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Informe 1074 Política
23/08/2013
Reflexiones sobre nuestra democracia: una nota sobre neopopulismo
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Ricardo Mellado Labbé (1)
@ced_cl
Introducción Novedades
23/08/2013 Política Reflexiones sobre nuestra demcoracia: una nota sobre neopopulismo 20/08/2013 Política Algunas dimensiones de la desigualdad en Chile: Introducción 14/08/2013 Sociedad Manuel Antonio Garretón en el CED: "Cómo hacer de Chile un país, más que una suma de demandas sectoriales" 09/08/2013 Política El debate liberal-conservador: criterios para el discernimiento político y doctrinario 08/08/2013 Política El centro político: criterios para un discernimiento estratégico 05/08/2013 Sociedad Reflexiones en torno a la Araucanía. Parte II
Acerca de Este informe ha sido preparado por el Consejo Editorial de asuntospublicos.cl. ©2000 asuntospublicos.cl. Todos los derechos reservados. Se autoriza la reproducción, total o parcial, de lo publicado en este informe con sólo indicar la fuente.
A la luz de las extensas manifestaciones que se han tomado la agenda pública los dos últimos años, se hace necesario repensar nuestra práctica política e intentar responder a la pregunta sobre cómo el país debe orientar sus esfuerzos para dar una salida exitosa y pacífica a la coyuntura en la cual se encuentra. El siguiente trabajo tiene por objetivo comentar una de las consecuencias no deseadas para el futuro de la institucionalidad política chilena que -según Informe de Desarrollo Humano (2012)- nos amenazan en caso de no encontrar una salida razonada e institucional de la crisis orgánica de nuestra democracia: la aparición y posible consolidación del populismo político. Coincidimos con la tesis del Informe sobre los peligros asociados a la irrupción del populismo, agregando en este trabajo un análisis de los problemas que pueden venir aparejados con la consolidación de tal tipo de régimen. Para ello hacemos uso de los conceptos que TzvetanTodorov formula en su obra reciente (2012) Los Enemigos Íntimos de la Democracia: la exclusión política, el voluntarismo y el inmediatismo y la ‘sloganización del debate público’. Contra eso, se defiende en este informe la re-orientación de nuestra democracia, desde una centrada únicamente en el instrumentalismo y la gestión técnica, a una que adopte como valor rector la consolidación de una democracia representativa fuerte y estable, bajo el paraguas de un espacio público dotado de racionalidad comunicativa libre de coerción, donde ciudadanos e institucionalidad política puedan construir la democracia que necesitamos.
El informe de Desarrollo Humano: crisis de nuestra “cultura política” En el último Informe de Desarrollo Humano (2012) realizado por el PNUD, se propone una hipótesis para explicar la crisis de legitimidad y la desconfianza en las instituciones y autoridades políticas encargadas de representar los intereses colectivos de la sociedad: Las personas, cada vez más confiadas en sus capacidades individuales, no consideran al terreno político como un espacio y soporte adecuado para el despliegue de estas capacidades. Si bien, dice el informe, en Chile no hay una crisis generalizada y terminal de la legitimidad institucional –el Estado de Derecho cumple sus funciones, permitiendo la coordinación general de los conflictos suscitados en la sociedad civiltambién es cierto el creciente cuestionamiento de las instituciones y autoridades políticas, reflejado tanto en las masivas manifestaciones callejeras como en las encuestas de opinión pública (2).
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Fundamentalmente, el nudo del problema recaería en lo que el informe denomina “cultura política” de Chile: a pesar de los esfuerzos ejecutados por el Estado en reconstruir los cimientos de la democracia destruida en los años autoritarios- aún nuestra institucionalidad política se mueve bajo los márgenes de una “práctica caracterizada por ’el peso de la noche’, que sitúa al orden y a la gobernabilidad, al consenso forzado de las elites(…) y a una relación con los ciudadanos en clave de disciplinamiento como valores centrales(…)” (PNUD 2013:303). En términos simples, nuestra actual institucionalidad política no permite un mayor margen de participación efectiva de la ciudadanía en los procesos deliberativos a través de los cuales se deciden cuestiones sustanciales sobre el devenir de nuestra sociedad, dejando dicha tarea a una “clase política” que impone, en vez de deliberar, la pauta a través de la cual se rige el funcionamiento del país. Desde 1998 los Informes de Desarrollo Humano han mostrado el crecimiento exponencial de la autopercepción de las personas como seres autónomos y capaces. Es decir, tienen cada vez una mejor “imagen de sí mismas, más satisfactorias, tienen menos temor a la diversidad y el conflicto se sienten más capaces para llevar a cabo sus ambiciosos proyectos de vida, y quieren reconocimiento y apoyo social para ellos” (3). El problema es que el proceso de desarrollo ascendente de la subjetividad de las personas en Chile, ha ido desbordando la capacidad de las instituciones políticas para procesar y concretizar las demandas ciudadanas por un mejor vivir. Este proceso ha cristalizado en un fuerte desacople entre las demandas ciudadanas que emergen de la sociedad civil y el orden político como un espacio adecuado para procesarlas y concretizarlas. Lo interesante del Informe es que a partir de la constatación de los problemas de legitimidad de las instituciones y autoridades políticas, es posible entender algunas causas de las manifestaciones políticas a través de las cuales se han expresado el malestar y la protesta social en los últimos años. A su vez, el informe contribuye a comprender las construcciones simbólicas que circulan en torno al movimiento social, como por ejemplo: (a) el recelo generalizado al discurso tecnocrático que pone la rentabilidad como principal criterio de decisión, cuestionando el protagonismo que tiene esfera del mercado por sobre el sistema político para decidir el curso de la política pública. También podemos explicarnos (b) la consigna antipartido (4) que ha colonizado el discurso del movimiento social-como cuestionamiento a la incapacidad de estos de representar efectivamente los intereses de la ciudadanía en el Congreso Nacional. En el último tiempo algunos candidatos a la presidencia han hecho esta consigna eje de su campaña. Citamos un ejemplo, el caso más paradigmático es el de Franco Parisi, quien afirmó que “el tiempo de los partidos ya pasó”. Ahora bien, es claro que estamos ante una encrucijada importante. Es evidente que el próximo desafío del país es que la “cultura” de las instituciones políticas se ponga a tono con las expectativas subjetivas que los individuos han ido alimentando en los últimos años, avanzando hacia el procesamiento democrático e institucional de estas demandas, como también es importante lograr mayores niveles de representación de la voluntad popular en el Parlamento. En caso contrario, el precio a pagar es altísimo: no solamente podemos vernos en una situación en la cual los efectos del malestar ciudadano tengan consecuencias negativas sobre la calidad de vida, la innovación o la economía - fenómeno social que aparece cuando no ha sido canalizado este malestar institucionalmente, desperdiciando esta energía creativa en provecho del bien común-; sino también es alto el riesgo y la tentación populista, esto es: la irrupción de la figura carismática de un líder político, quien se ponga por objetivo establecer “de inmediato” los “puentes trizados” entre las aspiraciones individuales y las instituciones encargadas de cumplirlas. Dicha irrupción del líder populista incluye la violación, e incluso el reemplazo, de los canales normativos vigentes, poniendo en
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riesgo en el mediano y largo plazo los procedimientos democráticos legítimos. Es este último punto, los riesgos del populismo a la democracia, que profundizaremos a continuación.
Breves consideraciones sobre el concepto de populismo Si hay algo que caracteriza a este concepto es la falta de un acuerdo común sobre su significado: no existe claridad sobre su contenido y la identificación de fenómenos políticos de corte populista está más asociado a intuiciones generales, que a una lista taxativa de características sui generis que caracterizarían al populismo. Margaret Canovan elabora una lista con la pluralidad de definiciones que circulan en torno al concepto de populismo. Entre otras, destacamos las siguientes “(a) el socialismo que surge en países campesinos atrasados que enfrentan los problemas de modernización (…); (d) la creencia de que la opinión mayoritaria de la gente es controlada por una minoría elitista (…); (f) el populismo proclama que la voluntad de la gente como tal es suprema por sobre cualquier otro criterio (…)” (4). Estas formas pueden adoptar distintos tipos de populismos: movimientos políticos que abogan por un programa modernizador y progresista, como el peronismo Argentino; o populismos reaccionarios, como el de George Wallace en los Estados Unidos. Todos estos elementos es posible reunirlos en la definición de Mudde sobre populismo: “Una ideología que considera la sociedad como separada en último término en dos grupos homogéneos y antagónicos: ‘el pueblo puro’ versus ‘la elite corrupta’, y que argumenta que la política debe ser una expresión de la voluntad general de las personas” (5). Es decir, lo que el movimiento populismo articula en su discurso político es una visión dicotómica del campo político, dividido en amigos/enemigos o nosotros/ellos, donde, comúnmente, estructura un mapa que sitúa por un lado a las masas populares empobrecidas y excluidas de los beneficios sociales y, por el otro, al culpable de aquella situación de precariedad de las primeras: la oligarquía, el gran capital, el Imperio, el multiculturalismo, etcétera. El populismo no tiene color político. Los hay de derechas y de izquierdas. Durante el siglo XX tuvimos manifestaciones de ambos fenómenos: en el primer caso lo fueron principalmente la Alemania Nazi y la Italia Fascista bajo las figuras de Hitler y Mussolini respectivamente; en el segundo caso lo fue el ya aludido peronismo argentino, personificado por Juan Domingo Perón o el varguismo brasileño liderado por Getulio Vargas. Sin embargo, lo común de ellos fue estructurar el mapa político bajo una visión dicotómica, indicando de forma categórica la puesta en escena de visiones políticas incompatibles e irreconciliables acerca de la marcha que deben llevar los procesos políticos e históricos, imposibilitando por ello la construcción de figuras simbólicas que dibujen un habitar común cívico y democrático entre grupos diversos que coexistan en sociedad. En el primer caso, el culpable de todos los males económicos y sociales, que afectaron por sobre todo a la Alemania de la República Weimar, era el judaísmo, la banca internacional y la democracia liberal. En el segundo caso, se sindicó como culpable del retraso de los pueblos argentinos y brasileños a la oligarquía, a la sociedad agraria y al imperialismo del Norte. Como es obvio, lo que aquí se critica no es si hay o no razón sobre aquello que estos movimientos políticos indican como el origen de los problemas sociales. Hay que ver históricamente en qué medida los grupos sindicados como “culpables” del malestar social de aquella época contribuyeron al desenvolvimiento de una sociedad injusta en un período determinado de la historia. El punto que se critica es otro: es la construcción político-discursiva populista que define a un “chivo expiatorio” como causante de todos los problemas sociales que aquejen a una sociedad o a un grupo social determinado. Dicha estrategia establece fronteras entre identidades políticas distintas, teniendo por función marcar límites irreconciliables entre estos grupos políticos o clases sociales. 23/08/2013 ©2003 asuntospublicos.cl
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Comúnmente, es en períodos de crisis que estos fenómenos políticos aparecen, y en muchos casos, se institucionalizan y se consolidan. En efecto, el deterioro de las instituciones políticas y económicas en un país permite el crecimiento de una masa social considerable de disconformes e insatisfechos, que buscan de forma inmediata y en el corto plazo una solución a los problemas institucionales que ahogan a la sociedad. Esta energía es catalizada por un líder, sea político o militar, que logra aglutinar a estas masas disconformes en torno a un proyecto político que descansa su objetivo político en el quiebre del proyecto hegemónico rival, de modo que el ‘pueblo’ o los ‘nacionales’ (según sea el caso) pueda situarse hegemónicamente en aquel espacio de poder ocupado por aquella elite. En otras palabras, se concibe al campo de la política como un espacio de lucha por la hegemonía en donde el ganador del pleito tiene el derecho a excluir al otro del mismo campo. A su vez, el populismo cuenta con intelectuales, tanto de izquierda como de derecha que han legitimado este modo de pensar y hacer política. A nuestra derecha del pensamiento político encontramos a Carl Schmitt. El jurista y filósofo alemán del III Reich afirma que el liberalismo democrático se caracterizaría por negar lo político. En efecto, para el jurista alemán la perspectiva liberal excluye la comprensión de la naturaleza política de las identidades colectivas, esto es, la formación ineludible de un nosotros vs un ellos -o amigo/enemigo-, ambos confrontados por posturas políticas antagonistas e irreconciliables. Es decir, la naturaleza propia del juego político se constituye por el conflicto y el antagonismo entre dos grupos rivales, diferenciados por distintas visiones de tipo económico, político, religioso y ético, rivalidad que se mueve en el ámbito de la decisión y no de la libre discusión sujeta a la racionalidad. A nuestra izquierda del pensamiento político encontramos a Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, cuya línea de pensamiento se denomina posmarxismo. Sorprendentemente, comparten el supuesto schmittiano: por ejemplo, Mouffe señala que la democracia liberal se caracterizaría por su activa “negación del carácter inerradicable del antagonismo(...)”. Contra esa idea, para que un sistema sea denominado democrático éste debe garantizar “la posibilidad siempre presente de la distinción amigo/enemigo y en la naturaleza conflictual de la política, constituyendo el punto de partida necesario para concebir los objetivos de la política democrática” (6). Es conveniente reconocer que la autora tiene diferencias con Schmitt. En efecto, el jurista alemán era inflexible en su concepción de que no hay lugar alguno para el pluralismo dentro de una comunidad política democrática. Mouffe re-interpreta el argumento schmittiano, estableciendo que el tipo de relación nosotros/ellos o amigo/enemigo que nacen y se desenvuelven en las relaciones sociales deben estar custodiadas por un régimen democrático, de modo que esa relación no devenga en una “guerra a muerte”. Sin embargo, el continuo énfasis que hace Mouffe en definir la naturaleza de lo político como un perpetuo antagonismo entre identidades políticas diferentes e irreconciliables entre sí, la acerca sustancialmente con el pensamiento de Schmitt. Destacamos, por lo tanto, que el conflicto político debe ser institucionalizado. En ese sentido, la democracia vía consenso (7) nunca podrá aprehender ni consolidar la verdadera esencia de este tipo de gobierno que se caracterizaría, en opinión de la filósofa belga, por un permanente conflicto por el poder hegemónico entre cosmovisiones políticas que no comparten en absoluto algo en común. A su vez, Laclau reivindica explícitamente el populismo latinoamericano actual como un modo legítimo, y necesario, para hacer frente a la hegemonía neoliberal. En efecto, es el populismo la adecuada estrategia para romper la hegemonía de la democracia liberal, de modo que “las masas populares que habían estado excluidas se incorporen a la arena política, apareciendo formas de liderazgo que no son ortodoxas desde 23/08/2013 ©2003 asuntospublicos.cl
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el punto de vista liberal democrático: a través de la figura del líder (…) el populismo, lejos de ser un obstáculo, garantiza la democracia, evitando que ésta se transforme en mera administración democrática” (Entrevista otorgada por Ernesto Laclau en el Diario la Nación de Argentina, el día Domingo 10 de Julio de 2005). Sería necesario entonces construir una fuerza popular (nosotros) representada por un líder carismático que dispute la hegemonía contra aquellos (la elite) que administran el statu quo del capitalismo tecnocrático bajo los márgenes de la democracia liberal.
Peligros asociados al neopopulismo En pleno siglo XXI asistimos a un auge de este fenómeno, que llamaremos neopopulismo. La crisis del crédito desatada en el año 2007 puso en entredicho la relativa tranquilidad con que se habían desarrollado las democracias liberales los últimos veinte años en Occidente, tanto en Europa como en América, provocando un nuevo oleaje de movimientos populistas. Ejemplos hay muchos. En primer lugar, en Europa es común que partidos y movimientos políticos -algunos de ellos participando en el gobierno, como es el caso de Holanda y Dinamarca- tengan por chivo expiatorio la ‘islamización’ de la cultura europea como el detonante de la crisis económica y moral de sus países. Por supuesto, dichos movimientos abogan por la exclusión de estos grupos minoritarios del espacio social, considerados como el objetivo a erradicar para solventar los problemas sociales que aquejan a Europa. También se ha puesto en boga que determinados grupos de la ultra derecha europea tengan un fuerte sesgo “antieuropeo”: en concreto, contra las políticas de la Unión Europea de conformar un espacio social, cultural y económico común entre los países miembros. En segundo lugar, América también ha sido escenario de la aparición y consolidación de neopopulismos, tales como el “chavismo” en Venezuela o el “cristinismo” en Argentina. A pesar de ciertos logros en reducir la desigualdad social por parte de estos movimientos sociales y políticos en Latinoamérica -luego de períodos prolongados de crisis económica e institucional, como lo fue el quiebre institucional en 1993 en Venezuela y 2001 en Argentina- en ambos países se ha articulado y estructurado un mapa político basado en dicotomías amigo/enemigo: por un lado se encuentra el ‘enemigo’ como es la burguesía nacional aliada al gran capital financiero internacional -personificado por el Consenso de Washington y el Fondo Monetario Internacional(FMI)- y por el otro se encuentra el ‘pueblo’, cuya fuerza se encarna en un líder que dirige el proceso de ‘liberación popular’. Si bien ambos construyen sus objetivos políticos desde distintos lugares, uno desde la xenofobia y el racismo y el otro desde el llamado ‘Socialismo del siglo XXI’, los une algo en común: el discurso demagógico, que consiste básicamente en “identificar las preocupaciones de mucha gente y, para aliviarla, proponer soluciones fáciles de entender, pero imposibles de aplicar” (8). Es que una de las estrategias clásicas del populismo es, precisamente por su ambición de convocar a amplias mayorías sociales, ofrecer en su discurso “recetas” simples a los problemas sociales, con un alto grado de efectismo en sus oyentes, receptivos a lo que consideran un discurso que moviliza sus anhelos y emociones. Por un lado escuchamos discursos, como es el caso de la ultra derecha francesa actual, del tipo “tres millones de islamistas, tres millones de desempleados” o “Si salgo elegido, daré más medios a la policía, construiré más cárceles y daré un sueldo a las madres que se queden en casa”. Por otro lado, escuchamos frases desde la izquierda que apelan también a la estrategia de la “solución única” para los problemas sociales, como la que enunció Hugo Chávez al principio de su mandato “O tomamos el camino del socialismo o se acaba el mundo”. En concreto, los movimientos populistas identifican en el espacio público a un responsable de todos los males en la sociedad -chivo expiatorio- y es señalado como el enemigo a arrinconar -usualmente a lo que consideran “elites” o “extranjeros”, según sea el caso- por parte de quienes supuestamente representan (a los ‘de abajo’, a ‘los olvidados’) bajo la conducción del líder carismático. 23/08/2013 ©2003 asuntospublicos.cl
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¿Cuáles son los peligros asociados a este tipo de fenómeno político? Uno de ellos es la exclusión. Paradójicamente, los movimientos populistas, que tienen por objetivo político hacer entrar en la arena política a los históricamente excluidos, a ‘nacionales’ o a ‘los de abajo, los pobres’, terminan excluyendo permanentemente a quienes consideran como los culpables del malestar de los primeros: por un lado a los “extranjeros”, al “islam”; por el otro “a los demócratas liberales”, a los “entreguistas”. Difícilmente se puede mantener la estabilidad institucional de una democracia sólida bajo esas premisas, puesto que activan artificialmente una lucha permanente entre identidades políticas o sociales distintas, cuyo éxito político radica, precisamente, en la exclusión de la arena política del “otro”, del “enemigo”. Las consecuencias pueden ser desastrosas incluso cuando esta dinámica se da en regímenes que respetan el juego democrático pero que sitúan en los extremos las divergencias políticas de los grupos “rivales”. Como afirma el politólogo holandés Arend Lijphart sobre el pluralismo radical que proponen estas teorías: “En estas condiciones de pluralismo radical, el dominio de la mayoría no sólo no es democrático sino también peligroso, porque las minorías que ven continuamente denegado su acceso al poder se sentirán excluidas y discriminadas del mismo y perderán su lealtad al régimen” (9). El segundo de ellos es el inmediatismo. Como bien afirma Tzvetan Todorov, el populismo niega a alejarse “tanto del aquí y el ahora en favor de lo concreto y lo inmediato” (2013:120). ¿Qué quiere decir esto? Mientras el auténtico demócrata “defiende valores impopulares y sacrifica el placer presente por las próximas generaciones” el populista “actúa sobre la emoción del momento, necesariamente efímera”. A su vez, mientras el demócrata “respete las leyes y considera importante los comités de reflexión y las comisiones de estudio, donde se dispone de tiempo para sopesar pro y contras” el populista “se siente cómodo en las asambleas deliberativas y directas, utilizando un discurso elocuente y bonitas palabras para ganarse la adhesión”. En efecto, el riesgo principal del inmediatismo es aislar en dos esferas separadas a, por un lado, las decisiones en torno a la política pública y, por el otro, al proceso deliberativo de tipo reflexivo, sujeto a procedimientos legítimos. Contra eso, se espera de una democracia fuerte que ambas esferas se unan virtuosamente: dos momentos necesarios para que la política pública tenga éxito en el corto, mediano y largo plazo. Por último, el riesgo que corre la democracia bajo el populismo es el empobrecimiento del debate público. Nuevamente, como afirma Todorov, gran parte del éxito que tiene el populismo actualmente es gracias a un nuevo modo de comunicarse, caracterizado por su inmediatez desligada de todo control sobre sus contenidos. Con la decadencia de la prensa escrita, donde se permite mayor tiempo para procesar la información por parte del lector de noticias, el auge de la televisión e internet, que permiten plasmar ideas complejas en imágenes cortas, hace posible la ‘sloganización’ del debate. En efecto “sea cual sea el mensaje político que se quiera transmitir, de izquierdas, de derechas o de centro, sólo hay posibilidades de que se capte si se reduce a un eslogan fácil de recordar” (2013:148). El resultado de ello es que, ante mensajes populistas pobres en argumentos, termina convirtiendo al consumidor de éstos como un populista más, adhiriendo al mensaje que le resulte más cómodo de retener, dejando de lado los aspectos sustanciales de los elementos que componen el genuino debate político, donde se sopesan los pro y los contras de los argumentos esgrimidos que pretendan orientar la política pública del país. Todos estos elementos perjudiciales para la democracia- la exclusión, el inmediatismo y la sloganización del debate público- terminan socavando lo fundamental de la democracia: un espacio público amplio y plural dotado de reflexividad, que cuenta con procesos legítimos y tiempos adecuados para procesar, jerarquizar y concretizar las demandas sociales orientadas a satisfacer el bien común.
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¿Cómo mejoramos nuestra democracia? Se concibe a Chile como un lugar blindado a las experiencias populistas: escuchamos reiteradamente que “tenemos una institucionalidad fuerte”; “aquí funciona el Estado de Derecho”. Sin embargo, no somos inmunes a este tipo de fenómenos políticos. De hecho, podemos observar atisbos de populismo ad portas de nuestras elecciones presidenciales. En un extremo observamos como el ex pre-candidato de la UDI, Pablo Longueira, afirmaba que el problema del desempleo en el Norte de Chile se debe en gran medida a la presencia ilegal de ciudadanos de países vecinos a Chile; “muchos de estos inmigrantes (ilegales) están obteniendo fuentes de trabajo que podrían tener mujeres chilenas y están usando infraestructura de la salud y la educación”. En el otro extremo, lo observamos cuando se aboga, por ejemplo, por un cambio de la carta constitucional ‘por decreto’ -vía asamblea constituyente- cuya consigna muchas veces no es acompañada de un análisis profundo sobre la necesidad del proceso ni tampoco acerca de los detalles procedimentales que deberían acompañarlo. Entonces ¿qué hacer con nuestra política? Primero es importante aclarar un punto. Nuestra crítica al neopopulismo no tiene por objetivo defender de manera acrítica el estado actual de nuestra democracia. De hecho, compartimos la crítica a la democracia liberal que suele acompañar a los teóricos del populismo. Como bien afirma Chantal Mouffe, es verdad que la tendencia contemporánea de las últimas décadas ha sido de desactivar y desincentivar la práctica política. En efecto, la caída del muro de Berlín, el paso de un mundo bipolar a uno unipolar y la hegemonía neoliberal a nivel planetario, ha re-ordenado los mapas con que percibíamos lo político. Ya no nos orientamos bajos los ejes derecha-izquierda, pesan más las decisiones tecnocráticas que las políticas y nos dificulta ubicar diferencias sustanciales en los discursos de las distintas posiciones políticas. Como bien dice H. Mansilla: en Latinoamérica tanto la élite política como tecnocrática olvidó que “por más perfecto que sea, el mercado es solo un medio para alcanzar fines ulteriores (…) como el bienestar de la población, su perfeccionamiento ético y la reconciliación con la naturaleza” (10). El objetivo principal de la democracia, afianzar el bien común y cívico, fue desplazado por un instrumentalismo basado en la eficiencia económica y el ‘accountability’ político. Sin embargo, nuestra solución al problema democrático es distinta. Compartimos que uno de los modos para atacar la apatía y la desafección hacia la democracia es activar el conflicto -un primer momento: debemos comprender, a fin de cuentas, que en la sociedad democrática constantemente hay conflictos entre personas, de valores e interés que hay que resolver. Pero esa dimensión de la democracia cuenta con otra -un segundo momento- que va seguida de ella: una dimensión consensual. Es decir, la democracia debe contar con dos fases sucesivas: en primer lugar el reconocimiento del conflicto y el reconocimiento de la necesidad paralela de algún tipo de consenso que de curso a soluciones políticas de relevancia nacional. Como sugirió Pierre Rosanvallon en su visita a Chile en el año 2011 “es necesario y urgente vincular la dimensión conflictiva con la dimensión consensual” (11). En cambio, radicalizar la democracia pluralista en polos políticos opuestos e irreconciliables como fase única -como sugiere Schmitt en su versión radical o Mouffe y Laclau en su versión pluralista- no contribuye a mejorar la calidad de nuestra democracia. Estas teorías del conflicto tienen el riesgo de poner en jaque la capacidad de la institucionalidad democrática para extraer desde la contienda política entre particulares -lógica del conflicto-, aquello que representa el interés y el bienestar general -lógica del consenso-. Como afirma el politólogo holandés Aren Lipjhart sobre el problema del “extremo” pluralismo político: “En las sociedades radicalmente plurales, por lo tanto, norma de la mayoría significa dictadura de la mayoría y contienda civil antes que democracia” (1980:30).
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Ahora ¿Cómo mejoramos la democracia? Compartimos en líneas generales la respuesta que el Informe de Desarrollo Humano propone para solucionar la problemática de la institucionalidad democrática: “reconstruir un modo de relación entre los actores públicos y los ciudadanos que permita tanto representar como liderar las traducciones de las aspiraciones de la subjetividad en decisiones colectivas e institucionalmente programáticas” (PNUD 2013:304). ¿Qué quiere decir esto? En primer lugar, el sistema político debe ser capaz de constituirse como una esfera verdaderamente representativa de la voluntad popular. Ello implica revisar algunas reglas del juego democrático actual, como por ejemplo, los altos quórums de aprobación de las leyes orgánicas constitucionales o el excesivo poder que el Presidente de la República tiene sobre el proceso legislativo (como la “iniciativa exclusiva” de impulsar importantes leyes, o las “urgencias” que marcan la pauta de la agenda legislativa nacional). En segundo lugar, la institucionalidad política debe ser capaz de reconocer y procesar las demandas por más bienes y mejores servicios provenientes del espacio público, bajo un marco procedimental basado en la discusión política plural y el respeto a la ley. El ajuste entre estos dos niveles, subjetivo y políticoinstitucional, debe darse en múltiples planos, tales como las conversaciones informales, las comisiones de estudio entre ciudadanos y expertos, etcétera. Todo ello bajo el paraguas de un espacio comunicativo y deliberativo libre de coerción. Es, en síntesis, dotar de racionalidad a la institucionalidad política y administrativa, abriéndola al espacio público de modo que los individuos sientan que pueden confiar en aquella para concretar sus capacidades y aspiraciones, pudiendo participar en la toma de decisiones bajo el marco legal previamente establecido. No es este el espacio para proponer recetas detalladas que permitan orientar el desarrollo y formulación de políticas públicas que permitan mejorar nuestra democracia. Sin embargo, nos permitimos sugerir una de gran importancia que contribuya a evitar algunos de los vicios del populismo que anotamos más arriba: eliminar el sistema electoral binominal. Por múltiples razones, este “enclave” legado de los tiempos autoritarios, no permite la debida representación social y política en el Congreso Nacional de la diversidad de opiniones políticas existentes en la sociedad. Entendemos que es esta tradicional institución donde se administra la “lógica conflictiva” inherente de la sociedad política, a través de un proceso de deliberación informado, riguroso y sistemático, donde se puedan sopesar las diversas miradas sobre el tema a legislar. Si no dotamos de legitimidad y aceptación ciudadana a esta importante institución democrática, quedan las puertas abiertas para la “irrupción” del momento populista: aquel a través del cual la figura política que supuestamente representa al movimiento social re-establece el puente trizado entre las subjetividades disconformes con el sistema y la institucionalidad imperante, utilizando medios que muchas veces no se corresponden con el genuino proceso democrático, el respeto a la ley y al Estado de Derecho. Para terminar un breve comentario. En una columna de opinión del diario español El País (12), el filósofo José Luís Pardo plantea la siguiente proyección para los años venideros: “el próximo horizonte político nos presenta a los partidos y a las instituciones como malhechores en lucha por el erario público. La alternativa es el neopopulismo: los bandidos-amigos del pueblo”. En efecto, fruto de la crisis económica que azota a las democracias occidentales desde 2008, la tendencia de estas sociedades es a seguir viendo como sus instituciones democráticas terminan de erosionarse por completo. Pero la crisis no termina ahí: recién viene a consolidarse si es que llegara a gobernar quien, bajo un discurso voluntarista repleto de buenas intenciones, afirma poder re-establecer el orden de cosas perdido. Pero al largo plazo, y la historia se ha encargado de mostrarlo, el remedio termina siendo peor que la enfermedad.
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Sociólogo, Universidad Alberto Hurtado. Pasante CED.
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En el ‘Estudio Nacional de Opinión Pública’ de Noviembre de 2012’ efectuado por un grupo de thinktanks chilenos (Chile 21, CIEPLAN, Fundación Jaime Guzmán, Instituto Libertad, Instituto Libertad y Desarrollo, PNUD y Proyectamerica) indicó, entre otros, interesantes hallazgos sobre el estado de dos tradicionales instituciones políticas de nuestro país: 15% y 9% de confianza a nivel nacional en el Congreso y los Partidos Políticos respectivamente. ¿Mero efecto de la contingencia? En absoluto: el mismo estudio en 2008 arrojó 16% y 6%; en 2010 28% y 15% respectivamente. Estas cifras dejan perplejos a quienes las contraponen con indicadores de eficiencia institucional en Chile, como es por ejemplo la estabilidad sostenida en el tiempo del Estado de Derecho o buen desempeño económico del país medido en PIB per cápita. Es decir paradójicamente, la política, a diferencia de la economía, estaría sufriendo una fuerte deslegitimación. Informe Desarrollo Humano en Chile 2012. Bienestar Subjetivo: el desafío de repensar el desarrollo. PNUD. Santiago de Chile. 2013. Laclau Ernesto. La Razón Populista. Fondo de Cultura Económica. Buenos Aires. 2011. Pelfini, Alejandro. “Uso inflacionario de los conceptos de élite y populismo: desventuras recientes de dos categorías claves de las ciencias sociales latinoamericanas”. Artículo publicado en: Ariztía, Tomás (editor). Produciendo lo Social: Usos de las Ciencias Sociales en el Chile Reciente. Ediciones Universidad Diego Portales. Santiago. 2012 P. 200. Mouffe, Chantal. En Torno a lo Político. Fondo de Cultura Económica. Buenos Aires. 2009. Página 40. Arend Lijphart en su libro Las Democracias Contemporáneas caracteriza a la democracia de consenso como el escenario donde: “Todos los que se ven afectados por una decisión deben tener la oportunidad de participar en la toma de esta decisión, bien directamente o por medio de representantes elegidos”. En efecto, el politólogo holandés contrapone esta democracia consensual contra la visión predominante de democracia, denominada “gobierno de mayoría del pueblo”. Los riesgos de ésta última es, grosso modo, “excluir a los grupos perdedores de la participación en la toma de decisiones, ya que viola claramente el significado primario de la democracia, que es el bien común transversal” (1980:70). Todorov, Tzvetan. Los Enemigos Íntimos de la Democracia. Galaxia Gutenberg. Barcelona. 2012. P. 148. Lijphart, Arend. Las Democracias Contemporáneas. Ariel. Barcelona. 1987. P. 48 Mansilla, H.F.S. Artículo “Las ambivalencias de la democracia contemporánea en un mundo insoportablemente complejo e insolidario”. En: Revista Persona y Sociedad. Vol. XXII /N°3//2008//. Universidad Alberto Hurtado. Pp. 9-28. Rosanvallon, Pierre. “Problemas y desafíos de la democracia del siglo XXI”. Ponencia en Universidad Diego Portales 2011. Publicada en: Ottone, Ernesto. Pensamiento Global II. Ediciones Universidad Diego Portales. Santiago. 2012. “El ciclo que viene”. Columna en: http://elpais.com/elpais/2013/05/20/opinion/1369064589_328031.html. 5 de junio de 2013.
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