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ACERCA DE LAS DIFERENCIAS ENTRE DISCRECIONALIDAD Y ARBITRARIEDAD EN LA ACTUACI~NDE LA ADMINISTRACIÓN María José Alemán Pardo
«La Constitución garantiza ... la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos». (Art. 913 C.E.)
SUMARIO I. INTRODUCCI~N. 11. DISCRECIONALIDAD. 111. ARBITRARIEDAD. IV. CRITERIOS DE DESLINDE ENTRE LA DISCRECIONALIDAD Y LA ARBITRARIEDAD. V. CONSIDERACIONES FINALES.
Pocos temas en el Derecho Público resultan tan apasionantes como el deslinde entre la «discrecionalidad», permitida a la Administración, y la «arbitrariedad» prohibida. Ambas conceptualizacionestienen una larga trayectoria en la dogmática jurídica, ya que hacen referencia a valores, poderes o acciones humanas que tienen que ver con el uso del poder o el abuso del poderoso frente al inferior. Ihering, ya en 1877, lo expresó con magistral precisión: «El súbdito que contraviene la ley obra ilegalmente, no arbitrariamente. La arbitrariedad es la injusticia del superiom'. El Derecho Administrativo en su acepción más simple y general se define como el Derecho de la Administración Pública, pero como buen hijo de la Revolución francesa, lleva en su seno desde sus orígenes la libertad, la legalidad y la garantía frente a lo arbitrario, de tal suerte, que el Derecho Administrativo, en su misma estructura, está hecho de un difícil equilibrio entre privilegios y garantías. Desde esta perspectiva, no puede extrañar que la, a veces, delicada y sutil frontera entre la discrecionalidad y la arbitrariedad de la Administración haya sido una cuestión estudiada y analizada recurrentemente por la doctrina iuspublicista. Por otra parte, la historia de la arbitrariedad podría decirse que representa el reverso de la propia historia del Derecho. De modo que el conocimiento de la arbitrariedad implica el del Derecho: «Como el ciego que no conoce la luz no puede tener ninguna noción de las sombras, tampoco el que no conoce el derecho sabe lo que significa la arbitrariedad - la comprensión de la arbitrariedad tiene por condición previa la del derecho.»2 Tomás Ramón Femández, en su libro «De la Arbitrariedad de la Administración*, publicado en Civitas, 1994, hace un atrayente y exhaustivo trabajo que recopila cuatros estudios: «Arbitrariedad y discrecionalidad» -para el Libro homenaje al Profesor García Enterría-; «Juzgar a la Administración contribuye también a administrar mejor» -redactado para el libro homenaje al Profesor González Pérez-, «De nuevo sobre el poder discrecional y su ejercicio arbitrario»; y ¿Debe la Administración actuar racional y razonablemente?». Después de su trabajo, este modesto artículo sólo puede pretender ser una aproximación a la obligada toma de postura que el propio Ramón Femández demanda a todos los que en España nos dedicamos, de algún modo, al Derecho Público. El tema es, efectivamente, nuclear, no sólo por las implicaciones que tiene en la reconstrucción de todo el derecho administrativo a partir de la Constitución de 1978, sino también y sobre todo porque tiene mucho que ver con la Justicia y con el sentimiento de la idea del Derecho.
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El Fin del Derecho. Ed. Cajica. Puebla, Pue, Mex. 1961, pág. 263. Ihering. El fin del Derecho, cit. pág. 262.
11. DISCRECIONALIDAD Una primera aproximación nos permitiría definir la discrecionalidad como la facultad de la Administración de actuar libremente cuando la Ley la habilita para ello. Luego matizaremos los límites y condiciones que atemperan esa libertad. Es pacífica la consideración de que el poder discrecional de la Administración siempre fue legítimo, porque siempre fue y será necesario. Dice la Exposición de motivos de la Ley de la Jurisdicción Contencioso Administrativa de 1956, que la discrecionalidad «...surge cuando el ordenamiento jurídico atribuye a algún órgano competencia para apreciar en un supuesto dado lo que sea de interés público». El poder discrecional de la Administración siempre ha estado reconocido, aunque ya 30 años atrás, el profesor García de Enterría, con su magnífico y conocido estudio «Lalucha contra las inmunidades del poder en el Derecho Administrativo», publicado en R. A. P. en 1962, empezara una auténtica batalla de exploración y conceptualización dogmática del poder discrecional de la Administración. Desde entonces el tema ha sido objeto de numerosos y variados estudios, y aún hoy sigue siendo objeto de no sólo matices y precisiones, sino de posiciones doctrinales y jurisprudenciales encontradas, en teorías casi rivales. Sólo pues, desde una perspectiva histórica es posible entender la evolución del sentido de la discrecionalidad de la Administración. En palabras del profesor R. Femández, «En ningún tema como en este el poder discrecional de la Administración se manifiesta con mayor claridad esa especie de pecado original que la especie de juristas parece haber cometido. Todas las construcciones dogmáticas que se han ido fraguando a lo largo de la Historia, todas las técnicas jurídicas y todos los mecanismos que se han ido ideando a lo largo de dos siglos de esfuerzos continuados con este fin aparecen todavía hoy marcados por la nota de excepcionalidad. Cada parcela que se atrae al campo de lo jurídico se contempla como una excepción, cuyo alcance se somete siempre a un tratamiento restrictivo y exige en todo caso una justificación extraordinaria, mucho mayor de la que nadie osa pedir nunca al ejercicio del poder». Por lo que supone de falta de control de la Administración cuando actúa discrecionalmente, la jurisprudencia y la doctrina aún no están de acuerdo de hasta donde los actos discrecionales son fiscalizables. Son las llamadas por García de Enterría «inmunidades del poder». El reducto de la llamada discrecionalidad técnica de los Tribunales es un buen ejemplo de ello. El control mínimo o la irrevisibilidad jurisdicional de los juicios técnicos es la regla general en la jurisprudencia aún hoy. En consecuencia, la discrecionalidad administrativa, ese margen de obrar libremente, a discreción, en la Administración, siempre ha estado permitido, porque ha respondido siempre a una necesidad del poder ejecutivo en el ejercicio de su propio poder. Por esto precisamente, parafraseando a T. Ramón Fernández, la historia del progresivo hallazgo de técnicas de control del poder discrecional de la Administración es la historia misma de la jurisdicción contencioso administrativa y del propio Derecho Administrativo. Podría decirse que ha sido una lucha lenta, como bien se sabe, basada en una construcción teórica preconstitucional y que gracias a ella debemos que se halle recogida en la
Constitución, mediante la proclamación de la interdicción de la arbitrariedad de la Administración, como límite extremo y abusivo del poder discrecional de la Administración.
Y es que, ambos conceptos van inexorablemente parejos, de forma que la arbitrariedad no es, en última instancia, sino un abuso, un exceso o un uso incorrecto de la discrecionalidad. Esta circunstancia era y sigue siendo, a mi juicio, la que justifica e incluso obliga a que los actos dictados en virtud del poder discrecional de la Administración pudieran y tuvieran que ser fiscalizados, porque como ya dijera García de Enterría, hace 30 años «El control judicial de la discrecionalidad no es, por ello, una negación del ámbito propio de los poderes de mando, y ni siquiera se ordena a una reducción o limitación del mismo, sino que, más sencillamente, trata de imponer a sus decisiones el respeto a los valores jurídicos sustanciales, cuya transgresión ni forma parte de sus funciones ni la requieren tampoco sus responsabilidades~~. Nuestra Constitución de 1978 no ha modificado el tema del poder discrecional de la Administración. Siempre fue legítimo y siempre fue y será necesario, y sin embrago, la Norma Fundamental ha consagrado el principio de la interdicción de la arbitrariedad. De aquí que el exceso, la falta de límites, o de condiciones que la ley y el derecho imponen, conviertan la discrecionalidad permitida en la proscrita arbitrariedad. En este sentido el Tribunal Supremo, en Sentencia 26 de octubre de 1995 dice que la «necesidad de motivar los actos administrativos discrecionales...tiene su fundamento en el artículo 9.3 de la Constitución que garantiza la interdicción de la arbitrariedad de los Poderes públicos, mientras que la necesidad de que los actos administrativos reglados se sujeten a sus normas habilitantes viene impuesto por el propio artículo 9 de la Constitución que garantiza el principio de legalidad».
111. ARBITRARIEDAD Ihering definió con insuperable precisión la arbitrariedad como «la injusticia del supe-
non>. Aunque el término arbitrariedad ha evolucionado en su significado, ampliando extraordinariamente su campo semántico, y por ello ha estado sujeto a una pluralidad de significados heterogéneos, se dice que es a partir de Locke cuando arbitrario comienza a ser equivalente a despótico, tiránico, manifestación del poder absoluto. De una manera simple podríamos decir que en la actualidad arbitrario aunque mantiene la connotación peyorativa, sin embargo se entiende más bien como acto injusto, o acto inmotivado, como acto contrario al Derecho, concebido éste esencialmente como fundamento, como soporte racional y fundado de los actos. Alejandro Nieto en el atractivo trabajo «El Dorso Metalegal de las Resoluciones Judiciales», hace la siguiente reflexión respecto al tema que nos ocupa: «Desde el momento en que la cultura jurídica evoluciona lo suficiente como para que desaparezca la composición privada, el Estado asume la responsabilidad de, por una parte, determinar las conductas 3
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Así, finalizó su análisis de los poderes discrecionales en la Lucha contra las inmunidades, cit.
debidas de los particulares (y de el mismo) por medio de normas objetivas, y por otra, de resolver los conflictos a través de una organización judicial. Con este sistema parece liquidarse la era histórica de la arbitrariedad y del azar, como sucedía cuando el conflicto se resolvía en un duelo o en una prueba física (el fuego, el agua), que nada tenían que ver con el Derecho ni con la Justicia o, más precisamente, se «suponía» que el vencedor tenía de su parte al Derecho y a la Justicia, que se había manifestado de forma absolutamente incomprensible para la mentalidad moderna en el duelo. Pero no nos engañemos: La arbitrariedad, aunque sustancialmente reducida, dista mucho de haber desaparecido por completo>>4. La prohibición de la arbitrariedad tiene hoy su fundamento directo, como se señaló, en el artículo 9.3 de la Constitución, que garantiza la interdicción de la arbitrariedad de los Poderes Públicos5. La historia de su inclusión en el texto constitucional está perfectamente contada por el Senador constituyente Lorenzo Martín Retortillo, autor de la iniciativa, en el libro «Materiales para una Constitución (los trabajos de un profesor en la Comisión Constitucional del Senado)» edt. Alkal, Madrid 1984. Explica el proceso que le llevó a la enmienda en los siguientes términos: «Como pequeño homenaje a mi maestro el profesor GARCÍA DE ENTERRÍA y sabedor de las posibilidades de control y fiscalización de los poderes públicos que abría, me pareció oportuno seguir su sugerencia y enmendar al ya de por sí farragoso párrafo tercero del artículo 9, con la finalidad de dar cabida al que se ha llamado principio de interdicción de la arbitrariedad». Como homenaje a mi maestro, digo, en primer lugar. El había sido quien en cuantas ocasiones había podido supo recibir las mejores experiencias foráneas para potenciar aquí la utilización de los principios generales del derecho como mecanismo de control de las Administraciones Públicas; quien, en concreto, teorizó entre nosotros, el que gracias a sus aportaciones en llamarse principio de interdicción de la arbitrariedad al comentar dos famosas Sentencias del Tribunal Supremo... de modo que si ya había utilizado con anterioridad la expresión, la dotó entonces de una riqueza dogmática que le hizo ganar carta de naturaleza. De forma que esta construcción ha pasado a ser usual entre los autores y, lo que es más importante, ha penetrado en los repertorios de jurisprudencia. Enlazo así con la segunda de las razones que tuve en cuenta al preparar mi enmienda: el deseo de abastecer en la mayor medida posible modalidades de control, es decir, técnicas jurídicas concretas, para someter a pautas jurídicas verificables el funcionamiento administrativo. Tantos años de insolencia del poder necesitaban numerosos y diversos correctivos, necesitaban la reprobación expresa, pero demandaban también las modalidades específicas que la técnica jurídica puede abastecer. Entendí que la mención por su nombre del principio de interdicción de la arbitrariedad era una opción saludable para una Constitución democrática. 4 Pérez.
Publicado en «La Protección Jurídica del Ciudadano*. Estudios en Homenaje al Prof. Jesús González
5 Aunque Rubio Llorente dice que la inclusión de este principio ha introducido a nuestra Constitución en una «curiosa a p o n a ~ .
Y en su discurso de presentación dijo: «Se establece así una pieza más en los delicados mecanismos de control... Principio que, sobre todo donde ha de tener mayor eficacia, donde ha de tener su mayor efecto, donde ha de tener mayor transcendencia, donde ha de tener mayor rigor ha de ser en el ámbito de las Administraciones Públicas... No se niega libertad de actuar, sino simplemente se proscribe la arbitrariedad. Cierto que habrá situaciones límite en las que no sea posible el enjuiciamiento, pero hay obviamente un margen de apreciación más allá del cual es preciso no ceder. Entonces, si son tantas las reglas que han tenido acceso a este apartado 3 del artículo 9", a mí me parece que sería de interés dar entrada también a ésta, para recordar siempre que el Estado de Derecho que recalca el artículo lo,impone siempre mantener la guardia levantada para impedir la arbitrariedad». El Tribunal Constitucional ha precisado el sentido actual de arbitrariedad en los siguientes términos: «la arbitrariedad implica la carencia de fundamento alguno de razón o de experiencia, convirtiendo en caprichoso el comportamiento humano, cuyas pautas han de ser la racionalidad, la coherencia y la objetividad». (Sentencia 325/1994, de 12 de diciembre).
IV. CRITERIOS DE DESLINDE ENTRE LA DISCRECIONALIDAD Y LA ARBITRARIEDAD Llegados a este punto parece obligado preguntarse: ¿Qué es lo que hace que un acto discrecional se convierta en un acto arbitrario? ¿Cómo distinguirlos? Nuevamente seguimos a T.R. Fernández, quien apunta dos caracteres o indicadores diferenciadores cuya presencia o ausencia determinan la diferente categoria en la que conceptualizamos el acto administrativo: El primero de ellos es la Motivación del acto y el segundo la necesidad de una Justificación Objetiva del acto discrecional.
lo.La Motivación La motivación es la exigencia de hacer públicas las razones de hecho y de derecho que fundamentan el acto, la decisión de que se trate. Por la motivación se podrán conocer las razones que sirven de fundamento a la decisión. Como bien se sabe, una cosa son los motivos y otra distinta la motivación. Dice González Pérez6 que, todo acto administrativo ha de basarse en unos motivos, pero la motivación lo que supone es la exigencia formal de que se expresen las razones -los motivos- que sirven de fundamento. Para el profesor Ramón Fernández, la ausencia de motivación es lo primero que marca la diferencia entre lo discrecional y lo arbitrario, porque si no hay motivación que sostenga el acto, el único apoyo de la decisión será la sola voluntad de quien lo adopta. «La necesidad de que las decisiones administrativas puedan reportar una explicación objetiva, no es una invención del estamento de los juristas para su propio recreo o para auto afirmar su hipoté6
Comentarios a la L.R.J.A.P.P.A.C. Civitas 1997, pág. 1039.
tica preeminencia estamental en el sistema político, es, más bien, una forma imprescindible de búsqueda del consenso democrático en la sociedad actual. Se trata de un esfuerzo puramente de justificación de las decisiones que muestra su carácter razonable y plausible cuando menos y pueda acreditar por ello la imprescindible legitimidad de ejercicio de sus autores, que la comunidad, que no acepta ya la mera imposición de las mismas por vía coactiva, inexcusablemente reclama»'. En la misma línea, Aarnio señala que en una sociedad moderna se exige no sólo que las decisiones estén dotadas de autoridad sino que se piden razones, de tal suerte que la presentación de la justificación sobre la que descansa la decisión es el medio de asegurar, sobre una base racional, la existencia de la certeza jurídica en la sociedad actual, ya que se «...ha reemplazado la fe en la autoridad por la exigencia de que las opiniones sean justificadas. La exigencia de la justificación fáctica ha desplazado a la fe en el poder mismo»8. El art. 54 de la L.R.J.A.P.P.A.C., vino a positiva la necesidad de motivación de los actos discrecionales, al explicitar que serán motivados los actos «...que se dicten en el ejercicio de potestades discrecionales...>>. Aunque este supuesto no figuraba en la enunciación del art. 43 de la antigua L.P. Administrativo, la jurisprudencia ya lo había exigido, como bien se sabe, haciéndose eco de esta corriente doctrinal de la que venimos hablando y que considera la motivación de la decisión como primera diferencia esencial entre lo discrecional y lo arbitrario. Así, la Sentencia del T.S. de 24 de enero de 1985, decía que «Independientementede que la motivación del acto administrativo cumpla otras funciones - e n el orden interno, el aseguramiento del rigor en la formación de la voluntad de la Administración-, como elemento formal aspira a que el administrado pueda conocer claramente el fundamento de la decisión administrativa, para poder impugnarla criticando sus bases y a que el órgano que decide los recursos pueda desarrollar el control que le corresponde con plenitud, examinando con todos los datos si el acto se ajusta o no a Derecho». Igualmente la Sentencia del Alto Tribunal de 29 de septiembre de 1988, consideraba que la motivación es una exigencia constitucional, que viene impuesta por los artículos 9, 103 y 23.2 de la Constitución, al señalar que «...cuando se dice que discrecionalidad no es arbitrariedad se está diciendo precisamente, entre otras cosas, que incluso las llamadas decisiones discrecionales -y ninguna decisión administrativa lo es de manera total- han de ser motivadas. Lo contrario chocaría con preceptos de rango constitucional como los siguientes: art. 9.1 -sujeción de los Poderes Públicos a la Constitución y al resto del Ordenamiento jurídico-, art. 9.3 -interdicción de la arbitrariedad-, art. 103 --sujeción plena a la Ley y, además, al derecho que es previo a aquélla-». En parecidos términos, la Sentencia de 13 de febrero de 1992, recordaba que «..La motivación del acto administrativo cumple diferentes funciones. Ante todo y desde el punto de vista interno viene a asegurar la seriedad en la formación de la voluntad de la Administración. Pero en el terreno formal -exteriorización de los fundamentos por cuya virtud se dicta un acto administrativono es sólo una cortesía sino que constituye una garantía para el administrado que podrá así impugnar en su caso la decisión administrativa con posibilidad 7 8
De la Arbitrariedad de la Administración, cit. Lo racional como razonable. Centro de Estudios Constitucionales. Madrid 1991.
de crítica las bases en que se funda; además y en último término, la motivación facilita el control jurisdiccional de la Administración -art. 106.1 de la Constitución que sobre su base podrá desarrollarse con conocimiento de todos los datos necesarios». En fin, de igual modo la Sentencia de 14 de septiembre de 1994 reiteraba que «El sometimiento de la actuación administrativa a «la Ley y al Derecho», la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos y el control que corresponde a los Tribunales de la legalidad de la acción administrativa y de ese sometimiento a la Ley demandan la motivación de los actos administrativos en garantía de la seguridad jurídica, de la igual aplicación de la Ley y del derecho a la igual protección jurídica (art. 9.1 y 103.1 de la Constitución). Así pues, parece claro que si la motivación de la decisión administrativa cumple diferentes funciones, como criterio diferenciador entre la decisión discrecional y la decisión arbitraria, la motivación cobra una especial y matriz significación. Los actos discrecionales, pues, necesitan de un plus de justificación respecto de los actos reglados, porque mientras que en estos la propia norma habilitante delimita todos los elementos del acto, en las decisiones discrecionales, el margen de decisión del órgano es el que exige que se justifiquen el acierto o, al menos, la razonabilidad de la elección. La Sentencia del T S . de 26 de octubre de 1995, señalaba que «Dentro de la actividad reglada, no entra en juego el precedente administrativo, cuyo campo de acción está limitado a la actividad discrecional. Si la Administración dicta en el ejercicio de su actividad reglada un acto contrario al ordenamiento jundico, el mismo no la vincula para seguir dictando actos ilegales.. . La necesidad de motivar los actos administrativos discrecionales que se separen del criterio seguido anteriormente tiene su fundamento en el art. 9.3 de la Constitución que garantiza la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos.. .».
2". Necesidad de Justificación Objetiva Ya hemos repasado la primera diferencia entre el acto discrecional y el acto arbitrario. Existencia de Motivación=
Discrecional
Ausencia de Motivación=
Arbitrario
Ahora hemos de concretar, un poco más. La motivación es causa necesaria pero no suficiente. Es decir, no vale cualquier motivación. No basta con que el órgano en uso de las facultades discrecionales elija una opción de las varias disponibles y explique por qué la ha elegido, falta algo más. Falta acreditar que la opción escogida es la mejor posible, la más adecuada al fin que se pretenda. Así, radicalizando, se habrá de coincidir en que no cabría, para obviar la consideración del acto como arbitrario, el motivar la elección de un concursante en base a ser mas simpático o guapola para proveer un puesto de técnico en Informática, por ejemplo. Es preciso, por tanto, que la motivación sea correcta, adecuada, es decir, que la operación intelectual que le lleva al órgano a elegir una de las varias opciones posibles, sea la más racional.
En los siguientes términos lo señalaba el T.S. en su Sentencia de 7-12-87: «...en los actos reglados, como su contenido está agotadoramente tipificado por la Ley, por regla general tendrá escasa importancia el proceso de formación de la voluntad administrativa. En cambio, en los discrecionales. al existir en mayor o menor medida una libertad estimativa. resulta de gran trascencendencia el proceso lógico que conduce a la decisión». Por su parte el mismo Alto Tribunal, en su Sentencia de 18-1-96, vino a concretar que «En cualquier caso, es preciso decir que la corrección o incorrección de la motivación de los actos administrativos no está en relación con su volumen o con el tamaño de los argumentos empleados, sino en relación con la adecuación de los argumentos utilizados y de los hechos discutidos. ..». «La administración dispone de una libertad, mayor o menor, para elegir la solución que considere más apropiada de entre las varias posibles, libertad que es suya y sólo suya, pero, como esa libertad no es ni puede ser total supuesto que el poder que la otorga es un poder jurídico y su otorgamiento por la Ley se hace en consideración de intereses que no son propios del órgano competente para ejercitarlo, éste debe razonar por qué estima que tal solución y no otra distinta es la que mejor satisface los intereses a los que el poder ejercitado se ordena». Elegir la mejor solución es siempre obligado para todo aquel que ejercita una función, esto es, un poder otorgado en consideración al interés de otro, como lo es también en tales casos dar cuenta a posteriori del concreto modo en que ese poder ha sido ejercido. La Administración no puede ser en esto una excepción, como es evidente^^. En definitiva, lo que se está exigiendo a la Administración no es sino que actúe racionalmente cuando la ley le otorga libertad para elegir la opción. La enfatizacion de la racionalidad en los actos discrecionales sólo es consecuencia de la mayor libertad con que actúa la Administración, que a diferencia de los actos reglados, donde ésta sólo se limita a ejercer la opción que la norma le señala, y por tanto no se puede elegir, el órgano administrativo facultado para obrar discrecionalmente, se encuentra con una pluralidad de opciones. Sin embargo, bajo esta apariencia de claridad es en este punto donde el asunto cobra de nuevo especial dificultad. ¿Qué se entiende por racionalidad?, ¿Cómo asegurar que se elige la mejor de las posibilidades que se presentan? Lejos de la pretensión de dar respuestas definitivas a tan espinosa cuestión, esbozaré lo que a mi juicio, podría ser un intento de clarificación de conceptos. Jesús Mosterín conceptúa la racionalidad no como una facultad, sino como un método. «La aplicación del método racional presupone ciertas facultades. Pero ninguna facultad garantiza que se aplique el método racional»'0. Para él, la racionalidad consiste en esclarecer nuestros fines y poner en obra los medios adecuados para obtener los fines perseguidos. 9 De la abitraridedad de la Administración. Cit. pág. 86. 10 Racionalidad y acción humana. Alianza Universidad Madrid. 1978, pág. 17.
Aun a riesgo de simplificar demasiado podríamos decir que, al menos, el método racional comprende dos operaciones: A.-Esclarecimiento
de los fines.
B.-Establecimiento
de los medios adecuados para conseguir esos fines.
En el tema que nos ocupa podríamos decir que los fines, en última instancia, no pueden ser otros que los que vienen establecidos en la Constitución, ya como derechos, ya como principios generales; y los medios, allí donde el poder discrecional está otorgado a cualquier órgano administrativo, son los que este órgano debe establecer -a diferencia del acto reglado, donde la propia norma es la que los concreta-. De aquí se deriva que el poder discrecional implica un trabajo de búsqueda y localización de los mejores medios para conseguir el fin propuesto. Tomemos un ejemplo: Un Tribunal tiene encargado el realizar el proceso selectivo para un determinado puesto de trabajo. -Los fines del procedimiento vienen establecidos en los siguientes preceptos Constitucionales (podríamos señalar más fines, pero a titulo de ejemplo bastará con éstos): art. 23.2: Los ciudadanos tienen derecho «....a acceder en condiciones de igualdad a las funciones y cargos públicos...»
art. 103.1: «La Administración F'ublica sirve con objetividad los intereses generales y actúa de acuerdo con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación, con sometimiento pleno a la ley y al Derecho». art. 103.3: «La ley regulará... el acceso a la función pública de acuerdo con los principios de mérito y capacidad...» Así pues, hemos de coincidir en que: El art. 23.2 está imponiendo el principio de igualdad entre todos los aspirantes al puesto. El art. 103.1 exige que la Administración actúe con objetividad y eficacia. El art. 103.3 impone, igualmente, que el acceso se hará de acuerdo con los principios de mérito y capacidad. Luego ya tenemos al menos cuatro fines explícitos y en consecuencia uno de los requisitos que antes señalamos para la utilización del método racional: IGUALDAD OBJETIVIDAD EFICACIA MÉRITO Y CAPACIDAD A este conjunto de fines le denominaremos en adelante FIN PROPUESTO. Nos faltaría conocer y establecer los medios adecuados para la consecución del mismo y
así cumpliríamos las dos condiciones que el uso del método racional requiere para ser tal, según veíamos siguiendo a Mosterín. Puede ocurrir que el procedimiento de selección venga reglado, de modo que es la propia norma la que habría seleccionado y concretado los medios adecuados para conseguir el fin propuesto. La norma en este caso esclarece los fines y establece los medios. Si, en el ejemplo que analizamos, se pretende seleccionar a un profesor de piano y las bases de la convocatoria establecen como mérito ser ingeniero de caminos, todos convendremos que esto es irracional, del mismo modo que es irracional querer ir a Bilbao y sacar el billete de tren para Almería. Por esto, precisamente el primer mecanismo de impugnación de un proceso selectivo empieza por la posibilidad de impugnar las bases de la convocatoria; es decir, por poder verificar el empleo del método racional, en el sentido propuesto por Mosterín, en el procedimiento. En el ejemplo no será difícil estar de acuerdo en que para seleccionar a un buen profesor de piano se debe comenzar por exigir la acreditación de la Licenciatura en Piano en un Conservatorio Superior de Música. En el mismo supuesto puede ocurrir que el órgano selectivo tenga el encargo genérico de seleccionar al pianista y la norma en vez de concretar todo el proceso selectivo, habilite al órgano para usar el poder discrecional. En este caso el órgano esta sujeto a los mismos fines que en el caso reglado; la diferencia está en los MEDIOS. Los medios adecuados para conseguir el fin no vienen en la norma, sino que tiene que establecerlos el mismo órgano, y en consecuencia supone un trabajo adicional respecto del caso anterior, porque la operación intelectiva de búsqueda de los medios adecuados para conseguir el fin propuesto corresponde al propio órgano y no le viene dado en la norma. Más bien al contrario, la norma habilitante lo que le encomienda es precisamente eso: que busque los medios meiores para garantizar la selección mas eficaz. Así pues, en mi opinión, la búsqueda de los medios adecuados, es en primer lugar y ante todo un deber y luego una facultad. En la medida en que el órgano selectivo encuentre medios más adecuados al fin, estará empleando el método racional, y en esa misma medida esta estrechando el haz de posibilidades que le permite la discrecionalidad. La clave está, pues, en que ese haz de posibilidades que en principio representa la habilitación de discrecionalidad a un órgano administrativo, no todas las posibilidades están en igual situación para ser elegidos. Sino que aquellas que se relacionan de forma más inmediata con el fin propuesto estarán en ventaja (por tanto deben ser seleccionadas) respecto de las que guarden más distancia. Así exigir la licenciatura en Música está más cerca del fin de seleccionar a un profesor de piano que la de una Ingeniería Técnica. De tal modo que este método no es sino una estrategia de maximización de aciertos y minimización de errores. Pero, a mi juicio, precisamente en eso consiste el razonamiento y el discurso jurídico. Por esto parece necesario insistir en que esto no es un sistema de reglas fijas cuya certeza esté asegurada, sino una metodología que ayuda a que la idea de lo razonable no remita pura y simplemente a la voluntad subjetiva del administrador. En este sentido entiendo a R.T.
Fernández cuando aclara que: «Hay en todo caso una regla general, aplicable tanto al administrador como al juez: la necesidad de fundamentar toda decisión y de fundamentarla, precisamente, en Derecho y no en el deseo, en la voluntad, en el capricho, en las preferencias o en los gustos de quien la adopta. En un Estado de Derecho sólo lo fudamentado y justificado en Derecho es razonable y sólo lo razonable es jurídicamente admisible»". El Tribunal Constitucional indica esta dirección al señalar que «...ya es doctrina reiterada del T.C. (SS. 23/87, 100187, 24/90 y 25192) que una aplicación de la legalidad que sea arbitraria o manifiestamente irrazonada o irrazonable no puede considerarse fundada en Derecho». (Sent. 184/92 de 16 de noviembre. FJ2). A fin de justificar la discrepancia jurisprudencia1 el T.C. señala: «Tal diferencia de criterio tampoco atenta contra el derecho a obtener tutela judicial efectiva en cuanto sus resoluciones sean el producto de una aplicación reflexiva y razonada del ordenamiento jurídico». (Sent. 160/93 de 1 7 de mayo F J 2 y 4 ) o cuando afirma «...el Juez o Tribunal que estime necesario alterar sus precedentes, recaídos en casos substancialmente iguales puede hacerlo pero con una fundamentación suficiente y razonable, explicitando la fundamentación adecuada y justificadora del cambio decisorio para excluir la arbitrariedad». (Sent. 19 y 94 de 23 de junio FJ3). V. CONSIDERACIONES FINALES
Al principio de estas notas dije que eran un intento de aproximación. Por lo que supone de atentado a la Justicia, la protección del derecho contra la arbitrariedad está en el núcleo mismo del sentimiento del Derecho, y este sentimiento no puede ser ajeno a las personas que habitualmente utilizamos el Derecho. Ihering dijo que: «Todo hombre que se indigna y experimenta profunda cólera viendo el derecho supeditado por la arbitrariedad, lo posee sin duda alguna. Por más que un motivo egoísta se mezcle al sentimiento penoso que provoca una lesión personal, ese dolor, al contrario, tiene su exclusiva y única causa en el poder de la idea moral sobre el corazón humano. Esta energía de la naturaleza moral que protesta contra el atentado dirigido al derecho, es el testimonio más bello y el más elevado que del sentimiento legal puede darse, es un fenómeno moral tan interesante e instructivo para el estudio del filósofo, como para la imaginación del poeta»I2. En el ámbito del Derecho Administrativo, grandes juristas han estudiado el tema en nuestro país, después de que García de Enterría pusiera los sólidos cimientos de una construcción teórica apasionante. Por esto más que una aportación, (por modesta que fuera), este trabajo ha sido una manifestación de adhesión y un testimonio de agradecimiento a los que con agudeza y brillantez siguen en el camino de la lucha contra las inmunidades del poder: La responsabilidad de justificar las decisiones es la primera exigencia del Derecho, quizá porque es su propia esencia, en consecuencia esta exigencia cumple varias funciones. No
11 De la Arbitrariedad de la Administración, cit. pág. 223. 12 La lucha por el Derecho, Cuadernos Civitas. Madrid, 1993 pág. 103.
podemos substraer ninguna pero, puesta en relación con el poder discrecional de la Administración, la responsabilidad de justificar las decisiones aparece como necesidad ineludible. Hoy tenemos la Constitución que recoge explícitamente la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos, como un valor jurídico sustancial e inequívoco para la Administración. Desde siempre el Derecho Administrativo ha sido una barrera para la arbitrariedad de la Administración. Sin embargo a la luz de la Constitución, resulta obligado replantearse de nuevo el tema de la permitida discrecionalidad y la proscrita arbitrariedad. La Administración, por ello, debe, dentro de los paradigmas de calidad de los servicios a que aspira en la década de los 90, reafirmar en su modus operandi, la motivación y la justificación objetiva de sus decisiones, como fundamento central de su actuación. Los que trabajamos en y para la Administración Pública, no debemos olvidarlo.