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AZTERKETA eta EZTABAIDA JURIDIKOA/ANÁLISIS y DEBATE JURÍDICO 1 CRITERIOS PARA LA CLASIFICACIÓN DEL EMPLEADO PÚBLICO: ¿FUNCIONARIO O LABORAL?* THE CRI

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AZTERKETA eta EZTABAIDA JURIDIKOA/ANÁLISIS y DEBATE JURÍDICO

1 CRITERIOS PARA LA CLASIFICACIÓN DEL EMPLEADO PÚBLICO: ¿FUNCIONARIO O LABORAL?* THE CRITERIA FOR THE CLASSIFICATION OF THE PUBLIC EMPLOYEE: ¿CIVIL SERVANT OR LABOUR WORKER? Josefa Cantero Martínez Profesora Titular de Derecho Administrativo. Universidad de Castilla-La Mancha [email protected]

Laburpena: Funtzionarioentzat zein langile lan-kontratadunentzat Enplegatu Publikoaren Oinarrizko Estatutuan ezarritako harremanesparru konplexuaz gain, figura biak bereizteko ezarritako irizpideak aztertu nahi ditut lan honen bidez. Zentzu horretan, esparru juridiko berriak dakarren nobedaderik handiena da, izan ere, eginkizun-erreserba bat ezartzen duela funtzionario publikotzat jotzen diren enplegatuentzat. Europako Erkidegoko jurisprudentziaren arabera, nazionalitate espainola duten funtzionario publikoentzat gordetzen dira agintea gauzatzea edo Estatuaren eta administrazio publikoen interes orokorren babestea dakarten eginkizunak. Dena den, ez da batere erraza antzematea zein eginkizun-mota eta lanpostu sartu behar diren erreserba horretan; besteak beste, ez dagoelako agintekontzeptuaren definizio juridikorik. Gako-hitzak: enplegu publikoa, funtzionarioak, lan-kontratadunak, funtzio publikoak, Estatuaren interes orokorren babesa, eginkizunerreserba, zuzeneko partaidetza edo zeharkako partaidetza ahal publikoak gauzatzerakoan.

* Este trabajo es el resultado de un proceso de reflexión que inicié hace ya unos años a raíz de mi participación en el prestigioso Congreso Internacional sobre Gestión de Recursos Humanos en la Administración Pública, en la VI edición celebrada en Vitoria-Gasteiz los días 9,10 y 11 de junio de 2010. Asimismo, se enmarca dentro del proyecto de investigación DER2010-17576 del Ministerio de Ciencia e Innovación sobre El Estatuto Básico del Empleado Público y su desarrollo y aplicación en la Administración Local.

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Resumen: Con este trabajo pretendo examinar el complejo marco de relaciones establecido en el Estatuto Básico del Empleado Público para el personal funcionarial y laboral, intentando analizar los criterios establecidos para distinguir ambas figuras. En este sentido, la principal novedad que aporta el nuevo marco jurídico ha consistido en el establecimiento de una reserva de funciones para aquellos empleados que tengan la consideración de funcionarios públicos. De conformidad con la jurisprudencia comunitaria, las funciones que implican ejercicio de autoridad o salvaguardia de los intereses generales del Estado y de las Administraciones públicas quedan reservadas a los funcionarios públicos que posean nacionalidad española. Sin embargo, no resulta nada fácil identificar qué tipo de funciones y de puestos de trabajo han de ser incluidos en dicha reserva, entre otros motivos, por la inexistencia de una definición jurídica del concepto de autoridad. Palabras clave: empleo público, funcionarios, personal laboral, funciones públicas, salvaguardia de intereses generales del Estado, reserva funcionarial, participación directa o indirecta en el ejercicio de potestades públicas. Abstract: With this work I try to examine the complex frame of relationships established in the Basic Statute of Public Employment for civil servant and labour workers, trying to analyze the criteria established to distinguish both figures. In this case, the main innovation has consisted of the establishment of a reservation of functions for the civil servants. According to the European Court’s case-law, the posts which involve direct or indirect participation in the exercise of powers conferred by public law and duties designed to safeguard the general interests of the State or of other public authorities are reserved to Spanish civil servants. Nevertheless, it is not easy to identify what type of functions has to be included in this reservation, among other things, because there is not a juridical definition of the concept of authority. Keywords: employment in the public service, civil servant, public workers, public posts, safeguard the general interests of the State, reservation of functions for the civil servants, direct or indirect participation in the exercise of public powers.

Josefa Cantero Martínez Criterios para la clasificación del empleado público: ¿funcionario o laboral?

Sumario 1. Un breve apunte sobre la incorporación del personal laboral a la Administración y sobre la ausencia de criterios para su contratación.—2. Algunas consideraciones previas sobre las relaciones entre ambos colectivos y sobre el grado de acercamiento que se ha producido entre sus regímenes jurídicos.—3. Entonces, ¿por qué es necesaria su distinción y qué consecuencias jurídicas se derivan de ello?—4. El establecimiento de los criterios para la clasificación de los funcionarios y laborales en el EBEP: la técnica de la reserva funcionarial. 4.1. El criterio de la salvaguardia de intereses generales. 4.2. El criterio relativo al ejercicio de potestades públicas. 4.2.1. Las dificultades históricas y doctrinales para la delimitación de este concepto. 4.2.2. La pista del Derecho Comunitario: la interpretación funcional de los empleos en la Administración. 4.2.3. Una propuesta de acercamiento y de delimitación del criterio. 4.2.4. Sobre la conveniencia de complementar este criterio con las notas de objetividad, imparcialidad e independencia que caracterizan al personal funcionarial.—5. Algunas incoherencias del modelo de clasificación de funcionarios y laborales.—6. Unas pautas orientadoras para el legislador de desarrollo y para el gestor de personal.—7. A modo de conclusión.

1. Un breve apunte sobre la incorporación del personal laboral a la Administración y sobre la ausencia de criterios para su contratación Hasta el año 1964 puede decirse que existía un monopolio funcionarial en la Administración. Todo el personal que prestaba sus servicios en ella tenía la condición de funcionario público, esto es, estaba sometido a un régimen jurídico objetivo predeterminado en todo momento por normas de carácter unilateral, por leyes y reglamentos administrativos. El cambio se produjo con la entrada en vigor de la Ley de funcionarios civiles del Estado de 1964, que permitió —por vez primera en nuestro ordenamiento administrativo— la dualidad de regímenes jurídicos en la Administración al consentir la contratación de personal laboral y además con carácter discrecional. Es el artículo 7 del Decreto 315/1964 de 7 de febrero —en desarrollo de la Base I de la Ley 109/1963— el que por vez primera y de forma expresa permite la entrada en la Administración de empleados públicos sometidos a las normas laborales. Según dispuso: «son trabajadores al servicio de la Administración Civil los contratados por ésta con dicho carácter, de acuerdo con la legislación laboral, que les será plenamente aplicable. En todo caso la admisión de trabajadores al servicio de la Administración civil deberá estar autorizada reglamentariamente». La nueva regulación no fijaba ninguna definición ni establecía ningún criterio orientador para su contratación. Se entendía que su incorporación aportaba a la gestión un importante grado de flexibilidad, en la medida en que evitaba la rigidez y el encorsetamiento que suponía el cumplimiento de las normas funcionariales. En un principio, según ha se-

ñalado la doctrina, este personal parecía concebirse como algo completamente excepcional, como un personal de segunda categoría, de ahí que el texto no estableciera ninguna otra prescripción sobre su régimen jurídico ni mencionara ningún criterio para su selección (Mairal Jiménez, 1990; Martín de la Puebla, 1990). El hecho de que en esta ley se definiera el concepto de funcionario pero no se dijera nada al respecto del personal laboral, ni se establecieran las bases ni ningún tipo de criterio decisivo para determinar cuándo un determinado puesto o una determinada función tuviera que ser desarrollada por uno u otro tipo de personal ha sido una de las principales causas de los numerosos problemas y disfunciones surgidas con posterioridad (Jiménez Asensio, 1989). A esta confusión también contribuyó en gran medida el famoso dictamen del Consejo de Estado de 14 de diciembre de 1960 que concibió como una mera «técnica administrativa» la opción por uno u otro régimen y, en consecuencia, se reconocía un claro margen de autonomía a la Administración a la hora de decidir. Fue famosa la expresión utilizada en su dictamen y según la cual: «El régimen administrativo y laboral son técnicas de organización que pueden ser utilizadas indistintamente por la Administración en la configuración de la relación jurídica con los grupos y categorías del personal a su servicio». Y esta concepción es la que acabó recogiéndose en la formulación originaria del artículo 15 de la Ley 30/1984, de 2 de agosto, de medidas para la reforma de la función pública, con la que se extendió considerablemente la presencia del personal laboral en la Administración y de una forma hasta entonces completamente desconocida. Aunque son muchos los factores que contribuyeron a ello, este despegue se produce también y en gran medida por la supresión de la contratación temporal en régimen de Derecho Administrativo que estableció su Disposición Adicional cuarta. Hasta ese momento el contrato administrativo se había convertido en una modalidad contractual muy cómoda para la Administración. Al no crear situaciones definitivas ni vinculantes representaba una excelente forma de dar Pertsonak eta Antolakunde Publikoak kudeatzeko Euskal Aldizkaria Revista Vasca de Gestión de Personas y Organizaciones Públicas Núm. 5 zk./2013. Págs. 82-99 or. ISSN: 2173-6405

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respuesta a las necesidades inaplazables de nuevo personal mientras se llevaban a cabo los procesos selectivos. Su desaparición tuvo como efecto inmediato el aumento de la contratación laboral buscando la flexibilidad que hasta ese momento había venido aportando la contratación administrativa. Pero el aspecto más decisivo para la laboralización de la función pública fue, sin duda, la redacción originaria de su artículo 15.1.c). Efectivamente, al regular el contenido de las nuevas relaciones de puestos de trabajo de la Administración del Estado establecía que todos sus requisitos serían determinados por el Ministerio de la Presidencia, a propuesta de los Ministerios correspondientes, «debiendo especificarse aquellos puestos que, en atención a la naturaleza de su contenido, se reservan a funcionarios públicos». Con la desafortunada redacción del último inciso de este precepto se estaba dando la impresión de que la regla general a partir de ese momento iba a ser el personal laboral y, la excepción, los funcionarios públicos (Parada Vázquez, 1998; Palomar Olmeda 1996; Sánchez Morón, 2013). Contenía, pues, una habilitación al Gobierno para que fuera éste quien decidiera en cada momento concreto las fronteras entre ambos tipos de personal sin fijar ningún tipo de criterio que permitiera a los operadores jurídicos determinar cuándo los puestos de trabajo en la Administración podían ser ocupados por el personal sometido a la normativa laboral. Muchos de los problemas que planteó la aplicación del artículo 15 podían haberse solucionado si al menos el legislador de 1984 hubiera establecido algún tipo de criterio que hubiera permitido después perfilar una línea divisoria clara entre ambos colectivos. Pero desafortunadamente no lo hizo así y se siguió considerando que la opción por uno u otro colectivo era una mera técnica organizativa. Ello ha supuesto que todavía a día de hoy nos podamos encontrar en las relaciones de puestos de trabajo situaciones tan paradójicas y absurdas como que en unas Administraciones un puesto de trabajo se oferta para un laboral, mientras que en otras esas mismas funciones vienen desempeñadas por personal funcionarial. El precepto fue impugnado ante el Tribunal Constitucional en la medida en que presuntamente vulneraba la reserva de ley establecida en el artículo 103.3 de la Constitución al otorgar al Ministerio de la Presidencia la competencia para especificar los puestos de trabajo que se reservaban a los funcionarios públicos. La famosa STC 99/1987, de 11 de junio, declaró la inconstitucionalidad de dicho precepto en su Fundamento Jurídico Tercero al entender que, efectivamente, «este apoderamiento indeterminado que la ley confería al Ministerio de la Presidencia a efectos de especificar cuáles eran los puestos de trabajo que debían quedar reservados a funcionarios públicos entraña una patente conculcación de la reserva de ley y, de este modo, una plena renuncia del legislador a su tarea de establecer en este punto, ciertamente crucial para la estructura de las Administraciones Públicas y de la propia función pública, condiciones y límites materiales

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sobre las determinaciones concretas que puedan ser adoptadas por los órganos de la Administración ...». Declaró, asimismo, en su fundamento jurídico octavo que «corresponde sólo a la ley la regulación del modo de provisión de puestos de trabajo al servicio de las Administraciones Públicas, pues no otra cosa se desprende de la opción genérica de la Constitución (artículos 103.3 y 149.1.18) en favor de un régimen estatutario para los servidores públicos y de la consiguiente exigencia de que las normas que permitan excepcionar tal previsión constitucional sean dispuestas por el legislador, garantizándose, de este modo, una efectiva sujeción de los órganos administrativos a la hora de decidir qué puestos concretos de trabajo puedan ser cubiertos por quienes no posean la condición de funcionario». En definitiva, pues, con este pronunciamiento el Tribunal Constitucional estaba admitiendo la dualidad del empleo público, la coexistencia de funcionarios y laborales (Cámara del Portillo, 1988). Clarificó que la opción constitucional es la opción funcionarial o estatutaria. La regla general debe ser, pues, la ocupación de todos los puestos de trabajo por parte de aquellos empleados que tengan la condición de funcionario público y la excepción el personal laboral. Eso sí, corresponde al propio legislador, y no al Gobierno, la determinación de los puestos de trabajo que pueden ser ocupados por empleados sometidos al Derecho Laboral. Con la intención de adaptar al marco constitucional los numerosos preceptos de la Ley de 1984 que habían sido declarados inconstitucionales se elaboró la Ley 23/1988, de 28 de julio, de Reforma de la Ley de Medidas, que corregía la redacción originaria de este precepto disponiendo que, con carácter general, todos los puestos de trabajo de la Administración del Estado serían desempeñados por funcionarios públicos. Permitía, como excepción, que pudieran ser ocupados por personal laboral los puestos de naturaleza no permanente y aquellos cuyas actividades se dirijan a satisfacer necesidades de carácter periódico y discontinuo; los puestos cuyas actividades sean propias de oficios, así como los de vigilancia, custodia, porteo y otros análogos; los puestos de carácter instrumental correspondientes a las áreas de mantenimiento y conservación de edificios, equipos e instalaciones, artes gráficas, encuestas, protección civil y comunicación social, así como los puestos de las áreas de expresión artística y los vinculados directamente a su desarrollo, servicios sociales y protección de menores; los puestos correspondientes a áreas de actividades que requieran conocimientos técnicos especializados cuando no existan Cuerpos o Escalas de funcionarios cuyos miembros tengan la preparación específica necesaria para su desempeño, los puestos de trabajo en el extranjero con funciones administrativas de trámite y colaboración y auxiliares que comporten manejo de máquinas, archivo y similares y, por último, los puestos con funciones auxiliares de carácter instrumental y apoyo administrativo (supuesto introducido

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por la ley 42/1994 de 31 de diciembre). A partir de tal listado —y por exclusión— podía implícitamente colegirse que el ejercicio de las funciones más importantes de la Administración, como son las relacionadas con las potestades públicas e incluso con la prestación de los servicios públicos, debían corresponder necesariamente a personal funcionarial. Es decir, la reforma corregía la redacción originaria del art. 15 estableciendo la regla general de ocupación de todos los puestos por el personal funcionarial y detallaba algunas excepciones. No obstante, se trataba meramente de una corrección formal y no sustancial. Se preocupaba básicamente de respetar el requisito constitucional de la reserva de ley. No establecía criterios, entendidos estos como normas generales para el discernimiento, como normas o pautas que permitan comprender, sopesar y evaluar dónde ha de trazarse la línea divisoria entre ambas categorías de personal. Se limitaba meramente a reconocer supuestos tasados de puestos de trabajo que podían ser ocupados por personal laboral en el ámbito de la Administración General del Estado, pero tampoco establecía ninguna obligación en la medida en que también podían ser desempeñados por personal funcionarial. La decisión final para la ocupación de puestos quedaba así nuevamente al criterio discrecional de la Administración, con el agravante de que ni siquiera se trataba de un precepto básico que obligara a las Comunidades Autónomas. A pesar de carecer del carácter de norma básica, este modelo, no obstante, es el que han seguido prácticamente todas las Comunidades Autónomas que, con mayor o menor fidelidad al listado estatal de supuestos tasados, han ido recogiendo en sus respectivas leyes de desarrollo los puestos que pueden ser ocupados por personal laboral. Así, por citar tan sólo un ejemplo, la Ley 6/1989, de 6 de julio, de la Función Pública Vasca, modificada en este concreto punto por la Ley 16/1997, de 7 de noviembre, establece el principio general de ocupación de todos los puestos de trabajo por el personal funcionarial. Su art. 19 es el que establece la línea divisoria entre ambas categorías de personal y permite un grado considerable de laboralización para su Administración institucional y, en general, para todas aquellas actividades que no requieran titulaciones académicas y que sean propias de los oficios. Así, además de reproducir la mayor parte de los supuestos recogidos en el ámbito estatal, clarifica que pueden ocuparse por laborales los puestos que sean propios de un oficio que no requiera titulación académica, sino el mero uso de técnicas de carácter manual; los puestos de carácter singularizado y cuyo desempeño no requiera de una formación académica determinada, que no sean atribuibles a Cuerpos o Escalas ya existentes ni, por la propia naturaleza de su contenido, hagan aconsejable la creación de otros nuevos; los puestos de carácter docente adscritos a centros de enseñanza o formación, no dependientes del Departamento de Educación, Universidades e Investigación o los puestos adscritos a ór-

ganos especiales de gestión, Organismos Autónomos forales y locales y Organismos Autónomos mercantiles de la Administración de la Comunidad Autónoma, salvo que impliquen ejercicio de autoridad, asesoramiento legal preceptivo, fe pública, inspección, control o físcalización de la gestión económica-financiera por la Administración de la que aquéllos dependan, en cuyo caso se reservarán a funcionarios. En fin, de esta regulación se desprende que no es la naturaleza de las funciones desarrolladas ni la clase de servicio ni la denominación lo que determina la naturaleza de la relación laboral o funcionarial, sino la existencia de una norma con rango de ley que la autorice. Únicamente en el ámbito local se establecieron algunos criterios orientativos al establecer una reserva expresa para el ejercicio de funciones en el ahora derogado artículo 92 de la Ley 7/1985, de 2 de abril, reguladora de las Bases de Régimen Local. Según dicho precepto, quedaban reservadas exclusivamente al personal sujeto al estatuto funcionarial, las funciones que impliquen ejercicio de autoridad, las de fe pública y asesoramiento legal preceptivo, las de control y fiscalización interna de la gestión económico-financiera y presupuestaria, las de contabilidad y tesorería y, en general, aquellas que en desarrollo de la presente ley se reserven a los funcionarios para la mejor garantía de la objetividad, imparcialidad e independencia en el ejercicio de su función. Más recientemente, la jurisprudencia del Tribunal Supremo parece estar realizando una interpretación bastante más restrictiva de estos supuestos. Así, en la STS de 9 de julio de 2012, (Sala de lo ContenciosoAdministrativo, Sección 7.ª), a propósito de la naturaleza de un puesto de trabajo de auxiliar administrativo que tenía encomendadas las funciones de apoyo en la realización de tratamientos de textos, cálculo, fotocopias, fax y recepción de llamadas telefónicas, dirá el Tribunal que en caso de duda entre la naturaleza laboral o funcionarial del puesto, «habrá de efectuarse una interpretación que tenga en cuenta cuáles son las notas fundamentales que se toman en consideración en el conjunto de esos casos que directamente son enumerados en el tan repetido precepto como hábiles para encarnar la excepción. Y estas notas son algunas de las siguientes: la temporalidad del puesto; su contenido coincidente con actividades propias de oficios o profesiones existentes en el sector privado, lo que equivale a señalar que se trata de puestos que no difieren en nada con los que puedan existir en dicho sector; su carácter instrumental en todo lo relativo a edificios y demás medios materiales de la Administración; o su carácter siempre secundario, auxiliar o de mera colaboración cuando tengan asignadas funciones administrativas». Finalmente ha considerado que dicho puesto tenía naturaleza funcionarial al asimilarse sus tareas a las asignadas a la Escala de Auxiliares Administrativos. Siendo así, dirá el Tribunal que «no cabe atribuírselas a personal laboral. Debe tenerse en cuenta en este sentido que las funciones auxiliares Pertsonak eta Antolakunde Publikoak kudeatzeko Euskal Aldizkaria Revista Vasca de Gestión de Personas y Organizaciones Públicas Núm. 5 zk./2013. Págs. 82-99 or. ISSN: 2173-6405

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instrumentales y de apoyo administrativo a las que se refiere el artículo 15.1 c) de la Ley 30/1984 no pueden ser las que ya desempeñan cuerpos o escalas funcionariales. El auxilio instrumental y el apoyo administrativo se sitúan fuera de los cometidos de aquéllos, de ahí la calificación que les da la Ley que contempla factores externos a los propiamente administrativos, es decir, hace hincapié en lo que no son actividades de naturaleza administrativa para aceptar que puedan ser encomendadas a personal laboral».

2. Algunas consideraciones previas sobre las relaciones entre ambos colectivos y sobre el grado de acercamiento que se ha producido entre sus regímenes jurídicos La experiencia durante estos años de presencia de laborales en la Administración ha puesto de manifiesto que resulta completamente imposible una total aplicación de las normas privadas en el ámbito del empleo público, a pesar de lo que establecía el art. 7 de la Ley de 1964. La naturaleza pública de la Administración y su servicio a los intereses generales impiden que la Administración pueda ser asimilada sin más a la figura del empresario privado. Los principios constitucionales de igualdad, mérito y capacidad y el propio estatus constitucional de la Administración (art. 103 de la Constitución) se han traducido en una atracción de la normativa laboral hacia el ámbito de lo público y en una regulación unitaria, y en ocasiones paralela, de ambas modalidades de personal. Esto es lo que ocurrió tempranamente, por ejemplo, en materia de acceso a la Administración; ámbito en el que el legislador se vio ya obligado a introducir exactamente los mismos procedimientos para la selección del personal, con total independencia de la naturaleza de su vínculo con la Administración (art. 19 de la Ley 30/1984). Lo mismo ha ocurrido en materia de incompatibilidades, aunque esta vez ha sido el principio de eficacia de la actuación administrativa el que ha justificado la introducción del mismo régimen jurídico para todo el personal de la Administración, o en materia de prevención de riesgos laborales, por citar tan sólo algunos ejemplos. Otras veces ha sido la propia naturaleza de los fondos con los que se gestiona el empleo público y la función de dirección de la actividad económica del Estado (art. 149.1.13 de la Constitución) lo que ha motivado la inaplicación del Derecho Laboral en este ámbito. Al provenir el dinero de los presupuestos públicos y al te86

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ner atribuidas las Cortes Generales la potestad soberana para aprobar las distintas partidas presupuestarias, ha sido necesario fijar unos topes máximos salariales también para la negociación colectiva laboral, así como el establecimiento de un procedimiento de naturaleza pública plagado de controles y autorizaciones gubernativas que son absolutamente desconocidos en el ámbito de las relaciones laborales. Más problemática, sin embargo, ha sido la creación jurisprudencial de estas especialidades, tal como ha ocurrido en materia de contratación temporal irregular. En este caso, los principios constitucionales relativos al acceso a la Administración han impedido que el contrato pudiera convertirse en fijo de plantilla, tal como sanciona el artículo 15 del Estatuto de los Trabajadores (ET). Para acomodar ambos ordenamientos la jurisprudencia acabó creando la figura del contratado indefinido. Singularidades se fueron estableciendo también en aquellos supuestos en que la Administración ejercitaba su ius variandi atribuyendo al trabajador funciones de categoría superior o en los casos de declaración de improcedencia o nulidad de los despidos para evitar que pudiera producirse una ilegítima reincorporación del trabajador a la Administración. Estas especialidades, sin embargo, planteaban importantes problemas de legitimación. Todas ellas estaban siendo introducidas por obra de la jurisprudencia y, hasta ese momento, sin ningún apoyo legislativo. Es más, estaban acarreando la aparición de una relación de trabajo especial parestatutaria para el personal laboral de la Administración un nuevo régimen jurídico mixto para sus trabajadores, a caballo entre la normas administrativas y las normas laborales, que no tenía ninguna expresa previsión normativa (Cantero Martínez, 2001). En este sentido, una de las principales aportaciones del Estatuto Básico del Empleado Público (Ley 7/2007, de 12 de abril, en adelante EBEP) ha sido precisamente la de dar cobertura legal a esta relación laboral de carácter especial que se había venido paulatinamente forjando durante todos estos años. El Estatuto se erige como principal fuente del derecho para el personal laboral. Por ello, en la actualidad, el dato básico para establecer la distinción entre la relación funcionarial y la laboral se hace depender básicamente de la naturaleza bilateral que posee esta última modalidad. Mientras que el funcionario se vincula a la Administración en virtud del nombramiento, esto es, de un típico acto administrativo de naturaleza unilateral, el personal laboral se vincula a ésta en virtud de un acto de naturaleza bilateral, el contrato de trabajo, que puede revestir cualquiera de las modalidades contractuales previstas en la legislación laboral vigente y ser temporal, fijo o indefinido en virtud de su duración. A partir de este modo de incorporación a la Administración cada colectivo posee su propio sistema de fuentes y su propia Jurisdicción: la Social para los empleados laborales y la Contencioso-Administrativa para los empleados que ostentan la condición de funcionarios públicos.

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Como ha clarificado recientemente la STS de 23 de mayo de 2013, de la Sala de lo Social, en unificación de doctrina, el EBEP ha consagrado una compleja técnica que implica una cierta indefinición en el establecimiento de un orden de primacía y supletoriedad entre el propio EBEP y la legislación laboral «ordinaria». Y es que la inclusión del personal laboral dentro del EBEP no se lleva a cabo con toda plenitud, sino que unas veces se produce una equiparación completa con los funcionarios públicos, otras se incluye al personal laboral con matices y, en otras ocasiones, se le excluye expresamente con remisión al régimen laboral (así lo destacó ya en la STS de 26 de noviembre de 2010). Su artículo 7, efectivamente, al definir el sistema de fuentes del personal laboral de la Administración ha utilizado una técnica de exclusión pormenorizada, de suerte que la norma de la legislación laboral queda excluida cuando así se establezca en el propio EBEP para dar cabida a su norma específica; todo ello, dejando a salvo el distinto papel de la negociación colectiva en las materias en las que quepa la disponibilidad. Esto es lo que ha ocurrido, por ejemplo, en materia de derechos. La nueva técnica jurídica establecida por el EBEP en su artículo 14 establece un listado que viene a reconocer a todos los empleados públicos exactamente los mismos derechos, excepto el de la inamovilidad, que sólo se predica del colectivo funcionarial. Después volveremos sobre ello. En los últimos años puede decirse que la sumisión a normas públicas o de Derecho Administrativo que antes —y también ahora, pero con distinta intensidad— nos permitía distinguir a ambas modalidades de personal ha perdido parte de su relevancia como criterio distintivo, toda vez que el régimen aplicable al personal laboral también se ha visto parcialmente administrativizado y sometido a normas de Derecho Público (las contempladas en el propio EBEP). En consecuencia, ambos colectivos quedan sometidos a un sistema jurídico que apenas difiere. Desde un punto de vista teórico y formal, el acto del nombramiento y la inamovilidad son las dos grandes notas básicas que configuran el régimen del funcionario público y que nos permiten distinguirlo del contratado laboral de la Administración. Desde un punto de vista práctico, en cambio, la distinción entre ambos colectivos había perdido interés desde el momento en que todas las garantías y principios constitucionales que rigen el empleo en la Administración ya han resultado incorporadas al régimen laboral y este no difiere sustancialmente del funcionarial. En efecto. Si en sus orígenes el personal laboral se sometía a sus propias fuentes y a un régimen jurídico completamente distinto del aplicable al personal funcionarial, hoy en día se ha producido un importante grado de acercamiento y de osmosis entre ambos regímenes, lo que ha contribuido a debilitar sensiblemente las consecuencias jurídicas que se derivan del sometimiento a uno u otro régimen y que en otros momentos históricos fueron ciertamente decisivas. En este sentido podríamos decir que el EBEP ha supuesto el espaldarazo

definitivo a esta tendencia al establecer importantes modificaciones respecto de la situación antes vigente. El Real Decreto Ley 20/2012 de 13 de julio, de medidas para garantizar la estabilidad presupuestaria y de fomento de la competitividad, ha seguido profundizando en esta tendencia y ha acercado el régimen de ambos colectivos en materia de negociación colectiva. En este caso, ha limitado considerablemente la posibilidad de que los convenios colectivos laborales puedan regular libremente y a la alza los permisos, las vacaciones y los derechos sindicales de su personal laboral. Asimismo, permite la posibilidad excepcional de que la Administración pueda desvincularse de un convenio colectivo previamente suscrito por razones graves de interés público derivadas de una alteración de las circunstancias económicas, esto es, cuando la Administración tenga que llevar a cabo un ajuste económico para reducir su déficit y conseguir la estabilidad presupuestaria. En definitiva, pues, el actual marco normativo ha configurado una verdadera relación laboral de carácter especial para el personal vinculado a la Administración en virtud de un contrato de trabajo, lo que ha supuesto sustraer importantes instituciones a la aplicación del Estatuto de los Trabajadores. Por otra, ha instaurado y consolidado un nuevo concepto, el de «empleado público», para referirse de forma global a todo el personal que presta sus servicios en una Administración Pública, con independencia de la naturaleza del vínculo que les une con la Administración. El empleo de esta técnica va a permitir aplicar directamente a ambos colectivos el mismo régimen jurídico en importantes materias (Cantero Martínez, 2001; Sánchez Morón, 2007).

3. Entonces, ¿por qué es necesaria su distinción y qué consecuencias jurídicas se derivan de ello?

El Estatuto ha configurado el empleo laboral en la Administración como un modelo paralelo al funcionarial al permitir su coexistencia en unos términos tan confusos que no tiene parangón en el Derecho comparado (Parada Vázquez, 2007). Sus regímenes jurídicos han quedado equiparados en aspectos tan importantes como el acceso a la Administración, los deberes, los principios éticos y el código de conducta, algunas instituciones de la negociación colectiva, el régimen de responsabilidad disciplinaria o los derechos individuales, salvo en el reconocimiento del derecho a la inamovilidad en la condición de funcionario, que queda Pertsonak eta Antolakunde Publikoak kudeatzeko Euskal Aldizkaria Revista Vasca de Gestión de Personas y Organizaciones Públicas Núm. 5 zk./2013. Págs. 82-99 or. ISSN: 2173-6405

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reservado exclusivamente a los funcionarios públicos. Ello supone que se han difuminado significativamente las consecuencias que, tanto para el empleado como para la Administración, se derivan de poseer una u otra naturaleza jurídica. A pesar de ello sigue siendo necesaria su distinción por varios motivos. En primer lugar, porque a partir de este régimen común que fija el Estatuto, cada uno de los colectivos se somete después a sus propias fuentes reguladoras y a sus propias Jurisdicciones en caso de que surja cualquier conflicto de naturaleza laboral con la Administración. En segundo lugar porque así lo requiere el Estatuto. Una de las más importantes novedades que establece viene dada por la instauración de una «reserva funcional funcionarial». Las funciones que implican el ejercicio de autoridad y la salvaguarda de intereses generales del Estado o de las Administraciones Públicas deben ser forzosamente realizadas por aquellos empleados que tengan la consideración de funcionarios y que además posean la nacionalidad española. Ello fuerza al legislador a trazar las fronteras entre ambas categorías de personal. El legislador básico emplea una compleja técnica jurídica de reenvíos para el trazo de esta frontera. De lo previsto en su artículo 9.2 en relación con su artículo 11.2 queda claro que esta importante tarea queda por completo en manos del legislador de desarrollo, por lo que podemos encontrarnos con trazados completamente dispares dependiendo de cada ámbito territorial. Siguiendo la doctrina establecida en la Sentencia del Tribunal 99/1987, de 11 de junio, reiterada después, entre otras, en la STC 235/2000, de 5 de octubre y en la 37/2002, de 14 de febrero, se sigue manteniendo una reserva de ley para la concreción de los criterios de determinación de los puestos de trabajo que pueden ser desempeñados por personal laboral. Una vez respetada la reserva mínima de funciones a quienes ostenten la condición de funcionarios que establece el artículo 9.2, serán las leyes que elaboren las Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas y la Ley de las Cortes Generales para el ámbito de la Administración General del Estado las que abran o reduzcan el abanico laboralizador en sus respectivos ámbitos. Los empleados laborales que estén desempeñando funciones que hayan sido reservadas a quienes estén sujetos a una relación estatutaria funcionarial quedarán sometidos al régimen previsto en la Disposición Transitoria Segunda, que habilita para el inicio de procesos de funcionarización de este personal. El nuevo modelo obliga, pues, al legislador a realizar dos tareas importantísimas: la delimitación de las funciones reservadas a funcionarios con nacionalidad española en virtud del artículo 9.2 y la delimitación de los puestos de trabajo que pueden ser ocupados por laborales según lo previsto en el art. 11.2 del EBEP. Después quedará un importante espacio que deberá ser ocupado por funcionarios por ser ésta la opción constitucional (STC 99/1987), aunque para ellos ya no será

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requisito de acceso a la Administración la posesión de la nacionalidad española. Por otra parte, en los últimos años —y como consecuencia de la crisis económica— puede decirse que la distinción entre ambas categorías de personal ha vuelto a adquirir una importancia singular en este debate por las drásticas consecuencias que se pueden derivar de ella. Mientras que el personal funcionarial está blindado en la Administración por ser inamovible, el personal laboral puede ser despedido por razones objetivas. Hasta ahora, la naturaleza de las funciones que realiza la Administración, su servicio al interés general y, sobre todo, su financiación con fondos públicos habían suscitado un importante debate doctrinal e incluso jurisprudencial sobre la imposibilidad de despedir en este ámbito. La Administración, se decía, no puede dejar de ejercer sus potestades ni de prestar sus servicios públicos. Sin embargo, estas dudas se han desvanecido por completo al haberse establecido la correspondiente habilitación legal (Rojas, 2012; Rodríguez Escanciano, 2013). La Ley 3/2012, de 6 de julio, de medidas urgentes para la reforma del mercado laboral, ha introducido la Disposición adicional vigésima en el Estatuto de los Trabajadores que permite a la Administración despedir a sus empleados laborales fijos por causas económicas, técnicas, organizativas o de producción. El despido del empleado laboral se ha convertido en un poderoso instrumento de gestión que permite a la Administración hacer política de personal ante una situación de insuficiencia presupuestaria sobrevenida y persistente para la financiación de sus servicios públicos o simplemente cuando, en ejercicio de sus potestades organizativas, decida introducir cambios en el ámbito de los medios o instrumentos de la prestación de su servicios públicos o en el ámbito de los sistemas y métodos de trabajo de su personal. De ahí, pues, la conveniencia de seguir reflexionando sobre los criterios para hacer la distinción entre funcionarios y laborales.

4. El establecimiento de los criterios para la clasificación de los funcionarios y laborales en el EBEP: la técnica de la reserva funcionarial

El legislador básico estatutario ha venido por fin a señalar algunos criterios básicos para la distinción entre ambos colectivos de personal, el ejercicio de funciones de autoridad y la salvaguardia de intereses generales. El párrafo segundo de su artículo 9 reserva en exclusiva a los funcionarios públicos el ejercicio de

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funciones «que impliquen la participación directa o indirecta en el ejercicio de potestades públicas o en la salvaguardia de los intereses generales del Estado y de las Administraciones Públicas en los términos que en la ley de desarrollo de cada Administración Pública se establezca». Nos encontramos, tal como puede apreciarse, ante conceptos jurídicos indeterminados cuya concreción final se deja depender del desarrollo legal que posteriormente se realice para cada ámbito territorial, lo que puede plantear importantes problemas, no sólo teóricos, sino prácticos (Ortega Álvarez, 2007; Jiménez Asensio, 2008). Como han destacado algunos autores, el legislador estatal se limita a cumplir con el requisito de la reserva de ley en esta materia, pero no remata la faena, pues no define ni concreta qué tipo de actividades se encuentran incluidas en el ejercicio de potestades públicas o en la salvaguardia de intereses generales (Fernández-Miranda Fernández-Miranda). El Estatuto reserva las funciones de autoridad a los funcionarios de nacionalidad española como núcleo mínimo e indisponible para el legislador de desarrollo, pero esto no significa, en modo alguno, que salvado este mínimo, el resto de funciones deba ser desarrollado por laborales, aunque podrían serlo si así lo decidiera específicamente el legislador de desarrollo. El establecimiento de una reserva de funciones es algo ajeno a nuestra tradición funcionarial, al menos su establecimiento en términos tan explícitos, por la simple razón que siempre ha sido la regla general. Como antes hemos señalado, así lo interpretó tempranamente la STC 99/1987, de 11 de junio, aunque omitió fijar criterios materiales o principios jurídicos que explicaran cuál debía ser la distinción esencial entre la posición jurídica del personal laboral y la del funcionario público. Sólo indirectamente y a través de indicios podíamos concluir la necesidad de que determinados tipos de tareas debieran ser desarrolladas por funcionarios. Así podría deducirse, por ejemplo, de la prohibición establecida para las sociedades mercantiles y para las fundaciones del sector público, que se nutren íntegramente de personal laboral, de ejercitar potestades públicas o funciones que impliquen ejercicio de autoridad. Sin embargo, no existe un precepto similar que establezca la necesaria identificación entre potestades públicas y su ejercicio por funcionarios públicos. Lo más aproximado es el establecimiento de previsiones explícitas que someten el ejercicio de este tipo de potestades al Derecho Administrativo. Sin embargo, y al menos hasta ahora, ha sido frecuente —sobre todo en el ámbito de la Administración instrumental— encontrarnos con entidades conformadas principalmente por personal laboral que ejercitan importantes funciones públicas. En este caso sólo existe la garantía objetiva del sometimiento al Derecho Administrativo en su ejercicio, no la garantía subjetiva, toda vez que no se reservan tales funciones a sus funcionarios. En el ámbito de los denominados organismos reguladores se ha producido recientemente un importante punto de inflexión en

esta materia, no sólo por haber optado por el régimen funcionarial para su personal, sino también por haber reservado para ellos el ejercicio de sus funciones de autoridad. Así ha sucedido con la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, creada por la Ley 3/2013, de 4 de junio, que ha supuesto la extinción de ocho organismos reguladores y de supervisión que ejercitaban funciones relacionadas directamente con la autoridad y el poder público, tales como las funciones de inspección, control, sanción y elaboración de normas reglamentarias.

4.1. El criterio de la salvaguardia de intereses generales A mi juicio, el criterio relativo a la salvaguardia de los intereses generales del Estado y de las Administraciones Públicas aporta realmente poca información. Por definición, todas las funciones que realiza la Administración se hacen para satisfacer los intereses públicos y en su defensa, ya sea del Estado, de las Comunidades Autónomas o de la Administración Local. Así lo establece claramente el art. 103.1 de la Constitución al señalar que la Administración sirve con objetividad los intereses generales. En consecuencia, al menos desde una construcción teórica y doctrinal, toda la actividad que se realiza en su seno, independientemente de que la realice un laboral o un funcionario, responde a esta finalidad. Como criterio distintivo relevante me parece, pues, que tiene poco recorrido, salvo que se quiera interpretar por relación a las funciones que tienen directamente que ver con las cuestiones relativas al control y fiscalización interna de las Administraciones, con la gestión económico-financiera y presupuestaria o con las funciones de contabilidad y tesorería. Esto es, con la salvaguarda de intereses económicos de la Administración. No obstante, si éste fuera el criterio, hubiera sido bastante más clarificador que así lo hubiera establecido expresamente el legislador básico estatutario. Como se trata, en todo caso, de un concepto jurídico indeterminado y extenso, también podemos seguir la estela orientativa de lo que ha sucedido hasta ahora en el ámbito local e incluir las funciones relativas a la dación de fe, así como las funciones de registro. Por otro lado, haciendo una interpretación bastante amplia —y ciertamente libre de esta cláusula— podríamos interpretar que con ella tal vez el legislador haya querido referirse a aquellas funciones directamente relacionadas con la salvaguarda y defensa del Estado y el territorio nacional en situaciones de grave amenaza, crisis o conflicto, en los términos de la Ley Orgánica 5/2005, de 17 de noviembre, de la Defensa Nacional. No obstante, dada la exigencia de la nacionalidad española que exige esta reserva, la posibilidad de que extranjeros puedan incorporarse al ejército como personal de tropa y marinería vendría a dar al traste con este pretendido criterio. Pertsonak eta Antolakunde Publikoak kudeatzeko Euskal Aldizkaria Revista Vasca de Gestión de Personas y Organizaciones Públicas Núm. 5 zk./2013. Págs. 82-99 or. ISSN: 2173-6405

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4.2. Especial referencia al criterio relativo al ejercicio de potestades públicas El legislador básico estatutario ha recurrido a la participación directa o indirecta en el ejercicio de potestades públicas como criterio determinante de las fronteras entre lo público y lo privado, entre lo laboral y lo administrativo. Sin embargo, ha utilizado un concepto jurídico indeterminado, el de potestades públicas, cuya concreción no resulta en modo alguno pacífica. A partir de ahí se abre una importante y valiosa tarea interpretativa. El legislador de desarrollo del EBEP tendrá que especificar en cada ámbito concreto de la actividad administrativa qué funciones implican ejercicio de potestades públicas y después detallar qué concretos puestos de trabajo las tienen encomendadas, entendidos éstos como un conjunto de responsabilidades, como una agrupación de funciones que, a su vez, se descomponen en tareas (Gorriti Bontigui, 2007). La labor no es sencilla. Efectivamente, la delimitación final de los puestos que pueden ser ocupados por personal laboral requiere el escrupuloso respeto de este proceso. Además, nos encontramos con un primer problema que puede condicionar por completo la respuesta del legislador. Me refiero a que no existe en nuestro ordenamiento jurídico ninguna definición legal de lo que haya de entenderse por potestades públicas, aunque se intuye que debe tratarse de una categoría específica de funciones públicas, de funciones reservadas al poder público como parte de su núcleo duro e irreductible, de su propia autoridad pública y, por consiguiente, irrenunciables e indisponibles (Sainz Moreno, 1988). La potestad hace referencia a una situación de poder que habilita a su titular para imponer conductas a terceros mediante la creación, modificación o extinción de relaciones jurídicas o mediante la modificación del status existente. Ha sido definida como una expresión de una situación de poder público, de supremacía o superioridad que se manifiesta en la posibilidad de producir efectos jurídicos que los sujetos han de soportar. No se corresponde con ningún deber, positivo o negativo, sino una simple sujeción o sometimiento de otros sujetos a soportar sobre su esfera jurídica los eventuales efectos derivados del ejercicio de la potestad (García de Enterría y Fernández Rodríguez, 2002; De la Cuétara Martínez 1986).

4.2.1. Las dificultades históricas y doctrinales para la delimitación de este concepto Este intento de dividir o de clasificar la actividad de la Administración en virtud de la naturaleza de las funciones que realiza resulta ciertamente complejo y recuerda a la polémica doctrinal que tuvo lugar en Francia a finales del siglo XIX, cuando se intentó presentar como una manifestación de la clásica distinción entre actos de gestión y los actos del poder público (Gautier, 1880; 90

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Dareste, 1882). Según esta elaboración doctrinal, que tiene su origen en la obra de 1887 de LAFERRIERE, todo el Derecho administrativo se encontraría partido en dos grandes ramas fundamentales, la pública y la privada, de tal manera que toda actuación administrativa podría ser sometida o bien a reglas de Derecho público o bien a reglas de Derecho privado (Laferrière, 1896). La extrapolación de esta doctrina al ámbito de la función pública se concretó en la distinción entre los funcionarios de gestión y los funcionarios de autoridad. Los funcionarios que realizan actos de autoridad serían aquéllos que encarnan el poder público, que realizan las funciones más esenciales del Estado, funciones que implican mando y autoridad. Por ello son nombrados a través de un acto unilateral del poder público y no disfrutarían de derechos de naturaleza sindical. Los funcionarios que no realizan más que actos de pura gestión, son los denominados funcionarios de gestión, que están en la misma situación que los agentes o empleados privados. Estarían ligados a la Administración a través de un verdadero contrato; podrían declararse en huelga y formar sindicatos en la medida en que realizan actos que permiten asimilarlos a los obreros o empleados de la industria privada (Berthélemy, 1912). Con esta doctrina básicamente se pretendían explicar las diferencias jurídicas tan importantes que en ese momento se estaban empezando a gestar entre los funcionarios y el resto de agentes o contratados laborales y que básicamente se centraban en la negación a aquéllos de los derechos de naturaleza colectiva. El intento de trasladar esta teoría a la situación actual resultaría completamente extemporáneo. Es más, las críticas de las que fue objeto esta doctrina por parte de la escuela realista de Burdeos determinaron su declive y su sustitución por la doctrina del servicio público —encabezada entre otros por DUGUIT y JEZE—, que acabó convirtiendo este concepto en el centro de todas las instituciones del Derecho público. Según esta concepción, la nueva noción jurídica y política fundamental del Estado no es la soberanía o autoridad, sino los servicios públicos ofrecidos por aquél a los ciudadanos, y todos sus servidores tienen la condición de empleados públicos, sometiéndose a normas de Derecho Público. El Estado, pues, ya no es concebido meramente como un poder soberano que manda y realiza actos de imperio. Cuando la Administración interviene no lo hace como lo haría un particular, y ello porque persigue un fin propio: el funcionamiento legal de un servicio público (Duguit, 1923). A pesar del fracaso del intento de aplicación de este criterio de distinción en el país vecino, del que hemos heredado nuestro modelo de función pública, esta polémica doctrinal nos permite relacionar la noción de autoridad con el ejercicio de prerrogativas, de poderes exorbitantes, con una posición de superioridad de unos sobre otros (López Font, 1993). Por ello, si intentamos identificar el uso de estos poderes en el ámbito

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de la actuación administrativa, así como los empleados que pueden ejercitarlos, al menos habríamos de incluir a los funcionarios que están investidos con poderes de mando y decisión (Miguel García, 1972), así como a los que tienen la potestad de dictar normas jurídicas y usar la fuerza, a la denominada función de policía administrativa, esto es, todas aquellas materias que el Derecho Administrativo despoja de la esfera de actuación de los particulares por considerar que son consustanciales al ejercicio de poderes soberanos. Mucho más discutible resultaría la inclusión de todos aquellos empleados relacionados con la garantía del bienestar de la colectividad.

4.2.2. La pista del Derecho Comunitario: la interpretación funcional de los empleos en la Administración A pesar del fracaso que en el país vecino supuso el intento de concretar qué se entiende por actos de autoridad o ejercicio de potestades públicas, lo cierto y verdad es que nuestro ordenamiento jurídico ha recuperado aquel concepto y le atribuye además importantes consecuencias jurídicas, toda vez que obliga a la Administración a que este tipo de funciones sean desarrolladas necesariamente por aquellos empleados que tengan la consideración de funcionarios públicos y posean además la nacionalidad española (arts. 9.2 y 57 del EBEP). De ahí la necesidad de intentar, al menos, aproximarse a este concepto. La principal pista que proporciona nuestro ordenamiento administrativo para acercarnos a este concepto, según se expresa en la propia Exposición de Motivos del EBEP, nos obliga a remitirnos a la jurisprudencia comunitaria. Especialmente desde el ámbito funcionarial se ha mirado al Derecho Comunitario para interpretar qué se entiende por ejercicio de potestad pública. Se trata, en todo caso, de una definición que ha ido forjando la jurisprudencia comunitaria con un claro carácter funcional y para evitar que los Estados pudieran limitar excesivamente la libre circulación de trabajadores acudiendo a la excepción de los «empleos en la Administración» que prevén los Tratados comunitarios. De ahí la vinculación que ha establecido el legislador básico con el requisito de la nacionalidad española (art. 9.2 en relación con el art. 57 del EBEP). El artículo 39.4 del Tratado Constitutivo de la Comunidad Europea (actual art. 45.4 en la nueva numeración de la Versión Consolidada del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea, publicado en el Diario Oficial de la Unión Europea el 9 de mayo de 2008, C115/47) permite, efectivamente, la posibilidad de que los Estados miembros puedan establecer limitaciones a este principio y excluir de la libre circulación de trabajadores cuando se trate de desempeñar «empleos en la Administración Pública». A partir de ahí, la jurisprudencia comunitaria ha considerado que el concepto de Administración Pública no podía dejarse a la discreción

de los Estados miembros, sino que debía ser interpretado y aplicado uniformemente en toda la Unión Europea. Con este exclusivo propósito y con un marcado carácter funcional, la jurisprudencia comunitaria ha recurrido al ejercicio de potestades públicas para interpretar el concepto de «empleos en la Administración». Ha interpretado que la noción de «ejercicio de los poderes públicos» se refiere a aquellos poderes que son la encarnación de la soberanía del Estado y como tales confieren a quienes los ostentan la facultad de ejercitar prerrogativas que sobrepasan el ámbito del Derecho común, privilegios y poderes coercitivos que obligan a los ciudadanos. Las funciones de que se trata deben traducirse en actos de voluntad que obliguen a los particulares, en el sentido de que se pueda exigir su obediencia o si no se obedecieran, forzarse a conformarse a ellos (Sentencias de 30 de septiembre de 2003, asunto Ander y otros, C-47/02; de 31 de mayo de 2001, asunto C-283/99 y de 2 de julio de 1996, C-290/94, entre otras muchas; así como las conclusiones del Abogado General MANCINI, en la Sentencia del TJCE de 3 de junio de 1986, Asunto 307/84, Comisión contra Francia). Esto justifica que la reserva se haya vinculado directamente con la posesión de la nacionalidad española. Para ser inaccesibles al ciudadano de otro Estado miembro, la jurisprudencia comunitaria ha interpretado que es preciso que las funciones que conforman el empleo litigioso persigan de forma directa fines de carácter público, con influencia en la conducta y la actuación de los individuos. Pues bien, la autoridad que ejercen algunos funcionarios deriva institucionalmente del hecho de que la Administración moderna es depositaria de una parte de autoridad, de poder público, que es uno de los atributos del poder ejecutivo. Desde esta perspectiva, nadie duda de que el concepto de autoridad requiere un plus sobre el simple funcionario. Esta adición ha de ser una idea de mando, potestad, imperio, la posibilidad, en definitiva, de determinar la conducta de otras personas, la facultad de decisión. Sólo para este tipo de puestos en la Administración estaría justificado que el Estado exigiera el requisito de la nacionalidad española y los reservara a sus funcionarios. En desarrollo de esta jurisprudencia comunitaria se señalaron inicialmente determinados sectores de actividad incardinados dentro de la función pública a los que sería aplicable la libertad de circulación de trabajadores. Se abrían a nacionales de otros Estados comunitarios, entre otros, el sector investigador, docente, de correos y el sector asistencial. En rigor, pues, y en coherencia con este planteamiento, las funciones correspondientes a estos sectores de la actividad administrativa no estarían incluidas en el ámbito de la reserva funcionarial. Se trataría de la denominada actividad prestacional de la Administración, de la prestación de servicios públicos que, por su propia naturaleza, es una Pertsonak eta Antolakunde Publikoak kudeatzeko Euskal Aldizkaria Revista Vasca de Gestión de Personas y Organizaciones Públicas Núm. 5 zk./2013. Págs. 82-99 or. ISSN: 2173-6405

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actividad que no implica ejercicio de prerrogativas ni limita el status del particular. En esta faceta la Administración se nos muestra, no ejerciendo poder público, sino prestando servicios.

quisito de la nacionalidad para el acceso a la condición funcionarial, como una categoría general definidora y delimitadora de la figura del funcionario de carrera.

Posteriormente se adoptó un criterio diferente, de tal forma que la Ley 17/1993, de 23 de diciembre, modificada por la Ley 55/1999, de 29 de diciembre, dispuso como regla general el acceso de los nacionales de los Estados miembros de la Unión Europea en condiciones de igualdad a todos los empleos públicos, «salvo que impliquen una participación directa o indirecta en el ejercicio del poder público y se trate de funciones que tienen por objeto la salvaguarda de los intereses del Estado o de las Administraciones Públicas». Aparece así recogida expresamente y por vez primera en una norma con rango de ley y carácter básico esta cláusula que ahora nos ocupa.

4.2.3. Una propuesta de acercamiento y de delimitación del criterio

En desarrollo de esta Ley, el Real Decreto 543/2001, de 18 de mayo, sobre acceso al empleo público de la Administración General del Estado y sus Organismos Públicos de nacionales de otros Estados a los que es de aplicación el derecho a la libre circulación de trabajadores, vino a concretar para el ámbito estatal aquellos Cuerpos y Escalas excluidos del ámbito de la libre circulación y para los que se seguía exigiendo la posesión de la nacionalidad española por implicar una participación en el ejercicio del poder público y en la salvaguarda de los intereses del Estado. El criterio que entonces se empleó estaba basado en las funciones del Cuerpo, entendido éste como una agrupación de funcionarios basada en una formación y cualificación homogénea y en el cumplimiento de funciones similares. Aunque esta norma ha sido derogada por el apartado d) de la Disposición Derogatoria Única del EBEP, nos da la pista de qué tipo de funciones en el ámbito estatal han sido consideradas por el Gobierno como una manifestación del ejercicio de autoridad. En este caso la distinción se hizo por Cuerpos y Escalas. Así, por ejemplo, en el Ministerio de Administraciones Públicas, se reserva la Escala de Funcionarios de Administración Local con habilitación de carácter nacional; en el Ministerio de Justicia, el Cuerpo de Abogados del Estado; en el Ministerio del Interior, el Cuerpo de Ayudantes de Instituciones Penitenciarias; en el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, el Cuerpo de Subinspectores de Empleo y Seguridad Social; en el Ministerio de Asuntos Exteriores, la Carrera Diplomática; en el Ministerio de Hacienda, el Cuerpo Superior de Interventores y Auditores del Estado y el Cuerpo de Gestión de la Hacienda Pública, etc. Hasta aquí el tratamiento que se ha hecho en la normativa española del requisito de la nacionalidad vinculándolo con el ejercicio de potestades públicas. El salto cualitativo se produce cuando el art. 9.2 del Estatuto eleva esta cláusula funcional establecida por la jurisprudencia comunitaria y adoptada en nuestra legislación únicamente para justificar el mantenimiento del re92

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Concretar esta cláusula en el ámbito de la actuación administrativa ya hemos visto que no resulta nada fácil. En principio, habría que concluir que no podemos encerrar en esta categoría todas las funciones que realiza la Administración pues, como hemos apuntado, no se trata sin más del ejercicio de cualquier función pública, sino exclusivamente de aquéllas que implican el ejercicio de potestades públicas o de poder público. Si seguimos la división tripartita que hizo Jornada de Pozas, que aunque se ha quedado ya pobre frente a las nuevas tendencias del Derecho Administrativo es ya clásica en nuestra disciplina, toda la actividad de la Administración podría ser catalogada en actividad de ordenación (o también llamada actividad de policía), en actividad de servicio público o prestacional y en actividad de fomento (Jornada de Pozas, 1949). Pues bien, atendiendo a las primeras interpretaciones que se hicieron de esta cláusula por el Derecho Comunitario y, sobre todo, atendiendo a la naturaleza de las funciones, habríamos de excluir del ámbito de la reserva y en bloque a la denominada actividad prestacional de la Administración. Desde esta perspectiva, el ejercicio de potestades que implican autoridad habría que reconducirlo más bien a la actividad de ordenación y a la actividad de fomento, toda vez que a través de dichas actividades la Administración condiciona de alguna manera la esfera jurídica del particular e interviene sobre los ciudadanos con diferente grado de intensidad (elaborando normas, expropiando, imponiendo sanciones, exigiendo autorizaciones para el ejercicio de alguna actividad, imponiendo deberes y obligaciones, concediendo o denegando subvenciones, etc.). En estos casos, la objetividad que se predica de la Administración exige una actuación imparcial de sus funcionarios, de modo que éstos, cuando ejerciten una potestad, deben limitarse a realizar una valoración del supuesto de hecho de la norma al margen de cualquier subjetividad o consideración personal (Morell Ocaña, 2001). Pero esto sólo implicaría una aproximación al concepto por «ramas de actividad». El criterio delimitador del art. 9.2 se refiere exclusivamente a las «funciones», lo que nuevamente nos obligaría a traducir a funciones la actividad administrativa. Ello nos sitúa directamente en el plano de aquel tipo de funciones o cometidos que exterioricen una actividad de la Administración que tenga una directa trascendencia para la situación jurídica de otros sujetos de derecho y que por ello precisamente adquieren relevancia las notas de objetividad, imparcialidad e independencia, que son las que caracterizan al funcionario frente al laboral. Tal es el caso del ejercicio de la potestad sancionadora, de la

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potestad expropiatoria, de la potestad normativa e incluso de la potestad de inspección y control, aunque bien es cierto que en determinados ámbitos el ordenamiento permite que dicha actividad sea realizada por sujetos privados previa sumisión, eso sí, a un determinado régimen de garantías que permita acreditar también su imparcialidad y su objetividad en el ejercicio de las tareas de inspección. En otros casos más recientes, el legislador reserva dichas tareas directamente a sus funcionarios.

las Administraciones Públicas y del procedimiento administrativo común). De hecho, ya se han pronunciado algunas sentencias en este sentido que anulan determinadas normas administrativas que habían atribuido la tramitación de los procedimientos administrativos a empleados que no tenían la consideración de personal funcionarial. Son destacables en este sentido los múltiples pronunciamientos ocasionados como consecuencia del proceso de reordenación del sector público de Andalucía (Quesada Lumbreras, 2011).

Efectivamente, paradigmático es el caso de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, cuyo art. 27 (Ley 3/2013, de 4 de junio) ha reservado expresamente estas facultades de inspección a sus funcionarios y les reconoce además la condición de agente de autoridad. Y digo que el caso es paradigmático, no sólo porque en la mayor parte de los organismos que ahora agrupa este ente superregulador se ejercían estas funciones por empleados laborales, sino también porque siguen existiendo otros organismos reguladores, como la Comisión Nacional del Mercado de Valores y el Banco de España, en los que las tareas inspectoras se desempeñan por empleados sometidos íntegramente al Derecho Laboral, sin que se cuestione su habilitación para ello. En el caso que estamos poniendo como ejemplo, los funcionarios de la Comisión levantan actas que tienen la naturaleza de documento público y hacen prueba de los hechos que acrediten; están habilitados para acceder al domicilio o a cualquier local o instalación de los empresarios, administradores y otros miembros del personal de las empresas. Los funcionarios pueden acceder a los registros previstos en la legislación estatal reguladora de los sectores incluidos en el ámbito de aplicación de la Ley 3/2013 para realizar averiguaciones. Están autorizados para controlar las redes, documentos y actividades que realicen los operadores; para verificar los libros, registros y otros documentos relativos a la actividad de que se trate; para obtener copias de ellos e incluso para retenerlos temporalmente con la correspondiente autorización judicial. También están facultados para realizar requerimientos particulares de información de forma motivada, claro está, y proporcionados al fin que se persigue. En fin, en el ejercicio de dichas tareas de inspección parece evidente que los funcionarios de la Comisión estarían ejerciendo potestades públicas, esto es, poderes exorbitantes y de los que carece cualquier ciudadano.

Somos conscientes, no obstante, de que este primer acercamiento restrictivo al concepto de ejercicio de potestades públicas tampoco conseguiría solucionar del todo los problemas interpretativos que plantea la redacción de esta cláusula, toda vez que resulta muy difícil poder marcar una línea divisoria entre lo que sería el ejercicio estricto de este tipo de funciones y las tareas de auxilio o colaboración a las mismas que podrían realizar otros empleados, pero que también pueden resultar imprescindibles para el adecuado ejercicio de aquéllas y que, en consecuencia, también podrían considerarse incluidas en esta cláusula como «participación indirecta» en el ejercicio de las potestades administrativas.

Por lo demás, dado que el ejercicio de estas potestades se ejerce siempre a través del correspondiente procedimiento administrativo, podríamos concluir que necesariamente deben reservarse a los funcionarios públicos su resolución, toda vez que a través de este acto administrativo resolutorio la Administración exterioriza el ejercicio frente a terceros de prerrogativas o poderes exorbitantes a los que posee cualquier sujeto privado, manifiesta su poder público, gozando además del privilegio de la autotutela declarativa y ejecutiva (arts. 57 y 94 de la Ley 30/1992, de régimen jurídico de

A tenor de todo lo que hemos ido exponiendo en las páginas anteriores se deduce que la resolución de los procedimientos administrativos entraría sin duda alguna en dicha reserva, en cuanto que el acto administrativo implica una declaración de voluntad, de deseo, de juicio o de conocimiento, que puede modificar la situación jurídica del interesado. Pero ¿qué ocurriría con el resto de funciones relacionadas con la apertura y con la instrucción o tramitación de los procedimientos administrativos? A mi juicio también estas funciones deberían ser desarrolladas por los funcionarios públicos como una participación indirecta en el ejercicio de autoridad. Además, las notas de imparcialidad y objetividad también se exigen con todo su rigor en esta concreta fase de tramitación de los procedimientos administrativos. Si difícil es delimitar qué funciones implican ejercicio directo de autoridad, no menos complejo es determinar cuándo nos encontramos ante una participación del empleado que todavía es más «indirecta» en su ejercicio. Así, por ejemplo, la tarea de limpieza de la oficina donde el funcionario impone sanciones o la de apertura de la oficina o la del encendido de calefacción, ¿podrían considerarse incluidas en la reserva? Es evidente que si la oficina no está abierta o si no reúne unas condiciones higiénicas mínimas de habitabilidad difícilmente podrá el funcionario desarrollar su función y ejercer su autoridad. En mi opinión, sin embargo, para este tipo de funciones ya no resultan imprescindibles las notas de objetividad e imparcialidad que son las que garantiza el estatus funcionarial a partir del derecho a la inamovilidad en la función pública. Es decir, para las dudas que surjan al realizar la tarea interpretativa sería muy útil que el legislador complementara el criterio delimitador con estas notas. Pertsonak eta Antolakunde Publikoak kudeatzeko Euskal Aldizkaria Revista Vasca de Gestión de Personas y Organizaciones Públicas Núm. 5 zk./2013. Págs. 82-99 or. ISSN: 2173-6405

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4.2.4. Sobre la conveniencia de complementar este criterio con las notas de objetividad, imparcialidad e independencia que caracterizan al personal funcionarial Una vez que se ha configurado el vínculo con la Administración resulta fácil establecer las diferencias entre ambas figuras. Los funcionarios se vinculan en virtud del nombramiento, se les aplica el Derecho Administrativo y son inamovibles en el cargo (que no en el puesto). Los laborales se vinculan mediante en un contrato, no disfrutan del privilegio de la inamovilidad y se les aplica su propio sistema de fuentes. El problema se plantea respecto del momento previo al establecimiento y formalización de la relación. ¿Qué diferencia desde el punto de vista sustancial o material a ambas figuras? O, formulado en otros términos, ¿qué criterios se han de seguir para establecer que determinadas funciones y tareas han de ser desarrolladas por uno u otro tipo de personal? A mi juicio, deberíamos tener en cuenta las condiciones en que deben realizarse las funciones administrativas. Dado que sólo los funcionarios son inamovibles y que éstos tienen reservadas las funciones más importantes de la Administración, las que tienen que ver con el ejercicio de autoridad, podemos deducir que el legislador ha querido asegurarse de que los empleados encargados de realizar dichas funciones tienen un especial estatus que garantiza la objetividad, imparcialidad e independencia en su ejercicio. Su ejercicio requiere, efectivamente, de las máximas garantías de objetividad, independencia e imparcialidad que, al menos en principio, parecen mejor salvaguardadas en el ámbito funcionarial que en el laboral, aunque sólo sea porque la nota de la inamovilidad en el cargo sólo a ellos se les reconoce. La inamovilidad del funcionario es la única forma de garantizar su neutralidad, su imparcialidad y su independencia frente a cualquier influencia de intereses partidistas. Permite asegurar que el funcionario va a realizar sus funciones con objetividad e independencia, sin favoritismos ni discriminaciones, de una forma completamente desinteresada y al margen de consideraciones políticas o preferencias personales (Arias Martínez, 2011, Sánchez Morón, 2013; Guillén Caramés y Fuentetaja Pastor, 2011). En este sentido, la inamovilidad supone un freno importante frente a cualquier intento de intromisión del político de turno, pues aunque no cumpla con sus instrucciones tiene la confianza de que no puede ser cesado. La conexión entre objetividad e imparcialidad es la de la relación causa-efecto: cuando la autoridad o funcionario actúa con imparcialidad y neutralidad, el resultado será la objetividad de la actuación administrativa que predica el art. 103.1 de la Constitución (Morell Ocaña, 2001). Por ello, a pesar de las enormes dificultades que plantea la concreción de lo que haya de entenderse por ejercicio de potestades públicas, especialmente cuan-

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do se trata de participación indirecta en su ejercicio, interrogarse sobre si es necesario que el ejercicio de las funciones revista las máximas garantías de objetividad, independencia e imparcialidad nos puede servir también para complementar este criterio delimitador en los términos que acabamos de mencionar en el epígrafe anterior. Recordemos que el art. 92.2 de la Ley 7/1985, de 2 de abril, reguladora de las bases del régimen local fue cuestionado ante el TC por disponer que se reservarían a los funcionarios determinadas funciones públicas para la mejor garantía de la objetividad, imparcialidad e independencia en el ejercicio de su función, sin especificar qué concretas funciones revestían estos caracteres. Sin embargo, consideró el Tribunal que esta locución no había que considerarla como una pura reserva a los funcionarios públicos de funciones residuales, sino de la que, por el contrario, deriva que los parámetros de objetividad, imparcialidad e independencia son los que han de regir las decisiones de la Administración. De alguna manera se viene a recoger como criterio que los contratados laborales que presten sus servicios en la Administración no pueden desarrollar funciones de especial responsabilidad en garantía precisamente de la objetividad, imparcialidad e independencia. Es decir, aquéllos sólo podrán ocupar puestos que no requieran la adopción de decisiones de especial trascendencia, los cuales exclusivamente podrán ser cubiertos por quienes tengan la condición de funcionario (STC 37/2002, de 14 de febrero). Según el TC, el precepto cuestionado contiene una doble afirmación. Por un lado establece que determinadas funciones, que se detallan expresamente y son calificadas de públicas, quedan reservadas al personal funcionario; por otro, que además también habrán de ser realizadas por funcionarios aquellas funciones que les sean reservadas por la normativa que desarrolle la Ley de bases, con vistas a mejor garantizar la objetividad, imparcialidad e independencia con que deben ser ejercidas las funciones públicas. De este modo el precepto preserva y asegura la realización de determinadas funciones públicas en el ámbito de la Administración local por personas sujetas a la relación funcionarial, y añade la previsión de que otras funciones, en ese momento aún no determinadas, también deberán quedar reservadas al personal funcionario en atención a las condiciones en que deben ejercerse. En consecuencia no se puede afirmar que el precepto abra las puertas a que una indeterminada cantidad de funciones públicas puedan ser atendidas por personal laboral, puesto que, precisamente, lo único que asegura es todo lo contrario, esto es, que una serie de funciones expresamente citadas, así como otras varias que se les podrán añadir, sólo cabe que sean realizadas por personal funcionario y, por tanto, ni siquiera por vía de excepción cabe atribuirlas a personal laboral. Es más, el precepto contiene una determinación material que sería, por sí, suficiente de las funciones que

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han de ser desempeñadas por funcionarios públicos y, a sensu contrario, de las que no pueden ser encomendadas al personal contratado, el cual no podrá ocupar aquellos puestos de trabajo que impliquen el ejercicio de las funciones enumeradas en el primer inciso del art. 92.2 LBRL, esto es, las que impliquen ejercicio de autoridad y las calificadas como necesarias en todas las corporaciones locales, ni las que se exijan para mejor garantía de objetividad, imparcialidad e independencia en el ejercicio de la función pública.

5. Algunas incoherencias del modelo de clasificación de funcionarios y laborales Ahora bien, si esto es así, ciertamente pueden encontrarse algunas incoherencias internas en este modelo. Algunas de ellas de carácter eminentemente teórico, porque estas notas de objetividad e imparcialidad se han de predicar de igual manera —y por imperativo constitucional (art. 103.1)— a todas y cada una de las funciones y tareas que realice cualquier empleado público, con independencia de la naturaleza jurídica del vínculo que le une con la Administración. Otras son de carácter práctico. Si decimos que las garantías que van anejas a la inamovilidad del funcionario son relevantes para la distinción, sería una incoherencia del sistema la existencia misma del personal interino, en la medida en que se estaría aceptando que esta categoría de empleados, que goza incluso de menor estabilidad que los laborales fijos, pueda ejercer directa o indirectamente potestades públicas (Fernández Miranda, 2008; Boltaina Bosch, 2006). Por otra parte, aunque la inamovilidad no se reconoce al personal laboral, de facto y hasta hace muy poco tiempo, hasta la reforma laboral del año 2012, ha resultado también casi inamovible, toda vez que el Estatuto les ha extendido las garantías que implica el régimen disciplinario funcionarial e incluso se ha previsto la readmisión automática del trabajador que es despedido de forma improcedente por la Administración. Desde otra perspectiva, habría que tener en cuenta que, hoy en día, las garantías de imparcialidad y objetividad no sólo provienen de la naturaleza del vínculo que une al empleado con la Administración, sino también y en gran medida por el propio procedimiento administrativo. Es decir, la sumisión de la toma de decisiones administrativas al procedimiento legal o reglamentariamente establecido en cada caso, así como la existencia de causas de abstención y recusación, son elementos esenciales para garantizar las notas de objetividad e imparcialidad de la actuación administrativa.

Buena prueba de ello ha sido el ejercicio de funciones inspectoras y sancionadoras por parte del personal laboral de los organismos reguladores sin que ello haya sido cuestionado por ningún tribunal. Mayor incongruencia puede plantear la regulación de la figura del directivo público profesional, sobre todo si tenemos en cuenta que, a pesar de la indefinición del término «autoridad», se ha considerado que ésta identifica, al menos, a la configuración de sedes jerárquicas que ejerzan funciones directivas o de liderazgo (López Font Márquez, 1993). El artículo 13 del Estatuto Básico, efectivamente, prevé su sumisión a una relación laboral de carácter especial de alta dirección cuando reúna la condición de personal laboral. Pues bien, como han resaltado algunos autores, esto implica asumir directamente la posibilidad de que puedan existir tareas directivas que no implican una participación directa en el ejercicio de potestades públicas y, en consecuencia, que la intensidad del contenido de una función pública tan importante como es la directiva, no es en sí misma un criterio decisivo para configurar una reserva a favor de un régimen funcionarial (Ortega Álvarez, 2007). Es más, se puede producir la situación paradójica de que funcionarios públicos afectados por la reserva, esto es, de quienes se presume directamente su objetividad, imparcialidad e independencia, estén directamente bajo las órdenes de un directivo público que reúna la condición de personal laboral. Todo ello, claro está, sin contar con las propias dificultades teóricas que plantea la aplicación misma de la relación laboral especial de alta dirección a los directivos en la Administración. Buena muestra de las incongruencias que ello plantea se recogen en la STS de 24 de marzo de 2010, Sala de lo Social. Y es que, efectivamente, se considera personal de alta dirección a «aquellos trabajadores que ejercitan poderes inherentes a la titularidad jurídica de la empresa y relativos a objetivos generales de la misma, con autonomía y plena responsabilidad sólo limitadas por criterios e instrucciones directas emanadas de la persona o de los órganos superiores del gobierno y administración de la entidad que respectivamente ocupe aquella titularidad» (art. 1 del RD 1382/1985, de 1 de agosto, por el que se regula la relación laboral de carácter especial del personal de alta dirección). En fin, que si asumimos que el directivo ejercita poderes inherentes a la titularidad jurídica de la empresa —en nuestro caso, de la Administración— estaríamos sumergiéndonos de nuevo en el ámbito de las potestades públicas que vienen reservadas a funcionarios pues, como hemos mencionado, éstas no son sino una manifestación de la soberanía del Estado. Pero la mayor incoherencia del modelo, a mi juicio, la representa el régimen que se ha previsto para los denominados organismos reguladores mencionados en la Disposición Adicional Décima de la LOFAGE. Buscando una mayor agilidad y flexibilidad en la gestión de sus recursos humanos optaron de forma mayoritaria por la Pertsonak eta Antolakunde Publikoak kudeatzeko Euskal Aldizkaria Revista Vasca de Gestión de Personas y Organizaciones Públicas Núm. 5 zk./2013. Págs. 82-99 or. ISSN: 2173-6405

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laboralización de su personal, que ha venido ejercido funciones de autoridad sin ninguna reserva aunque, eso sí, con plena sumisión a los correspondientes procedimientos administrativos sectoriales. Pensemos por ejemplo en el Banco de España, en la Comisión Nacional del Mercado de Valores o en las recientemente desaparecidas Comisión Nacional de la Energía o en la Comisión del Mercado de Telecomunicaciones. La Ley 3/2013 de creación de la Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia, que agrupa a algunos de estos organismos, ha intentado poner un poco de coherencia en este modelo. Ha supuesto un importante punto de inflexión al haber optado por la funcionarización de prácticamente todo su personal. No obstante, se trata de una coherencia meramente formal, teórica y en el texto de la Ley, toda vez que su Disposición Transitoria Sexta permite que el personal laboral fijo de los organismos públicos extintos (que en algunos de ellos era absolutamente mayoritario) pueda seguir ocupando los mismos puestos y, en suma, ejerciendo funciones de autoridad con toda normalidad. Ni siquiera se han previsto procesos para su funcionarización.

6. Unas pautas orientadoras para el legislador de desarrollo y para el gestor de personal

El Estatuto Básico posibilita la configuración de un modelo dual para la prestación de servicios en la Administración, toda vez que permite con muy pocas limitaciones la instauración o, en su caso, el mantenimiento de un modelo laboral en paralelo al funcionarial. Sin embargo, ello no debe significar que las funciones puedan ejercerse de manera indistinta por ambos colectivos. Por el contrario, es dable esperar que el legislador de desarrollo tome decisiones y establezca unos criterios distintivos claros que le permitan reordenar su modelo de empleo público recurriendo, si es preciso, a los procesos de funcionarización que posibilita el Estatuto. El Estatuto reserva las funciones de autoridad a los funcionarios de nacionalidad española como núcleo mínimo e indisponible para el legislador de desarrollo, pero esto no significa, en modo alguno, que salvado este mínimo, el resto de funciones deba ser desarrollado por laborales, aunque podrían serlo si así lo decidiera específicamente el legislador de desarrollo. A la hora de tomar decisiones, es preciso tener en cuenta que sigue vigente la doctrina del TC plasmada en su Sentencia de 99/87, de 11 de junio, y en virtud de la cual, al haber optado la Constitución en su artículo 103.3 por un régimen funcionarial, la regla general en la Admi96

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nistración debe ser, en principio, la de que todos los puestos de trabajo deben ser desarrollados por personal funcionarial. En consecuencia, el personal laboral debe ser una excepción que, en todo caso, debe venir específicamente prevista por el legislador ordinario, ya sea estatal o autonómico. Además, al interpretar el alcance del art. 15.1 de la Ley 30/84, la jurisprudencia ha considerado en la STS de 9 de julio de 2012, Sala de lo Contencioso-Administrativo, Sección 7.ª, que de la literalidad de ese precepto legal se deduce claramente que, al ser la regla genera el estatuto funcionarial y lo excepcional el régimen laboral, «esto hace que hayan de interpretarse restrictivamente las excepciones que en dicho precepto se enumeran». En este caso concreto ha considerado que el puesto de auxiliar administrativo de un Ayuntamiento debía tener naturaleza funcionarial. En este sentido, el EBEP ninguna novedad esencial habría aportado. En todo caso, la novedad vendría precisamente por la limitación que se ha impuesto al correspondiente legislador de desarrollo que, como mínimo, deberá respetar el ejercicio de potestades que impliquen autoridad o salvaguardia de intereses generales del Estado o de las Administraciones Públicas, toda vez que este tipo de funciones debe quedar vetado a los laborales y sus puestos ocupados necesariamente por funcionarios públicos que, además, posean el requisito de la nacionalidad española. Por otra parte, y al mismo tiempo, también resultaría conveniente que el legislador de desarrollo permitiera ciertos espacios a la autonomía organizativa en materia de personal, teniendo en cuenta la propia complejidad de la organización. En el ámbito de cada Administración territorial suelen existir múltiples formas organizativas y de gestión de actividades que deben estar adaptadas a las necesidades que plantea cada concreto servicio público. Como bien reconoce la Exposición de Motivos del EBEP, la organización burocrática tradicional, creada esencialmente para el ejercicio de potestades públicas en aplicación de las Leyes y reglamentos, se ha fragmentado en una pluralidad de entidades y organismos de muy diverso tipo, dedicadas unas a la prestación de servicios directos a la ciudadanía y otras al ejercicio de renovadas funciones de regulación y control. En este sentido, no puede desconocerse la mayor flexibilidad que el régimen laboral permite para el gestor público dada su mayor proximidad a los criterios de gestión de la empresa privada, máxime desde que se permite su despido por razones técnicas, organizativas, productivas o económicas y desde que se ha reconocido a la Administración la posibilidad de desvincularse de sus propios convenios colectivos. En fin, dentro de este amplísimo margen de libertad de que dispone el legislador de desarrollo para fijar los criterios de ocupación de puestos laborales, hay que tener en cuenta que corresponde después a las Administraciones Públicas concretarlos en su estructura organizativa a través de las relaciones de pues-

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tos de trabajo (o de otros instrumentos organizativos similares). En este sentido, deberían ser las funciones del puesto las que han de definir su naturaleza y no el tipo de relación jurídica existente entre el empleado y la Administración. Así se desprende, al margen de una mera interpretación formalista, de la interpretación realizada por la Sentencia del Juzgado ContenciosoAdministrativo de Victoria-Gasteiz de 27 de septiembre de 2012, sobre Lanbide-Servicio Vasco de Empleo. En ella se ha apuntado, con buen criterio, que es preciso respetar la naturaleza de las funciones a la hora de convocar un puesto de trabajo para su ocupación por un laboral o un funcionario, aun cuando no exista todavía la Relación de puestos de Trabajo. En todo caso, a la hora de plasmar esta tarea interpretativa en la correspondiente relación de puestos de trabajo, debería respetarse una mínima regla de coherencia interna del sistema: que exista un solo régimen jurídico para los empleados que realizan cada tipo de función pública (Boltaina Bosch, 2006). Resulta esquizofrénica la convivencia en la misma Administración de empleados que, realizando exactamente las mismas funciones, estén sometidos a distintos regímenes jurídicos, tal como ocurre en algunos ámbitos con los ordenanzas, los reprógrafos o incluso con los auxiliares administrativos. Obviamente ello sólo podrá llevarse a cabo si con carácter previo se han identificado adecuadamente tareas y funciones a través de los correspondientes análisis funcionales de puestos (Gorriti, 2007). En el marco siempre de una adecuada planificación estratégica del personal, la toma de decisiones debe realizarse ponderando algunas otras variables. Factor clave debe ser la propia política de personal que se pretenda llevar a cabo en cada Administración, si se opta por funcionarizar, por aumentar el ámbito de la laboralización o por mantener un régimen mixto (en este caso, racionalizado). Así, por ejemplo, el legislador valenciano ha optado claramente por la funcionarización de su personal. Sólo pueden ser clasificados como puestos de naturaleza laboral aquellos que impliquen el ejercicio de un oficio concreto, según lo dispuesto en los arts. 37 y 38 de la Ley 10/2010, de 9 de julio, de la Generalitat, de Ordenación y Gestión de la Función Pública Valenciana. El artículo 11 de la Ley 4/2011, de 10 de marzo, del Empleo Público de Castilla-La Mancha, por el contrario, opta en continuidad con el sistema anterior por un modelo mixto. Por un modelo también mixto pero que permite amplios márgenes de laboralización parece también optar el modelo vasco. El nuevo Proyecto de Ley del Empleo Público de Euskadi, por ejemplo, con buena técnica jurídica detalla algunos supuestos ya existentes (profesores de religión) y pretende ampliar respecto de su vigente Ley de 1989 los ámbitos tasados en los que es posible establecer un vínculo de naturaleza laboral. Así, sus artículos 27.6 y 42 abren el ámbito laboralizador a los niveles directivos intermedios o que no sean de máxima responsabilidad de todos sus entes instru-

mentales; a los empleos de carácter singularizado y cuyo desempeño no requiera de una formación académica determinada; a las tareas de subalterno; a los empleos vinculados con las nuevas tecnologías de la comunicación y de la información; a los empleos reservados a personas discapacitadas; a los empleos temporales reservados a la inserción de determinados colectivos desaventajados o necesitados de integración; a los empleos vinculados únicamente con funciones de protocolo y organización de eventos o congresos; o al personal de las entidades instrumentales que desplieguen sus funciones sobre las políticas de servicios sociales y culturales. Otro factor a tener en cuenta puede ser el relativo al mayor grado de flexibilidad que éste permite. En este sentido, conviene no olvidar que en la medida en que se restrinja la interpretación de la reserva funcional funcionarial y se abran los criterios que permitan la ocupación de puestos por personal laboral, se estará facilitando la adopción, en su caso, de futuras políticas externalizadoras o de reducción del personal. Recordemos que la normativa sobre contratación administrativa establece un límite muy claro y tajante para la formalización de contratos de gestión de servicios públicos y para los contratos de actividades: el ejercicio de potestades públicas. A modo meramente indicativo, y siguiendo el esquema que se sigue en el ámbito estatal con el art. 15.1 de la Ley 30/1984, el legislador podría habilitar al personal laboral para el desempeño de puestos en la Administración instrumental (con la salvaguardia, claro está, de los puestos afectado por la reserva del art. 9.2); para la ocupación de puestos que requieran conocimientos técnicos muy especializados si no existen cuerpos funcionariales que puedan desempeñarlos; para la realización de actividades de carácter periódico y discontinuo; para realizar tareas propias de oficios o de mantenimiento y conservación de edificios (limpieza, vigilancia, recepción, información, custodia, porteo, reproducción de documentos, conducción de vehículos, etc). Mayores dudas interpretativas podría suponer, a mi juicio, el mantenimiento del criterio relativo a las funciones típicamente administrativas y auxiliares, toda vez que podrían encuadrarse en el «ejercicio indirecto» de potestades públicas. Algo similar ocurre con el criterio relativo al carácter estable o contingente de las funciones que se tengan que desarrollar. En otro tiempo pudo ser un criterio relevante para trazar la línea divisoria. De hecho, la naturaleza no permanente de los puestos se sigue manteniendo todavía en el ámbito estatal como uno de los criterios que posibilitan su ocupación por personal laboral (art. 15.1.c. de la Ley 30/84). Hoy en día, sin embargo, este criterio debe ser relativizado por la mayor operatividad y uso que permite el Estatuto de la figura del funcionario interino, toda vez que se puede acudir a ella, no sólo para ocupar con carácter urgente y necesario plazas vacantes, sino también por excePertsonak eta Antolakunde Publikoak kudeatzeko Euskal Aldizkaria Revista Vasca de Gestión de Personas y Organizaciones Públicas Núm. 5 zk./2013. Págs. 82-99 or. ISSN: 2173-6405

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so o acumulación de tareas o para la realización de programas de carácter temporal. En todo caso, antes de la adopción de este criterio, deberían tenerse en cuenta los importantes efectos secundarios —y patológicos— que ha provocado, pues ha hecho aumentar considerablemente las tasas de precariedad en la Administración y se ha convertido en un factor desencadenante de fuertes presiones para realizar políticas de estabilización del personal afectado.

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7. A modo de conclusión

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El legislador ha partido de la constatación de una realidad: la existencia de una dualidad de regímenes jurídicos en la Administración, que en algunos ámbitos supera incluso al personal funcionarial, y la constatación de que esta situación no tiene visos de desaparecer dada la importante dosis de flexibilidad que el régimen laboral permite introducir en la gestión de los recursos humanos —especialmente en un contexto de grave crisis económica— y dada su mayor proximidad a los criterios de gestión de la empresa privada, lo que explica su preferencia en determinadas áreas de la Administración. Ante ello ha adoptado la postura más razonable: el acercamiento, en la medida de lo posible, de los dos regímenes jurídicos y la cobertura legal de las especialidades que presenta la regulación del personal laboral en la Administración. Ha intentado reordenar la delicada cuestión relativa a las fronteras entre ambas naturalezas de personal recurriendo a la técnica de la reserva de funciones que implican el ejercicio de autoridad o la salvaguarda de los intereses generales a los funcionarios públicos. La intención es sumamente loable porque al menos supone el establecimiento de un criterio mínimo, básico y de obligado cumplimiento para los legisladores autonómicos que antes no existía. Sin embargo, su puesta en práctica nace ya un tanto viciada por no ser aplicable algunos organismos que realizan indudables funciones de autoridad y, sobre todo, por los nada desdeñables problemas teóricos e incluso prácticos que puede ocasionar la concreción de esta cláusula. No obstante, hay que ser plenamente conscientes de que la puesta en marcha del Estatuto es una cuestión eminentemente compleja que abre una larga cadena de cambios de gran calado en la Administración Pública, por lo que habrá que esperar a que se produzca el desarrollo legislativo del Estatuto con coherencia para ver cómo se afronta este complicado problema de la distinción entre los funcionarios y los laborales en la Administración. 98

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