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1  Política de cabaret F ue en la selva primitiva donde, en una mañana soleada y memorable, el hombre vio juntos por primera vez dos hipopótamos.

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Política de cabaret

F

ue en la selva primitiva donde, en una mañana soleada y memorable, el hombre vio juntos por primera vez dos hipopótamos... El hecho tuvo mucha mayor trascendencia de la que a simple vista parece. Hasta entonces, como las especies estaban aún poco desarrolladas, el hombre no había visto nunca dos hipopótamos juntos, sino, siempre, hipopótamos aislados. Y como el entendimiento humano tiende, por nativa holgazanería, a la unidad, el hombre primitivo estaba persuadido de que había en el mundo un solo hipopótamo. Cada vez que tropezaba con uno nuevo creía que era el mismo, que se iba y reaparecía múltiples veces, como hacen los comparsas en los teatros malos. Pero el día en que un hombre primitivo vio surgir de un matorral dos hipopótamos, se disipó esta cómoda persuasión suya. Su primer impulso fue restregarse los ojos creyendo que veía doble. Pero en seguida tuvo que convencerse de que eran dos seres distintos y análogos. Y mediante un esfuerzo cerebral, que le costó una larga neuralgia, comprendió que había algo que unía a aquellos dos seres y que era común a ambos. Este «algo» era la idea del hipopótamo. No ya «un hipopótamo», sino «el hipopótamo»... Acababa de nacer la abstracción. Acababa de nacer, también, la pedantería. La abstracción consiste en mantener tercamente el singular sobre las cosas plurales. Es un acto arriesgado y de poca humildad. A medida que el hombre se eleva en grados y categorías se aventura más a la abstracción. Vuelve, por ejemplo, un trasatlántico de Chile. Y el marinero comenta con sus amigos: —Tuve en Chile una amiguita que se llamaba Pepa, que era de este modo; y otra que se llamaba Juana, y que era de tal otro... El sobrecargo, ya más culto, dice: —Las mujeres en Chile suelen ser... Pero el médico de a bordo, que usa gafas y es intelectual, ése ya dogmatiza:

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—¡Oh!, «la mujer» chilena... El mundo está enfermo por causa de los médicos con gafas, que olvidan a Pepa y a Juana y hablan de «la mujer chilena». Como Alvarito Palmares hablaba solemnemente de «la Aviación española».

Alvarito Palmares tenía veintidós años; era aviador y estaba catalogado como «héroe» desde que había cubierto, con fortuna, su original y peligroso raid Madrid-Oviedo pasando por las Azores. Él había querido atravesar el Atlántico; pero el Gobierno no había autorizado su raid. Entonces Alvarito Palmares salió un día del aeródromo de Getafe, en un aparato de Aviación militar, acompañado únicamente por un gato negro. Tenía orden de sus jefes de ir a Oviedo. Y él fue a Oviedo; pero fue pasando por las Azores. Llegó hasta las islas, tiró sobre ellas una tarjeta de visita con el pico doblado, viró y siguió para Oviedo. Aquel «gesto» de rebeldía causó una gran sensación. La prensa de izquierdas publicó el retrato de Alvarito Palmares, y lo celebró con entusiasmo. La prensa de derechas publicó también el retrato y lo censuró con timidez. Una estudiante besó a Alvarito Palmares en la calle. El Ateneo de Madrid le puso un telegrama de felicitación. Sus compañeros organizaron un banquete en el que se pronunciaron brindis subversivos y durante cuya celebración estuvo colocado, en el centro de la mesa, un melón que tenía piernas y brazos construidos con plátanos, y que parece ser que quería representar al señor ministro de la Guerra. Al cabo de quince días el Gobierno se vio obligado a encerrar a Alvarito Palmares en un castillo para cumplir un mes de condena. Pero antes del mes hubo de ponerlo en libertad porque, a causa de esta resolución, en varios Institutos dejaron de entrar en clase los alumnos de Historia Natural, y en una Facultad de Medicina los de segundo curso de Patología. (Había olvidado, a todo esto, deciros el lugar y la fecha de mi relato. Pero supongo que ya habréis comprendido que se trata de la España de 1930). —La Aviación española —solía decir Alvarito Palmares poniéndose serio— es muy izquierdista. Él lo era también desde que había sido declarado héroe. Lo era por un complicado fenómeno psicológico. Con la aventura de su famoso raid, había probado un buche de fama. Pero la fama tiene la virtud de abrir el apetito de la gloria y la inmortalidad. Es como una especie de vermú espiritual. Alvarito Palmares había sentido esa sensación tibia y gozosa de advertirse reconocido por los camareros al entrar en un bar. Sabía la ufanía de firmar un abanico. Conocía la turbación exquisita de hablar maquinalmente con un amigo y estar, en realidad, ausente de la conversación, pendiente tan sólo de aquel otro desconocido, en cuyos labios se ha adivinado, por el movimiento, la frase deliciosa:

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—Mira: ése es Palmares. Pero toda ésta era una gloria efímera: atada frágilmente a un solo hecho estridente y heroico, que, a medida que se alejaba en el tiempo, le ponía en peligro de sumirle en el olvido. Y eso no podía ser: son muy pocos los héroes con heroicidad suficiente para resistir el olvido después de la fama. Alvarito tenía que encontrar un modo de prolongar, de vivificar, de galvanizar, su gloria efímera y moribunda. ¿Cómo lograrlo? Ya había contado mil veces su raid en todas las formas posibles; había contestado a preguntas de periodistas sobre el raid; había narrado el raid en un libro. El raid no daba para más... Y entonces Alvarito Palmares había decidido hacerse izquierdista. No os riáis de esto. Hay muchos izquierdismos que tienen esta misma raíz psicológica. Los chóferes, que se sienten admirados por las niñeras porque conducen a gran velocidad, se hacen luego izquierdistas para acentuar más esta admiración. Y lo mismo los médicos ilustres y los penalistas célebres. Todos éstos son seres que, aburridos de producir asombro por una sola habilidad o un solo aspecto, piensan, de pronto, un día: ¿No asombraría yo más a las gentes si, además de ser aviador heroico, o chófer valiente, o médico ilustre, o penalista célebre, declarase ahora, de pronto, que no creo en Dios? El izquierdismo, pues, de Alvarito Palmares era nada más que una prolongación de su famoso raid Madrid-Oviedo, pasando por las Azores. Presumía de izquierdista, como presumía de aviador; como en el colegio había presumido de su primer cigarro. ¡Cosas de hombres! Porque, para Alvarito Palmares, ser «izquierdista» consistía, un poco confusamente, en esta lista de cosas arbitrarias: Acostarse y levantarse tarde. No aplaudir en los toros cuando entraba el rey. Sostener, sin haberlo leído, que Unamuno escribe «bestialmente». Creer que todos los marqueses juegan al polo. Opinar que las tierras destinadas a las ganaderías de toros bravos pueden servir para criar naranjos. Decir que el problema de España es «un problema de cultura». Pensar que el nuncio come todos los días salmón con mayonesa. Creer que todas las cosas —salvo, naturalmente, los cabarets, el Instituto Escuela y algunas otras más— están hechas «con dinero de los jesuitas». Figurarse que un latifundio es un cortijo muy grande que su amo deja inculto por el gusto sádico de perder dinero. No ser bolchevique, pero pensar que «lo de Rusia es una experiencia interesante». No llevar sombrero. Recordar compasivamente a Primo de Rivera. Decir «las urnas» en vez de «las elecciones» y la «calle» en vez de «la opinión pública».

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Opinar que los obispos no son cristianos. Citar, en fila, sin variar el tono, a Sócrates, Marco Aurelio, Cristo, Nietzsche y don Francisco Giner de los Ríos.

Eran las dos de la madrugada cuando Alvarito Palmares, aviador e izquierdista, penetró en El Lido, cabaret de moda: grandes atracciones. Y aquí se presenta para el autor un problema de honradez profesional. Aquí debería venir ahora una minuciosa descripción del cabaret. Pero ocurre una cosa: el autor no ha estado en un cabaret jamás. No confiesa esto el autor como prueba de su vida inmaculada, sino como testimonio de su mediana inteligencia y su suficiente buen gusto. Sabe, por sus amigos, que los cabarets son, como los mulos, unos productos híbridos, donde todas las incorrecciones tienen apariencias correctas y todas las cosas mal parecen cosas bien. Sabe que un cabaret es un sitio donde el pecado es triste y el champán caro. No le gustan al autor los medios tonos y las cosas a medias. El autor espera en Dios no ir al infierno. Pero si va, compromete desde ahora su palabra de honor de que no será por ningún pecado idiota. Escamoteada así la descripción del lugar, sigamos nuestro relato. Alvarito Palmares entró en el cabaret acompañado de una mujer muy rubia, con la cara embadurnada de pasta blanca, las pestañas postizas y los labios deslumbradoramente rojos, como si hubiese bebido la sangre de todos sus hijos. Tendría la edad que ahora tienen todas las mujeres: de veinte a cuarenta años. Podía ser una tanguista o una duquesa. Podía haber nacido en Niza, en Petrogrado, en Viena o, acaso, en El Escorial. El tocador moderno es un supremo nivelador de rangos y esfumador de fronteras. El aviador la ayudó a despojarse del abrigo. Se sentaron juntos, en un rincón, al lado de una mesita. Llamó al camarero, y cuando éste compareció, preguntó a la rubia: —Tú, ¿qué quieres? La rubia frunció el hocico hizo un gesto de asco, como si hubiese olido algo malo, y susurró con acento extranjero: —Es temprano... Pero Alvarito insistió: —La consumición es obligatoria. Pide algo ––la rubia acentuó su gesto de asco y exclamó: —¡Puah!... ¡Un pick-nick-track! Nunca ha existido época más fértil que la nuestra en la invención de bebidas novísimas y de nombres extraños. El consumidor se ve obligado a explicar sus deseos. Así hubo de hacerlo trabajosamente la rubia ante el camarero perplejo: —Una copa de champán y una de seltz, ¿sabe?... Unas gotas de curasao, una rodaja de limón... y luego unas..., ¿cómo diré?..., unas «pizquitas» de melón... y sal... ¡Ah!, y una anchoa.

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Alvarito Palmares la miraba con entusiasmo. A pesar de su superioridad de aviador izquierdista, admiraba a aquella diosa rubia que mezclaba en su copa los más arbitrarios elementos de los tres reinos de la Naturaleza. Ella añadió con displicencia: —Es una receta que me enseñó Gabriel D’Annunzio cuando estuvimos en Cannes. Porque las hay «aristocráticas», «románticas», «elegantes» e «intelectuales». Estas últimas, siguiendo la fórmula de algunas farmacias, por cada mil pesetas que se gasta un galán con ellas, le regalan una novela de Mirvau con cubierta amarilla. Además, todas han sido amadas por Gabriel D’Annunzio. Alvarito pidió un whisky con soda. Lanzó una mirada aburrida al salón. Estaban «los de siempre»: unos cuantos amigos y unos cuantos desconocidos habituales, de esos que se designan por algún signo: «la del lunar en el cuello», «el del pelo colorado». La orquesta era un sexteto de gauchos convencionales. Llevaban una blusa de seda violeta, un pañuelo rojo al cuello, unos paveros de inmensas alas, botas de montar y espuelas; traje indicadísimo para tocar el piano y el cornetín. El que estaba en el centro, de vez en cuando, colgaba sobre el atril su saxofón y dejaba escapar entre sus labios gruesos de mestizo un tango lento y arrastrado, cuyas palabras, untadas de vaselina, parecía que se las iba sacando de mala gana alguna mano invisible. El tango hablaba de un viejito que se mató por celos dándose veintisiete puñalaítas en el corasón... Entre frase y frase, el cantor miraba al pianista, y ambos se sonreían con un gestivo comprensivo, como diciendo: Pero ¿será posible que no nos tiren una silla? El camarero había traído el pick-nick-track que había pedido la rubia intelectual. Ella lo bebía a sorbitos lentos, conteniendo la respiración, como quien toma un purgante. Así estaban divirtiéndose cuando, de pronto, el aviador sintió que le golpeaban suavemente en el hombro. —Álvaro: un momento. Con permiso de Mignonne. Era un compañero de Arma: Pepe Cienfuegos. Llevaba del brazo a un señor bajo y rechoncho, que vestía terno oscuro y lucía botines de piqué blanco. Sobre sus narices cabalgaban unos lentes de gruesos cristales sin armadura. El hábito de sostener los lentes le había acostumbrado a llevar siempre la cabeza levantada, en forma que, a no conocerse la causa, parecería altivez. Además, como era de Burgos, pronunciaba el castellano lentamente y con académica perfección. Un señor que habla de este modo y que mira siempre con la cabeza erguida tiene mucho adelantado para ser considerado hombre superior. Por eso, el excelentísimo señor don Julián Rodríguez de Arrese, de quien se trata, había llegado a ser académico, catedrático y ministro... Pero, en realidad, no era más que un hombre gordo que sostenía en equilibrio sus lentes.

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Pepe Cienfuegos hizo la presentación: —Aquí Rodríguez Arrese, que tenía muchos deseos de conocerte. Álvaro Palmares. El ex ministro estrechó la mano del aviador: —Encantado y honradísimo. De nombre ya le conocía mucho, y también de fotografía. —Y yo a usted, ¡figúrese! Los dos se esponjaron en su propia vanidad. Hubo una pausa. La rompió el ex ministro: —Le consideré mucho a usted cuando el Gobierno no le autorizó su raid trasatlántico. El Estado no comprende sus propios intereses. En otros tiempos, Isabel empeñaba sus joyas para amparar la aventura. Yo hice entonces un artículo sobre este tema para El Liberal; pero me lo tachó el lápiz rojo. —¡Como en tiempos de Torquemada! —Esto va de cabeza. Sin libertad y sin dignidad, no pueden vivir los pueblos. —No hay más que abrir la Historia. ¿Quiere usted tomar algo? —Bueno; le acompañaré a tomar un whisky. Se sentaron. Palmares le presentó a la rubia intelectual. —Pues sí, amigo Palmares; esto va de mal en peor. —Yo lo veo cuesta abajo. —Y con el horizonte negro, negro. (¡Qué terrible cosa es el estilo figurado! Al hombre que, por primera vez, habló del «horizonte», o del «mar de fondo», con un segundo sentido, debieran haberle fusilado. Porque introdujo en el mundo «la vaguedad», pasaporte de los necios para todas las fronteras del pensamiento). Al fin, después de un cuarto de hora de hablar de la nave del Estado que va a la deriva, del peligro de los escollos y de otras nebulosidades náuticas, Rodríguez Arrese se aventuró a algo más concreto: —Indudablemente, la Monarquía de Sagunto no ha sabido mantenerse a la altura de las circunstancias. Palmares acentuó: —No se puede nadar contra la corriente de los tiempos. Las monarquías son una cosa feudal. ¿Por qué se ha de interrumpir la circulación de la Gran Vía porque un señor salga del teatro Fontalba? —Evidente, evidente. Yo siempre he sido republicano «en teoría». Es la forma lógica de vida de los pueblos cultos. Claro es que España no estaba preparada para esto. Por eso yo serví a la Monarquía, como «mal menor». —Pero la Monarquía misma se suicidó al entregarse a la Dictadura. —Indiscutible. Era el dominio de la incultura. A mí me tacharon el párrafo central de un artículo, y me lo publicaron uniendo los dos fragmentos restantes. Un horror. No concordaba el verbo con el sustantivo. El sujeto del primer párra-

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fo eran los «almorávides», y me unieron este párrafo al último, atribuyéndole, en singular, todos los verbos de ese último párrafo, que se referían a don Santiago Alba, de quien yo hablaba en el fragmento intermedio censurado. Y nada... ¡Primo de Rivera tan tranquilo! —¡Qué país este! —Además, desengáñese usted, la Monarquía no ha sabido atraerse a los obreros. —Ése es el gran problema. Yo no soy bolchevique. ¿Pero cree usted que es lícito que las mejores tierras de España estén destinadas a criar toros y perdices? ¡Y luego muchas instituciones de caridad! Antes que la caridad es la justicia. ¡Figúrese usted las roscas que podrían salir del Coto de Doñana si todo él se sembrara de trigo! —Bueno, verá usted; eso ya es distinto. Hay tierras que no son cerealistas. —Señor, quien dice trigo, dice garbanzos, o maíz, o fideos. —¿Fideos? —Sí; ¿no son una legumbre?... ¿No? Pues mire usted, es un error en que he estado veintidós años. En fin, ¡lo mismo da! Lo indudable es que hay que repartir la gran propiedad entre los que la labran. —Yo no digo tanto. No es que yo niegue que el mundo va por ese camino. Pero no es posible ir de golpe a eso. El cultivo moderno es carísimo y exige mucha maquinaria y utillaje. —Uti... ¿qué? —Utillaje. En eso hay algo de leyenda. Yo aseguro a usted que con los jornales actuales y la tasa, la ganancia del labrador es exigua. No tengo más que decirle que, el año pasado, en unas finquillas que yo tengo allá en Córdoba... —¡Ah!... ¿Tiene usted unas finquillas? —Sí; pero no crea usted que esto influye lo más mínimo en mis ideas. Sé el camino que lleva el mundo. Pero una cosa es el ideal y otra cosa es la realidad. Hoy por hoy, el problema es de comprensión, de cordialidad. Yo, siempre que voy a mi finca, como con mis jornaleros una caldereta de cabrito. ¡Si todos hicieran lo mismo! Hay que ser, ante todo, cristianos... Le interrumpió una muchachita leve y morena, que le puso la mano en el hombro. —Mira, yo voy a estar en el bar. Allí te espero. El ex ministro la miró con embeleso. —Sí, niña; lo que quieras. La niña le dio un leve tirón en la nariz. —¡Charrán! Se fue rápidamente. Tenía, de espaldas, una graciosa silueta. —Está bien esa chica —comentó Palmares. Rodríguez Arrese se esponjó: —Hombre, en algo ha de conocerse que fui director general de Bellas Artes.

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Hubo una pausa. El hombre ilustre prosiguió: —Bueno, ¿qué iba diciendo? ¡Ah, sí! Que hay que ser cristianos, ante todo. Porque nos hemos olvidado del Evangelio. Cristo fue un socialista. —Eso digo yo; pero los frailes han adulterado su doctrina. —Sí. La religión es una emoción íntima. Pero han hecho de ella una política. Terció la voz displicente de la rubia: —¿Tienes un pitillo, Álvaro? Rodríguez Arrese se apresuró a ofrecérselo. —Acaso éstos le gusten a usted... Y usted perdone: creo que hemos estado aburriéndola. ¡Es que cuando los hombres nos enfrascamos en estas cosas serias...! La rubia encendió su pitillo. Palmares explicó: —No crea usted; a ella le interesan todas esas cosas. Ella asintió con aburrimiento. El aviador prosiguió: —Ésta es una literata. Se pasa la vida leyendo. ¿Qué leías esta tarde? La rubia musitó: —Los últimos días de Pompeya. —¿Ve usted? La mujer extranjera tiene otra cultura. El ex ministro se había levantado y se despedía: —Bueno, amigo Palmares; no molesto más. Estoy encantado de haberle conocido. —Y yo de haber visto cómo coincidimos en las cosas fundamentales. El ex ministro bajó la voz: —Tenemos que hablar mucho todavía. Ya nos veremos. Y más bajo: —Caso de ser necesario para terminar este estado de cosas un acto de decisión, se contaría siempre con usted, ¿verdad? —Amigo Arrese, con «la Aviación» se contará siempre. Es muy izquierdista. —Ya nos veremos. En casa cambiamos impresiones, de vez en cuando, algunos amigos. Usted sabrá que se proyectan algunas cosas. El ex ministro sonrió enigmáticamente. Palmares sonrió también. —Algo sé. Se estrecharon las manos. Rodríguez Arrese atravesó el salón camino del bar. Varias muchachitas se acercaron a saludarle y se colgaron de sus brazos. Los hombres gordos con calva incipiente son deliciosos para las mujeres en cuanto tienen un mediano juicio, porque son hombres que han desistido de toda tentación vanidosa de pagar el amor con sólo sus prendas físicas. Rodríguez Arrese era, en el cabaret, el hombre deliciosamente honrado que se sabe gordo y calvo. Era afable y generoso. No era posible engañarlo, porque él no se engañaba a sí mismo. Tenía su pequeña filosofía: —A los hombres esbeltos, las mujeres «los quieren». A los hombres gordos, que no regatean, las mujeres «les toman cariño». Esto segundo es más práctico y agradable, como todas las cosas moderadas.

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