A mis dos Antonios con inmenso cariño

A mis dos Antonios con inmenso cariño Editado por: ALTERNATIVA EDITORIAL http://www.alternativa-editorial.com/ [email protected] Apa

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A mis dos Antonios con inmenso cariño

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ALTERNATIVA EDITORIAL http://www.alternativa-editorial.com/ [email protected] Apartado 98 - 32.080 OURENSE Galicia (Europa) Impreso en: FLASH VIGO Depósito legal: O U - 3 4 / 2 0 0 5 ISBN: 8 4 - 9 6 0 8 5 - 3 6 - 8

Copyrigth Micaela Vara, 2.005 El código Penal sanciona a “...quien intencionadamente reprodujere, distribuyere, plagiare, o comunicare públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, científica o artística o su transformación o una interpretación artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin autorización expresa de los titulares de los derechos de propiedad intelectual o de sus cesionarios. La misma pena se impondrá a quien intencionadamente importare, almacenare o exportare ejemplares de dichas obras o producciones sin la autorización requerida” (Art. 534-bis, a). Expresamente se prohibe la traducción, total o parcial, a cualquier idioma, lengua o dialecto, sin la autorización expresa del autor o de los cesionarios.

Registro P. Intelectual: 0 0 / 2 0 0 4 / 3 7 3 0 ( 1 5 / 1 0 / 2 0 0 3 ) Diseño portada: Xabier González Maquetación y diseño gráfico: OURENSE DIXITAL A.C. Edición 2005: 500 ejemplares

web-site del autor: http://micaela-vara.sensibilidades.com/ e-mail del autor: [email protected]

http://www.sensibilidades.com Este libro se edita bajo la premisa de ser una publicación sin ánimo de lucro. El autor conserva en todo momento los derechos de propiedad intelectual de su obra y únicamente los cede para esta edición en formato impreso y en PDF.

Venta por internet: http://www.librosdeautor.com/

“Mosaico de imágenes” es una ficción literaria, cualquier parecido de sus personajes, lugares, diálogos o situaciones incluidas y/o descritas en la obra, con la realidad es mera coincidencia. En esta publicación se han respetado las “licencias de autor” y los textos se han reproducido con total fidelidad respecto de los originales, incluso en aspectos estructurales.

Opus mosaicum est Xabier González

(*)

Uno abre "Mosaico de imágenes" y descubre, poco a poco, que no va descaminada la R.A.E. cuando adjudica a la palabra "pintura" una definición tan sorprendente como la de "descripción o representación viva y animada de personas o cosas por medio de la palabra". Encaja como anillo al dedo, o como piedra -no importa que sea granítica de Asturies y Galicia o basáltica de Canariasen ese veraz mosaico de palabras que Micaela Vara nos ha dibujado en este libro, rescatando para la literatura técnicas de pintura embutida -que le permiten imitar lo natural acoplando fragmentos de distintas procedencias-, de bordados en seda, de pastel y óleo, vítrea, de miniaturas y hasta tejida. Siento este "Mosaico de imágenes" como una excelente crónica de sociedad… como el álbum de relatos de un entorno inmediato, en el que las relaciones y los "sucederes" aparecen narrados con tanta exactitud como justa y nada exagerada pasión… provocando en el "yo" lector un vaivén continuo entre el minimalismo emocional -de colores puros y formas geométricas sencillas y naturales- y la mise en scene de las relaciones humanas, concebidas como esencia misma del existir y de la vida. Páginas en las que la melodía del silencio de la sidrina escanciada se mezcla con ese hórreo centenario, convertido en dormitorio para las visitas; trazando una línea invisible de drama en cada historia, siempre basculando entre Hamlet y Otelo. Pasajes en los que se retrata, con fidelidad precisa y entre líneas, un mundo doméstico que invoca muchos iconos sagrados del ideal de familia manejado por varias generaciones de celtíberos y celtíberas, donde los hijos -bien por presencia o bien por ausencia- se convierten en un eje imprescindible para abarcar, en toda su extensión, el rol femenino y hasta los éxitos y frustraciones de las relaciones de pareja. "Mosaico de imágenes" es un gran mural compuesto de cuadros más pequeños que alcanzan su verdadera dimensión cuando uno los acerca "a sí mismo"; una composición pictórica global que, bien por fuerzas centrífugas o bien por el efecto de la inercia narrativa, recrea subliminalmente ese ambiente tan particular de una burguesía made in spain que vuelve la vista, unas veces para mirar y otras para "mejorar", sus orígenes. 5

Amargas decisiones que se conjugan en futuros imperfectos, presentes que pretenden superar el pasado pero no terminan de lograr la ansiada libertad… esa figura de Juan "el albañil" subiendo cada mes a la cima del Teide para pedir "un bien para toda la humanidad"… la fidelidad canina de "Curro" y “Lutty” en contraposición con el rencor vengativo de "Mandy"… la imaginería visual del "Faro del silencio" como continuación inseparable de "Pancho y yo"… y esa Asturias siempre presente, como representación tan subconsciente como rupestre del alfa y la omega de la vida, de los equilibrios y desequilibrios en el fiel de la balanza que exigen poner, en uno de los platillos, mucha comprensión -aunque sea cosmética- para entender y sobrevivir a la propia vida. Micaela nos regala un auténtico "mosaico biológico" que incorpora, como matiz inscrito, esa acepción bíblica -de orígen griego- de la palabra "mosaico" que casi siempre se nos olvida. Un organismo vivo formado por varias clases de tejidos genéticamente distintos pero capaces de convivir; un libro, reitero, de pinturas y mosaicos, una auténtica taracea literaria confeccionada con elementos tomados de varios lugares y finas maderas de diversos colores, que cultiva la idea de los muchos mundos que hay en este mundo en el que vivimos, aunque a veces nos cueste lo indecible. Como homenaje final a tus letras, recuerdo que en clase de latín nos hablaron, un buen día, de algo que se llamaba "opus mosaicum"; escuché, y aún escucho a la hora de escribir estas palabras, que dicha expresión latina otorgaba mérito artístico añadido al considerar como "obra que guarda relación con las musas" a aquello que adjetivaba. Pues eso, Micaela, "opus mosaicum est" tu "Mosaico de imágenes"; gracias por escribirlo.

(*) Xabier González, en la bibliografía de autor de este escritor gallego destacan títulos en idioma castellano cómo “Mudayyan” (novela), “La memoria de los triángulos” (novela), “El Efecto Doppler” (novela), “Corsario de ciudad” (relatos) o “Juegos de Olvido” (poesía); en idioma gallego, “Nas corredoiras do íntimo estronicio” (poesía), “Escritos da Nación Proibida” (relatos) y su importante obra teatral estrenada: “Keltike”, “Natan Enac Luf”, “Espada o prato”, “Altariac Eirin”, “Nemet”, “Cantigas para unha guerra”, “O Papamoscas”, “Petra e Karim”; así como la participación en multitud de antologías internacionales, de las que cabe destacar “Palabras Mansas”, en la I, II, IV y V “Antología Internacional Sensibilidades”, en “Eñe, antología interbnacional de escritores en castellano”, en “Sensibilidades Oro”, "Antología de poesía erótica: larghetto ma non tropo" y "Antología de narrativa: humor con extrema-unción" y la publicación multimedia del recopilatorio “El silencio de los árboles”.

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De la soledad y sus caminos Toñi Seguí Collar

(*)

Tienes entre tus manos, lector, un libro que te llevará dentro de un sentir necesario. Cuando lo empecé a leer me dí cuenta que me estaba adentrando por un territorio muy cercano a mi propio corazón; a ese que muchas veces ocultamos, para que no nos duela, o escondemos con mimo, para que no nos lo maltraten. Tienes un libro, el de Micaela Vara, que es un perfecto y singular mosáico de soledades y de los caminos que en ella se transitan. Imágenes que se van desplegando ante nuestros ojos, mujeres y hombres que sufren, incomunicación, dolor, desamor, búsqueda. Sí, búsqueda de ese "otro", que siempre aparece en los relatos de Micaela, como una alternativa, como una esperanza, para, unas veces hacer más llevadera la tarea de vivir, otras para reafirmar que el ser humano está solo ante sus decisiones más importantes. En ese sendero transcurre el particular imaginario de la escritora. Con un lenguaje directo, no exento de ternura, con el planteamiento de situaciones cotidianas, pero no menos irrelevantes, con la fuerza de lo auténtico. Micaela, a quien he ido leyendo con interés y placer en nuestro Foro Sensibilidades, ha sabido en su libro resaltar algo que hoy parece olvidarse: la necesidad de la comunicación para sobrevivir. Si se lee con atención su relato "La melodía del silencio", por ejemplo, en el que con un lenguaje cercano, y un estilo de aproximación cómplice al lector, nos narra su descubrimiento personal de Asturias, se comprueba cómo la anécdota le sirve para expresar el deseo de empatía con los distintos, la búsqueda de nexos de unión para poder "oir juntos el silencio". Estos caminos de soledad aparecen casi mágicos en "¡Vamos Lutty! Al parque!", intimista relato de desamor en el que Micaela se nos muestra especialmente sobria, especialmente compasiva con su personaje. La soledad no es sólo intimista, también en el tema social acapara gran parte de la decisiones y pequeñas miserias diarias, y Micaela en su cuento "Amarga decision", nos impacta con una historia que podía haber sucedido ayer mismo. De especial ternura, de sensibilidad extrema es su relato "Viaje en tren", tierna metáfora con aviso a navegantes incluido... 7

Los personajes que habitan esa soledad podríamos ser nosotros mismos; esa mujer que teme haber perdido el amor de su pareja, ese niño miedoso y aturdido por las risas de los valentones a quien no sabe enfrentarse... en cualquier lugar puede aparecer una florista a quien preguntar por nuestras propias rosas abandonadas; podemos identificarnos en cualquier momento con la protagonista de "retrato de mujer"... Por eso empecé este prólogo hablando de Caminos de Soledad; ¿quién no los ha recorrido?... ¿ A quién no han dolido alguna vez?... Micaela los conoce lo suficiente como para narrárnoslos en un libro valiente, lúcido, cercano y tierno. Y a mí no me queda más remedio que recomendarle al lector que tome sus alforjas y que se disponga a recorrerlos de la pluma siempre generosa y despierta de Micaela.

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M. Antonia Seguí Collar (Madrid). En la bibliografía de autor de esta escritora destaca el libro “La casa de Alena”, la participación, como autora invitada, en la antología internacional “Sensibilidades Oro” y en “III Antología Internacional Sensibilidades”, así como en otras publicaciones colectivas como “Poemas”, “Ítaca”, “Sensibilidades, verano 2002”, las ediciones IV y V de la mencionada “Antología Internacional Sensibilidades”, "Antología de poesía erótica: larghetto ma non tropo", "Antología de narrativa: humor con extrema-unción" y es autora de uno de los finales alternativos de la novela “Mudayyan”. 8

Los mosaicos de Villa Cassale: prólogo para un realismo mágico

Luis E. Prieto Vázquez

(*)

Recuerdo haber admirado en Sicilia una antigua y estupendamente bien conservada Villa Romana -Villa Cassale-, en la que podía apreciarse aún magníficos mosaicos de la época que conformaban excelentes imágenes de dicho arte arquitectónico y plástico en la mayoría de sus estancias. La imagen de aquella villa ha sido la que ha arribado a mi memoria al terminar de leer este libro de Micaela Vara, que tengo ahora el placer de introducir con mis palabras, y que, además, va encabezado por un título significativo, y, a mi juicio, perfectamente apropiado: “MOSAICO DE IMÁGENES”. Ciertamente, lector, este libro está constituido por un verdadero y original mosaico de relatos breves que, como en aquella villa, forman un conjunto de singular magnetismo y de especial ternura. Relatos de lo cotidiano, tanto que podrían ser considerados casi como narraciones de una vida cualquiera, e imbuidos de un especial realismo mágico que confieren al libro de Micaela un sello característico de crónicas sentimentales muy cercanas, entremezclando ágilmente lo vivido con lo ficticio. Relatos que hablan -desde una prosa sin alharacas, pero tremendamente eficaz y correcta- de las vidas comunes, de los sentimiento comunes y de las comunes magias que se esconden y aparecen en todos los rincones de unos personajes comunes, pero adornados por un toque extraordinario y especial como el que Micaela Vara sabe impregnar a sus escritos. Es Micaela, a mi juicio, lector, un "animal narrativo puro", en el sentido más directo y claro del concepto: sus relatos, desarrollados desde la aparente simplicidad del contador de historias, son siempre capaces de atrapar al que los comienza en unas redes finísimas en las que los sentimientos se entrecruzan con las realidades, cuando no ejerce de cronista sentimental de 9

unas tierras (las de Asturias) que refleja y comprende con singular pasión y realismo, o bucea, desde una linealidad bien defendida por ella (y por todos los contadores de cuentos y leyendas), en los vericuetos emocionales de unos personajes siempre de carne y hueso, que se debaten entre la realidad y el deseo. Libro fundamental, en mi opinión, este que tengo el gusto de presentaros: mosaico de imágenes entre-contadas en el discurrir de vidas paralelas y posibles, y libro necesario para "discutir" de la vida y con la vida de unos personajes que, al ser tan reales y cercanos, son nuestros compañeros de camino. Ha sido para mi un placer haberlo leído y prologado, y es un placer y un honor, también, tenerla con nosotros en el Foro literario Sensibilidades. Gracias y enhorabuena, Micaela.

(*) Luis E. Prieto Vázquez, títulos como “Diario de un anarquista atávico” (novela), “El hombre, el hombre... la tierra, la tierra” (teatro), “Cantares de la edad adulta” (poesía), “Aladino está de vacaciones” (relatos), “Contra un muro de sal” (poesía) y “Ditirambos: entre viajes y fantasías” (relatos) constituyen, junto con su participación como autor invitado en cuatro ediciones de la “Antología Internacional Sensibilidades”, en “Sensibilidades Oro”, en “Todas las voces, una voz”, "Antología de poesía erótica: larghetto ma non tropo", "Antología de narrativa: humor con extrema-unción" , o su participación en la novela “La memoria de los triángulos”, ocupándose de escribir/interpretar al personaje “Hernán”, una muestra fidedigna de la bibliografía de autor de este escritor español afincado en la Sierra de Madrid.

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La melodía del silencio I Recién casados, al regresar de nuestro viaje de bodas, mi marido quiso llevarme a los pueblos natales de sus padres, para presentarme a su extensa familia. Pueblos del occidente asturiano, coronando altas montañas, muy por encima de la carretera que nos conducía hasta ellos. Viajábamos en nuestro coche. Mi marido, gran conocedor de la zona, hacía paradas estratégicas por el camino, para irme informando, con sus interesantes explicaciones, de cuanto veíamos. Nada más pasar el puerto de Leitariegos, entramos en un "chigre" (taberna asturiana), para degustar una sidra. Habíamos almorzado muy bien, a base de tortilla, empanadas, chorizo de olla y cecina de vaca, en un restaurante de carretera y la sed, acrecentada por el fuerte calor del mes de Agosto, era apagada con una sidra, bien escanciada por mi marido, que refrescaba la garganta, dejando un cosquilleo en el paladar. - El arte del escanciador es una habilidad que se consigue después de derramar en el suelo el contenido de varias botellas..., naturalmente llenas de agua -me explicó riendo. Efectivamente, no me pareció nada fácil después de observarlo. Con la mano derecha tomó la botella y la alzó hasta por encima de su cabeza, estirando totalmente el brazo mientras, con la mano izquierda, sujetaba un vaso especial para el caso (muy ancho y de cristal tan fino que cedía a la presión de la mano), y lo bajó cuanto pudo. "A esa distancia la mitad de la sidra irá al suelo", fue mi primer pensamiento. Pero, ante mi sorpresa, la sidra iba cayendo en el mismo borde del vaso, creando una blanca espuma. - Es buena y tiene el frío adecuado -comentó él-. Mira como "bate". Seguimos nuestro camino y paramos de nuevo en un lugar donde solía hacerlo en sus múltiples visitas a sus familiares. 15

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- ¿Por qué paramos aquí? -pregunté mirando a ambos lados de la carretera sin ver nada de particular. - Baja y fíjate bien -me condujo a la orilla del camino desde donde se veía una gran depresión y un circo de montañas en la lejanía. - El paisaje asturiano hay que sentirlo, hay que amarlo, tiene que entrar en el corazón para disfrutarlo totalmente e impregnar hasta la última célula de tu cuerpo -me hablaba con los ojos brillantes por la emoción. Pero yo, desde donde estábamos, seguía sin ver nada digno de ser tan amado ni sentido. Me arrimó al borde del precipicio y, extendiendo su brazo derecho, hizo un círculo con él. - Mira con detenimiento todo esto y, sobre todo, escucha su melodía. Le hice caso. Aquella pendiente llevaba hasta una frondosa arboleda, entre la cual, supuestamente, discurría el cauce de un invisible río, del que llegaba hasta nosotros el rumor de su corriente. Trepando por las lejanas montañas, verdes e innumerables prados, donde se movían de un lado para otro, pequeños bultos. Por sus balidos y mugidos, que llegaban hasta nosotros multiplicados por el eco, era fácil deducir que se trataba de ovejas y vacas. Del mismo modo, nos llegaban claramente los ladridos de un perro, al que no conseguimos ver. De vez en cuando, la voz de un hombre gritaba algún improperio a los animales que le desobedecían, ininteligible para nosotros. Coronando el cerro, una casa de labranza. De la chimenea salía un humo espeso. - Asturias -siguió diciendo mi marido-, es esto: una casa de labranza, un prado cercano donde pasta el ganado, un perro que es como otro miembro de la familia y a veces más imprescindible que otros, porque cuida del ganado, de la casa, acompaña al dueño y juega con los pequeños. Las familias tienen varios hijos; aquí todos los brazos son necesarios. Mientras el hombre y los hijos mayores se ocupan del campo, la mujer lleva la casa, el cuidado de los animales y el de los chiquillos pequeños. Todo el trabajo está perfectamente repartido. En cuanto a su música..., ¿la estás escuchando...? -no quise interrumpir, no solo porque no oía nada, sino porque me gustaba ver su emoción; siguió-. Balidos de las vacas que llaman a sus terneros; el perro que ladra desde la lejanía a dos extraños, un río que no vemos pero que está ahí y... "la melodía del silencio". Si nos quedáramos aquí un rato, el perro dejaría de ladrar, las vacas se irían a los establos y solo quedaría el silencio; silencio en nuestros oídos, pero no en 16

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nuestro interior. Porque, en nuestro interior, seguiríamos oyendo voces. Las voces de la tierra, de los que se fueron después de trabajar duro rompiendo rocas para hacer prados, y voces del aire que nos rodea. Asturias habla siempre a sus visitantes; solo hay que aprender a escuchar... - Cualquiera que te oiga, no podrá imaginar que has nacido en Madrid -fue mi incongruente comentario. - Y, cualquiera que te oiga a ti, diría que eres un fraude de asturiana -respondió molesto. - Tienes razón. En realidad no hice más que nacer en Oviedo. Luego no he vuelto jamás. Me sentí mezquina por no poder profundizar en la belleza de mi tierra, por no saber escuchar sus mensajes y porque las fibras de mi corazón no vibraban como las de mi marido. Llegamos al pueblo de su familia materna tras una ascensión de una hora por una empinada pista que, haciendo eses, subía casi en vertical. El viaje se hizo en caballerías porque no había carretera. A la puerta de "Casa Xoantín" estaba el "comité de bienvenida", formado por quince miembros de familiares más o menos cercanos. La matriarca de aquel clan, la abuela materna de mi marido y la que dio el nombre a la casa, era una anciana que sobrepasaba los ochenta años. En cuanto nos vio, acudió sonriente a saludarnos apoyándose en un bastón. Nos sentamos en unas banquetas en el "Prau la Pena", que es el más grande de los de "Casa Xoantín", situado delante de la casa. Desde allí contemplamos toda la pista por donde subimos, y parecía como si la viéramos desde un avión. - Estaréis cansados del viaje, ¿no? -preguntó Delia, la mujer del mayorazgo. Efectivamente me sentía cansada pero allí se estaba tan bien que mentí. - No. El viaje ha sido cómodo y hemos hecho varias paradas en el camino admirando el paisaje. - Tú eres de Oviedo, ¿no? - Sí; soy "carbayona" - Una "carbayona" de pega -fue el comentario de mi marido-. Pero haré de ella una auténtica asturiana. La abuela miró al nieto con verdadera veneración y aquella complicidad me molestó. - He nacido en Asturias pese a quien pese -comenté airada. 17

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Delia, según me fui enterando en días sucesivos, había nacido en un pueblo vecino, tan cercano en línea recta que se veía desde otro ángulo del "Prau La Pena"; sin embargo, se tardaba tres horas en llegar a él. - Es que la pista -me explicó Delia, marcando el itinerario con el índice-, baja a la mina, luego sube por aquel cerro, tuerce a la derecha hacia el río y, subiendo por la pista del "Prau l'Osu", llega a mi pueblo, torciendo a la derecha hacia la ermita de "Santarvás". Se acercó a mí para señalar mejor y siguió: - ¿Ves aquella casina blanca?. La de la izquierda... que tiene un balcón pintado de azul y una hacina al lado... -asentí-. Pues ésa es mi casa. Si estáis aquí bastantes días, iremos. Estuvimos solamente cinco días. Teníamos que visitar a la otra familia. Pero, el poco tiempo de que disponíamos lo aprovechamos bien. Me enseñaron fotos de bodas, bautizos, comuniones, y de romerías con los vecinos. Eran tan solo en el pueblo siete familias, las cuales, en virtud de la solidaridad cultivada durante siglos, se ayudaban en la recogida de la hierba, en la matanza del cerdo y en todos los trabajos incluida la albañilería si alguno tenía que hacer alguna obra en su casa. Según la costumbre, en cada casa, hay un "muirazo" o mayorazgo, quien atiende la hacienda y cuida a los padres hasta su muerte. En la herencia, el "muirazo" es favorecido notablemente; los demás hermanos deben abandonar la casa familiar para buscarse la vida. - Eso es injusto -se me ocurrió comentar-. Si uno de los otros hijos también se quiere quedar en la casa, ¿no puede? - Quizás, desde tu punto de vista sea una injusticia pero éstas son nuestras costumbres y, cuando nacemos, ya sabemos que nuestro hermano mayor es quien se queda en la casa. A los demás hermanos se les recibe y acoge cuando vienen de visita. Todos tienen siempre una habitación preparada en la casa. Pero eso es todo. Mientras estuvimos allí, fui con Delia al "prau" a recoger el ganado, la ayudé a ordeñar las vacas, a echar comida a los cerdos. Visitamos el Santuario de Nuestra Señora del Acebo... Toda una experiencia positiva para una persona que, como yo, nunca había salido de la gran ciudad. Disfruté con la cortesía esencial, a veces ruda, de sus maneras; comiendo en una mesa grande en la cocina, sin mantel, sin más horario que el que marcaba el estómago; durmiendo en una cama con sábanas casi 18

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siempre húmedas, con olor a baúl cerrado; bebiendo leche recién ordeñada y vino hecho en casa que, según mi marido, "era peor que malo"; levantándome al alba y acostándome temprano. Llegué a acostumbrarme al olor de los establos; aprendí a hacer mantequilla y a amasar pan. Bajé con Delia al mercado de Cangas a vender unos cerdos recién destetados... - Tenéis que volver para la fiesta de "Nuestra Señora del Acebo". Acude toda la familia de fuera, hacemos merienda en el llano del Acebo, corre la sidra, hay baile al son de la gaita y se pasa muy bien -propuso Javier, el mayorazgo y marido de Delia. Con la promesa de visitarlos de nuevo, nos alejamos de "Casa Xoantín", descendiendo a la carretera. Al llegar al llano, miré hacia arriba. El "Prau La Pena" sobresalía en el paisaje y, un punto blanco, señalaba la casa. Los últimos rayos del sol poniente de finales de Agosto, luchaban contra la niebla que bajaba fría desde lo alto de la montaña, devorando las casas más altas. Me sentía llena de Asturias. De la Asturias montañosa que había visitado y de sus gentes nobles y hospitalarias. Por primera vez en mi vida, noté cómo palpitaba en mis venas sangre asturiana... Pero todavía me faltaba algo... Escuchar "la melodía del silencio".

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La melodía del silencio II En septiembre volvimos a Asturias. Ya no hacía el calor del mes de Agosto pero la temperatura se mantenía agradable. Coincidimos con días de sol templado, a veces eliminado por gruesos nubarrones portadores de una suave llovizna, absorbida rápidamente por los prados resecos durante el estío. Bajo su influencia, el verde adquiría un tono más intenso, desprendiendo un agradable olor a hierba mojada. Nuestro itinerario consistía en la visita al pueblo natal del padre de mi marido. Para llegar hasta él, lo hicimos en un todo terreno. La pista, sumamente estrecha, comenzaba en Cangas del Narcea y serpenteaba, entre arces, fresnos, y abedules, árgumas y helechos, tapizando de verdor toda la ascensión hasta el santuario de Nuestra Señora del Acebo. Luego continuaba por el llano y descendía de nuevo, por el lado opuesto, llegando a un pequeño pueblo de seis familias, donde había un cementerio, común para dos pueblos; un poco más allá, una fuente sin agua, una escuela sin niños y un camino polvoriento y pedregoso, nos conducían sin temor a error, al pueblo que buscábamos. Para llegar a "Casa Pepón" solo había que bajar una pequeña cuesta. Lo primero que divisé, nada más tomar la curva, fue el hórreo; el color ceniciento de su madera, pregonaba su antigüedad. Por si había alguna duda de su longevidad, una inscripción en uno de sus tableros, me introdujo en el túnel del tiempo: "Manolín. Agosto de 1750". Me paré delante de él contemplando extasiada aquel testigo mudo de la historia de sucesivas generaciones de esta familia. - ¿Te gusta el hórreo? -Pepe, tío de mi marido y "moirazo" de esta familia salió a nuestro encuentro. - Si, mucho -contesté y, ante el gesto de complacencia de Pepe continué-. Estaba admirando su antigüedad y lo bien conservado que está. 20

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- Nos lo han querido comprar varias veces pero ni loco lo vendería. En los cuatro días que estuvimos con ellos fui adentrándome en la personalidad de los miembros de "Casa Pepón", como lo había hecho con los de "Casa Xoantín". Pepe, era el mayorazgo porque su hermano mayor prefirió marchar del pueblo. - A él no le tiró el pueblo; le gustaba la capital y se marchó a Argentina. Allí se casó muy bien con una morocha y vive como un rey -me contó Pepe, no sin cierto resquemor-. Mucho mejor que yo. Si se hubiera quedado de moirazo, tendría lo justo para ir tirando y mucho trabajo cada día, desde el alba hasta que se cae rendido en la cama. - Esto no quiere decir que sea más feliz que tú. Lo que no sabes es la de veces que se habrá acordado de estas montañas, del calor de su familia, de... - De nada -Pepe no me dejó terminar. Hablaba con un cigarro apagado colgando de la comisura de los labios-. Hace dos años vino por aquí con un cochazo que tuvo que dejar en Cangas porque no cabía por la pista. Eso es vida y lo demás romanticismo. Mientras Pepe se expresaba de esta manera, María, su mujer, callaba censurando con la mirada cuanto decía. Para ella, procedente de un pueblo vecino, aquella tierra lo era todo; nunca había viajado tan lejos como la vez que fue a Oviedo acompañando a su nuera que iba a dar a luz. Aquejada de artritis y con fuertes dolores todo el año, su único deseo era morir en la tierra que la vio nacer. "Casa Pepón", la familia más rica del pueblo, tenía una gran hacienda aumentada generación tras generación. La casa se ampliaba cada año y estaba dotaba de toda clase de comodidades. Andrea, casada con el único hijo de Pepe y futuro mayorazgo, se había educado en las monjas de Oviedo y aportó al matrimonio un pulimento y unas costumbres que introdujo en "Casa Pepón". Hasta su manera de expresarse era distinguida y había adquirido una elemental cultura, de la que hacía alarde. En los primeros momentos cuando la conocí me parecía pedante pero, al tratarla más, comprobé que era una mujer sencilla y bondadosa. Nos enseñó unos hallazgos de cerámicas antiguas que habían encontrado en un prado y que pensaban llevar a analizar. Los desayunos, almuerzos y cenas, tenían un horario fijo del que ningún miembro de la familia se salía, salvo en contadas y justificadas oca21

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siones. Todas las comidas se hacían en el comedor, nunca en la mesa de la cocina. Tanto la distribución de los comensales como todo el servicio de mesa era correcta y corría a cargo de Andrea. Se bendecían los alimentos y se brindaba con el primer sorbo de buen vino. Los manjares tenían preparación de cocina selecta y nunca faltaba un refinado postre. La leche del desayuno se hervía concienzudamente y la mantequilla se compraba en el mercado de Cangas. Un panadero traía a diario el pan crujiente. El café, se servía en una salita contigua al comedor de invitados, acompañado de una copa de aguardiente de hierbas y unas pastas que Andrea hacía en el horno de casa. La ropa de cama se guardaba en un armario con bayas de eucalipto. La cuadra distaba mucho del resto de la casa y siempre estaba muy limpia, de lo que se encargaba Fermín, futuro "Moirazo" y marido de Andrea. También era el encargado de poner en marcha, a última hora de la tarde, la ordeñadora mecánica. La casa, muy moderna y con toda clase de electrodomésticos, muebles caros y cortinas y colchas de hotel de lujo, donde se respiraba limpieza y pulcritud, grande y acogedora, estaba rodeada por casas vecinas. Sus ventanas, daban sobre los tejados musgosos y destartalados de las casas colindantes. El hórreo, transformado en dormitorio de visitas, había perdido su encanto. En estas tardes del mes de septiembre, que sucedían a días cada vez más cortos, salíamos a dar un corto paseo por los alrededores del pueblo hasta que bajaba, desde lo más alto de la montaña, la niebla. Una espesa y fría niebla que calaba hasta los huesos. Entonces nos refugiábamos en casa y a las diez de la noche, ya estábamos todos en la cama. Una de estas noches, durante nuestra estancia allí, bajaron los lobos hasta el mismo pueblo, mataron tres ovejas y dejaron malheridas otras cinco. Luego vinieron los comentarios y las tétricas historias sobre estas alimañas, los destrozos que hacían en el ganado cada vez que bajaban, siempre por la noche protegidos por la oscuridad. Las noches siguientes casi no pude dormir... ¿Miedo? No lo sé; lo cierto es que nunca estuve tan cerca de lobos como en aquella ocasión. Llegó el momento de despedirnos y continuar nuestro recorrido por tierras asturianas. Cuando nos quedamos solos me pidió mi marido el 22

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parecer de estos cuatro días. Me quedé pensativa antes de responder haciendo un recorrido mental y comparando los dos pueblos de sus familiares. Ante mi tardanza en contestar dijo: - Si tuvieras que pasar un mes en uno de los dos pueblos, ¿cuál elegirías? - Aquí he estado muy bien; han sido muy atentos; han estado pendientes de nuestro bienestar... - Pero... A mi marido no podía engañarle aun sabiendo que él siempre se inclinaba por la familia del padre. - Pero, no se vive la vida del pueblo ni tampoco estás en la capital. Creo que, con tantas comodidades, han perdido el encanto de lo natural, de las comidas caseras, de la leche recién ordeñada, del pan amasado en casa, del olor a hierba mojada... El modernizado hórreo es el estandarte que recuerda vagamente un tiempo que se esfumó de esta familia para dar paso a un erróneo progreso. - Total que... - Aquí nunca escucharía la "melodía del silencio”

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Mi amiga Enriqueta Encontrarme con Enriqueta, en plena Gran Vía madrileña, fue una gran sorpresa. No nos habíamos visto desde que yo abandonara la carrera de farmacia. Además de compañeras de clase, fuimos grandes amigas; desaparecí de pronto, sin despedidas y a nadie di explicaciones de las razones que me obligaban a dejar los estudios y ponerme a trabajar. Fue el primer reproche que me hizo Quety en cuanto me vio: - ¿Cómo te fuiste sin decir nada? Yo te creía mi amiga y me llevé una gran decepción. Intenté localizarte pero nadie sabía tu teléfono. Tampoco ahora di explicaciones; ni yo misma encontraba un motivo lógico para disculpar mi actitud. Para qué decirle que en mi casa estábamos pasando una mala racha desde que murió mi padre; que nuestra situación económica era deplorable; que mi madre se volvió a casar para que yo pudiera seguir los estudios y, en lugar de eso, el nuevo marido me hizo dejar la carrera para ponerme a trabajar. ¿Es que algo de esto era una buena razón para irme sin decirle nada a mi mejor amiga? En realidad, he de reconocer mi gran orgullo, con ramalazos de soberbia y una pequeña dosis de complejo. Enriqueta pertenecía a una familia acomodada. Hija única, no carecía de nada; venía a la facultad conduciendo un descapotable, muy arreglada y con trajes caros. Su belleza, me dejaba tan en desventaja, que me empequeñecía ir a su lado y, algunas veces, no soportaba su compañía. Alta, delgada, bonita, con una simpatía arrolladora, era el centro de todas las miradas. En cambio yo, a su lado, perdía el poco atractivo del que me había dotado la naturaleza. Ahora teníamos cuarenta años las dos; yo me había dedicado a trabajar y mi físico estaba totalmente deteriorado. Enriqueta lucía joven y tan bonita como en sus mejores tiempos; en ella el tiempo se había detenido. Solamente el brillo tan espectacular de sus ojos negros, estaba más apagado. - ¿Por qué no nos sentamos en alguna terraza y charlamos de nuestras vidas? -siguió diciendo entusiasmada. 24

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Nos sentamos en una terraza en Santo Domingo y pedimos dos cervezas. Hacía mucho calor, pero allí, corría una suave brisa y, a la sombra de los toldos, se estaba bien. Entre sorbo y sorbo de cerveza, fuimos desgranando nuestros recuerdos; recuerdos buenos y malos, momentos felices y desdichados, días de risas y de llantos. Ella se enteró de mis días de infierno, con los malos tratos que aquel hombre nos dio a mi madre y a mí; de qué manera me explotaba, exigiéndome más dinero cada día. Le conté las veces que tuve que cambiar de oficio para ganar más y las veces que me interpuse entre él y mi madre para evitar que la maltratara. Pero no le dije hasta qué punto aquella situación, había hecho de mí una mujer amargada, resentida y desagradable. Cómo me llené de un odio que me dominaba por dentro. - ¿Te has casado? La inesperada pregunta de Enriqueta me dejó perpleja y me tomé unos segundos antes de contestar. - ¿Tú crees que después de haber aguantado a semejante monstruo me quedaban ganas de casarme? Cuando él murió, alcohólico perdido, me sentí tan liberada que no consentí que mi madre derramara ni una lágrima delante de mí. Luego, hace tres años, murió ella. Ahora vivo sola; tengo un trabajo que no me permite lujos pero cubre mis necesidades. La verdad, tampoco tengo grandes necesidades. Miré a mi amiga; me contemplaba en silencio, con cierta incredulidad ante mis miserias. Nunca le faltó dinero, ni belleza, ni amigos; disfrutaba de una buena y armoniosa familia, una buena casa y otra para los veraneos en La Manga del Mar Menor... ¿Cómo comprender lo que yo le contaba? Sonreí con rabia, sin dejar de contemplar aquel rostro agraciado, de maquillaje perfecto, orlado de una melena negro azabache, donde no se veía ni una cana... ¡Qué sabe ella lo que es una vida como la mía! - Y tú, ¿cuándo te has casado? -pregunté. - Hace quince años. - ¿Tienes hijos? No puedo decir que lamentara ver cómo la expresión sonriente de su rostro se borró de pronto. La vi tragar saliva; mirar hacia la gente que caminaba por la acera y, por fin, volvió la vista de nuevo hacia mí. Sus ojos tenían una expresión tan triste, que mi corazón se ablandó de pronto. - No. 25

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Volvió otra pausa. Se veía que le costaba mucho hablar del tema y me arrepentí de haber hecho la pregunta. Tomó mi mano y me la apretó contra la mesa. - Ves. Yo también tengo mi cruz. He deseado tener un hijo más que nada en este mundo. Sin embargo no ha sido posible. He visitado todos los mejores ginecólogos. Con el tratamiento de uno de ellos conseguí quedarme embarazada para abortar a los tres meses. Fue lo peor que me pudo pasar; hicimos tantos proyectos para nuestro bebé que, cuando se perdió, quedamos hundidos -se le llenaron los ojos de lágrimas-. Y eso no es lo peor... -hizo otra pausa; miró la jarra de cerveza casi vacía y la levantó hacia mí-. ¿Tomamos otra? -asentí sin dejar de mirarla-. Creo que mi marido me engaña y temo que se vaya con otra que le pueda dar hijos. Las lágrimas empezaron a brotar de sus bellos ojos y apreté sus manos entre las mías. Sentí su abatimiento, aquellas lágrimas mostraban una pena infinita. Mis llantos, que fueron muchos, estaban impregnados de tanto odio que su propio veneno los secaba. Pero Enriqueta lloraba de desolación; de frustración por no tener hijos y de miedo ante la posible pérdida de su marido. Me levanté de mi silla y me senté a su lado; le pasé un brazo por los hombros y le entregué mi pañuelo para que se enjugara las lágrimas que corrían a raudales por sus mejillas. Dejé que se serenara para preguntar: - ¿Qué te hace pensar que tu marido te va a dejar? ¿Sabes algo o simplemente lo imaginas? - Le he sorprendido hablando por teléfono muchas veces y, en cuanto me ve, cambia de conversación. Hace dos días revisé su cartera; sé que está mal pero tenía que encontrar algo, y lo encontré. Ocultaba un pasaje de avión para Canarias y una reserva de hotel. Eso, unido a que está muy misterioso, me hace pensar que hay otra mujer. - ¿Por qué no hablas con él? Quizá estés imaginando fantasmas donde no los hay. - Ya lo he hecho y me sale con evasivas. - Pues, antes de sufrir es mejor salir de dudas. Yo, en tu lugar, puesto que dispones de medios, le pondría un detective para que le siga. - Eso no me agrada. Si me equivoco..., o si él se enterara, entonces sí lo perdería. - Dame una foto de tu marido, podría yo seguirle algún día; luego te contaría si hay alguna "pájara" por ahí. 26

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Enriqueta se quedó pensando un momento mientras me miraba fijamente. Temí haber dicho alguna incorrección y me apresuré a rectificar: - Bueno es algo que se me ha ocurrido porque me duele verte así. Si te parece mal no he dicho nada. - No hacen falta fotos -dijo de pronto sin escuchar mis últimas palabras-. En el pasaje de avión pone el asiento que va a ocupar. Te lo digo y te invito a pasar unas vacaciones en Tenerife, en el mismo hotel donde él va. Porque estoy segura que allí se reunirá con ella. - ¿Por qué estás tan segura? ¿No puede ir a algo relacionado con el trabajo? - Sí, si no fuera porque a mí me ha dicho que tiene que revisar unas obras en Toledo. ¿Me comprendes ahora? La idea de unas vacaciones en Tenerife, no me desagradaron en absoluto; hacía tiempo que quería conocer alguna isla del archipiélago canario y se me brindaba la oportunidad a cambio de seguir al marido de mi amiga. Siempre tuve deseos de ser investigador privado y en alguna ocasión se lo había comentado a Enriqueta. Me vi metida en el vuelo de Spanair, Madrid-Tenerife Norte, y lo primero que hice fue mirar al pasajero del asiento 6 A. Era un hombre agraciado, aunque me pareció muy mayor para Enriqueta; calculé que tendría cerca de los sesenta años, pelo canoso y bolsas bajo los ojos. Iba sin compañía femenina y mantenía una animada charla con el pasajero del asiento 6 C. Mi asiento estaba algo alejado y, durante el vuelo, no veía más que su cabeza por detrás, con la coronilla calva. Fui varias veces al lavabo para retener sus facciones. Cuando llegamos a Tenerife, me agradó que salieran juntos: "Si va con un amigo no va con una mujer"... Pero a la salida del aeropuerto, me llevé una gran sorpresa. Una rubia muy atractiva esperaba impaciente y, nada más verlo, le echó los brazos al cuello y se fundieron en un beso apasionado, mientras el compañero de viaje los miraba sonriendo. Cuando la rubia se volvió y me miró, quedé paralizada. - Pero... ¿Qué haces aquí? -preguntó extrañada, dirigiéndose hacia mí. - Pues... es... estoy de vacaciones -contesté tartamudeando. Marina, conocida mía, tenía muy mala fama de ligera y come hombres. Tan mala fama que, en cierta ocasión, le pusieron en la puerta de su casa: "Muchacho, la Marina te llama". Hacía un año que se había marchado a vivir a Canarias. Según decían las malas lenguas era la querida de un ricachón. Todo coincidía. 27

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Y aquel pendonazo, sin moral ni modales, era la causa de los sufrimientos de mi amiga. No me lo podía creer. Cuando me preguntaron dónde iba y vieron que coincidía el hotel con el suyo, Marina se ofreció a llevarme: - Por qué has de tomar un taxi. Nosotros vamos al mismo hotel y solo somos tres. Hay sitio suficiente. Me fui con ellos calculando si, el hecho de conocer a Marina, sería mejor o peor para mis propósitos. Lo que observé es que tenían reservadas dos habitaciones: una la ocuparía el amigo y la otra ellos dos. Malas noticias para mi amiga. Al día siguiente, mientras ellos tomaban un refresco en el bar de la piscina y nosotras ocupábamos ambas hamacas al sol, le pregunté si era su marido. Se rió. - Pero, ¿tú me ves a mi casada? Estoy con él mientras dure la pasión, luego cada cual a lo suyo. - ¿Está casado? - Creo que sí, pero eso me da igual. Me hace buenos regalos, me ha comprado aquí un apartamento, me lleva de viaje y hacemos el amor con pasión; lo demás no me preocupa. Mañana nos vamos en un yate de su propiedad a no sé qué sitio de África. Parece que su amigo tiene que resolver allí algún asunto. - ¿Os vais a África? - Sí, mañana. - ¿Y cuando volvéis por aquí? - No volvemos. Desde allí el amigo se marcha de nuevo a Madrid y nosotros..., a vivir nuestro amor una temporada. Me quedé desolada. Si se marchaban ya no podría seguir indagando, aunque ¿qué más tenía que ver? ¿no estaba bien claro? Querría haber preguntado más a Marina sobre su romance con el marido de mi amiga, pero no pude porque ellos se acercaron sentándose a nuestro lado. Los tres se pusieron a charlar de lo que tenían que hacer en algún poblado de la costa africana. - ¿Cuándo se lo dirás a ella? -preguntó Marina al amigo. - Cuando esté todo en marcha. De momento nada le he dicho. - Me gustaría ver su cara cuando se lo digas, pero nosotros no podremos estar allí. Estaremos navegando por el sur. 28

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No me interesaba su conversación y, poniendo una disculpa, me despedí para subir a la habitación. Tenía que hablar con Enriqueta, seguramente esperaría impaciente mi llamada. Sentía una extraña presión en la boca del estómago y hubiera dado cualquier cosa por no tener que darle tan malas noticias. Pero yo estaba allí para informarla de la verdad y, la verdad, confirmaba con creces sus sospechas. Mi habitación daba a la piscina, a través de los visillos del balcón, les observé. El amigo no estaba y ellos se basaban sin preocuparles quien pudiera verlos. ¿Cómo podían tener tanto descaro? Mi observación se detuvo en Marina. El bañador delataba un exceso de peso ¿Cómo podía una persona tan vulgar, tan descarada y que había sido la amante de tantos hombres, robar el marido a una persona bella, distinguida, honesta y mujer de un solo hombre? Me acerqué al teléfono con verdadero pesar. Aquella llamada llevaría la desgracia a Enriqueta. Pero tenía que hacerlo; ése había sido el trato. Marqué el número y esperé, notando los latidos de mi corazón en la garganta; las manos me sudaban y no sabía cómo empezar: "Lo siento Enriqueta, pero tenías razón..." "Enriqueta, siento darte malas noticias..." "¡Hola, ¿cómo estás?"... - Dígame -contestó una voz masculina que me dejó perpleja. - Diga -volvió a repetir. - Por favor, la señora de Ruano Alvarado - La señora no se encuentra en este momento. Si quiere dejar algún recado. - Solamente quería hablar con ella. Dígale que la ha llamado su amiga desde Tenerife; la volveré a llamar esta noche. Respiré tranquila al no encontrarla, así tendría más tiempo para pensar en todo y, principalmente, en la forma de darle la desagradable noticia respecto a la infidelidad de su marido. Traté de no coincidir con ellos el resto del día, me incomodaba su presencia; sin embargo, cuando bajé a cenar, me habían guardado sitio en su mesa. Mientras estaba allí noté la vibración del móvil pero no contesté. Sabía de quien era la llamada y, en esos momentos, no era oportuno hablar con Enriqueta. En realidad, había tomado la determinación de no decírselo por teléfono. Como al día siguiente, tomaría el vuelo de regreso, era preferible darle la mala noticia en persona para tratar de paliar su sufrimiento. Terminada la cena, el amigo se despidió de todos y se subió a la habitación. Alberto y Marina querían ir a bailar. 29

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- ¿No irás a hacer tú como el soso de Miguel? -preguntó Marina riendo. - Pues sí; voy a hacer lo mismo -contesté. Me levanté de la mesa y desaparecí con la rabia de no poder decirles lo que pensaba de los dos. Al día siguiente, mientras ellos navegaban rumbo a África, yo tomaba el vuelo de vuelta a Madrid. Llegué a casa de Enriqueta y llamé a la puerta. Estaba arrepentida de haberme ofrecido a descubrir las relaciones ilícitas de su marido. "¡Quién me mandaría a mí!". Me abrió el mayordomo y me hizo pasar a un gran salón. - La señora la recibirá enseguida -dijo alejándose y cerrando la puerta. Paseé la vista por la estancia decorada con gusto, observando las distintas figuritas que reposaban sobre los muebles de caoba. En la repisa de mármol de la inmensa chimenea había una fotografía de ella con su marido; me acerqué para verla mejor... "¡No puede ser!". Casi se me cae de las manos. Se abrió la puerta y apareció Quety, elegante, altiva, bella, majestuosa; como era ella. Yo no había salido de mi asombro y, antes de informarle, le pregunté: - ¿Cómo se llama tu marido? - Miguel -contestó extrañada- ¿Por qué me lo preguntas? Fui hacia ella y la abracé emocionada. Ella me apartó intrigada. - ¿Qué pasa? Hay otra mujer, ¿verdad? Estoy preparada; dime lo que sea. -Te diré únicamente que te fijes mejor en el asiento que ocupa tu marido en los aviones. No habían pasado ni quince días, cuando Quety me llamó por teléfono para informarme emocionada: - Miguel ha fundado un albergue para acoger a niños africanos con problemas... ¡Y llevará mi nombre! -comentó feliz- ¿Te das cuenta? Será como tener un montón de hijos.

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Paseo por el bosque Llegamos bastante cansados después de un paseo largo, bajo los rayos de un sol abrasador. Arturo pasó directamente a la cocina, abrió la nevera y sacó una cerveza que empezó a consumir con ansia. Yo me fui a la ducha y dejé el agua fresquita resbalar a lo largo de mi cuerpo, desde la cabeza a los pies. En la intimidad del cuarto de baño, pensé en los desagradables cambios que había dado nuestra vida en tan poco tiempo. Llevábamos dos años de convivencia y las cosas no marchaban como al principio. Cuando nos casamos lo hicimos realmente enamorados. Arturo tenía una colocación bien remunerada como empleado de Banca y yo había terminado mis estudios de filología. Éramos jóvenes y queríamos disfrutar de la vida antes de pensar en llenarnos de chiquillos. En vacaciones de verano, acudíamos a un pueblecito malagueño donde disfrutábamos de una inmensa playa y de buena comida consistente en ensaladas y pescaditos fritos, recién traídos del mar. Nuestro cuerpo adquiría el color moreno propio de la estación y, cuando volvíamos a casa, se retomaban los días monótonos de madrugar, trabajo, contrariedades en el Banco y acostarse pronto para madrugar y comenzar un nuevo día tan rutinario como los anteriores. Los fines de semana los dedicábamos a las dos familias, alternando para dar gusto a todos: "Una semana con tus padres, otra con los míos" Mientras Arturo estaba en la oficina, yo hacía las tareas domésticas, la compra, la comida... Cuando llegaba él, cerca de las cuatro, todo estaba dispuesto para recibirle. La mesa puesta, el guiso bien condimentado y yo con mi mejor sonrisa. Nos sentábamos uno frente al otro e intercambiábamos comentarios variados sobre los acontecimientos del día. Pero no tardó en ir transformándose, aquella primera armonía, en una indiferencia total. Me esmeraba en la cocina pero él comía en silencio sin hacer ningún comentario sobre mi arte culinario. Comenzaba a comer lo que le pusiera delante, bajaba la vista al plato como si allí hubiera algo que le interesara de una manera especial y no cruzábamos ni una palabra. 31

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Alguna vez me atrevía a preguntar: - ¿Te gusta el estofado? Emitía una especie de gruñido ininteligible y ahí quedaba todo. Este comportamiento se iba haciendo cada vez más grave, por eso le propuse que un fin de semana, dejáramos a las familias y fuéramos solos a dar un paseo por el cercano bosque que rodea nuestra casa. - Tenemos que hablar. Cada vez nos hundimos más en este mutismo y ya no tenemos diálogo --le dije-. Me gustaría que fuéramos a dar un paseo el sábado y charlar. - ¿Charlar de qué? -contestó con el entrecejo fruncido - Pues no sé... De cualquier cosa. Pero me apetece que hablemos -me puse nerviosa- y que paseemos juntos -miré su adusta cara y ya estaba arrepentida de haber hecho tal proposición. Por lo tanto concluí-. Es que parecemos dos extraños. Salí del baño refrescada y fui a la cocina. No estaba, había salido al porche con su cerveza. - ¿Te apetecen unas aceitunas? -pregunté. Me miró como si no me conociera y luego mirando al bosque que había sido nuestro lugar de paseo hizo un movimiento afirmativo con la cabeza: - Si, no es mala idea, coge otra cerveza para ti y ven a sentarte. Aquí se está bien. Hice lo que me indicó y me senté a su lado. Pasamos unos minutos en silencio y al fin fue él quien comenzó: - Querías un paseo para hablar y no has dicho nada. - Es que me intimida tu actitud -respondí mientras le miraba fijamente. Iba a tomar un sorbo de cerveza pero se interrumpió para preguntar irónico: - ¿Desde cuando tengo tanto poder sobre ti para intimidarte? Me miraba con insistencia y su sonrisa sarcástica me sacaba de quicio. Me recosté en la butaca y traté de encontrar las palabras apropiadas para dejar escapar de mi corazón todo lo que me hacía daño; todo lo que callaba a diario viendo como nuestro matrimonio se derrumbaba; todo lo que me quitaba el sueño desde hacía mucho tiempo. Pero no conseguía articular palabra; mi lengua estaba agarrotada y él seguía mirándome y sonriendo, disfrutando con mi aturdimiento. - Hubo un tiempo que fuimos muy felices -dije al fin-. Pero no sé qué ha pasado para que ya no lo parezcamos. Mi voz sonó rara y mis palabras salieron entrecortadas; tragué saliva y seguí, aprovechando que Arturo bebía cerveza. 32

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- Me gustaría que al llegar de la oficina, me contaras algo en lugar de sentarte a leer el periódico y encerrarte en un mutismo absoluto. - ¿Y qué te voy a contar? -ya no reía, hablaba con el entrecejo fruncido y los dientes apretados- ¿Qué sabes tú de los problemas de la oficina? ¿O prefieres que te diga que mi secretaria está muy buena? Me levanté de la butaca de un salto y fui lo suficientemente cobarde para no aprovechar la ocasión y decirle a la cara lo que me contó Margarita, la esposa del director: "Te lo digo porque te quiero. Pero en la oficina se rumorea que tu marido es demasiado atento con su secretaria". Le miré con rabia pero él sostuvo mi mirada hasta que bajé la vista. No había solución; nuestro matrimonio naufragaba sin remedio. No merecía la pena seguir hablando, me despedí y me acosté. Por la mañana salió más pronto de lo habitual con su maletín de viaje. - ¿Te marchas? -pregunté - Tengo un congreso, estaré fuera unos días. - ¿Te acompaña alguien o vas solo? -volví a preguntar por decir algo y quizá esperando un beso de despedida. - ¿Preguntas o indagas? -fue su respuesta. Ya no había nada más qué decir. Se fue y se guardó el beso. Tenía hora para el médico porque hacía unos días me encontraba cansada. Me venía bien tener una disculpa para salir de casa y no pensar. Al volver recogí el correo. Había una carta de Arturo y la abrí nerviosa. "Me dirá cuando vuelve. Quizás me pida excusas por su comportamiento" La tarde caía y los últimos rayos de sol dejaban ráfagas anaranjadas en el horizonte. Mirando el atardecer, decidí irme a la playa. Necesito un poco de aire marino. Allí pensaré mejor en todo. Hice la maleta y me fui al apartamento de verano. Sentada en la playa miraba hipnotizada el reflejo luminoso del sol meciéndose suavemente sobre el tenue oleaje, pero mi pensamiento estaba muy lejos. Lejos de aquel tranquilo mar que contemplamos tantas tardes juntos. Ahora él se había marchado. "Se ha marchado. ¿Por qué? ¿Qué hice mal?" Era la pregunta que martilleaba mi cabeza, desde su marcha, sin encontrar una respuesta lógica a su comportamiento. Nuestra felicidad fue un espejismo que desapareció pronto. Al principio, cuando guardábamos cierta complicidad en la mirada y sin 33

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decir nada lo decíamos todo; cuando reíamos de las mismas cosas; cuando teníamos las mismas apetencias... Cuando éramos capaces de pasar una tarde, contemplando el mar, uno al lado del otro, sin palabras, sin miradas..., solamente con el contacto de nuestras manos entrelazadas..., éramos realmente felices. Entre mis manos temblorosas, medio arrugada de tanto manosearla, sostenía la carta que había recibido. Todo había comenzado el verano pasado con la llegada de Samanta. Samanta llegó una tarde del mes de Junio con la idea de pasar unos días agradables en nuestra compañía. - Estaré a lo sumo una semana. Lo justo para charlar con vosotros y saber de vuestra vida... -había dicho en su carta. - Para eso no hace falta que venga... -dijo Arturo-, con llamar por teléfono... Pero a mí me hacía ilusión ver a mi amiga, conversar con ella y recordar nuestros años de estudiantes. Por este motivo le rogué se quedara algunos días más. Nunca pude imaginar que su estancia hiciera naufragar mi matrimonio. Primero fueron unos celos terribles e infundados por parte de Arturo. - Nunca has tenido conmigo tantas ganas de hablar como con ella -me decía cuando, después de una larga jornada de bromas y comentarios entre nosotras, sobre nuestra antigua amistad y las innumerables y cómicas anécdotas que recordábamos con nostalgia, quedábamos a solas en nuestro dormitorio. Llegó el momento de partir, después de una estancia que a mí me pareció muy corta y a mi marido muy larga. La llevamos al aeropuerto y, cuando Samanta y yo nos dimos el abrazo de despedida, teníamos los ojos llenos de lágrimas. Camino de casa, Arturo no despegó los labios. Yo tampoco. De vez en cuando le miraba de reojo y su semblante, hosco y taciturno, alejaba de mí toda intención de comentar algo. Sin embargo al llegar a casa dije: - Bueno... ¡Solos otra vez! Me miró como si acabara de verme, con cara inexpresiva, no dijo nada. Siguieron días de miradas esquivas, de silencios, de llegar tarde a casa, de vidas separadas en habitaciones separadas... ¡De vacío total! - ¿Quieres que vayamos a la playa...? El aire de mar nos sentará bien -fue mi proposición para volver al pasado, a la comunicación, al buen entendimiento... A terminar con aquella situación que ya se estaba haciendo insostenible. 34

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Solo obtuve un movimiento negativo de cabeza y una especie de gruñido para decirme que tenía cosas qué hacer. Me fui sola. Necesitaba salir de casa, pensar relajadamente, tomar soluciones... "No podemos seguir así" Cuando volví, Arturo se había marchado. Ni una nota con una pequeña explicación. Faltaba su maleta y sobre la mesilla de noche, como hacía siempre, había dejado las llaves del coche. Tardó tres días en volver; ni una explicación de su viaje. Pero la alegría de que hubiera vuelto me llenaba lo suficiente para no hacer preguntas. Volvieron los días sin comunicación, sin palabras, y mis deseos de dar aquel paseo por el bosque para acabar con el aislamiento. Leí de nuevo la carta que tenía entre mis manos, porque no terminaba de creer su contenido: "Siento haberme marchado como lo hice. Me imagino que no comprenderás por qué me fui tan de repente sin anunciártelo de antemano, pero me resultaba difícil darte explicaciones. Tienes razón: ya no hay diálogo entre nosotros. Ni nada de nada. En realidad la culpa de todo la has tenido solamente tú. Yo no quería que Samanta viniera a nuestra casa. Al principio me resultó incómoda su presencia pero, sin que ninguno de los dos lo propusiéramos, nos enamoramos y decidimos huir para disfrutar nuestro amor. Espero que puedas comprenderlo. Hasta siempre." Me acerco todas las tardes a la playa. Está desierta; el verano ha quedado atrás y no hay veraneantes. Toda la playa para mí sola. Me siento en la arena mirando la puesta de sol en el mar y dejo correr mi imaginación añorando el tiempo pasado, llorando el presente y esperanzada ante un incierto futuro. Pensando en lo que debía haber sido, pero que no fue... "¡Ni siquiera pude decirle que íbamos a tener un hijo!"

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¡Vamos Luty! Al parque Después de fallecer mi marido, mis hijos se hicieron grandes demasiado deprisa y comenzaron a volar del nido. Fue entonces cuando las horas, los días y los meses, se me hacían eternos. La casa, demasiado grande para mi sola, me abrumaba. Los dormitorios se fueron cerrando, el comedor grande también; la cocina, enorme para tener tan poco qué cocinar. Habíamos quedado solas Marcela, la muchacha externa que venía solamente por las mañanas, mi perrita Luty y yo. Luty era testigo mudo de mis noches en vela, de mis días largos y aburridos y de mis lágrimas silenciosas. A veces me miraba como si comprendiera; entonces yo me enjugaba las lágrimas y le sonreía; ella se acercaba a mí y se tumbaba a mis pies. Todas las mañanas y todas las tardes, salíamos juntas a pasear. A Luty le encantaban estas salidas pero a mí me daban verdadera pereza. Íbamos juntas al parque cercano, donde Luty se encaminaba rápidamente a su árbol predilecto; yo, provista de una bolsa de plástico, la seguía para recoger lo que ella depositaba allí; siempre lo mismo, del mismo tamaño, del mismo color y con el mismo perfume. Mientras lo recogía, Luty me miraba complacida, moviendo el rabo, como si lo que acababa de hacer fuera toda una proeza. Después, la dejaba corretear un buen rato y de nuevo a casa. Así un día y otro día. Sin nada más qué hacer, ni dónde ir y lo peor de todo: sin nada en qué pensar, ni nadie con quien hablar. Las revistas del corazón me asqueaban, las novelas me aburrían, la televisión me cansaba y las labores... ¿Para qué o para quién hacerlas? A veces sonaba el teléfono y era alguno de mis hijos para establecer una de sus "largas" charlas conmigo: - Hola, mamá. ¿Cómo estás? - Bien hijo. ¿Y vosotros? 36

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- Estupendamente también. - ¿Los niños? - Creciendo y dando guerra - Es natural. - Te dejo, mamá. Tengo mucha prisa. Ya te llamaré con más calma. - Bueno, hijo. Besos a todos. Después de tan amena y distendida conversación, mi tristeza alcanzaba límites insospechados, porque sabía que eso de "ya te llamaré con más calma", no era cierto. Pasarían varios días antes de volver a recibir una nueva llamada, tan insulsa y tan corta como las demás. Otras veces, llamaba yo. Se ponía la empleada. Siempre se ponía la empleada. - Hola Nieves, o Dominga, o Nicoletta (mi hija tenía una muchacha italiana). - Hola señora ¿Cómo le va? - Bien, gracias ¿Están por ahí mis hijos? - Lo siento, señora. El señor no ha venido de la oficina, la señora está reunida con sus amigas y los niños en el colegio. De fondo oía al perro, todos mis hijos tenían perro, que ladraba sin parar. Quizás fuera el único con quien habría podido mantener una buena conversación. Dos hijos y una hija... Y estoy completamente sola. Muchas veces me pregunto qué he hecho mal, en qué he fallado. Mis nueras y mi yerno, van con harta frecuencia a visitar a sus madres y ninguna es viuda como yo. Tienen la compañía de sus maridos, cosa que por desgracia no me ocurre a mí. Pienso si mis hijos harían lo mismo si viviera su padre. Quizá ven tristeza en esta casa y por eso huyen. Cierto día sonó el teléfono pero no era ninguno de mis hijos. - ¿Doña Blanca, por favor? -interrogó una voz masculina desconocida para mí. - Sí. Soy yo - ¿Doña Blanca García? -volvió a preguntar. - Sí. - Soy Esteban Expósito. - ¿Quién? - Esteban Expósito. ¿No me recuerdas? Claro, ha pasado demasia37

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do tiempo. Sin embargo yo sí recuerdo a la mujer más bella de la academia de baile "Susana". Mientras relataba el pasado yo fui devanando la madeja de mis recuerdos para ubicar a Esteban en algún pasaje de mi larga vida. Por fin se hizo la luz: - ¡Ah! ¡Sí! Ya te recuerdo. Bailabas muy bien. ¿Seguiste la carrera? Había pasado demasiado tiempo y apenas recordaba al muchacho enclenque, con piernas muy largas y flexibles y movimientos gatunos, que se retorcía de un modo increíble a la velocidad del rayo, llegando a superar a la propia profesora. Era feo y desgarbado, pero tenía madera de bailarín y la profesora nos lo ponía siempre de ejemplo. Al casarme dejé el baile. Bueno, el baile, la carrera, las salidas con amigas, y todo lo que había sido mi vida hasta entonces. Y también dejé de ver a mis antiguos compañeros de la academia "Susana". Esteban Expósito siguió: - Me casé y tuve que ponerme a trabajar. Las galas no eran suficiente para alimentar una familia compuesta por una madre, una esposa, dos niños y yo. - Bailabas muy bien. Dime Esteban, ¿cómo me has encontrado? - Di mejor ¿cómo me has seguido? Porque yo siempre he sabido de tu vida. Con quién te casaste, dónde vives, los hijos que has tenido, con quién se han casado tus hijos... Todo. ¿Ya no recuerdas lo mucho que te apreciaba? Sí, ya lo creo que lo recordaba. Más que aprecio era agobio. Me seguía como un perro fiel, me invitaba a refrescos, me ayudaba con los ejercicios difíciles y... un buen día se me declaró abiertamente. "No duermo, no vivo, estoy a todas horas embobado pensando en ti..." Después de esta exposición de los muchos trastornos que mi persona le causaban, terminó por pedirme en matrimonio. Como yo no sentía por él más que amistad, o mejor dicho, compañerismo durante el tiempo que duraban las clases de baile, su proposición no tuvo el éxito que esperaba. Después se volvió taciturno y hasta la profesora le afeaba continuamente sus fallos: - No te centras en lo que estamos. Un, dos tres y salto, luego flexión... ¡Vamos, Esteban! Que tú sabes hacerlo mejor. Al cabo de tres semanas, conocí a Rodolfo y empecé a salir con él. Un año después nos casamos. Yo había dejado la academia meses antes porque a Rodolfo le parecía "una tontería lo de las clases de baile". Estaba lo suficientemente enamorada para hacerle caso. 38

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Y ahora, después de toda una vida, vuelve Esteban al presente. No sabía qué decir y opté por preguntar por su familia. - ¿Dices que estás casado? - Sí. Me casé poco después que tú. Y he enviudado hace un año. - ¿Tienes hijos? - Dos. La pareja. A mí se me había acabado el diálogo con aquel hombre que nunca representó nada en mi vida y ahora aparecía de repente. Pero él siguió: - ¿Qué te parece si quedamos para charlar del pasado? Supongo que me permitirás verte. Bueno, verte te he visto muchas veces. Quería decir si me permites que te invite mañana a almorzar y hablamos. Estaba descolocada. ¿Cómo que me ha visto muchas veces? ¿Cuándo y dónde? La curiosidad venció a las ganas de volver a verle, y acepté su invitación. Al día siguiente estábamos sentados, uno frente al otro, en la mesa de un restaurante mejicano. - No conozco la comida mejicana por lo tanto pide tú por los dos -propuse. Después de pedir, cuando se alejó el camarero, me tomó las manos y se quedó largo rato mirándome con una sonrisa de felicidad que me causó pena. Estaba muy cambiado. La edad le había favorecido. Perecía más alto y más corpulento aunque igual de feo que antaño. Elegantemente vestido: traje azul oscuro, camisa de un blanco impoluto, corbata roja con lunares azules donde lucía un alfiler con un brillante a juego con los gemelos. Aunque hice un recorrido rápido, saqué la conclusión que disfrutaba de una económica desahogada. Como estaba allí con él, no me iba a quedar sin enterarme de todo. - ¿Qué tal te ha ido en la vida? ¿Dónde trabajas? - Pues como te comenté por teléfono dejé la academia "Susana". Mi novia estaba embarazada y tuve que buscar rápidamente algún trabajo para poder casarnos. Ese incidente torció mi futuro, todo por tu culpa -dijo riendo. - ¿Por mi culpa? ¿No me irás a decir que la dejé embarazada yo? añadí riendo también. - No, pero todo pasó el día de tu boda. Yo estuve en la iglesia viendo cómo dabas el sí a otro -calló un rato observando muy serio mi perplejidad-. Ya sabes cuales eran mis sentimientos hacia ti. Salí de la iglesia y me fui a una discoteca. Allí estaba Rocío, bailando alegremente. Enseguida hicimos pareja y ahí empezó todo. Bebimos, bailamos, y apenas habían 39

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pasado dos meses me dijo lo de "una falta" y todo eso. Yo no tenía nada qué perder y pensé que, al tener un hijo, conseguiría olvidarme de ti. Calló y, con la vista en el mantel, jugueteaba con el tenedor y una miga de pan. Yo seguía muda; no encontraba palabras y su silencio me resultaba muy embarazoso. Llegó el camarero para llenar nuestras copas de vino. Lo miramos como si se tratara de un extraterrestre. Se alejó de nuevo, Esteban me miró, y volvió a apropiarse de mi mano. - Te estarás preguntando qué hago aquí, contándote todo esto. Quizá hasta estés arrepentida de haber aceptado mi invitación. - Te equivocas. Estoy encantada de volver a verte, de encontrarnos después de tanto tiempo, de contarnos nuestras vidas, de estar aquí -fue mi sincera respuesta, dejando mi mano entre las suyas. Había algo en él desconcertante. En lo físico se parecía al Esteban bailarín pero, en lo afectivo, era un hombre con unos valores desconocidos para mí. Aunque pensaba si querría volver a conquistarme, lejos de rechazarlo, me atraía la idea de verme festejada por alguien. De volver a sentirme viva. Mis hijos no tenían tiempo para mí, pero él sí parecía tenerlo. Volverían las largas conversaciones telefónicas, los paseos con un hombre en lugar de con un perro y los almuerzos acompañada. Sí, la idea empezaba a gustarme. Y él parecía tan enamorado como antes. - ¿Dónde trabajas? -volví a interrogar. - Pues cuando dejé la escuela me coloqué. Trabajaba por las mañanas de ordenanza en una oficina. Pero el sueldo no era mucho y por las tardes empecé a dar clases de baile, que era lo mío, en la academia de un amigo de mis padres. Era un señor mayor, soltero y sin hijos y, al morir, me dejó todos sus bienes entre los que estaba la academia. Ésta fue la base para llegar a conseguir la cadena de academias que tengo ahora. Ya no bailo. Estoy, digamos, de supervisor. Seguimos viéndonos los días siguientes, almorzando o cenando en distintos restaurantes. Yo ya no esperaba la llamada de mis hijos con tanto anhelo, pero sí esperaba la de Esteban, porque esta me llegaba con seguridad todos los días. Siempre se mostraba respetuoso y obsequioso; muchas veces al terminar un almuerzo, levantaba la copa y brindaba por los viejos tiempos y por los actuales. 40

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Cada día, al despedirnos, me daba un beso en la mejilla y esperaba hasta verme entrar en el ascensor. Poco a poco fui albergando la esperanza de oírle decir lo que, según parecía, llenaba su corazón desde hacía treinta años. Pero no se decidía; quizá temía que si lo hacía, yo volvería a desaparecer. Por lo tanto, me correspondía dar el primer paso y hacerle ver que todo había cambiado, confesarle mis sentimientos de ahora, tan distintos a los de antaño, hablarle de mis soledades y decirle que me gustaría darle la felicidad que no le di entonces. "Se lo diré mañana". Al día siguiente me llamó para decirme que no podía venir porque iba a estar todo el día en una de sus academias. "Estamos a finales de mes y tengo que hacer balance. Tardaré dos días". Esos dos días se me antojaron largos e insoportables. Tenía la seguridad de sentir por él, ahora, algo muy distinto de hace treinta años. Cuando, pasados esos dos días volvió a sonar el teléfono, salté de la butaca como una colegiala enamorada y corrí a contestar. - ¿Ya has terminado? -pegunté. - Sí. Ya está todo listo. Te voy a llevar hoy a un restaurante nuevo. - Me da igual donde vayamos -contesté a manera de anticipo de mi declaración de amor-. Estando contigo tengo suficiente. Ese es mi mayor deseo. Por el auricular no se oía nada; ni tampoco un golpe de que se hubiera caído, desmayado por la emoción. Esperé un rato pero al ver que seguía el silencio, pregunté: - ¿Estás ahí? - Sí. Aquí sigo -hubo otra pausa-. Hoy te quiero decir algo. - Yo también. Hasta luego. No había terminado de arreglarme cuando sonó el timbre de la puerta. Marcela abrió. - Buenas ¿Está la señora? Era la voz de Esteban y me extrañó. Nunca había subido y yo no le había invitado. Salí a recibirlo con la interrogante en los ojos. - Necesito hablar contigo -dijo con un hilo de voz. - Pasa, pasa -le indiqué la puerta del salón y luego una butaca. Parecía que le costaba trabajo hablar y estaba bastante nervioso. "Algo ha salido mal en las cuentas del negocio" pensé. - Necesito decirte que hoy será nuestro último almuerzo juntos. Me voy a casar con una alumna; es muy celosa y se ha enterado de nuestros 41

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encuentros. Hace apenas una hora me ha llamado por teléfono y, a pesar de decirle que entre nosotros no hay nada, que tú nunca me has querido y que sólo nos une una antigua amistad, se ha enfadado mucho: "O ella o yo", ha gritado. Ya ves qué bobada. - Sí, qué bobada -no daba crédito a cuanto estaba oyendo-. Pero continué- si es tan celosa, por otro lado cosa lógica, ¿por qué me has buscado, por qué hemos estado viéndonos? No comprendo nada. - Yo no podía volver a casarme sin saber si seguía enamorado de ti. Ya tuve bastante calvario en mi primer matrimonio, fingiendo querer a una y estar pensando en otra. Necesitaba sacarme esa espinita. Ahora estoy seguro. Hubo unos momentos tensos de silencio. Tragué saliva y poniéndome en pié abrí la puerta del salón. Él se levantó también. - Tienes razón. Es preferible no vernos más -dije con una amplia sonrisa-. Ya te has sacado la espinita y yo no quiero hacer sufrir a tu novia. - Tenías algo qué decirme, ¿no? -preguntó ya en la puerta. - Sí. Que me iba unos días con mi hija Alicia. Se fue. Cerré la puerta y llamé a mi hija para preguntarle si podía ir a pasar unos días con ellos. Esta vez, se puso al teléfono directamente Alicia. - Mañana nos vamos a la playa y ya sabes que el apartamento es justito para nosotros. Cuando vuelva te llamaré ¿Conforme? Luty me miraba con sus ojos cándidos. Le pasé la mano por la cabeza: -¡Vamos, Luty!. Al parque.

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Anillo de compromiso Cuando Daniel abrió la puerta de la desordenada alcoba, en la misma cama en la que él y Elisa hicieran el amor durante todo un año, pudo ver el revoltijo de dos cuerpos entrelazados, del que sobresalían piernas, brazos y jadeos... Fue un brutal impacto. Los amantes ni siquiera notaron su presencia. Daniel salió dando un portazo. Se dirigió a la calle, hundido en el desconcierto. El corazón, por momentos acelerado, a ratos sin palpitaciones; con ganas de vomitar, y el estómago vacío a la vez; el rostro encendido, y las manos heladas. Corría, sin prestar atención a la lluvia que, implacable, caía sobre él. Los cabellos se le pegaban a la cara dejando regueros de agua que se fundían con sus lágrimas. Se metió en el coche conduciendo despacio porque casi no veía el camino. Entraba en una calle sin saber cómo había llegado a ella y tomaba la siguiente ignorando dónde le llevaría. Era como si el mundo se moviera en torno a él, para alejarle de aquella habitación donde había permanecido inmóvil, falto de fuerza para reaccionar. Al llegar al portal de su casa, se detuvo de pronto; aún no podía creer lo que acababa de ver... ¿Por qué me he marchado como un cobarde, sin hacer frente a la situación, sin ver su reacción al verse sorprendidos, sin escuchar explicaciones absurdas?. Me he portado como si el culpable fuera yo; como si el infiel fuera yo. ¡Qué estúpido comportamiento el mío! - Qué estúpido mi comportamiento -volvió a repetir Daniel y dio media vuelta. Quería unas explicaciones, necesitaba oír de la propia Elisa sus disculpas. Iba demasiado deprisa. Los kilómetros en la autopista pasaban a excesiva velocidad. 120, 130, 140... La sirena del coche policial, le hizo volver a la realidad. Se detuvo en el arcén, siguiendo las indicaciones del 43

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agente, quien, después de pedirle la documentación, le preguntó si miraba el velocímetro cuando conducía. - Perdone agente. Es que he tenido un contratiempo con mi prometida y voy a intentar aclarar la situación. Su sensación de desamparo hizo que buscara en el policía el sentido de justicia que le había sido negado por la traición de Elisa y le contó al agente lo que le había pasado y su estúpida reacción al salir corriendo en lugar de enfrentarse a lo hechos. Le confesó su desesperación viendo en brazos de otro a la mujer de su vida; le habló de su desolación al ver derrumbados todos sus sueños de futuro al lado de ella. El policía le escuchaba en silencio, pensando en el sufrimiento que tendría aquel hombre para contar a un desconocido la infidelidad de su novia. La voz le temblaba cuando dijo: - Vaya más despacio. Algún compañero mío, quizá no sea tan benévolo y le multe -. Luego, el agente, azorado por lo que acababa de escuchar, siguió haciendo su ronda. Daniel llegó al apartamento, abrió la puerta y... - ¡Pero Marta! ¿Qué haces tú aquí? - Nada. Estoy esperando que llegue Elisa; he quedado aquí con ella. Marta se mostraba nerviosa y Daniel pensó con alegría que había cometido un error. El nerviosismo de Marta la delataba. "Le contaré a Elisa cómo emplea el apartamento su amiga cuando ella no está", pensó satisfecho. Poco después llegó Elisa. A pesar de seguir la persistente lluvia, ella se había guarecido bien, porque no estaba mojada. Daniel, al verla, la abrazó con amor. Elisa se dejó abrazar mientras miraba, por encima del hombro de Daniel, a Marta, todavía temblorosa. - Me tienes que disculpar, amor mío. A veces los celos me matan y temo que me puedas engañar con otro -dijo Daniel a manera de disculpa. - ¿Por qué dices eso? Cariño, ¿te doy yo motivos para pensar mal de mí? ¿Es que te ha pasado por la cabeza que te pueda ser infiel? Dicho esto, tomó el rostro de él entre sus manos para darle un beso 44

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en los labios. Pero no llegó a ello; algo faltaba en su mano y se estremeció: "¡El anillo de compromiso!" Aquel molesto anillo que siempre se quitaba cuando estaba con su amante. Esta vez, cuando dos horas antes oyeron el portazo que diera Daniel al salir, ambos amantes se vistieron con tal premura que Elisa se olvidó del anillo. Mientras ella se retocaba en el cuarto de baño él se puso su uniforme de policía de tráfico y reanudó su servicio con toda normalidad, hasta que detuvo a un pobre loco que iba a 140 kilómetros por hora. Elisa, se deslizó a la alcoba con una disculpa: - Voy a cambiarme de ropa. -dijo. Allí, sobre la mesilla estaba el anillo que inmediatamente volvió a su dedo. "Todo solucionado", pensó mientras respiraba tranquila. Al volverse, encontró los ojos de Daniel quien, de nuevo sombrío, la observaba desde la puerta.

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El patio de mi casa Cuando compramos una nueva casa yo tenía ocho años. Era un niño muy medroso y las grandes proporciones de aquel hogar, me sobrecogían. Comprendía que éramos muchos de familia y necesitábamos un espacio más amplio para poder movernos. Mis cinco hermanos, todos mayores que yo, estaban felices disponiendo de una habitación independiente, donde podían estudiar sin ser molestados por el resto de la familia. Para mí, lo mejor de la nueva casa, era el inmenso patio que había en la parte de atrás. Era un lugar tranquilo donde pasaba las tardes jugando, hasta que empezaba a oscurecer. Entonces comenzaba mi pesadilla. Llegaba la hora de acostarse y tenía que dormir solo. Pero, si bien no podía sobreponerme al miedo, jamás conté a nadie mis temores... Bueno, solamente a mi hermana Rosalía. Rosalía, un año mayor que yo, jugaba conmigo en el patio. Me hubiera servido de gran consuelo que ella también tuviera miedo porque así me comprendería, pero... "¡Va! ¡Qué bobada es el miedo!", decía displicente. Cierto día, mientras jugábamos, escuchamos un ruido extraño, al fondo, entre unas macetas de hortensias y varios trastos. La reacción de los dos fue totalmente opuesta. Yo corrí alejándome del ruido y me subí a una banqueta; Rosalía fue hacia él decidida a averiguar qué lo producía. Desde la distancia, la vi hurgar con un palo entre las macetas. El ruido se extinguió por unos minutos. Ella seguía allí, afrontando el peligro, y yo, cobarde perdido, subido en la banqueta. La admiraba y odiaba al mismo tiempo, porque mi complejo de cobarde se hacía más ostensible ante su arrogante valentía. Al poco rato, el ruido comenzó de nuevo y Rosalía reemprendió su ataque. Un enorme bulto negro apareció de pronto rugiendo como un 46

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león. Rosalía, sin inmutarse, le sacudió un palo, y a mí se me doblaron las piernas y me caí de la banqueta. Nuestra gran sorpresa fue cuando el bulto negro comenzó a hablar: -¡Rosalía para, para!... ¡Que soy yo!... Debajo de aquel saco negro estaba mi hermano Carlos que había querido burlarse de nosotros... Quiero decir, de mí. Porque, mientras Rosalía quedaba como aguerrida guerrillera, yo..., mejor no lo digo. Fui el hazmerreír de toda la familia. Mis hermanos decían, mientras mostraban sus puños cerrados: "Rosalía así; tú ni esto". Y juntaban los dedos índice y pulgar. Me sentí humillado hasta llegar, en la soledad de mi alcoba, al llanto. Y así me persiguió aquel sambenito, hasta que años más tarde, rompí el maleficio enfrentándome a tres gamberros que querían propasarse con "la guerrillera". Desde entonces me convertí en una especie de héroe para mi familia. Pero, por favor: Que nadie me pida que vaya a investigar ruidos extraños en rincones oscuros.

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Muchacho extraño Desde su nacimiento mostró signos anómalos de comportamiento. Comenzó a andar a los siete meses y hablaba perfectamente al año. Sabía leer con bastante corrección a los tres años. Nunca jugaba con los niños de su edad. Ni veía televisión, ni iba al cine... Su gran pasión era la lectura; primero cuentos, después literatura clásica y más tarde tratados profundos de filosofía. Sus conversaciones eran sumamente aburridas porque nadie lograba comprender lo que almacenaba aquella mente tan excepcional. Terminó con extraordinarias notas las carreras de Medicina, Farmacia, Derecho y Ciencias Políticas. Hablaba perfectamente aparte del español, inglés, francés, alemán, algo de ruso y se defendía con el italiano. Viajó a lo largo y ancho de este mundo, adentrándose en la cultura y costumbres de los pueblos que visitaba. Cuando el amor llamó a su puerta, a los 38 años, se casó... ¡Con una esquimal que conoció en Groenlandia!. Todos se extrañaron de su rara elección y al preguntarle, contestaba: - Ella es analfabeta. Pero... ¡frota tan bien la nariz!

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Peligro en el malecón Aquella mañana no me encontraba bien anímicamente y decidí salir a dar un paseo por la playa. Desde que vivo aquí, tan cerca del mar, es para mi un bálsamo acercarme al mar y respirar el salitre, envuelto en esa nube húmeda y fresca que forma la espuma cuando rompe con furia contra la costa. Por encima del malecón, saltaban peligrosamente las olas. No obstante, y desoyendo el cartel que ponía "Prohibido pasar", una pareja de jóvenes extranjeros, comenzaron el peligroso paseo por el malecón, sorteando las olas que amenazaban con lanzarles al mar. Les grité para hacerles ver el peligro que corrían pero desoyeron mis consejos y por todo comentario me sonrieron moviendo afirmativamente la cabeza. - No se preocupe -dijo alguien a mi lado-. Se ve que su vida vale bien poco para ellos. Tuvieron la gran suerte de llegar al otro extremo sin que una ola los arrastrara al mar. Eso sí, completamente mojados. Llegué a la playa y, después de dar varios paseos por la arena, me senté en una terraza para tomar un refrigerio. Allí estaba la osada pareja tomando sus refrescos, todavía mojados, pero muy tranquilos. Me senté en la mesa de al lado y aunque no soy habladora, les saludé porque me intrigaba la irresponsabilidad de la pareja. - Buenos días -dije con una leve sonrisa. - Contestaron al unísono con un movimiento afirmativo de cabeza. - No sé si os dais cuenta del peligro que habéis corrido -y para ver si su estúpida sonrisa desaparecía, seguí-. He visto caer al mar, el año pasado, a un chiquillo por cometer la misma temeridad. Los miré. Seguían sonriendo impasibles. Su actitud empezaba a irritarme. 49

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- Y lo malo no es que caigáis vosotros, ya que la imprudencia parece ser vuestra diversión. Lo malo es que se arriesguen otros por intentar salvaros. Por aquel niño casi pierden la vida tres socorristas... para sacar solamente un cadáver, dos horas después. La pareja me seguía mirando, tan sonrientes como al principio. Cuando llegué a la conclusión que se estaban burlando de mí y de mi enfado, llegó el camarero. - ¿Se da usted cuenta lo estúpidas que son algunas personas? -dije enfadada señalando a los extranjeros-. Acaban de pasar por el malecón, sin hacer caso de la prohibición y, cuando les estoy recriminando por su insensatez, no solo no me contestan sino que se ríen. - Lo siento, señora -contestó el camarero algo molesto-. Ni entienden el español ni pueden oír lo que les dice. Son sordomudos. Quedé muy contrariada pensando lo bien que habría estado callada y, avergonzada, no volví a mirarlos. Al marchar, se acercaron a mí y me tendieron la mano. Mientras estrechaba sus manos me dijeron algo por señas que no pude entender y se fueron. Llamé al camarero para pedir la cuenta. - No debe nada. Han pagado su cuenta los mudos.

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Vuelta por la Isla Amaneció una de esas mañanas de Primavera, soleadas y alegres. Para disfrutarla mejor, mi único deseo era salir de casa e introducirme en plena naturaleza. Los pájaros, estimulados por sus escarceos amorosos primaverales, llenaban el aire con sus cánticos mañaneros, y las flores de mi jardín mostraban en toda su pureza los colores, iluminadas por los incipientes rayos de sol. Yo llevaba varios días con uno de esos problemas de oficina que me estaba quitando el sueño. Tenía una desagradable compañera que, sin causa aparente, se había empeñado en hacerme la vida imposible y, lo peor del caso, es que lo estaba consiguiendo. Me atacaba despiadadamente, hasta llegar al insulto personal y luego, ante todos los demás compañeros, para mostrarse como una "buena chica", pedía perdón. Hacía dos noches que, cuando me acostaba, los fantasmas del mal comportamiento de esta persona acudían a mi mente alejando el sueño reparador tan necesario para volver a afrontar por la mañana el trabajo y las insolencias de la buena señora. Mi marido me notaba tensa, poco habladora, con el carácter alterado y se extrañó. - Si tienes algún problema y yo te puedo ayudar... Mi marido es una persona encantadora, prudente y siempre pendiente de mi bienestar. Pero estaba demasiado dolida y no quería hablar del tema en ese estado. Siempre tengo la costumbre de guardar las contrariedades y dejar pasar unos días antes de dar rienda suelta a mi enfado; no me gusta decir algo de lo que luego me pueda arrepentir porque me resulta más duro tener que pedir perdón por una contestación brusca. - No, nada... Problemillas de oficina. Ya te contaré. Él sabía que si yo no quería hablar era mejor dejar el tema. Siempre confiaba en mí y sabía que, tarde o temprano, descargaría en él mis pesares. 51

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- ¿Qué te parece si nos vamos a dar la vuelta a la Isla? Con lo que ha llovido tiene que estar muy verde -propuso - ¿Y la oficina? - Que te esperen sentados -dijo guiñándome un ojo- Yo hablaré con Ramón. Ramón, el director, amigo de mi marido desde la infancia, dio toda clase de facilidades. -Por supuesto, ir y divertios. Y si necesita quedarse más días no hay inconveniente; ahora el trabajo está flojo. Tenerife es una isla pequeña y se le da la vuelta en poco tiempo. Nos vestimos con ropa deportiva y fresca, calzado apropiado y puse un carrete en la máquina de fotos. No hacían falta más preparativos. Hacia las diez de la mañana, ya estábamos en marcha. Tomamos, por La Orotava, la carretera de Las Cañadas y hacia allí nos dirigimos, charlando de los malos gobernantes que hunden en la miseria a pueblos hermanos, de la droga que lleva a la tumba a tantos jóvenes, de los últimos acontecimientos que bloquean la paz del mundo y, al final, mientras rodábamos por la serpenteante carretera que asciende a Las Cañadas, salió, porque era inevitable, el tema que me tenía bloqueada a mi. Mi marido me escuchaba en silencio, dejándome explayarme sin interrumpir; pero si de vez en cuando mi enfado subía de tono, hacía rápidos comentarios del paisaje: "Mira qué bonita vista del Puerto" " Está todo muy verde, ¿verdad?" Aquellas interrupciones hacían el mismo efecto que el cortafuegos en el bosque y yo retomaba mi relato serenamente. ¡Bravo por mi marido! Así le descargué mis problemas como hacía siempre. Él me comprendía, me aconsejaba y me ayudaba. Paramos en el bar del Parador a tomar una cerveza. Sentados en la terraza me preguntó: - ¿Y qué más? - Pues lo que más me molesta es que a Ramón no le parece bien que no acepte sus hipócritas disculpas. Parece que todavía la mala soy yo. - Ramón no quiere complicarse la vida. Ya se la complica bastante su mujer -contestó mi marido riendo- ¿Ya me lo has contado todo? - Sí 52

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- Pues entonces, ahora está dentro de mí. Extiende el dedo índice. Sin dejar de mirarle a los ojos, extrañada por su propuesta, extendí el dedo hacia él. Me tomó la mano y colocó mi dedo en un botón de su camisa. - Aprieta -dijo - Pero ¿A qué viene esto? - Aprieta -ordenó Apreté el botón hacia su pecho y comenzó a emitir unos sonidos raros acompañados de un movimiento rotativo de cabeza: - Clic, clac, clic, clac, Traaaatroc. ¡Ya está! - Pero, ¿se puede saber qué haces? -pregunté riendo. - He reciclado todo lo que me has contado, con compañera estúpida incluida. Todo se ha reducido a polvo. Ves qué fácil. - Si, muy fácil, pero mañana volveré a la oficina y... - Y nada. Ves a esa persona, la saludas amablemente manteniéndola a distancia y si te incordia, te haces la sorda. No hay mayor desprecio que no hacer aprecio. Pero, si de todos modos no logras evadirla, aprietas un botón y reciclas. Por la mañana estaba relajada y tranquila. Me había puesto el vestido azul de cremallera tan favorecedor pero, al mirarme en el espejo, me di cuenta que me lo tenía que quitar: - No tiene botones.

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Las manos de la florista Han pasado tres años desde estuve en Chinamada por primera vez. Hoy he vuelto y estoy mirando la puerta de la casa-cueva de Paquita. Está cerrada y no hay nadie para preguntar. Pero seguiré esperando, mientras recuerdo aquella primera vez que me fijé en las manos delicadas de una florista que repartía prendidos de flores, en el Puerto de la Cruz, de Tenerife... Había terminado, con buenas notas, mi carrera de periodismo, y deseosa de comenzar a trabajar, soñaba, como todos mis compañeros, con esa noticia insólita que te lance del anonimato a la fama en un abrir y cerrar de ojos. Mónica, también periodista, y yo habíamos viajado a la isla canaria de Tenerife para gozar de unas merecidas vacaciones. Degustábamos, sentadas en una terraza de la Plaza del Charco, del Puerto de la Cruz, un sabroso refresco que nos acababan de servir. Todas las mesas estaban llenas de gente y a duras penas encontramos una. Nos habíamos colocado debajo de uno de los enormes árboles que sombrean la plaza y, el airecillo del mar que nos llegaba desde el muelle, era tan refrescante como nuestra bebida. - ¡Que bien se está aquí! En Madrid se estarán achicharrando de calor -comenté. - En Tenerife la temperatura es siempre buena -contestó alguien de la mesa de al lado. Mónica y yo, las dos madrileñas, nos conocimos en la Escuela de Periodismo y desde el primer momento congeniamos. - Como vamos a hacer muchas excursiones, podemos empezar a entrenarnos escribiendo un guión sobre este viaje -fue la proposición de mi amiga. - Me parece una buena idea. Apuramos otro sorbo de nuestro refresco; Mónica se recostó en la silla y la vi mirar extasiada hacia la izquierda, en dirección al quiosco de periódicos. 54

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- ¿Qué miras? -pregunté siguiendo aquella dirección. - A la mujer de las flores. - ¿Qué te llama la atención de ella? - Pues..., ¡todo!. Mira, ahí tenemos un buen reportaje. Mónica tenía razón. Recorriendo las mesas y ofreciendo un ramillete de flores venía aquella anciana, pulcramente vestida y mostrando su mercancía con una leve sonrisa. - ¿Sabes lo que te digo? Esta mujer será mi reportaje. Ante la drástica decisión de mi amiga no me quedó nada qué objetar. La anciana era menuda, caminaba algo encorvada, se tocaba con una pamela azul pálido y, colgando del brazo, un cestillo del mismo color lleno de delicados prendidos de flores, uno de los cuales adornaba la pamela. Recorrió todas las mesas del bar con sus flores; nosotras, nos habíamos quedado extasiadas sin poder apartar la vista de aquella mujer. Su vestido, de un blanco impoluto, muy sencillo, se acoplaba a su frágil figura. Tenía andares, pausados y elegantes, de princesa. Cuando se acercó a nosotras, pude observar su cara con más detalle. Llena de arrugas, pero cutis suave y cuidado; ojos claros, con abultadas bolsas debajo, empequeñecidos por los años, pero luminosos, con cierto brillo pícaro; labios, ligeramente maquillados, con una mueca de sonrisa contenida. Por debajo de la pamela le asomaba un mechón de pelo ensortijado, a manera de flequillo. Sus manos... ¡Sus manos!... Es una parte del ser humano que con más interés analizo; por ellas deduzco, o creo deducir, la personalidad de una persona. Las manos de aquella desconocida inspiraban una extraña fascinación: algo descarnadas, blancas, venas transparentes bajo una epidermis sutil, suaves y delicadas, de dedos largos de pianista y uñas muy cuidadas. Cuando sostenía un ramillete para ofrecerlo, sus dedos se encorvaban alrededor de los tallos con suavidad, como si temiera estropearlos. Entonces sus manos se volvían huesudas, las venas se hacían más ostensibles y la epidermis adquiría un tono malváceo. Las mangas del vestido, rematadas con volantes de encaje, caían suavemente sobre ellas, dándole un toque sofisticado. Al llegar hasta nosotras noté un suave olor a violetas. Le compramos dos ramilletes y la invitamos a tomar un refresco. - No, muchas gracias. He de seguir mi camino. 55

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Su voz, algo metálica, temblorosa y susurrante, era sin embargo autoritaria, con un ligero matiz de misterio. Con una leve inclinación de cabeza se alejó. - ¿La volveremos a ver? -pregunté a Mónica - Me da la sensación de que es asidua al café de la Plaza del Charco. Podemos volver mañana para ver si hay suerte. - Veo difícil el reportaje puesto que no admite ni siquiera una invitación. - Yo también pienso lo mismo. Al día siguiente, obsesionadas con la florista y nuestro hipotético reportaje, volvimos al café, tomamos nuestros refrescos y esperamos inútilmente la llegada de la anciana. Antes de marchar le preguntamos al camarero por ella. - ¿Quién? ¿Paquita? Viene casi todos los días. Hoy se conoce que ha vendido todas las flores en otro sitio y se habrá marchado a su casa. - ¿Sabe usted donde vive? - Nadie lo sabe. Llega con su camioneta llena de flores, las vende y se marcha. Es muy buena persona pero nada sociable. - Nos gustaría hacerle un reportaje. - ¡Ni se les ocurra!... Huiría de ustedes como si fueran el mismísimo demonio. - ¿No le gustaría? - Ni reportaje ni fotos. Ella hace su vida, no molesta a nadie y pide solamente dos cosas: vender las flores y que nadie meta las narices en su vida. Es una mujer muy misteriosa. El camarero acababa de multiplicar nuestra curiosidad. Teníamos que desentrañar el misterio de aquella mujer. Tratamos de trazar un plan para lograr su confianza. Lo primero era volver a verla. ¿Cuál sería su recorrido? Por la noche bajamos a la sala de fiestas del hotel para ver el espectáculo e hicimos amistad con una tinerfeña. Le hablamos de la florista y lo que nos impactó su persona. - ¡Ah!, sí. Paquita. Es célebre. Todos la queremos mucho. La consideramos imprescindible. Es como si hubiera salido del volcán para alegrar nuestros bares con su presencia y sus flores. Os habréis dado cuenta que todo el mundo le compra. La consideramos parte importante de nuestra isla. 56

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-¿Dónde vive? - ¡Y quien lo sabe! Nunca preguntamos porque a ella no le gusta dar explicaciones y la respetamos. Estábamos decididas a encontrarnos con ella de nuevo; si en algo coincidíamos Mónica y yo, era en constancia. Salimos pronto del hotel y nos dedicamos a hacer recorridos por todos los bares. Cansadas de caminar nos sentamos en un banco de la plaza de la Iglesia y, al poco rato, justo por delante de nosotras, pasó Paquita. Esta vez su pamela era rosa y también el cestillo. El vestido seguía siendo blanco. La llamamos para comprarle dos ramilletes. - Lo siento; los he vendido todos. - ¿Volverá mañana? Nos miró con cierta desconfianza; dejó el cesto vacío en el suelo, se acomodó la pamela, volvió a tomar el cesto y volvió a mirarnos. Nosotras conteníamos la respiración esperando su respuesta. - ¿Por qué? - Para comprar las flores que hoy no hemos comprado. - Os advierto que no me gustan las fotos -contestó algo molesta, señalando la cámara que tenía yo en la mano. - Ni nosotras pretendemos hacérselas -repliqué con el mismo tono desagradable que empleó ella. - Sí. Vengo todos los días. Y diciendo esto se marchó. Caminaba como si flotara en el aire; daba la sensación que no ponía los pies en el suelo. Desapareció por una calle estrecha que conduce a la Plaza de Europa. Nos quedamos mirándonos sin comprender. Creo que las dos veíamos perdido nuestro reportaje. Los días siguientes, no intentamos encontrarnos con Paquita. Queríamos dejar pasar un tiempo para hacer desaparecer las sospechas que parecía tener hacia nosotras. Para el domingo siguiente, teníamos organizada una excursión hacia Chinamada, en la parte noreste de la isla. "Allí siguen estando habitadas unas casas-cuevas, reminiscencias de las viviendas de los antiguos guanches", nos habían dicho. - ¿Hay gente que todavía vive en esas cuevas? -preguntamos extrañadas al guía turístico. 57

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- Ya lo creo y, cuando vean el lugar, comprenderán por qué. Nuestra curiosidad iba en aumento a medida que recorríamos el monte de Las Mercedes y nos adentrábamos en los pequeños caseríos que encontrábamos en el camino. Desde la Cruz del Carmen, seguimos hasta las Carboneras; aquí hicimos una pequeña parada para disfrutar del paisaje y hacer fotos. Viajábamos en un pequeño ómnibus. Éramos un reducido grupo de turistas. De las Carboneras a Chinamada hay pocos kilómetros. Nuestro guía estaba mostrando a todo el grupo las curiosas cuevas habitadas. - Por fuera -nos indicó señalando una de las cuevas-, solo ven una cortina o una destartalada puerta pero les aseguro que dentro, tendrán tantas comodidades como podamos tener cualquiera de nosotros en nuestras casas. Les explicaba a estas señoritas que estas gentes son felices viviendo en un lugar como éste donde no hay polución, ni ruidos, ni nadie que les incordie, solamente el canto de los pájaros, la brisa del mar y una temperatura deliciosa. Cada familia tiene medios locomotores para desplazarse y, les puedo asegurar, que nadie quiere cambiar su cueva por otra vivienda. Nos disponíamos a sacar fotos, cuando nos quedamos mirando a un joven que cuidaba un pequeño jardín al lado de una de aquellas cuevas. Al rato salió una anciana y nuestra sorpresa no tenía límites... ¡Allí estaba Paquita! Al ver tanta gente con cámaras llamó al joven y los dos desaparecieron tras una cortina que cubría la puerta de entrada de su cueva. - A esta gente no les gusta que les hagan fotos -aclaró el guía-. Y menos a Paquita. Huye de la gente con cámaras. - La conocemos de verla vendiendo flores en el Puerto de la Cruz dije- y es cierto que odia las fotos, pero ¿por qué? - Si ustedes hubieran tomado la determinación de vivir en un sitio así, sería para, de algún modo, huir de la gente. Eso le pasa a Paquita. Lleva muchos años recluida en Chinamada y solo se relaciona con la gente para vender sus flores. - ¿Usted la conoce? -preguntamos sin disimular nuestro interés. - Como todo el mundo, de venderme flores. En la casi media hora que permanecimos allí, ni Paquita ni el joven volvieron a aparecer. 58

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Cuando llegamos al hotel, estábamos cansadas pero satisfechas de la excursión; nos tendimos en la cama planeando la forma para derribar el misterio que envolvía la vida de Paquita. ¿Quién era?, ¿de donde procedía?, ¿qué le había llevado a vivir en una cueva...? ¡Aquellas manos tan delicadas! - Podemos volver a Chinamada solas. A una hora que no haya nadie y quizá así se deje ver -propuso Mónica. - ¿Tú crees que confiará en nosotras...? Tengo mis dudas. - Con probar no perdemos nada. Al día siguiente volvimos a Chinamada, sin ninguna esperanza de poder romper la barrera que con tanto celo defendía la anciana. Como el día se presentaba soleado y caluroso, nos pusimos pantalón corto y una camiseta de algodón para no pasar calor. Llegamos a las cuevas hacia las once de la mañana.. La cueva de Paquita, permanecía cerrada; nadie fuera, ni siquiera el joven que regaba el jardín el día anterior. Habíamos dejado las cámaras de fotos en el coche y nos dispusimos a hacer tiempo contemplando el paisaje, dando la espalda a las cuevas para no despertar sospechas a estas recelosas gentes. Apenas había pasado media hora, cuando oímos el ruido del motor de un coche. Era la camioneta de Paquita que, conducida por el joven, aparcó muy cerca de su casa. Mónica estaba tan embelesada mirando, que no se dio cuenta que tenía una piedra delante y, al echar a andar, tropezó y cayó rodando. Cuando se levantó, tenía las rodillas y la pierna izquierda llenas de sangre; se sentó en el suelo, llorando de dolor, mirando la sangre que le corría por la pierna. Yo, a su lado, intentaba ayudarla a levantarse para llevarla al coche, cuando el joven que acompañaba a Paquita se acercó a nosotras. Ayudó a Mónica a ponerse en pie y la condujo hacia su cueva. Paquita apartó la cortinilla para dejar paso franco. Al traspasar la puerta, me llevé una gran sorpresa. Era una amplia estancia, muy fresca y acogedora. Había un sofá enfrente de un televisor, una mesa redonda con cuatro sillas, un mueble librería donde se veían varios libros y algunas fotos enmarcadas; a continuación un largo perchero donde podía apreciarse la gran variedad de cestos y pamelas a juego con que la flo59

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rista se adornaba mientras vendía las flores. Los había rosa, verde pálido, amarillo paja, violeta, azul.... Este recorrido visual, pude hacerlo sin disimulo pues, tanto Paquita como el joven, estaban dedicados a curar a Mónica. - ¡Traéis esos pantaloncitos tan cortos! -gruñó Paquita- Si hubieras llevado unos vaqueros no te habrías hecho ni un rasguño. - Tiene razón. Pero como hacía calor... Mónica había dejado de quejarse, estaba pendiente del vendaje que le ponía el joven; por eso no se dio cuenta de la insistente mirada de Paquita hacia ella. - ¿Cómo te llamas? -preguntó de pronto - Mónica. - Mónica... ¿qué más? - Mónica Gómez Villar. - Mónica..., seguramente como tu madre ¿no? -volvió a preguntar con raro interés Paquita. - No. Mi madre se llama Ramona. Lo de Mónica viene de mi abuela. Nadie, más que yo, se dio cuenta del temblor de las delicadas manos de la florista ni de la palidez de su rostro. Pero no podía comprender a qué era debido. ¿Le traería algún recuerdo del pasado? Fuera lo que fuera siguió el interrogatorio: ¿Qué hacéis en Tenerife? ¿Dónde están tus padres? ¿En qué hotel paráis? ¿Por qué habéis venido a Chinamada? Parecía que el deseado reportaje lo iba a hacer ella. Cuando ya creíamos que su curiosidad estaba satisfecha y, después de mirar intensamente a Mónica, volvió a preguntar: - ¿Viven tus abuelos? Mónica, extrañada por la pregunta, miró fijamente a Paquita, y algo pasó por la mente de ambas que las hizo examinarse mutuamente en silencio. Luego respondió: - No. Mis abuelos han muerto antes de nacer yo. No los conocí. Cuando se terminó el vendaje, nos levantamos para marchar y, cosa rara, me dio la sensación que la florista quedaba algo decepcionada. - Ten cuidado con esos rasguños. Cuando llegues al Puerto ve a una clínica para que te los vean; no me gustaría que se te infectaran... ¡Ah! Y os voy a pedir un favor. No digáis a nadie donde vivo. Quiero seguir manteniendo mi intimidad. - No se preocupe, guardaremos el secreto. No sabe cuanto les agra60

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dezco sus atenciones; no creo que en ninguna clínica me curaran mejor; su nieto tiene manos de médico. Ha sido una suerte caerme aquí... Por cierto ¿cómo te llamas? -preguntó Mónica dirigiéndose al joven. - Fermín. - Pues, muchas gracias Fermín. Al salir, Mónica reparó en una de las fotos que había sobre el pequeño estante junto a dos novelas de Julio Verne. Pero, al intentar acercarse a ella, Paquita se interpuso impidiendo que la viera. - ¿Es usted la de la foto? - Sí, está con el abuelo... ¿A que era muy guapa? Había contestado Fermín mientras Paquita abría la puerta de la calle; nos daba a entender claramente que nuestra visita había terminado y también su hospitalidad. Una vez en el coche, nos miramos sin acabar de comprender lo que había pasado. - Creo que tenemos el artículo asegurado -dije a Mónica frotándome las manos-. Mereció la pena que te cayeras, ¿no te parece? - Si tú lo dices... Me pareció que Mónica no estaba de acuerdo conmigo. Parecía como si de pronto hubiera perdido todo interés por el reportaje. Al llegar al Puerto nos fuimos al hotel a descansar. Me tumbé en la cama y, cuando pensé que Mónica haría lo mismo, tomó su bolso y desde la puerta me dijo: - Voy a salir un momento, se me ha olvidado comprar un perfume que necesito. - ¿Quieres que te acompañe? - No, vengo enseguida. Salió y no pude evitar la curiosidad de mirar por la ventana para ver donde iba. Se metió en una cabina telefónica, marcó un número y habló con alguien, gesticulando mucho. En la habitación había teléfono y su frasco de perfume estaba lleno... Transcurrieron dos días que dedicamos a hacer excursiones sin hablar para nada de Paquita, tema que, inexplicablemente, rehuía Mónica. Al tercer día, cuando salíamos del hotel, el recepcionista la llamó entregándole un sobre: 61

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- Señorita Mónica. Llegó el mensaje de su madre. Le he hecho una copia como me dijo. - Muchas gracias -Mónica miró el contenido del sobre- Está muy bien ¿Cuánto le debo? - Nada. Es obsequio del hotel a las señoritas guapas. Salimos a la calle. Mónica deseaba volver a la Plaza del Charco a tomar un refresco: - Tengo que ver a Paquita. Creo que debo agradecerle de algún modo lo que hizo por mí. - Mónica -repuse, afrontando aquella misteriosa actitud de mi amiga que empezaba a molestarme-. No sé lo que te traes entre manos pero te veo reticente a hablar y creo que algo te preocupa. Sea lo que sea, si te puedo ayudar... - Por favor. Ahora no quiero hablar hasta estar bien segura. Pero te prometo que, más adelante, te lo contaré todo. - ¿Es algo relacionado con Paquita? - Sí. Y ya no me preguntes más por ahora. Hice lo que me pidió y fuimos a la Plaza a tomar el refresco. Allí sentadas, esperamos inútilmente la llegada de la florista. - Mañana iremos a la cueva -dijo resuelta Mónica. Pagamos la cuenta y nos marchamos. Volvimos a Chinamada. Antes de llegar me pidió mi amiga dejarla a solas con Paquita. Llevábamos una bandeja de pasteles. - Le dices a Fermín que quieres ver el jardín. Perdona, pero es muy importante para mí lo que estoy haciendo. - No te preocupes. Así lo haré. - ¿Qué hacéis aquí de nuevo? -fue el cortante saludo de la anciana. - Vengo a hablar con usted. -Hablar... ¿De qué? Al final me tendré que arrepentir de haberte socorrido. Cuando nos oyó hablar, Fermín salió, saludando con una simpática sonrisa. - Fermín. Mientras ellas hablan, me gustaría que me enseñaras el jardín. Me gustan mucho las flores. Durante el corto recorrido, le fui preguntando por su vida en la cueva. Por suerte Fermín no era tan esquivo como Paquita y me enteré de 62

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muchas cosas interesantes. "Paquita no era su abuela, sino amiga de su abuelo; cuando este murió, se quedó al cuidado de su único hijo, el padre de Fermín.". - Y cuando murió mi padre se quedó a mi cuidado. - ¿Os gusta vivir aquí? - A la abuela sí, pero yo prefiero vivir en La Laguna; allí tengo muchos amigos de estudios. - ¿Estudias en La Laguna? - Sí. Y allí vivimos durante el periodo de clases, pero en vacaciones siempre estamos aquí. Era la casa de mi abuelo; por eso Paquita no la quiere abandonar. - Tu abuelo y Paquita, ¿estaban enamorados? Al decir esto, Fermín se quedó parado delante de mí, molesto por mi pregunta; me di cuenta que me había propasado en el interrogatorio y traté de rectificar. - Perdona. Soy demasiado preguntona, ¿verdad? - Sí. Así es, y no sabes lo poco que le gustan a la abuela las preguntas. Por eso es feliz aquí. Nadie la conoce, nadie se mete en su vida, nadie hace preguntas... Y yo trato de hacerla feliz. Le debo todo lo que soy. La quiero muchísimo porque se lo merece. Fermín me indicó la puerta de la cueva y me invitó a entrar. Mi interrogatorio había llegado a su fin. Dentro de la cueva, Mónica y Paquita seguían hablando y, al entrar nosotros, callaron. Fermín nos ofreció unas cervezas pero rehusamos agradecidas. Mónica se levantó y se reunió conmigo. Estaba triste y hasta parecía que había llorado. Paquita tenía en sus manos el sobre que mi amiga había recibido del recepcionista del hotel. Aquellas manos tan especiales, de uñas muy cuidadas y venas transparentes, atenazaban el sobre como algo de gran valor emocional para ella. Algo vital que palpitaba desde el pasado. - Cuando lleguemos te contaré -fue todo lo que dijo Mónica una vez estuvimos acomodadas en el coche; después cerró los ojos y no volvió a abrirlos hasta estar en el hotel. - Me tienes que prometer -pidió al llegar-, que no escribirás nada de lo que te voy a contar. Nuestro reportaje no será a consta de violar la intimidad de Paquita y Fermín. 63

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Nos sentamos en las butacas de la terraza. Yo saqué unas cervezas, unos taquitos de queso, aceitunas rellenas y patatas fritas. Fue toda nuestra cena. Y allí, hablando y contemplando cómo se ponía el sol tras la isla de La Palma, se nos fue haciendo de noche. Mónica, con largas pausas que yo no osé interrumpir, me fue desgranando la más interesante historia digna de ser escrita, pero había una promesa en medio. La vida de Paquita quedaría oculta en Tenerife, en una cueva de Chinamada. Ése era su deseo y también el de mi amiga. "Paquita, mejor dicho Rosa, que ese era su verdadero nombre, vivía en Madrid con su familia compuesta por los padres y una hermana. Cuando Rosa se enamoró, lo hizo de Carlos Villar, un hombre adinerado, de inteligencia brillante, alto, bien parecido y sumamente educado y atento... Un buen partido, como decía la gente. Comenzaron a hacer planes de boda y, cuando casi estaba todo a punto, la hermana de Rosa comenzó a coquetear con el que, en breve, iba a ser su cuñado. El flirteo fue a mayores y, al poco tiempo, la hermana anunció que esperaba un hijo de Carlos. Fue un disgusto para toda la familia y más para Rosa que no estaba preparada para una traición así. Le entró una tremenda depresión de la que no era capaz de salir y menos siguiendo allí, viendo cómo su hermana preparaba la boda con el hombre de su vida. Una mañana, mientras todos estaban fuera, preparó la maleta y dejó una nota escrita con estas escuetas palabras: "No me busquéis porque no os voy a decir donde estoy. No soporto seguir en esta casa ni un día más. Por eso me marcho. Haceros a la idea que me he muerto". Y así fue como llegó a Tenerife, con unos pequeños ahorros para defenderse los primeros días y con la idea de buscar un trabajo y comenzar una vida nueva, lejos de todos. Se cambió el nombre y comenzó con el mercado de flores. Era un trabajo bonito y cómodo, sin horario, sin complicaciones y ganando lo suficiente para la vida sencilla que pretendía llevar. El primer año de su estancia allí, conoció a Pascual, un hombre algo mayor que ella, atento y cariñoso. Ella estaba tan necesitada de amor que empezó a mirar con buenos ojos a aquel hombre que 64

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la obsequiaba con mil atenciones. No sabía gran cosa de su vida, solamente que era viudo y vivía en Chinamada..., ¡en una cueva!, con su único hijo. - Tienes que venir un día para que conozcas mi casa -le había propuesto. Rosa no se lo hizo repetir y aquella misma semana fue a la cueva. Había pocas comodidades allí; era la casa descuidada de un hombre. Solamente tenía un atractivo: los ojos de un niño de cinco años, que la miraban con melancolía. Rosa pensó que aquel pequeño necesitaba las atenciones y el amor de una mujer; necesitaba una madre, pero ella no estaba dispuesta para el matrimonio. Todavía sus heridas sangraban y no quería volver a sufrir un nuevo desengaño. Sin embargo se propuso atender a aquella criatura que se le acercaba, cada vez que iba a visitarlos, buscando cobijo a su lado. Pascual comenzó a sentirse enfermo. Fueron meses de médicos, análisis, medicamentos, pero el mal avanzaba. Tuvo que ser internado. Rosa se trasladó a la cueva para cuidar del pequeño y todos los días acudía a la clínica para ver cómo seguía su amigo. En una de estas visitas él le dijo que iba a vivir poco y le rogó que cuidara del niño. - No tenemos familia y cuando yo muera, él se quedará a merced de un hogar de acogida..., y ya sabemos el cariño que va a recibir en un lugar así. Yo soy pobre pero mi hijo ha recibido toda mi dedicación y mi cariño. Por eso te ruego que te hagas cargo de él, que lo cuides y no lo entregues al cuidado de extraños. Sé que es mucho lo que te pido, pero... Rosa le puso la mano en la boca para no dejarle seguir. - En primer lugar, tú te pondrás bueno y en segundo lugar yo quiero mucho a tu hijo y no me supone ningún sacrificio quedarme con él. Al contrario, será para mí una compañía. Pascual se casó con Rosa, mejor dicho con Paquita, en la clínica, tres días antes de morir, para que no hubiera problemas a la hora de quedarse con el niño; así fue como la cueva pasó a ser la vivienda de Paquita y Lorenzo, el hijo de Pascual. 65

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Pasaron los años, Lorenzo se casó y, un año después, vino al mundo Fermín. Pero Paquita aún tenía que sufrir un duro golpe: el matrimonio falleció en un accidente de coche, quedando el pequeño Fermín al cuidado de Paquita a la que siempre llamó abuela". Cuando mi amiga terminó, me quedé pensando que allí faltaba algo. ¿Por qué guardaba tanto misterio Mónica? ¿Qué contenía el sobre que le entregó el recepcionista del hotel? ¿Por qué quiso hablar a solas con Paquita?¿Qué relación había entre ambas? Como si adivinara mi pensamiento prosiguió. - Seguramente te estarás preguntando qué tengo yo que ver en todo esto. En mi familia hay un hecho del que nadie habla, pero que está ahí, como una mala acción que nos salpicara a todos. Pero ahora ya no tiene objeto seguir ocultándola. Yo he propuesto a Paquita que se viniera conmigo y no ha aceptado; es más quiere seguir como hasta ahora y me ha hecho prometer que no diré a nadie su paradero. - Sí. Eso ya lo sabíamos. Es muy reservada. Pero, ¿por qué la querías llevar contigo? - Mi abuelo antes de casarse con mi abuela estuvo muy enamorado de su hermana, con la que iba a casarse, pero el nacimiento de mi madre le hizo cambiar de pareja y se tuvo que casar con Mónica, mi abuela... ¿Te recuerda algo esta historia? - No me digas que Paquita... - Sí. Paquita es Rosa, la hermana de mi abuela, la novia de mi abuelo de la que siguió enamorado siempre. Y mi madre el bebé que acabó con la felicidad de los enamorados Carlos Villar y Rosa. Mi madre me ha dicho que, al morir su padre, le confesó la verdad y lo mucho que hubiera deseado saber de Rosa y le hizo prometer que la buscaría. - ¿Tu madre la buscó? - No movió un dedo. Pensó que si ella se había querido ocultar, había que respetar su deseo. - ¿Y qué opina ahora que la hemos encontrado? - Me ha rogado que la lleve y a su nieto también. Pero Rosa no quiere alterar su vida; ya la conoces. Le he contado todo y le di las fotos que me envió mi madre donde están Carlos y ella; se emocionó cuando las vio pero no quiere dejar Chinamada ni que yo la vuelva a visitar. "Me alegro mucho 66

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haberte conocido; eres un encanto, me ha dicho, pero quiero seguir con mi vida y con mi nieto en este lugar apartado y tranquilo. Cuando salgas hoy por esa puerta, me vas a prometer que no volverás jamás a verme. Recuérdame como si hubiera sido un sueño; no digas a nadie que me has visto, ni a tu madre donde vivo". - ¡Que pena que sea tan terca! - No. Yo la comprendo. Ha fraguado su vida sobre una gran decepción y ha tratado de encontrar, en esta isla, la felicidad que se le negó en Madrid. Ha pasado toda una vida para olvidar y he tenido que llegar yo a abrirle viejas heridas. A la semana siguiente, emprendimos nuestro regreso a casa, con la pena de no haber vuelto a ver a Paquita la florista, la mujer enigma, la de las manos delicadas, la de la sonrisa leve, la de andares de princesa. Cuando vimos la isla desde el aire, sabíamos que abajo, estaría Paquita repartiendo prendidos de flores. Mónica se casó al año siguiente y dejó el periodismo. Con su nuevo estado, perdimos el contacto. Han pasado tres años desde que estuve en Chinamada por primera vez. Tres largos años sin poder olvidar a Paquita y su misteriosa existencia. Sigo esperando ante la puerta cerrada de su casa. Alguien me dice que lleva cerrada un año desde que Paquita decidiera navegar por campos de estrellas. En Chinamada, cumpliendo sus deseos, solo quedan esparcidas sus cenizas. Cuentan que, cuando sopla el viento y remueve la tierra, flota en el aire un suave olor a violetas. Cuando de regreso sobrevolé la isla y miré al Teide, recordé lo que nos dijo, en cierta ocasión, una tinerfeña: "Paquita es parte de la isla. Es como si hubiera salido del volcán para alegrar nuestros bares con su presencia y sus flores..." Desde arriba le mandé un beso.

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¡Necesito llorar! No podía permanecer ni un minuto más en su casa sin volverse loco. Se marchó a la calle. Notaba el calor del sol en su cuerpo, pero sus ojos no veían más que nubarrones. Caminaba por la acera deprisa, como si llegara tarde a algún sitio, tropezando torpemente con las personas que se cruzaban con él. Sentía odio hacia ellas... "¡Hablan, ríen! ¿Es que hay algo en la vida que haga reír?" No deseaba encontrarse con ningún conocido. No soportaría las frases hechas que huelen a falsas de puro manoseadas. Ni soportaría sus miradas de misericordia. "¿Cómo van a saber ellos lo que siente mi corazón en estos momentos? Esto hay que pasarlo, hay que vivirlo como lo estoy viviendo yo... ¡Si al menos pudiera llorar!" Sin embargo Adela... ¡Pobre Adela! Aún le parecía verla en la clínica, con su hijo recién nacido entre los brazos y los ojos sonrientes de felicidad mientras le decía entregándoselo: "Toma. Es el mejor regalo que te puedo hacer". ¡Cuánto han cambiado sus vidas en un segundo! "¿Cómo se puede pasar del ser al no ser, en tan breve espacio de tiempo?" Ha salido a la calle huyendo de una casa llena de recuerdos, de Adela por no ver sus ojos enrojecidos por el llanto, del teléfono que no para de sonar, de los amigos que vienen a visitarlos, y huyendo de él mismo. Se revuelve contra el Destino que ha sido implacable con ellos. Se siente muy cansado. Cruzó el paso de cebra que hay enfrente de la farmacia de Angélica, sin esperar a que el semáforo se pusiera verde. Un caos de claxon, chirriar de frenos y toda clase de insultos le acompañaron en el recorrido. Cuando llegó a la acera, mientras seguía escuchando los improperios de los conductores, se preguntó por qué lo había hecho. 68

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"¿Como un desafío a los coches? ¿Para suicidarme?" ¡No! Para suicidarse es necesario estar vivo y él sentía un vacío mortal en sus entrañas. Se vio reflejado en la luna del escaparate de la farmacia pero no reconoció a aquel hombre con barba de dos días, demacrado y ojeroso. Parecía un alma en pena. Su religión se tambaleaba. Dios le había puesto a prueba de una forma demasiado cruel y no comprendía por qué. "Pero... ¿Qué hago en la calle? ¿Por qué he dejado sola a Adela? ¿Es que soy tan egoísta? Necesito llorar para desahogarme" Sabía que, si al menos pudiera llorar, sacaría el nudo que atenazaba su corazón y quizás se sentiría mejor. Volvió a casa con su mujer, con los recuerdos, a atender el teléfono. Comenzaron a humedecérsele los ojos nada más entrar en el portal, pensando en tener que volver a enfrentarse a su triste destino. Las lágrimas acudieron a sus ojos. Aceleró el paso para entrar en el ascensor y evitar que alguien le viera. Se apoyó contra un lado mientras el ascensor subía, tapándose la cara con el brazo y dando rienda suelta al llanto. Afloró a su corazón, entre lágrimas, la terrible pesadilla en que se había convertido su vida. Abrió la puerta de su casa y buscó a Adela. Estaba en el salón, sentada en el sofá, sin arreglar, el cabello descuidado, sus bonitos ojos azules rojos de llorar, mano sobre mano, con la mirada ausente. Se abrazaron llorando hasta quedar extenuados. Parecía que el llanto arrastraba la opresión que atenazaba sus corazones. Un rayo de sol entró por la ventana iluminando una foto que reposaba sobre la repisa de la chimenea. Los dos repararon en ella y trataron de consolarse pensando que seguía en casa con ellos. - Sabemos que estás aquí -dijeron mirando la foto.

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Retrato de mujer Era una de esas tardes desapacibles y lo único que apetecía era estar en casa, mirando por la ventana para ver la gente caminando abrigada de un lado a otro, mientras un viento gélido mueve sus ropajes, insuficientes para combatir las bajas temperaturas del mes de Diciembre. Me preparé un café bien caliente y me arrellané en mi butaca preferida para saborearlo tranquilamente. Apenas había dado dos sorbos, sonó el teléfono. - ¿Qué estás haciendo? -era mi amiga Dorita que me anunciaba que ya estaba puesta la exposición de pintura en el Casino. La habíamos visto anunciada días atrás y las dos teníamos intención de ir. - ¿A qué hora quedamos? -pregunté - No, yo no puedo ir. Estoy con un resfriado terrible. Sintiéndolo mucho, tendrás que ir sola. Mi pereza me estaba traicionando pero, mi afición a la pintura, me empujó hacia la sala donde se exhibían una treintena de cuadros. Cuando llegué, había demasiada gente y un ambiente cargado de humo de cigarros. Hice un recorrido rápido, como suelo hacer siempre, para volver a repasar todos los cuadros con más detenimiento, en un segundo recorrido. Después de admirar los treinta espléndidos óleos y saludar al pintor, quedé ensimismada observando un retrato de mujer que ocupaba un ángulo lateral de la sala. No sabía por qué me llamaba tanto la atención aquel óleo. Parecía como si me hubiera embrujado y traté de hacer una interpretación del rostro que aparecía allí y de cómo sería su dueña: "De edad indefinida. Rostro agraciado, mostrando una leve sonrisa contrastando con el halo de tristeza que vela sus negros 70

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ojos, bordeados de profundas ojeras; parece tener una vida de sufrimiento. Por la posición de las manos, tapando gran parte de la cara y cuello, yo diría que se trata de una mujer introvertida y acomplejada. El exceso de anillos y pulseras, la delatan como persona de gusto pésimo y poco refinada. La camisa de cuadros, ratifica su escasa elegancia. En cuanto al gorro blanco con estrellas negras, tan poco favorecedor que cubre su cabeza, me deja dubitativa. ¿Es para tapar las canas? ¿Para ocultar el descuidado cabello o una incipiente calvicie?..." Estando en estas reflexiones, escuché a mi espalda una voz cálida: - ¿Le gusta? Me volví. Miré a la recién llegada, luego al retrato, de nuevo a quien me había preguntado y, ante mi asombro, comprobé que era la mujer del cuadro. - ¡Oh...! ¡Sí...! ¡Pero...! ¡Es que...! Las palabras no salían de mis labios con la fluidez que hubiera deseado y, ante mi aturdimiento, ella se echó a reír. - Me llamo Alejandra -explicó con una amplia sonrisa tendiéndome la mano-. Mi hijo es el pintor. Ante mí estaba una bella mujer, esbelta, simpática y habladora, con un elegante traje de chaqueta rojo, zapatos y bolso negros y el brillante y sedoso cabello recogido en la nuca. Llevaba un único anillo con un brillante, a juego con los pendientes. Ligeramente maquillada y con un suave olor a perfume caro. Mientras la examinaba, reconozco que con cierto descaro, ella me observaba con una sonrisa burlona. - Sé lo que está pensando -dijo sin dejar de sonreír-. Mi hijo, cuando me hace posar para él, me disfraza con lo primero que encuentra en el baúl; un viejo baúl lleno de cosas inservibles y... ¡ahí tiene los resultados! concluyó señalando el cuadro. Nos reímos las dos. Me espoleaba la curiosidad, ante mi gran equivocación, entre el primer juicio de la mujer del retrato y el que hacía de la persona que estaba ante mí, y la invité a tomar un café para conocerla mejor. Así, degustando el café, me fue desgranando pasajes de su vida.

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Hacía tres años que su marido se había fugado con otra. De sus tres hijos, el pintor viajaba constantemente, el segundo estaba casado y vivía en Roma... "Los hijos, cuando se casan, ya no los tienes". En cuanto a la única chica... era monja. "Está casada con Dios". Y aquellos labios sonrientes apenas un momento antes, fueron adquiriendo un rictus amargo; sus ojos se nublaron con una sombra de dolor y sus ojeras se hicieron más profundas. - Escucho a diario el "tic, tac" del reloj del salón -siguió diciendo con la mirada perdida-, que retumba en el silencio angustioso de mi casa, vacía de otros ruidos, marcando los minutos, las horas y los días que me acercan a la vejez... Una vejez solitaria que me asusta y... Calló de pronto, me miró como si estuviera hablando para ella misma y acabara de darse cuenta de mi presencia, y preguntó: - Bueno... ¿Qué le ha parecido la exposición? - Sinceramente -contesté-. Su hijo es un gran retratista.

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Araceli Conocí a Araceli cuando tenía apenas cinco años. Habíamos ido al pueblo asturiano donde vivía, al bautizo de su segundo hermano; por limitaciones de trabajo no asistimos al bautizo de los dos mayores. El matrimonio, primos de mi marido y también entre ellos, tenían un hogar humilde pero pulcro en cuanto a limpieza y orden. Nos acercamos a la cuna para ver al tercer vástago y obsequiamos a la madre con las frases tan manidas de: "¡Que bonito es...! ¡Y qué grande...! ¿A quien se parece...?", y otras bobadas por el estilo cuando, en realidad, los recién nacidos, ni son guapos, ni grandes, ni tienen un perecido definido. Pero algo hay que decir. Al momento, los otros dos hijos aparecieron en el quicio de la puerta, sin duda para recoger también ellos, su parte de piropos. El pequeño se acercó a nosotros para darnos, por encargo de su madre, sendos y sonoros ósculos. Esos besos que dan lo niños de pueblo, acompañados de babilla o mocos. Pero Araceli, no se movió de donde estaba. Agarrada al quicio de la puerta, enfocaba hacia nosotros sus ojos blancos. Araceli, había pagado el precio de la consanguinidad de sus padres; lo que allí llaman "el golpe de sangre", y había nacido ciega. Me acerqué a ella y la tomé de la mano para darle un beso. La pequeña me soltó la mano y comenzó a hacer un recorrido minucioso por mi cuerpo, tanteando todo lo que llamaba la atención a su tacto. Así reparó en los volantes que tenía mi escote, en el collar que llevaba, en los bolsillos del vestido, los botones... Todo sin decir una palabra. Aquellas pequeñas manos, regordetas y morenas, no dejaban nada sin tocar, mientras mi piel se erizaba de emoción y mis ojos se ponían acuosos. - Deja a la prima, Araceli. La estás molestando. - No, por favor. No me molesta en absoluto. La niña siguió su interminable recorrido y luego, con un suspiro de alivio, se sentó muy cerca de mí agarrada a mi mano. 73

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- Te ha tomado cariño. Es muy reservada. Estoy sorprendida de cómo ha congeniado contigo. Estuvimos en el pueblo solamente dos días, pero fueron suficientes para comprobar que Araceli era una niña muy inteligente. - Es una niña encantadora y muy lista. Pero no la dejéis en el pueblo. Mandarla a Oviedo a un colegio especializado. Aquí no tiene futuro fue nuestra recomendación a los padres. Nos hicieron caso. Araceli fue a un colegio y ninguna de las veces que fuimos al pueblo, coincidimos con ella. No volví a verla en veinte años pero, en las noches de insomnio, recordaba aquellas manitas recorriendo mi cuerpo, haciendo un análisis de cuanto llevaba puesto, y un escalofrío me recorría la columna vertebral. Pensaba cómo sería una vida viviendo en un mundo sin colores, sin figuras, sin luz; en un mundo de tinieblas eternas. Cuando me enteré que estaba colocada en la ONCE me alegré por ella. Hace apenas un mes asistimos en Madrid a una boda familiar. Entre las personas que acudieron, estaba Araceli. Solamente sus ojos blancos, me recordaron a aquella pequeña de cinco años. Más alta que yo, de constitución fuerte, carácter extrovertido y muy habladora. Quería a toda consta sentarse a mi lado. Pensé que nuestra conversación no sería muy fluida porque, ¿cómo comentar con una invidente el vestido de la novia, el traje que lleva fulana, el peinado que se hizo mengana que, al fin de cuentas, ése es uno de los entretenimientos de las bodas? Araceli se manejaba sin vista, tan bien como yo con ella. Hablamos sin parar y pude comprobar que, los años de colegio, le habían dado una pequeña cultura, enriquecida por ella a fuerza de mucha lectura. Lo más importante era verla tan feliz, sin traumas, sin complejos, admitiendo su ceguera y hablando de ella como algo sin importancia para su felicidad. - ¿De qué color es el vestido de Alejandra? -preguntó de pronto. Yo me quedé mirándola sin saber qué decir. ¿Qué más le daba a ella el color si no podía verlo? ¿Cómo diferenciaba un color de otro? Como si adivinara mi extrañeza siguió. - Te he hecho una pregunta y no te atreves a preguntar para qué quiero saberlo si no puedo conocer los colores... Te equivocas, querida prima. Y puedes preguntar cuanto quieras sobre ceguera; te contestaré muy gustosa. 74

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- Pues eso -dije aprovechando su proposición- ¿Cómo diferencias un color de otro? - Dime de qué color es el vestido de Alejandra y te lo explicaré. - Es verde. - Verde es mi color favorito. Es el color de la hierba del prado de mi casa, verdes son tus ojos, verdes son los tallos de las flores, las hojas en primavera. El verde huele a prado y a mí me gusta el prado... - ¿Cómo sabes que mis ojos son verdes? - Bueno, porque me lo han dicho. Y sé que eres guapa; y me gustó el vestido que llevabas cuando te vi por primera vez. - ¡Pero si eras un bebé de cinco años! ¿Cómo lo vas a recordar? - Era verde y tenía volantes. Y llevabas una pulsera de bolitas y dos anillos. Me gustó tu perfume y tu voz. Entonces relaciono el verde contigo y con la hierba del prado, por eso me gusta tanto ese color. - ¿Cómo es el azul? - Es el color del cielo en días de sol. Por lo tanto es cálido y agradable. - ¿Y el gris? - Es el color del cielo cuando llueve. Es húmedo y desapacible. - Laura lleva un vestido rojo. - No me gusta. Es el color de la sangre y donde hay sangre hay heridas y dolor. - ¿Cómo ves el morado? - Tampoco me gusta. Es el que sale en el cuerpo cuando te das un golpe. El morado duele. - ¿El amarillo? - Con el amarillo y el naranja tengo cierta confusión. Lo relaciono con los sabores de los limones y naranjas, pero esto no me basta para captar su color; necesito algo más. Araceli se quedó algo inquieta con mi última pregunta y comprendí que estaba abusando de mi interrogatorio. - Perdona, cariño. Te estoy mareando. Soy demasiado curiosa. - Estás en un error. Me gusta que me pregunten para poder convencer a la gente, que el hecho de que te falte un sentido no te hace inútil, porque todos los demás lo suplen -calló un momento como pensando en lo que iba a decir. Los silencios de Araceli tenían algo misterioso; parecía como si su cerebro tratara de descifrar lo que escuchaba y no comprendie75

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ra en principio lo que se le decía. Se había puesto seria y creí que estaba contrariada hasta que me preguntó- ¿Te importa que te toque? - No; por supuesto que no. Comenzó, como cuando era pequeña, por el vestido. Siguió por el escote, tocando el collar de perlas y los pendientes. - ¡Qué bonitas perlas! - Son cuentas de cristal. Quedó parada con el collar entre los dedos acariciando las perlas con suavidad; luego sonrió. - Me quieres engañar. Son perlas y muy buenas. Las conozco muy bien. Las perlas son blancas y las llevan las mujeres elegantes, por eso el blanco es un color elegante, suave y caro. Es como los sueños. - ¿Tus sueños son blancos? - Si, creo que todos los invidentes soñamos en blanco. Araceli se volvió hacia mí y me hizo un ruego. - Ahora, quisiera pedirte un favor. - Si está a mi alcance, cuenta con él. - Me gustaría tocarte la cara. Ver tus facciones. Me han dicho que eres guapa pero yo no lo he visto y quisiera... - Soy toda tuya -dije riendo y, tomando sus manos, las coloqué a ambos lados de mi cara. Araceli comenzó su exploración. Me resultaba curioso oírle hablar de "ver" con la mayor naturalidad del mundo. Lo que para nosotros es tocar para ella era ver. - Ciertamente eres guapa: óvalo de cara bien formado, ojos a una separación correcta, nariz algo ancha, labios normales, cejas demasiado pobladas, deberías depilarlas un poco; cutis fino, nacimiento del pelo algo atrás, lo cual te proporciona una frente despejada... ¿Por eso llevas flequillo? Tu perfume y el tono de voz correctos. También la estatura en buena. Y no estás gorda. El vestido era más bonito el que llevabas la primera vez; este no tiene volantes. He de decir que, en el examen de Araceli, salí muy favorecida. Cuando nos despedimos, quedaron en el aire muchas preguntas que guardo para la próxima ocasión que nos volvamos a encontrar.

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Las sospechas de Palmira Palmira miraba abstraída por la ventana de su habitación, consumiendo así un día más de soledad. La gente, en la calle, caminaba despacio, abatida por el calor denso y pegajoso. Se refugió de nuevo en el interior, buscando el frescor de una casa antigua de paredes anchas y acarició a su meloso gato que se subió a su regazo, ronroneando y restregándose contra ella. De pronto, un extraño ruido parecido a un alarido, la hizo estremecer. Le pareció que provenía del apartamento contiguo. Se acercó despacio hasta la puerta, para escuchar sigilosamente. El ruido había cesado. Solo se oían unos pasos acelerados en el hueco de escalera. Fue a la cocina y se tomó con calma una cerveza, después, volvió a la ventana. Ya no había gente caminando despacio; ahora las mismas personas, antes lentas y soñolientas, formaban un corro, nerviosas y agitadas, alrededor de un bulto que reposaba inmóvil en la acera. Los coches se habían detenido y una ambulancia trataba de abrirse paso, haciendo sonar su potente sirena entre la muchedumbre que aumentaba por momentos, convirtiendo el curioso corro de gente en algo morboso. Palmira comprendió al momento lo que había ocurrido; sabía quien era la víctima que reposaba inmóvil en el centro del círculo y sabía que no se trataba de un suicidio. Se trataba de un asesinato. Estaba acostumbrada a las continuas discusiones del matrimonio joven que vivía en el apartamento de al lado. Sabía que Joaquín, el marido, se emborrachaba, para poder soportar las locuras de su mujer y tenía noticias que la había amenazado de muerte si volvía a salir por las noches. "El día menos pensado sales por la ventana" Gritó alguna vez. Palmira también se enteró que la noche anterior ella había estado fuera, hasta bien entrada la madrugada, mientras él trabajaba en una fábrica como guarda de noche. 77

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Para Palmira el caso estaba claro. Al llegar del turno de noche, Joaquín había cumplido su amenaza. Unos golpes en la puerta la sobresaltaron. - Palmira, abre. Soy Joaquín. Palmira guardó silencio. No quería verse involucrada en el caso y no pensaba declarar cuando la policía le preguntara. Porque seguro que la interrogarían: "¿Ha oído usted algo?, ¿qué sabe de sus vecinos?, ¿escuchó alguna discusión...?” "No. Yo no sé nada, ni he oído nada". Eso es lo que tenía que decir a la policía cuando vinieran a preguntar. - Palmira. ¿Estás ahí? Abre, por favor. Tengo que hablar contigo urgentemente. Joaquín siguió aporreando la puerta y Palmira sin abrir. Luego oyó cómo le decía a un policía. - No está. Se habrá ido con una hermana que tiene en Almería. "¿Pero cómo? ¿Todavía está el asesino libre? ¿Es que aún no se han dado cuenta de que ha sido él?¡Pues vaya policías!" Palmira pasó los dos días siguientes encerrada en su apartamento sin salir. A su puerta las llamadas se sucedían diariamente y casi a cada hora. Ya no era Joaquín. Era la policía. - Decididamente esta mujer no está en su casa. Podemos proceder. Ya no hubo más llamadas y Palmira comenzó a relajarse. No la molestarían para interrogarla. El periódico del día siguiente relataba la siguiente noticia: "Ha sido demolida la casa número 15 de la calle Tulipán, donde, como ya informamos el jueves pasado, una mujer perdió la vida al caerle encima una cornisa. La víctima, que residía en dicha casa, había denunciado varias veces el mal estado del inmueble. Pero, lo más lamentable del caso es que, entre los escombros de la demolición, ha aparecido el cadáver de otra mujer aún no identificada. La policía no se explica de dónde procede el cadáver, ya que el inmueble estaba vacío".

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Nosotras y Lorena Cuando Lorena entró en el salón, con aquel vestido de seda tan favorecedor, nos quedamos extasiadas contemplándola. Era joven, bella y muy simpática. Se acercó a nosotras, nos miró y yo me estremecí al verla tan cerca. Mi hermana y yo vivíamos muy felices en aquella elegante casa. Nuestros amos, Lorena y Fermín, llevaban un año casados y no tenían niños. Éramos tratadas con toda clase de atenciones. Entre nosotras, había un jarrón con rosas rojas, que envolvían el ambiente con su perfume delicado y suave. Desde el salón donde vivíamos, disfrutábamos de una bella vista de la ría de Arosa. Allí gozábamos de paz y tranquilidad. Nadie reparaba en nosotras, ni nos molestaba. Cuando comenzó el calor del mes de Agosto, fuimos trasladadas a otra habitación más fresquita. Luego me enteré que era el comedor... ¡Allí, nuestra vida cambió bruscamente...! Siempre estábamos en peligro. Nuestros amos celebraban con demasiada frecuencia cenas de matrimonios y Lorena, mujer muy cuidadosa y detallista, se esmeraba para que todo resultara perfecto. Desde mi lugar, veía cómo preparaba la mesa. El mantel de hilo, la cubertería de plata, la cristalería de Bohemia, la vajilla alemana de fina porcelana blanca y ribetes de oro, un bonito centro con flores... y dos candelabros de plata ¡Todo era perfecto! Pero vi morir en estas cenas a muchas amigas mías. Lo curioso era que morían con el orgullo de haber sido elegidas por Lorena. Morían en el centro de la mesa, entre humo de cigarros, botellas de vino vacías y vasos llenos, escuchando chistes y carcajadas de todos los comensales. Sus lágrimas, que iban deformando su cuerpo, no causaban pena a nadie. Solamente nosotras, observábamos asustadas y con tristeza aquella lenta agonía. Luego, cuando todos se iban, quedaba en el ambiente un extraño 79

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olor a muerte. Mi hermana y yo, no sé por qué motivo, nunca fuimos elegidas y, mientras las demás morían, nosotras seguíamos allí participando de aquellas cenas animadas que se alargaban hasta altas horas de la madrugada. Por eso, aquel día, luminoso y radiante, cuando entró Lorena y abrió un cajón para sacar la caja de fósforos..., me eché a temblar. Miré a mi hermana y la vi sonriente, observando cómo nuestra bella ama se disponía a encender una cerilla... "¿Es que no se da cuenta, la inconsciente, que estamos en peligro?" Lo más extraño era que no había preparativos de cena de matrimonios. Pero aquella cerilla, tan cerca de nosotras, me intranquilizaba. Tengo que confesar que siempre me han causado terror las cerillas. Pequeñas florecillas nos adornaban a lo largo de nuestra esbelta figura de un color discreto y pálido; nuestro corazón tierno y sensible suponía nuestro mayor peligro. Aunque sea pecar de inmodestia, reconozco que éramos las más bellas y sofisticadas de la casa. Quizá por esta razón seguíamos todavía allí. Lorena se acercó más, nos miró..., encendió la cerilla y..., prendió un cigarrillo... ¡Que susto! Nos miramos a través de las rosas. Gruesos goterones de sudor resbalaron a lo largo de nuestro cuerpo. Una vez más nos habíamos salvado.

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Sorpresa La tarde se presentaba tranquila. Adela miraba por la ventana a los peatones que, con aire tranquilo unos y alterado otros, transitaban por la ancha acera, aprovechando la sombra de los árboles. Sonó el timbre de la puerta y se sobresaltó. A esa hora no esperaba a nadie. Algo más tarde llegaría su marido de la oficina. Antes de abrir la puerta se miró en el espejo del recibidor, como hacía siempre, y se arregló de una forma mecánica el cabello. Aquel cabello largo y rubio que tanto le gustaba a Juan. Adela era una mujer relativamente joven. No aparentaba los cuarenta y ocho años que acababa de cumplir. Alta y delgada, con una cara de facciones delicadas, un cuerpo bien proporcionado y andares gráciles. Sonó de nuevo el timbre de la puerta y la abrió. Un muchacho joven, con amplia y simpática sonrisa, le entregó un paquete a nombre de su marido. Era de una editorial y Adela sabía lo que aquel paquete contenía. Dio las gracias al sonriente muchacho y dejó el paquete sobre la mesa del despacho de Juan. "¡Nueva desilusión!" pensó. Se sentó en el sillón de su marido, mirando como hipnotizada el paquete. Luego su mirada se posó en la máquina de escribir, de nuevo en el paquete. Hubiera dado cualquier cosa por librar a Juan de un nuevo desengaño, de un nuevo complejo, de una nueva desilusión. Cuando se enamoró de él, después de conocerlo de forma casual, pensó que era un escritor de éxito. A lo largo de tantos años no había conseguido que ninguna editorial se interesara por sus novelas. Comenzó a escribir y a llamarse escritor a los veinte años. Ahora tenía cincuenta y cinco. Trabajaba en una librería y, mientras arreglaba y limpiaba libros, soñaba con ver algún día una de sus novelas ocupando un lugar en alguno de aquellos estantes. Alto, moreno, nada agraciado, de sonrisa fácil, algo superficial pero amigo de sus amigos, ado81

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raba a su mujer con la que compartía sus emociones y sueños de triunfo ante la novela recién terminada, y su desilusión frente al fracaso que sufría con las devoluciones de las distintas editoriales a las que acudía para "probar suerte". Entonces, sus delgadas manos de largos dedos se crispaban arrugando la nota con la que la editorial, muy amablemente, hacía desparramar su castillo de naipes: "Su novela nos ha gustado pero, sintiéndolo mucho, en estos momentos no podemos publicarla porque tenemos mucho trabajo pendiente. Le deseamos suerte en el futuro. Atentamente..." Luego una firma ilegible y debajo "Firmado fulano de tal". Él, entonces, cogía su novela en la que había trabajado varios meses y la acomodaba en un cajón del escritorio para que hiciera compañía a las demás que le habían precedido con el mismo recorrido, el mismo éxito e idéntico destino. Adela contemplaba con tristeza esta consabida escena y luego acercándose a él le decía con todo el amor del mundo: - A mí me parece que esta editorial está demasiado solicitada y ni siquiera la han leído. Es una novela muy buena. En una próxima ocasión... Pero sabía que en la próxima ocasión sucedería lo mismo que en todas las anteriores. Lo curioso era que a ella le parecían realmente buenas las historias que contaba su marido en aquella interminable serie de fracasos. "¿Cómo es posible que no se hayan interesado por esta?" Decía al ver el paquete de la devolución. "¡Si es realmente buena,! La señora que se pierde en el bosque y es atacada por un lobo... ¡Con la polémica que hay ahora sobre estos animales!" Cada fracaso suponía para Juan la pérdida de la autoestima; durante varios días no escribía, casi no comía y por la noche no lograba conciliar el sueño. Adela sufría en silencio toda la amargura de su marido, sintiéndose impotente para tomar una solución que pudiera animarlo, pues cuanto decía para paliar su abatimiento, caía en saco roto. Pasaban los días y Juan se iba olvidando de la novela que ya reposaba en el cajón y cuando, por fin, se escuchaba de nuevo el "taca taca" de la máquina de escribir, Adela respiraba con satisfacción. ¡Había pasado la crisis! Con el nuevo paquete reposando en la mesa, pensó que ya era hora de cambiar algo, para evitar que ocurriera lo de siempre: "Te han mandado este paquete" y oírle contestar: "¡Otra devolución!", seguido de la crisis acostumbrada. Salió de casa y fue al supermercado. Compró marisco y cava. Luego fue al teatro a sacar dos entradas para la última sesión. Ponían una 82

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obra muy cómica de gran éxito. La cola llenaba la acera a lo largo de la calle y ella tenía prisa por llegar a casa; debía ultimar los detalles de la cena y poner a enfriar el cava. Cuando ya le iba a llegar el turno, un señor se le acercó y en tono suplicante y a media voz le dijo: - Si fuera usted tan amable de dejarme pasar. Le aseguro que tengo mucha prisa porque... - Pues no, no soy amable. Yo también tengo mucha prisa. He de preparar la cena y he estado toda la tarde haciendo mil cosas. Por lo tanto póngase a la cola como todo el mundo. Adela estaba muy alterada y empleó un tono tan desagradable que el señor no insistió más. La persona que estaba delante de ella se volvió para ver a la dueña de aquellas cortantes palabras y, llamando al señor que ya se iba, le dijo: - Póngase delante de mí. Si esta señora no tiene nada que objetar. - Pues sí tengo que objetar. Si se pone ahí, está de todos modos delante de mí y no lo voy a consentir. - Póngase aquí. Yo no tengo inconveniente. La voz sonó a la espalda de Adela. Era otra persona que, con toda amabilidad, le cedía el sitio. Con el comportamiento de aquellas dos personas, Adela quedó contrariada por su actitud descortés. Pensó que se había propasado, pero ya no tenía remedio. Luego escuchó la explicación que el señor de la prisa le daba al que le cedió el sitio: "No sabe usted el favor que me hace. He dejado una reunión muy importante y tengo que volver enseguida. Estas entradas son para hacer pasar una velada agradable a un amigo que está deprimido. Así es que gracias a usted podré hacer una buena acción". Adela se sintió avergonzada y no quiso esperar. Estaba arrepentida de su mal comportamiento y le resultaba muy embarazoso seguir allí después de lo ocurrido. Sin que ellos se dieran cuenta se marchó. Al llegar a casa seguía pensando en el desagradable incidente. "¿Por qué fui tan mal educada? ¿Qué culpa tendría aquel hombre de nuestros problemas?" La mesa estaba preparada con primor. El marisco cocido y el cava en la nevera. "¡Todo a punto! Le haré olvidar el dichoso paquete." Sonó el teléfono y, en un principio, pensó no contestar. No quería interrupciones. Su marido estaba a punto de llegar y quería disfrutar al ver su sorpresa ante los esmerados preparativos. 83

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"¡Rin!, ¡Rin!, ¡Rin!" Descolgó ante tanta insistencia y se sorprendió al escuchar la voz de Juan. - Adela. Prepárate lo antes posible. Nos han invitado a cenar y quiero que te arregles bien. Ponte el vestido de... - ¡Pero Juan! He preparado una cena especial y quiero que la disfrutemos juntos. Discúlpate y queda para otro día. - No puedo. Es de una editorial y hace unos días le dejé una de mis novelas. Parece que le ha gustado y quiere hablar sobre ella. - Entonces ve tu solo. Yo he estado muy ajetreada y estoy cansada. - No puede ser. Él viene con su mujer y ha insistido que vengas tú también. En media hora pasaré a recogerte. Sin darle tiempo a decir nada más, colgó el teléfono. Adela se quedó mirando el auricular y colgó. Miró la mesa, el mantel de hilo, las copas talladas, los candelabros de plata y el centro floral de claveles recién cortados de la maceta del balcón... Fue a la cocina y metió el marisco en la nevera. De mala gana se maquilló, se puso un vestido de gasa, el de la boda de Martita y Luis, los zapatos altos que le hacían daño. "Para estar sentados en el restaurante valen". Llegó Juan. Se le veía ilusionado con aquella reunión de las dos parejas. - Ya verás. Su mujer es muy simpática y lo pasaremos bien. Para qué hablarle de la cena especial olvidada en la nevera y mucho menos de la llegada del paquete. Llegaron al restaurante y la otra pareja ya estaba allí. Esperaban en la barra tomando un aperitivo. - ¡Ahí están! -dijo Juan tirando de Adela hacia la barra. Estaban de espaldas y cuando él se volvió, Adela quedó petrificada ¡Era el señor al que no le permitió pasar delante en la cola del teatro! Ya no podía retroceder. - Os presento a mi esposa. Se llama Adela -explicó Juan con una amplia sonrisa. Luego dirigiéndose a Adela, continuó, ajeno a la tensión del momento-. Te presento a Alberto y Loreto. Nos conocimos en la biblioteca. Ante el primer estupor, que supo disimular perfectamente, Alberto tendió la mano a Adela, sonriendo con picardía. - Tu cara me resulta familiar -dijo guiñando un ojo- ¿No nos hemos visto en alguna parte? 84

Los derechos de Tany Era una mañana soleada del mes de Mayo cuando me dispuse, con mi hijo Pablo, a dar un paseo por el campo. Desde que era muy pequeño le enseñé a amar la naturaleza. Quería que, cuando fuera mayor, no se sintiera atraído por las discotecas y los ambientes cerrados e insanos de los locales de diversión que frecuentan, por desgracia, muchos jóvenes de ahora. Mi hijo amaría el campo, escalaría montañas, vadearía ríos, conocería las aves por sus gorjeos y por su vuelo... Sueños de una madre que aprieta con ternura una mano pequeña, de cinco años recién cumplidos. Una mano, que se aferraba a la mía buscando protección. Había elegido el camino del bosque para llegar a un prado que discurre a orillas de un pequeño y serpenteante río de aguas cristalinas. Allí nos descalzaríamos y lo cruzaríamos, para sentir el frío contacto de sus aguas. Desde la otra orilla, por un sendero entre cereales, llegaríamos a casa después de subir una pequeña cuesta. El recorrido no llegaba a dos kilómetros y Pablo estaba acostumbrado a largas caminatas. Pero todos nuestros planes se vieron truncados de pronto y este recorrido no pudo realizarse. Nos habíamos adentrado en el bosque, mirando los pájaros que nos saludaban con sus cánticos primaverales. A pesar de la estación, el día se presentaba muy caluroso y, a la sombra de los pinos, se estaba bien. De pronto, Pablo soltó mi mano y corrió adentrándose en el bosque. Observé cómo se agachaba y agarraba algo del suelo. - ¡Mira!, mamá... Entre sus brazos tenía un tembloroso cachorro de mastín y quedé horrorizada al oír el amenazador gruñido de la madre que se acercaba a toda velocidad a mi hijo. 85

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- ¡Suelta el cachorro! ¡Suéltalo! -grité mientras corría veloz en defensa de mi hijo. Llegué con el tiempo justo de agarrar a Pablo por el brazo y tirando de él lo coloqué detrás de mí. La perra, a pesar de haber recuperado a su hijo, se acercó a mí, con los pelos del cuello erizados, ladrando tan cerca que notaba su aliento caliente en mis manos. Era inútil echar a correr; por lo tanto me quedé inmóvil haciendo frente a la perra. Traté de serenarme para que mi adrenalina no me delatara y hablé al airado animal como si pudiera entenderme. - Te comprendo. Pensabas que mi hijo haría daño a tu cachorro. Ya ves que no ha sido así. Somos dos madres con un mismo deseo: el de proteger a nuestros hijos. Tú tienes tanto derecho a defender al tuyo, como yo al mío. Poco a poco, el animal se fue tranquilizando. Yo no me había movido del sitio. Notaba la presión de los brazos de Pablo, que apretado contra mis piernas, se mantenía inmóvil y asustado a mi espalda. Por fin la perra, se acercó a su hijo, lo cogió con la boca y se alejó para depositarlo junto a los otros cachorros. Me quedé observándola mientras se alejaba. Estaba tan flaca que posiblemente no había comido en días. Pablo tenía el pánico reflejado en su rostro. - Volvamos a casa, mamá... ¿Por qué nos ha atacado? - Estaba en su derecho, hijo. Nosotros hemos invadido su territorio y temía por sus hijos. Mientras regresábamos, yo seguía pensando en la extrema delgadez de la pobre perra. Le estaba agradecida por no habernos mordido. Simplemente nos hizo una advertencia para que respetáramos su territorio y, sobre todo, su prole. Al día siguiente volví sola al bosque y, en el mismo lugar de nuestro aparatoso encuentro, dejé comida y agua. Del interior del bosque un gruñido me advertía donde estaban los límites de las dos. La llamé: - Tany. Aquí tienes tu comida. Tany era el nombre de una perra que fue mi compañera de juegos en mis primeros años de existencia. Subía a caballo sobre ella, le tiraba de las orejas y le hacía toda clase de trastadas, sin que el noble animal protestara; por el contrario, era mi incondicional defensora. Cumplíamos años el mismo día. En nuestro doce cumpleaños, celebré una gran fiesta en casa 86

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con mis amigas. No vi a Tany en toda la tarde pero no noté su falta porque estaba muy entretenida con mis compañeras de juegos. Sin embargo, cuando éstas se fueron, cogí un trozo de tarta y silbé llamando a mi perra. No obtuve contestación y me extrañó. Fui a su caseta. Estaba tumbada, con la cabeza entre las patas y los ojos cerrados. - ¡Vamos!, Tany. No seas rencorosa. Mira, me he acordado de tu cumpleaños... Te he guardado tarta... Tany no hizo el menor movimiento... Había muerto. Me pasé muchos días llorando y extrañando su compañía. Sigo recordándola con cariño. Quizá por eso el nombre de Tany afloró a mis labios sin darme cuenta. Durante muchos días hice el recorrido hasta el bosque con el menú para la nueva Tany. Me di cuenta que ya no gruñía cuando yo llegaba y apenas había dado unos pasos para alejarme, salía de su escondite para devorar con ansia la comida; por esta razón me propuse, al octavo día, esperarla sentada al lado del camino. La vi asomar por detrás de unas matas, recelosa. Se fue acercando despacio, midiendo cada paso y mirando continuamente atrás, hacia donde estaban sus cachorros. - ¡Vamos! Tany. No tengas miedo. Sólo quiero ser tu amiga... Se acercó y, tomando el trozo de carne que le había dejado en el suelo, se alejó rápidamente. Este fue el principio de una armonía y comunicación entre las dos. A los pocos días salió acompañada de sus hijos. Eran cuatro preciosos cachorros juguetones, que seguían a la madre hasta el camino donde yo la esperaba todos los días. Aunque ella todavía tenía reparos en acercarse demasiado a mí, no así los cachorros. En sus juegos corrían hacia donde yo estaba y hasta los tomaba en brazos sin que Tany mostrara contrariedad. Un día le dije a Pablo si quería tener al cachorro del bosque en brazos y me miró con los ojos muy abiertos. - Pero, mamá. ¡Si aquel día casi nos mata su madre! - Ahora nos hemos hecho muy amigas. Ven y lo verás. El mes de Julio sufrí una intoxicación y estuve varios días en cama. Tany se quedó sin su comida. Pero lo peor eran las lluvias torrenciales que azotaron la región durante casi una semana. 87

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Cuando me encontré un poco recuperada, me fui al bosque acompañada de Pablo. Tany no salió a nuestro encuentro en busca de la comida. La llamamos insistentemente sin obtener respuesta alguna. Tany y sus cachorros habían desaparecido. Volvimos a casa disgustados, por el sendero angosto y sombrío que llega a la tapia posterior de nuestra casa para librarnos del calor sofocante del mediodía. Algo se revolvió entre unas matas... - ¡Tany! Tany y sus cachorros estaban allí, muy cerca de casa. Esta vez la perra se nos acercó y observé que tenía el hocico manchado de sangre. Había matado algún animal para alimentarse y alimentar a sus hijos. Los cuatro cachorros tenían también muestras del banquete. Pablo me miró esperando una explicación. Siempre fue un niño muy despierto al que había que darle razones lógicas de cuanto observaba. Por lo tanto le dije: - Tany está en su derecho de matar a otros animales. Tiene hambre y quiere comer. Ella no sabe distinguir entre el bien y el mal. Días más tarde un vecino nos dijo que le faltaban dos gallinas. Pablo me miró y yo le guiñé un ojo. Tany y sus cachorros entraron sin reparos detrás de nosotros a nuestro jardín y allí se quedaron.

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Telegramas anónimos Aquella mañana unos golpes bruscos en la puerta me despertaron sobresaltada. Era domingo y no esperaba a nadie. Miré el reloj: las diez en punto. Me puse el salto de cama y me dirigí a la puerta. - ¿Quién es? -pregunté sin abrir. - Traigo un telegrama para doña Cándida Gómez -contestó una voz juvenil. - Un momento, por favor. Me abroché la bata, me atusé el pelo con las manos y abrí. Los ojos de un empleado de telégrafos recorrieron mi cuerpo de arriba abajo, mientras me entregaba el telegrama y el libro de firmas. Recogí el telegrama, le di las gracias y volví a cerrar. Lo abrí nerviosa. No sé por qué razón, siempre relaciono los telegramas con desgracias. Leí: "Necesito verte. Iré lunes. Llamaré" Busqué inútilmente la inexistente firma. Quien puso el telegrama se olvidó de lo principal y yo no podía imaginar quien podría ser el autor o autora de tan breves palabras. Mi cerebro trabajaba a toda velocidad, haciendo un recorrido por todas las personas que pudieran dirigirse a mí en aquellos términos. Casi me salía humo de él y no se hacía la luz: "Carmen no puede ser. Hace tiempo que está algo distanciada. Florita nunca ha venido a mi casa ni tampoco ha demostrado tenerme tanto afecto como para necesitar verme con tanta urgencia. Laura está de gira por América con su marido..." Y seguí repasando la lista de las amistades más íntimas sin sacar nada en limpio. "Bueno, ya llamará mañana como dice". Estaba intrigada y esperé anhelante la llegada del lunes. Me levanté más pronto que de costumbre ya que no sabía a qué hora me llegaría su 89

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visita o su llamada. Me arreglé como si fuera a salir y esperé. A las doce del día no había tenido noticias de la intrigante visita que tanto necesitaba verme y me dispuse a tomar un almuerzo ligero. Apenas había encendido el fuego, sonó el timbre de la puerta. Salí presurosa a abrir; de nuevo era el chico de telégrafos con un nuevo telegrama: "Explicaré razones. Llego mañana". Tampoco venía ningún nombre. Lo más curioso fue que estos telegramas, anónimos y diarios, se siguieron repitiendo a lo largo de la semana. Y como ocurre siempre: lo que primero fue intrigante luego se convirtió en obsesivo, mas tarde en monótono y al fin, en indiferente. Cuando llegó el telegrama número ocho, le dije al empleado de telégrafos: - Mira, no te molestes en volver a traerme estos telegramas. Debe tratarse de alguna broma pesada y no pienso volver a admitir ninguno. Los devuelves y pones: "Desconocido en este domicilio". El chico me miró con cara de no comprender. - ¿Entonces los devuelvo? - Eso mismo acabo de decir. Observé decepción en su cara y me extrañó. ¿Qué le importaba a él que admitiera o no unos telegramas que llegaban desde hacía tantos días? Los días siguientes seguí pensando en los telegramas y en los que el empleado hubiera devuelto. Me preguntaba si llegaría alguno con firma y habría hecho mal devolviéndolos. Luego me olvidé totalmente de ellos, hasta cierto día que, por casualidad, encontré al empleado saliendo de un portal. Lo llamé y pareció azorarse al verme. - ¿Has tenido que devolver muchos telegramas de los que me llagaban sin firma? -pregunté. Se puso muy colorado y bajando la vista contestó: - No, no hubo más telegramas, señora. Se iba a marchar pero le sujeté por el brazo. - ¿Me quieres decir que, en cuanto yo decidí rechazarlos, no llegó ninguno más? El muchacho, muy nervioso, contestó afirmativamente con un movimiento de cabeza. Me miró de reojo, bajó la vista al suelo, me volvió a mirar y, por fin confesó: 90

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- Me tiene que perdonar. No he querido faltarle al respeto. Los telegramas los ponía yo solo por ir a llevárselos y verla. Hace mucho tiempo que estoy enamorado de usted. Me quedé atónita. Nunca en mi vida me había pasado algo semejante y menos a mi edad. - ¿Me puedes decir cuantos años tienes? -pregunté al atolondrado muchacho. - Veintidós -contestó sonriente. - Pues yo tengo un hijo de treinta. ¿Te dice eso algo? -negó y, ante lo que ya resultaba una insolencia, seguí-. Pues es muy sencillo. Podría perfectamente ser tu madre. Hizo un movimiento de hombros y se alejó riendo. Llegué a mi casa y me miré al espejo contemplando las inevitables "patas de gallo", el cuello lacio, las ojeras pronunciadas y los ojos sin brillo. ¿Qué ha visto ese mentecato en mí? Era la pregunta que me estaba haciendo cuando sonó el teléfono. Mi amiga Esperanza estaba al otro lado. Como tenía tan reciente el extraño acontecimiento, me sinceré con ella contándole la admiración hacia mi persona, de un muchacho que tenía menos años que mi hijo. - ¿Es un muchacho de telégrafos, rubio, alto, delgado y que se pone colorado con suma facilidad? -preguntó. - Sí, el mismo. Oí las carcajadas de mi amiga por el auricular y, cuando paró de reír, me explicó: - Ahí donde lo ves se está haciendo de oro con sus tonterías. Hace apuestas con los amigos de que es capaz de conquistar a esta o la otra señora y verse con ellas en algún café. La táctica que emplea es la de los telegramas, que para él es fácil ya que trabaja en Correos. Cuando la víctima está lo suficientemente intrigada, pensando quien le mandará tan extraños telegramas, llega el último, donde declara su enamoramiento y pide a la dama una cita en algún café. Él espera en la sombra con los amigos y, cuando la señora aparece en el café, cobra la apuesta y... a volver a empezar con otra. Según me han dicho, tiene una buena cuenta corriente que nosotras le proporcionamos sin saberlo. Y los amigos quedan admirados por sus dotes de conquistador. - ¿También a ti te ha pasado? 91

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- Y a Marta, a Esperanza, a Gloria..., que yo sepa. - Pues entonces es fácil poner una denuncia. Esto no se puede tolerar -dije enfadada. - Nadie te secundará, porque elige señoras casadas y mayores. ¿Cómo van a admitir que han acudido a una cita con un extraño del que solo saben que pone tiernos telegramas de admiración? Cuando terminé la conversación con Esperanza, estaba furiosa por haber estado a punto de ser la víctima de una apuesta, al tiempo que decepcionada al comprobar que mi físico no había despertado la admiración de nadie.

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El cuarto rosa Leticia entró una vez más en el cuarto que había preparado para su hija. Ya notaba los primeros dolores de parto y esperaba la llegada del taxi que la llevaría a la clínica. Se sentó con torpeza en una butaca y recorrió con la mirada la estancia que tan primorosamente había decorado. Acarició su abultado vientre con ternura. Estaba convencida que aquellas caricias le llegaban a su bebé. Luego tomó unas cuartillas y se puso a escribir: "Querida hija: Dentro de breves momentos nos conoceremos al fin. Estoy deseando ver tu carita y acariciarte sin la piel de mi vientre en medio. Te confesaré que tengo mucho miedo, por varias razones... Porque es una experiencia nueva para mí, porque papá no puede estar a mi lado cuando nazcas y porque últimamente el médico ha detectado algún imprevisto que no ha querido decirme para no intranquilizarme, pero yo lo vi en su cara. Así es que, por si algo sale mal, te voy a describir cómo hemos decorado tu habitación. Papá me ha ayudado y te puedo asegurar que hemos puesto todo el amor del mundo en ello: Las paredes están tapizadas en seda marfil. La moqueta que cubre todo el suelo es rosa pálido con diminutas florecillas formando guirnaldas. Debajo de la ventana te hemos puesto un escritorio para cuando seas mayor y tengas que estudiar. Al lado del escritorio hay dos estantes para libros, pero ahora están llenos de muñecos de peluche. Libros, solamente hay dos: el titulado "Tu hijo", que me regaló papá cuando supimos que venías en camino y otro que compré yo, sobre la educación del párvulo, recomendado por mi amiga Andrea, ante mi inexperiencia en cuestión de niños pequeños. Los dos los he leído varias veces. Creo que no tendrás queja de la madre que te ha tocado en suerte. El visillo de la ventana forma unos pequeños muñecos y se recoge a un lado con un gran lazo de seda rosa. Tu cuna, la misma que usó papá de pequeño, 93

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restaurada por él, es un primor: de caoba y tallada a mano, como se hacían las cosas antes. Las numerosas sabanitas y colchas (algunas de ganchillo), las confeccionamos entre las dos abuelas y yo. Un gran lazo de raso rosa, sujeta un medallón de plata a la cabecera de la cuna, regalo de tu tía Amalia que será tu madrina. El armario, color marfil, con rosas pintadas por papá, está lleno de ropita. Mis amigas me decían que para qué hacía tanta ropa... "Luego todo se les queda pequeño rápidamente..." ¡No importa! Siempre habrá alguna familia necesitada a quien regalarlo. El juego de cristianar lo he hecho yo. Es de organdí, con bordado a punto de sombra y con muchas jaretas, rematado con bonito encaje de Chantilly, muy antiguo, regalo de tu abuela paterna. En la cintura y las bocamangas lleva pasacintas con cintas de seda rosa. El forro, de quita y pon, es rosa en esta ocasión. Si luego tienes un hermano lo pondremos azul. Me costó dos meses confeccionar todo esto. Y en un rincón del cuarto, está mi gran tesoro que quiero compartir contigo. El baúl de mi bisabuela. Era gallega, de Camariñas. Está lleno de encajes de bolillos hechos por ella. También guardo allí dos mundillos: uno de viaje, forrado de terciopelo rojo y con asa y otro más grande de madera de sapelly con un cajón para guardar los bolillos y los alfileres. Conservo varios juegos de bolillos, de palo de rosa y de boj. Este es el gran legado que recibí de mis antepasados y que quiero que tu conserves y aprecies... Acabo de notar otra contracción más fuerte que las otras. No puedo seguir escribiendo... ¡Si papá estuviera aquí! ¿Por qué tiene que ser el congreso precisamente ahora? Tendrás dos días cuando te conozca.¡ Vamos, hija! Pórtate bien y hazme el favor de nacer enseguida. Estoy muy impaciente por verte..." Leticia dobló la cuartilla y la dejó sobre el escritorio. Cogió su neceser y su pequeño maletín, ambos preparados desde hacía dos semanas y, dando otra rápida ojeada a la habitación, con los ojos llenos de lágrimas salió, cerrando suavemente. El taxi ya estaba esperando. Habían pasado dos días, cuando unas manos de hombre tomaron la cuartilla que reposaba sobre el escritorio. Después de leerla, la estrujó entre sus manos y se tapó la cara con los puños apretados, para ahogar su llanto. En la cuna de caoba, una pequeña criatura se movía bajo la ropa...

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Mensaje al mar Anochecía. Parpadeaban las primeras estrellas mientras yo continuaba allí sentado, esperando que ocurriera lo que tanto tiempo había deseado. Se levantó una brisa agradable y fresca, que recorrió mi cuerpo librándome del bochornoso y húmedo calor que padecí durante todo el día. Estaba al borde del acantilado y hasta mí llegaba el ruido sordo y tétrico de las olas, rompiendo con furia contra la abrupta costa del faro Villano. Los barcos de pesca se retiraban ya, dejando una estela de blanca espuma y haciendo sonar sus sirenas para advertir a los compradores de la lonja que traían pescado. Desde el mar comenzó a llegar una espesa niebla y, en cuestión de segundos, lo invadió todo. Los pesqueros que aún no habían arribado a puerto se quedarían sin rumbo si no fuera por el faro de Finisterre. El potente y bronco sonido de su sirena, extendiéndose a través del mar, se convierte en la voz del amigo que trata de impedir que su gente se pierda y sea tragada por el mar. De este modo, pueden los pescadores sortear los muchos riscos que bordean peligrosamente la "Costa da Morte" y entrar en el puerto, donde sus mujeres esperan impacientes su llegada. - ¡Dura vida la del pescador! -decía mi padre... Allí sentado, como tantas tardes, observando una vez más la puesta de sol, recordé el motivo de mi insistente y anhelante espera. La evocación de aquel día, que cambió el rumbo de mi vida, llegó a hacerse obsesiva. Mi padre, marino por necesidad y por vocación, era dueño de dos grandes pesqueros; uno lo llevaba él y el otro, un hermano suyo... "Hasta que mi hijo sea mayor". Porque éste era el medio de vida de varias generaciones y sería también el mío. 95

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Sin embargo, el maestro de la escuela del pueblo, instigaba a mis padres para que me hicieran estudiar una carrera. "Es un muchacho muy inteligente. Podrá sacar cualquier carrera con un mínimo esfuerzo..." - ¿Qué quieres tú? -me preguntaron. Pero yo llevaba el mar en la sangre. Necesitaba olerlo, saborear su salitre en los labios, escuchar el sonido del oleaje y mecerme en la cubierta del barco al compás de las olas. Aislarme del mundo en aquel "paraíso" de mar y cielo. Notar el frío "interior" que proporciona el miedo cuando una ola sobrepasa varios metros la cubierta del barco y te ves metido en aquel amenazador túnel del que no sabes, muchas veces, cómo vas a salir. - Decididamente quiero ser marino -contesté. Mi madre siguió insistiendo varios días, para que estudiara una carrera, pero yo era de ideas fijas. Había terminado mi último curso escolar y, como siempre, saqué notas excelentes. Como premio y ante mi insistencia, mi padre me dejó acompañarle a la mañana siguiente. Íbamos a alejarnos mucho de la costa y estaríamos varios días embarcados. - Antes de decidir tu futuro, quiero enseñarte lo que es realmente la vida de un marino -me dijo, y yo me sentí feliz porque al fin me embarcaría con él... ¡Hasta el Gran Sol! La travesía fue como un crucero de recreo. El mar, inusualmente tranquilo, nos mecía con delicadeza y nos dejaba disfrutar en cubierta de una temperatura excepcional. Allí, cada uno se sinceraba y contaba pasajes de su vida y sueños de futuro. De este modo me enteré que Germán se llevaba muy mal con la familia de su mujer; que Susiño se quería marchar a Madrid porque "aquella esclavitud del mar..."; que Rafael estaba muy enamorado de una rapaciña de A Coruña; que Santiago, con sus pocos años, tenía que ayudar a su madre que había quedado viuda con cuatro hijos... Y todos supieron que yo... "Seré como mi padre y navegaré toda la vida..." Algunas veces se contaban anécdotas de hechos ocurridos en el eterno reto hombre-mar. Unas curiosas, otras simpáticas... Otras espeluznantes. Por la noche, hacíamos guardia. Una guardia muy descansada pues éramos seis personas para relevarse. Yo la hacía al lado de mi padre. En aquellas horas de vigilia, con una luna blanca y brillante iluminando la negrura del mar, notaba en la cara el aire húmedo y frío de la noche. Nuestras charlas "de hombre a hombre", hacían que me sintiera 96

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importante. Mi padre recordaba su infancia, tan distinta a la mía, al tiempo que me hacía ver la dura y arriesgada vida del pescador. Yo escuchaba embelesado, convirtiendo en ilusiones lo que para él eran contrariedades. Muchas veces, cuando la luna se ocultaba, solamente se distinguía una estela de espuma blanca a lo largo del costado del barco y, al frente, un interminable túnel negro por el que navegábamos; en esos momentos, mirando aquella oscuridad, la adrenalina erizaba mi piel, pero al mismo tiempo sentía una emoción y un placer indescriptible... Todo marchaba bien. La pesca fue abundante en el Gran Sol y, cuando mi padre dio la orden de poner rumbo a casa..., un suspiro de alivio se escuchó entre los marineros. "¡Por fin a casa!". Sin embargo yo, quedé contrariado. La vuelta no fue tan tranquila como la ida. El mar se retorcía con furia y las olas subían por encima de nosotros varios metros. El barco se balanceaba de babor a estribor y de proa a popa, como si fuera un juguete en aquel mar enloquecido. Por la radio, las noticias no eran nada halagüeñas. Se recomendaba, a los barcos en alta mar, buscar un puerto abrigado y permanecer en él hasta nueva orden. Yo miraba a mi padre y veía reflejados en su cara, miedo y preocupación. Los marineros se movían en cubierta, de un lado para otro, nerviosos y mudos de terror, acatando rápidamente las órdenes del patrón. Una enorme ola lamió la cubierta y estuvo a punto de llevarse al mar a Santiago, el más joven e inexperto que, a duras penas, se agarró a un cabo, esperando que los compañeros tiraran de él hacia arriba. Ante aquel enorme peligro, mi padre me ordenó entrar en la cabina. El fuerte viento no me dejaba avanzar y, cuando mi padre se disponía a ayudarme, otra ola se alzó sobre nuestras cabezas y nos agarramos con fuerza para no ser arrojados al mar... ¡Todo inútil...! Noté un fuerte tirón que me separaba de mi padre y luego, una masa de agua envolvía mi pequeño cuerpo. No podía ver nada. Sumergido en el mar, perdí el sentido de la orientación; no sabía dónde estaba el barco, ni mi padre, ni los demás compañeros. "¿Nos habremos caído todos?" Fue el primer pensamiento que ocupó mi mente. Por instinto, aguanté la respiración y nadé hacia arriba buscando aire para llenar mis pulmones. Saqué un poco la cabeza y apenas comenzaba a tomar aire, otra ola me devolvió a las profundidades... Esto se repitió una y otra vez , mis 97

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fuerzas se estaban agotando. ¿De qué me servía ser un buen nadador? No podía más; me sentía tan débil que decidí abandonarme y morir de una vez. En ese momento, pensé en mi madre y su afán de que me alejara del mar; en mi padre que me había llevado en contra de sus deseos... De pronto noté el contacto de algo sólido a lo que me así con fuerza, mientras una mano tiraba de mí hacia la superficie. Mi padre se había lanzado al mar en mi ayuda y el resto de los marineros desde el barco, lanzaban cabos con salvavidas. Una vez en cubierta, casi sin aliento, mi padre me abrazó llorando. Nunca hasta entonces le había visto llorar. Después, levantó los ojos al cielo y como una plegaria, hizo delante de todos un juramento: "¡Gracias, Dios mío!... ¡Te juro que no permitiré que mi hijo exponga de nuevo su vida a los caprichos de este maldito mar!" Aquel incidente cambió mi destino. Me hice abogado y, el mismo día que terminé la carrera, le pedí a mi padre que me llevara de nuevo al Gran Sol. - Tengo un reto pendiente. Aquel accidente desvió mi camino. Quiero volver allí y arrojar una botella al mar con un mensaje. Volvimos. El mar estaba relativamente tranquilo y, en el lugar aproximado donde a punto estuve de perder la vida, arrojé el mensaje metido en una botella de color rojo. El mensaje decía así: "Mar Atlántico: Manejaste a tu antojo mi cuerpo infantil llenándome de terror. Quería ser marino y soy abogado. Pero aquel niño, ahora es un hombre. Un hombre que ya no te teme; que sigue deseando surcarte de un extremo a otro. Un hombre que va a dejar a merced de tus olas su futuro. Si, en el plazo de tres años, este mensaje llega a tierra, entenderé que me admites... Si no llega..., seguiré siendo abogado y me alejaré para siempre de ti" Luego añadí mi dirección y mi teléfono, rogando a quien leyera el mensaje, me lo comunicara inmediatamente. Atiendo, desde hace un año mi bufete en A Coruña. Pero vuelvo con suma frecuencia a mi casa y me siento en el mismo sitio de siempre, mirando hacia el mar y... ¡esperando!... Esperando que se cumpla mi gran deseo: que suene el teléfono con aquella llamada donde alguien me comunica que ha encontrado la botella con mi "Mensaje al mar" 98

Pancho y yo Siempre recordaré aquel día que salí a caminar, como todas las mañanas, por el sendero que discurre al borde del acantilado. Era un día hermoso. Notaba el calor del sol en mi piel y me adentré en la espesura del bosque cercano para librarme de sus calurosos rayos. Bajo la arboleda se estaba bien. Hasta Pancho pareció agradecerlo pues presentía su alegría. Los pajarillos cantaban alegres y revoloteaban a nuestro alrededor, extrañados ante nuestra intromisión en sus dominios. Por allí no suele pasear nadie, el camino es algo peligroso. De vez en cuando, las irregularidades del sendero pueden hacerte perder el equilibrio y corres el riesgo de precipitarte al vacío. De pequeña tenía prohibido hacer ese recorrido, pero ahora era diferente; confiaba plenamente en Pancho y sabía que con él al lado, nada me podía pasar. Hasta nosotros llegaba el sonido bronco y amenazador del mar. - Hoy hay marejada -me dije. Esos días, los de marejada, eran mis preferidos. Hasta mí llegaba la espuma marina que humedecía mi cuerpo; saboreaba el salitre y disfrutaba del característico olor a algas, de un mar revuelto. Sentía una subida de adrenalina que alteraba los latidos de mi corazón, y una emoción indescriptible se adueñaba de mí. El revoloteo y piar de las gaviotas, no podían faltar en aquella melodía profunda y grave. Pancho, caminaba a mi lado, pegado a mí, como hacía siempre, y yo me preguntaba si disfrutaría tanto como yo... - No, tú no disfrutas como yo porque estás pendiente de mis pasos -comenté acariciándole. Salimos al claro. Una pequeña explanada por donde se llegaba al faro. El Sr. Nicolás, el farero, me conocía desde pequeña y me quería como a una hija. Mis visitas al faro eran casi diarias y el sendero que conducía a él, me resultaba tan familiar como el pasillo de mi casa. Noté de nuevo el calor del sol en los brazos desnudos. - Pancho ¿Vamos al faro? 99

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Pancho era un compañero silencioso; me gustaba hacerle preguntas aunque nunca opinara. En esta ocasión comenzó a caminar en aquella dirección, lo cual indicaba su aprobación. Sí. Tomamos el camino del cercano faro y, cuando apenas habíamos dado unos pasos, Pancho se paró delante de mí impidiéndome andar. - ¡Pancho! ¡No me dejas caminar! -le regañé Pero, a pesar de mi enfado, Pancho seguía atravesado en el camino sin moverse. Fue entonces cuando escuché las voces del farero que corría a toda velocidad hacia nosotros. - ¡Quieta, niña! ¡Espera! A pesar de mis treinta años seguía llamándome "niña". Ante sus exaltados gritos quedé paralizada, con Pancho tumbado a mis pies. Recordé las palabras de los entrenadores que habían enseñado a mi perro lazarillo a ponerse delante y obstaculizarme la marcha cuando hubiera un peligro: - Si el perro se te cruza delante, es que hay un peligro. Hazle siempre caso. Pancho había sido mi compañero, mi amigo y mi eterno acompañante desde que perdí la vista en aquel accidente. Sin él no sé qué hubiera sido de mí. Tras los primeros días de desesperación, fui asimilando mi ceguera. Luego vino él... Mi amigo... ¡Mis ojos! Nunca vi su aspecto pero casi podría hacerle un retrato por la cantidad de veces que mis manos recorrieron su cuerpo, explorando sus facciones: hocico largo, orejas puntiagudas, pelo suave... Pero, en esta ocasión, seguía desconcertada ante su actuación. Conocía el sendero del faro y sabía que no era peligroso. El farero llegó hasta nosotros. - Le debes la vida a Pancho -dijo casi sin aliento- Esta noche ha habido un desprendimiento y, justo delante de vosotros, el camino ha desaparecido. Ven por aquí... Noté la mano temblorosa del Sr. Nicolás que me agarraba del brazo, conduciéndome hacia la derecha, y oí las palmaditas de agradecimiento que le daba a Pancho. Tanteé el lomo de mi perro y noté el contacto de su suave pelo. Tomé su cabeza entre mis manos y le hablé cariñosamente: - Te prometo -le dije- que de ahora en adelante, siempre te haré caso. Pancho lamió mis manos. Aquellos "besos", ásperos y húmedos, son los más auténticos que he recibido nunca.

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Vacaciones en Cerdeña Recuerdo demasiado a menudo los días cuando mi felicidad nació y murió al mismo tiempo. Han pasado dos años y me parece que fue ayer. Aún conservo la carta, desgastada de tanto manosearla. Comenzó un día cualquiera, con el insistente timbre del teléfono que me hizo levantar de mi cómodo sillón y acudir a contestar. - Diga - Hola. Quiero hacerte una proposición para estas vacaciones. La voz de Carlos sonaba animosa. Él siempre estaba alegre; era una alegría contagiosa, un optimismo que transmitía a los demás; parecía que no tuviera ningún problema y sin embargo era la persona más conflictiva que he conocido nunca; su mala suerte le había acompañado casi desde que nació, llegando a límites extremos. Carlos se quedó huérfano de padre cuando contaba cinco años, era el mayor de tres hermanos. Apenas tenía dieciséis años cuando se puso a trabajar como recadero en un comercio de alimentación. Sus sueños infantiles y sus proyectos para cuando fuera mayor, se quedaron en eso, sueños y proyectos. Consiguió un trabajo mejor remunerado y más cómodo, como cajero en una zapatería y al poco fue despedido porque se equivocó al dar el cambio a una cliente. Recorrió todos los oficios y ocupó puestos de trabajo dispares, hasta colocarse en un Banco de botones. Fue recomendado por un antiguo amigo de la familia y allí comenzó, lo que podríamos decir, su buena racha. Estudió para ir ascendiendo en el Banco escalando varios puestos hasta llegar a Director de una nueva sucursal. Al poco tiempo contrajo una rara enfermedad, los médicos no conseguían atajarla y estuvo postrado en cama casi un año. A fuerza de tesón y de mucho ejercicio consiguió convertir aquel guiñapo humano, de nuevo en un hombre. Pero el puesto de director de la sucursal, ya lo ocupaba otra persona. 101

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Llevaba un año trabajando duro para lograr los méritos suficientes y volver a ocupar un puesto relevante en el Banco. Nos conocimos durante el periodo de rehabilitación. Fui nombrada su enfermera, y a diario acudía a su casa para ayudarle a salir de la cama, tomar los baños, darle masajes y, sobre todo, animarle. Anímicamente estaba hundido. Yo sabía que no era solo por la enfermedad, sino porque su prometida, cuando lo vio tan mal, lo había abandonado. Una de esas tardes que se prestan a confidencias, él me fue contando sus pesares, sus ilusiones muertas, sus proyectos hundidos, su futuro dudoso e incierto: - Todo en la vida me ha salido mal y ahora que podía ser feliz, ella me ha dejado. No te puedes imaginar los proyectos que hicimos juntos. La he querido tanto..., no creo que vuelva a querer así nunca más. Después de abrirme su corazón, traté de encontrar las palabras oportunas para hacerle olvidar y mirar al futuro con esperanza. - Mejor que te haya dejado ahora y no después de casados; pienso que no te quería demasiado. Eres joven y encontrarás la mujer apropiada cualquier día, en el lugar menos imaginable. Pero curiosamente, muchos días, era él quien me tenía que animar a mí. Esos días, cuando los ejercicios no salían bien, o no se adelantaba como era de esperar, quedaba contrariada pues creía no haberme entregado a mi trabajo con intensidad. - No te preocupes -decía sonriendo-. Hoy ha sido un día negativo; he adelantado poco. Mañana lo haré mejor. No te desanimes; tú lo has hecho muy bien. Había momentos que quien necesitaba inyecciones de optimismo era yo. Cuando consiguió volver al trabajo, aún con pasos vacilantes y sin demasiadas fuerzas, respiré satisfecha. Volvía a ser él mismo. Luego, nuestro contacto ya no era a diario; nos veíamos algún fin de semana y nos llamábamos por teléfono. Nuestra relación nunca pasó de ser más que la de enfermera y enfermo. Mis sentimientos no contaban en absoluto. Por eso, su llamada y la proposición que quería hacerme, me llenaron de curiosidad. - ¿Qué me quieres proponer? -pregunté. - Primero tienes que decir que aceptas y luego te lo digo. - Por supuesto que acepto. No tenía ningún plan hasta ahora. Dime de qué se trata. 102

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Oí al otro lado un hondo suspiro y un "¡menos mal!". Luego me dijo que tenía importantes novedades qué contarme y quería revelarlas en la cubierta de un barco. - He pensado, por lo tanto, que podemos pasar estas vacaciones en Cerdeña y hacer algunas excursiones marítimas. Me han dicho que es una isla muy bonita. Me quedé algo sorprendida y pensativa, ante aquella inesperada proposición; no porque no me apeteciera, sino por el lugar elegido. Una isla italiana, en pleno Mediterráneo. Por otra parte, no terminaba de entender el sentido de aquel viaje, después de casi seis meses que habíamos dejado la rehabilitación y de vernos a diario. - Bueno, ¿qué decides? Me has dicho que aceptabas y ahora te quedas callada -preguntó impaciente. Acepté, claro está, y en menos de dos semanas estábamos en Cerdeña. Había alquilado dos habitaciones contiguas en un bonito hotel de la costa norte; la llamada "Costa Esmeralda" por el color del mar. Desde el hotel se veía una preciosa panorámica de dicha costa y sus transparentes aguas verdes. Me sentía feliz allí con él, paseando, navegando, y trasladándonos en un coche alquilado, de un lugar a otro, almorzando aquí, cenando allá... Todo era perfecto. Pero él me había anunciado importantes novedades, y ese momento de confidencias, se iba retardando tanto, que llegué a pensar si no se trataría de una treta para no pasar las vacaciones solo. Algunos días se ponía tan misterioso que no llegaba a comprender lo que añoraba. Parecía como si la vida no le importara demasiado. Otros, en cambio, se le veía feliz y reía por cualquier cosa. Algunas veces se mostraba distante y hasta áspero conmigo y, al minuto siguiente, me apretaba contre él con un cariño inmenso. Más de una vez, le observaba en silencio mientras miraba ensimismado hacia el infinito, y hubiera dado cualquier cosa por bucear dentro de su cerebro para explorar sus pensamientos. Parecía como si algo le preocupara. Aquellos cambios tan drásticos de actitud, me tenían desconcertada. A pesar de ello, mis sentimientos se iban estrechando mucho más de lo que yo hubiera deseado. Y surgió lo que tenía que surgir. Aquellas noches sin final, aquella pasión desbordada y aquellos amaneceres uno en brazos del otro. El último día, hicimos una bonita excursión al archipiélago de La Magdalena. La excursión duraba desde las nueve de la mañana, hasta las 103

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seis de la tarde, con almuerzo en el mismo barco. Nos dejaron tiempo libre para darnos un baño en una de las bonitas calas, de aguas transparentes de color verde esmeralda que visitamos, y allí, tumbados en la arena, me habló con absoluta sinceridad. - Te estoy muy agradecido por tu ayuda durante mi enfermedad; ésa es la razón de que estés ahora aquí conmigo. Te he visto divertirte y creo que has sido feliz estos días, lo cual me llena de satisfacción. Con ello no pretendo pagarte cuanto has hecho por mí ni los ánimos que me dabas en mis días negros, eso no se puede pagar... Calló un momento quizá esperando alguna palabra mía pero yo estaba perpleja. No sabía a qué venía ese tema después de tanto tiempo, y le dejé hablar. Se volvió boca abajo en la toalla para mirarme y siguió. - Te dije que tenía algo que contarte, ¿recuerdas? -volvió a callar y yo abrí los ojos, haciendo sombra con las manos, para mirarle. - Sí -contesté-, pero iba a ser en la cubierta de un barco, no en una playa. Quise gastar una broma para eliminar la sombra siniestra que Carlos tenía, pero él ni siquiera sonrió. Se sentó y mirando al infinito, continuó: - Lo que te voy a decir no lo sabe nadie; solamente un médico y yo. No sé por qué, al oír esto me sobresalté. Me senté, y esperé con cierto temor sus palabras. - Cuando dejamos la rehabilitación, yo no estaba bien del todo. Me puse a trabajar porque no quería perder más tiempo. Sin embargo, me sentía cansado y, hace apenas dos meses, acudí a un médico para hacerme un chequeo. Calló de nuevo. Estaba claro que le resultaba difícil contarme el resultado de la exploración médica y yo ardía de impaciencia. - ¿Cuál fue el resultado? -pregunté nerviosa - Que soy estéril. La enfermedad me ha convertido en medio hombre. Nunca podré tener hijos... ¿Te das cuenta que mi estrella se apagó antes de nacer yo? - Bueno, hombre -traté de tranquilizarle-. Eso no tiene tanta importancia. Hay muchas parejas que pudiendo, no quieren tener hijos, y no se lo toman por lo trágico. - Pero yo no estoy dispuesto a casarme conociendo mi esterilidad. El capitán nos llamó para embarcar. Era la hora del retorno. En aquel momento no podía imaginar que mis proyectos de felicidad a su 104

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lado quedarían enterrados para siempre, en la arena de una playa de Cerdeña. Embarcamos, una espesa sombra de silencio nos acompañó hasta el hotel. Traté de acercarme a él pero abiertamente me rechazaba. Dormimos cada uno en su habitación. Por la mañana, camino del aeropuerto, paró el coche y acercándose me besó en los labios. - Gracias por estos días que has pasado conmigo, por tu comprensión, por tu cariño... Por todo. Se le trabó la voz. Yo no pude contestar; tenía los ojos llenos de lágrimas y un nudo en la garganta atenazaba mis palabras. Podía haberle dicho que a mí no me importaba tener o no hijos. Podía haberle confesado mi amor incondicional. Pero por alguna extraña circunstancia no salieron las palabras y el beso que me dio fue su despedida. Pasaron dos días y no llamaba. Yo tampoco a él, porque algo inexplicable me impedía hacerlo. Era una situación insólita después de pasar juntos unos días inolvidables. Al tercer día tomé el teléfono. Necesitaba verlo, hablar con él, decirle que su problema no tenía importancia para mí. Que le quería lo suficiente para desear compartir mi vida con él... Marqué su número; me contestó una voz femenina. Ante mi estupor silencioso, volvió a preguntar: - ¿Quién llama? - Creo que me he confundido -contesté- ¿Don Carlos?, por favor. - No. No se ha confundido, pero siento darle una mala noticia. Carlos ha fallecido ayer -la voz se quebró-. Acabo de llegar de su entierro. Soy su prima Adela. ¿Quién es usted? Tardé en comprender lo que acababa de oír. No podía ser. Él estaba lleno de salud... ¿Qué había pasado? El teléfono me temblaba entre las manos y las lágrimas bañaban mis mejillas. Era un llanto silencioso que salía de lo más profundo de mi corazón. - ¿Es usted Margarita? -preguntó Adela. - Sí, pero... ¿Cómo?... No puede ser... Ya no pude más. Mi llanto brotó incontrolado y las palabras salían a borbotones, repitiendo una y otra vez "No puede ser, no puede ser..." - Quiero decirle que ha dejado una carta para usted. Mi primo se ha suicidado; dejó una nota con la carta pidiendo que se la entregáramos. Pensaba llamarla mañana. 105

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Acudí, al día siguiente a recoger la carta. Aún la guardo. En ella me recuerda, los días tan felices con los que se despidió de la vida en Cerdeña y lo mucho que me quiso. Las explicaciones de su suicidio, y los deseos de que fuera muy feliz. "Cuando fui al médico y me hicieron el chequeo de que te hablé, lo que me encontraron fue un cáncer en el cerebro. Me quedaban tan pocos días de vida que no merecía la pena dejar a la vista de todo el mundo, mi monstruoso deterioro hasta que la muerte llegara. Te mentí referente a mi esterilidad porque pensé que así me repudiarías. Quizá soy un cobarde, pero he decidido anticipar los hechos, para morir con algo de dignidad..." La carta terminaba diciendo lo mucho que me quería y lo que sentía no poder compartir una vida conmigo. La he leído tantas veces que la puedo recitar de memoria. La tengo guardada en un cofrecito con mis recuerdos más preciados. Al lado he puesto una de las fotos que nos hicimos en Cerdeña. Contemplo su imagen y siento como si estuviera a mi lado, tomándome por los hombros como en la foto. - Mami, mami. Miro hacia el jardín. Está hermoso en esta época del año. La primavera ha venido anticipada y las flores estallan con fuerza llenando los parterres de colorido. Sobre la hierba, sentado, mi pequeño Carlitos me llama mientras juega con un cochecito de plástico. - ¿De verdad crees que no has compartido una vida conmigo? -digo mirando al cielo.

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El faro del silencio Han pasado veinte años desde que estuve aquí por última vez. Busco inútilmente el sendero que tantas veces recorrí: ya no existe; ahora se ha transformado en carretera. Una carretera asfaltada que termina en las ruinas de lo que fue la casa del farero; no vive nadie ahí; tampoco es necesario porque ahora el faro funciona automáticamente. El níspero que plantó mi padre en la parte más protegida del aire marino, ha desaparecido... ¡Cómo cambia todo! Yo también soy distinta. Aquella muchachita de veinte años, llena de ilusiones y sueños, ha dado paso a una mujer de cuarenta que ya no sabe soñar; que vive la realidad día a día sin preguntarse qué ocurrirá mañana. El faro es lo único que se mantiene igual. Altivo, testigo mudo de vendavales... "El faro del silencio" lo llamaba mi padre. Sin embargo pienso que nunca estuvo en silencio. Las gaviotas que revoloteaban a su alrededor, el sonido bronco de un mar siempre endiablado, el agua de lluvia aporreando los cristales de sus ventanas y el viento que se transformaba en órgano de gran catedral al atravesar las innumerables rendijas de sus desvencijadas puertas y ventanas. No, el faro nunca estuvo en silencio. Hablaba a quien supiera escuchar y yo supe hacerlo. Hoy hace un hermoso día de sol; las gaviotas revolotean, como siempre, alrededor del faro; el mar está en calma y el tranquilo oleaje apenas salpica las rocas del acantilado. Me he asomado a lo que fue la entrada de la casa del farero; solamente queda el marco; en su interior..., ¡nada! El tiempo se ha encargado de enterrar bajo escombros, las vivencias de Fermín el farero, como le llamaban en el pueblo. ¡Todo era tan distinto entonces! El faro tenía otro empaque, más arrogancia, más vida. En el embarcadero, tampoco está la barca de Fermín… 107

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Muchos son los recuerdos que guardo de mis días y mis tardes en el faro, al lado de Fermín el farero, mi padre. Pero no puedo desechar de mi mente la última vez que estuvimos juntos. Cada vez que cierro los ojos, evoco aquellos momentos y la emoción me invade. Ahora estoy aquí, ante el faro que fue mi solitaria morada durante dos años, no necesito cerrar los ojos para volver a recorrer el sendero, luchando como aquel día contra el vendaval que amenazaba con lanzarme al vacío... Conocía de memoria el camino del faro, sin embargo, mis pasos eran inseguros y dudosos. Había estado lloviendo durante toda la mañana y el terreno se había vuelto escurridizo y peligroso. Las nubes, desde la lejanía, se acercaban a gran velocidad y sabía que si no me daba prisa, la tormenta me pillaría a mitad de camino. Mi padre me estaba esperando con impaciencia; veía, como yo, acercarse la tormenta y sabía, como cualquier hombre de mar, lo peligrosa que podía ser. Yo hacía ese recorrido todos los días desde que mis padres se separaron; llevaba la comida. Almorzaba con él, luego bajaba a las rocas, cogía percebes y lapas, para retornar a casa a hacer compañía a mi madre. Sentía su separación; mi comportamiento estaba dividido entre uno y otro, tratando de complacerlos a los dos. Hacía dos años que se habían separado por una estupidez. Luché con todas mis fuerzas intentando conseguir la reconciliación pero, mis esfuerzos fueron inútiles. Por lo tanto mi tiempo y mi vida estaba repartida entre ellos. Poco ante de llegar, miré el fuerte oleaje que se encrespaba por momentos. Las gaviotas se habían refugiado en la playa y comenzó una fina llovizna acompañada de un viento huracanado, que hacía penoso mi caminar. En la puerta del faro me esperaba impaciente mi padre. Dentro, había encendido la lumbre de la chimenea, para que me calentara y secara, caso de que la lluvia arreciara y me pillara antes de llegar. - ¿Cómo está el camino? -preguntó al verme. Sin dejarme responder, siguió-. Estaba impaciente. Ha estado toda la noche lloviendo y estará el sendero escurridizo. - Sí. Pero he tenido cuidado. Se avecina una buena tormenta. - Sí. He tenido que encender el faro muy temprano a causa de la oscuridad. 108

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- Y como siga así, tendrá que funcionar la sirena. Mientras le hablaba dejé la cesta con las viandas encima de la mesa y me quité el impermeable. Me acerqué al fuego y extendí las manos; se me habían quedado entumecidas. Luego preparé la mesa; abrí el termo y llené dos tazas con un delicioso consomé calentito. Mi padre, como hacía siempre, migó pan en él y lo tomó muy caliente, sorbiendo con ruido para no quemarse. Luego tomamos los filetes empanados y guardé la tortilla que hice para su cena. - La calientas un poco si quieres. - Nó. No me importa tomarla fría. Haces muy bien las tortillas. De postre teníamos nísperos del árbol que había junto al faro. - Cuando se terminen los nísperos lo vamos a sentir -dije mirando el que me estaba comiendo-. Es una fruta muy rica. - ¿Cómo está tu madre? Siempre me preguntaba por ella y eso me ponía frenética porque tenía la seguridad que se añoraban. - Está muy bien. Pero como tú, es una cabezota; os necesitáis y ninguno quiere dar su brazo a torcer. - Estamos bien así. - Pues yo no estoy nada bien. - Qué más te da. - ¿Cómo que qué más me da? ¿Te crees que es divertido venir todos los días aquí a traerte el almuerzo, haga frío o calor, solo por una estupidez vuestra? Mi padre se calló como era su costumbre cuando no le convenía el tema. Le miré detenidamente y me di cuenta que el tiempo no pasaba en balde; cada día tenía más canas y más arrugas. Puso la radio; siempre lo hacía cuando daba por terminada una conversación. En silencio, escuchamos las noticias del tiempo nada halagüeñas: "Temporales de lluvia en el norte y noroeste de la Península, con fuertes rachas de viento huracanado…” - Si sigue así, es mejor que te quedes a dormir en el faro. - Espero que no empeore. - ¿No te apetece quedarte? - Sinceramente, no; además tengo cosas qué hacer mañana. 109

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- ¿Te espera algún muchacho? - Sí; un muchacho y mi madre. - Tu madre te tiene todos los días y a todas horas; sin embargo yo… - Papá; hemos tocado el tema muchas veces. Si no os hubierais separado, todo sería normal. El hecho de que estemos divididos es por culpa vuestra, no mía. Yo no quiero vivir en el faro. - Quizás, si hicieras un curso de farero… - Pero papá... ¿Cómo te voy a decir que vengo aquí únicamente porque estás tú? ¿Crees que me gustaría hacer una vida tan solitaria? - Todo es posible. Solo hay que intentarlo. Siempre hablaba a mi padre con dureza, porque pensaba que la culpa de la separación la tenía él. Pero también con mi madre era dura. Ella tenía que haber tratado de mejorar la convivencia en lugar de tirar rápidamente la toalla. - Es demasiado autoritario y ya no aguanto más -decía mi madre ante mis súplicas para evitar la separación. Pero la separación se produjo y no hubo modo de hacerles entrar en razón. Desde entonces, hacía ya dos años, mi vida era esa: mi madre por un lado, mi padre por el otro y yo, nexo de unión entre ellos. Una especie de recadero, les llevaba las noticias a cada uno, de cómo se encontraba el otro. - Muy rico el almuerzo. - Me alegro. - Siempre he pensado que el hombre que te lleve al altar es un tío afortunado. - ¡Anda papá! No me des coba. Mi padre encendió su pipa y llenó el cuarto del agradable olor de su tabaco. - Pues me casaré con un hombre que fume en pipa. Me gusta este olor. - Cuando termine de fumar, bajaré para ver si la barca está bien amarrada. Según se presenta el temporal, se la puede llevar el oleaje. Yo sabía que le daba una enorme pereza salir después de comer y que estaba deseando que fuera yo a asegurarla. Pero a mí tampoco me apetecía salir con aquel aire endemoniado. - No pasa nada; está bien resguardada. Es difícil que se la lleve el mar. 110

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barca.

Miré a mi padre que se revolvía incómodo en su butaca. - ¿Qué te pasa? - Parece que no me ha caído bien la comida. Siento cierto malestar. - Te habrás enfriado esperándome en la puerta. - No lo creo. Estaba bien abrigado. - ¿Quieres una copita de anís por si es algún aire? - Sí. Eso siempre sienta bien. Y si puedes vas un momento a ver la

Le miré con fastidio; mi madre tenía razón, era autoritario. Hasta pensé que lo de encontrarse mal, era un pretexto para que saliera yo. - Iré para que te quedes tranquilo. Pero ten en cuenta que la misma pereza que te da a ti, me da a mí. - Pues espera un poco a que me pase el dolor. No le hice caso. Salí fuera y la bofetada de frío que recibió mi cara, estuvo a punto de volverme para adentro. Luchando contra el viento, bajé unos peldaños esculpidos en la roca, tumbándome literalmente hacia adelante para contrarrestar el empuje del viento y llegué al embarcadero. Tensé los amarres de la barca que parecía un juguete entre las fuertes olas, y miré hacia arriba del faro para contemplar su potente luz, pensando cuantas vidas salvaría en un día así: "Destellos y espacio, destellos y espacio". De pequeña, cuando vivíamos allí, me sacaba mi padre fuera, de noche, para que viera la luz intermitente y me decía: - Con cada destello se salva un marinero. - ¿Y en las pausas? -preguntaba yo. - En las pausas dan gracias a Dios por haberse salvado. Subí casi corriendo, empujada por el viento, al calorcillo del hogar y encontré a mi padre acurrucado en la butaca con un gesto de dolor. - ¡Papá! ¿No te ha pasado? - Cada vez me duele más. - Te acompaño a la cama. - Sí. Mejor me acuesto. Y llama al médico. - Con un día así… Ayudé a mi padre a acostarse y le arropé. Tenía mala cara y me impacienté. Nunca le había visto enfermo. - Voy a llamar a don Lorenzo. Aunque no creo que pueda venir nos 111

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dirá por lo menos qué hacemos. Llamé al médico pero estaba atendiendo a una parturienta. "Tardará poco en volver porque ya hace mucho que se fue", dijo su mujer y añadió. "Pero no creo que pueda ir al faro según está arreciando el temporal". Mi padre estaba muy encogido apretándose el abdomen con los brazos. - Parece ser que está atendiendo un parto. Josefina le dará el recado en cuanto llegue. Mi padre contestó con un leve gruñido: - Con lo mal que lo estoy pasando y a alguien se le ocurre parir ¿Has amarrado la barca? - Sí, papá. Tranquilo. ¿Te pongo la manta eléctrica? - No, sin saber qué me pasa y si me vendrá bien o mal. Necesito que te quedes a dormir. - Por supuesto papá. No pienso marchar. Si quieres te dejo tranquilo; quizás te duermas. - Imposible con este dolor… No sabía qué más hacer. La luz de un rayo se introdujo, a través del postigo cerrado de la única ventana de su dormitorio, iluminando la habitación. - Ese ha caído cerca -comentó mi padre. - Sí. Yo creo que la tormenta está sobre nuestras cabezas. Menos mal que tenemos pararrayos. Mi padre tenía pocas ganas de hablar. Salí a la salita y esperé un poco antes de llamar de nuevo al médico. Apenas me había sentado cuando un frío interior me hizo estremecer y me entró el pánico. Mi padre enfermo, una terrible tormenta sobre nosotros y el médico atendiendo a una parturienta... ¿Y si mi padre se ponía peor? ¿Cómo iba a conseguir ayuda? Aunque don Lorenzo quisiera ayudarme, era imposible que se desplazara hasta el faro. Imposible siendo de día, menos aún, cuando la noche había borrado el peligroso sendero. Me acerqué al teléfono, descolgué y no oí el tono de marcar. "¡No funciona, Dios mío! ¿Qué hago ahora?" Traté de darme ánimos pensando que don Lorenzo era un gran profesional. "En cuanto le haya dicho Josefina que el farero se ha puesto enfermo, vendrá sea como sea" 112

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El tiempo pasaba y el teléfono seguía inactivo. Me acerqué a mi padre para ver cómo seguía. Estaba de espaldas en posición fetal y, al ver que no hacía ningún movimiento, pensé con satisfacción que el dolor había cedido y se había dormido. Sigilosa me acerqué más. No oí su respiración y tenía los ojos entreabiertos. - Papá ¿Qué tal estás? No hubo respuesta; le toqué el brazo y no se movió. Le tomé el pulso: no tenía. Acerqué mi oreja a su pecho: su corazón no palpitaba. Tardé un buen rato en darme cuenta que estaba muerto. - ¡Por favor papá! ¡No me hagas esto! -grité sollozando. Lo que vino después, transcurrió como una mala pesadilla. Una larga noche con mi padre muerto, sola y aislada en el faro, con la terrible tormenta que imposibilitaba a cualquiera venir en mi ayuda y cuidando que el faro funcionara sin problemas. Recuerdo que cerré la puerta de la habitación de mi padre, subí corriendo por la escalera de caracol de la torre, luego escalé los últimos peldaños de la escalera marinera, para acurrucarme al lado de la potente luz y llorar hasta quedar agotada. Fue la noche más larga de mi vida. Me asomé al mar y miré hacia el horizonte; la oscuridad era total, solo el faro, con sus destellos, violaba aquella negrura. La lluvia, incesante durante toda la noche, golpeaba los cristales, y los rayos seguían cayendo aunque cada vez más lejos. Cuando empezó a clarear miré el reloj: las seis. "Dentro de poco se hará de día y vendrán en mi ayuda". Sentía necesidad de bajar pero el miedo me tenía acobardada. Me incorporé a duras penas; estaba entumecida. Bajé despacio la escalera marinera: "Ten cuidado, es peligrosa", decía siempre mi padre. Cuantas veces, de niña, subí tras él gateando, y bajé en sus brazos porque mis piernas no abarcaban todavía los escalones. Comencé a bajar la escalera de caracol y, cuando me acercaba a la puerta, me pareció oír un ruido en la cocina: "¿Y si no está muerto?" - Papá -llamé. El ruido cesó. Con el picaporte entre las manos, tuve unos momentos de indecisión. Miré hacia la puerta de la habitación, donde dejé a mi padre supuestamente muerto; seguía cerrada. Un sudor frío recorrió mi cuerpo y me dirigí, resuelta, hacia la habitación. Nada había variado; 113

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seguía en posición fetal, de espaldas e inmóvil. Seguía muerto. Entré en la cocina y comprobé que el ruido lo hacía el gato negro que un buen día llegó hambriento al faro, y mi padre lo prohijó para hacerse mutua compañía. Estaba lamiendo los cacharros del almuerzo anterior, que habían quedado en el fregadero sin lavar. Lo miré con cariño. Era el único ser vivo, a parte de mí, que estaba allí. Me acerqué y le puse un trozo de tortilla y un cacharro con agua. - Tu amo ha muerto pero, qué suerte tienes; no te enteras, ni sufres; lo único importante para ti es que no te falte la comida ¿Verdad? El gato me miró mayando y acudió presto al plato que contenía la tortilla; le pasé la mano por el lomo. Abrí la puerta de la calle; ya no llovía. "Pronto vendrá alguien" A las diez de la mañana llegó don Lorenzo con mi madre. Me abracé a ella llorando y ya no quise saber nada más. Ni del entierro, ni del funeral, ni del futuro del faro. Solamente quería huir de allí y no volver la vista atrás. Al entierro llegaron altas personalidades de marina desde la Coruña; entre ellas, el amigo de la familia al que yo llamaba desde pequeña, tío Ramiro. Noté sus brazos alrededor de mi espalda y me apreté contra él. No sé el tiempo que duró aquel tierno abrazo; al separarme me sentía fuerte y segura; era como si mi padre no hubiera muerto. Más tarde fue tío Ramiro el que me pidió que siguiera atendiendo el faro hasta la llegada de un nuevo farero. - Este faro no puede quedar sin luz y tú sabes su manejo mejor que nadie; tu padre me lo dijo muchas veces "Si ella quisiera sucederme, nadie lo haría mejor". - Tío Ramiro; ¿me estás proponiendo que me haga farero? - El examen es muy sencillo y yo te echaría una mano. A ti te gusta esto y además… - No, por favor. No sigas. A mí me gustaba esto mientras vivió papá pero ahora no está. Odio la vida tan solitaria. No me sería posible vivir aquí. - Todo es posible. Solo hay que intentarlo. Esa era la frase predilecta de mi padre cuando quería vencer alguna dificultad: "Todo es posible, solo hay que intentarlo" Sin tiempo para pensarlo mucho, acepté el cargo, no sé si pensando en "los marineros que se salvaban con cada destello", o quizás por la cobar114

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día que demostró mi madre asegurando que ella no quería vivir allí: "No volvería a vivir aquí ni loca", decía. Solamente puse una condición. - Estaré solamente el tiempo que tardéis en mandar un farero. Será un cargo temporal. No quiero la vida de mi padre para mí. - Bien -tío Ramiro se había quedado tranquilo; el faro seguiría bien atendido y era lo más importante. Me miró con admiración y continuó allanándome el terreno-. Te pondremos una lancha fuera borda, para que no tengas que remar cuando te adentres en el mar a pescar y arreglaremos la casa; está algo abandonada. Y así me vi metida en la soledad del faro, día y noche, sin más compañía que la del gato negro que había recogido mi padre. De vez en cuando llegaba alguna visita, solamente por curiosidad, no por hacerme compañía. Nunca tuve la de mi madre. Creo que murió para mí el mismo día que mi padre. Me fui acostumbrando a aquel aislamiento y a mirar al mar desde la mañana hasta la noche. Bajaba al embarcadero, por la mañana, y con la lancha me iba a "la piedra" a pescar. Era un lugar, no muy lejos de la costa, donde había una roca sumergida llena de algas y donde se cogían con facilidad ricos pescados; me la había enseñado mi padre, y con él había ido infinidad de veces. Por las tardes cuidaba el jardín, daba cortos paseos o buscaba entre las rocas percebes y mejillones. Al oscurecer siempre estaba en casa, atendiendo el faro y mirando con los prismáticos los barcos que cruzaban el océano, al mismo tiempo que soñaba con ir en uno de ellos a países lejanos. Las luces de los grandes trasatlánticos que navegaban en la lejanía, tenían para mí un atractivo especial. Cuando llegó mi cumpleaños, recibí una inesperada visita. Era un hombre alto, simpático, de complexión atlética, con uniforme de la Marina Española. - Señorita. Le deseo un feliz cumpleaños y tengo el placer de ponerme a su servicio para lo que necesite. Me entregó una cartera muy abultada haciendo una cortés reverencia y esperó a que yo la abriera. - ¿Qué es esto? - Un ordenador. - Sí. Ya lo veo. Pero yo no sé manejarlo. 115

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- Dentro va una carta. En uno de los compartimentos de la cartera, en efecto, había un sobre; dentro venía una carta de tío Ramiro: "Querida nena: Me gustaría poder pasar contigo esta fecha pero, aunque lo he intentado, no me es posible. Sin embargo te mando, con el oficial Sánchez, este ordenador para que no te sientas nunca sola en el faro. Con él podrás comunicarte conmigo y con el mundo entero. Te hará una buena compañía en las largas noches de invierno." Antes de que pudiera volver a decir que no tenía ni idea de su manejo, el oficial se adelantó: - Su tío me ha dicho que me quede en el pueblo el tiempo necesario para instalarlo y enseñarle su manejo. Aprendí el manejo del ordenador. Este fue el principio de una comunicación con personas de mundos, costumbres y religiones diversos. Me sentí arropada y acompañada por personas anónimas; eran amigos sin rostros; personas que me conocían y a las que conocía, sin saber cómo era su cara, personas que sabían de mi vida, de mi soledad en el faro y que trataban de alentarme y darme compañía. Personas con sus propios problemas que exponían a los demás abiertamente, sin hipocresía. Sabíamos todo, los unos de los otros, ocultando nuestro físico entre las teclas del ordenador. Y, de entre estos amigos sin cuerpo, surgió el que sería mi marido. Llevaba casi dos años en el faro cuando llegó mi sustituto. Se llamaba Juan. Era tres años mayor que yo; estaba algo asustado. - ¿Qué se hace aquí para matar el tiempo? No supe qué contestar. Le miré a la cara y sonreí. Luego le fui relatando todo lo bueno que tenía la vida en el faro: la panorámica desde lo alto, los paseos en la barca y el delicioso pescadito que tendría a diario, la vista de los trasatlánticos que cruzaban el océano y la vida tan sana y tranquila que se disfrutaba en un sitio así. Pero me callé las largas noches de angustiosa soledad, el temor a ponerte enferma y no tener a nadie a tu lado, la necesidad de escuchar una voz humana que te comente algo, el terror que se respira hasta asfixiarte, cuando arrecia una borrasca y sabes que quedas aislada. - ¿Por qué no te quedas cerca y así me vas poniendo al día? -rogó. Pero yo no pude complacerle porque venía en camino el que sería mi marido. Vino a España para casarse conmigo, y no nos conocíamos. 116

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Tenía un rancho en Colorado, necesitaba casarse y tener hijos que le ayudaran en el rancho. Yo necesitaba salir del faro, conocer otros países. Navegar en alguno de aquellos trasatlánticos que veía con los prismáticos y dejar la soledad para siempre. Fue, por tanto, un matrimonio de conveniencia. - Solo te pido una cosa -le dije antes de casarnos-. Que cada año, vengamos a España un mes por lo menos. - Me parece justo que quieras ver a los tuyos. Así será. Incluso podremos estar hasta dos meses. Nunca cumplió su promesa. Los ansiados hijos no llegaron y los dos nos sentimos defraudados porque, en realidad, nunca estuvimos enamorados. Nuestro final fue la separación. Y ahora, después de veinte años de ausencia, estoy de nuevo aquí, frente al faro que fue mi morada, testigo de la muerte de mi padre y confidente de mis sueños de futuro; junto al mar, que tantas veces mojó mi cuerpo de joven. Trato de encontrar entre estas ruinas, la casa que me vio nacer. Veo, debajo del asfalto de la carretera, el sendero que recorrí tantas veces. Intento escuchar la voz de mi padre que me pregunta si está bien amarrada la barca... Y pienso: "¿Mereció la pena la ausencia?" - Buenas tardes -me volví sobresaltada. Detrás de mí, había un hombre que me saludaba con una amplia sonrisa- ¿No me recuerdas? - Perdón. No recuerdo. - Juan. El que te sustituyó aquí -dijo señalando el faro-, y que estaba muerto de miedo sin saber qué hacer. - ¡Claro que te recuerdo! Pero ha pasado mucho tiempo. ¿Sigues atendiendo el faro? - No. Ya no hace falta. Ahora todo es automático. Solamente vengo por las tardes para ver si no hay ningún fallo y luego..., a casita. - Eso sí que es comodidad. ¿Te has casado? - No. Soy un solterón empedernido ¿Qué tal por América? - Pues, ya ves... He vuelto. - Si te quedas, ahora estarías mejor. - Todo es posible. Solo hay que intentarlo... Es lo que decía mi padre. 117

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Me llevó en su coche hasta el pueblo. Él vivía en A Coruña. No paramos de hablar durante el camino y, al despedirnos, sentí que algo del pasado volvía a vivir en mí. Desde la distancia miré de nuevo hacia el faro. Allí quedaba, más solitario y silencioso que nunca. Extendiendo su potente luz a través de la oscuridad. Habían comenzado sus destellos, seguidos de pausas. "-Con cada destello se salva un marinero. -¿Y en las pausas? -En las pausas dan gracias a Dios por haberse salvado"

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El misterio de Mandy Cuando Mandy empezó a trabajar en casa, nadie de la familia sabía mucho de su vida. La agencia que nos la proporcionó, nos aseguró que era buena trabajadora y, sobre todo, honrada. El primer día, lo recuerdo muy bien porque me dio la sensación que se portaba como un animalito asustado, no respondía a las preguntas que le hacíamos. Era su primer trabajo como empleada de hogar y casi no sabía por donde empezar. Mi madre tenía poco tiempo y menos paciencia para enseñarla, por lo que me dediqué yo a hacerle comprender las costumbres de la casa y cómo queríamos la limpieza. Enseguida me di cuenta de su nerviosismo, cuando no le salía algo a la primera, y parecía que iba a romper a llorar. - No te preocupes; llevas poco tiempo aquí. Pero estás adelantando rápido. En unas semanas has aprendido muchas cosas. Pero a ella no le valían mis palabras. Quería hacerlo todo a la perfección y, al no conseguirlo, se desesperaba. Mi casa, de dimensiones nada corrientes, tenía demasiado trabajo para una sola persona; por lo tanto, lo primero que le proporcioné fue una lista para organizar la tarea y facilitar el trabajo de Mandy. En la lista, especificaba las tareas que se hacían a diario y las tareas semanales que llamé "extras". Aparte de Mandy, que era fija y dormía en casa, venía una mujer por horas, tres veces en semana. Para esos días dejé las tareas "extras". Pero no todo fue tan fácil como lo cuento; Gabriela y Mandy, no congeniaron desde el principio. Todos los días, cuando hacían un trabajo juntas, terminaban regañando de mala manera y yo intercedía haciendo de Juez de Paz, para poner orden en aquellas acaloradas discusiones: - A mí me ha dicho la señorita que se hace así. 119

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- ¿Y tú qué sabes cómo se tiene que hacer si acabas de llegar? Yo no necesito que me digan cómo tengo que hacer las cosas. - Vamos, vamos -intervenía yo-. Parecéis dos crías caprichosas. ¿Es que no sabéis hacer el trabajo sin regañar? Mandy, bajaba la cabeza; sin embargo Gabriela, me miraba altanera, como queriendo decir: "A mí me vas a enseñar tú cómo se limpia". La vida de Mandy me intrigaba. Y me intrigaba precisamente por lo reservada que era. No sabíamos nada de su familia, de qué parte de África procedía, por qué estaba en España trabajando, cuales eran sus planes de futuro... ¡Nada! No sabíamos nada. Lo únicos datos que teníamos eran los proporcionados por la agencia: "Lleva ya tiempo en España y habla bastante bien el español; es muy responsable y se esfuerza en aprender. Se llama Mandy y tiene los papeles en regla". Al principio, mi madre se mostró muy reticente a tomarla a nuestro servicio pero, tras mi intervención, Mandy se quedó en casa. - Mamá; creo que será un acierto tenerla a nuestro servicio. Tiene cara de buena persona -dije mirando a Mandy que me lo agradeció con una sonrisa triste, mostrando unos dientes blanquísimos, en contraste con su oscura piel. Aunque sus facciones y su rizado pelo eran características de la raza negra, su color no era demasiado oscuro; más bien parecía mulata. Mandy llegó a casa un lunes a las doce del mediodía. Traía una pequeña maleta y algo envuelto de mala manera, que no se podía averiguar qué podía ser. Le enseñé su habitación. Estaba al lado de la cocina, separada de esta por un pasillo, un vestidor y un cuarto de baño; las ventanas daban a un patio interior lleno de plantas. La observé, mientras hacía un recorrido visual por toda la habitación. La expresión de su cara no se alteró hasta asomarse al patio. Al ver las plantas, se sonrió y me pareció que le brillaban los ojos. De allí pasó al cuarto de baño. - ¡Oh! -fue su comentario; tomó la pastilla de jabón y la olió; luego miró la ducha, por último, me miró a mí. - ¿Te gusta? -pregunté; tardó un buen rato en contestar. - Sí. gusta mucho. Los días siguientes fueron duros para las dos. Unas veces, entendía todo muy bien, sin embargo otras, parecía que le hablaba en un idioma desconocido para ella. 120

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- Cuando no me entiendas, dímelo y te lo repito más despacio. - No. Yo entiendo; yo habla la español. Si en realidad me entendía, no ponía atención. Le tenía que decir las cosas muchas veces para lograr, al final de la mañana, algún éxito. Cuando llevaba dos meses en casa, ya sabía de nuestras costumbres y de nuestras manías lo suficiente para tenernos contentos a todos. Le costó mucho acostumbrarse al uso de la lavadora y del lavavajillas. Ella comía en la cocina y, al principio, no empleaba los cubiertos; se llevaba la comida a la boca con las manos. Tampoco empleaba la ducha; se acostaba en el suelo, sobre la alfombra, y no usaba camisón. Intrigada por estas costumbres tan primitivas, llamé a la agencia. - ¿No nos han dicho ustedes que Mandy ha trabajado en otras casas? - Sí, señorita. Eso le hemos dicho para que le dieran el empleo. Pero, en realidad, es la primera vez que hace este trabajo. Yo les ruego que tengan paciencia con ella. Es una buena muchacha y necesita estar en una casa honrada como la suya. No obstante, si no están a gusto con ella, la agencia se hará cargo hasta encontrar otra casa. - Entonces, ¿qué hacía antes de entrar a nuestro servicio? -pregunté para poder descifrar algo de la vida de aquella extraña criatura. - Pues... La verdad no lo sé. Llegó un día a nuestra agencia y estuvo limpiando la oficina; nos pareció que necesitaba ganar dinero. Luego llegaron ustedes. Las razones de la agencia me convencieron para que Mandy siguiera en casa. Pero había algo preocupante: - ¿Es cierto que tiene los papeles de residencia en regla o es otra mentira de ustedes? - Completamente legales, se lo aseguro. Mañana le mando una copia de ellos. - También nos gustaría saber algo de su procedencia, de su familia, de donde es... - En eso, sintiéndolo mucho, no puedo complacerla. Su ficha está en blanco. Tampoco sabemos cómo consiguió la residencia. Después de esto, Mandy siguió en casa, aunque a mi madre seguía sin gustarle su presencia. - Con tantas españolas como hay sin trabajo, y tenemos que emplear a una negra. 121

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Pero "la negra", se fue familiarizando con la casa, con nosotros y con nuestras costumbres; a los cuatro meses, hablaba casi correctamente español y, el trabajo doméstico, lo dominaba de tal modo que, a media mañana, ya estaba todo limpio y ordenado. En realidad era tan madrugadora que algunos días comenzaba su trabajo con luz eléctrica porque aún no había amanecido. Cierto día, mientras limpiaba el despacho, la ví tomar un libro y ojearlo. - Mandy, ¿sabes leer? -pregunté acercándome a ella. - No -contestó nerviosa colocando el libro en su sitio. - ¿Te gustaría aprender? - Sí, mucho. - Pues, desde mañana, te daré clase. Ya verás qué rápido aprendes. También te enseñaré a escribir y podrás mandar cartas a tu familia. Los ojos de Mandy, se nublaron y una lágrima indiscreta resbaló por su mejilla. - ¿Dónde vive tu familia? - Yo, no tener familia. Noté un cierto desasosiego ante mi pregunta y no insistí en el tema. Las clases comenzaron y también la oposición de mi madre por considerarlas una pérdida de tiempo. - Total, lo más importante es que sepa manejar la fregona. Leyendo no se ganará la vida, pero si sabe limpiar bien, sí. En cinco meses Mandy leía y escribía, aunque con mala ortografía. El uso de la "h" y la diferencia entre "g" y "j", las consideraba una tontería. Quitando esto, se defendía muy bien. Cuando llegaba su día libre, nunca salía de paseo. Prefería quedarse en casa. Le compré cuentos y novelas cortas para que se aficionara a la lectura. Todo marchaba bien con Mandy. Pero seguía el misterio de su pasado y ella lo hacía más misterioso cada vez, no solamente porque nunca hablaba de él, sino también porque, en bastantes ocasiones, se encerraba en su habitación con llave y emitía una especie de murmullo, como si rezara o cantara a media voz. Cuando salía, a veces tardaba casi dos horas, tenía una expresión mística y los ojos enrojecidos. Mi madre se ponía muy nerviosa con esos rezos y me hostigaba para que hablara con ella. 122

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- No me gusta que se encierre y se lo tienes que decir. En esta casa todas las habitaciones permanecen abiertas; no sé por qué ella no sigue las normas. - Déjala, mamá. Quizás esté llamando a los espíritus de sus muertos. Entonces mi madre se santiguaba y yo me reía. Una de las tareas que a Mandy no le agradaban en absoluto, era sacar al perro, dos veces al día, a la calle. - Yo no gusta la calle. Perro en casa como Mandy. - No, Mandy. Él necesita salir para hacer un poco de ejercicio y sus necesidades. De muy mala gana ponía la correa a "Pocholo", que dicho sea de paso, odiaba a Mandy gruñéndole siempre, y salía con él al parque más próximo. Tardaban muy poco en volver y muchas veces pensaba, si al pobre perro le habría dado tiempo de llegar a un árbol. Pronto se vio libre de aquella preocupación; Pocholo fue atropellado por un coche, en una de esas salidas, y murió. Mi madre pensó que ella tenía toda la culpa. - No le gustaba sacar al perro y estoy segura que ella lo metió debajo de las ruedas del coche. - Mamá ¿Cómo puedes ser tan mal pensada? Pero, en el fondo, yo misma tenía dudas sobre su muerte. Pocholo no era un perro alocado y sabía cruzar la calle con el semáforo en verde. Me guardé las dudas y no interrogué a Mandy sobre el accidente. Uno de los días "extras" de limpieza, cuando llegó Gabriela, se enfrentó a Mandy para dirigir la limpieza. - Hoy vamos a empezar por el despacho y... Mandy la miró con tanto odio en sus negros ojos, que Gabriela se quedó sin palabras. Luego acudió a mí para quejarse: - Señorita: Mandy cada vez me da más miedo. Me mira con ojos de loca como si deseara mi muerte. Temo que algún día haga alguna salvajada. - Vamos, Gabriela. Siempre estáis como el perro y el gato. ¿Qué te va a hacer? - Yo he oído que estas personas hacen magia negra y consiguen fulminar a quien les desagrada. - Por favor -contesté riendo-. Que estéis siempre de pelea no quiere decir que sea capaz de desear tu muerte. 123

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- Se equivoca. Un día me dijo que tuviera cuidado con ella porque tenía poderes sobre mí y otro día me aseguró que iba a durar poco en esta casa. Cuando ese día Gabriela terminó su tarea, se sintió más cansada de lo habitual. Llevaba bastante tiempo quejándose de dolores en los brazos y yo le aconsejaba que fuera al médico. Antes de marchar, se acercó a mí para decirme: - Lo siento mucho, señorita. Me voy a marchar de la casa. - ¿Y eso? - Tengo miedo a Mandy. Me mira de un modo raro y hoy ha estado encerrada en su cuarto diciendo cosas raras. Yo creo que me está haciendo magia para que me muera y así quedar ella sola en la casa. - Pero ¿Cómo se te ocurren esas cosas? Es cierto que tiene una mirada que intimida pero de ahí a desear tu muerte... Nada más salir Gabriela por la puerta, Mandy se encerró en su habitación y comenzó con sus murmullos. Gabriela llegó a su casa enferma. A las dos horas, llamó su hija llorando para decirnos que su madre acababa de morir: - Nada más llegar de su casa se acostó y le dio como un ataque. Se le quedaron los ojos en blanco y se asfixiaba. El médico no sabe de qué ha podido ser. Se la llevaron al depósito donde le están haciendo la autopsia para saber la causa de una muerte tan repentina. - ¿Qué le ha podido pasar? -pregunté a su angustiada hija. - Nadie lo sabe. El médico dice que no se lo explica, porque no tenía ninguna enfermedad. Mi madre siempre fue una mujer muy sana. Me quedé pensando en las últimas palabras de Gabriela, pero me resistía a creer en lo de la magia negra. "Eso son bobadas, algo que no existe", me decía a mí misma para tratar de ahuyentar los negros pensamientos que se acumulaban en mi mente. Llamé a Mandy y le di la noticia de la muerte de su compañera. Su rostro inexpresivo, no varió lo más mínimo. Luego se dirigió a su habitación y, al momento, comenzaron los rezos. Mis dudas se acumulaban y las sospechas se hacían más intensas. Con rabia, di unos fuertes golpes en su puerta, al tiempo que gritaba: - ¡Mandy! ¡Abre inmediatamente la puerta! Abrió tan solo una rendija a través de la cual me miró extrañada. Traté de ver el interior de la habitación, pero el cuerpo de Mandy me lo impedía. 124

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- Has de saber -grité enfadada-, que la señora no quiere que te cierres con llave. En esta casa todas las habitaciones permanecen abiertas esperé que dijera algo pero me miraba con muda indiferencia-. Por lo tanto -seguí diciendo-, de ahora en adelante no volverás a cerrarte con llave. Dicho esto, saqué la llave de la cerradura y me la guardé. Nunca hasta entonces, vi tanto odio en los ojos de Mandy. Me siguió con la mirada hasta que desaparecí de su lado y, cuando llegué a mi habitación, las piernas me temblaban. Desde ese momento, comencé a temerla, aunque traté de no exteriorizar mis temores. Por las noches, desde mi habitación y mientras todos dormían, me parecía escuchar las misteriosas plegarias de Mandy y me arrepentí, más de una vez, de tenerla en casa. La buena armonía que parecía existir entre las dos, se había transformado en un mudo odio por parte de Mandy y temor por la mía. Nunca le confesé a mi madre mis sospechas, ni le hice observar las miradas siniestras de Mandy. Posíblemente, de habérselo dicho, la habría puesto en la calle al momento, y eso no me parecía justo. En realidad, nada me había hecho. Siguieron días de desasosiego, de temores, de sospechas, y de silencios. La relación con Mandy sufrió un nuevo deterioro el día que mi madre se rompió una pierna al tropezar, en el jardín, con una maceta que estaba fuera de sitio. Y siguió cambiando, cuando estuve a punto de ser atropellada por un coche que apareció de repente delante de mí. - Nos está haciendo magia negra -decía asustada mi madre-. Gabriela tenía razón. Ahora va a acabar con nosotras. Yo no quería darle la razón pero mi pensamiento era el suyo. Demasiadas coincidencias de desgracias... ¡Y aquellos rezos! Un día tuve que ausentarme de casa para ir al oculista pues notaba dolores en los ojos y pérdida de visión. Mi madre, durante mi ausencia, se introdujo en la habitación de Mandy y la interrumpió en medio de sus rezos. Nunca pudo decirme qué le había pasado o qué había visto. Al llegar a casa la encontré tumbada en su cama, con los ojos en blanco. Me acerqué a ella y tomándole la mano le pregunté qué le pasaba. Me miró con los ojos dilatados y me susurró al oído: - Mandy... Su habitación... Ella es... Al momento dejó de existir. Llamé a Mandy llorando amargamente: 125

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- ¿Qué ha pasado? ¿Le has hecho algo a mi madre? - Entró en habitación de Mandy. Nadie entra en habitación de Mandy. No dije nada. El terror se había apoderado de mí. Llamé a la policía y al director de la agencia que nos la recomendó. Les comenté los últimos y trágicos acontecimientos y los extraños rezos de Mandy y, ante la mirada incrédula de los agentes, pedí que entraran en su habitación. Mandy trató de impedirles el acceso al interior. Los agentes la empujaron. Cuando conseguimos entrar, no dábamos crédito a cuanto veían nuestros ojos. La habitación se había transformado en una especie de santuario; estaba llena de velas encendidas por todos lados: los muebles, el suelo, la ventana... Sobre una especie de altar, había dos muñecos: lleno de agujas en los brazos y el corazón, uno y el otro con un alfiler clavado en el pecho a la altura del corazón. Muy cerca un tercero, mostraba los alfileres clavados en ambos ojos. Mandy fue detenida pero, a falta de pruebas "reales", la pusieron en libertad al día siguiente, deportándola a su país con su familia... Porque, sí tenía familia. Después de salir Mandy de nuestra casa, entré en su habitación y destruí su santuario. Los tres muñecos faltaban. No podía apartar de mi mente el que tenía los alfileres en los ojos. Han pasado varios años desde que ocurrió todo, pero aún se me pone el vello de punta al recordarlo. Vivo recluida en mi casa. Una mujer viene por las mañanas para hacer la limpieza. Solamente Toby, mi perro lazarillo, me acompaña a todas horas. Él es mis ojos y mi consuelo. La habitación que fue de Mandy, permanece cerrada con llave. Algunas noches, sus rezos se filtran a través de las paredes y, en la oscuridad absoluta que rodea mi vida, veo sus ojos brillando. Toby se pone a aullar y un escalofrío recorre mi espalda. Tengo el temor que Mandy siga en casa.

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Café con leche, por favor Cuando mi hijo llegó aquel día a nuestra casa, llamó al timbre en lugar de emplear su llave. Abrió la puerta la empleada de hogar; acudió después a mi lado con una expresión extraña, para decirme: - El señorito quiere que vaya usted al salón. Me quedé mirándola sin comprender su cara de asombro, hasta que llegué al salón. Con la mejor de sus sonrisas, mi hijo me mostró a una negrita que le acompañaba. - Mamá -dijo empujando a la tímida negrita hacia mí-. Aquí tienes a tu futura nuera. No es que en casa hubiera brotes racistas, pero la noticia, así de repente, sin saber siquiera que tenía novia..., fue un golpe a traición. Los mandé sentarse como disculpa para sentarme yo también, porque me flaqueaban las piernas. Mentalmente vi una recua de chiquillos, cuyo colorido pasaría desde el negro azabache, al blanco, pasando por los intermedios. Escuché abrir la puerta de la calle y fue para mí una liberación que llegara mi marido; necesitaba compartir con él la sorpresa. Después de las presentaciones, me miró y se sentó a mi lado. No encontró palabras. - Bueno, decid algo. Os habéis quedado mudos -fue lo que se le ocurrió a mi hijo ante nuestra estupefacción- ¿Qué os parece Nancy? - Muy bien -dijimos a coro, con una estúpida sonrisa; fue a lo más que pudimos llegar en semejante situación. - ¿Dónde os habéis conocido? -mi marido se estrujó el cerebro para hacer la pregunta. - En la Universidad. Estudia también medicina. - ¿Queréis tomar algo? -también me tuve que estrujar mi cerebro para hacer esta otra pregunta. - Nos quedamos a almorzar -mi hijo, sin embargo, no se esforzó para invitarse. 127

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Mientras almorzábamos fuimos conociendo un poco mejor a Nancy: Sus modales eran refinados, sus palabras las justas para contestar a todas nuestras preguntas, aunque sin excederse mucho en sus explicaciones; sus sonrisas, donde mostraba unos dientes muy blancos destacando entre tanta negrura, escasas. Cuando se fueron, comentamos lo felices que parecían y, nuestros conatos de xenofobia, si es que los teníamos, habían desaparecido. - Él ha conocido a toda clase de chicas blancas -comentó mi marido-. Si ha elegido una negra por algo será. - Lo peor son los chiquillos -dije yo, pensando siempre en el futuro-. Los tendremos variados. - Así no será difícil confundirlos -contestó mi marido riendo-. Uno negro, otro blanco, otro mulato... ¿Con cual te quedas tú? La boda fue muy curiosa. El vestido blanco de novia hacía más ostensible el color de Nancy. Sus padres, negros como el carbón, se mostraron muy simpáticos y les regalaron un bonito apartamento con los muebles que los novios quisieron. Disponían de tanto dinero que, muchos de nuestros amigos se pusieron negros de envidia (dicho sea sin ánimo de comparaciones). El apartamento, un dúplex muy cerca de nuestro piso, era espacioso y muy alegre, con una amplia terraza "para que jueguen los niños", comentó mi hijo mientras ella se ponía colorada... Bueno, pienso que se pondría colorada porque, en realidad, no se le notaba mucho. Los recién casados fueron en viaje de novios a la tierra de Nancy, Tumkala, un pueblo de África, costero, donde su padre era una especie de reyezuelo. El tiempo pasó y, como profetizamos, los niños fueron llegando con sus distintas tonalidades. El primero, un principito digno heredero de su abuelo a la corona de Tumkala, nació perfectamente negro; con unos ojos negros vivarachos y brillantes, pelo negro ensortijado y..., bueno, todo negro; para qué vamos a seguir. Al año justo llegó una niña; Katia; ahí puso algo mi hijo y nació un pelín más blanca que el niño, aunque también negrita. Era muy tímida, casi tanto como su madre. Al año y medio después, nació Roberto. Era el primer nombre cristiano, aunque en Tumkala decían que era un nombre muy raro. Roberto, era el café con leche que deseábamos después de tanto morenito. Ojos marrones como el padre y pelo más lacio que sus hermanos. Pensamos que el cupo estaba completo, cuando Nancy nos anunció un nuevo embarazo. 128

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- ¡Otro más! ¡Pero, hija, si ya tenemos toda la gama! Pero nó. No teníamos toda la gama. Faltaba Fabiola. Y Fabiola fue la encargada de desequilibrar la balanza. Rubia hasta la exageración, de cutis blanco como la nieve y unos increíbles ojos azules. Nunca dudé de la honestidad de mi nuera pero, aquella niña... Nadie en mi familia tenía ojos azules y mucho menos los podíamos encontrar entre los familiares de Tumkala. Cuando la comadrona nos la presentó, nos quedamos mirándonos unos a otros, sin saber qué decir. Creo que cada uno se hizo su composición de lugar. Mi primer pensamiento fue que la distraída comadrona tenía que enseñarla a otro padre y otros abuelos, en otra habitación; mi marido, miró a mi hijo buscando una explicación a aquel fenómeno de la naturaleza y, mi hijo, preguntó a la comadrona qué había dicho su mujer cuando vio a la pequeña. - Está muy feliz porque dice que por fin ha llegado una blanca como la familia del padre. Yo seguía pensando que lo peor era lo de los ojos azules. - ¿En tu familia hay alguien con ese color de ojos? -pregunté a mi marido cuando estuvimos solos. - Nadie; pero los niños pequeños siempre nacen con los ojos claritos. Pero Fabiola siguió con los ojos azules, de un azul celeste que hacía pensar mal a cualquiera. Un día, estábamos todos en casa y, mientras las dos "chocolatinas" y el "café con leche" correteaban por la casa, y la pequeña Fabiola dormitaba en su cuna, Nancy nos mostró muy orgullosa una foto de sus abuelos maternos. Nos quedamos atónitos cuando reparamos en los ojos del abuelo. Eran del mismo azul claro que los de Fabiola. - Mi abuelo es mulato. Heredó los ojos de su madre que era noruega... y blanca -fue la aclaración de Nancy al ver nuestra extrañeza. Con aquel grupo tan diferente de nietos pasamos los mejores años de nuestra vida. Ahora todos están casados y muchos días acuden a visitarnos con su deliciosa mezcla de hijos. Fabiola se ha casado con un joven negro de Tumkala; los otros han optado por la raza blanca. Seguimos, pues, con una buena variación de biznietos. Desde hace mucho tiempo, cuando vamos a un bar, nunca pedimos "Café con leche, por favor". Porque eso, lo tenemos en casa.

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El mueble de la abuela Las horas pasaban tan veloces que parecía que el tiempo llegaba tarde a algún sitio. Yo permanecía sentada en la habitación, viendo correr el minutero del reloj de pared. Nadie llamaba, nadie venía a verme, sin embargo sabía que en breves momentos, el salón se llenaría de gente y yo estaría cansada de hablar con unos y con otros. El sol se filtraba a través del visillo de encaje, dando de lleno en el mueble de caoba; el que tenía en tanta estima la abuela. Sin embargo a mí no me parecía nada del otro mundo y dejé tranquilamente que los rayos del sol se ensañaran con él. ¡Qué más daba si se cuarteaba! Total la abuela ya no vivía. Me lo dejó a mí en herencia, porque nunca me tuvo en gran estima y sabía que el mueble no me gustaba. - Abuela -le dije cuando me comunicó su donativo-, prefiero los pendientes de perlas. - No puede ser. Ya se los he ofrecido a tu hermana -contestó con su voz cascada. Cuando murió, traté de persuadir a mi hermana para que accediera al cambio: - El mueble vale más -le dije, no solo para convencerla, sino porque creía que era la realidad. Pero mi hermana no aceptó. Me quedé pensando que le ocurría como a mí; el mueble no le gustaba en absoluto. La muy hipócrita, ¡la de veces que le diría a la abuela que era muy bonito! Así fue como llegó a casa de mis padres, envuelto en mantas para que no se rayara. Cuando murió la abuela, siguió en casa de mis padres, porque yo aún no me había casado; pero, en cuanto me casé, todos los días y a todas horas, mi madre me apremiaba para que me lo llevara: - ¡Vamos, hija! ¿Cuándo te llevarás el mueble que te dejó tu abue130

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la? Te quedará bien en el rincón del salón, a la derecha, cerca del reloj de pared; es un rinconcito a propósito para él. - Sí, mamá. En cuanto pueda llamo a un transportista. Pero como lo del transportista se iba alargando y mi madre no veía el momento de verse libre del aparatoso mueble, lo llamó ella para facilitarme el traslado, porque... "¡Como tú estás tan ocupada!" Llegó a mi casa, otra vez envuelto en mantas y, en el rinconcito que decía mi madre, no cabía. Tuve que acomodarlo en un sitio demasiado visible, un sitio reservado para el mueble de la cubertería de plata que me iba a regalar mi marido. Al lado iría el órgano electrónico que vimos juntos y que él añoraba desde hacía tiempo. - Y ahora -dijo mi marido con un hilo de voz- ¿Donde pondremos el órgano? En ningún sitio... Me quedé sin la cubertería y él sin el órgano electrónico. A cambio teníamos el mueble de caoba de la abuela. Llevaba en casa casi un año; nada se guardaba en él y, cada vez que recibíamos a algún amigo y veíamos que posaba su vista en el mueble, nos disculpábamos avergonzados: "Es un recuerdo de la abuela". Por eso se me ocurrió poner el anuncio: "Vendo mueble antiguo de caoba". Luego añadí el teléfono. Nunca imaginé que despertara tal interés. Durante los días siguientes a la salida del periódico, el teléfono no dejó de sonar. La gente preguntaba las características y el precio. Mi información era muy escueta; a todas las preguntas de "cuanto vale, de qué época es, características...", y un sin fin de detalles más, contestaba: "No lo sé, no tengo ni idea..." A lo único que contestaba perfectamente, era a las dimensiones: el alto, el ancho y el fondo; me las sabía de memoria. Como siempre he sido una persona práctica y no me gusta perder el tiempo, cité a todos los interesados a la vez: día tal a tal hora. Pensé que así, los unos estimularían a los otros, y alguno se decidiría por el mueble. Ya veía colocados en su lugar el órgano y la cubertería. A las seis en punto comenzaron a llegar. Casi todos los hipotéticos compradores, venían con un acompañante y, en pocos minutos, el salón estaba lleno de gente. ¡Comenzó entonces una especie de subasta! Se peleaban por el mueble y el primitivo precio adquiría cifras astronómicas. Mientras ellos 131

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me hacían las diferentes proposiciones de compra, yo miraba atónita el mueble de la abuela, sin dar crédito a lo que estaba pasando. ¡Pero! ¿Estas personas sabrán lo que están haciendo? ¿Cómo cosa tan fea puede valer tanto? Cuando llegó mi marido del trabajo, las peleas monetarias seguían en todo su apogeo. La última cifra que oyó, casi le hace perder el equilibrio. Me miró y le guiñé un ojo. Luego me llamó aparte: - Pero... ¡Están locos de remate! ¿O están de broma? - No, nada de bromas. Teníamos aquí un tesoro y no lo sabíamos dije feliz. - ¿Y qué piensas hacer, sabiendo lo que vale? -interrogó intrigado. - Lo que estoy haciendo, venderlo al mejor postor. Y así fue. Cuando el precio me pareció suficientemente alto, ya no esperé más. Al día siguiente, el mueble salía al fin de casa y nuestra cuenta corriente había crecido de una forma impresionante. El órgano y la cubertería de plata ocuparon su lugar y, para celebrarlo, nos tomamos una semana de descanso en Marbella. Al tercer día de nuestra relajada y feliz estancia en Marbella, tomábamos nuestros refrescos, cómodamente recostados en las tumbonas de la piscina del hotel. Yo leía una novela y mi marido el periódico. De pronto dio un salto, derramando parte de su frío refresco sobre mis muslos desnudos. - Pero ¿Qué haces? -gruñí dando un respingo y sacudiendo los cubitos de hielo que resbalaban hacia el suelo. - Mira lo que pone aquí -contestó, mientras miraba con tristeza su vaso medio vacío; sin pedir perdón, me alargó el periódico. A toda plana, venía una fotografía del mueble de caoba, con una reseña del nuevo comprador y el precio que había pagado por él a un marchante... ¡Era el doble del que nos dio el marchante a nosotros! Nos miramos con el entrecejo fruncido. Me sentí estafada y, sobre todo, estúpida: "Abuela, podías haber avisado".

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Dietas adelgazantes Dedicado a las pobres víctimas de los regímenes de adelgazamiento. A esas mujeres que se someten al hambre, a ejercicios sin tregua, a la bajada brutal de calorías, a la dieta de alcachofas o manzanas... Y que, después de una semana de sacrificio y hambre contenida, con suerte, han conseguido bajar 200 g.

Voy a contar algo que ocurrió hace muchos años. Vivía entonces en una pequeña ciudad española; una de esas ciudades donde todos parecemos familia pues nos conocemos de siempre. Nuestros hijos juegan juntos mientras nosotras, pasamos el rato relatando nuestras miserias. Y, entre mis amigas, las miserias que más se llevaban, eran los kilos de más que "adornaban" el cuerpo de cada una. Cuando llegaba el verano y acudíamos a la piscina, el intercambio de recetas para adelgazar, era el tema preferido por muchas de ellas. No era mi caso; siempre fui delgada sin necesidad de guardar régimen y, muchas veces, me privaba de comer delante de mis obesas amigas por no darles envidia. - Pues yo esta semana me he quitado dos kilos -aquella frase era como un resorte que las levantaba a todas, de su posición horizontal cómodamente tumbadas al sol, a la de sentadas, para mirar a la afortunada con verdadera veneración. La de los dos kilos de menos, se convertía automáticamente, en la reina de la reunión. - Cuenta, cuenta... ¿Qué has hecho? -pregunta unánime de las demás. Uno de estos días de piscina, llegó Gloria, hablando de un método milagroso que a ella le estaba dando un formidable resultado. - En un mes he perdido siete kilos... ¡Y sin pasar hambre! -contaba ilusionada-. ¡Se puede comer de todo y cinco comidas al día!... Aquello era el no va más. Todas se aprestaron a escuchar la dieta milagrosa que hacía perder peso..., ¡comiendo de todo!... 133

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Según refirió Gloria había que acudir a unas charlas que se llamaban "El ideal 90-60-90". De momento, el nombrecito, parecía una burla. Miré a Gloria, a Cándida y a Lucía, que eran las más obesas del grupo, y me pregunté si sería posible que soñaran con llegar a tener alguna vez semejantes medidas. - ¿Habéis visto últimamente a Marianna? -preguntó Gloria Hacía tres meses que nadie la había visto. - Pues hoy va a venir. ¡No la vais a conocer! -siguió hablando entusiasmada. Marianna, italiana y, lógicamente, muy amante de las pastas, tenía un trasero monumental; cuando caminaba, se oía el frú frú, no de la seda, sino del roce de sus muslos que se juntaban; al sentarse, se desparramaba fuera del asiento. En la piscina, sin faja y con bañador, era todo un espectáculo; sus michelines se le salían de sitio y se pasaba el tiempo acoplando redondeces. En esta ocasión, al verla llegar, al principio no la reconocimos; cuando estuvo más cerca, nadie daba crédito a su nuevo aspecto. No llegaba a los 90-60-90, pero había perdido treinta kilos... A razón de diez al mes. Nunca nadie ha hecho una propaganda mejor de la terapia "90-60-90". Cuando se quitó el vestido y se lució en bañador, nos quedamos sin respiración. Los antiguos bultos deformes de carne, habían sido sustituidos por horrorosos colgajos de piel temblona que se movían sin control en todas direcciones. Miré a mis amigas; estaban como hipnotizadas contemplando el espectáculo, mientras Marianna extendía su toalla para tumbarse al sol. Al llegar a casa referí a mi marido los treinta kilos de menos de Marianna y el régimen que se los había hecho perder. Pero no le dije lo de los colgajos de piel. Mi marido llevaba algún tiempo con dolores en una rodilla y el traumatólogo le había recomendado perder algo de peso. - Dicen que no se pasa hambre y que se puede comer de todo -concluí para animarle a ir a las charlas de "El ideal 90-60-90" Mi marido se rió del nombrecito como había hecho yo. - Y luego me presento a miss universo -contestó entre carcajadas. - Puedo ir yo en tu lugar y copiar las recetas que manden. En un mes puedes perder esos cinco o siete kilos que te han dicho, y ya está -fue mi propuesta. - Bueno... Si quieres ir vete. Aunque quizá no te admitan. Ya lo creo que me admitieron; lo importante era la cuota de abono y 134

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yo la pagaba como las demás. Eso sí; no engañé a nadie y desde el primer momento dije que venía por mi marido porque él tenía que ir a la oficina. Llegué el primer día, ya estaban todas sentadas. Al lado de la tarima, desde donde recibiríamos las charlas para conseguir esos 90-60-90, había una fotografía muy grande de la conferenciante, donde se la veía hecha un tonel; así podríamos ver la diferencia entre el antes y el después de este milagroso régimen adelgazante. Al verme, las asistentes se me quedaron mirando... Nunca en mi vida fui objeto de tanta admiración, hasta que una me preguntó: - ¿Cuánto hace que vienes? - Hoy el primer día. - ¿Y quieres adelgazar? - No -contesté con timidez viendo las miradas de reproche de las demás-. Vengo por mi marido... Él no puede. Creo que desde aquel momento, fui considerada como una intrusa. Las clases constaban de tres partes: una, en que la conferenciante las pesaba a todas. Las que no habían perdido peso, eran abucheadas por las demás sin piedad, con un largo ¡uuuuuhhhhh! coreado por la monitora, que para eso estaba. Si por el contrario, habían conseguido liberar algún gramo, los aplausos de aprobación les demostraba que habían sido buenas chicas. Para conseguir ese aplauso, muchas se quitaban collares y pulseras, hasta iban a orinar, antes de subirse a la báscula. Las pobres abucheadas, recibían una bronca de la conferenciante que movía sin parar su fotografía del "antes" para animarlas a no salirse de lo acordado. En la segunda parte daba recetas y consejos diciendo los alimentos que engordaban y que se podían evitar sustituyéndolos por otros similares y de menor aporte calórico. - A todas nos gustan los dulces, pero podéis sustituir un trozo de tarta por una manzana. Aquí casi todas se quedaban pensando en la tarta y no parecían muy convencidas con el cambio. Yo me dedicaba a mirar caras y observar sus reacciones... ¡Todo un poema!... La última parte de estos lavados de cerebro, siempre me removían inquieta en mi asiento. En ella la conferenciante contaba alguna anécdota de un marido que repudiaba a su mujer por estar gorda, una señora rechazada en algún empleo por lo mismo, la incomodidad del señor que viaja a 135

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tu lado en un avión... y un sin fin de acontecimientos, todos igual de "alentadores" para las pobres señoras que escuchaban emocionadas. Durante una semana me mantuve de oyente muda. Pero todo tiene un límite y mi límite llegó al noveno día de asistencia, cuando la conferenciante leyó una carta de una hija a su madre, antes obesa y ahora de la saga de los "90-60-90". De toda la carta, lo que más recuerdo es cuando la niña dice a la madre: "antes, cuando estabas tan gorda, me daba vergüenza que vinieras al colegio a buscarme, pero ahora presumo de madre con mis compañeras..." Aquí ya no pude más; me volví para mirar a todas las víctimas y las vi con los ojos empañados por la emoción, alguna enjugándose las lágrimas. Me imagino que todas se veían en la piel de aquella madre, con sus hijos avergonzándose de sus michelines. - Lo que estás haciendo no tiene perdón de Dios -dije enfrentándome a la conferenciante-. Todas estas señoras estarán pensando que su familia se avergüenza de sus kilos de más y eso no es así. Si hubiera maridos que repudian a sus esposas por el exceso de peso, serían... (me quedé pensando para no decir una palabra demasiado fuerte)... y apreté los dientes. Y si algún hijo se avergüenza de la que los ha parido y cuida cada día con amor, sería un hijo de... (pensé de nuevo) volví a apretar los dientes. Estas señoras -continué señalándolas a todas- han entrado aquí con unos kilos de más y quizá pierdan alguno, pero van a salir con algo mucho peor: un complejo que no las dejará levantar cabeza. Seguramente, la reacción de la conferenciante a mis palabras, sea fácil de imaginar; ella se estaba ganando un sueldo haciendo aquellos lavados de cerebro pero, ¿cuál creéis que fue la reacción del grupo de obesas?... ¿De agradecimiento por tratar de que no las acomplejara la conferenciante?... Pues no. Se me echaron encima, como una jauría de perros, para darme a entender mi intrusismo. "¡Claro, como tú no sabes lo que es esto!...” Salí de allí para no volver. Me fui al súper y compré una merluza de dos kilos, "de pincho" y del Cantábrico, y una botella de vino blanco. En casa puse el vino a enfriar y rebocé la merluza... ¡toda!... Cuando llegó mi marido de la oficina y le puse delante la bandeja con las rajas de merluza adornada con gajos de limón, se le quedaron los ojos redondos: - ¿Y el régimen? - ¡Ni caso! -contesté-. Quiero verte disfrutar de la comida como antes. 136

Bodega de Borracán La visita a una bodega, donde se almacenan ricos caldos, es algo por lo que siempre he sentido una atracción especial; no porque me guste "empinar el codo", sino por el ambiente que se respira allí dentro. Aunque, ciertamente, hay que tener mucho tacto con las catas, teniendo en cuenta que el vino sale de las cubas a la temperatura adecuada y los expertos venenciadores saben darle el toque de gracia para que los espectadores y futuros consumidores, paladeen de antemano el caldo que se les muestra. El papel del venenciador es curioso, así como el del catador. La fase de lanzar el vino desde cierta distancia, de la venencia al catavinos sin derramar ni una gota fuera, siempre me parece milagroso. Una vez el vino en la copa, vienen las distintas fases del catador: le da varias vueltas en el catavinos; lo mira al trasluz para observar su claridad y pureza; lo huele. Y, después de una mirada a la concurrencia que espera expectante el final de tanto preámbulo, lo cata. Aquí llega mi primera decepción; cuando esperas que se tome de un trago el contenido de la copa, el catador solamente se enjuaga la boca y, después de hacer varios buches con el líquido, (sonido incluido), lo escupe... ¡Qué desperdicio! Por eso, quizá, disfruté tanto cuando fuimos, en Borracán, Asturias, a la bodega de Manolo. Nos tropezamos con él en Cangas del Narcea . Era día de mercado, que es cuando bajan de todas las aldeas vecinas a vender los productos del campo. Allí nos encontramos con muchos familiares de mi marido. Manolo sabía que estábamos por allí y nos buscó para invitarnos a merendar en su bodega y probar su vino. - Este año ha habido buena cosecha de uva y el vino salió muy bueno. Os espero a merendar en la bodega. He de decir que, siempre que vamos a esta parte de Asturias, los compromisos con la familia nos ocupan todo el tiempo. Aunque queramos 137

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ir de incógnito, es imposible; no sé cómo se enteran, pero siempre saben cuando llegamos; algunas veces pienso si no se harán, de unos pueblos a otros separados por montañas y valles, señales de huno como los indios. - Almorzar poco; llevaré buena merienda y no me gusta que sobre -nos dijo con una amplia sonrisa cuando nos despedimos. Manolo es el clásico asturiano de cara redonda y mofletes colorados, noble y amplia sonrisa, y corazón de oro. De baja estatura y poco agraciado, pero cautivador por su manera de ser, sincero, cariñoso y hospitalario. Yo nunca había estado en su bodega y, cuando llegamos, me quedé un poco extrañada. No se parecía en nada a las bodegas, de marcas conocidas, que había visitado anteriormente. Allí nos esperaba el matrimonio y la hija más pequeña, de ocho años, además de otros familiares. Todo estaba preparado a la entrada de la bodega, donde había un espacio algo ancho; desde allí, por un largo pasillo, se llegaba al interior; un espacioso habitáculo donde se almacenaban varias cubas con vino. Se notaba mucha humedad y un olor característico, mezcla de pez, vino, madera vieja y humedad. En la primera parte, cerca de la puerta, se habían distribuido en corro, varias banquetas y distintos e improvisados asientos para ellos; para nosotros sillas, porque éramos los parientes de la capital. En el medio, un mantel de cuadros verdes y blancos sobre no sé qué y, al lado, una enorme cesta que contenía la merienda. Miré en todas direcciones buscando la venencia y los catavinos y, al no verlos, pensé cómo haríamos para catar el vino de Manolo. - Manolina, trae el "cacho" -ordenó Manolo a su hija. "¡El cacho! ¿Qué será eso?... ¿Será el nombre que dan es Asturias a la venencia?" Fue mi primer pensamiento hasta que vi a la niña portando un cuenco de madera, muy ancho y poco hondo, renegrido por los años, por el paso de muchos vinos y por el roce de infinidad de manos. Seguí la trayectoria del "cacho" sumamente intrigada y lo vi pasar de las manos de la niña a las de Manolo; éste lo colocó debajo del grifo de una de las cubas; abrió el grifo y un vino rojo fue cayendo, desparramándose en todo lo ancho del "cacho", haciendo una corona de burbujas en el centro, que ellos llamaban "rosita". Cuando esperaba que él lo mirara, lo moviera, lo catara y se enjuagara la boca para escupirlo después, ante mi continuado asombro, se lo ofreció a mi marido: - Toma, bebe y dime qué opinas -esperó con su eterna sonrisa la opinión de mi marido que se lo echó al coleto de un trago. 138

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- ¡Bueno!, ¡muy bueno! -fue la opinión del "catador" que, con cara complaciente, le devolvió el "cacho" vacío. - ¿Quieres tú, prima? -me consultó Manolo, con el mismo cacho en la mano y dirigiéndose hacia la cuba. Más tarde reparé que era el único recipiente que había, del que bebimos todos... Siguiendo la comparación con los indios, el "cacho" parecía la pipa de la paz. - Sí... Y también con "rosita" -contesté sin saber el significado de lo de "la rosita"; pensé que estaba más bueno con "rosita" que sin ella. Este fue todo el preámbulo de la catadura del vino; y esta es la forma que a mí me gusta porque no se desperdició ni una gota; gota que caía en el "cacho", gota que iba al estómago. Después que el "cacho" pasó de mano en mano, y el vino de boca en boca, se abrió la cesta de la merienda y empezaron a salir viandas para dar de comer a un regimiento: un lacón entero cocido, un conejo asado, filetes empanados, lomo de la olla, chorizos picantes, tortilla, bacalao rebozado... No sigo, porque no acabaría nunca. Mientras las viandas iban mermando y los estómagos se iban llenando, el "cacho" daba vueltas y más vueltas por todo el círculo de comensales, tan pronto lleno como vacío. El vinillo ayudaba a comer más y la comida ayudaba a seguir bebiendo. Yo soy afortunada por tener una especie de lucecita roja que se me enciende cuando se acerca algún peligro; y un peligro, en esta ocasión, sería no saber frenar a tiempo y agarrar una cogorza de cuidado. Por eso llegó un momento que dije "NO". Un "no" con mayúsculas cada vez que el cacho osaba pasar delante de mí, con rosita y todo. - Bebe -hostigaba Manolo-. Este vino tiene pocos grados. - Sí, sí. ¡Pocos grados! Será de temperatura. Los que no tenían la lucecita roja y se confiaron en lo de los pocos grados, no se daban cuenta que su lengua se ponía cada vez más estropajosa y su cabeza había perdido la memoria hacía rato; siguieron haciendo honor al vino; cada cacho que se presentaba ante sus narices, creían que era el primero que tomaban. - ¡Qué "bfueno tu vfino"! Hacía tiempo que no "profbaba" un "vfino" así... - ¡Pero si llevas varias horas que no paras! Cuando la tarde tocaba a su fin, el etílico se hacía demasiado ostensible, las viandas habían desaparecido casi en su totalidad y las lenguas no 139

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daban con las palabras que necesitaban para expresar sus confusos pensamientos, pensé que había llegado el momento de marchar. -"Fsí" -intentó decir mi marido, con una risita beoda-, pero... ¿quién "condusfe"? Condujo hasta Cangas, que era donde estaba la cama para dormirla, yo, la única que disponía de lucecita roja antiborrachera. Por la mañana, cuando reproché a mi marido no saber frenar a tiempo, estaba convencido que había traído el coche él. -Eres una exagerada -argumentó convencido-. No estaría tan "entonado" (él llama "entonado" a estar como una cuba), puesto que vine conduciendo... Para qué hacer aclaraciones. La visita a la bodega de Borracán, con el rico vinillo hecho por Manolo, servido en el "cacho" de madera, y aquella suculenta merienda, acompañados por familiares tan entrañables, la recordaré siempre como algo excepcional. Cada vez que nos encontramos de nuevo con Manolo, nos invita; pero últimamente no paramos en Cangas del Narcea y aquella merienda, regada con vino "con rosita", no se ha vuelto a repetir.

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La llegada de Curro Cuando entró por primera vez en casa, me di cuenta que ya nada volvería a ser como antes. Fue un antojo de mi hijo que yo me resistía a tener entre nosotros. Desde que me separé de mi marido, toda mi atención la puse en procurar que a nuestro hijo no le faltara de nada. Estudiaba en un buen colegio, lucía buena ropa, comía de capricho y veraneábamos en hoteles de lujo. Su padre nos pasaba una buena pensión; y, entre esto y que los dos queríamos ganarnos su cariño, estábamos consiguiendo hacer de nuestro único hijo, un muchachito caprichoso y antojadizo. Él sabía de sobra que pidiera lo que pidiera, uno u otro se lo concedería. Pero había algo a lo que me resistía y era, según parece, la mayor ilusión de Arturito. - Mamá. Quiero tener un perro. Ha dicho papá... - No me interesa lo que haya dicho papá. No quiero perros en casa. - ¡Anda, mami! -suplicó zalamero- Te prometo que me encargaré de él. Tú no tendrás que sacarlo a pasear. - ¡No y no! Por una vez me mantuve en mi decisión de no tener perros. Pero allí estaba su padre para llevarme la contraria. Le compró un caniche, menos mal que no le dio por un martín, y cuando vi aparecer a Arturito con el perro en brazos y una inmensa sonrisa de felicidad, me resigné a tener un perro a casa. El caniche, tengo que reconocerlo, era un capricho de perro. Parecía un juguete y, como si comprendiera que yo rechazaba su presencia, me seguía por toda la casa lamiendo mis pies en cuanto me pillaba distraída. La promesa de mi hijo de ocuparse de él, fue un fraude. Yo tenía que sacarlo dos veces al día, y ocuparme de su alimento, salud y limpieza. Los primeros días no podía pasar sin verme; le tenía cerrada parte de la casa para que no se subiera a los sofás y me llenara de pelos los cojines; y cuando yo me ausentaba para ir a la parte prohibida, se quejaba lastimero hasta que acudía de nuevo a su lado. Poco a poco se fue haciendo indepen141

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diente y ya no requería mi continua presencia. Pero cuanto más callado estaba, era mayor la trastada que hacía. Uno de estos días, lo había cerrado en la terraza grande. Era un día frío y me daba verdadera pereza salir. Pensé que si lo sacaba un poco al fresco se le quitarían las ganas de calle. "Curro", que fue el nombre que le puso mi hijo, alzó la patita y largó el pis a la calle. Cuando oí un nervioso repiqueteo del timbre y abrí la puerta, me encontré con un airado señor que me mostraba furibundo su calva por donde resbalaban gotas de pis perruno. A pesar de pedirle disculpas y de invitarle a pasar al cuarto de baño para que se limpiara, el señor me amenazó con ponerme una denuncia; cuando se fue, llamé a Curro que acudió moviendo el rabo y le regañé como si pudiera entenderme: - Ésta me la pagas, maldito. Como me venga una denuncia por tu culpa, te juro que vas a la perrera. Curro se quedó mirándome y me lamió los pies... Me dejó desarmada. La denuncia no llegó y Curro siguió en casa; aunque pienso que hubiera seguido de todos modos. Las salidas a la terraza grande se le terminaron desde ese día; después de aquel incidente lo sacaba a la terraza de la cocina que daba sobre el jardín y le enseñé a no hacer pis allí. La enseñanza consistió en regañarle siempre que rompía las normas establecidas pero, la verdad es que, dejó las malas costumbres cuando quiso. Desde esta terraza insultaba a cuantos perros pasaban por la calle. ¡A todos! Y cuanto más grandes mejor. Los perros se le quedaban mirando y, al ver su tamaño, seguían su camino sin hacerle caso. Sin embargo, mi vecina tenía un dogo con facciones de mafioso, que era el preferido de "Curro" para sus insultos. En cuanto lo veía, ladraba con rabia, con voz de mariquita, y el dogo le contestaba con unos ¡guau, guau! broncos, que hacían retumbar los cristales de las ventanas. En cierta ocasión estábamos en el parque, lugar de nuestros paseos y de los desahogos de vientre de Curro. Acabábamos de llegar y ya estaba acomodado en su árbol preferido, mientras yo esperaba con la bolsa de plástico para recorrer sus "gracias", cuando oí un ¡guau!, tétrico y profundo; fue como el estallido de un trueno. Me volví y vi al dogo que venía a toda velocidad hacia nosotros para pedir a "Curro" explicaciones por su osadía. "Curro", que también presintió el peligro, se quedó con su defecación a medias, para refugiarse entre mis piernas. Lo alcé en brazos para tratar de protegerlo, mientras mi vecina corría hacia su perro gritándole para que se detuviera. Aún no me explico cómo nos libramos de aquel 142

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peligro pero, ¿a "Curro" le sirvió de lección? Nada de eso. Siguieron los insultos de terraza a terraza y tuve que ponerme de acuerdo con mi vecina, en el horario de los paseos perrunos, para no coincidir en el parque. Mi hijo, lo único que hizo por Curro, fue buscarle una novia. Era la perrita de una amiga y los dos querían tener cachorrillos. - ¡Aquí no entran más perros! -gruñí enfadada. Curro estuvo tres días en casa de la amiga de mi hijo, con su novia, y no quise confesar a nadie que lo eché de menos. Cuando volvió a casa me llenó de caricias, saltos acrobáticos y movimientos de rabo. Yo le pregunté si le hacía ilusión ser padre; no me contestó como era de esperar; luego añadí. - Pero tus hijos no entrarán aquí. Ya tengo bastante contigo. Tampoco hizo comentarios. Se limitó a mirarme y a torcer la cabeza hacia un lado. Luego se asomó a la terraza de la cocina y contó al dogo sus escarceos amorosos para hacerle rabiar. Fue la única vez que no oí al dogo su imponente "guau, guau"... ¿Estaría acomplejado porque él no tenía novia? Cuando nacieron los cachorrillos, eran tres preciosas bolitas, mi hijo y su amiga, se los mostraron a "Curro". Se acercó, los olió, y se marchó a la terraza ignorándolos por completo. - ¿Y esto es un padre? -dijo enfadado mi hijo - Es un padre muy perro- contesté riendo. Por fortuna, desde antes de nacer, los cachorros ya tenían familias adoptivas entre los amigos de mi hijo. Desde la proeza de la paternidad, Arturito empezó a valorar a su perro de una manera especial. Convirtió aquel incidente en algo personal y se sentía muy orgulloso de él. Lo sacaba al parque donde se encontraba con su amiga acompañada de la perrita mamá. Como el amor seguía vívido entre los perros, aquellos encuentros se convirtieron en una fábrica de cachorros. Todos sus amigos consiguieron una muestra de esos amores. Cuando Curro se iba haciendo mayor, mostraba un aplomo del que carecía antes. Se volvió más formal, menos juguetón y ya no intercambiaba insultos con el dogo. Hasta parecía que eran amigos. Un día le dije a mi hijo: - De la próxima camada, nos quedaremos con un cachorro. Arturito me miró extrañado. Yo no quise decirle que necesitaba un sustituto para cuando faltara "Curro". 143

Viaje en tren El tren circulaba a gran velocidad. Las estaciones se sucedían rápidamente y el traquetéo era como si una cuna gigante se moviera para mecer nuestro sueño. El viaje de Algeciras a Madrid se hacía interminable. En mi mismo departamento iban un matrimonio con su anciana madre y dos hijos pequeños, además de un portugués y un estudiante de Veterinaria, que se apeaba en Córdoba. Habíamos dejado muy atrás Despeñaperros. La noche se encargó de ocultarnos el paisaje que, hasta entonces, fue nuestra única distracción. Entre todos los que ocupábamos aquel compartimiento, tratamos de entablar una conversación que redujera el aburrimiento. En un principio, fueron preguntas y respuestas, insulsas y sin sentido, más tarde, esas preguntas y respuestas, fueron organizando grupos con cierta afinidad en manera de pensar, trabajos o estudios. Así fue como el portugués comenzó a charlar con el padre de familia: uno tenía una inmobiliaria y el otro era constructor; la madre hablaba con la abuela, mientras los niños dormían algo inquietos e incómodos; el estudiante de Veterinaria se dirigió a mí, también estudiante, y el grupo se empezó a animar. De vez en cuando, se escuchaba lo que decían los demás, si el tema era interesante. - Pues a mí me ha pasado un caso muy curioso -dijo el portugués-. Un día se me presentó una señora que quería comprar un piso en el centro de Lisboa; le enseñé varios que teníamos en venta y, después de recorrerlos todos, me dijo tan tranquila: "Muchas gracias; ha sido usted muy amable pero no he podido sacar ninguna idea de ninguno". Cuando le pregunté qué quería decir, contestó sin inmutarse: "He querido ver cómo eran los muebles y 144

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las cortinas, para copiar alguna idea para el apartamento que acabo de comprar". Todos se rieron pero el portugués mantuvo la cara seria. Era un hombre alto, enjuto, con demasiadas arrugas pequeñas a lo largo de su cara, voz bronca de fumador y aspecto descuidado. No le vi reír, ni sonreír siquiera, en todo el tiempo. Nadie supo su nombre porque no lo dijo. En realidad el único nombre que supimos, desde que nos acomodamos en el departamento, fue el de los padres de familia porque se llamaban uno al otro: "Dale esto al niño, Juan" "Alcánzame el bolso, Mónica". Sí. Juan y Mónica, formaban un matrimonio corriente con dos hijos corrientes y una madre corriente. Pero eso solo era en apariencia. A medida que las conversaciones se hacían más fluidas, todos pudimos comprobar que, Juan y Mónica, no formaban un matrimonio corriente. Cuando se casaron su ilusión era tener niños "Pero, después de recorrer las consultas de varios especialistas llegamos a la conclusión de que no podríamos llegar a ser padres nunca". - ¿Y esos dos pequeños? -preguntó el portugués, señalando los niños que dormían apoyados en el regazo de la anciana. - Son rumanos; después de una larga espera, conseguimos adoptarlos. Son hermanos y sus padres los abandonaron; estaban en espera de ser adoptados y, aunque nuestra idea era adoptar uno, nos pareció una buena cosa no separar a los hermanos. Ya llevan tiempo con nosotros y se han adaptado muy bien. - Han hecho una buena acción. - Lo peor es cuando Miguel se nos vaya -habló Mónica que había estado callada hasta entonces; tenía una expresión triste y se le llenaron los ojos de lágrimas. - ¿Es que tiene que volver a Rumanía? -pregunté intrigada. - No -siguió diciendo Juan-. Miguel tiene el SIDA. Estamos haciendo lo que podemos pero, por desgracia, no hay solución. - Sus padres eran drogadictos -aclaró Mónica. Hubo unos minutos de silencio. Parecía que el problema de aquel matrimonio se hubiera convertido en un problema común a todos. Miramos al niño; dormía plácidamente; no parecía enfermo ni que tuviera un final próximo e irreversible. - ¿Lo sabían cuando lo adoptaron? -fue la pregunta del estudiante. - Sí. Nos lo dijeron en la casa de adopción. 145

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- Pues tienen ustedes mérito -dijo el portugués. - Cualquiera en nuestro lugar hubiera hecho lo mismo -hablaba Juan, mientras Mónica se enjugaba las lágrimas y la abuela le apretaba una mano-. Cuando llegamos, nos enseñaron a Enrique; era el que nos habían destinado; cuando íbamos a salir con él, empezó a llorar amargamente. Ante nuestra extrañeza, nos aclararon que tenía un hermano y que lloraba porque siempre habían estado juntos y les costaba separarse. "Pero el hermano está enfermo" nos comentaron. "¿Y no puede viajar?", preguntamos. "Sí, viajar sí puede, pero tiene el SIDA". - Mónica y yo nos miramos; no hicieron falta palabras para saber lo que queríamos hacer. "Nos lo llevaremos también" dijimos a la vez. Fue otra larga lista de papeles y meses de espera. Mientras tanto, estábamos en contacto con Miguel para que los hermanos siguieran su relación. Cuando nos dijeron que ya podíamos ir por él, hicimos el viaje rápidamente. - Y aquí estamos -dijo Mónica ya más tranquila-, luchando y rogando a Dios que nos haga el milagro de ponerlo bueno. - Miren -dijo en portugués mientras metía la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacaba su cartera-. Aquí tengo una estampa de la Virgen de Fátima. Cuando a mi madre le diagnosticaron un cáncer de mama que ya no se podía operar por lo extendido que estaba, le puse la estampa debajo de la cabecera de su cama y se curó. - Bueno, para que te haga Dios milagros hay que tener una buena dosis de sugestión y creer en ellos -dijo riendo el estudiante. - ¿Tú no crees en ellos? -pregunté. - No, para nada. A mí nunca me ha ocurrido nada que se parezca a un milagro. Todo lo consigo con mi esfuerzo. - Tal vez nunca los has necesitado -habló el portugués molesto. - Sí. Los necesito cada vez que me examino y quiero aprobar sin haber estudiado. - Eso no es una necesidad. Además no te mereces que Dios te ayude, cuando tú no has hecho ningún esfuerzo por tu cuenta. - Es que si hago el esfuerzo de estudiar -siguió insistiendo el estudiante, en contra de la opinión de todos-, ¿para qué demonios necesito el milagro? Nadie contestó. Reinó un incómodo silencio y sentí cierta irritación hacia el futuro veterinario que, hasta ese momento, me resultaba agradable. 146

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Miré al pequeño enfermo y a su hermano y sentí verdadera admiración por Juan y Mónica. La abuela acariciaba dulcemente la cabeza de los niños, cuando un ruido infernal nos sacó a todos de nuestro silencio. - ¿Qué ocurre? -preguntamos casi al unísono. El ruido se fue haciendo más intenso, hasta que nos dimos cuenta que el tren no circulaba por los raíles, se había salido de las vías. Todos los bultos que estaban colocados en las redes superiores comenzaron a caer sobre nuestras cabezas, un maletín le dio a la anciana en la cabeza y la sangre cayó sobre la cara de Miguel; la vieja comenzó a gritar histérica creyendo que la sangre era del niño. De todos los departamentos del tren se oían gritos de terror "¡Es un descarrilamiento!" Gritaron algunos. El estudiante y yo, nos agarramos a la barra de la ventanilla cuando el vagón comenzó a inclinarse para poder mantener en equilibrio. El portugués fue lanzado contra el otro extremo y los padres y la abuela cobijaron a los niños para protegerlos de aquel caos. Al fin el tren se detuvo; nuestro vagón quedó tan inclinado sobre un lado que teníamos que andar por la orilla opuesta, para salir al exterior. Todos tuvimos la suerte de no sufrir más que magulladuras sin importancia. Cuando conseguimos salir fuera, el pánico se había adueñado de todos los pasajeros que salían gritando y corriendo, en todas direcciones, para librarse de aquel amasijo de hierros retorcidos. La máquina seguía lanzando vapor y alguien gritó: "¡Va a explotar!". El portugués, el estudiante y Juan, nos dejaron a las mujeres al cuidado de las maletas y corrieron hacia donde se oían gritos de auxilio, para ayudar a las víctimas. Era de noche cerrada; no se veía nada. Pasó un hombre corriendo para advertirnos que nos alejáramos, porque la máquina podía explotar de un momento a otro. Así lo hicimos, cargando con las pesadas maletas, y nos cobijamos detrás de un pequeño cerro. Los niños lloraban y la abuela, ya más tranquila al ver que la sangre era de ella y no del pequeño, temblaba de nervios y de frío. No sé cuanto tiempo pasó hasta que llegaron los hombres y nos tranquilizaron. No quisieron decirnos el número de muertos, ni tampoco nosotras nos quisimos enterar. - Hay que tener paciencia -fueron sus palabras- Han llegado varias ambulancias para trasladar a los heridos pero, para los que estamos bien, 147

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no sé cuando nos mandarán un tren de socorro porque la línea ha quedado cortada. Tampoco sé el tiempo que tuvimos que esperar, en aquel descampado, solitario y frío, para ser trasladados en un tren, lento y sucio, hasta la capital de España. El animado grupo que tantos comentarios intercambiaba en el viaje, quedó mudo y asustado, pensando que cualquiera de nosotros podía haber aumentado el número de los que quedaron atrapados entre los hierros retorcidos del tren. Cuando llegamos a Córdoba, el estudiante se apeó. Al despedirse del portugués, este le sostuvo la mano. - ¿Nunca te había ocurrido un milagro? Ya tienes uno. - Puede ser -contestó emocionado- Lo contaré a mis nietos de esta manera. Nunca más volvimos a vernos, ni a saber nada unos de otros. Pero muchos días me acordé del pequeño Miguel y su terrible enfermedad. Yo espero que haya podido vencerla.

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Opulencia y escasez en el volcán Había caído una espectacular nevada, ya anunciada por los medios de comunicación del día anterior. Lina miraba por la ventana de su lujosa mansión el blanco espectáculo y no pudo evitar un escalofrío. Eran las once de la mañana y se acababa de levantar siguiendo su costumbre de años. ¿Para qué madrugar si no tenía nada que hacer...? Sus buenos y fieles empleados atendían todo el trabajo de aquella enorme casa, heredada de sus padres. Bajó a desayunar... Tostadas con mantequilla y café con leche. Bostezó mientras pensaba qué haría para matar el tiempo. Al fin se le ocurrió que, como en Tenerife no es normal que nieve, sería una buena idea ir a "Las Cañadas", a dar una vuelta. - Subiré en el funicular y, desde las alturas, sacaré unas fotos para el recuerdo. Luego almorzaré en el Parador y cuando me canse regresaré a casa. Pero si algo odiaba Lina era estar sola cuando salía de casa. Tomó el teléfono y marcó un número... Nadie contestó a su llamada. Marcó otro... cuando escuchó la voz de su amiga le hizo la proposición: - ¿Quieres venir a Las Cañadas y luego almorzamos en el parador y...? - Lo siento, Lina, pero no puedo... He quedado en ir a buscar a mi marido a la oficina. Luego vamos de compras. Todavía marcó varios números más... con el mismo éxito... Nadie estaba disponible. - Está bien... Iré sola. Se abrigó, entró en el coche y se alejó hacia La Orotava, con rumbo a Las Cañadas. Conducía un "Mercedes" plateado, último modelo, con todos los extras imaginables. Se sentía orgullosa de poseerlo y, aunque no hacía alarde, dentro de él se creía la dueña del mundo. Cuando llegó a la base del Teide se dio cuenta que el funicular no funcionaba a causa del viento. Aparcó su lujoso coche a la derecha de la carre149

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tera donde había estacionados muchos más. Miró al hermoso Teide "vestido de novia", como decía su jardinero, y se propuso comenzar una ascensión por su ladera norte... "Hasta donde pueda", se dijo. Apenas había ascendido la tercera parte de la pendiente y ya comenzó a notar los efectos del "mal de altura". La capa de nieve era bastante espesa y sobre la impoluta blancura, de vez en cuando, se veía sobresalir la negrura de una roca de basalto. Se sentó en una de éstas rocas para tomar aliento. Miró hacia abajo y se quedó observando a un hombre que subía a buen paso, por su mismo sendero. Era un hombre de baja estatura, complexión fuerte, y piernas arqueadas que le daban un aspecto de jinete sin caballo. Cuando estuvo más cerca le calculó cerca de cincuenta años, piel morena curtida por el sol canario, ojos pequeños y vivarachos y nariz aguileña. Se paró a su lado y con amplia sonrisa comenzó a hablar con ella: - Buenos días, señora. ¿Ya se ha cansado? - Me afecta la altura... Sin embargo usted no parece que note sus efectos. - Estoy acostumbrado. Subo una vez al mes. Es bueno hacer deporte. Por cierto me llamo Juan. Le tendió una mano áspera y fría que Lina estrechó sin decir su nombre. Luego él se sentó a su lado y siguió con su diálogo. - Mire; yo pienso que tenemos una vida demasiado fácil y si no nos proponemos hacer algún sacrificio, llega el momento que no apreciamos lo que Dios nos ha dado. Por éso hago el esfuerzo, haga frío o calor, llueva o nieve como hoy, de subir al Teide todos los meses. Una vez arriba, extiendo la vista hasta el infinito, pido "un bien para toda la humanidad" y vuelvo a bajar. Cuando me veo de nuevo en el coche, camino de casa, estoy muy cansado pero me siento otro. En casa me espera mi mujer y mis tres hijos y doy gracias a Dios por lo que tengo. La curiosidad de Lina llegó al extremo de preguntar: - ¿En qué trabaja usted? - En la construcción. Soy albañil. - Sus hijos... ¿Trabajan? - No. Son todavía pequeños. De momento el único sueldo que entra en casa es el mío. Pero están sanos y esto ya es importante para mí. La que no está muy bien es mi mujer. Estoy preocupado. Si ella se pone mala... 150

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Juan cambió su simpática sonrisa por una mueca de preocupación. Pensó en la última revisión que le hicieron y aquel análisis de sangre nada alentador. Sí..., si ella enfermara su casa se derrumbaría. ¿Quién cuidaría de los pequeños mientras él trabajaba? Tenía buenos amigos pero no le gustaba molestar. Pero aquella mueca duró solo un momento. Siguió la amena conversación, aleccionadora para Lina, donde estaba apreciando valores que no conocía en su mundo de opulencia. Poco a poco, aquel hombrecillo de piernas arqueadas y manos callosas, le estaba mostrando el verdadero valor de las personas. Cuando llegó el momento de la despedida, ella decidió bajar y Juan siguió su ascensión. "Mi meta son los 3718 metros que mide el Teide sobre el nivel del mar" había dicho. Pero antes de separarse, Lina le miró a los ojos, aquellos ojos vivarachos y alegres y le preguntó: - Dígame la verdad Juan ¿Es usted feliz? Sin la menor vacilación contestó asombrado por la pregunta: - Por supuesto que sí. Tengo todo lo que se puede desear para ello... -se quedó pensativo y recalcó- ¡Muy feliz! Lina descendió por el sendero, pensando en su soledad, en su matrimonio roto, en sus acomodaticias amistades, en su lujo vacío y sin sentido. Fue hacia su coche. Ya no le parecía tan espléndido. Miró hacia el volcán. Una pequeña figura de piernas arqueadas, que se recortaba sobre la blanca nieve, subía a buen paso hasta la cima "para pedir un bien para toda la humanidad" Nunca hasta entonces se había percatado de la ostentación que suponía tener aquel "Mercedes" último modelo. Una vez dentro de él ya no se sintió la "dueña del mundo". Miró por segunda ves, a través de los ahumados cristales, hacia la cada vez más pequeña figura de Juan. - Ahí está el verdadero "dueño del mundo" -dijo poniendo el coche en marcha.

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Amarga decisión

futuro.

No se paró a pensar que en aquel momento, echaba por tierra su

Había llegado de la oficina donde ocupaba el puesto de administrador. Era la oficina de unos grandes almacenes que estaban al borde de la quiebra y, cada día, su trabajo disminuía según disminuían los bienes de la empresa. Había entrado en ella muy joven, mucho antes de casarse. Entonces era una empresa poderosa que prometía un futuro floreciente. Pero una mala gestión de su director y dueño, desencadenó una serie de operaciones negativas que la convirtieron en la empresa pobre y casi arruinada de ahora. Sin embargo, Domingo seguía allí, como buen capitán que no quiere abandonar el barco, a pesar de los ruegos de Don Damián, el director, que le aconsejaba una y otra vez que buscara otro puesto de trabajo: - Te aprecio demasiado para arrastrarte a la ruina conmigo -le decía-. Quiero que vayas a otra empresa y cuenta con mis mejores referencias para que logres el puesto. Eres un buen contable. Pero Domingo era fiel por naturaleza y no se quiso marchar. Contaba con unos ahorrillos y, a pesar de cobrar solamente medio sueldo, salía fácilmente adelante. Pilar, su mujer, no era de la misma opinión. Los estudios de los niños, los gastos de la casa, las letras del coche nuevo... - ¿No te das cuenta que a este paso los ahorros volarán rápido? -gritaba enfadada a su marido. - Pero mujer, no puedo dejar a Don Damián sólo. Los demás empleados se han ido y... - Son más inteligentes que tú -le reprochó sin escuchar sus pala152

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bras-. Don Damián lo que tiene que hacer es cerrar el negocio puesto que ya no hay dinero. - Don Damián me contrató cuando era muy joven y nadie creía que valiera para nada. No tenía referencias y sin embargo confió en mí, a pesar de tener una larga lista de pretendientes al puesto de administración. Por nada del mundo le abandonaré ahora. Esas fueron las últimas palabras de una discusión que se repetía con demasiada frecuencia en los últimos meses. Por eso, aquel día, cuando llegó a su casa y la encontró desierta, un mal presentimiento invadió su corazón. Nadie contestó a su saludo al entrar en casa. Recorrió las habitaciones extrañado de no ver a su mujer en la cocina, los niños corriendo hacia él y la mesa preparada para la cena. Aquel silencio dañaba sus oídos. La falta de ruidos familiares que amortiguaran el eco de sus pasos le acongojaba, y un mal augurio le tenía bloqueado. Poco a poco se fue percatando de la cruel realidad de su desgracia: - Pilar me ha abandonado -dijo en un sollozo-, y se ha llevado los niños. Sobre la mesilla, había dejado las llaves de la casa y del coche, la tarjeta de crédito y una escueta nota: "Así no podemos seguir". Esperó para tranquilizarse un poco. Tenía que medir bien sus palabras si quería recuperar a su familia. "Ella nunca me quiso y ahora menos. Luchó cuanto pudo porque su hija no se casara conmigo." Se acercó al teléfono y marcó un número: - Dígame. La voz autoritaria que contestó, áspera y displicente, la conocía muy bien. Era la misma voz que aconsejaba a Pilar que no se casara con él; la misma que le interrogaba sobre sus ingresos y la vida que tendría su hija a su lado; la misma que exigía, no pedía; la que ordenaba, no rogaba. "Sí, ella me detesta y ahora va a dar rienda suelta a su odio". - Marcela, por favor, que se ponga Pilar. - Pilar no se quiere poner, por lo tanto te ruego que no vuelvas a llamar. 153

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- Quiero hablar con mis hijos -gritó desesperado. - No te consiento que me alces la voz. Si mi hija me hubiera hecho caso, esto no habría pasado. Pero para todo hay solución -añadió con un tono que delataba su satisfacción-, Pilar va a pedir el divorcio. - Le exijo que la llame. Tengo que hablar con ella. Domingo empezaba a perder la compostura y sabía que no debía hacerlo si quería recuperar a su familia. Al otro lado se escuchó una risa salvaje. - Pero, ¿de verdad crees que estás en situación de exigir? No pudo responder. Su suegra había colgado. Se sentó en el sofá del salón y apoyó la cabeza entre las manos, haciendo presión sobre las sienes, intentando encontrar una solución a sus problemas. "Si Pilar quiere dejarme -concluyó al fin- me resignaré; pero no consentiré que se lleve a los niños". Durante los días siguientes, las semanas y los meses, batalló por recuperar a sus hijos y, cuando todo parecía que se resolvía a su favor, Don Damián tuvo que cerrar definitivamente el negocio. - No teniendo usted un trabajo, sentenció el juez, la custodia de los niños pasará a su esposa. Deambuló por las calles, preguntó en agencias, comercios, negocios más o menos prósperos. Nadie tenía un puesto libre. "En lo que sea y para lo que quieran". Se amoldaba a todo, con tal de volver a tener algún día a sus pequeños correteando por la casa. Pero todas las puertas se le habían cerrado. Las excelentes referencias de Don Damián, no sirvieron para nada. Salía todos los días de su casa con la esperanza de encontrar el ansiado trabajo, y volvía rendido noche tras noche, después de recorrer medio Madrid, con la desilusión de comprobar cómo era rechazado hasta para empleos muy por debajo de su preparación. El teléfono sonaba sin parar pero él no contestaba. Temía que fuera su suegra para amargarle más de lo que ya estaba, pidiéndole la pensión que tenía que pasar a sus hijos. Muchos días no comía. Sus ropas estaban descuidadas y su aseo personal relegado a algo de menor importancia. El tiempo pasaba y él cada vez estaba más hundido. La insistente imperti154

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nencia del teléfono le ponía enfermo. Llevaba varios días así; insistente hasta el agobio. Había vendido varias cosas para pagar la pensión de los niños: el reloj con cadena de oro, los gemelos de zafiro estrella, el alfiler de brillantes, la cadena y medalla recuerdo de su madre, los marcos de plata de las fotos... y una larga lista de cosas que no tenían ningún valor para un hombre sin familia. Su situación era límite; ya no había más qué vender. Descolgó el teléfono; no sabía por qué: si era para que no le volviera loco su timbre, o para rogar a su suegra que, por primera vez en su vida, tuviera compasión y no le acosara más, que en breve le mandaría el dinero. - Dígame. Al otro lado ya habían colgado. Se recostó en el sofá y cerró los ojos. Estaba rendido y necesitaba descansar para volver al día siguiente a la misma lucha. Apenas empezaba a quedarse dormido, sonó el timbre de la puerta, pero Domingo no tenía intención de abrir a pesar de la insistencia; hasta que escuchó una voz que le resultó muy familiar. - Abre. Sé que estás ahí. Los deseos de verla, luchaban contra el rechazo que le producía el odio que había ido almacenando en tantos días de sufrimiento. - Vamos, por favor, abre la puerta. Necesito verte. Ya no pudo más. Abrió y la miró sin desprecio, haciendo un gran esfuerzo por no abrazarla contra él. Pilar entró sin esperar a que Domingo se lo pidiera. Parecía relajada y feliz; sonreía sin parar, mientras le reprochaba su aspecto descuidado. Domingo no acababa de comprender su inesperada visita. - ¿A qué has venido? --preguntó al fin- ¿Solamente para hablar de mi aspecto? - Te traigo buenas noticias. Sé que se cerró la oficina de Damián, como era de esperar, y que estás buscando trabajo -esperó, pero Domingo la seguía mirando sin decir nada-. Pues yo te lo ofrezco. Con un buen sueldo, las tardes libres, así como sábados y domingos. Volvió a esperar su reacción, viendo con extrañeza que no cambiaba un solo músculo de su cara. - Bueno ¿Qué te parece? 155

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- Demasiado bueno para que no esconda algo negativo. Y, ¿se puede saber quien me proporciona esa bicoca? - ¿Recuerdas a Fermín? -Pilar sabía de sobra que él lo recordaba y continuó sin esperar su respuesta-. Pues ha montado un negocio nuevo, necesita un buen contable y yo le he hablado de ti. - ¿Fermín...? ¿Fermín el que volvía loca a tu madre para marido tuyo? ¿Aquel guaperas que amargó muchas veces mi vida persiguiéndote hasta después de casada? Pilar iba cambiando su sonrisa por una mueca de fastidio. Traía una buena proposición y Domingo no tenía derecho a despreciar al que le ofrecía trabajo. - Bueno aquello ya no viene al caso. Pasó hace mucho tiempo y no volverá a ocurrir porque nos vamos a casar -Pilar bajó la vista, incapaz de sostener la airada mirada de Domingo-. Le dije que estabas sin trabajo e inmediatamente te hizo un hueco. Es muy buena persona. Domingo preguntó por los niños, luego tomó por el brazo a su mujer mientras, con una amarga sonrisa la conducía hasta la puerta. La abrió y dándole un beso en la mejilla dijo: - Tienes razón. Fermín es muy buena persona. Con lo que le he hecho esperar para conseguirte, y todavía me ofrece un trabajo... Un buen puesto, por lo que dices. Pilar sonreía complacida, aún sorprendida por la positiva reacción de Domingo. - ¿Entonces le digo que empezarás mañana? -preguntó con una amplia sonrisa. - Mejor le dices que se meta su trabajo donde le quepa. Yo me las arreglo bien sin sus limosnas. En cuanto a ti, piensa que te quitaré los niños en cuanto pueda... y podré, ya lo verás. Dicho esto, cerró la puerta, se volvió a la butaca y, desesperado, rompió a llorar.

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Índice 15 La melodía del silencio I 20 La melodía del silencio II 24 Mi amiga Enriqueta 31 Paseo por el bosque 36 ¡Vamos Luty! Al parque 43 Anillo de compromiso 46 Muchacho extraño 48 El patio de mi casa 49 Peligro en el malecón 51 Vuelta por la Isla 54 Las manos de la florista 68 ¡Necesito llorar! 70 Retrato de mujer 73 Araceli 77 Las sospechas de Palmira 79 Nosotras y Lorena

81 Sorpresa 85 Los derechos de Tany 89 Telegramas anónimos 93 El cuarto rosa 95 Mensaje al mar 99 Pancho y yo 101 Vacaciones en Cerdeña 107 El faro del silencio 118 El misterio de Mandy 127 Café con leche, por favor 130 El mueble de la abuela 133 Dietas adelgazantes 137 Bodega de Borracán 141 La llegada de Curro 144 Viaje en tren 149 Opulencia y escasez en el Volcán 152 Amarga decisión 159

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