Esto no quiere decir que un monitoreo constante del desarme de grupos paramilitares no afiance la autoridad de las instituciones oficiales y que esto no propenda a consolidar la paz. Juicios, si es posible, pero muy limitados. Creo que es hora de advertir que, universalmente, se le ha pedido demasiado a la justicia criminal.