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A medio siglo del antipoema
A MEDIO SIGLO DEL ANTIPOEMA
Federico Schopf (*)
María de las Nieves Alonso me ha descolocado con la disposición testimonial de su discurso, en que el flujo suelto (relativamente suelto) de la emoción envuelve transparenta un alto reconocimiento de la obra de Nicanor Parra. De inmediato, recuerdo que en los años de nuestra juventud literaria – los movidos años 60 de las diversas revoluciones imposibles, aparentes o reales – la lectura de los antipoemas contribuyó decisivamente a la apertura de nuestro horizonte literario, más allá de las libertades heredadas, que se habían vuelto restricciones. Pero no quiero trasladar el protagonismo (reducir el foco) a la relación de un grupo de poetas jóvenes – la llamada, después del Golpe Militar de 1973, la generación diezmada - con los textos de Nicanor Parra. La eficacia de los antipoemas, su efecto, comienza mucho antes y es el resultado de una larga elaboración – subterránea, suficientemente desapercibida por la crítica de entonces – que se remonta por lo menos a los años recubiertos por la Segunda Guerra Mundial. Los Poemas y Antipoemas aparecieron en 1954 y produjeron una enorme sorpresa, escándalo, rechazo, pero también admiración, entre otros, en jóvenes poetas hipersensibles como Enrique Lihn, en Gonzalo Rojas, incluso en Alone, crítico conservador en materia de gustos, pero atento. Leídos desde ahora – y ya desde fines de los años 60 – exhiben con nitidez su carácter de nuevo comienzo en el ámbito de la poesía. (*)
Profesor de Literatura de la Universidad de Chile y del Instituto de Estudios Humanísticos Abate Juan Ignacio Molina, de la Universidad de Talca.
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Los antipoemas surgieron de una insatisfacción profunda respecto a las formas, disponibles en ese entonces, de hacer poesía. La prolongación de las vanguardias había perdido su fuerza transgresiva. El surrealismo – fracasado en su propósito revolucionario de cambiar la vida – se había convertido en una repetición, un pasatiempo diplomático, una nueva retórica apta para producir escalofríos en los salones. El impacto de la Guerra Civil Española – y el peligro de la expansión antidemocrática del fascismo – había conducido a una literatura de compromiso político, de variada eficacia y calidad estética. El realismo socialista, un programa autoritario, fue la tendencia más divulgada en Hispanoamérica, en especial, más adelante, durante la Guerra Fría. Concebía a la literatura como un reflejo de la realidad política y económica, pero en la práctica la sustituía por un simulacro ideológico que la falsificaba. Contra esta tendencia y contra el neopopulismo – que daba una visión idealizada y a menudo kitschig de la vida y la cultura popular – se elaboraron los antipoemas. Inauguran un nuevo momento y, en aparente paradoja, se construyeron desde el rechazo, pero también desde una recuperación de materiales de la poesía anterior, efectúan algo así como un reciclaje de estas materias residuales, a la que dan otra forma y capacidad significante. Esta operación – vista desde ahora en que es clara la relativización de los grandes relatos y sus sujetos - introduce una disposición, llamémosla así, postmodernista en nuestra cultura hispanoamericana. Lo primero que llama la atención es la fuerte presencia de formas del discurso corriente en la escritura antipoética. La inserción de estas frases en el ámbito de la poesía le produce extrañeza al lector – acostumbrado a reconocer como poético otro vocabulario, otra homogeneidad idiomática, otros tonos, otras disposiciones y autoestima del poeta –, pero también le otorga la cercanía de lo familiar, aunque en un lugar imprevisto, apareciendo, como se dice, fuera de lugar. Este procedimiento de traslado (este efecto de descolocación) se remonta al urinario que Marcel Duchamp instaló en una sala de exposiciones de Nueva York hacia 1917. Es la experiencia del objet-trouvé. Su aplicación en la escritura antipoética hace que lo familiar devenga extraño y lo vehiculiza como medio de acceder a significaciones inesperadas, ocultas detrás de la convencionalidad de las frases hechas y las frases de la comunicación cotidiana. Parra satura la escritura de los antipoemas con trozos del habla cotidiana y de otros discursos elaborados a partir de códigos – como el código científico, jurídico, comercial, religioso, etc.- tradicionalmente contrapuestos al código poético. El antipoema se hace, así, receptáculo – o más bien estructura que surge – del montaje de los discursos que se tiene a mano y que logran abrir brechas en la aparente impenetrabilidad de la vida social y los (bajos) fondos de la existencia. El sujeto de la escritura de los antipoemas no se reconoce en las imágenes del
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poeta que nos había trasmitido, por una parte, la tradición anterior a la vanguardia - el poeta hipersensible, hermético, recogido en su búsqueda sensual y metafísica – y, por otra, la más reciente poesía política de tono épico-social (1936-1954). No es el poeta elevado, heroico, el gran sabio que lo sabe todo respecto a la marcha de los pueblos, la autoridad moral y política que denuncia las causas del sufrimiento, los responsables y, eventualmente, anuncia el triunfo final. Por el contrario, el antipoeta conoce sus límites y lleva a la práctica una desublimación o desacralización de la figura del poeta y de la poesía. Hace descender al poeta de las alturas, hace que hable una voz desimpostada. En el despliegue de su escritura y en su autorrepresentación admite implícitamente que no está en condiciones de entregar una visión totalizadora del mundo y que las visiones totalizantes o bien son ilusiones del pasado o bien sustitutos abstractos, reducciones que no corresponden a los correlatos de la experiencia concreta. Como el mismo antipoeta lo admite, su poesía “puede perfectamente no conducir a ninguna parte”. Pero la escritura del antipoeta – sus desplazamientos metonímicos, sus incongruencias semánticas – desarticulan las supuestas imágenes de la realidad, las hace risibles, falsos órdenes, piadosos recubrimientos ideológicos. Poemas y Antipoemas – título dicotómico – tiene sorprendentemente tres partes, dejando en la ambigüedad dónde comienzan los antipoemas. Más bien, habría que pensar que los poemas de la primera parte están ya contaminados de antipoesía, de segmentos antipoéticos que el sujeto de la escritura no se resiste – por autenticidad – de introducir. Así, las representaciones idílicas del lugar de origen se ven relativizados o aniquilados por esta perspectiva irónica y, en un sentido, destructiva. En el otro extremo, el formado por los textos de la tercera parte – claramente antipoema – emergen fragmentos de poesía que modifican su significación o alcanzan otra en el entramado antipoético. Ya los primeros antipoemas – en relación a los poemas anteriores – permiten reconstruir un protagonista que proviene del espacio rural. Alguien que emigra del campo a la capital de la República en busca de progreso y felicidad. Pero se encuentra con un medio social que se le cierra, en que los otros – las personas anónimas y las que conoce – lo rehuyen, son dobles, hipócritas, calculadores que lo explotan y engañan, obligándolo a vivir a la defensiva. En esta sociedad, el hombre es “homo homini lupus” (incluida la mujer, que es una víbora que atrae y destruye). Lo que existe es el correlato de su experiencia. La realidad ha perdido su dimensión trascendente: “porque a mi modo de ver el cielo se está cayendo a pedazos”. El horizonte de experiencia del antipoeta – desde los antipoemas hasta sus últi-
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mos discursos - es material y vivencialmente materialista, pese a sus coqueterías y guiños de ojo a sacristanes y sacerdotes. A casi cien años de la aparición de Las flores del mal (1857) de Baudelaire, resulta sugerente recordar al poeta que deambula por las calles de París y exhibe su dolorosa, pero a la vez fascinada experiencia de la contradictoria modernidad que trasforma el espacio urbano y las formas de vida. Ya el título de la obra alegoriza esta experiencia: allí se recogen las flores del mal. El sujeto de los antipoemas, en cambio, es más ingenuo, llega lleno de ideales, no ha crecido en el claroscuro de la transformación urbana. Pasados los primeros y repetidos momentos de estupefacción, cae arrebatado – con la velocidad de un plano muy inclinado – en el irresistible torbellino de las calles, que lo llevan de un lado para otro a los más inesperados ( y banales) lugares, sin dejarle respiración alguna. Su anterior visión idealizada del mundo (falsa, según lo irá mostrando su experiencia y su experiencia de retorno al campo) se desintegra, pero no queda en condiciones de construir otra ni la recibe de la sociedad en que está atrapado. Su conciencia, su psique, su identidad, su cuerpo, su emocionalidad se fragmentariza. En busca de asilo y comunicación apela a los otros. “con el filo de la lengua traté de comunicarme con los espectadores ellos leían el periódico o desaparecían detrás de un taxi” La incomunicación del protagonista – la más íntima soledad en medio de la muchedumbre y ya no sólo en la inmensidad de la naturaleza – conduce al sujeto de la escritura (al antipoeta) a la búsqueda de estrategias para llamar la atención del prójimo o, en un nivel menos reflexivo, lo empuja, desde la carencia o necesidad emocional del otro, a un modo extremo de apelación. Por ello, ante la insensibilidad, la indiferencia, el egoísmo, la desconfianza, el temor del otro, embargado, alienado acaso en mensajes que le parecen más interesantes, acude a la agresión por medio de la ironía, el humor, el sarcasmo. Como Baudelaire – en el poema introductorio a Las flores del mal - se dirige agresivamente al lector, quiere producirle un shock, desenmascarando su oculta base común: tú “hipócrita lector, mi semejante, mi hermano”. Así, el antipoeta anuncia: “Los pájaros de Aristófanes enterraban en sus propias cabezas los cadáveres de sus padres (cada pájaro era un verdadero cementerio volante) a mi modo de ver ha llegado la hora de modernizar esta ceremonia ¡Y yo entierro mis plumas en la cabeza de los señores lectores!"
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La ambigüedad – en la que las flechas son a la vez, el proyectil y las palabras, una especie de zeugma que, por lo demás, caracteriza la intención escritural de los antipoemas – intensifica el efecto de este fragmento: traspasa la coraza social del individuo, penetra sus defensas y remece sus interiores como las bombas de profundidad o las más recientes bombas de racimo. La comunicación, el contacto, se alcanza a través del schock, la violencia. Como los cadáveres de los padres en la cabeza de los pájaros, se pudren, germinan, actúan las palabras en la psique de los lectores. Es una penetración que estremece las formas y los fondos, que destruye las apariencias de simetría, orden, verdad, justicia, haciendo aparecer la belleza convulsiva (la belleza será convulsiva o no será, preconizaba Breton) de las catástrofes y las demoliciones. Pero esta agresividad – en el protagonista y en el sujeto de la escritura – encubre la más radical sensación de desamparo, la necesidad del otro, de amor y resguardo, que alcanza a emerger fugazmente en los escasos momentos en que al protagonista se le cae la máscara: “Deseo que se me informe sobre algunas materias necesito un poco de luz, el jardín se cubre de moscas, me encuentro en un desastroso estado mental, razono a mi manera (…) Ustedes se peinan, es cierto, ustedes andan a pie por los jardines debajo de la piel ustedes tienen otra piel, ustedes poseen un séptimo sentido que les permite entrar y salir automáticamente. Pero yo soy un niño que llama a su madre detrás de las rocas soy un peregrino que hace saltar las piedras a la altura de su nariz, un árbol que pide a gritos se le cubra de hojas”. La exposición de este desamparo – exposición, desorientación, soledad radical, ausencia de fundamento, indagación- sigue siendo, creo, un mensaje que toca el fondo epocal desde el que surgen los antipoemas y el que da expresión desde la perspectiva de un espacio marginal a los procesos centrales de la sociedad moderna, espacio marginal en que se (re)producen a destiempo o sincrónicamente estos procesos. Los antipoemas – o si se quiere los textos de Parra – han tenido un desarrollo desde 1948 aproximadamente hasta nuestros días. Desde Poemas y Antipoemas (1954) hasta Also Sprach Altazor, o el discurso que leerá aquí, pasando por los artefactos, las canciones rusas, los objetos prácticos, los escombros, los ecopoemas, los discursos de sobremesa, etc., han contribuido iluminando los escenarios mayores y menores de nuestra época.
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El reconocimiento de esta dilatada y siempre importante obra es, sin duda, el que ha motivado que la Universidad de Talca le conceda a su autor, Nicanor Parra, la medalla del Abate Molina.
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