Aldo Chaparro. Por Antonio Díaz Oliva

Aldo Chaparro Por Antonio Díaz Oliva Un hombre de 21 años. Una pantalla de cine. En la pantalla, desde hace rato, sólo se ve, en blanco y negro, a u

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Aldo Chaparro

Por Antonio Díaz Oliva

Un hombre de 21 años. Una pantalla de cine. En la pantalla, desde hace rato, sólo se ve, en blanco y negro, a un tipo que duerme. La película, filmada por Andy Warhol, se llama Sleep y en ella, a lo largo de seis horas, sólo se ve eso: ese tipo, durmiendo. Apenas un año más tarde el hombre que mira la pantalla no volverá a pisar aquel cine, ni la ciudad de Lima ni el barrio de Miraflores ni su casa ni su cuarto ni el estudio que arrie nda con otros amigos y donde pasa tardes y noches pintando. Pero, por el momento, el hombre, que estudia Arte en la Universidad Católica de Lima, está desesperado por absorber información y estéticas de otras partes del mundo, de modo que vuelve una y otra vez al cine para ver, por ejemplo, otra película de la factoría Warhol: Empire State (ocho horas en las que a través de una única cámara -en slow motion-, se ve el famoso edificio neoyorquino que le da título a la cinta). Hacer eso es, además, una forma d e blindaje, una manera de aislarse de lo que sucede en Perú. Es 1990 e ir a la Filmoteca de Lima, pasar unas cuantas horas rodeado por estudiantes de arte, músicos y punk mientras en las calles Sendero Luminoso ahorca perros en los postes de luz, pone bombas en autos y centros comerciales y toma universidades, es como poner pausa por un par de horas a todo ese caos. - En esa época Lima era una tragedia: no sólo teníamos a Abimael Guzmán, también estaba el cólera y hasta creo que por ahí un par de casos de lepra en la selva. La ciudad era como un foco de infección para toda Sudamérica, como algo monstruoso. Por eso, todos se iban del país. Por eso, toda mi generación salió corriendo.

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Aldo Chaparro, nacido en Lima en 1965 y asentado en México desde 1991, tiene dos maneras de hablar. La primera, la vista pegada a un punto fijo, la usa cuando habla de Perú, de ese ciclo de Andy Warhol en la Filmoteca nacional que hoy se ha convertido en un mito underground de los noventa y de sus años de estudiante universitario. Para hablar de todo lo demás, mira directo a los ojos y se ríe y mueve las manos. Aldo Chaparro se ha establecido como uno de los artistas visuales con mayor proyección dentro México y América Latina. Sus obras han sido expuestas en museos como el Mo Ma en Nueva York, en la muestra anual Art Basel en Miami, en la feria internacional ArtBo (donde estuvo junto a Roberto Matta y Fernando Botero) en Colombia, además de participar en una bienal en Lima, entre otras cosas. “La obra de Aldo Chaparro se define por su intención de poseer las palabras, las encapsula y las encasilla apropiándose de ellas, pero también las hace públicas”, esc ribió Begoña Irazabal en Museógrafo, uno de los sitios web de la crítica del arte contemporáneo

mexicano. “Uno de los atractivos en su obra es el pop, lo llamativo, lo universal, lo que a todos nos ha pasado y por lo que no podemos evitar sonreír al enfrentarnos con su obra puesto que se convierte en un reflejo de nuestras propias emociones”. “La (obra) de Chaparro es cosmopolita y luminosa en sus juegos de espejos y sombras, en su versatilidad, en su fuerza”, comentó Diego Otero, uno de los periodistas especializados en arte del diario peruano El Comercio, a raíz de una exposición que el artista hizo en Lima en 2008. Mario Bellatin, autor de Salón de belleza y amigo y colaborador de Chaparro, es tal vez la persona que más ha esc rito sobre los trabajos del artista peruano: - Me encantaba la época en que afilaba troncos tanto hasta que no quedaba nada de ellos. O cuando la obra consistía en mandar a otro a ejecutar la obra. Hay una parte social en el trabajo de Aldo que ha sido poco estudiado -dice Bellatin por e-mail-. Como cuando hizo baúles portátiles para que vivieran homeless o divine holes portátiles para personas desesperadas por mantener sexo en lugares públicos. Ahora me intriga muc ho la serie de los pájaros. Los pájaros se ven apenas entrar a la oficina/estudio/casa de Aldo Chaparro, en una calle de la colonia Roma, en Ciudad de México. El sitio tiene dos pisos, uno en el que trabaja su secretaria, donde hay además dos cuartos repletos de papeles y afiches de exposiciones (todas con nombres en inglés y sacadas de canciones de rock: Here we are now, entertain us y Too drunk to fuck y Oh! Sweet Nuthin’ y Is anybody out there?) que terminan en una amplia oficina donde Chaparro se sienta frente a su Mac para contestar e -mails. Allí, por todas partes, hay pájaros disecados: un faisán, dos gorriones, un ruiseñor y un cisne blanco tendido sobre un baúl, como si toda la casa fuera una instalación artística. A pocos pasos del baúl donde está el cisne, una escalera se alza hasta el segundo nivel donde tiene su estudio y su dormitorio. En el estudio -una habitación espaciosa, de techo alto, paredes blancas, piso de cemento-, hay varias láminas de acero inoxidable que Chaparro pinta y luego deforma a base de golpes y saltos. En estos momentos, Aldo Chaparro -que viste jeans, zapatos café claro, camisa de mezclilla con el primer botón desabrochado y una cadena dorada en el cuello -, deja de lado la primera de dos botellas de Nestea que beberá en las próximas dos horas y toma una de esas láminas con ambas manos. Cuando habla, es difícil rastrear su acento: no queda muc ho del limeño que iba a la Filmoteca y, pese a que de vez en cuando se le e scapa algún modismo mexicano, tampoco alcanza para confundirlo con un chilango. Levanta la lámina y la pone cerca de una ventana para que la luz deje ver la imagen que tiene impresa: una playa que podría ser Miami o Acapulco, pero no, es Ancón, uno de los balnearios más frecuentados por los hippies peruanos en los años sesenta y setenta. Chaparro deja la lámina en el suelo y la aplasta con los pies, la moldea con las manos y la deforma hasta que parece un pañuelo arrugado. Quizás esos energéticos saltos sobre la foto de una playa de su país de nacimiento puedan decir más de su relación con el Perú que c ualquier cosa que él pueda explicar. A los veintidós años Aldo Chaparro se había licenciado de Arte en la Universidad Católica de Perú. Era seguidor de Memphis, un grupo de artistas, diseñadores y arquitectos italianos que, según él, “fue clave para mi formación ya que cuando descubrí esa estética de los años ochenta, de colores fosforescentes (tipo autitos Matchbox), me fascinó automáticamente y hasta hoy la conservo”. Se había decidido por seguir la rama de la escultura, entre todas las

posibilidades que ofrecía la carrera (pintura, fotografía, cerámica o escultura), porq ue era lo que había escogido la chica con la que salía por entonces. -La vocación es una cosa extraña; si ella hubiese decidido pintura, probablemente sería pintor- dice, mientras mantiene la mirada pegada en un punto fijo de su estudio y apoya la lámina con la imagen de la playa peruana en una de las paredes. Hasta que tuvo doce años, el arte tenía para él la misma importancia que andar en patines. Pero, a esa edad, todo cambió. -Un día me acerqué a mis padres y les dije que ya que me gustaba dibujar, que me inscribieran en un curso. Así se convirtió en el alumno más joven de una clase repleta de gente mayor en la que, además, se trabajaba sobre todo en base a modelos vivos, o sea, copiando los cuerpos desnudos de quienes posaban. Fue entonces cuando el arte, lentamente, empezó a convertirse en algo más importante para él. -Si tienes una relación con lo que haces, hay esfuerzo, sientes un beneficio, entonc es se genera una adicción. Una vez que lo haces, y lo consigues, no puedes dejar de hacerlo. Y esa adicción es lo más parecido a una vocación. A ese estado de cosas se sumó su partida hacia México, que fue un destino o, más bien, destino para un auto-exilio que nunca estuvo entre sus planes. - Fue realmente una casualidad. Un amigo mío puso una muestra en la inauguración de un museo en Monterrey , que hasta hoy existe y se llama Marco. Y lo ac ompañé sin saber dónde iba a caer. Iba con las ganas de viajar, más que de otra cosa. Empezaban los años noventa y Monterrey, una ciudad industrial al norte de México, atravesaba una suerte de boom del arte o, mejor, de compradores de arte, lo cual atrajo a muc hos pintores, no sólo de México, a exponer e instalarse allí. - Cuando llegué a Monterrey el boom estaba en su clímax. Compraban como locos. A veces sin criterio. Yo iba con el portafolio y la gente me preguntaba: “Pero oye, tú también eres artista, por qué no nos enseñas qué cosas has hecho”. En una o dos fiestas vendí más de lo que había vendido en toda mi carrera en Lima.

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PU TA

La instalación PUTA (letras plásticas gigantes pegadas a la muralla, la U levemente inclinada hacia la derecha) no es más que una re-lectura de la obra de Robert Indiana, el artista estadounidense nacido en 1928, quien ensambló una escultura en base a la palabra que allá por los años 60 los hippies adoptaron como emblema contracultural:

LO VE

- Indiana hizo esa pieza y la vendió hasta la luna. Hubo todo tipo de productos que se vendieron y se venden con eso. Imagínate que yo tengo una alfombra para limpiarse los pies con eso. Entonces lo que hice fue convertirlo en un comentario sobre el mercado del arte. Es una pieza que yo la pensé especialmente para ponerla dentro de una feria; un lugar donde todo el mundo se prostituye un poco; el que compra, el que vende, etcétera. Fue su primer gran hito dentro del circuito de arte contemporáneo mexicano luego de su llegada al D.F. Desde que expuso esa pieza, en 2008, continuó con esa línea y empezó a construir artefactos que le “hablaran” a los visitantes de los museos, buscando frases emblemáticas en las letras de las canciones de sus bandas favoritas. - Por ejemplo, tengo un artefacto que es la letra de una canción de Madonna que dice: I’d be surprisingly good for you. Y es la pieza, en un mercado de arte, diciéndote que ella es buena para ti. Y eso es todo. - ¿La idea es crear un diálogo con el observador? - Exacto, ahí se completa la función de estas piezas. Lo mismo con una línea de una canción de Bob Dylan que uso en una de mis instalaciones: How does it feel?, o sea que uno se dé cuenta que te están preguntando cómo te sientes tú. *

En la calle Darwin, Colonia Anzures, a pocas cuadras de la oficina/estudio/casa de Aldo Chaparro, está Celeste. Celeste, hasta hace unos meses, era una revista de música, cine, arte contemporáneo y literatura, con especial énfasis en el diseño. Años atrás también era una editorial que publicaba libros de arte y títulos de escritores emergentes y consagrados, como Mario Bellatin. Hoy es un bar y restaurante donde se hacen exposiciones, varias de ellas en sitios como el baño, donde ahora, por ejemplo, hay una instalación en la tapa del inodoro. Hablar de Celeste, la tienda, y de Celeste, la revista, es desembocar en dos temas de la vida de Chaparro: cómo y cuándo conoció a Vanesa Fernández, su esposa mexicana nacida en 1971, mad re de sus dos hijas (Ana y María) y con quien ha trabajado en variados proyectos no sólo artísticos, sino también editoriales; y cómo, de alguna manera, su trabajo como editor de revistas terminó influyendo en su manera de ver y hacer arte. Un arte que, para Chaparro, tiene muc ho de zapping y de consumo. - A mí me interesa la belleza en la medida que sirva de anzuelo. Si yo tengo algo muy atractivo, mantengo tu atención y ya luego te puedo contar una historia. Pero primero hay que atraparte. De la vista nace el amor. Y esa es una estrategia muy básica. Eso lo aprendí, también, en la revista: la portada era clave. Con tener la atención del lector en la portada, luego era posible llevarle al contenido. Lo mismo para el arte: debe atrapar. Con el tiempo, Celeste se convirtió en una empresa bastante grande: sete nta personas llegaron a trabajar ahí. Si bien Chaparro era editor, la que inició todo fue Vanesa. Se

conocieron en el Monterrey de los años noventa, que bullía culturalmente. Vanesa estaba recién llegada de Londres -donde había estudiado arte de posguerra y artes decorativas- y tenía algo de experiencia en el mundo de las revistas (había hecho proyectos editoriales para dos grupos importantes en Inglaterra). Por eso la idea de hacer una publicación que mezclara todo, y tuviera un especial cuidado por el diseño, la tentaba. Cuando decidieron impulsar el proyecto, gracias a un empresario mexicano que puso los primeros capitales, se instalaron en Ciudad de México. A Celeste, que se volvió un indispensable en los cafés y restaurantes alternativos de colonias como la Condesa o la Roma, se le unieron publicaciones dirigidas a otros públicos, revistas de salud, de fútbol. Junto con el despegue del proyecto editorial, también vino el reposo de la obra de Chaparro. -Celeste pasó de ser una cosa dimensional a una tridi mensional. Ahora no era sólo un viernes con cierre, eran todos los viernes con cierre. Por eso hace dos años, yo me retiré para enfocarme en mi trabajo, quedó Vanesa a cargo por un tiempo y entonces decidimos cerrarla definitivamente el año pasado.

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Otra de las instalaciones que Chaparro ha hecho en los últimos años -y que fue igual de comentada que “PUTA”-, es la del brazo de Mario Bellatin. O más bien, de su no-brazo. Mario Bellatín, esc ritor peruano también asentado en México desde los 90 (se conocían , no muc ho, desde Lima), nació sin su brazo derecho. La mayor parte de su vida ha usado un garfio, excepto un lapso de cuatro años durante el que tuvo un dispositivo robótico que funcionaba como un brazo humano (a veces, Chaparro le pedía a Bellatin que lo usara como destornillador para instalar alguna obra y éste lo hacía de forma veloz y eficaz). Chaparro rec uerda el día en que se juntó con Bellatin y éste, apuntando con desgano su brazo robótico, le dijo: “Oye, esta mierda, para qué necesito yo esto, sin esta mad re vivo perfec tamente. No necesito esto. Mi vacío es de otro tipo. Necesito voltear la situación: la funcionalidad no va a compensar la ausencia del brazo”. Chaparro le propuso una idea. Fueron a un ortopedista y mandaron a hacer un prototipo que se ajustara en el brazo de Bellatin y permitiera que diferentes tipos de prótesis pudiesen ser conectados. Chaparro, entonces, construyó el garfio que el esc ritor usa hoy (aunque de vez en cuando le gusta cambiarlo por un consolador rosado que se encaja en el prototipo) y que fue expuesto en el MoMa de Nueva York. Por varias semanas, Bellatin se volvió algo así como “la nueva obra del artista Chaparro”.

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La mano robótica de Bellatin descansa sobre un estante en el segundo piso de la oficina/estudio/casa de Aldo Chaparro. Es una sala pequeña que está junto a la gran sala donde tiene las obras en las que está trabajando actualmente. Junto a la mano del autor de El jardín de la señora Murakami, hay carátulas de dos discos y varias fotos del rodaje de videoclips del grupo mexicano Plastilina Mosh; todas son obras de Chaparro, quien es

cercano a la banda desde los tiempos en que vivía en Monterrey, ya que uno de los miembros (Alejandro Rosso) fue su asistente. -Hasta que les fue bien, y ahí se cambiaron los papeles: tiempo después me llamaron para trabajar y yo terminé al servicio de ellos. En el mismo estante, además, está la única pista que lo relaciona con su país de origen: un catálogo sobre una exposición en Lima. - ¿Cada cuánto vas a Perú? - Fui hace tres años para esa expo. - ¿Y nunca pensaste en volver? - No, ya no regresé. Porq ue en realidad sigo teniendo una relación rara con Lima. -¿Pero no la extrañas nunca? -La quiero, sí, y extraño algunas cosas, pero nunca regresaría ni a vivir ni a trabajar. La Lima de ahora es una ciudad pequeña burguesa, que es el resultado de ser muy emprendedores y de haber sobrevivido a momentos malos. Y la ciudad en la cual yo crecí, que era una suerte de Lima decadente, como resultado del fracaso de una época próspera, ya no existe y con eso una parte de mí. Aldo Chaparro va a la sala más grande y comienzas a mover las láminas. Son varias piezas que no han sido incluidas en sus exposiciones: la imagen de una bomba atómica explotando en una playa; la mano de una persona vieja aferrando un bastón; la frase de una canción del grupo británico Bauhaus en letras grandes; la imagen de la playa peruana de Ancón. A veces, raras veces, usa esos descartes para adornar alguna parte del sitio donde vive y trabaja. Lo demás, generalmente, termina en un patio trasero con otros desperdicios.

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