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Luces y sombras Jornadas culturales Biblioteca Curso 2011/2012 A MODO DE INTRODUCCIÓN LUZ Y OSCURIDAD   "En  el  principio  creó  Dios  los  cie

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Luces y sombras

Jornadas culturales Biblioteca Curso 2011/2012

A MODO DE INTRODUCCIÓN LUZ Y OSCURIDAD

 

"En  el  principio  creó  Dios  los  cielos  y  la  tierra.Y  la  tierra  estaba  desadornada  y  vacía,  y  las  tinieblas   estaban  sobre  la  faz  del  abismo,  y  el  espíritu  de  Dios  se  movía  sobre  la  faz  de  las  aguas.Y  dijo  Dios:   Sea  la  luz;  y  fue  la  luz.  Y  vio  Dios  que  la  luz  era  buena;  y  apartó  Dios  a  la  luz  de  las  tinieblas.  Y  llamó   Dios  a  la  luz  Día,  y  a  las  tinieblas  llamó  Noche;  y  fue  la  tarde  y  la  mañana  un  día"  (Génesis,  1,  1-­‐5)   Dicen que el fuego, su control, supuso el mayor avance en la historia de la humanidad. Entre otras cosas, poseer el fuego suponía la posibilidad de vencer a las sombras, de dominarlas. Prometeo se lo robó a los propios dioses para beneficio nuestro, y tuvo su castigo. En todas las culturas encontramos referencias a la Luz y la Oscuridad. En todas las culturas se nos presenta la Luz (logos ) como algo bueno y opuesto a la oscuridad (caos) , que representa lo desconocido, el desorden, el mal, la muerte... Los celtas, los griegos, los romanos, los mayas... tenían sus fiestas de luz y de oscuridad. La cultura cristiana las "adoptó" y las "adaptó" casi todas (el solsticio de invierno con la Navidad, Hallows con Todos los Santos, Lammas con la Virgen de agosto, los fuegos de Beltane y las mayas dedicando ese mes (mayo) a la virgen, el Candlemass con la Candelaria, el solsticio de verano con la hoguera de San Juan...) En todas las culturas existen ritos para vencer a la oscuridad, para dominarla. En la nuestra, en la tecnológica, la hemos vencido con la luz eléctrica, pero no por eso hemos eliminado el miedo que nos provoca, pues nuestra literatura infantil está plagada de cuentos sobre la oscuridad y el modo de vencer el miedo que nos provocan las sombras, (ahí está el origen de muchas de las nanas que las mamás cantamos por las noches) Es más, la literatura en general (también el cine) está plagada de seres que pueblan nuestras sombras (vampiros, brujas, zombies...) y nos "atrapan". Pero a la vez que nos asustan, las sombras nos "llaman", nos atraen. Eso es lo que le pasa

a Perséfone (la primavera de los griegos, hija de Démeter) cuando baja al

ultramundo a conocer a su abuela, Hécate, para que ella le instruya en los Sagrados Misterios de la vida (luz) y la muerte (oscuridad). [1] Nos atraen, porque forman parte de nosotros tanto como la luz. Como dos caras de una misma moneda, somos Luz (como canta Macaco) y también Sombra. La cuestión es encontrar el equilibrio entre ambas. Suerte... [1] en la versión pre-clásica, posteriormente, los griegos incluyen a una figura masculina, Hades, que la rapta. En ese cambio también hay sombras, pero ese es otro tema...

Eres la luz de mi vida... perdóname si a veces no te veo. (Anónimo)     MI  SOMBRA    

No   nos   decimos   ni   una   palabra   pero   sé   que   mi   sombra   se   alegra   tanto   como   yo   cuando,   por   casualidad,   nos   encontramos   en   el   parque.   En   esas   tardes   la   veo   siempre   delante   de   mí,   vestida   de   negro.   Si   camino,   camina;   si   me   detengo,   se   detiene.   Yo   también   la   imito.   Si   me   parece   que   ha   entrelazado   las   manos   por   la   espalda,   hago   lo   mismo.   Supongo       que   a   veces   ladea   la   cabeza,   me  mira  por  encima  del  hombre  y  se  sonríe  con  ternura  al  verme  tan   excesivo   en   dimensiones,   tan   coloreado   y   pletórico.   Mientras   paseamos   por   el   parque   la   voy   mimando,   cuidando.   Cuando   calculo   que  ha  de  estar  cansada  doy  unos  pasos  muy  medidos  –más  allá,  más   acá,   según-­‐   hasta   que   consigo   llevarla   donde   le   conviene.   Entonces   me   contorsiono   en   medio   de   la   luz   y   busco   una   postura   incómoda     para   que  mi  sombra,  cómodamente,  pueda  sentarse  en  un  banco.           Enrique  Anderson  Imbert,  Cuentos  en  miniatura    

EL  CASTIGO     -­‐-­‐-­‐  En  la  Edad  Media,  a  lo  largo  de  toda  Europa,  era  usual,  cuando  un  hombre  de   estirpe   noble   cometía   un   delito   que   mereciese   pena   corporal,   aplicar   ese   castigo   a  su  sombra.  Pero  se  cuenta  que  en  el  sur  de  Francia,  un  barón  feudal  cometió  un   monstruoso   crimen   contra   las   gentes   de   un   pueblecillo   de   sus   dominios,   las   doncellas  del  cual  fueron  todas  hechas  prisioneras  y  entregadas  a  la  ferocidad  de   las  gentes  del  barón,  que  volvían  de  la  Cruzada.       Las   gentes   del   pueblo   resolvieron   vengar   la   afrenta   y   castigar   a   los   culpables,   y   en   una   emboscada   capturaron   al   barón,   a   sus   tres   tenientes   y   los   sometieron  a  juicio.  La  pena  decidida  fue  la  decapitación.  El  barón,  en  nombre  de   los  tres,  manifestó  que  la  pena  corporal  se  aplicase  no  a  sus  personas  físicas,  sino   a  sus  sombras.       El   Consejo   del   Pueblo   aceptó   y   dispuso   que   así   se   hiciese.   Y   por   eso   dispuso   también   – como   en   efecto   se   hizo-­‐   que   la   decapitación   tuviese   lugar   en   la   plaza   del   pueblo,   a   la   hora   del   mediodía.           Pedro  Gómez  Valderrama,  Sortilegios           Ambrose  Bierce,  Fábulas  fantásticas  

       

El hombre no puede saltar fuera de su sombra. (Proverbio árabe)  

El hombre honesto no teme la luz ni la oscuridad. Thomas Fuller

EL LOBO ORGULLOSO DE SU SOMBRA Y EL LEÓN FÁBULA DE ESOPO

Vagaba cierto día un lobo por lugares solitarios, a la hora en que el sol se ponía en el horizonte. Y viendo su sombra bellamente alargada exclamó: - ¿Cómo me va a asustar el león con semejante talla que tengo? ¡Con treinta metros de largo, bien fácil me será convertirme en rey de los animales! Y mientras soñaba con su orgullo, un poderoso león le cayó encima y empezó a devorarlo. Entonces el lobo, cambiando de opinión se dijo: - La presunción es causa de mi desgracia.

                                     

Moraleja: Nunca valores tus virtudes por la apariencia con que las ven tus ojos, pues fácilmente te engañarás.

    EL  REFLEJO   Oscar  Wilde     Cuando  murió  Narciso  las  flores  de   los  campos  quedaron  desoladas  y   solicitaron  al  río  gotas  de  agua  para   llorarlo.   -­‐¡Oh!  -­‐les  respondió  el  río-­‐  aun   cuando  todas  mis  gotas  de  agua  se   convirtieran  en  lágrimas,  no   tendría  suficientes  para  llorar  yo   mismo  a  Narciso:  yo  lo  amaba.   -­‐¡Oh!  -­‐prosiguieron  las  flores  de  los   campos-­‐  ¿cómo  no  ibas  a  amar  a   Narciso?  Era  hermoso.   -­‐¿Era  hermoso?  -­‐preguntó  el  río.   -­‐¿Y  quién  mejor  que  tú  para   saberlo?  -­‐dijeron  las  flores-­‐.  Todos  los  días  se  inclinaba  sobre  tu  ribazo,   contemplaba  en  tus  aguas  su  belleza...   -­‐Si  yo  lo  amaba  -­‐respondió  el  río-­‐  es  porque,  cuando  se  inclinaba  sobre  mí,   veía  yo  en  sus  ojos  el  reflejo  de  mis  aguas.           LA  SOMBRA  DEL  LÍDER   Ambrose    Bierce     Un  Líder  Político  iba  paseando  un  día  de  sol,  cuando  vio  que  su  Sombra    le   abandonaba  y  se  iba  corriendo.   -­‐Vuelve  aquí,  sinvergüenza,  le  gritó.   -­‐  Si  fuese  sinvergüenza  –respondió  la  Sombra,  aumentando  la  velocidad-­‐   no  te  habría  abandonado.            

       

   

   

Hay dos maneras de difundir la luz: ser la lámpara que la emite,o el espejo que la refleja. (LinYutang)

Los hombres son como los astros, que unos dan luz de sí y otros brillan con la que reciben. (José Martí) EL  ECLIPSE   Augusto  Monterroso   Cuando   fray   Bartolomé   Arrazola   se   sintió   perdido   aceptó   que   ya   nada   podría   salvarlo.   La   selva   poderosa  de  Guatemala  lo  había  apresado,  implacable  y  definitiva.  Ante  su  ignorancia  topográfica  se   sentó   con   tranquilidad   a   esperar   la   muerte.   Quiso   morir   allí,   sin   ninguna   esperanza,   aislado,   con   el   pensamiento  fijo  en  la  España  distante,  particularmente  en  el  convento  de  los  Abrojos,  donde  Carlos   Quinto  condescendiera  una  vez  a  bajar  de  su  eminencia  para  decirle  que  confiaba  en  el  celo  religioso   de  su  labor  redentora.     Al  despertar  se  encontró  rodeado  por  un  grupo  de  indígenas  de  rostro  impasible  que  se  disponían  a   sacrificarlo   ante   un   altar,   un   altar   que   a   Bartolomé   le   pareció   como   el   lecho   en   que   descansaría,   al   fin,   de  sus  temores,  de  su  destino,  de  sí  mismo.   Tres   años   en   el   país   le   habían   conferido   un   mediano   dominio   de   las   lenguas   nativas.   Intentó   algo.   Dijo   algunas  palabras  que  fueron  comprendidas.   Entonces  floreció  en  él  una  idea  que  tuvo  por  digna  de  su   talento   y   de   su   cultura   universal   y   de   su   arduo   conocimiento   de   Aristóteles.   Recordó   que   para   ese   día   se   esperaba   un   eclipse   total   de   sol.   Y   dispuso,   en   lo   más   íntimo,   valerse   de   aquel   conocimiento   para   engañar   a   sus   opresores  y  salvar  la  vida.   —Si   me   matáis   —les   dijo—   puedo   hacer   que   el   sol   se   oscurezca  en  su  altura.   Los  indígenas  lo  miraron  fijamente  y  Bartolomé  sorprendió   la  incredulidad  en  sus  ojos.  Vio  que  se  produjo  un  pequeño   consejo,  y  esperó  confiado,  no  sin  cierto  desdén.     Dos   horas   después   el   corazón   de   fray   Bartolomé   Arrazola   chorreaba   su   sangre   vehemente   sobre  la  piedra  de  los  sacrificios  (brillante  bajo  la  opaca  luz  de  un  sol  eclipsado),  mientras  uno  de  los   indígenas   recitaba   sin   ninguna   inflexión   de   voz,   sin   prisa,   una   por   una,   las   infinitas   fechas   en   que   se   producirían   eclipses   solares   y   lunares,   que   los   astrónomos   de   la   comunidad   maya   habían   previsto   y   anotado  en  sus  códices  sin  la  valiosa  ayuda  de  Aristóteles.        

 

LA FÁBULA DE LOS CIEGOS   Hermann  Hesse     Durante   los   primeros   años   del   hospital   de   ciegos,   como   se   sabe,   todos   los   internos   detentaban   los   mismos   derechos   y   sus   pequeñas   cuestiones   se   resolvían   por   mayoría   simple,  sacándolas  a  votación.  Con  el  sentido  del  tacto  sabían  distinguir  las  monedas  de   cobre  y  las  de  plata,  y  nunca  se  dio  el  caso  de  que  ninguno  de  ellos  confundiese  el  vino   de  Mosela  con  el  de  Borgoña.  Tenían  el  olfato  mucho  más  sensible  que  el  de  sus  vecinos   videntes.   Acerca   de   los   cuatro   sentidos   consiguieron   establecer   brillantes   razonamientos,   es   decir   que   sabían   de   ellos   cuanto   hay   que   saber,   y   de   esta   manera   vivían  tranquilos  y  felices  en  la  medida  en  que  tal  cosa  sea  posible  para  unos  ciegos.   Por   desgracia   sucedió   entonces   que   uno   de   sus   maestros   manifestó   la   pretensión   de   saber   algo   concreto   acerca   del   sentido   de   la   vista.   Pronunció   discursos,   agitó   cuanto   pudo,  ganó  seguidores  y  por  último  consiguió  hacerse  nombrar  principal  del  gremio  de   los   ciegos.   Sentaba   cátedra   sobre   el   mundo   de   los   colores,   y   desde   entonces   todo   empezó  a  salir  mal.     Este   primer   dictador   de   los   ciegos   empezó   por   crear   un   círculo   restringido   de   consejeros,   mediante   lo   cual   se   adueñó   de   todas   las   limosnas.   A   partir   de   entonces   nadie   pudo   oponérsele,   y   sentenció   que   la   indumentaria   de   todos   los   ciegos   era   blanca.   Ellos   lo   creyeron   y   hablaban   mucho   de  sus  hermosas  ropas  blancas,  aunque  ninguno  de  ellos  las   llevaba   de   tal   color.   De   modo   que   el   mundo   se   burlaba   de   ellos,  por  lo  que  se  quejaron  al  dictador.  Éste  los  recibió  de  muy  mal  talante,  los  trató   de  innovadores,  de  libertinos  y  de  rebeldes  que  adoptaban  las  necias  opiniones  de  las   gentes  que  tenían  vista.  Eran  rebeldes  porque,  caso  inaudito,  se  atrevían  a  dudar  de  la   infalibilidad  de  su  jefe.  Esta  cuestión  suscitó  la  aparición  de  dos  partidos.     Para   sosegar   los   ánimos,   el   sumo   príncipe   de   los   ciegos   lanzó   un   nuevo   edicto,   que   declaraba   que   la   vestimenta   de   los   ciegos   era   roja.   Pero   esto   tampoco   resultó   cierto;   ningún  ciego  llevaba  prendas  de  color  rojo.  Las  mofas  arreciaron  y  la  comunidad  de  los   ciegos   estaba   cada   vez   más   quejosa.   El   jefe   montó   en   cólera,   y   los   demás   también.   La   batalla   duró   largo   tiempo   y   no   hubo   paz   hasta   que   los   ciegos   tomaron   la   decisión   de   suspender  provisionalmente  todo  juicio  acerca  de  los  colores.     Un   sordo   que   leyó   este   cuento   admitió   que   el   error   de   los   ciegos   había   consistido   en   atreverse   a   opinar   sobre   colores.   Por   su   parte,   sin   embargo,   siguió   firmemente   convencido  de  que  los  sordos  eran  las  únicas  personas  autorizadas  a  opinar  en  materia   de  música.  

En las tinieblas la imaginación trabaja más activamente   que en plena luz (Kant)

FRASES HECHAS Pasar la noche en blanco Apaga y vámonos Hacer sombra a alguien A todas luces Arrojar luz sobre un asunto Dar a luz Entre dos luces Tener pocas luces No dejar ni a sol ni a sombra No ser ni sombra de lo que era Tener mala o buena sombra No fiarse ni de su sombra

LOS POETAS TAMBIÉN REFLEJAN SUS LUCES Y SOMBRAS

    Albor.  El  horizonte   Entreabre  sus  pestañas,   y  empieza  a  ver.  ¿Qué?  Nombres     Jorge  Guillén         EN  LAS  NOCHES  CLARAS     En  las  noches  claras,   resuelvo  el  problema  de  la  soledad  del  ser.   Invito  a  la  luna  y  con  mi  sombra  somos  tres.     Gloria  Fuertes  

    Yo  no  quiero  más  luz  que  tu  cuerpo  ante  el  mío:   Claridad  absoluta,  transparencia  redonda.     Miguel  Hernández     Luz…   Cuando  mis  lágrimas  te  alcancen   la  función  de  mis  ojos   ya  no  será  llorar,   sino  ver.     León  Felipe            

     

  SUEÑO  INFANTIL  

 

Una  clara  noche   de  fiesta  y  de  luna,   noche  de  mis  sueños,   noche  de  alegría     —era  luz  mi  alma   que  hoy  es  bruma  toda,   no  eran  mis  cabellos   negros  todavía—,     el  hada  más  joven   me  llevó  en  sus  brazos   a  la  alegre  fiesta   que  en  la  plaza  ardía.     So  el  chisporroteo   de  las  luminarias,   amor  sus  madejas   de  danzas  tejía.     Y  en  aquella  noche   de  fiesta  y  de  luna,   noche  de  mis  sueños,   noche  de  alegría,     el  hada  más  joven   besaba  mi  frente...   con  su  linda  mano   su  adiós  me  decía...     Todos  los  rosales   daban  sus  aromas,   todos  los  amores   amor  entreabría.     Antonio  Machado        

 

  SONETO  DEL  AMOR  DE  OSCURO     La  otra  noche,  después  de  la  movida,   en  la  mesa  de  siempre  me  encontraste   y,  sin  mediar  palabra,  me  quitaste   no  sé  si  la  cartera  o  si  la  vida.     Recuerdo  la  emoción  de  tu  venida   y,  luego,  nada  más.  ¡Dulce  contraste,   recordar  el  amor  que  me  dejaste   y  olvidar  el  tamaño  de  la  herida!     Muerto  o  vivo,  si  quieres  más  dinero,   date  una  vuelta  por  la  lencería   y  salpica  tu  piel  de  seda  oscura.     Que  voy  a  regalarte  el  mundo  entero   si  me  asaltas  de  negro,  vida  mía,   y  me  invaden  tu  noche  y  tu  locura   Luis  Alberto  de  Cuenca  

    TRES  RETRATOS  CON  SOMBRADEBUSSY     Mi  sombra  va  silenciosa     por  el  agua  de  la  acequia.          Por  mi  sombra  están  las  ranas     privadas  de  las  estrellas.          La  sombra  manda  a  mi  cuerpo     reflejos  de  cosas  quietas.          Mi  sombra  va  como  inmenso     cínife  color  violeta.          Cien  grillos  quieren  dorar     la  luz  de  la  cañavera.          Una  luz  nace  en  mi  pecho,     reflejado,  de  la  acequia.       Federico  García  Lorca    

 

LA ELECTRICIDAD de Joan Benejam i Vives (1846-1922) Muchas veces has oído hablar de la electricidad. ¿Qué sabes tú de ese fluido maravilloso, en verdad? Es una fuerza esparcida que vaga por el mundo incierta; mansa, muy mansa dormida, y aterradora despierta. Es material muy sutil, que se junta y enrarece, produciendo efectos mil cuando en un punto aparece. Tal es la electricidad, que por todas partes cunde, la que con velocidad más que la luz se difunde. Contrarias fuerzas motiva, según cómo se presenta; positiva o negativa, Ya apacible, ya violenta. las fuerzas de un mismo nombre a su encuentro se rechazan; las contrarias, no te asombre, estrechamente se abrazan. Y de este abrazo resulta misteriosa conmoción, fuerza terrible , que oculta, se desarrolla a su acción.

Mas este potente fluido hoy lo maneja cualquiera, pues el hombre ha conseguido domesticar esta fiera. Hoy se aplica…. A cualquier cosa, madre, la electricidad; los focos de luz copiosa que iluminan la ciudad. Trasmisión del pensamiento y de la palabra humana… ¡Quién sabe el feliz portento que le ha de caber mañana! Se aplica a la locomoción, y a tantas cosas se aplica, que su provechosa acción el progreso vivifica. mas en fiera libertad en la atmósfera, es de ver aquel terrible poder que tiene la electricidad.

35 bujías Sí. Cuando quiera yo la soltaré. Está presa, aquí arriba, invisible. Yo la veo en su claro castillo de cristal, y la vigilan —cien mil lanzas— los rayos —cien mil rayos— del sol. Pero de noche, cerradas las ventanas para que no la vean —guiñadoras espías— las estrellas, la soltaré. (Apretar un botón.) Caerá toda de arriba a besarme, a envolverme de bendición, de claro, de amor, pura. En el cuarto ella y yo no más, amantes eternos, ella mi iluminadora musa dócil en contra de secretos en masa de la noche —afuera— descifraremos formas leves, signos, perseguidos en mares de blancura por mí, por ella, artificial princesa, amada eléctrica. Pedro Salinas

     

 

SOMBRA Edgar Allan Poe Sí, aunque marcho por el valle de la Sombra (Salmo de David, XXIII) Vosotros los que leéis aún estáis entre los vivos; pero yo, el que escribe, habré entrado hace mucho en la región de las sombras. Pues en verdad ocurrirán muchas cosas, y se sabrán cosas secretas, y pasarán muchos siglos antes de que los hombres vean este escrito. Y, cuando lo hayan visto, habrá quienes no crean en él, y otros dudarán, mas unos pocos habrá que encuentren razones para meditar frente a los caracteres aquí grabados con un estilo de hierro. El año había sido un año de terror y de sentimientos más intensos que el terror, para los cuales no hay nombre sobre la tierra. Pues habían ocurrido muchos prodigios y señales, y a lo lejos y en todas partes, sobre el mar y la tierra, se cernían las negras alas de la peste. Para aquellos versados en la ciencia de las estrellas, los cielos revelaban una faz siniestra; y para mí, el griego Oinos, entre otros, era evidente que ya había llegado la alternación de aquel año 794, en el cual, a la entrada de Aries, el planeta Júpiter queda en conjunción con el anillo rojo del terrible Saturno. Si mucho no me equivoco, el especial espíritu del cielo no sólo se manifestaba en el globo físico de la tierra, sino en las almas, en la imaginación y en las meditaciones de la humanidad. En una sombría ciudad llamada Ptolemáis, en un noble palacio, nos hallábamos una noche siete de nosotros frente a los frascos del rojo vino de Chíos. Y no había otra entrada a nuestra cámara que una alta puerta de bronce; y aquella puerta había sido fundida por el artesano Corinnos, y, por ser de raro mérito, se la aseguraba desde dentro. En el sombrío aposento, negras colgaduras alejaban de nuestra vista la luna, las cárdenas estrellas y las desiertas calles; pero el presagio y el recuerdo del Mal no podían ser excluidos. Estábamos rodeados por cosas que no logro explicar distintamente; cosas materiales y espirituales, la pesadez de la atmósfera, un sentimiento de sofocación, de ansiedad; y por, sobre todo, ese terrible estado de la existencia que alcanzan los seres nerviosos cuando los sentidos están agudamente vivos y despiertos, mientras las facultades yacen amodorradas. Un peso muerto nos agobiaba. Caía sobre los cuerpos, los muebles, los vasos en que bebíamos; todo lo que nos rodeaba cedía a la depresión y se hundía; todo menos las llamas de las siete lámparas de hierro que iluminaban nuestra orgía. Alzándose en altas y esbeltas líneas de luz, continuaban ardiendo, pálidas e inmóviles; y en el espejo que su brillo engendraba en la redonda mesa de ébano a la cual nos sentábamos, cada uno veía la palidez de su propio rostro y el inquieto resplandor en las abatidas miradas de sus compañeros. Y, sin embargo, reíamos y nos alegrábamos a nuestro modo -lleno de histeria-, y cantábamos las canciones de Anacreonte -llenas de locura-, y bebíamos

 

copiosamente, aunque el purpúreo vino nos recordaba la sangre. Porque en aquella cámara había otro de nosotros en la persona del joven Zoilo. Muerto y amortajado yacía tendido cuan largo era, genio y demonio de la escena. ¡Ay, no participaba de nuestro regocijo! Pero su rostro, convulsionado por la plaga, y sus ojos, donde la muerte sólo había apagado a medias el fuego de la pestilencia, parecían interesarse en nuestra alegría, como quizá los muertos se interesan en la alegría de los que van a morir. Mas aunque yo, Oinos, sentía que los ojos del muerto estaban fijos en mí, me obligaba a no percibir la amargura de su expresión, y mientras contemplaba fijamente las profundidades del espejo de ébano, cantaba en voz alta y sonora las canciones del hijo de Teos. Poco a poco, sin embargo, mis canciones fueron callando y sus ecos, perdiéndose entre las tenebrosas colgaduras de la cámara, se debilitaron hasta volverse inaudibles y se apagaron del todo. Y he aquí que de aquellas tenebrosas colgaduras, donde se perdían los sonidos de la canción, se desprendió una profunda e indefinida sombra, una sombra como la que la luna, cuando está baja, podría extraer del cuerpo de un hombre; pero ésta no era la sombra de un hombre o de un dios, ni de ninguna cosa familiar. Y, después de temblar un instante, entre las colgaduras del aposento, quedó, por fin, a plena vista sobre la superficie de la puerta de bronce. Mas la sombra era vaga e informe, indefinida, y no era la sombra de un hombre o de un dios, ni un dios de Grecia, ni un dios de Caldea, ni un dios egipcio. Y la sombra se detuvo en la entrada de bronce, bajo el arco del entablamento de la puerta, y sin moverse, sin decir una palabra, permaneció inmóvil. Y la puerta donde estaba la sombra, si recuerdo bien, se alzaba frente a los pies del joven Zoilo amortajado. Mas nosotros, los siete allí congregados, al ver cómo la sombra avanzaba desde las colgaduras, no nos atrevimos a contemplarla de lleno, sino que bajamos los ojos y miramos fijamente las profundidades del espejo de ébano. Y al final yo, Oinos, hablando en voz muy baja, pregunté a la sombra cuál era su morada y su nombre. Y la sombra contestó: «Yo soy SOMBRA, y mi morada está al lado de las catacumbas de Ptolemáis, y cerca de las oscuras planicies de Clíseo, que bordean el impuro canal de Caronte.» Y entonces los siete nos levantamos llenos de horror y permanecimos de pie temblando, estremecidos, pálidos; porque el tono de la voz de la sombra no era el tono de un solo ser, sino el de una multitud de seres, y, variando en sus cadencias de una sílaba a otra, penetraba oscuramente en nuestros oídos con los acentos familiares y harto recordados de mil y mil amigos muertos.

       

  E  L  FOCO   Virginia  Woolf  

  La  mansión  del  vizconde  del  siglo  XVIII  había  sido  transformada  en  un  club  delsiglo   XX.   Y   era   agradable,   después   de   cenar   en   la   gran   estancia   con   columnas   y   candelabros,  bajo  el  esplendor  de  la  luz,  salir  a  la  terraza  que  daba  al  parque.  Los   árboles   eran   frondosos,   y   si   hubiera   habido   luna   se   hubiesen   podido   ver   las   banderolas  de  color  rosa  y  crema  puestas  en  los  castaños.  Pero  era  una  noche  sin   luna;  muy  cálida,  tras  un  hermoso  día  de  verano.     Los  invitados  del  señor  y  la  señora  Ivimey  tomaban  café  y  fumaban  en  la  terraza.   Como   si   quisieran   aliviarles   de   la   necesidad   de   hablar,   como   si   quisieran   entretenerles  sin  que  tuvieran  que  hacer  esfuerzo  alguno  por  su  parte,  haces  de  luz   recorrían   el   cielo.   Corrían   tiempos   de   paz   entonces;   las   fuerzas   aéreas   hacían   prácticas;   buscaban   aviones   enemigos   en   el   cielo.   Después   de   detenerse   para   examinar   un   punto   sospechoso,   la   luz   giró,   como   las   aspas   de   un   molino,   o   bien   como   las   antenas   de   un   prodigioso   insecto,   y   reveló   aquí   un   cadavérico   muro   de   piedra;   allá   un   castaño   en   flor;   y   de   repente   la   luz   incidió   directamente   en   la   terraza,   y,   durante   un   segundo,   brilló   un   disco   blanco,   que   quizá   fuera   el   espejo   dentro  del  bolso  de  una  señora.     -­‐¡Miren!  -­‐exclamó  la  señora  Ivimey.   La   luz   se   fue.   Volvieron   a   quedar   en  la  oscuridad.   La  señora  Ivimey  añadió:   -­‐¡Nunca  adivinarán  lo  que  esto  me   ha  hecho  ver!   Como   es   natural,   intentaron   adivinarlo.   -­‐No,   no,   no   -­‐protestaba   la   señora   Ivimey.   Nadie   pudo   adivinarlo.   Sólo  ella  lo  sabía;  y  sólo  ella  podía   saberlo,   debido   a   que   era   la   biznieta  del  hombre  en  cuestión.  Y   este   hombre   le   había   contado   la   historia.   ¿Qué   historia?   Si   ellos   querían,   intentaría   contársela.   Quedaba  aún  tiempo,  antes  de  que  el  teatro  comenzara.     -­‐Pero,  realmente,  no  sé  cómo  empezar  -­‐dijo  la  señora  Ivimey-­‐.  ¿Fue  en  1820...?  Este   año  debía  correr,  más  o  menos,  cuando  mi  bisabuelo  era  un  muchacho.  Ya  no  soy   joven  -­‐no,  pero  era  muy  hermosa  y  de  buen  porte-­‐  y  mi  bisabuelo  era  un  hombre   muy   viejo,   cuando   yo   me   encontraba   en   la   niñez,   que   fue   cuando   me   contó   la   historia.     Puedes  leer  el  resto  en   http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/woolf/foco.htm  

 

LA LUZ ES COMO EL AGUA Gabriel García Márquez En Navidad los niños volvieron a pedir un bote de remos. -De acuerdo -dijo el papá, lo compraremos cuando volvamos a Cartagena. Totó, de nueve años, y Joel, de siete, estaban más decididos de lo que sus padres creían. -No -dijeron a coro-. Nos hace falta ahora y aquí. -Para empezar -dijo la madre-, aquí no hay más aguas navegables que la que sale de la ducha. Tanto ella como el esposo tenían razón. En la casa de Cartagena de Indias había un patio con un muelle sobre la bahía, y un refugio para dos yates grandes. En cambio aquí en Madrid vivían apretados en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. Pero al final ni él ni ella pudieron negarse, porque les habían prometido un bote de remos con su sextante y su brújula si se ganaban el laurel del tercer año de primaria, y se lo habían ganado. Así que el papá compró todo sin decirle nada a su esposa, que era la más reacia a pagar deudas de juego. Era un precioso bote de aluminio con un hilo dorado en la línea de flotación. -El bote está en el garaje -reveló el papá en el almuerzo-. El problema es que no hay cómo subirlo ni por el ascensor ni por la escalera, y en el garaje no hay más espacio disponible. Sin embargo, la tarde del sábado siguiente los niños invitaron a sus condiscípulos para subir el bote por las escaleras, y lograron llevarlo hasta el cuarto de servicio. -Felicitaciones -les dijo el papá ¿ahora qué? -Ahora nada -dijeron los niños-. Lo único que queríamos era tener el bote en el cuarto, y ya está. La noche del miércoles, como todos los miércoles, los padres se fueron al cine. Los niños, dueños y señores de la casa, cerraron puertas y ventanas, y rompieron la bombilla encendida de una lámpara de la sala. Un chorro de luz dorada y fresca como el agua empezó a salir de la bombilla rota, y lo dejaron correr hasta que el nivel llego a cuatro palmos. Entonces cortaron la corriente, sacaron el bote, y navegaron a placer por entre las islas de la casa. Esta aventura fabulosa fue el resultado de una ligereza mía cuando participaba en un seminario sobre la poesía de los utensilios domésticos. Totó me preguntó cómo era que la luz se encendía con sólo apretar un botón, y yo no tuve el valor de pensarlo dos veces. -La luz es como el agua -le contesté: uno abre el grifo, y sale. De modo que siguieron navegando los miércoles en la noche, aprendiendo el manejo del sextante y la brújula, hasta que los padres regresaban del cine y los encontraban dormidos como ángeles de tierra firme. Meses después, ansiosos de ir más lejos, pidieron un equipo de pesca submarina. Con todo: máscaras, aletas, tanques y escopetas de aire comprimido.

 

-Está mal que tengan en el cuarto de servicio un bote de remos que no les sirve para nada -dijo el padre-. Pero está peor que quieran tener además equipos de buceo. -¿Y si nos ganamos la gardenia de oro del primer semestre? -dijo Joel. -No -dijo la madre, asustada-. Ya no más. El padre le reprochó su intransigencia. -Es que estos niños no se ganan ni un clavo por cumplir con su deber -dijo ella-, pero por un capricho son capaces de ganarse hasta la silla del maestro. Los padres no dijeron al fin ni que sí ni que no. Pero Totó y Joel, que habían sido los últimos en los dos años anteriores, se ganaron en julio las dos gardenias de oro y el reconocimiento público del rector. Esa misma tarde, sin que hubieran vuelto a pedirlos, encontraron en el dormitorio los equipos de buzos en su empaque original. De modo que el miércoles siguiente, mientras los padres veían El último tango en París, llenaron el apartamento hasta la altura de dos brazas, bucearon como tiburones mansos por debajo de los muebles y las camas, y rescataron del fondo de la luz las cosas que durante años se habían perdido en la oscuridad. En la premiación final los hermanos fueron aclamados como ejemplo para la escuela, y les dieron diplomas de excelencia. Esta vez no tuvieron que pedir nada, porque los padres les preguntaron qué querían. Ellos fueron tan razonables, que sólo quisieron una fiesta en casa para agasajar a los compañeros de curso. El papá, a solas con su mujer, estaba radiante. -Es una prueba de madurez -dijo. -Dios te oiga -dijo la madre. El miércoles siguiente, mientras los padres veían La Batalla de Argel , la gente que pasó por la Castellana vio una cascada de luz que caía de un viejo edificio escondido entre los árboles. Salía por los balcones, se derramaba a raudales por la fachada, y se encauzó por la gran avenida en un torrente dorado que iluminó la ciudad hasta el Guadarrama. Llamados de urgencia, los bomberos forzaron la puerta del quinto piso, y encontraron la casa rebosada de luz hasta el techo. El sofá y los sillones forrados en piel de leopardo flotaban en la sala a distintos niveles, entre las botellas del bar y el piano de cola y su mantón de Manila que aleteaba a media agua como una mantarraya de oro. Los utensilios domésticos, en la plenitud de su poesía, volaban con sus propias alas por el cielo de la cocina. Los instrumentos de la banda de guerra, que los niños usaban para bailar, flotaban al garete entre los peces de colores liberados de la pecera de mamá, que eran los únicos que flotaban vivos y felices en la vasta ciénaga iluminada. En el cuarto de baño flotaban los cepillos de dientes de todos, los preservativos de papá, los pomos de cremas y la dentadura de repuesto de mamá, y el televisor de la alcoba principal flotaba de costado, todavía encendido en el último episodio de la película de media noche prohibida para niños. Al final del corredor, flotando entre dos aguas, Totó estaba sentado en la popa del bote, aferrado a los remos y con la máscara puesta, buscando el faro del puerto hasta donde le alcanzó el aire de los tanques, y Joel flotaba en la proa buscando todavía la altura de la estrella polar con el sextante, y flotaban por toda la casa sus treinta y siete compañeros de clase, eternizados en el instante de hacer pipí en la maceta de geranios, de cantar el himno de la escuela con la letra cambiada por versos de burla contra el rector, de beberse a escondidas un vaso de brandy de la botella de papá. Pues habían abierto tantas luces al mismo tiempo que la casa se había rebosado, y todo el cuarto año elemental de la escuela de San Julián el Hospitalario se había ahogado en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. En Madrid de España, una ciudad remota de veranos ardientes y vientos helados, sin mar ni río, y cuyos aborígenes de tierra firme nunca fueron maestros en la ciencia de navegar en la luz.

 

LA SOMBRA Hans Christian Andersen En   los   países   cálidos,   ¡allí   sí   que   calienta   el   sol!   La   gente   llega   a   parecer   de   caoba;   tanto,   que   en   los   países   tórridos   se   convierten   en   negros.   Y   precisamente   a   los   países   cálidos   fue   adonde   marchó   un   sabio   de  los  países  fríos,  creyendo  que  en  ellos  podía  vagabundear,  como  hacía   en   su   tierra,   aunque   pronto   se   acostumbró   a   lo   contrario.   Él   y   toda   la   gente   sensata   debían   quedarse   puertas   adentro.   Celosías   y   puertas   se   mantenían  cerradas  el  día  entero;  parecía  como  si  toda  la  casa  durmiese  o   que  no  hubiera  nadie  en  ella.  Además,  la  callejuela  con  altas  casas  donde   vivía   estaba   construida   de   tal   forma   que   el   sol   no   se   movía   de   ella   de   la   mañana   a   la   noche;   era,   en   realidad,   algo   inaguantable.   Al   sabio   de   los   países  fríos,  que  era  joven  e  inteligente,  le  pareció  que  vivía  en  un  horno   candente,   y   le   afectó   tanto,   que   empezó   a   adelgazar.   Incluso   su   sombra   menguó   y   se   hizo   más   pequeña   que   en   su   país;   el   sol   también   la   debilitaba.   Tanto   uno   como   otra   no   comenzaban   a   vivir   hasta   la   noche,   cuando  el  sol  se  había  puesto.         Era   digno   de   verse.   En   cuanto   entraba   luz   en   el   cuarto,   la   sombra   se   estiraba  por  toda  la  pared,  incluso  hasta  el  techo,  tenía  que  hacerlo  para   recuperar  su  fuerza.  El  sabio  salía  al  balcón,  para  desperezarse,  y  así  que   las  estrellas  asomaban  en  el  maravilloso  aire  puro,  era  para  él  como  volver   a  vivir.  En  todos  los  balcones  de  la  calle  -­‐y  en  los  países  cálidos  todos  los   huecos   tienen   balcones-­‐   había   gente   asomada,   porque   uno   tiene   que   respirar,   por   muy   acostumbrado   que   se   esté   a   ser   de   caoba.   Había   gran   animación,  arriba  y  abajo.  Los  zapateros,  los  sastres,  todo  el  mundo  estaba   en  la  calle,  fuera  estaban  las  mesas  y  las  sillas,  y  brillaban  las  luces  -­‐sí,  más   de   mil   había   encendidas-­‐.   Uno   hablaba   y   otro   cantaba,   y   la   gente   paseaba   y   rodaban   los   coches,   los   asnos   pasaban   -­‐¡tilín,   tilín,   tilín!-­‐   sonando   los   cascabeles.   Había   entierros   y   cantos   fúnebres,   los   chicos   disparaban   cohetes  y  las  campanas  volteaban  -­‐sí,  había  una  vida  tremenda  en  la  calle-­‐ .  Sólo  la  casa  frente  a  la  del  sabio  extranjero  estaba  en  silencio  completo.   Y,  sin  embargo,  alguien  vivía  en  ella,  porque  había  flores  en  el  balcón  que   crecían   espléndidamente   al   calor   del   sol,   para   lo   que   necesitaban   ser   regadas   -­‐luego,   alguien   debía   haber   allí.   La   puerta   del   balcón   aparecía   también   abierta   por   la   tarde,   pero   el   interior   estaba   en   sombra,   por   lo   menos  en  la  habitación  delantera.  De  dentro  llegaba  sonido  de  música.  Al   sabio   extranjero   le   pareció   extraordinaria   la   música,   pero   bien   podía   ser   pura   imaginación   suya,   porque   todo   lo   encontraba   extraordinario   en   los    

países   cálidos   -­‐excepto   lo   referente   al   sol-­‐.   Su   casero   dijo   que   no   sabía   quién  había  alquilado  la  casa,  no  se  veía  a  nadie,  y  en  cuanto  a  la  música   se  refería,  creía  que  era  horriblemente  aburrida.      

Puedes leer el resto en esta biblioteca digital: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/euro/andersen/sombra.htm

 

EL  SER  BAJO  LA  LUZ  DE  LA  LUNA  

H.P.  Lovecraft       Morgan  no  es  hombre  de  letras;  de  hecho,  su  inglés  carece  del  más  mínimo  grado  de   coherencia.  Por  eso  me  tienen  maravillado  las  palabras  que  escribió,  aunque  otros  se   han  reído.     Estaba   sólo   la   noche   en   que   ocurrió.   De   repente   lo   acometieron   unos   deseos   incontenibles  de  escribir,  y  tomando  la  pluma  redactó  lo  siguiente:     «Me  llamo  Howard  Phillips.  Vivo  en  la  Calle  College,  66,  Providence,  Rhode  Island.  El  24   de   noviembre   de   1927  -­‐no  sé  siquiera  en  qué  año  estamos-­‐  me   quedé   dormido  y   tuve   un   sueño;   y   desde   entonces   me   ha   sido  imposible  despertar.     »Mi   sueño   empezó   en   un   paraje   húmedo,   pantanoso   y   cubierto   de   cañas,  bajo  un  cielo  gris  y  otoñal,  con   un   abrupto   acantilado   de   roca   cubierta   de   líquenes,   al   norte.   Impulsado   por   una   vaga   curiosidad,   subí   por   una   grieta   o   hendidura   de   dicho   precipicio,   observando   entonces   que   a   uno   y   otro   lado   de   las   paredes   se   abrían   las   negras   bocas   de   numerosas  madrigueras  que  se  adentraban  en  las  profundidades  de  la  meseta  rocosa.     »En  varios  lugares,  el  paso  estaba  techado  por  el  estrechamiento  de  la  parte  superior   de   la   angosta   fisura;   en   dichos   lugares,   la   oscuridad   era   extraordinaria,   y   no   se   distinguían  las  madrigueras  que  pudiese  haber  allí.  En  uno  de  esos  tramos  oscuros  me   asaltó  un  miedo  tremendo,  como  si  una  emanación  incorpórea  y  sutil  de  los  abismos   tomara  posesión  de  mi  espíritu;  pero  la  negrura  era  demasiado  densa  para  descubrir  la   fuente  de  mi  alarma.     »Por  último,  salí  a  una  meseta  cubierta  de  roca  musgosa  y  escasa  tierra,  iluminada  por   una  débil  luna  que  había  reemplazado  al  agonizante  orbe  del  día.  Miré  a  mi  alrededor   y   no   vi   a   ningún   ser   viviente;   sin   embargo,   percibí   una   agitación   extraña   muy   por   debajo   de   mí,   entre   los   juncos   susurrantes   de   la   ciénaga   pestilente   que   hacía   poco   había  abandonado.     »Después  de  caminar  un  trecho,  me  topé  con  unas  vías  herrumbrosas  de  tranvía,  y  con   postes  carcomidos  que  aún  sostenían  el  cable  fláccido  y  combado  del  trole.  Siguiendo   por  estas  vías,  llegué  en  seguida  a  un  coche  amarillo  que  ostentaba  el  número  1852,    

con   fuelle   de   acoplamiento,   del   tipo   de   doble   vagón,   en   boga   entre   1900   y   1910.   Estaba   vacío,   aunque   evidentemente   a   punto   de   arrancar;   tenía   el   trole   pegado   al   cable  y  el  freno  de  aire  resoplaba  de  cuando  en  cuando  bajo  el  piso  del  vagón.  Me  subí   a   él,   y   miré   en   vano   a   mi   alrededor   tratando   de   descubrir   un   interruptor   de   la   luz...,   entonces  noté  la  ausencia  de  la  palanca  de  mando,  lo  que  indicaba  que  no  estaba  el   conductor.  Me  senté  en  uno  de  los  asientos  transversales.  A  continuación  oí  crujir  la   yerba  escasa  por  el  lado  de  la  izquierda,  y  vi  las  siluetas  oscuras  de  dos  hombres  que  se   recortaban   a   la   luz   de   la   luna.   Llevaban   las   gorras   reglamentarias   de   la   compañía,   y   comprendí  que  eran  el  cobrador  y  el  conductor.  Entonces,  uno  de  ellos  olfateó  el  aire   aspirando  con  fuerza,  y  levantó  el  rostro  para  aullar  a  la  luna.  El  otro  se  echó  a  cuatro   patas  dispuesto  a  correr  hacia  el  coche.     »Me   levanté   de   un   salto,   salí   frenéticamente   del   coche   y   corrí   leguas   y   leguas   por   la   meseta,  hasta  que  el  cansancio  me  obligó  a  detenerme...  Huí,  no  porque  el  cobrador  se   echara   a   cuatro   patas,   sino   porque   el   rostro   del   conductor   era   un   mero   cono   blanco   que  se  estrechaba  formando  un  tentáculo  rojo  como  la  sangre.         ………………………………………………..     »Me  di  cuenta  de  que  había  sido  sólo  un  sueño;  sin  embargo,  no  por  ello  me  resultó   agradable.     »Desde  esa  noche  espantosa  lo  único  que  pido  es  despertar...,  ¡pero  aún  no  ha  podido   ser!   »¡Al   contrario,   he   descubierto   que   soy   un   habitante   de   este   terrible   mundo   onírico!   Aquella   primera   noche   dejó   paso   al   amanecer,   y   vagué   sin   rumbo   por   las   solitarias   tierras   pantanosas.   Cuando   llegó   la   noche   aún   seguía   vagando,   esperando   despertar.   Pero   de   repente   aparté   la   maleza   y   vi   ante   mí   el   viejo   tranvía...   ¡A   su   lado   había   un   ser   de  rostro  cónico  que  alzaba  la  cabeza  y  aullaba  extrañamente  a  la  luz  de  la  luna!   »Todos   los   días   sucede   lo   mismo.   La   noche   me   coge   como   siempre   en   ese   lugar   de   horror.   He   intentado   no   moverme   cuando   sale   la   luna,   pero   debo   caminar   en   mis   sueños,   porque   despierto   con   el   ser   aterrador   aullando   ante   mí   a   la   pálida   luna;   entonces  doy  media  vuelta,  y  echo  a  correr  desenfrenadamente.     »¡Dios  mío!  ¿Cuándo  despertaré?»     Eso   es   lo   que   Morgan   escribió.   Quisiera   ir   al   66   de   la   Calle   College   de   Providence;   pero   tengo  miedo  de  lo  que  pueda  encontrar  allí.          

 

LAS SOMBRAS ENGAÑAN

Y encendieron los grillos. Y encendieron las ranas. Y encendieron la luna de helado blanco…”. RayBradbury, Encender la noche

 

 

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