ANDRÉS FELIPE SUÁREZ THOMAS LA ÉTICA Y METAÉTICA DEL DARWINISMO

ANDRÉS FELIPE SUÁREZ THOMAS LA ÉTICA Y METAÉTICA DEL DARWINISMO Pontificia Universidad Javeriana Facultad de Filosofía Agosto de 2010 ANDRÉS FELIP

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ANDRÉS FELIPE SUÁREZ THOMAS

LA ÉTICA Y METAÉTICA DEL DARWINISMO

Pontificia Universidad Javeriana Facultad de Filosofía Agosto de 2010

ANDRÉS FELIPE SUÁREZ THOMAS

LA ÉTICA Y METAÉTICA DEL DARWINISMO

Trabajo de grado presentado por Andrés Felipe Suárez Thomas, bajo la dirección del profesor Roberto Palacio, como requisito parcial para optar al título de Licenciado en Filosofía.

Pontificia Universidad Javeriana

Facultad de Filosofía Agosto de 2010

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Índice

Agradecimientos, 12 Introducción, 13 I. Visión general del darwinismo, 18

1. La teoría de la evolución por selección natural, 18  La evolución: algunas ideas procedentes de la filosofía, 18  Darwin y la selección natural, 22  Lamarck y la herencia de caracteres, 24  Malthus y la lucha por la existencia, 26  ¿Cómo opera la herencia de caracteres? 29  El ‗origen‘ de las especies, 32 2. La teoría de la evolución aplicada a la moralidad humana, 35  La moral vista desde la historia natural, 35  El origen del sentido moral, 38  La simpatía, 42  La paradoja del altruismo y la selección de grupo, 45  La lucha entre instintos y la conciencia, 50  El lenguaje, 54  Conclusión, 57

II. Implicaciones sociales del darwinismo, 59 1. Darwinismo social, 59  Darwin y el ‗darwinismo‘ social, 59  Herbert Spencer y el valor moral de la evolución, 66  ‗Spencerianismo‘ social, 72  Huxley y la oposición a la naturaleza, 76 2. La falacia naturalista, 79  Dos falacias naturalistas, 79  Del ‗es‘ al ‗debe ser‘, 80  Confundir lo bueno con su objeto, 89

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III. Metaética darwinista, 96 1. La propuesta metaética, 96  Tipos de teorías éticas, 96  Más sobre el problema de la justificación, 101 2. La metaética y el darwinismo, 103  Una revisión de la moralidad, 103  La justificación metaética de la moralidad, 114  En torno a la ley de Hume, 122  La libertad de elección, 126

Conclusión, 130 Bibliografía, 132

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Agradecimientos

Agradezco a Roberto Palacio por su ayuda y orientación todos estos meses; Al profesor Miguel Ángel Pérez, cuyos consejos fueron cruciales para mí en ciertas partes de esta tesis; A mi amigo Daniel Murillo, cuya perspicacia y rigor lógico más de una vez me hicieron reconsiderar las ideas aquí defendidas.

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Introducción 100 años sin Darwin son más que suficiente.1

Hablar de una ética darwinista no es empresa fácil. En ninguna parte de la obra del eminente naturalista inglés Charles Darwin (1809 – 1882) encontramos expuesto ya un sistema ético, con normas, máximas, axiomas o parámetros bien definidos. Antes bien, sólo hallamos, en lo que concierne a este tema, algunas hipótesis y análisis respecto del origen de las facultades morales del hombre, basadas en el estudio comparado de las especies que el autor ha realizado. Aunque resulta inadecuado pedirle a Darwin que nos exponga un sistema ético a la tradicional usanza filosófica. Después de todo, el interés primario del naturalista inglés no fue nunca, cual filósofo o moralista, el de exponer una ética a partir de la cual las personas pudiesen orientar sus acciones, o hacer una detallada disertación sobre los conceptos de bien y mal. El interés de Darwin era, por el contrario, harto distinto: demostrar que todas las especies en el mundo natural se han originado a partir de un ancestro común, y que, a lo largo de muchas generaciones, éstas se han transmutado en otras especies distintas a través del proceso conocido como evolución por selección natural. La enorme diversidad de especies que vemos hoy en día en la naturaleza se debería a este proceso de evolución por selección natural, como queda demostrado en El origen de las especies (1859). Así las cosas, no resulta poco razonable preguntarse cuál puede ser la relevancia filosófica, o moral, de las ideas, en principio biológicas, de Darwin. Aún más, si el mismo Darwin no tenía ningún interés estrictamente filosófico al publicar su obra, ¿por qué deben los filósofos estar atentos de ella? ¿Qué tiene el pensamiento de Darwin que resulta tan indispensable conocerlo, no sólo por biólogos, científicos o filósofos, sino por, prácticamente, todo aquel con un remoto interés por los problemas del hombre y su relación con el mundo natural? Como anota John Dewey al respecto, no podemos desconocer el darwinismo, puesto que éste ―introdujo un modo de pensar que, a la postre, estaba destinado a transformar la lógica del conocimiento y, con ello, la manera

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G. G. Simpson, "One hundred years without Darwin are enough," Teachers College Record, 60(1961): 617-626; from Evolution: Oxford Readers, New York: Oxford University Press, 1997, 368-378.

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de abordar la moral, la política y la religión.‖2 El pensamiento darwiniano representó una ruptura radical con la concepción reinante que se tenía sobre la naturaleza en todas las áreas del conocimiento: la idea de que ésta última, como tal, es un diseño absoluto, completo e inmutable, que opera deliberada e inteligentemente en vistas de un fin predeterminado. Nada hay innecesario en la naturaleza, y aquello que a primera vista parece no obedecer a ningún fin, ya ulteriormente lo hallará. Esta idea, claramente, conlleva otra, y es que, si la naturaleza opera ordenadamente en vistas de un fin, entonces alguien o algo tuvo que haberla organizado y dispuesto de esa manera. El conocimiento de la naturaleza desemboca, así, en el conocimiento de un Creador, de una inteligencia superior a la naturaleza que explique la fascinante complejidad y aparente infalibilidad de la misma. No es difícil colegir de este punto cómo ciencia y religión van entonces de la mano; lo que aquélla infiere, ya ésta lo ha aseverado. Tal era la idea, heredera de Aristóteles, que guiaba todas las ciencias naturales en época de Darwin. No obstante, ya antes de las del buen naturalista inglés habían surgido ideas que disentían de esta concepción estática y finalista de la

naturaleza. La

astronomía, la geología, la física y la química habían venido todas añadiendo peso a la hipótesis de que la naturaleza es constantemente susceptible de padecer alteraciones sutiles y cambios graduales, y debido a éstos, no a un plan establecido y diseñado eones antes, es que se presenta hoy como la vemos. No fue, sin embargo, hasta la publicación de El origen de las especies, en 1859, que la idea de la naturaleza como algo cambiante y no sometido a ningún orden concreto fue discutida con toda seriedad dentro de los círculos académicos. Al oponerse a la visión finalista del mundo y la naturaleza, el darwinismo obligó a las ciencias, tanto naturales como humanas, a deshacerse de los elementos metafísicos o trascendentales en sus explicaciones; a pasar de las esencias absolutas y generales a las existencias contingentes y concretas. En últimas, a dejar de contemplar los ángeles, bajar la cabeza y observar, en su lugar, a los gusanos que se retuercen bajo nuestros pies. De nuevo, John Dewey se expresa de manera impecable a propósito de este punto: El interés pasa de las esencias generales que se ocultan tras cada cambio particular a la cuestión de cómo esos cambios particulares favorecen o frustran propósitos concretos; de una inteligencia que conformó las cosas de una vez para siempre, a las inteligencias particulares que las cosas aún ahora están conformando; de la meta de un bien último, a los incrementos directos en justicia y felicidad

2

John Dewey, “La influencia del darwinismo en la filosofía”, en La miseria de la epistemología (Madrid: Biblioteca Nueva, 2000), 49-50.

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que se podrían lograr con una administración inteligente de las condiciones existentes, y que la falta de cuidado o la estupidez presentes quizá destruyan o dejen escapar.3

¿En qué concierne todo esto a la ética? Como todas las demás disciplinas del conocimiento, ésta también recibió un gran vuelco por parte del darwinismo. Y es que, si la naturaleza no posee ninguna finalidad u objetivo inmanente, no puede hablarse por consiguiente de una ―justicia‖ o una ―ley‖ natural, mucho menos de algo así como un ―deber ser‖, precepto fundamental de toda ética. Los actos que podrían ser calificados como buenos o malos moralmente serían asunto único del hombre, sin ningún tipo de respaldo supranatural o justificación verdadera, y, por ello, las consecuencias e implicaciones de los mismos un problema que no puede ser resuelto con apelaciones a autoridades metafísicas o con explicaciones que trasciendan el mundo mismo en el que se cometen. Así pues, si las acciones no se pueden justificar en nombre de algún Bien o principio trascendente, el hombre se ve en la obligación de ofrecer una justificación distinta para sus actos. Además, el hombre ya no es una criatura privilegiada, sentado en la mano del Creador y con el derecho de gobernar sobre la naturaleza y todas las criaturas vivientes como le venga en gana; por el contrario, es tan sólo el resultado ciego de los procesos de la selección natural, uno más entre tantas especies, igual en su condición biológica a las criaturas más insignificantes de la naturaleza. Y si la ética no puede justificarse desde fines últimos, entonces conceptos como justicia, deber, bien, libertad o felicidad van ligados a la historia biológica de la especie humana, no pueden ser comprendidos sin ésta, y no existen más allá e independientemente del hombre mismo –cuales ideas platónicas–, como se creía. El darwinismo, así, no sólo pone en cuestión los principios fundamentales de toda ética, sino que, prácticamente, obliga a que se suministre una nueva definición de lo que se entiende por la misma (de la misma manera que obliga a que se dé una nueva definición del ser humano), al menos si aceptamos sus supuestos. El inicio de este ingente proyecto lo podemos hallar ya en Darwin mismo. En su posterior obra, El origen del hombre (1871), encontramos propiamente las consideraciones del autor sobre el surgimiento de la moral como producto de la evolución de la especie humana. Darwin intentó demostrar que las capacidades morales del hombre podían haberse originado –esto es, evolucionado– debido al proceso de selección natural. No obstante, debemos nuevamente aclarar que esto es todo lo que

3

Ibid., 58.

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puede hallarse a propósito de este tema, consideraciones y especulaciones sobre el origen de la moralidad. No se encuentra en El origen del hombre la exposición del sistema ético darwinista ni nada parecido. Quizá sea por ello, porque el mismo Darwin nunca bosquejó una teoría moral per se, que no podamos, en consecuencia, hablar de una sola ética darwinista, sino que debamos apelar a las diferentes interpretaciones que se han hecho de las anotaciones del mismo Darwin concernientes al tema, así como a las nuevas teorías que han surgido de las mentes de otros autores insignes a partir de la teoría de la selección natural, y que han optado posteriormente por denominarlas como éticas darwinistas: éticas nacidas de la teoría de la evolución por selección natural, a la vez que cotejada dicha teoría con los hallazgos y descubrimientos científicos que vinieron después de las ideas del naturalista inglés, y que en gran parte han añadido nuevas perspectivas e inquietudes a este problema. Si de algo no cabe duda es que, como hemos dicho anteriormente, las interpretaciones hechas a la teoría darwiniana son –se puede decir sin temor de caer en una hipérbole– innumerables. Naturalmente, como sucede con todo conocimiento que haya alcanzado gran reconocimiento, la fidelidad o calidad de las mismas en relación con el contenido original está siempre en cuestión. En efecto, el de Charles Darwin ha sido un tristemente célebre ejemplo de una obra que, gracias en parte a las numerosas malinterpretaciones que se le han hecho, ha afrontado censuras y vituperios, algunos de los cuales han persistido hasta nuestros días. Esto, sin embargo, no impide que tengamos por bien considerar las teorías darwinistas sociales más importantes –para bien o para mal–, como los aportes de Herbert Spencer, a fin de ofrecer un panorama completo de las teorías morales darwinistas y su desarrollo a través de la historia y, objeto de esta tesis, argumentar cuál podría ser la interpretación más adecuada de la ética a partir del darwinismo, y por qué nos parece esto así. A este respecto, lo que me propongo en esta tesis es demostrar cómo a partir de una nueva interpretación del darwinismo y de su relevancia para la filosofía moral podemos felizmente desembocar en una ética cimentada en la teoría de la selección natural, pero a su vez desembarazada de los problemas conceptuales que a ésta se le asocian, como son la falacia naturalista, el darwinismo social o la asunción de posiciones inhumanas, eugenésicas o racistas. En efecto, hemos dicho ―nueva‖ interpretación puesto que, si bien las teorías éticas basadas en el darwinismo son casi concomitantes a la publicación de El origen de las especies, todas parecen resumirse más o menos en el darwinismo 16

social: la creencia de que la selección natural opera en la sociedad humana igual a como en el mundo natural. Ésta es, de cara a las condiciones del mundo moderno, una posición a todas luces insostenible y que, analizada más cuidadosamente, no sólo comete la falacia naturalista, sino que además revela una alta incompatibilidad con la idea original de Darwin, como veremos. La nueva interpretación de la ética darwinista que propongo será realizada desde la metaética. No está de más aquí, ciertamente, aclarar que la metaética no es de ninguna manera desconocida en los círculos filosóficos, así como tampoco se circunscribe inexorablemente al darwinismo. Muy resumidamente, podemos decir que, si la metaética es el área de la ética que busca entender la naturaleza de las proposiciones y los juicios éticos, una metaética darwinista buscará entender la naturaleza de dichas proposiciones éticas a partir de una teoría que toma la selección natural como modelo explicativo. Para exponer esta interpretación correctamente, empero, me parece que es necesario traer a colación las otras interpretaciones del darwinismo, como son el darwinismo social sostenido por Spencer, el consecuente rechazo del mismo al ser expuesta la falacia naturalista, y el no poco apreciable aporte de la sociobiología para comprender el comportamiento moral humano como un fenómeno explicable biológicamente. Los anteriores elementos nos ayudarán a comprender por qué defiendo que la metaética es la opción más adecuada para abordar el darwinismo en filosofía moral, y cómo su explicación podría acercarnos más a las ideas originales de Darwin – por lo menos más que aquellas que han contribuido a su malinterpretación y rechazo antes que a su aceptación y acogida– para comprender el comportamiento del ser humano desde un punto de vista exclusivamente naturalista.

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I. Visión general del darwinismo

La teoría de la evolución por selección natural El darwinismo no es sólo una ambiciosa teoría de la naturaleza orgánica; es, virtualmente, una filosofía de la vida en sí.4

La evolución: algunas ideas procedentes de la filosofía La idea de la evolución o transmutación de las especies no es nueva en la historia de la humanidad. Numerosas son las alusiones a este tema por parte de los antiguos filósofos griegos. Empédocles (490 – 430 a.C.) creía que el mundo se compone de cuatro sustancias fundamentales: fuego, agua, aire y tierra. Bajo la influencia de dos principios, la enemistad y la amistad, se hallan en constante movimiento e interacción, y esta actividad da origen a todos los cuerpos, celestes y animales. Lo interesante de esta idea de Empédocles es que estos cuerpos no fueron originados completos; al principio se originaron partes aisladas de animales, que eventualmente se fueron uniendo entre sí. Dado que muchas de estas combinaciones eran monstruosas y no servían para dar vida (nada impedía que, por ejemplo, se mezclase una cabeza de toro con un cuerpo de hombre), perecían. Sólo aquellos que constituían una mezcla armoniosa se conservaban y podían reproducirse. Los ecos de la selección natural en esta bellísima y primigenia idea de Empédocles son innegables. Otro pensador igualmente importante para esta visión del mundo es Anaximandro de Mileto (610 – 546 a.C.). Respecto del origen de la vida animal y humana, el filósofo de Mileto había propuesto ya, 500 años antes de Cristo, algunas ideas que no resultan menos que asombrosas. Así, al descubrir restos fósiles de focas en la isla de Paros, concluyó que en alguna época ésos debieron haber sido suelos oceánicos, y que todos los animales terrestres habían tenido un origen similar en el mar. También, al observar a ciertas especies de peces que dan nacimiento a crías vivas (como los tiburones), llegó a la conclusión de que el hombre había descendido de una criatura similar. Anaximandro creía que los humanos pasaban esta transición en las bocas de las criaturas marinas para protegerse de la temperatura hasta el momento en que pudieran salir y perder sus escamas. Considerando la infancia extendida del ser humano, el antiguo filósofo 4

Brian Leith, El legado de Darwin (Barcelona: Salvat Editores, 1986), VII.

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pensaba que hubiera sido imposible para los hombres sobrevivir en aquella época primitiva de la misma forma en que lo hacen ahora. Resulta sorprendente que, varios siglos después, Darwin habría de proponer la misma teoría de que el más remoto ancestro de los vertebrados, entre ellos el hombre, era una criatura acuática.5 Aristóteles (384 – 322 a.C.) también sostuvo muchas ideas interesantes respecto de los organismos naturales, aunque su pensamiento difiere de uno evolucionista en la medida en que el Estagirita confirió a la Naturaleza un marcado carácter teleológico. Aristóteles habla de una finalidad interna en todas las criaturas –la entelequia–, que es aquello que las lleva a desarrollarse.6 Por ejemplo, un árbol es la entelequia de una semilla; es la forma hacia la cual la semilla tiende sin influencias externas de otros agentes con el objetivo de realizar todas sus potencialidades. Al mismo tiempo, la entelequia es lo que impulsa a la semilla a crecer y convertirse en un árbol. Dicho de otra manera, el árbol es el fin en virtud del cual la semilla se desarrolla, el motivo que explica sus cambios físicos. Esta finalidad interna no es del todo inherente a los organismos, no obstante; hay una suerte de fuerza metafísica que es la que, a su vez, es la causa tras todos los movimientos (cambios) de los cuerpos en el universo. Hablamos aquí del célebre ―Motor inmóvil‖, la Razón última del universo, que origina movimiento sin ser él mismo movido, y que atrae a todos los organismos como ―el amado al amante‖. La conclusión no podía ser de otra manera. Sin esta idea de un Motor inmóvil, el inevitable círculo de causalidad y finalidad se extendería ad nauseam. Este es el quid, a la vez que el mayor dislate, de la teleología. Si todo en la naturaleza existe en la medida en que existe también su porqué, entonces tiene que haber un porqué de porqués, la causa que no sea ella misma producto de alguna otra causa. No es una exageración afirmar que toda la filosofía posterior se ha ocupado en bien defender, bien refutar esta cuestión, bajo diversos matices. 7 Podríamos continuar de esta manera, y seguir analizando la historia del pensamiento evolucionista desde los antiguos griegos en adelante y descubrir que muchísimos pensadores ilustres de toda índole y época habían ya anticipado buena parte de las ideas 5

Cf. Charles Darwin, El origen del hombre (Madrid: Biblioteca Edaf, 1989), traducción de Julián Aguirre, 158. Cf. G.V. Platonov, Darwinismo y filosofía (Buenos Aires: Editorial Lautaro, 1981), 14. 7 Sobra decir que esta idea de la teleología mucho es lo que se aleja de una concepción evolucionista del mundo. Sin embargo, no por ello debemos desconocer los enormes méritos de Aristóteles en el pensamiento naturalista y biológico, entre éstos quizá siendo el más importante el haber pensado la biología en términos de especies (de las que él mismo descubrió centenares), y el haber creado uno de los primeros sistemas de clasificación de los seres vivientes. También dio ideas acertadas sobre otros procesos biológicos, como la epigénesis o la digestión de los rumiantes. Pero ésta no es una tesis sobre Aristóteles, así que dejaremos hasta aquí esta cuestión. 6

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de Darwin. En lo que respecta a la filosofía moderna a propósito de este punto, llama la atención el caso de David Hume (1711 -1776), filósofo cuyas ideas, en sus Diálogos sobre religión natural (1779), guardan cierta similitud con la teoría de la selección natural que, un siglo después, haría célebre el naturalista inglés. En la obra mencionada, considera el filósofo escocés si el ser humano es capaz de llegar a conocer a Dios. Para ello, inquiere varios argumentos respecto de la existencia de Dios, cada uno argüido por un personaje distinto. Demea representa el dogmatismo religioso, al sostener que el ser humano no puede acceder al conocimiento de Dios mediante la razón (argumento desde la fe). Philo, el escéptico, concede a Demea que Dios puede ser incomprensible racionalmente, pero ello no impide que pueda ser moralmente corrupto, y cognoscible por esta vía (argumento del mal). Cleantes aduce que se puede conocer a Dios por la evidencia que hallamos de Él en la naturaleza (argumento del diseño). Al respecto de este último argumento, Hume realiza una crítica devastadora. Cleantes arguye que vemos ciertos objetos como relojes y barcos que presentan cierto orden y que fueron construidos por un diseñador inteligente. Dado que vemos que el universo presenta también un tipo de orden, se puede asegurar en consecuencia que el universo ha sido construido con un diseño inteligente. Philo objeta ante este argumento, aduciendo que el argumento del diseño es sólo una analogía, lo que hace posible que sea adecuado para formular una hipótesis, pero no por ello es un criterio válido de verificación. Aún más, la analogía es débil, puesto que no aporta elementos contrastables entre el universo y un barco o reloj además del hecho de que ambos presentan cierto orden 8. Del hecho de que un reloj haya sido creado por un relojero humano no se sigue que los animales y plantas hayan sido creados por un Creador divino omnipotente. El argumento es, pues, inválido, porque ambos fenómenos son disímiles. De la creación humana no se sigue la creación divina. Además, aún en caso de que sí existiera un Creador, la Creación no nos dice nada de Él, así como el reloj no nos dice nada del relojero. Otros pasajes de los Diálogos guardan una similitud asombrosa con la teoría de Darwin. Consideremos, por ejemplo, el siguiente párrafo, que se acerca bastante a una trágica descripción de la lucha por la existencia: A perpetual war is kindled amongst all living creatures. Necessities, hunger, want, stimulate the strong and courageous: Fear, anxiety, terror, agitate the weak and infirm. The first entrance into life gives anguish to the new-born infant and to its wretched parent: Weakness, impotence, distress, attend each stage of that life: and it is at last finished in agony and horror (…) Observe too, says Philo, the 8

Cf. Pedro J. Hernández, El argumento del diseño y el principio antrópico, 1999 , 21 de diciembre de 2009.

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curious artifices of Nature, in order to embitter the life of every living being. The stronger prey upon the weaker, and keep them in perpetual terror and anxiety. The weaker too, in their turn, often prey upon the stronger, and vex and molest them without relaxation. Consider that innumerable race of insects, which either are bred on the body of each animal, or, flying about, infix their stings in him. These insects have others still less than themselves, which torment them. And thus on each hand, before and behind, above and below, every animal is surrounded with enemies, which incessantly seek his misery and destruction. 9

Algo más. Hume considera que, de haber algún orden en la naturaleza, éste puede ser atribuido a la naturaleza misma, y no a algo allende de ella. Esto es, la naturaleza guardaría en sí misma la fuente de sus cambios. Esto es lo que parece querer decir el filósofo escocés en el siguiente apartado, que podría ser fácilmente interpretado como una anticipación de la teoría de la selección natural: Is there a system, an order, an economy of things, by which matter can preserve that perpetual agitation which seems essential to it, and yet maintain constancy in the forms which it produces? There certainly is such an economy; for this is actually the case with the present world. The continual motion of matter, therefore, in less than infinite transpositions, must produce this economy or order; and by its very nature, that order, when once established, supports itself, for many ages, if not to eternity. But wherever matter is so poised, arranged, and adjusted, as to continue in perpetual motion, and yet preserve constancy in the forms, its situation must, of necessity, have all the same appearance of art and contrivance which we observe at present. All the parts of each form must have a relation to each other, and to the whole; and the whole itself must have a relation to the other parts of the universe; to the element in which the form subsists; to the materials with which it repairs its waste and decay; and to every other form which is hostile or friendly. A defect in any of these particulars destroys the form; and the matter of which it is composed is again set loose, and is thrown into irregular motions and fermentations, till it unites itself to some other regular form. 10

Este énfasis en la estabilidad de la naturaleza en sus infinitos cambios y en la preservación de todo aquello esencial a los organismos será, un siglo más adelante, una idea presente en la teoría de la selección natural, aunque no se puede saber con certeza hasta qué punto estuvo el naturalista inglés influenciado por el filósofo escocés a la hora de escribir El origen de las especies. Hume, por su parte, en lo concerniente a este brete concluye que lo más razonable es simplemente suspender el juicio, puesto que es incapaz de tomar en serio estos argumentos sobre la complejidad de la naturaleza, sin introducir la idea de un diseñador que así lo haya determinado a priori. Lo que es claro, sin embargo, es que, como señala Daniel Dennett en su obra La peligrosa idea de Darwin: Cute ideas about evolution had been floating around for millennia, but, like most philosophical ideas, although they did seem to offer a solution of sorts to the problem at hand, they didn‘t promise to go any farther, to open up new investigations or generate surprising predictions that could be tested, or explain any facts they weren‘t expressly designed to explain. The evolution revolution had to wait until Charles Darwin saw how to weave an evolutionary hypothesis into an explanatory fabric composed of literally thousands of hard-won and often surprising facts about nature. Darwin neither invented the wonderful idea out of whole cloth all by himself, nor understood it in its entirety

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David Hume, Dialogues Concerning Natural Religion (Londres, Penguin Classics, 1990), 89. Ibid., 92.

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even when he had formulated it. But he did such a monumental job of clarifying the idea, and tying it down so it would never again float away, that he deserves the credit if anyone does. 11

Hechas estas aclaraciones preliminares, podemos ya entrar en materia y considerar las ideas del propio Darwin al respecto de la evolución. Darwin y la selección natural Darwin, en El origen de las especies, dice, en uno de los pasajes más célebres de esa obra: Si durante el largo paso de las generaciones y bajo diferentes condiciones de vida, los seres orgánicos varían de alguna manera en las muchas partes de su constitución, y me parece que esto no puede ser discutido; si hay, debido a los altos índices de crecimiento geométrico de cada especie, en alguna edad, temporada o año, una severa lucha por la existencia, y esto ciertamente no puede ser discutido; entonces, considerando la infinita complejidad de las relaciones de todos los seres orgánicos entre sí y sus condiciones de existencia, que son causa de una infinita diversidad en estructura, constitución y hábitos, creo que sería un hecho muy extraordinario si ninguna variación hubiese ocurrido que resultase útil para el bienestar de cada organismo, de la misma manera que tantas variaciones han resultado útiles para el hombre. Pero si las variaciones benéficas para un organismo en efecto ocurren, entonces los individuos que las posean tendrán mejor oportunidad de preservarse en la lucha por la vida; y por el fuerte principio de la herencia tenderán a dejar descendencia con similares características. Este principio de preservación he llamado, brevemente, selección natural. 12

De acuerdo con lo anterior se colige lo siguiente: los individuos de cualquier especie tienden a presentar variaciones entre sí, a nivel fisiológico y anatómico, por más pequeñas o insignificantes que puedan parecer a primera vista. Estas variaciones, si son de alguna manera favorables para la conservación de su existencia, de cara a sus condiciones específicas de vida (no importa si constituyen una ventaja grande o pequeña, tan sólo que constituyan una), serán pasadas, por virtud de las leyes de la herencia, a las generaciones venideras. Entonces, los individuos que posean ciertas combinaciones de rasgos favorables tendrán más oportunidades de reproducirse y dejar su herencia que aquellos que posean otras combinaciones menos favorables. Acabamos de resumir aquí, brevemente, el quid de lo que se entiende por la teoría de la selección natural. Sin embargo, la teoría dista mucho de estar ya completa. Como señala Ryan Gregory: Some components of the process, most notably the sources of variation and the mechanisms of inheritance, were, due to the limited available information in Darwin‘s time, either vague or incorrect in his original formulation. Since then, each of the core aspects of the mechanism has been elucidated and well documented, making the modern theory of natural selection far more detailed and vigorously supported than when first proposed 150 years ago.13

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Daniel Dennett, Darwin’s Dangerous Idea (New York, Penguin Books USA, 1995), 33. Charles Darwin, El origen de las especies (Buenos Aires, Longseller, 2005), traducción de Carlos Mayer, 115-116. 13 Ryan Gregory, Understanding Natural Selection: Essential Concepts and Common Misconceptions, abril 9 de 2009 < http://www.springerlink.com/content/2331741806807x22/fulltext.html> (14 de diciembre de 2009). 12

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Siguiendo el estudio original de Dennett, el análisis de Darwin en El origen de las especies puede ser dividido en dos ideas básicas: primero, que las especies descienden de un ancestro común (ésta sería propiamente la teoría de la evolución) y segundo, que este proceso puede ser explicado mediante el mecanismo de la selección natural. 14 ―If Darwin hadn‘t had a vision of a mechanism, natural selection, by which this well-nighinconceivable historical transformation could have been accomplished, he would probably not have had the motivation to assemble all the circumstantial evidence that it had actually occurred.‖15 Este mecanismo de cambio evolutivo fue llamado por Darwin selección natural bajo la analogía de que la naturaleza estaba logrando lo mismo que los criadores humanos lograban al producir un nuevo tipo de caballo o perro al cruzar sistemáticamente aquellos animales de dichas especies que mostraban las características que los criadores hallaban más deseables, y buscaban por ello que apareciesen en la descendencia de los mismos. La naturaleza, empero, a pesar de operar selectivamente, no guarda este mismo propósito; de hecho, no posee ninguna finalidad intrínseca que podamos aprehender a la tradicional usanza filosófica. La inmensa diversidad de los organismos es el resultado, no de algún plan o diseño, sino de los accidentes naturales acaecidos a través de la historia de la tierra: los cambios climáticos, geológicos, las sequías o la escasez de recursos, el incremento de rivales o depredadores de alguna especie en particular que diezmasen su número, etc. Si aceptamos la selección natural, entonces debemos reconocer que el mundo se nos presenta de esta manera por virtud de este continuo proceso de selección, adaptación, extinción y especiación, y no porque es resultado de la Creación o cualquier otra fuerza sobrenatural. Como ya sospechaba Hume, la naturaleza misma es la responsable de sus propios cambios. Darwin advirtió que los organismos tienden a dejar más descendencia de la que el entorno en el que se desarrollan puede sostener. Dicho de otra manera, el número de descendientes que dos organismos pueden generar tiende a ser mayor al número de recursos naturales disponibles para sustentarlos a todos a lo largo del tiempo. De aquí que Darwin hable de una competencia implacable entre los organismos por sobrevivir ante condiciones adversas, y de donde se deduzca que, a pesar del gran número de descendientes que los organismos puedan dejar, no todos lleguen a sobrevivir. La superpoblación, en el mundo natural, está siempre entrañada con una altísima

14 15

Cf. Daniel Dennett, Darwin’s Dangerous Idea, 39. Ibid.

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mortalidad, dado que, si la descendencia de una especie prosperara en su totalidad, y sucesivamente se reprodujera, pronto avasallaría cualquiera otra especie sobre la Tierra. Bien lo señala Gregory: The enormity of this potential for exponential growth is difficult to fathom. For example, consider that beginning with a single Escherichia coli bacterium, and assuming that cell division occurs every 30 minutes, it would take less than a week for the descendants of this one cell to exceed the mass of the Earth. Of course, exponential population expansion is not limited to bacteria. As Nobel laureate Jacques Monod once quipped, ―What is true for E. coli is also true for the elephant,‖ and indeed, Darwin himself used elephants as an illustration of the principle of rapid population growth, calculating that the number of descendants of a single pair would swell to more than 19,000,000 in only 750 years. Keown cites the example of oysters, which may produce as many as 114,000,000 eggs in a single spawn. If all these eggs grew into oysters and produced this many eggs of their own that, in turn, survived to reproduce, then within five generations there would be more oysters than the number of electrons in the known universe.16

A la superpoblación se le suman otros dos hechos: la variabilidad y la herencia. Respecto de la primera, se hace notable al comparar la estructura y función corporal de varios organismos pertenecientes a una misma especie. Compárense dos o más miembros de una misma especie cualquiera en estado natural; las diferencias entre todos pronto serán evidentes. Puede tratarse de la tonalidad del pelaje, el número de dientes, la envergadura de las alas, la distancia que hay entre ambos ojos, la longitud de las patas; no hay dos individuos, dentro de una misma especie, que sean totalmente iguales. Por ejemplo, los tigres no presentan todos patrones idénticos en la distribución de sus rayas, o, viéndolo en un caso más próximo a nosotros, los hombres no poseen todos la misma estatura, o el mismo color de piel. No es poco razonable, pues, pensar que esta variabilidad pueda extenderse a características que resulten condicionantes para la supervivencia, como la capacidad para ver bien de lejos (que ayudaría a detectar a los predadores más fácilmente), una mayor tolerancia ante alguna enfermedad o infección, o un pelaje de alguna tonalidad que ayude más al camuflaje. Estas características que componen la variabilidad entre individuos están a su vez determinadas por la transmisión genética, es decir, se adquieren por herencia (aunque, en tiempos de Darwin, no se entendía todavía muy bien cómo operaba esta adquisición y, de hecho, Darwin mismo nunca explicó cómo se originaban las variaciones entre cada individuo). Lamarck y la herencia de caracteres Esta idea de la trasmisión de caracteres favorables de una generación a otra ya había sido desarrollada por el naturalista francés Jean Baptiste Lamarck (1744 – 1829), con su formulación conocida como herencia de caracteres adquiridos. De acuerdo con esta teoría, los organismos cambiarían paulatinamente para adaptarse al entorno donde se 16

Gregory, < http://www.springerlink.com/content/2331741806807x22/fulltext.html>

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encontrasen, y estos caracteres adquiridos en vida se heredarían a la próxima generación. Estos caracteres se forman en respuesta a las necesidades y condiciones particulares de cada organismo. Con el tiempo, estas modificaciones anatómicas se pasarían a la siguiente generación.17 Al igual que Darwin, Lamarck estaba convencido de que todos los organismos presentes en la naturaleza, entre ellos el hombre, se habían originado a partir de un organismo común. La vida se había generado en una forma sencilla, y luego se había ido complejizando, como una escala evolutiva, motivada por ―una fuerza que tiende incesantemente a complicar la organización.‖18 La variabilidad de formas dentro de las especies sería el resultado de la adaptación de las mismas a las condiciones específicas en las que vivieran. En otras palabras, el medio ambiente influiría en los organismos de manera directa, a través de las diversas necesidades que les plantease y los hábitos que éstos en respuesta desarrollaran para adaptarse. Estas variaciones adquiridas a través del hábito, el uso o desuso de órganos y la necesidad serían transmitidas a las generaciones siguientes, y, al acumularse gradualmente, conducirían a la formación sucesiva de nuevas especies biológicas. Quizá el ejemplo más famoso de esta teoría sea el del cuello de la jirafa. Lamarck explicaba la longitud de dicha parte de este animal dado el continuo esfuerzo de la especie –que originalmente era más pequeña, de cuello y patas cortas – para ramonear las copas de árboles más y más altos. Dicho esfuerzo para sobrevivir conllevó el desarrollo de un cuello, y patas, cada vez más largos que se adaptaran al medio ambiente, adaptación que a su vez se fue heredando a las generaciones venideras. Así, en el lamarckismo, un organismo percibe la necesidad ambiental y responde de la manera ―correcta‖ al desarrollar algún método de adaptación que luego pasará a su descendencia. Tal explicación teleológica no tenía lugar para Darwin. El lamarckismo confería cierta noción de finalidad y dirección a la naturaleza, un objetivo específico por virtud del cual las especies se configuran y adaptan. Pero esto es irreconciliable con la selección natural, que es un proceso accidental, a partir del cual la adaptación surge en razón de las variaciones arbitrarias de un individuo respecto de otro que favorezcan su éxito reproductivo sobre el de la competencia. En otras palabras, en la selección natural el esfuerzo adaptativo de una criatura no sería lo que determina su proceso evolutivo.

17

18

Cf. Jean Baptiste Lamarck, Filosofía zoológica (Barcelona, Editorial Alta Fulla - Mundo científico, 1986), 175. Stephen Gould, El pulgar del panda (Barcelona, Orbis, 1985), 80.

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Lamarck sostenía que la evolución de las especies se debía a dos causas: primero, que en todos los organismos existe un impulso interno que los lleva instintivamente hacia su perfeccionamiento (una afirmación que, por demás, está empapada de teleología), y segundo, la capacidad de los organismos para reaccionar al entorno y adaptarse a las necesidades de su situación presente. Lamarck consideraba, de esta manera, el ambiente, el entorno físico, como la fuerza en juego principal para la evolución, a diferencia de Darwin, para quien el entorno es un factor que influiría en qué variaciones individuales podrían primar sobre otras en términos de ser ventajosas para la supervivencia, pero no es el único determinante para que se dé evolución. Esto resulta de esta manera dado que, aun en caso de que algunas variaciones fuesen ventajosas, tal hecho sería completamente accidental, por cuanto las mismas variaciones que podrían resultar favorables dadas ciertas condiciones de vida, podrían igualmente ser inútiles bajo otras (esta hipótesis es una de las que sostiene Darwin para explicar la diversidad de la especiación). Si por alguna catástrofe climática los mamíferos lanudos se encontrasen de repente en un ambiente desértico, entonces la variación que otrora les fue ventajosa pasaría a ser perjudicial. Lamarck creía que ante cualquier circunstancia los organismos tenían la capacidad inherente de adaptarse a la situación; Darwin creía que el entorno, así como podía favorecer ciertos rasgos, podía igualmente ser responsable de la extinción de una especie, al no poder ésta adaptarse a las particularidades de su situación. Gould resume esta divergencia entre ambos naturalistas de la siguiente manera: El darwinismo es un proceso de dos pasos, en el que hay dos fuerzas que son las responsables de la variación y de su dirección. (…) La variación se produce sin una orientación preferente hacia direcciones adaptativas. Si disminuyen las temperaturas y una capa de piel más espesa pudiera colaborar a la supervivencia, la variación genética en beneficio de una mayor cantidad de pelo no empieza a surgir cada vez con mayor frecuencia. La selección, el segundo paso, opera sobre la variación no orientada y transforma la población confiriendo un mayor éxito reproductivo a las variantes ventajosas. (…) El lamarckismo es, esencialmente, una teoría de la variación dirigida: Si las pieles espesas son mejores, se desarrollan y se transmite ese potencial a la descendencia. Así pues, la variación es directamente dirigida hacia la adaptación, y no es necesaria ninguna segunda fuerza, como la selección natural.19

Malthus y la lucha por la existencia Teniendo en cuenta los tres factores que hemos mencionado –población, variabilidad, herencia–, es que Darwin hablará consecuentemente de una lucha por la existencia entre las especies. Sentado que nacen más sujetos de los que pueden 19

Ibid., 82.

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sobrevivir, tiene que declararse una lucha por los recursos disponibles, una competencia constante en busca de espacio y alimento. Esta lucha es directa, como la que se da entre miembros de una misma especie (en la medida en que padecen las mismas necesidades y requieren de los mismos recursos para su sustento) o indirecta, como la de los animales y vegetales para sobrevivir ante condiciones de falta de agua, bajas temperaturas u otras condiciones desfavorables del medio ambiente. El término ―lucha por la existencia‖ ya había sido acuñado por el reverendo Thomas Malthus (1766 – 1834). Aplicado en principio a la población humana, en el Ensayo sobre el principio de población (1798), Malthus anota que en el mundo natural las plantas y los animales tienden a dejar más descendencia de la que puede sobrevivir. El ser humano también, de serle posible, puede llegar a producir un exceso de población. Dado que la población humana crece en progresión geométrica (es decir, la progresión aumenta multiplicándose por dos: 1, 2, 4, 8, 16, 32, etc.), mientras que los recursos alimenticios crecen sólo en progresión aritmética (la progresión aumenta con la adición de dos: 1, 3, 5, 7, 9, 11, etc.), la diferencia entre ambos ritmos de crecimiento es tan grande que se hace necesario imponer ciertos límites sobre el control de los recursos y los medios de subsistencia. La conclusión de Malthus fue que, a medida que la población más creciera, las inevitables limitaciones de recursos alimentarios darían paso a implicaciones sociales, esto es, las poblaciones se verían forzadas a competir entre ellas por el mayor número de recursos. Esta competencia fue la que definió el autor bajo términos de una ―lucha por la existencia‖, y el desenlace que de esta lucha surge es que gran parte de la humanidad estaría siempre condenada a la miseria, y sólo los más aptos tendrían acceso a los recursos para subsistir, a menos que el número de familias y sus métodos de reproducción fuesen estrictamente regulados, de modo que la población humana nunca aumentase en exceso.20 Darwin tomó esta idea de Malthus y la desplazó al mundo natural, a la vez que aplicó sobre ella la selección natural: las características favorables de algunos individuos, para un tiempo y un lugar determinados, son las que hacen que algunos sobrevivan exitosamente en la lucha por la existencia, además de favorecerles para dejar descendencia.

20

Cf. Thomas R. Malthus, An Essay on the Principle of Population , (16 de diciembre de 2009)

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¿Por qué no vemos, siguiendo el ejemplo de Gregory anteriormente citado, un número alarmante de E.coli o de ostras repartido por todo el mundo? En teoría, todas las especies pueden sin ningún obstáculo caer en una ―superfecundidad‖ (es más, se ven compelidas a ello) y, en consecuencia, expandir su número notablemente, empero, en la práctica vemos que esto no resulta de este modo. La razón para ello es simple, y es que no toda la descendencia que es producida llegará a sobrevivir y dejar de paso la suya propia. El número de las poblaciones, notó Darwin, tiende a conservarse estable a largo plazo gracias a este balance de la supervivencia. Algunos organismos sucumben ante enfermedades o infecciones, otros son devorados por los predadores o asesinados por rivales. La lucha por la existencia, entonces, es la resulta de esta discrepancia masiva entre el número de descendencia producida y el número que alcanza a sobrevivir de la misma, que, como vemos, tiende a ser mínimo. ―Nacen más individuos de los que pueden sobrevivir. Cualquier alteración de este balance determina cuál individuo muere y cuál vive –qué especie incrementará en número y qué otra se reducirá, o se extinguirá finalmente.‖21 El término de lucha por la existencia no sólo se aplica a la posibilidad de sobrevivir sin más, sino también a la oportunidad de dejar descendencia, el éxito reproductivo. Puesto que, como hemos visto, el factor de la superpoblación, junto con las condiciones de vida, hace imposible que todos los miembros de una especie se desarrollen, siempre habrá forzosamente una lucha entre las especies por la supervivencia y la reproducción, y el éxito en ambas se deberá en gran parte a las variaciones individuales. Alguna variabilidad que ayude a conseguir pareja, a luchar por el territorio, a obtener alimento con más eficacia, todas favorecerán las probabilidades de supervivencia, y con éstas también las de dejar descendencia. Veamos el ejemplo que Darwin utiliza para ilustrar este punto: si correr velozmente incrementa las posibilidades reproductivas de un lobo, y si la descendencia de dicho lobo es similar a éste en lo que se refiere a correr velozmente, entonces la proporción de lobos veloces tenderá a ser mayor en la generaciones futuras que hayan descendido de este primer lobo veloz (asumiendo que este primer lobo haya tenido mayor éxito reproductivo que el resto). Este proceso puede repetirse generación tras generación, haciendo que los lobos sean cada vez más veloces.22 Otro ejemplo sería el de la polilla del abedul, Biston betularia, nativa del

21

22

Cf. Darwin, El origen de las especies, 110. Cf. Tim Lewens, Darwin (Austin, Routledge, 2007), 46.

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Reino Unido. Originalmente, las polillas presentaban dos coloraciones, blancas o negras. Durante la revolución industrial, empero, un gran número de los abedules sobre los cuales los insectos se posaban fueron ennegrecidos por el hollín de las fábricas circundantes, lo que concedió una ventaja imprevista a las polillas negras frente a los predadores. Con el paso de algunas generaciones, las polillas negras habían tenido mayor éxito reproductivo y dejado más descendencia que sus compañeras blancas, de manera que casi todas las polillas eran ahora negras. ¿Cómo opera la herencia de caracteres? Los ejemplos anteriores ilustran respecto de cómo ciertos caracteres favorables para la supervivencia tienden a heredarse, por lo que el organismo que los posea contribuirá con más descendencia que el competidor menos favorecido, y las crías serán a su vez portadoras de las características que determinaron el éxito de sus padres. Darwin era plenamente consciente de esto, que las variabilidades ventajosas tienden a heredarse directamente de padre a hijo, y que, dentro de una misma especie, los hijos son más similares a sus padres que al resto de los miembros. No obstante, en su tiempo, el naturalista inglés era incapaz de explicar por qué existía la variación o cómo ciertas características específicas eran pasadas de padre a hijo, por lo que su explicación de los mecanismos de herencia es nebulosa (Lamarck se deshace de este aprieto simplemente afirmando que las características que se adquieren por herencia son producto de la adaptación directa al entorno). Esta laguna, infortunadamente, resulta crucial a la hora de comprender con exactitud la teoría de la selección natural. Resulta por demás curioso, de otra parte, que ni Darwin ni sus contemporáneos hayan podido tropezar con una explicación satisfactoria para esta interrogante. A este respecto comenta Dennett: In all his brilliant musings, Darwin never hit upon the central concept, without which the theory of evolution is hopeless: the concept of a gene. Darwin had no proper unit of heredity, and so his account of the process of natural selection was plagued with entirely reasonable doubts about whether it would work. Darwin supposed that offspring would always exhibit a sort of blend or average of their parents‘ features. Wouldn‘t such ―blending inheritance‖ always simply average out all differences, turning everything into uniform gray? How could diversity survive such relentless averaging? Darwin recognized the seriousness of this challenge, and neither he nor his many ardent supporters succeeded in responding with a description of a convincing and well-documented mechanism of heredity that could combine traits of parents while maintaining an underlying and unchanged identity.23

Hoy por hoy, los principios de la trasmisión genética no nos son más un misterio. Después de las leyes de Mendel, y los descubrimientos de Watson y Crick, la teoría de Darwin ha sido confirmada con una fuerza que ni el mismo naturalista podría haber 23

Daniel Dennett, Darwin’s Dangerous Idea, 20.

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sospechado en sus días (esta síntesis de la teoría darwinista con las teorías genéticas modernas ha sido referida como ‗neodarwinismo‘). Gracias a estos descubrimientos, sabemos ya cómo operan los mecanismos de la herencia, a través de las leyes de la genética. Podemos decir, brevemente, que la herencia de caracteres se debe a la replicación de las secuencias del ácido desoxirribonucleico (ADN) que se encuentran en los cromosomas, una unidad ubicada en el centro de las células, que, como sabemos, son a su vez las unidades estructurales presentes en todo organismo. Los cromosomas serían, entonces, las unidades que almacenan la información genética particular (en palabras de Darwin, las variaciones) de todo individuo. Los errores o reorganizaciones (que son totalmente al azar) de las variantes del ADN en la replicación genética del proceso de reproducción son lo que dan origen a las variaciones y mutaciones. Las mutaciones, sobre todo, se sabe ahora que son accidentales, indiferentemente de cualquier efecto, peyorativo o ventajoso, que puedan tener sobre el organismo. En otras palabras, los cambios a nivel físico (fenotípicos), causados a nivel genético (genotípicos), no están relacionados con las necesidades orgánicas del organismo. Cualquier mutación o alteración es un error del sistema genético y, por ello, la probabilidad de que acontezca en la estructura de algún organismo no está determinada en términos de su utilidad, sea perjudicial, benéfica o neutral. Este enfoque reciente concede más peso a la teoría darwinista de las ventajas a nivel reproductivo que concede la variación individual, y anula la teoría lamarckista de que las variaciones en los organismos obedecen a un fin que es su perfeccionamiento, o que son resultado exclusivo de su esfuerzo para adaptarse al entorno. Como Darwin anticipó, ha sido demostrado, además, que existen abundantes variaciones a nivel genético entre los individuos, variaciones que tienen repercusiones físicas y psicológicas. De esta manera, en caso de que una variación genética pueda resultar en efecto ventajosa (no debemos olvidar que las variaciones pueden ser igualmente perjudiciales o neutrales para el organismo), esto sería puramente contingente antes que una respuesta del organismo ante su entorno. Si por virtud de esta variación individual el organismo se ve favorecido en su lucha por la existencia y llega a reproducirse, entonces puede asumirse que, con el paso del tiempo, esta variación habrá tendido a extenderse en gran parte de la población, en la medida en que se ha seguido heredando continuamente: ―Natural selection would then produce or maintain adaptation as a matter of definition. Whatever gene that is

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favorably selected is better adapted than its unfavored alternatives. This is the reliable outcome of such selection, the prevalence of well-adapted genes.‖24 De esta manera, debemos aclarar que el proceso de selección natural no es al azar; lo que es al azar es el mecanismo de mutación genética que le subyace. Si bien la aparición primera de variaciones ventajosas es azarosa, su aparición sucesiva en organismos posteriores lo es menos, si han resultado favorables para la supervivencia y reproducción de los organismos que las posean; esto es la selección natural. Dicho de otra manera, la selección natural no genera las variaciones favorables, pero sí las preserva; a esto se referiría la ―prevalencia de genes bien adaptados.‖ Este proceso de la selección natural es entendido por Dennett como un constante proceso biológico de prueba y error.25 Un organismo se genera, por recombinación y mutación arbitraria de genes, y es ―puesto a prueba‖ en un entorno específico. Algunos de estos organismos tenderán a reproducirse más efectivamente que otros, por virtud de algún carácter individual ventajoso; otros simplemente no se reproducen y mueren. Los caracteres favorables en lo sucesivo son retenidos por las generaciones subsiguientes, a la vez que, si las condiciones de vida son fluctuantes, la ―búsqueda‖ por caracteres cada vez más adecuados sigue. Las ventajas ya presentes en una especie no se pierden; se reparten y actúan a la vez como fundamento de otras ventajas sucesivas. Este proceso algorítmico de prueba y error, la selección natural, puede, visto a la luz de múltiples generaciones, explicar mecanismos complejísimos como el ojo. La química básica que fabrica una célula fotosensible es compartida en el reino animal (y es que todos vivimos bajo el mismo sol), y la selección natural se ha detenido en ella una y otra vez. Se han descubierto especies extintas que se han correspondido con cada etapa evolutivo del ojo; así, la visión ha sido un proceso acumulativo, y cada etapa ha sido más útil que la anterior. No ha sido un solo salto calculado hacia la perfección –lo que Dennett llama skyhooks–, sino un proceso lento y gradual de variación acumulada tras otra –los cranes–, en el que las más útiles se han venido preservando. Con este ejemplo en mente, no sorprende que la selección natural, un proceso que permite comprender, prácticamente, todos los fenómenos de la naturaleza (entre ellos la moralidad humana, como veremos más adelante) sin recurrir a la noción de propósito o causas finales, fuese llamada por Dennett la ―peligrosa idea de Darwin.‖ 24

George C. Williams, “Excerpts from Adaptation and Natural Selection”, en Conceptual Issues in Evolutionary Biology, ed. Elliott Sober (London, Brandon Books, 2006), 44. 25 Cf. Dennett, Op. Cit., 369.

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El ‘origen’ de las especies Este proceso, como lo entiende Dennett, sin embargo, conlleva otra pregunta: ¿Cómo, en efecto, se originan nuevas especies? Se ha dicho que, irónicamente, a pesar de que la obra se titula El origen de las especies, Darwin nunca explicó directamente cómo se daba este origen, o cuál era la especie primera de la que todas las demás descendían. Como señala el mismo Dennett, Darwin partió del hecho de que en la naturaleza ya había especies definidas con diversísimas variaciones entre sí para explicar la selección natural, sin apelar directamente a la primera especie o al origen mismo de la vida.26 Aún así, era claro para el naturalista inglés que el proceso de variación individual explicado por la selección natural no explicaba todavía el proceso de especiación, y por ello consideró también procesos alternativos del mismo, que a continuación veremos someramente para finalizar esta primera parte del capítulo. Una posibilidad de especiación que consideró Darwin fue la de la separación geográfica. Cuando, por ejemplo, parte de una población queda aislada del resto (por una cadena montañosa, un río, un brazo del mar, una migración, etc.), y, si la barrera se mantiene durante un tiempo considerable, ambas poblaciones cambiarán lo suficiente como para ser incapaces de cruzarse. Dado que las condiciones de vida de ambos grupos cambian, las variaciones que una vez los hacían parte de una misma especie irán a su vez cambiando inevitablemente. Esto suele tomarse como una condición satisfactoria para que dos grupos de criaturas similares sean clasificados como especies separadas. Una población parental pequeña que queda aislada, sobretodo, puede ser capaz de una adaptación rápida, dado que las mutaciones, que podrían contribuir a la supervivencia, pueden manifestarse y propagarse más rápidamente en un grupo consistente de pocos individuos antes que en una población numerosa (en donde los rasgos nuevos podrían ―diluirse‖ genéticamente, por la densidad de la población), si es que los individuos no poseen ya una variación ventajosa para el nuevo ambiente que podrían heredar más rápidamente. Esta posibilidad de la separación geográfica, sin embargo, no es la única posible, ni es siempre aplicable (nada impide que, en vez de alterar sus variaciones, la población separada simplemente se extinga). Otra posibilidad más reciente es que las subpoblaciones que no estén separadas físicamente puedan todavía distanciarse biológicamente por virtud de su estructura genética. Como hemos dicho anteriormente, los cambios genéticos crean ligeras 26

Cf. Ibid., 43.

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diferencias en el comportamiento –como los hábitos alimenticios o las preferencias a la hora de aparearse– que pueden aumentar progresivamente y que, con el tiempo, conducen a formas de vida distintas sin que exista una separación física. A lo largo de sucesivas generaciones, por virtud de estas variaciones genéticas acumulativas, los miembros de las subespecies se convertirán en criaturas separadas que están relacionadas, que tienen un ancestro común, pero que ya no pueden cruzarse entre sí. Por ejemplo, una mutación genética que retrasara el comienzo de la floración de una planta haría que ésta quedara aislada en términos reproductivos del resto. En ciertos insectos, una alteración del gen de una feromona de atracción podría suponer la pérdida de interés por parte del sexo opuesto, y el insecto quedaría aislado de sus compañeros en términos reproductivos.27 Claro está, dicho aislamiento sería sólo el comienzo de un hipotético proceso de especiación; tanto la flor como el insecto necesitarían de otras criaturas con mutaciones compatibles para reproducirse. Aún así, en principio diferencias genéticas simples podrían producir mutación genética acumulativa que conduciría a nueva especiación. Naturalmente, la teoría de la variación genética escapaba a Darwin. Sin embargo, el hecho de que hay especiación es innegable. Siguiendo a Dennett: But the fact of speciation itself is incontestable, as Darwin showed, building an irresistible case out of literally hundreds of carefully studied and closely argued instances. That is how species originate: by ―descent with modification‖ from earlier species—not by Special Creation. So in another sense Darwin undeniably did explain the origin of species. Whatever the mechanisms are that operate, they manifestly begin with the emergence of variety within a species, and end, after modifications have accumulated, with the birth of a new, descendant species. What start as ―well-marked varieties‖ turn gradually into ―the doubtful category of subspecies; but we have only to suppose the steps in the process of modification to be more numerous or greater in amount, to convert these... forms into welldefined species‖ (Origin, p. 120).28

Hemos, hasta aquí, explicado la teoría de la evolución por selección natural. Ciertamente, la teoría no es absoluta, y Darwin mismo nunca la completó satisfactoriamente. No han sido tampoco extraños los embates y críticas que ha tenido que soportar. Así: The objections to Darwin‘s explanation were both scientific and philosophical. From the beginning, Darwin‘s theory of natural selection had lacked one major and necessary element: a source of the small variations in organisms of the same species upon which natural selection worked. The theory also suffered in the eyes of many scientists from a philosophical deficiency, as historian of science Peter Bowler has demonstrated. Darwin‘s whole theory of evolution was materialistic; it excluded any moral or religious force in accounting for the evolution of human beings. For people used to thinking of human beings as architects of their own lives under the guidance of a Supreme Being, the philosophical implications of Darwinism were difficult to assimilate when they were not downright

27 28

Cf. Brian Leith, El legado de Darwin, 64. Dennett, Op.cit., 44.

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repugnant. The underlying philosophy of Darwinism had no place for a divine order or purpose in the universe or for man‘s agency or will.29

Respecto a la primera objeción, no creo que sea, hoy por hoy, aplicable con la misma validez. Durante el paso de estos dos siglos, la ciencia ha arribado a conclusiones que han venido dando certeza y autoridad a la teoría darwinista de manera contundente. Como mencionamos anteriormente, la genética, en especial, ha confirmado las ideas de Darwin respecto de las variaciones individuales, que pueden ser comparadas y comprobadas a nivel genético en distintos individuos de especies separadas por varias generaciones. Me parece indudable que con cada nuevo avance de esta ciencia, así como con cada nuevo registro fósil y cada nuevo vínculo entre una especie actual y una extinta que se descubre, más pruebas se añaden a la teoría de la selección natural que la hacen más sólida y consistente. Puede que, en efecto, nunca deje de ser una teoría, pero en ese caso seguirá siendo una inmensamente persuasiva, ante la cual cualquier otra consideración de la naturaleza parece insuficiente o simplemente ridícula. La segunda objeción, sobre las implicaciones filosóficas y morales del darwinismo, es más sensible y requiere de mayor cuidado. Y a ella nos dedicaremos a continuación. En El origen de las especies, Darwin no aborda directamente temas concernientes a la moral humana, y escasamente hace alusión al hombre. En efecto, lo único que menciona el naturalista inglés a este respecto se encuentra casi al final de la obra, donde aparece la críptica referencia de que ―mucha luz se arrojará sobre el origen del hombre y su historia.‖30 De cierta manera, sin explicar antes minuciosamente la teoría de la selección natural aplicada en el mundo animal, Darwin no podía dar el paso a considerar al ser humano y sus facultades desde un punto de vista evolucionista. De este tema se ocuparía detalladamente el naturalista en El origen del hombre (1871), publicado doce años después del Origen de las especies. En la segunda parte de este primer capítulo nos ocuparemos, a la vez, de las observaciones de Darwin en torno a este tema; de la pregunta sobre cómo la selección natural ha configurado las habilidades intelectuales y morales del hombre y si, en consecuencia, puede afirmarse que algunas de las más nobles y complejas facultades del ser humano han sido tan sólo el resultado gradual de su evolución biológica y no hallan su origen en fuerzas ajenas a la naturaleza, como la

29 30

Carl N. Degler, In Search of Human Nature (New York, Oxford University Press, 1991), 23. Darwin, El origen de las especies, 373.

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filosofía, al igual que otras disciplinas del pensamiento, han sostenido de ordinario a lo largo de la historia.

2. La teoría de la evolución aplicada a la moralidad humana 31

Aristóteles creía que por naturaleza el hombre era una criatura moral; Darwin lo demostró.

La moral vista desde la historia natural Cabe preguntarse sobre este tema, en primer momento, qué motivó a Darwin a que lo abordara. Recordemos, por cierto, que Darwin no desconocía las opiniones de algunos célebres filósofos sobre la moral. En efecto, así se expresa el naturalista al iniciar, en El Origen del hombre, el capítulo cuarto, dedicado al origen del sentido moral: El sentido moral, como dice Mackintosh, ‗tiene verdadera supremacía sobre todo otro principio de las acciones humanas‘, y se resume en la breve pero imperiosa palabra deber, cuyo sentido es tan elevado. Es el más noble atributo del hombre; el que le impulsa, sin vacilaciones de ningún género, a poner en riesgo su vida por la de sus semejantes, o le mueve, tras madura deliberación, a sacrificarla en aras de una gran causa, guiado por la sola impulsión del sentimiento profundo del derecho o del deber. Kant exclama: ‗¡Deber! Maravilloso pensamiento, que no obras por insinuación, por lisonja ni por ninguna suerte de amenaza, mas tan sólo manifestándote al alma en su desnuda austeridad, imponiendo el respeto, cuando no siempre la obediencia; ante tu vista enmudecen los apetitos todos, por tenaces que sean; en secreto, dime: ¿dónde, dónde tienes tu origen?‘32

Con esto en mente, la respuesta del naturalista ante la pregunta de por qué entrar en este tema es muy interesante: ―Muchos son los autores de gran mérito que han tratado esta cuestión, y si ahora la abordo es porque no me es posible pasarla por alto, y porque, además, antes de ahora nadie lo ha hecho desde el punto de vista exclusivo de la historia natural.‖33 El proyecto es, sin duda, ambicioso. ¿Qué significa abordar la moral desde el punto de vista exclusivo de la historia natural? Como aclara Tim Lewens, esta empresa puede ser comprendida de dos maneras: primero, como la explicación de nuestra conducta moral a partir de la consideración de ciertos procesos evolutivos, por ejemplo, la tendencia, favorecida por la selección natural, a cuidar más de nuestros parientes cercanos que de extraños. Esta explicación sería puramente descriptiva, ya que sólo ilustraría al respecto de cómo hemos llegado a poseer estas características y cómo han favorecido la supervivencia, en vez de entrar a discutir si son buenas o malas moralmente y por qué lo son, independientemente de su utilidad para la supervivencia de nuestra especie. El ejemplo que provee a continuación Lewens esclarece muy bien esta diferencia: supongamos que se confirmase científicamente que los machos 31

32 33

Degler, In Search of Human Nature, 10. La traducción es mía. Darwin, El origen del hombre, 101.

Ibid.

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humanos tienen una prevalencia, favorecida por la selección natural, a violar a las hembras que no pertenezcan a su misma familia, como ocurre de ordinario entre los chimpancés y gorilas hoy en día.34 Desde el punto de vista de la selección natural, entonces, la violación sería justificable, dado que en cierto estadio de la humanidad pudo haber tenido un valor para la supervivencia, pues podría haber aumentado las posibilidades de dejar descendencia. Pero, ¿sería esto justificación moral suficiente para condonar la violación en nuestra sociedad moderna? Ejemplos de este tipo nos enseñan muy bien cuán cerca estamos siempre de caer en la falacia naturalista cuando abordamos un tema de esta índole. La segunda opción es mucho más compleja, e implica la consideración de la ética darwinista a partir de dos áreas más especializadas de la ética: la ética normativa y la metaética.35 La ética normativa podría entenderse como la ética en su sentido ‗tradicional‘. Es el estudio de lo que se debe hacer y lo que no, lo que está bien y lo que está mal. Esta ética es prescriptiva y universal; una regla moral va más allá de la opinión personal, la costumbre o la tradición, y no es susceptible de interpretación o discusión. Es el ―deber‖ (must/müssen) por encima del ―debería/conviene‖ (should/sollen). La ética normativa establece, mediante normas, máximas, decretos, leyes, etc., qué tipo de acciones son las que se deben seguir para cualquier tipo de situación en todos los casos, independientemente de las circunstancias particulares en que se hayan podido dar los mismos, o de los intereses personales de los agentes relacionados con ellos. Esta ética normativa tiene quizá su máxima representación en la filosofía de Immanuel Kant (1724 – 1804), a quien Darwin había leído. Como sabemos, la filosofía moral de Kant tiene su cenit en el llamado ―imperativo categórico‖. El imperativo categórico denota un requerimiento moral absoluto e incondicional, fundamentado en el sentido del deber existente en todo ser racional, y que establece su autoridad en toda posible circunstancia, siendo igualmente fin y justificación de toda acción. Otra manera en que puede entenderse la ética normativa es desde el utilitarismo. Esta filosofía sostiene que el fundamento rigente en toda ética es el principio de la mayor felicidad, es decir, que nuestras acciones deben estar orientadas a maximizar toda felicidad y reducir toda infelicidad posible. Así, las acciones serán buenas o malas en la medida en que contribuyan o menoscaben la felicidad del mayor número de personas. 34 35

Cf. Tim Lewens, Darwin, 161. Cf. Ibid., 160.

36

Qué se entiende bajo ‗felicidad‘ aquí es otro tema, aunque por ahora no puedo profundizar en él. A esta filosofía es la que se acerca un poco el pensamiento de Darwin mismo, aunque no son idénticos (lo que generalmente se piensa), como veremos más adelante. En lo que concierne a la metaética, ésta vendría a ser la que se ocupa de las preguntas sobre el discurso ético. Así como la ética normativa establece qué es una acción moral, la metaética sería la encargada de averiguar por qué dicha acción es verdaderamente moral. Según Richard Garner y Bernard Rosen,36 tres preguntas básicas son las que enmarcan el estudio de la metaética: 1) ¿Cuál es el significado de los términos morales? 2) ¿Cuál es la naturaleza de los juicios morales? 3) ¿Cómo pueden ser los juicios morales justificados o defendidos? Éstas y otro tipo de preguntas son las que son consideradas por la metaética. En el último capítulo de esta tesis veremos con más detalle en qué consiste este estudio de la metaética y cómo puede vincularse con el darwinismo. Volviendo a la ética darwinista, ésta puede ser abordada desde estas otras dos teorías éticas que he resumido. Abordar la ética darwinista desde la ética normativa implicaría algunos problemas de cuidado, ya que algunas de las conclusiones a las que se podría llegar corren el riesgo de desembocar desastrosamente en la falacia naturalista. Como señala Lewens: Evolutionary normative ethics faces an uphill struggle, because it needs to find some way of linking claims about how traits have promoted reproductive success to claims about what is good and bad. This will be a tricky job, for we would certainly be foolish to link the two domains by claiming that whatever tendencies and convictions natural selection promotes are ipso facto good.37

La metaética darwinista, por el contrario, propone que comprendiendo la teoría de la evolución humana se podría ofrecer un ‗insight’ más acertado sobre la naturaleza de las afirmaciones éticas y su significado, así como comprender por qué, evolutivamente hablando, se han favorecido ciertas de nuestras acciones, en relación con otras, como ‗éticas‘, ‗buenas‘, ‗justas‘, etc. En otras palabras, el darwinismo, como teoría científica, puede ofrecer a la metaética un método alternativo de comprender la naturaleza de los juicios éticos humanos, un método basado, principalmente, en las circunstancias biológicas presentes a lo largo de la evolución de la especie Homo sapiens:

36

Cf. Richard Garner y Bernard Rosen, Moral Philosophy: A Systematic Introduction to Normative Ethics and Metaethics (New York: Macmillan, 1967), 215. 37 Lewens, Op.cit. 160 .

37

Proponents of evolutionary metaethics might argue, for example, that the study of evolution shows that natural selection has made us believe that there are ethical facts when in reality there are none, or perhaps they might argue that there are ethical facts, and what these facts are is dependent in some way on the evolved nature of our species.38

En el último capítulo abordaré estas dos interpretaciones más cuidadosamente, y defenderé por qué creo que el darwinismo es –si lo asumimos desde un punto de vista filosófico, claro está–, una teoría que sirve más como un elemento de gran ayuda para el análisis metaético de la moralidad, antes que ser una teoría de la cual podamos, directamente, derivar una ética normativa (esta última empresa, como veremos en el segundo capítulo, está plagada de problemas). También veremos qué nuevos problemas surgen, y cómo pueden ser evitados, al intentar incorporar el darwinismo a la metaética. El origen del sentido moral En este capítulo, no obstante, me enfocaré únicamente en el análisis del propio Darwin sobre la moral antes de hacer una exposición más minuciosa de la ética darwinista. El naturalista inglés, por su parte, evita entrar tanto en la ética normativa como en la metaética en su análisis del sentido moral. En efecto, dicho análisis correspondería más a una descripción evolucionista sobre el origen del sentido moral en el hombre, desde sus manifestaciones rudimentarias instintivas hasta sus formas más elevadas, producto del desarrollo de sus facultades intelectuales, entre ellas especialmente las de la memoria y el lenguaje. Ahora bien, debemos ser precavidos y no acelerarnos a la conclusión ingenua de que el sentido moral humano, tal como lo concebimos hoy, ha surgido únicamente como producto de la evolución sin más. El mismo Darwin es ya lo suficientemente cuidadoso para advertir: Es insostenible que los instintos sociales del hombre (incluidos el aprecio por el halago y el temor a la censura) posean mayor fuerza, o hayan adquirido, por una costumbre prolongada, mayor fuerza que los instintos básicos de supervivencia, hambre, lujuria, venganza, etc. (…) devolver bien por mal, amar a nuestros enemigos, es una altura moral a la que no hubieran podido llevarnos por sí solos los instintos sociales. Es necesario que estos instintos sociales, junto con la simpatía, hayan sido cultivados ampliamente y extendidos con la ayuda de la razón, la instrucción y por amor y temor de Dios antes de que se pudiera pensar u obedecer Regla de Oro alguna. 39

Igual a la primera opción de abordar la moralidad desde el punto de vista de la historia natural, reconocer que el sentido moral del ser humano tiene su origen en la evolución por selección natural no basta aún para definirlo completamente. En otras palabras,

38

39

Ibid. Darwin, El origen del hombre, 115 – 116, nota 1.

38

debemos tener siempre en cuenta, incluso antes de comenzar la explicación, que, si bien la selección natural ha sentado las bases para el desarrollo del sentido moral, su perfeccionamiento, para Darwin, obedece también a la influencia de otros factores no biológicos como el hábito, la religión, la educación, la cultura y la inteligencia. Aún así, me parece que esto no demerita el análisis del sentido moral a partir de la historia evolutiva humana, pues, si algo, ésta puede arrojar luz al respecto de cómo se fueron generando las primeras manifestaciones morales del comportamiento en una época temprana de la humanidad, que luego fue el hombre haciendo más complejas a medida que sus capacidades intelectuales iban en aumento. Sin querer caer en el otro extremo – presuponer una razón exclusivamente evolucionista tras todo acto que tildamos como moral–, en una suerte de ciego reduccionismo biológico, sí vale la pena sostener que nuestras capacidades morales están fuertemente enraizadas en nuestro pasado evolutivo y nuestras predisposiciones biológicas, más de lo que nos imaginamos o estaríamos dispuestos a admitir. Como señala Mary Midgley: The relation of the natural social motives to morality would be much like the relation of natural curiosity to mathematics and science, or the relation of natural wonder and admiration to art, or that of natural amusability to jokes. These natural motives do not of themselves create the arts and institutions that channel them, but they provide a certain appropriate motivational force that is necessary to create these channels.40

Hecha esta aclaración preliminar, recordemos que Darwin inicia su análisis sobre los orígenes del sentido moral en el ser humano a partir de la comparación entre las facultades, mentales y físicas, de éste con las de los demás animales:41 ―(…) esta investigación ofrece muy vivo interés como ensayo para ver hasta dónde el estudio de los animales inferiores puede dar luz a una de las más elevadas facultades psíquicas del hombre.‖42 Por ello, no es de sorprender que dicho análisis comience con la afirmación de que: 40

Mary Midgley, The Ethical Primate (New York, Routledge, 1994), 136. Robert J. Richards resume esta comparación de la siguiente manera: “The first chapter of The Descent of Man advances homologous traits, similar stages in embryonic development, and rudimentary organs as strong evidence for the descent of man and the higher apes from the same primitive mammalian stock. Man shares a vertebral structure with the apes, often suffers from the same diseases (e.g., “hydrophobia, variola, the glanders, syphilis, cholera, herpes”), which implies kindred blood and tissue types, and even engages in similar courtship, mating and child-rearing rituals. Darwin maintained, as he had in the Origin, such homologous structures implied that the respective lineages diverged from a common ancestor. (…) Concerning the mental constitution of man, Darwin assembled his evidence to show that the elemental emotions –fear, courage, affection, shame, and the like– and the basic mental faculties of imitation, attention, imagination, and reason were possessed by animals as well as by man. He drew from scattered literature tales of the grief of female monkeys for the loss of their offspring, the curiosity of young apes, the jealousy and shame of dogs, the keen memories of a host of creatures, and the reasoning abilities of higher animals, which ‘few persons any longer dispute’” (Darwin and the Emergence of Evolutionary Theories of Mind and Behavior, Chicago: University of Chicago Press, 1987, 190). 42 Darwin, op.cit., 101. 41

39

Todo animal, cualquiera que sea su naturaleza, si está dotado de instintos sociales bien definidos, incluyendo entre éstos las afecciones paternales y filiales, inevitablemente llegaría a la adquisición del sentido moral o de la consciencia cuando sus facultades intelectuales llegasen o se aproximasen al desarrollo a que aquéllas han llegado en el hombre.43

Naturalmente, no debemos suponer aquí que Darwin esté afirmando que todos los animales puedan llegar a una sensibilidad moral idéntica a la de los seres humanos. Lo que el naturalista quiere decir en este pasaje es que cada especie (suponiendo que se trate de aquellas cuyos miembros viven en comunidades), si sus instintos sociales se refinasen lo suficiente, llegaría a cierta noción de lo que está bien y lo que está mal, esto es, una noción rústica de conciencia, empero referida siempre a sus particularidades como especie. Por ejemplo, una abeja vería como su deber matar a los miembros inútiles de la colmena, así como la reina haría lo mismo con sus hijas fecundas, y consideraría un acto reprobable que alguien se lo impidiese, igual a como el hombre considera su deber ayudar a sus familiares y amigos, y halla odioso que esto le sea impedido. Darwin afirma que toda conducta social presente en los organismos tiene su origen en los llamados instintos sociales, que ―llevan al animal a encontrar placer en la compañía de sus semejantes, a sentir cierta simpatía por ellos y a prestarles ciertos servicios.‖44 Estos instintos son una extensión de los afectos paterno-filiales y tienen una enorme utilidad para la vida comunitaria al favorecer el intercambio de servicios y reforzar las relaciones entre los miembros pertenecientes a un grupo. Así, ―los primeros hombres, los progenitores simios humanos, para que llegasen a ser sociales, debieron antes adquirir los mismos sentimientos que impelen a los otros animales a vivir en comunidad, siendo además seguro que todos manifestasen la misma disposición general.‖45 Darwin asume que para que los primeros grupos humanos sobrevivieran, tendrían que haber desarrollado facultades sociales considerables, como la fidelidad y la confianza para protegerse mutuamente y avisarse de los peligros, así como la amistad y el cariño para velar por el bienestar uno de otro. Estas características sociales es indudable que fueron de gran utilidad para la supervivencia, por lo que es plausible considerar que se fueran conservando por selección natural, no distinto su proceso al de otros rasgos útiles, y se fueran también transmitiendo, por virtud tanto del hábito como de la herencia, a las nuevas generaciones. Es muy importante, a la hora de entender este

43

Ibid. Ibid. 45 Ibid., 131. 44

40

punto, tener en cuenta cómo se fueron difundiendo ciertas tribus y grupos humanos cuando derrotaban y absorbían dentro de sí otros: no cabe duda de que la victoria pertenecería no sólo a los guerreros más fornidos y bravíos, sino también a los más leales, coordinados y disciplinados; los que siguiesen una estrategia basada en la cooperación y el apoyo mutuo para defenderse y avisarse de los peligros, a la vez que nunca mostrasen una predisposición a la traición o al engaño. Veamos: Una tribu dotada de las bellas cualidades antes indicadas vencería a las otras y se difundiría; mas andando el tiempo, a juzgar por todas las historias del pasado, tocaría su turno a otras tribus de mejores cualidades, que vencerían a la anterior. De este modo, las cualidades morales y sociales avanzarían poco a poco y se difundirían por todo el mundo.46

Podría aquí preguntarse cómo opera, a puro nivel selectivo, la transmisión de caracteres sociales virtuosos por encima de los egoístas en el grupo, en vista de que su valor para la supervivencia individual no es tan evidente como puede serlo el de algún carácter físico favorable. Dicho con otras palabras, qué ventaja reproductiva específica confieren los rasgos sociales a los individuos que los posean. Aún más, si asumimos que los machos con las mejores cualidades de la tribu serían a su vez los que pondrían en peligro su vida para protegerla, ¿no reduciría esto sus posibilidades reproductivas al exponerse constantemente a la batalla y a otros peligros? Proporcionalmente, tenderían entonces a reproducirse más los cobardes y pusilánimes que los valientes y virtuosos, lo que pone en entredicho la teoría de que estos rasgos sociales deseables se han venido preservando por selección natural. A pesar de que Darwin no responde directamente a estas dudas (―es sumamente difícil averiguar por qué una tribu particular, con preferencia a las demás, ha obtenido mejor suceso y logrado subir más en la escala de la civilización‖47), sí ofrece ciertas explicaciones de por qué estos rasgos virtuosos se han venido conservando a lo largo de la historia evolutiva humana, así ignoremos las circunstancias particulares que pudieran haber beneficiado o menoscabado el crecimiento de un grupo específico. Un primer estímulo al que obedecería esta conservación es que, a medida que la inteligencia iba en aumento, y con ella la capacidad de prever los sucesos futuros y reflexionar sobre los pasados, el hombre se fue concientizando de que ayudando a sus congéneres en ciertas situaciones (por ejemplo, en la batalla o en la cacería) más aumentaba las posibilidades de su propia supervivencia, a la vez que los obligaba a devolverle el favor en el futuro, lo que fue reforzando los lazos sociales y familiares en el grupo a partir de la 46 47

Ibid. Ibid., 134.

41

colaboración y ayuda mutua. Estas alianzas, a la larga, fueron favoreciendo la supervivencia del grupo entero. No podemos negar que, en el caso de los seres humanos, la inteligencia ha sido producto de la selección natural, por ello la conclusión de Darwin de que a mayor inteligencia más sofisticados instintos sociales es razonable. Entonces sí podemos concluir que los individuos lo suficientemente inteligentes para prever los beneficios del comportamiento social tendrían una ventaja en la supervivencia sobre aquellos más egoístas y poco dados a la sociabilidad, pues los individuos sociales podrían afrontar los peligros y problemas de la vida con mayor facilidad que los egoístas y se verían por ende más favorecidos en la lucha por la existencia. No es difícil colegir de aquí que, bajo el mismo principio de la selección natural, un individuo sociable tendría más oportunidades de dejar su descendencia que uno que no lo fuera (el caso más meridiano para explicar esto es que un macho o una hembra sociables, por ejemplo, tenderían a velar más por el bienestar de sus crías que otros más indiferentes). Otro estímulo corresponde al sentimiento que Darwin llama simpatía, y que resulta indispensable para comprender el desarrollo del sentido moral. Es bueno que en este punto le dediquemos algo más de atención al término. La simpatía De acuerdo con el naturalista inglés, la simpatía es lo que permite que un animal (entre ellos el hombre) se sensibilice respecto del estado de otro: ―la simpatía está presente en todos los animales que se ayudan y defienden mutuamente.‖ De esta manera, es por simpatía que un animal percibe que otro está adolorido, y esta sensación de dolor ajeno puede a su vez percibirla como propia. Como menciona el naturalista, refiriéndose al caso del hombre: ―la vista de otra persona, víctima del hambre, del frío, cansancio, etc., excita en nosotros algún recuerdo de esos estados, y esta sola idea basta para llenar al alma de amargura.‖48 Así pues, la simpatía es la motivación subyacente al mutuo apoyo entre el hombre y todos los demás animales sociales. La simpatía nos saca de nosotros mismos, y nos hace sentir por el otro. Este apoyo mutuo tiene su origen en la selección natural, pues ―aquellas comunidades que incluyesen el mayor número de miembros simpáticos serían más prosperas, y dejarían mayor número de descendientes‖49, a la vez que surge de los instintos sociales. En el ser humano 48 49

Ibid., 108. Ibid., 109.

42

específicamente, la simpatía, si bien es un mecanismo instintivo, gracias a las elevadas facultades intelectuales, puede extenderse más allá del propio círculo social o familiar. Esta forma de entender la simpatía mucho es lo que nos recuerda a Hume.50 Ambos autores coinciden en que la simpatía influye en las apreciaciones que hagamos de las acciones, y por ello tiene un valor para garantizar la estabilidad en la comunidad. Para Darwin, sin embargo, la simpatía no es sólo la habilidad psicológica –como creía Hume– de traer a la mente ciertos estados desagradables, sino algo más elemental, es un instinto biológico, un producto de nuestra evolución. Por ello resulta un motivo tan potente, a la vez que un criterio (un ―fiscal interior‖), a partir del cual realizamos actos morales y nos comprometemos con el deber, y de la que se generan el ―amor al halago, el sentimiento vehemente de gloria y el horror, aún más grande, al desprecio y a la infamia.‖51 La simpatía sería, pues, lo que nos hace compaginar afectivamente con los demás, y, dependiendo de sus acciones, reaccionar con aprecio o censura. Aún más, gracias al hábito, la educación y la razón, la simpatía puede perfeccionarse hasta el punto de que ―el hombre puede valorar imparcialmente los juicios de sus semejantes y sentirse impulsado, libre de impresiones transitorias de placer y dolor, a seguir determinadas líneas de conducta.‖52 Estas líneas de conducta quedan consagradas para Darwin en la regla de oro: ―querer para los otros lo que queremos para nosotros mismos‖, y la norma moral del mayor bien: ―producir dentro de las condiciones existentes el mayor número de individuos con pleno vigor y salud, dotados de facultades todo lo perfectas posibles.‖53 Llegados a este punto, es razonable hacerse la pregunta de en qué difiere el pensamiento ético de Darwin del utilitarismo clásico, teniendo en cuenta que para el naturalista inglés la norma más elevada de toda moral se resume en el principio del mayor bienestar posible. Recordemos que, según el utilitarismo, las acciones son morales en la medida en que contribuyan a la felicidad de la mayoría. Entonces, una acción será moral si produce la mayor felicidad posible en el mayor número de personas. Darwin parte también de este principio, pero le hace algunas modificaciones. Primero, el utilitarismo sostiene que el principio de mayor felicidad debe ser la motivación tras toda acción; el naturalista inglés introduce aquí cierta dimensión 50

Cf. José Luis Velásquez, “Darwin y el sentido moral”, en Cuaderno Gris. Época III, 7 (2003): 85-96 Cf. Darwin, Op. Cit., 113. 52 Ibid. 53 Ibid., 131. 51

43

normativa al sostener que el principio de mayor felicidad debe ser el estándar de toda conducta. Darwin sostiene que el principio de la mayor felicidad no puede ser una motivación interesada a actuar, donde influyan las sensaciones de placer y dolor individual, porque el principio tiene su origen en los instintos sociales (o, para afirmarlo de manera más radical, en la evolución humana), no en la deliberación personal. El principio de la mayor felicidad sería entonces la manifestación explícita de los instintos sociales, que impulsan al hombre a la acción sin que haya una decisión racional o interesada de por medio: Pero parece que el hombre obra muchas veces por impulso, esto es, por instinto o por largo hábito, sin conciencia alguna de placer, acaso del mismo modo que la abeja y la hormiga cuando ciegamente siguen sus instintos. En efecto, con dificultad sentirá placer el hombre puesto en circunstancias de extremo peligro, como en un fuego, cuando se lanza sin vacilar a salvar a sus semejantes, y mucho menos tiene el hombre en tales casos tiempo para reflexionar en el dolor que luego habría de sentir si obrase de distinto modo. Si después, más tarde, reflexiona en su propia conducta, advertirá que dentro de su ser existe una facultad impulsiva, independiente del todo de la que le hace buscar el placer o la felicidad; esto, pues, parece ser el instinto social hondamente arraigado. 54

Naturalmente, Darwin no creía que se pudiese descartar del todo el interés personal como estándar de la conducta ordinaria (el satisfacer las necesidades básicas personales lo deja en claro), pero, al reemplazar el interés propio por el bien general como estándar de la acción propiamente moral, el naturalista se aseguraba de remover ―el fundamento de la más noble parte de nuestra naturaleza del vil principio del egoísmo.‖55 Segundo, Darwin propone la revisión del principio de la ―mayor felicidad‖, y que se reemplace con el término ―bien general‖. La razón de esto es que es poco plausible sostener que los instintos sociales de una criatura hayan sido configurados por la selección natural para promover su felicidad (entendida como una disposición anímica o psicológica), o la de sus semejantes, antes que su bienestar físico, que se manifiesta en su salud, fuerza y vigor, elementos todos que sirven para su supervivencia. Darwin no niega que ambos términos puedan corresponderse, y es deseable sin duda que el bienestar físico de un grupo sea tanto como su felicidad anímica, pero si lo vemos con la austeridad de la selección natural, cuando dos tribus compitiesen, el bienestar físico de los integrantes sería de mayor valor que su disposición alegre. De esta manera, el estándar de conducta vendrían a ser las acciones que contribuyeran con el bienestar general, no la felicidad, del grupo: ―sería de desear, si es posible, que al tratar de los dos

54 55

Ibid., 122. Ibid.

44

casos se empleara la misma definición y se tomara por norma de moralidad el bien general o bienestar de la comunidad, con preferencia a la felicidad general.‖56

La paradoja del altruismo y la selección de grupo La hipótesis general de que los instintos sociales están referidos al bienestar de la comunidad y no del individuo, sin embargo, plantea un problema de cuidado, tanto para Darwin como para el resto del pensamiento moral darwinista. Ya al inicio de la exposición lo había insinuado, pero todavía no lo he abordado propiamente. Al afirmar que los instintos sociales y las acciones morales tienen un valor de supervivencia para la especie, y que por ello la selección natural los preserva, introducimos un presupuesto a nuestro razonamiento que en principio es inaceptable dentro del sistema darwiniano. Recordemos que la selección natural opera sólo a nivel del individuo, en las variaciones fenotípicas que puedan ser ventajosas para la supervivencia y éxito reproductivo. Pero Darwin, en su explicación del surgimiento de la moralidad, se refiere a las facultades morales como útiles para grupos o tribus, esto es, individuos numerosos, y aún más, explica su preservación en términos de competencia entre estos mismos grupos, cuando una tribu se enfrenta con otra y la más virtuosa sale victoriosa. Darwin parece aquí suponer implícitamente que la unidad de selección es el grupo entero en vez del individuo. ¿Pero no sería esto contradictorio? Es decir, ¿cómo puede la selección natural preservar, en un individuo, un rasgo que sea útil para la supervivencia del grupo antes que para la de este mismo individuo que lo posee? Nos encontramos aquí ante el problema que en biología es conocido como la paradoja del altruismo. Darwin mismo nunca utiliza el término ‗altruismo‘, pero identifica, en diversas especies, conductas concretas que hoy identificaríamos como tal: la esterilidad en las castas trabajadoras de los insectos sociales; los llamados de alerta en aves y algunos mamíferos; el espulgo y acicalamiento mutuo, que se presenta por ejemplo en primates; y la moralidad humana. Estos rasgos y comportamientos benefician a otros individuos, y generalmente se presentan en especies que viven en grupos. Son comportamientos que benefician al grupo y perjudican al individuo que los exhibe. La gran paradoja de estos comportamientos se presenta cuando se intenta explicar el origen de los mismos mediante la teoría darwiniana: supuesto que la selección natural favorece únicamente la supervivencia individual, ¿cómo explicar un acto realizado por un individuo que 56

Ibid.

45

disminuye la supervivencia de este mismo pero favorece la del grupo? En virtud de la coherencia, se podría afirmar aquí que la teoría de la selección natural, o bien no entra en juego como una fuerza actuante o bien se invalida del todo, puesto que la selección no opera a nivel de grupos –ya que no reconoce algo así como ‗el bien de la especie‘– y Darwin ha cometido un error conceptual. El naturalista inglés, sin embargo, ingenia una respuesta ante esta dificultad invocando la llamada selección de grupo. Nos adentramos en un problema ingente, aunque no nos interesa aquí considerar las explicaciones sobre el altruismo en otras especies además de la humana. De esta forma, teniendo en mente únicamente la moralidad humana, así plantea Darwin la objeción fundamental: Es extremadamente dudoso que los descendientes de padres más bondadosos y benévolos, o de aquellos que eran los más fieles a sus camaradas, hayan sido engendrados en mayor número que los descendientes de padres egoístas y traicioneros pertenecientes a la misma tribu. El individuo que prefiere sacrificar su vida antes que hacer traición a los suyos, a menudo no dejará descendencia que herede su naturaleza noble. Apenas parece posible, por lo tanto (admitiendo que sólo nos ocupemos de una tribu victoriosa sobre otra), que el número de hombres dotados de estas virtudes, o el grado de perfección, hayan podido aumentar por selección natural, o sea por sobrevivir el más apto. 57

Dicho de otra manera, se podría argüir que los instintos sociales no son ventajosos para la supervivencia de los individuos. Dado que éstos últimos deben garantizar su existencia en un medio hostil, con limitados recursos y competencia fiera, entonces el altruismo o la cooperación no pueden existir, ya que quienes siguiesen esas pautas de comportamiento pondrían en peligro su existencia por virtud de la propia selección natural, como queda claro en la cita anterior. ¿Entonces, cómo se han preservado los grupos de miembros altruistas, y por qué afirmar en consecuencia que un comportamiento altruista es selectivamente más ventajoso que uno egoísta? Darwin, aunque es consciente de esta dificultad, no cree en ningún momento que los instintos sociales, el altruismo o la simpatía sean una desventaja en términos de favorecer la supervivencia, ya que, si bien pueden reducir las ventajas de un individuo en particular, o, antes bien, no constituir ninguna ventaja específica, la conducta moral basada en la cooperación y el altruismo sí tiende a ser, en general, beneficiosa para la comunidad a la que se pertenece: No debe olvidarse que, a pesar de que un alto índice de moralidad da sólo una pequeña ventaja, o ninguna, a cada hombre individualmente sobre los otros hombres de la misma tribu, un incremento en el número de hombres virtuosos y un avance en el índice de moralidad darán, sin duda alguna, una inmensa ventaja a una tribu sobre otra. Una tribu que incluyera a muchos miembros que, por poseer en alto grado el espíritu de patriotismo, lealtad, obediencia, valor y simpatía, estuvieran dispuestos a

57

Ibid., 163.

46

ayudarse entre sí y a sacrificarse por el bien común, se impondría sobre la mayoría de las demás tribus y eso sería selección natural.58

Ésta es la selección de grupo. Darwin se refiere a ésta no como la competencia entre especies, sino entre grupos dentro de una misma especie. Un grupo conformado en su mayoría por individuos altruistas sería en promedio más próspero que uno conformado por individuos egoístas dado que, si pensamos en términos de tribus humanas, cuando dos compitiesen, la tribu con el mayor número de miembros valientes, compasivos y fieles, vencería y conquistaría a la otra, como ya dijimos al inicio del capítulo. Esto se debe, como lo plantea Alejandro Rosas, a la eficacia económica comparativa de esas tribus.59 La tribu altruista es más próspera en la competencia que la egoísta porque, si bien sus miembros actúan de manera que ponen en peligro sus chances individuales de supervivencia (se exponen en la batalla), sus acciones confieren una ventaja selectiva a la población entera. Si la tribu altruista vence y extermina a la egoísta, entonces, selectivamente, se irán preservando los individuos con estos rasgos morales admirables. Así, la selección de grupo logra explicar cómo los rasgos altruistas se han venido preservando por encima de los egoístas en algunas especies, en este caso la humana. Esta explicación, sin embargo, requiere que los grupos que compiten entre sí presenten diferencias básicas en su composición interna: algunos deben estar mayoritariamente compuestos por altruistas y otros mayoritariamente por egoístas. Si esta diferencia en la distribución de miembros altruistas y egoístas en los grupos no existiese, la selección de grupos no podría operar, porque no hay razón para que un grupo sea más fértil que otro y lo pueda vencer en competencia reproductiva. Para que la selección de grupos favorezca al altruismo, entonces, tiene que haber de antemano grupos donde se concentren miembros en su mayoría altruistas. Esta concentración de altruistas aumenta la fertilidad del grupo, y permite el establecimiento de nuevos grupos más fácilmente. En cambio, los grupos de egoístas tienen una fertilidad menor y son desplazados por los anteriores. Esta teoría de la selección grupal no goza de mucha acogida entre los biólogos neodarwinistas. La objeción más común que éstos realizan es que la selección de grupo sólo puede explicar la prevalencia del altruismo suponiendo una metapoblación de grupos con marcadas diferencias establecidas previamente.60 No puede explicar el

58

Ibid., 137. Cf. Alejandro Rosas, “Selección Natural y moralidad”, en Ideas y valores, vol. 55, no. 132, Sep./Dec. 2006. 60 Cf. Elliott Sober, Did Darwin Write the Origin Backwards? (New York: Prometheus Press, 2010), 122. 59

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surgimiento, y eventual prevalencia, del altruismo entre los miembros de un mismo grupo en particular. Ésta es una diferencia conceptual importante, y Darwin ya la había señalado cuando escribió: ―Pero se puede preguntar, cómo dentro de los límites de la misma tribu un número grande de sus miembros fueron los primeros en ser dotados con estas cualidades morales y sociales, y cómo se elevó el estándar de excelencia.‖61 Así pues, a la luz de este problema, los biólogos arguyen que lo que identificamos, dentro de un grupo, como actos de altruismo vendrían a ser en realidad mecanismos egoístas para propagar los propios genes, en lo que llaman la selección de parentesco, una forma más restrictiva de la selección grupal que no distingue entre ésta y la selección individual. Podemos decir, de pasada, que de acuerdo con dicha teoría, un rasgo altruista será preservado si es benéfico para el gen que lo produce. Dicha preservación se da cuando el beneficio del comportamiento altruista se dirige hacia los parientes cercanos. Si el beneficio que obtiene quien recibe el altruismo, multiplicado por el nivel de parentesco que guarde con el donante, es mayor que el costo en el que incurre el donante, el comportamiento altruista puede volverse dominante en una población. Pensemos, para ilustrar esto, en un gen que causa que su portador se comporte de manera altruista hacia otros organismos, al compartir su alimento con ellos. Los organismos que no posean este gen se comportan de manera egoísta; toda la comida la guardan para sí mismos. En un grupo con miembros tanto altruistas como egoístas (o sea, unos que posean el gen y otros que no), los altruistas estarán en desventaja, por lo que es de esperar que el gen del altruismo desaparezca de la población con el correr de las generaciones. Sin embargo, supongamos ahora que los altruistas son selectivos respecto de con quién comparten su comida. No la comparten con todos los demás, sino únicamente con sus parientes, es decir, con aquellos que son similares genéticamente a ellos mismos. Entonces, cuando un organismo portador del gen altruista comparte su comida, existe cierta probabilidad de que el recipiente de la comida también será portador del mismo gen (esta probabilidad depende de cuán cercano sea el parentesco). De esta manera, el gen altruista podría preservarse por selección natural. Dicho gen hace que el organismo se comporte de modo tal que reduzca sus propias ventajas de supervivencia, pero aumente las de sus parientes, que guardan una probabilidad relativamente alta de poseer a su vez el mismo gen. El resultado de este comportamiento sería en principio incrementar el número de copias del

61

Darwin, El origen del hombre, 163.

48

gen altruista pero, incidentalmente, incrementaría el altruismo dentro del grupo. De esta manera, la selección de parentesco logra explicar cómo puede el altruismo prevalecer dentro de un grupo, sin apelar a la idea de que dicha prevalencia debe ocurrir necesariamente en la competencia de un grupo con otro, o sin siquiera suponer la existencia de varios grupos separados. Valga la pena mencionar aquí que Darwin mismo ya había sugerido una alternativa parecida a la selección de parentesco al referirse al principio de la herencia en la comunidad. Siendo consciente de la desventaja a la que estaban sometidos los miembros altruistas del grupo al exponerse más a los peligros, el naturalista inglés sugiere que estos rasgos podrían todavía preservarse y aparecer en generaciones posteriores gracias a las relaciones consanguíneas de los mismos: Si hombres de gran inteligencia dejasen hijos que hubieran de heredar su superioridad mental, las oportunidades de que nacieran más miembros virtuosos del grupo serían mejores (…) Pero, incluso si no dejasen descendencia, la tribu incluiría aún sus relaciones consanguíneas; y ha sido confirmado por agricultores que al preservar y criar descendencia de la familia de un animal que, después de haberlo sacrificado, se ha reconocido como valioso, el rasgo deseado se ha obtenido. 62

Ésta es la selección de parentesco ejemplificada. Aún si los miembros más virtuosos del grupo no llegasen nunca a reproducirse (porque se han sacrificado por los demás miembros del mismo, entre éstos sus familiares cercanos), las variaciones a nivel genético que los han hecho poseer un carácter virtuoso serían todavía susceptibles de aparecer en sus parientes, y los descendientes de éstos. En otras palabras, la desventaja que acarrea su propio sacrificio (eliminar su propia inversión genética) es menor que el beneficio a la larga del mismo: al sobrevivir los parientes, las posibilidades de que esos mismos genes vuelvan a aparecer en una generación venidera son todavía muy probables, y mayores los chances de que se propaguen mientras más portadores de los mismos sobrevivan. Ésta es la lógica que explica por qué es más conveniente, genéticamente hablando (y, por extensión, es también laudable moralmente), el acto altruista de un hombre que se sacrifica por salvar a su familia, por ejemplo a sus hijos o a sus hermanos, que el de aquél que actúa únicamente para salvarse a sí mismo. Suponiendo que los genes compartidos (‗variaciones‘ en la jerga darwiniana) que se han salvado con el sacrificio del altruista sean ventajosos, entonces podrán seguirse preservando y heredando, lo que, visto desde la perspectiva de todo el grupo, se

62

Ibid., 132.

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traduciría en términos de más individuos prósperos y virtuosos dentro del mismo; esto sería selección natural.

La lucha entre instintos y la conciencia Naturalmente, Darwin no podía entender el asunto como una pura preservación de genes compartidos entre familiares, por eso no extraña hallar de su parte otra explicación con respecto a la prevalencia del altruismo dentro de una comunidad. En El origen del hombre, el naturalista realiza una distinción entre los instintos sociales, que mencionábamos más arriba y podríamos cotejar con un comportamiento altruista, y los instintos naturales, o aquellos referidos a un comportamiento egoísta. Los instintos naturales son lo que impulsan a cada animal a luchar por su propia supervivencia (entre estos instintos se cuentan el resguardar la propia vida, el amor sexual, el amor materno, etc.). Estos instintos naturales pueden en algún momento entrar en conflicto con los sociales; ejemplo de esto es el perro que instintivamente se ve compelido a arremeter contra la liebre y asegurar su supervivencia al devorarla, pero por el instinto social de obediencia al amo (el líder de la manada) permanece quieto y no la ataca, o el ejemplo del ave que se ve en la urgencia de emigrar para sobrevivir al invierno, pero se resiste a dejar a sus pichones morir solos en el nido. Es por este conflicto que el naturalista aclara que existe una distinción en la intensidad y urgencia de los instintos sociales respecto de los naturales. Esto resulta de esta manera puesto que la selección natural ha colocado más persistencia en los primeros que en los últimos. Pero todavía nos acosa la pregunta: ¿por qué han resultado en el hombre más urgentes, a la larga, los instintos sociales de cooperación y altruismo antes que los intereses egoístas? Esto se debe a una combinación de factores. Como señala José Luis Velásquez63, al actuar, está siempre presente en el ser humano la dicotomía de los instintos egoístas y los instintos sociales. Sin embargo, parte de vivir en comunidad implica tener ciertas restricciones y autodominio sobre los primeros, a fin de no violentar los últimos, que están referidos a los intereses de los demás. Darwin sostiene que este autodominio se generó en el hombre a partir de sus instintos sociales, pero también se fue haciendo más común a fuerza del hábito y la herencia: Como el hombre es animal sociable, es también casi seguro que debió heredar de sus ancestros cierta tendencia a ser fiel a sus compañeros y obediente al jefe de su tribu, cualidades comunes a la mayor parte de los animales sociables. Por consiguiente, debió poseer cierta capacidad de dominarse a sí 63

Cf. Velásquez, “Darwin y el sentido moral”, en Cuaderno Gris. Época III, 7 (2003): 85-96

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mismo. Y pudo también, merced a una tendencia hereditaria, hallarse dispuesto a defender a sus semejantes con el concurso de los demás y presto a auxiliarlos, a condición de no oponerse por ello a su propio bienestar y a sus más vehementes deseos. 64

Esto quiere decir que el hombre se vio en la necesidad de reflexionar sobre sus propias acciones, y saber qué instinto le convenía más obedecer para cada situación, en vista de las sensibilidades de sus congéneres. Los factores que señala Darwin como influyentes en esta reflexión son la temporalidad y el carácter efímero de los instintos egoístas, la búsqueda de la aprobación pública y el desarrollo de las capacidades mentales de la memoria. Para el naturalista, han resultado más urgentes y persistentes los instintos sociales que los instintos naturales porque, si bien la necesidad de éstos es imperiosa a la hora de presentarse, se satisfacen rápidamente, y una vez saciados se olvidan al poco tiempo. Además, las facultades mentales, que permiten retener con claridad las impresiones de acciones pasadas, hacen que no se pueda olvidar con la misma facilidad alguna ofensa o acto reprobable hecho a los demás. A la vez, no escapa a la reflexión individual la conciencia de la reacción que provocará en los demás dicho acto, sea ésta de encomio u oprobio. Entonces, como ya decíamos al iniciar el capítulo, los miembros de una comunidad, merced a sus facultades intelectuales, tuvieron que orientar sus acciones de suerte que éstas favorecieran el bienestar del grupo por encima del propio, o más bien, que actuando en virtud del bienestar individual beneficiaran también a la comunidad. Velásquez plantea que esta perdurabilidad de los instintos sociales puede no resultar convincente, puesto que, si bien es posible decir que un instinto como el hambre es pasajero, no se puede decir lo mismo de otro instinto egoísta como el odio o el deseo de venganza, que pueden perdurar mucho tiempo antes de desvanecerse, si alguna vez lo hacen. Ante esto Darwin responde que, la mayoría de las veces, evocar constantemente el sufrimiento o la ira de la venganza es difícil, cuando no insoportable, por cuanto no siempre está en la memoria el objeto de tal sentimiento y, una vez satisfecho éste último, su satisfacción es con frecuencia más débil de lo que fuera el deseo mismo. Aún así, nada evita que, llevada a su extremo, la urgencia inmediata de los instintos naturales pueda eclipsar a los instintos sociales temporalmente. El ave emigrante puede dejar el nido y sus pichones (y en efecto así lo hacen, cuenta Darwin), y el perro, impulsado por el hambre, puede ignorar las órdenes de su amo y hacerse tras la liebre. Cuando casos de este tipo ocurren en el ser humano, sentimientos de culpa, vergüenza y 64

Darwin, Op.cit., 111.

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remordimiento son la consecuencia, pues podemos imaginar o percibir la reacción negativa y el vituperio por parte de nuestros pares que suscitarán nuestras acciones (de nuevo, probando la mayor influencia de los instintos sociales). Por ejemplo, un hombre que roba un pan lo ha hecho por la urgencia inexorable del instinto natural, pero es por la presencia constante del instinto social que huye, se oculta, trae a la memoria su crimen y siente culpa por sus acciones. De esta manera, nuestras acciones están siempre expuestas no sólo al juicio de los demás, sino también a nuestra propia capacidad de reflexionar sobre ellas. En términos de Velásquez, a ―sanciones tanto externas como internas‖. Las primeras corresponden con los juicios, pensamientos y expectativas que los demás tienen sobre nosotros, y que suscitan su aprobación, en forma de respaldo, apoyo o elogio si las cumplimos, o, en caso contrario, de censura y vituperio. Las sanciones internas son los sentimientos negativos que suceden a una acción reprobable en la conciencia, y su intensidad y naturaleza dependen de ―la fuerza del instinto violado, de la fuerza de la tentación, y mucho más del juicio de nuestros semejantes.‖65 Esta conciencia sobre las implicaciones de una acción, en términos de su efecto para el bien general, es la que constituye la base del comportamiento moral para Darwin. De esta manera, las prácticas de alabanza y de reproche son prácticas cuyo fin sería regular el comportamiento social. Constituyen una sanción social dirigida a aquellas conductas individuales que tienen efectos, positivos o negativos, sobre la calidad de vida del grupo. Entonces, se confirma así la idea original de Darwin: toda acción moral sería aquella que contribuye al bien general de la comunidad. Elliott Sober sugiere que la alabanza y la censura pueden pensarse como motivadores psicológicos de los miembros de la tribu: La idea es que la alabanza y la censura motiven a las personas a sacrificar su efectividad biológica por el bien del grupo (…) la reciprocidad que surge dentro de una determinada tribu hace a las personas más aptas para asumir un sistema moral que consagra la regla de oro. En ambos casos, el proceso psicológico impulsa a los rasgos para que surjan dentro de una tribu determinada que reduce la efectividad biológica individual mientras que aumenta la efectividad del grupo.66

Si suponemos que una comunidad cuenta en su mayoría con miembros que sean conscientes de esto, de que actuar de manera altruista al reducir su propia eficacia biológica (controlando sus instintos naturales a niveles que no contravengan a los sociales) es en últimas más provechoso para la supervivencia de todos, y que por ello actúen de manera que busquen la aprobación de sus pares y eviten su desaprobación (es

65

66

Ibid., 117. Sober, Did Darwin Write the Origin Backwards? 122.

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decir, lleguen a actuar siempre de acuerdo con la regla de oro), entonces no hay problema en suponer también que la selección de grupo favorecerá la prevalencia de cualquier tribu que muestre más esta predisposición moral de manera general en comparación con otra: Hemos visto que aun en los primeros períodos de la historia del hombre los deseos expresados por la comunidad debieron naturalmente ejercer gran influencia sobre la conducta de cada miembro, y aspirando todos a la felicidad, el principio de la mayor felicidad debió convertirse en guía y fin secundario de la mayor importancia; pero los instintos sociales, comprendiéndose la simpatía que nos lleva a poner gran cuidado en la aprobación o desaprobación de los otros, debieron siempre servir de impulso primero y de norte.67

Podría aquí objetarse que esta posición sigue siendo ingenua respecto de los instintos egoístas del hombre y la fuerza que poseen. Después de todo, nadie puede negar que, en el curso de la historia de la humanidad, las manifestaciones de perversidad, odio, exceso, pérdida del autodominio y falta total de simpatía hacia el prójimo han sido harto numerosas. Aún más, si hemos de creer en el desarrollo de la sensibilidad y simpatía moral, ¿cómo explicamos a los asesinos, los violadores, los que torturan, los que se deleitan en la miseria ajena, etc.? ¿Cómo ha permitido la selección natural que tales individuos lleguen a sobrevivir? Sin entrar en detalles sobre asesinos u otros que cometen los crímenes más execrables y repudiados por la humanidad, Darwin afirma que alguien que careciera totalmente de instintos sociales, o de la capacidad para imaginar una situación tal que pudiera suscitar el oprobio de sus semejantes, o que dicha situación simplemente le resulte indiferente, sería un monstruo, una anomalía dentro de la comunidad, ―un hombre esencialmente malo, y no tendrá más motivo para refrenar sus acciones que el temor al castigo y la convicción de que a la larga lo mejor para sus intereses egoístas será respetar el bien de los demás en lugar del suyo propio.‖68 Los hombres sensibles y dotados de sentido moral, sin estar necesariamente sometidos al reproche público, pueden imaginar todavía el dolor de sus acciones potenciales en términos tanto de vergüenza o culpabilidad como de desventaja para el grupo, mientras que un hombre malo sería quien carece de esta capacidad, cuya conducta sería regulable únicamente en términos de su temor a la sanción antes que por sus predisposiciones morales hacia los demás. Y en efecto, en nuestra sociedad moderna uno de los primeros rasgos que se tienen en cuenta en la criminología y la psiquiatría para determinar si una

67 68

Darwin, Op.cit., 122. Ibid., 120.

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persona es sociópata es verificar si ésta carece de sentimientos simpáticos hacia otros, o de la capacidad para percibirlos.69 Esta capacidad de retrospección y reflexión sobre las propias acciones a la luz de los instintos sociales y la simpatía comprende el segundo estadio del desarrollo del sentido moral, y es lo que Darwin llama, apropiadamente, conciencia.70 Es por acción de la conciencia que, gracias al conflicto entre los instintos naturales y sociales, y al sufrimiento que resulta cuando aquéllos priman sobre éstos, tendemos a orientar nuestras acciones individuales de manera que produzcan la aprobación de nuestros semejantes y eviten su censura. Esto es lo que propiamente nos caracteriza como seres morales. En palabras de Darwin, un ser moral es quien posee ―la capacidad de comparar sus acciones y motivos, pasados o futuros, y basado en esta comparación puede aprobarlos o desaprobarlos. La conciencia mira hacia atrás y sirve de guía en el futuro‖71.

El lenguaje Otro elemento en el desarrollo del sentido moral corresponde a la adquisición del lenguaje, que, como sabemos, es consecuencia directa de una alta inteligencia. Esta adquisición representó para el ser humano una ventaja evolutiva definitiva, y es por ello el verdadero exponente de su superioridad intelectual sobre los demás animales. Darwin explica el lenguaje humano como un producto de la selección sexual. El lenguaje vendría a ser producto de lo que en su momento fueron llamadas, podemos imaginar que melodiosas, de atracción sexual. La forma en que el canto ayudaría a la reproducción es simple. La complejidad de los cantos es paralela a lo llamativo de la cola del pavo real: mientras más elaborados y canoros sean, más son las probabilidades de que despierten el interés del compañero. Darwin supuso una especie de ―protolenguaje musical‖72 que debió emerger luego de un aumento en la capacidad cognitiva de los homínidos protohumanos. Este protolenguaje debió ser utilizado tanto para atraer pareja como para marcar territorialidad e intimidar a los rivales a base de gritos (como hacen los primates modernos), así como para expresar sentimientos de

69

Cf. Tunstall N., Fahy T. and McGuire P, Guide to Neuroimaging in Psychiatry (London, Eds. Fu C et al., Martin Dunitz, 2003), 65. 70 Darwin, Op.cit. 118. 71 Ibid., 117. 72 Para ver más sobre este tema, cf. W. Tecumseh Fitch, Darwin’s Theory of Language Evolution Revisited, 12 de febrero de 2009 , (27 de enero de 2010).

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agrado o enfado: ―Es, pues, probable que la imitación de los gritos musicales, por medio de sonidos articulados, haya podido engendrar palabras expresando diversas emociones.‖73 Ahora bien, cabe aquí la pregunta de cómo a partir de la selección sexual se pudo haber ido configurando el lenguaje hasta el punto de generar un sistema cognitivo complejo encargado de emparejar sonidos específicos con significados, sentimientos, imágenes, etc. En otras palabras, cómo pudo haberse dado el salto de un protolenguaje musical no proposicional al lenguaje proposicional cargado de significado que utiliza el ser humano propiamente. Darwin era consciente de esta dificultad. En primer lugar, el naturalista especifica que, a pesar de que el acto de hablar es un proceso fisiológico que se origina en el tracto vocal, la capacidad para el lenguaje propiamente debe ser considerada desde las facultades cognitivas, dado que la habilidad física de emitir sonidos articulados no es suficiente para distinguir el lenguaje propiamente humano (como el mismo Darwin señala, los loros hablan). ―El lenguaje debe sus orígenes a la imitación y modificación, ayudado por las señas y los gestos, de varios sonidos naturales, las voces de otros animales, y los propios sonidos instintivos que produce el hombre.‖74 Una vez que el hombre primitivo hubo adquirido la capacidad de imitar vocalmente y combinar estas señales que percibía en la naturaleza con significados particulares –quizá anticipando situaciones específicas a partir de los ruidos que escuchaba–, prácticamente cualquier fuente de sonido hubiese bastado para formar un lenguaje rudimentario y que éste fuese progresando gradualmente desde allí. Podemos imaginar la onomatopeya y la imitación de las propias vocalizaciones humanas (la risa para incitar al juego, o quizá gruñidos o sonidos guturales para indicar desagrado) como unas primeras bases para este lenguaje imitativo. Darwin no cree, sin embargo, que el proceso evolutivo del lenguaje se hubiese detenido con la capacidad de combinar sonidos con significados, antes bien, esta facultad contribuiría a su vez a su perfeccionamiento progresivo: Mientras más se fuera usando la voz, los órganos vocales se reforzarían y perfeccionarían más. (…) Mas la relación entre el uso continuado del lenguaje y el desarrollo del cerebro han sido sin duda más importantes. (…) El uso continuado y el progreso de esta facultad debieron obrar sobre el espíritu, dándole medios y facilidad de poder encadenar la larga serie de pensamientos. A la verdad, no es tampoco más factible conservar en la mente una larga serie de pensamientos sin el auxilio de palabras, habladas o no, que verificar un cálculo sin echar mano de las figuras geométricas o de los signos algebraicos.75

73

Darwin, El origen del hombre, 92. Ibid. 75 Ibid. 74

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Teniendo ya una idea sobre el origen del lenguaje, pasemos a considerar la relación entre éste y el sentido moral. Dicha relación queda clara cuando tenemos en cuenta que gracias al primero es que podemos emitir explícitamente juicios respecto del segundo. Haciendo uso de un lenguaje proposicional llegamos a expresar opiniones, creencias, deseos o exigencias. Más importante aún es la facultad que permite el lenguaje de emitir juicios valorativos respectos de las acciones de los otros, así como de las propias. El lenguaje se ata aquí con los instintos sociales en la medida en que es lo que permite públicamente avalar o censurar con razones las acciones propias y de los demás. De esta manera, es la capacidad lingüística sobre lo que descansa propiamente la apreciación moral de una comunidad, por cuanto es ésta la herramienta que permite explicitar dicha apreciación, que se manifiesta bajo la forma de una ―opinión pública‖, merced de las normas sociales particulares a cada grupo. Como es de esperarse, estas normas u opiniones son generalmente artificiales y/o convencionales, y no puede pensarse que hayan sido resultado de la selección natural. Para Darwin esto es meridiano. Sin embargo, el naturalista señala que, sin importar el peso que se le atribuya al contenido específico de la opinión pública, el deseo de obedecerla y no ir en contra de los intereses de nuestros semejantes subyace en la simpatía, elemento crucial de los instintos sociales, que, como hemos visto, es producto de la selección natural y de donde la opinión pública nace. Esto no impide, empero, que el naturalista aclare igualmente que estas reglas sociales establecidas pueden no siempre velar por un mayor bien o incluso resultar ridículas: El juicio de la comunidad está generalmente guiado en razón de alguna experiencia ordinaria respecto de qué es mejor a la larga para todos sus miembros; pero este juicio rara vez no es producto de la ignorancia y de un débil raciocinio. Por ello vemos que las más extrañas costumbres y supersticiones, en completa oposición al verdadero bienestar y felicidad de la humanidad, han echado hondas raíces por todo el mundo.76

El estadio final del desarrollo moral se corresponde con el anterior. A la vez que la capacidad del lenguaje aumenta, también lo hace la habilidad para establecer, obedecer y enseñar reglas concretas de conducta. Podríamos decir que, antes que un estado en el que una habilidad ―nueva‖ se fortalece en la especie, este último momento es el perfeccionamiento de las tres anteriores: los instintos sociales y la simpatía, mejorados por virtud del aumento de las facultades intelectuales, se consolidan en la forma de reglas y leyes expresadas en el lenguaje, ellas a su vez susceptibles de ser pasadas, por medio de la educación y el hábito, de generación en generación. Por esta razón, podemos afirmar que, llegados a este estado, nos encontramos ante el nacimiento de la 76

Ibid., 117.

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moral propiamente. Así, podemos decir, con Uchii que, en este momento, ―the biological process merges into a cultural process.‖77 Este desarrollo moral culmina con la extensión de la simpatía a todos los hombres y criaturas vivientes: A medida que el hombre se civiliza y que las tribus más pequeñas se unen para formar comunidades, la simple razón dicta a cada individuo el deber de hacer extensivos los instintos sociales y la simpatía a todos los que forman parte de una nación, aunque personalmente no les sean conocidos. Llegado a este punto, sólo queda una barrera artificial que impida a su simpatía extenderse a todos los hombres de todas las naciones y razas (…) al imbécil, al lisiado y a todos los miembros inútiles de la sociedad, y finalmente, a los mismos animales inferiores (…) En las naciones civilizadas, aunque a la selección natural se le deban originariamente los principales instintos sociales, su influencia con todo parece ser muy pequeña cuando se trata de un grado eminente de moralidad y de crecido número de hombres que poseen bellas cualidades.78

Conclusión Podríamos, para concluir, resumir el pensamiento moral del naturalista inglés de la siguiente manera: las acciones morales son las que tienden a promover el bien de la comunidad. La selección natural ha venido produciendo animales humanos con instintos sociales cada vez más complejos, producto de su simpatía hacia los miembros de su grupo o comunidad, de manera que sus acciones tendieron a orientarse cada vez más hacia el bien común. El desarrollo de la razón y la experiencia nos han conducido, igualmente, a comprender mejor qué acciones fomentan el bienestar de nuestros semejantes y, dado que en virtud del hábito y la educación las hemos seguido repitiendo, hemos llegado a extender esos sentimientos a la humanidad en general. También, puesto que se han ido preservando al punto de efectuarse casi instintivamente, además de ser susceptibles de enseñarse, es igualmente posible que puedan heredarse a las generaciones siguientes. De esta manera, para Darwin el hombre es un animal cuyas habilidades intelectuales, al ir evolucionando con el paso del tiempo, le han permitido sobreponerse cada vez más a los instintos egoístas de los que una vez lo equipase la naturaleza, y perfeccionar sus instintos sociales para lograr manifestaciones de comportamiento benévolas, no sólo hacia los suyos, sino, en su punto máximo, hacia toda criatura viviente. En otras palabras, en el cenit de su desarrollo moral, es poco ya lo que obra la selección natural en el hombre, siendo reemplazada por la razón de éste, la conciencia tras sus actos y su simpatía convertida en regla de conducta. ―Entonces puede el hombre declarar lo que seguramente no han de decir el bárbaro o el salvaje.

77

Soshichi Ushii, Darwin on the Evolution of Morality, mayo 20-24 de 1994, < http://www.bun.kyotou.ac.jp/~suchii/D.onM.html> (22 de enero de 2010). 78 Darwin, Op.cit., 126.

57

Soy el juez supremo de mi propia conducta, o, para hablar como Kant: ‗No violaré en mi propia persona la dignidad de la humanidad.‘‖79

79

Ibid., 112.

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II. Implicaciones sociales del darwinismo

1. Darwinismo social Dejemos claro que no podemos salirnos de esta alternativa: libertad, desigualdad, supervivencia de los más aptos; no libertad, igualdad, supervivencia de los menos aptos. Lo primero lleva a la sociedad hacia adelante y favorece sus mejores miembros; lo segundo, la hace retroceder y favorece a sus peores miembros.80

Darwin y el ‘darwinismo’ social Sabemos que las implicaciones sociales que trajo consigo la teoría darwinista de la evolución fueron numerosas, y no ajenas a fuertes controversias, algunas de las cuales han perdurado hasta nuestros días. Si El origen de las especies ofrecía pistas sobre las conclusiones que podrían derivarse de ver al hombre y sus facultades morales como resultado exclusivo de la evolución por selección natural, El origen del hombre fue la obra crucial en la que Darwin daba a conocer explícitamente sus ideas sobre este problema y sus efectos en la sociedad. Ciertamente, después de leer esta segunda obra, no caben dudas de que Darwin era un hombre preocupado por las cuestiones morales y filosóficas de su época, las que intentó abordar desde la historia natural, la teoría evolutiva y la biología. Sin embargo, pareciera como si el naturalista mismo hubiese previsto las numerosas malinterpretaciones a las que habría de ser sujeto su pensamiento. En efecto, así se expresa, en una epístola dirigida al geólogo Charles Lyell,81 unas semanas después de haberse publicado el Origen de las especies: ‗I have received, in a Manchester newspaper, rather a good squib, showing that I have proved ―might is right,‖ and therefore that Napoleon is right, and every cheating tradesman is also right‘ (Darwin 1905: 56–57).82

Darwin era consciente de que su teoría podría ser interpretada, en un nivel social, como la cruda ―supervivencia del más apto‖: la idea de que el avance social sólo puede darse dentro de la competencia fiera entre los individuos, y en esta lucha por la existencia los débiles han de ser eliminados si se quiere que la comunidad prospere. Como he intentado explicar en el capítulo anterior, dicha idea va claramente en contra del pensamiento del naturalista. Para Darwin era impensable que en la sociedad hubiera

80

William Graham Sumner, The Challenge of Facts and Other Essays (New York, Norton Publishing, 1997), 25. La traducción es mía. 81 Charles Lyell (1791 – 1875), geólogo escocés, defensor del “uniformismo” en el desarrollo geológico de la Tierra, en oposición al “catastrofismo” de George Cuvier; en su obra de 1863, La antigüedad del hombre, llevó algunas ideas de la evolución al terreno del hombre, adelantándose en esto al propio Darwin. 82 Lewens, Darwin, 215.

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espacio para la lucha por la existencia en su sentido más literal y despiadado, concebida sólo como competencia inclemente y guerra sin tregua entre sus miembros, dejando de lado toda simpatía o moralidad hacia los menos favorecidos en dicha competencia. Como comenta Michael Ruse al respecto, ―es cierto que la selección natural provoca características que redundan en el beneficio propio, pero deducir de ello que nos pasamos la vida machacando a nuestros adversarios como si fuéramos protagonistas de una película de vaqueros es una interpretación absurda e incompleta del proceso de evolución.‖83 Es posible tener éxito en la lucha por la existencia por medio de estrategias mucho más sutiles que eliminar indiscriminadamente toda competencia externa. En particular, es posible obtener mucho más para uno mismo si se trabaja junto a los demás y se les ayuda. ¿Qué son la cooperación, la alianza, la negociación y el altruismo sino ejemplos de esto? Esta idea, empero, no sería compartida por otros pensadores de índole darwinista, notablemente Herbert Spencer, como veremos más adelante. Incluso antes de que se publicase El origen del hombre, las implicaciones sociales de la teoría de la evolución por selección natural eran ya numerosas. Y es que El origen de las especies arrojaba una pista imposible de ignorar. El hombre debía ser resultado de este mismo proceso de selección, resultado igual de la mutabilidad y transitoriedad de las especies. La serie de ideas que conllevó esta interpretación de la teoría darwinista, aplicadas al contexto social, es lo que llegó a conocerse, en general, como darwinismo social. Muchas de estas interpretaciones habían ya salido a la luz antes de que el propio Darwin hubiera dado a conocer su propio parecer al respecto. Efectivamente: Within a quarter of a century of the appearance of the Origin there had emerged a literature devoted to exploring these implications in a wide range of contexts: social and psychological development, class, race and gender, religion and morality, war and peace, crime and destitution. Well before the label itself, Social Darwinism was established as a rich and versatile theoretical resource. 84

Así las cosas, cabe hacerse la pregunta de cómo puede definirse el darwinismo social. En efecto, una de las mayores dificultades que se presenta a la hora de intentar dar una definición unívoca del mismo es su flexibilidad como corriente de pensamiento. Dado que es más bien un conjunto de ideas antes que una teoría concreta, puede ser aplicado a casi cualquier contexto social y político, adaptándose simbióticamente a ideologías diversas e incluso opuestas. ―Social Darwinism is not, in itself, a social or political

83 84

Michael Ruse, Tomándose a Darwin en serio (Barcelona: Salvat Editores, 1986), 287. Lewens, Op.cit., 61.

60

theory. Rather, it consists of a series of connected assumptions and propositions about nature, time and how humanity is situated between both.‖85 Podemos decir que esta flexibilidad se debe, en parte, a las ambigüedades e imprecisiones que circundaban la obra del propio Darwin, lo que favorecía interpretaciones múltiples y divergentes de la misma. No debemos olvidar que el naturalista inglés nunca construyó una teoría social o ética específica. A esto se le suma que es difícil distinguir –por lo menos en El origen del hombre– cuándo habla el naturalista desde sus convicciones personales y cuándo desde su teoría científica; cuándo como un renombrado aristócrata de la Inglaterra victoriana, cuándo como un riguroso científico y naturalista. Por este motivo, fueron los simpatizantes del darwinismo social los que debieron construir un sistema ético y político, en lugar de Darwin, a partir de la teoría de la selección natural. Esta empresa, como era de esperarse, fue malhadada, pues, en parte gracias a la relativamente poca participación de Darwin en ella, en parte gracias a la falta de cuidado –o a los intereses políticos– de los darwinistas sociales, ―darwinismo social‖ llegó a ser una teoría distendida de aquél a quien debía su nombre, además de no ser siempre consecuente en sus principios, y, llevada a sus últimas consecuencias, la justificación para acciones históricas horripilantes en nombre del ‗progreso‘ y ‗perfección‘ de la especie humana (acciones que, por cierto, no entraré a discutir aquí).86 A pesar de que las interpretaciones son numerosas, en general todas las ideas concernientes al darwinismo social tienen en común un punto de partida, y son los mismos elementos constitutivos de la teoría de la selección natural: a) la naturaleza orgánica es susceptible de padecer cambios en su estructura; b) hay una lucha por la existencia entre los organismos; c) ciertas características estructurales individuales ventajosas para la supervivencia pueden, a través de la herencia, volverse dominantes en algunas poblaciones; d) el efecto cumulativo de estas características heredadas conduce 85

Mike Hawkins, Social Darwinism in American and European Thought (Cambridge: Cambridge University Press, 1997,) 32. 86 Ernst Haeckel ofrece, a mi parecer, un resumen bastante acertado del darwinismo social como justificación de la ideología racista que caracterizaría, décadas después, al nazismo alemán en su obra Die Lebenswunder: Gemeinverständliche Studien oder Biologische Philosophie. Así se expresa el biólogo alemán: “A pesar de que las significativas diferencias en la constitución mental y las condiciones culturales que existen entre las razas humanas superiores y las inferiores son bien conocidas, su respectivo Lebenswerth (‘valor de vida’) es usualmente malentendido. Aquello que coloca al hombre por encima de los animales –incluyendo aquellos con los cuales está estrechamente emparentado– y que da a su vida infinito valor, es la cultura y la evolución de la facultad de la razón que es la que hace que el hombre sea capaz de cultura. Ésta, sin embargo, es en su mayoría propiedad exclusiva de las razas humanas superiores; entre las razas inferiores se halla sólo de manera imperfecta, o bien no se halla de ningún modo. Los hombres naturales (e.g., los Vedas de la India o los aborígenes australianos) son más cercanos mentalmente a los vertebrados más elevados (e.g., simios y perros) que a los europeos civilizados. Por ello, su Lebenswerth debe ser juzgado de manera completamente distinta” (Stuttgart: Kröner, 1904), 449-50. Para una exposición más detallada de este tema, véase también la obra de Richard Weikart: Hitler’s Ethic - The Nazi Pursuit of Evolutionary Progress.

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al surgimiento de nuevas especies y a la extinción de otras.87 A estos elementos se les añade un quinto, y es que este proceso, en lo que concierne al ser humano, no ha afectado sólo sus atributos físicos, sino también los atributos psicológicos que han resultado cruciales para su desarrollo: la razón, la cultura, la religión, la moralidad. De esta manera, dos ideas fundamentales son las que enmarcan todo el darwinismo social: el desarrollo cultural es continuo con el desarrollo biológico, y ambos desarrollos son a su vez producto de la selección natural. Aunque aquí podríamos incluir una tercera idea implícita, y es que este desarrollo, en la medida en que es originado por selección natural, es intrínsecamente bueno. Ahora bien, podría objetárseme que estos elementos ya habían sido todos expuestos por Darwin, por lo que se podría concluir de aquí que, o bien no hay elementos concretamente distintivos del darwinismo social, o bien Darwin mismo era un darwinista social. Por mi parte, reconozco que los elementos que dan pie a ambas teorías son los mismos, pero existe una leve diferencia en la manera como son comprendidos –tanto por Darwin como por el darwinismo social– que debemos tener presente a la hora de considerar las particularidades de éste último. Primero, los elementos distintivos del darwinismo social se derivan de sus conclusiones antes que de sus premisas, que, es cierto, son las mismas que supone Darwin. Segundo, mucho se ha escrito respecto de si Darwin era o no él mismo un darwinista social. Comparto la opinión de Mike Hawkins88 que Darwin era, en efecto, un darwinista social, al menos si entendemos que el darwinismo claramente va más allá de ser una teoría puramente biológica y puede penetrar en los ámbitos sociales y morales de la vida, y que demostrar esto fue, en parte, uno de los intereses del naturalista (y mío, en esta tesis): The Origin formulated the framework of evolutionary theory which books like the Descent and The Expression of Emotions in Man and Animals (1872) then applied to psychological and behavioral propensities such as language, emotional expression, cognition, sexual attraction and morals. In the light of Darwin‘s quite explicit desire to apply evolutionary theory to these areas, as well as the continuing importance they have had in social thought, from sexology to contemporary sociobiology, it is both perverse and inaccurate to deny his status as a Social Darwinist. Darwinism was inherently social in that Darwin himself sought to apply evolutionary theory to mental and social phenomena. 89

Así las cosas, me parece que es posible sostener que Darwin sí fue un darwinista social, entendiendo que el darwinismo había sido siempre una teoría que, inevitablemente, conllevaría implicaciones sociales, y que el naturalista era consciente de esto. Lo que

87

Cf. Hawkins, Op.cit., 31. Cf. Ibid., 36. 89 Ibid. 88

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diferencia a Darwin de los simpatizantes más radicales del darwinismo social es que, como ya he dicho antes, Darwin no construyó una teoría social o política basada en sus observaciones de la naturaleza. El naturalista nunca negó que el origen de fenómenos como la moral o el lenguaje pudiera ser hallado en la teoría de la selección natural, pero su ambición fue moderada en la medida en que se limitó a realizar un recuento descriptivo de cómo habían llegado a surgir dichos fenómenos. Darwin no construyó una ideología a partir de la historia evolutiva de la humanidad, como tampoco propuso un plan o código normativo diseñado para promover el progreso evolutivo del ser humano, cual si dijese ―éste es el camino hacia el que se dirige la evolución, luego es el camino que debe seguir el hombre.‖ Dicho de otra manera, Darwin miró hacia atrás para comprender dónde nos hallábamos ahora, no para determinar hacia dónde debíamos ir. Esta última empresa iría a caer en manos de otros darwinistas sociales. De esta manera, Darwin disentía grandemente de la idea de que el avance social significa únicamente la supervivencia de los más aptos. Pero esto no quiere decir que el naturalista desconociera el debate respecto de las ―clases inferiores‖ en la sociedad inglesa de su día, y a la degeneración a la que ésta se veía expuesta de dejarlas propagarse y prosperar a costa de los miembros más virtuosos y moderados. Así se expresa sobre este punto el naturalista, en El origen del hombre: Resulta así que los holgazanes, los degradados y con frecuencia viciosos tienden a multiplicarse en una proporción más rápida que los próvidos y en general virtuosos. He aquí las palabras con que Greg expone el caso: ―Los irlandeses negligentes, escuálidos y sin ninguna aspiración se multiplican como los conejos, mientras que los escoceses frugales, previsores, amantes de su dignidad personal, ambiciosos de moral rígida, espirituales en sus creencias, de entendimiento sagaz y disciplinado, pasan sus mejores años en la lucha y en el celibato, se casan tarde y dejan pocos descendientes. Dado un país poblado en un principio por mil sajones y mil celtas, si se dejan transcurrir doce generaciones, cinco sextas partes de la población será a no dudar celta, pero también cinco sextos de la propiedad, del poder, del entendimiento tiene por precisión que pertenecer a la sexta parte restante de los sajones. En la lucha perpetua por la existencia habría prevalecido la raza inferior y menos favorecida sobre la superior, y no en virtud de sus buenas cualidades, sino de sus grandes defectos.90

En otras palabras, existiría en la sociedad, inglesa o cualquiera, un frágil balance entre los virtuosos y no virtuosos, del que parece concluirse que son los últimos los que se ven favorecidos en la lucha por la existencia. Sin embargo, ¿no iría esto en contra de lo que ha dicho Darwin en su explicación del origen del sentido moral, donde afirmaba que la selección natural ha favorecido la existencia de los individuos virtuosos? En este punto sale a la luz otra gran diferencia entre Darwin y los darwinistas sociales: la explicación del origen del sentido moral Darwin la restringe al ―paso del hombre de una condición semihumana a aquélla vista en el nativo salvaje.‖ Es decir, Darwin no cree 90

Darwin, El origen del hombre, 137.

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que la selección natural tenga ya la misma fuerza y protagonismo en las sociedades civilizadas modernas que en los grupos tribales primitivos, gracias en parte al gran desarrollo de los instintos sociales –ya consolidados propiamente como la moral–, en aquéllas, así como al avance de la medicina y la ciencia (que podemos identificar con el avance de las facultades intelectuales), lo que permite poner ciertos límites sobre los índices de mortalidad en la población a la vez que aligerar algunas presiones de la lucha por la existencia. El riesgo inmediato que se sigue de aplacar la austeridad de la selección natural en la sociedad, sin embargo, se refleja en el aumento de sus miembros inútiles o degenerados: Los salvajes suelen eliminar muy pronto a los individuos débiles de espíritu o cuerpo, haciendo que cuantos les sobrevivan presenten de ordinario una salud fuerte y vigorosa. A realizar plan opuesto, e impedir en lo posible la eliminación, se encaminan todos los esfuerzos de las naciones civilizadas; a esto tienden la construcción de asilos para los imbéciles, heridos y enfermos, las leyes sobre la mendicidad y los desvelos y trabajos que nuestros facultativos afrontan por prolongar la vida de cada uno hasta el último momento (…) De esta suerte, los miembros débiles de las naciones civilizadas van propagando su naturaleza, con grave detrimento de la especie humana, como fácilmente comprenderán los que se dedican a la cría de animales domésticos. Es incalculable la prontitud con que las razas domésticas degeneran cuando no se las cuida o se las cuida mal; y a excepción hecha del hombre, ninguno es tan ignorante que permita sacar crías a sus peores animales. 91

Estos pasajes requieren de una lectura cuidadosa y detallada. Darwin es consciente que nuestra renuencia a dejar que los débiles, viciosos y enfermos perezcan puede conllevar una degeneración de la especie. Pero, y esto es muy importante, en ningún lado se ve que el naturalista concluya de dicha observación que debería permitirse, por consiguiente, que los miembros más débiles y menos favorecidos de la sociedad sean aniquilados, o abandonados a su suerte. Aún más, a pesar de creer que el cuidado que damos a los enfermos y endebles puede tener consecuencias adversas para el bien general, Darwin niega que estas consecuencias sean motivo suficiente para justificar el dejar de lado dicho cuidado, puesto que lo que nos motiva a ello es ―la parte más noble de nuestra naturaleza‖, y, si ignorásemos las acciones que hacemos por virtud de ésta, entonces lo más valioso de nosotros como especie, esto es, la capacidad de conmiserarnos y ayudar sin reparo a los menos favorecidos (la simpatía), iríase a su vez deteriorando. La cura, a la larga, sería más destructiva que la enfermedad. De por sí, Darwin es consciente de que existen ya ciertas limitaciones, tanto naturales como artificiales, en los miembros débiles y enfermizos, que impiden u obstaculizan grandemente que puedan propagarse con el mismo éxito que los otros miembros: La ayuda que nos sentimos impelidos a dar a los desamparados es principalmente un resultado incidental del instinto de la simpatía, que fue originariamente adquirido como parte de los instintos 91

Ibid.

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sociales, pero subsecuentemente se fue volviendo más sensible y universalmente difundido (…) Nadie puede reprimir sus afectos de simpatía, aun en el caso de prescribirlo así severas razones, sin que la parte más noble de su naturaleza sufra y padezca. Todo cirujano que opera algún enfermo tiene que vencerse y hacerse violencia, y obra pensando tan sólo en el bien del enfermo; de despreciar intencionalmente a los débiles y desamparados, acaso pudiera resultar un bien contingente, pero los daños que resultarían son muy ciertos y muy considerables. Debemos, pues, sin duda alguna, sobrellevar los males que a la sociedad resulten de que los débiles vivan y propaguen su raza, a lo cual ha puesto la naturaleza misma un freno en la dificultad que los miembros débiles e inferiores de la sociedad hallan para casarse con la libertad que pueden hacerlos los sanos; freno que sería tanto más poderoso cuanto más se refrenasen los débiles de cuerpo o alma en el uso del matrimonio, si bien esto es más de desear que de esperar.92

Y continúa: La transmisión libre de las perversas cualidades de los malhechores se impide, o ejecutándolos o reduciéndolos a la cárcel por mucho tiempo. Los melancólicos o dementes tienen sus encierros propios, o se encargan ellos mismos de quitarse la vida. Los violentos o pendencieros tienen las más de las veces un fin sangriento; el resto de los que no quieren seguir ocupación ninguna constante, y éstos son restos del barbarismo y el mayor escollo de la civilización, emigran a nuevos países, en donde se hacen excelentes obreros.93

Así pues, Darwin se aleja de las formas más radicales del darwinismo social. La lucha por la existencia deja de ser para el naturalista, en la sociedad moderna, un método efectivo y justificable para promover el progreso social. No podemos dudar que, bajo la presión de la lucha, la selección natural jugó un papel crucial en el pasado de la humanidad, donde preservó la simpatía y con ella el temprano sentido moral, lo que produjo a lo largo de diferentes generaciones humanas muchos rasgos morales deseables. Pero es claro que de aquí no se siga que debamos actualmente seguir promoviendo la lucha por la existencia de la misma manera: ―las naciones civilizadas no se exterminan las unas a las otras como las tribus salvajes.‖ Esto no quiere decir que Darwin afirme que la selección natural haya perdido toda influencia en la sociedad moderna; el naturalista es consciente de que las naciones modernas podrían exterminarse la una a la otra, pero tal comportamiento es mal visto y censurado en una verdadera civilización donde se haya establecido propiamente una moral. Por el contrario, en la sociedad civilizada, la lucha y el progreso han ido asumiendo otras formas, más reguladas por la simpatía y la inteligencia, como lo son la competencia económica entre naciones o la competencia entre individuos por lograr cada vez mayores excelencias personales, intelectuales o laborales: Entre las causas cuya eficiencia es grande para el progreso, se cuentan la buena educación durante la juventud, época en que el cerebro es todavía impresionable, un alto grado de superioridad que imitar, formado según los hombres más hábiles y mejores, y ajustado a las leyes, costumbres y tradiciones de la nación, y aprobado por la pública opinión.94

92

Ibid., 135. Ibid. 94 Ibid., 144. 93

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Herbert Spencer y el valor moral de la evolución De otra parte, si en un pensador hallamos la noción más radical del darwinismo social, es en el filósofo inglés Herbert Spencer (1820 – 1903). Coevo de Darwin y ávido lector de la obra del naturalista, se podría decir que es a Spencer a quien se le debe la noción ―popular‖ del darwinismo como la supervivencia del más apto más que a cualquier otro pensador darwinista: The significance of Spencer as a Social Darwinist resides in two features of his thought. The first is his worldwide popularity and influence. The second consists of the detail with which Spencer worked out his philosophy, and its intended comprehensive explanatory scope. This detail and comprehensiveness bring into relief certain features of his use of Social Darwinism which have a more general relevance to an understanding of the world view. 95

El interés inicial de Spencer era el de construir ―a strictly scientific morality‖.96 Como Darwin, mucho de su pensamiento concerniente a la ética estaba influenciado por el utilitarismo. Sin embargo, Spencer era contrario al precepto moral de esta filosofía de que el bien podía ser identificado con aquello que otorgase la mayor felicidad al mayor número. Esta idea, pensaba, llevada a la práctica demostraría ser, dadas las circunstancias presentes del hombre, una utopía imposible de lograr en su plenitud, y, por tanto, no dejaría de identificar al bien moral con un mero ideal inalcanzable. El filósofo sostenía que ―the moral law of society, like its other laws, originates in some attribute of the human being‖.97 Dicho atributo sí reconocía Spencer de la filosofía utilitarista: la ley moral debe ser aquella que nos conduzca a la felicidad, al bienestar y al placer, estados que por naturaleza todo hombre desea. Estos estados se corresponden con el libre despliegue de la naturaleza humana. A propósito afirma Spencer: ―Man‘s happiness can only be produced by the free exercise of his faculties.‖98 La moral, entonces, es aquello que conduce a la felicidad, en la medida en que permite el ejercicio de las facultades naturales presentes en todos los hombres. El filósofo inglés consideraba la moral de esta manera naturalista puesto que, como Darwin, la veía como resultado de la evolución: We have to enter on the consideration of moral phenomena as phenomena of evolution; being forced to do this by finding that they form a part of the aggregate of phenomena which evolution has wrought out. If the entire visible universe has been evolved—if the solar system as a whole, the earth as a part of it, the life in general which the earth bears, as well as that of each individual organism—if the mental phenomena displayed by all creatures, up to the highest, in common with the phenomena presented by aggregates of these highest—if one and all conform to the laws of evolution; then the

95

Hawkins, Social Darwinism in European and American Thought, 98. David Wiltshire, The Social and Political Thought of Herbert Spencer (Oxford: Oxford University Press, 1978), 39. 97 Ibid., 29. 98 Herbert Spencer, Social Statistics (New York: D. Appleton, 1888), 83. 96

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necessary implication is that those phenomena of conduct in these highest creatures with which Morality is concerned, also conform. 99

Así las cosas, la moral, vista desde la perspectiva más fundamental, esto es, desde la perspectiva de la evolución, debió surgir como una estrategia cuyo fin era asegurar la supervivencia del hombre. Si somos consecuentes con esta idea, entonces el placer es la señal que nos da la naturaleza de que nuestras acciones son buenas (es decir, conducen a nuestra supervivencia), y el dolor es la señal que nos indica lo contrario. El placer nos indica qué conduce más a la vida que a la muerte, a la salud que a la enfermedad, a la felicidad que a la tristeza. Cualquier especie que no siguiera estas simples señales perecería en la competencia con las otras. El sentido moral, entonces, es la herramienta evolutiva del ser humano que lo orienta hacia su felicidad.100 Sin embargo, Spencer no estaba de acuerdo con el principio utilitarista de la felicidad del mayor número porque, a pesar de reconocer que la acción moral estaba basada en la consecución de la felicidad, era consciente de que el sentido moral, evolutivamente, no había llevado todavía a una sociedad justa e igualitaria. En otras palabras, no había producido, en los individuos, una conducta orientada hacia la ‗felicidad del mayor número‘ pretendida por el utilitarismo, sino únicamente una conducta cuyo motor más urgente era la felicidad individual. Y es que el problema que inmediatamente plantea el ―libre ejercicio de las facultades humanas‖, es que el despliegue irrestricto de uno puede volverse el obstáculo de otro. Mi búsqueda por la felicidad puede intervenir en, e incluso menoscabar, la de mi prójimo. Por ello, Spencer modifica este principio moral como sigue: ―Every man has freedom to do all that he wills, provided he infringes not the equal freedom of any other man.‖101 No se trata de que las acciones morales contribuyan a la mayor felicidad del mayor número (algo imposible), sino de que las acciones, permitiendo el ejercicio de las facultades individuales, ocasionen el menor dolor posible a los otros (esto es, que no intervengan con sus propias facultades). Esta reformulación Spencer la llamó ‗beneficencia negativa‘.102 Esta moralidad imperfecta, asegura Spencer, era de esperarse. El hombre era una criatura incompleta. Una especie que hubiera existido largo tiempo durante condiciones estables, probablemente se hubiera adaptado a su entorno de manera tan perfecta que 99

Herbert Spencer, First Principles, 4th ed. (New York: D. Appleton, 1898), 407. Cf. H.S. Shelton, “Spencer as an Ethical Teacher”, en International Journal of Ethics, Vol. 20, No.4 (Jul. 1910), 424 – 437. Extraído de: http://www.jstor.org/stable/2377090 101 Spencer, Social Statistics, 121. 102 Cf., Lester F. Ward, “The Political Ethics of Herbert Spencer”, en Annals of the American Academy of Political and Social Science, Vol. 4 (Jan. 1894), 90 – 127. Extraído de: http://www.jstor.org/stable/1008787 100

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toda acción individual conduciría a la felicidad del mayor número, y el altruismo sería visto, no como el ideal de la conducta, sino como el estándar de la misma. Pero éste no era el caso de la especie humana. El hombre, en apenas unas pocas generaciones, había pasado de la vida nómada, gregaria y relativamente solitaria (restringida a una comunidad pequeña), donde todo extranjero era un enemigo, a la múltiple y compleja civilización, donde el círculo familiar y social se expandía, y la línea entre el amigo y el extraño se hacía borrosa. Sin embargo, pensaba Spencer, los instintos sociales habían fallado en adaptarse completamente a estas nuevas condiciones. Por ello, algunas excelencias morales, como la consideración y el respeto hacia los derechos y deseos de los otros, la renuncia a los placeres inmediatos para garantizar beneficios futuros, entre otros, no estaban presentes –o si lo estaban era sólo de manera imperfecta– en la mayoría de los hombres, y el egoísmo era todavía el motor verdadero tras las acciones humanas.103 Pero Spencer era optimista. Para el filósofo inglés, el desarrollo evolutivo del ser humano lo llevaría a excelencias morales cada vez mayores, hasta el punto de que, lo que una vez era visto como el deber, pasaría a ser visto como la felicidad. El ideal del utilitarismo de que toda acción debe conducir a la felicidad de la mayoría, pasaría de ser un ideal ético a una realidad práctica. Para ahondar esta idea, sin embargo, es necesario que pasemos a considerar la teoría de la evolución que mantenía Spencer; de otra manera no puede entenderse cómo es este proceso posible. La visión de la evolución de Spencer, como la de Lamarck, resulta inseparable de la idea de progreso. Y la moral, puesto que es resultado de la evolución, es también susceptible de ser perfeccionada por el mismo. Veamos esto en más detalle. Mientras que Darwin sostenía que la evolución por selección natural era un proceso que ocurría al azar, sin vistas hacia ninguna dirección particular, Spencer veía la evolución como una suerte de escala ascendente, comenzando desde las formas más primigenias hasta culminar en el hombre, soberano y gracia de la naturaleza. Aún más, Spencer no veía esta escala evolutiva sólo en la naturaleza, a diferencia de Lamarck, sino en, prácticamente, todos los ámbitos posibles de la vida, cósmica, orgánica o humana: The advance from the simple to the complex, through a process of successive differentiations, is seen alike in the earliest changes which we can inductively establish; it is seen in the geological and climatic evolution of the Earth, and of every single organism in its surface; it is seen in the evolution of Humanity; whether contemplated in the civilized individual, or in the aggregation of races; it is seen in the evolution of Society in respect alike of its political, its religious and its economical organization; and it is seen in the evolution of all the endless concrete and abstract products of human activity. (…) this same evolution of the simple into the complex, through successive differentiations, 103

Cf. Shelton, Op.cit, 426.

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holds throughout. From the earliest traceable cosmical changes down to the latest results of civilization, we shall find that the transformation of the homogeneous into the heterogeneous is that in which Progress essentially consists.104

Esencialmente, no habría diferencia entre evolución natural y evolución social. La última es un proceso que se sigue naturalmente de la primera. En lo que Ruse llama la ―metáfora orgánica‖105, Spencer veía la evolución como un proceso orgánico jerárquico: de la célula al organismo, del organismo al grupo, del grupo al Estado. Por ello, el filósofo inglés no veía dificultad alguna en pasar de la naturaleza a la sociedad humana tomando como factor únicamente el proceso evolutivo de ambos, que era a sus ojos idéntico (sabemos que Darwin era algo más precavido en lo que a esto respecta). La sociedad es como un organismo viviente, y por ello su progreso debe ser un vivo reflejo del progreso en la naturaleza. De acuerdo con Spencer, la naturaleza orgánica, en su origen, se encuentra en un estado de uniformidad y simplicidad (‗homogeneidad‘) que tiende gradualmente a complejizarse y diferenciarse (‗heterogeneidad‘). Este proceso se debe a ―the fact that causality tends to be open-ended, inasmuch as one cause leads to multiple effects, rather than many causes leading to one effect.‖106 Por este motivo, Spencer supone que el estado presente de los organismos es siempre susceptible de sufrir cambios y alteraciones, al igual que el entorno, lo que dispararía este múltiple proceso causal de diferenciación y evolución. Este período de ‗progreso‘ es seguido por momentos de consolidación en los cambios adquiridos, que a su vez tenderán a seguir progresando sucesivamente. Estos cambios, producto de la alteración de algún estado anterior, son mejores (más ‗heterogéneos‘) que los anteriores. Así, el progreso se da ―desde una homogeneidad incoherente hasta una heterogeneidad coherente‖. Esta visión de la evolución es la que se conoce como ―equilibrio dinámico.‖ Cada organismo lucha por mantener un equilibrio entre sí y su entorno, pero dado que este último es siempre cambiante, dicho equilibrio tendría que estar a su vez en continuo ajuste, de modo que el organismo se adaptase siempre a los cambios o pereciera en el proceso. Spencer distinguía dos formas en las que este equilibrio se daba. Primero, un equilibrio ‗directo‘, que claramente es derivado del adaptacionismo lamarckiano: ―certain changes of

104

Herbert Spencer, “Progress: Its Law and Cause,” Westminster Review 67 (1857): 244–67. Reprinted in Essays: Scientific, Political and Speculative (London, Williams and Norgate, 1868), vol. 1, pp. 1–60, at pp. 2–3. 105 Cf. Michael Ruse, “Comparing Darwin and Spencer”, en Darwinian Heresies, eds. Abigail Lustig et al, (New York, Cambridge University Press, 2004), 135. 106 Spencer, Op.cit.

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function and structure that are directly consequent with changes in the incident forces – inner changes by which the outer changes are balanced and the equilibrium restored‖.107 Esta adaptación directa del organismo a su entorno va acompañada de un equilibrio ―indirecto‖ bajo la forma de la selección natural; la supervivencia de los mejor adaptados y la eliminación de los menos aptos. Valga la pena anotar aquí que Spencer, en principio, no reconocía el impacto de la selección natural en la lucha por la existencia como sí reconocía el efecto en la misma que tenía la herencia de caracteres adquiridos lamarckista. Esto no es de extrañar, dada la visión de la evolución que sostenía Spencer, que, en últimas, tiene más sentido si es vista desde las ideas de Lamarck antes que de Darwin. La idea del ‗progreso‘ es bastante similar a la idea, con ese resabio teleológico, de la perfección gradual de los organismos frente a su entorno. Tanto para Spencer como para Lamarck, el camino de la evolución era esencialmente lineal; las formas de vida son impulsadas por una tendencia innata hacia su perfección. La herencia vendría a ser la garantía de que el éxito de este proceso se repitiese. Lo que Spencer tomó de la teoría darwinista, sin embargo, fue precisamente la idea innovadora de la selección natural: la idea de la preservación (contrario a la generación) de caracteres favorables en virtud, no de la adaptación directa, sino de las variaciones fenotípicas entre individuos. ―At that time I ascribed all modifications to direct adaptations to changing conditions; and was unconscious that in the absence of that indirect adaptation effected by the natural selection of favorable conditions, the explanation left the large part of the facts unaccounted for.‖108 Como ya hemos dicho, fue Spencer quien vio el progreso biológico y el progreso social como virtualmente idénticos, sin ninguna diferencia crucial entre ambos. Como Darwin, Spencer había leído a Malthus, y sabía de la lucha por la existencia entre los organismos. Sin embargo, Spencer no vio esta lucha como la forma en que la selección natural operaba, sino ―la fuente de tensión que podía ocasionar ¡cambios lamarckistas! En otras palabras, para Spencer, la lucha no era tanto algo que elimina a los perdedores, como algo que empuja a los ganadores hacia el éxito.‖109 Darwin no pensaba que de las variaciones favorecidas por la selección natural en la lucha por la existencia se infiriese alguna idea de avance o progreso, a menos que por avance se estuviese entendiendo la adaptación a las condiciones particulares del medio a través de la diferenciación

107

Spencer, Principles of Biology (New York, Appleton and Co., 1898), I, 598. Ibid., 502. 109 Ruse, Tomándose a Darwin en serio, 94. 108

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estructural de cada organismo. Para Spencer sí resultaba inseparable la noción de que cualquier ventaja evolutiva era de suyo buena, y no sólo a nivel físico, sino, en el caso del ser humano, a nivel social, psíquico y moral también. Esta analogía entre historia humana y evolución orgánica era para Spencer posible ya que veía a ambas regidas por la lucha por la existencia, lo que facilitaba la acción de la selección natural sobre algunos grupos o individuos –tanto en la sociedad como en la naturaleza indiscriminadamente–, haciendo que unos se extinguieran, y favoreciendo la supervivencia de otros, todo esto en virtud de la ley universal de perfección y diferenciación de los organismos. Para demostrar esto, Spencer sostenía que la sociedad y los organismos exhiben semejanzas notables, lo que permite cotejar el progreso de ambos: Societies slowly augment in mass; they progress in complexity of structure; at the same time their parts become more mutually dependent; their living units are removed and replaced without destroying their integrity; and the extents to which they display these peculiarities are proportionate to their vital activities. These are traits that societies have in common with organic bodies.110

Spencer veía la evolución social como el ejemplo idóneo de la evolución por equilibrio dinámico. En otras palabras, el progreso de la homogeneidad simple e indiferenciada a la heterogeneidad compleja y diferenciada quedaba claro al ver el desarrollo evolutivo de la sociedad humana. Este desarrollo evolutivo, de igual manera, había tenido consecuencias éticas. Como mencionaba más arriba, el filósofo inglés sostenía que, en el desarrollo de la humanidad, se habían dado diferentes tipos de sociedad, correspondientes a estadios evolutivos distintos: la militar y la industrial. La sociedad militar, que era tribal, nómada y estaba estructurada a partir de los modelos de jerarquía y obediencia, sería simple e indiferenciada; la sociedad industrial, libre y fundada en las obligaciones sociales voluntarias contraídas bajo contrato, sería compleja y diferenciada.111 Este ―organismo social‖ habría evolucionado de la primera a la segunda en virtud de la ley universal de evolución orgánica. Del mismo modo, el devenir ético de este progreso evolutivo culminaría en la creación de una sociedad perfecta, poblada por hombres perfectos: la adaptación completa y perfecta del equilibrio dinámico. Sin embargo, nuestra constitución moral y psicológica, heredada de nuestros ancestros y que a la vez nosotros habríamos de heredar a la futura generación, para llegar al culmen de este progreso, tendría que hallarse en un proceso de adaptación

110

Spencer, A Theory of Population Deduced from the General Law of Animal Fertility (London, Williams and Norgate, 1890), 206. 111 Cf. Hawkins, Social Darwinism in European and American Thought, 90-91.

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gradual a los requerimientos de una vida social y moral cada vez más perfecta. Y aquí es donde surgen los problemas. En nuestra condición presente, nuestros instintos no se hallan en una disposición moral perfecta y consecuente con el equilibrio dinámico. Las circunstancias de nuestro entorno actual –la civilización moderna– han adelantado en mucho a nuestros instintos tribales. Spencer coloca como ejemplo de esto el instinto de la agresión, instinto que en las sociedades homogéneas primitivas había sido necesario para la supervivencia, pero había pasado, gradualmente, a ser un obstáculo en la sociedad heterogénea civilizada. No obstante, por virtud del principio de modificación de las partes por uso o desuso, Spencer postulaba que, al dejar progresivamente de ser usado, el instinto de agresión sería heredado a las generaciones futuras en menor cantidad (esto es, los tejidos cerebrales correspondientes a suscitar dicho instinto se habrían modificado). Este proceso y similares garantizarían que, en el curso de generaciones sucesivas, los seres humanos se fueran volviendo menos agresivos y más altruistas, conduciendo eventualmente a la sociedad perfecta donde ninguno haría violencia a otro, y el placer individual sería derivado de la cooperación y la ayuda mutua. Entonces, la moral pasaría, finalmente, de promover la felicidad individual a promover la felicidad de la mayoría. El deber, que es lo que obliga al hombre moderno a actuar en consideración con los demás, se correspondería con los intereses personales, de suerte que dejaría de ser el compromiso externo con la acción moral. Cada hombre actuaría para aumentar la felicidad de los otros, no porque así se lo dictaran normas externas, sino siguiendo el precepto de su razón individual.

‘Spencerianismo’ social Para que la evolución llegase a producir tales individuos perfectos, se hacía necesario que las generaciones presentes trabajasen en perfeccionar su propia conducta, principalmente siendo conscientes de las consecuencias morales de sus actos, de modo que incrementaran sus mejores habilidades sociales y fueran dejando atrás las no necesitadas y más rudimentarias, de cara a su entorno actual (en otras palabras, que hallaran el ‗equilibrio‘ entre su conducta y el entorno). Sólo de esta manera podría heredarse a las generaciones futuras una predisposición moral mejorada. Esta teoría fue llamada, bajo la analogía de la sociedad y el organismo, ‗self–adjustment theory‘.112 Si

112

Cf. Ward, “The Political Ethics of Herbert Spencer”, 106.

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la sociedad era como un organismo, entonces sólo las partes mejor adaptadas del mismo al entorno circundante habrían de preservarse. Así lo expone Spencer: This principle of self-adjustment within each individual is parallel to that principle of self-adjustment by which the species as a whole keeps itself fitted to its environment. For by the better nutrition and greater power of propagation which come to members of the species that have faculties and consequent activities best adapted to the needs, joined with the lower sustentation of self and offspring which accompany less adapted faculties and activities, there is caused such special growth of the species as most conduces to its survival in face of surrounding conditions. This, then, is the law of human justice, that each individual shall receive the benefits and the evils of its own nature and its consequent conduct. 113

De aquí es claro, pues, que cualquier intervención en este proceso adaptativo entre la conducta y la consecuencia de los individuos iría en detrimento del desarrollo moral de los mismos, pues estaría impidiendo que los verdaderamente aptos se diferenciasen de los menos aptos moralmente. Esta suposición es la que dará pie a los argumentos más controversiales de Spencer, que son los que realmente escinden su pensamiento de cualquier vínculo darwinista. ¿Qué tipo de ‗intervención‘ está entendiendo Spencer como perjudicial para el desarrollo moral de los individuos? Siendo directos, la respuesta sería: cualquier empresa cuyo fin sea el de impedir la diferenciación (que, entiéndase, sólo puede darse en la competencia, en la lucha por la existencia) entre un individuo y otro. Esta intervención la realizaba el gobierno (figura que, por demás, el filósofo detestaba), por ejemplo, al favorecer a los más necesitados con obras de caridad, leyes de mendicidad, educación pública, vacunación gratuita u otras empresas similares. Esta caridad con frecuencia corría el riesgo de ser alcahuetería, pues el sufrimiento de los menos aptos de la sociedad, en su mayoría, era resultado de su propia ineptitud en la lucha por la existencia. Esto es, en el libre ejercicio de sus facultades individuales, su propia constitución moral deficiente los había llevado a aumentar su sufrimiento. Así pues, demasiada benevolencia por parte del gobierno sería equivalente a ―degenerar‖ la sociedad al conceder privilegios a aquellos que no lo merecen, además de escindir la relación entre acción individual y consecuencia de la misma, que es fundamental para el desarrollo de la conciencia y la moral del individuo y, con éste, de la sociedad. Si el progreso moral dependía de cada individuo, esto es, de su aptitud en la lucha por la existencia, entonces el organismo social no necesitaba de ningún otro criterio además de quién es victorioso en esta lucha para, a su vez, desarrollarse concomitantemente. Lo último que podía pensarse era en interrumpir esta lucha perpetua y con ella el proceso 113

Spencer, Social Statistics, 130.

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de diferenciación entre los individuos más excelsos de los mediocres. Pero esto era justamente lo que el gobierno estaba haciendo con las leyes de caridad, y lo que Spencer repudiaba del mismo. A lo que el filósofo quería llegar con esta definición evolucionista del progreso social era a la demostración de que el orden social y el orden natural estaban gobernados por las mismas leyes (la evolución a través del equilibrio dinámico), y que estas leyes no podían ser alteradas en la sociedad sin conllevar el riesgo de la degeneración de la especie. Con esto quedaba claro que la intervención política en las leyes naturales rigentes en la sociedad era contraproducente, pues mantenía la ilusión de que ―societies arise by manufacture, instead of arising, as they do, by evolution.‖114Aquí quedan establecidas las opiniones políticas de Spencer respecto de su visión evolutiva de la sociedad y su darwinismo social (o, como algunos ha insistido, spencerianismo social). La lucha y la selección, en la sociedad, se traducen en una política del laissezfaire: el Estado debe mantenerse alejado de los individuos compitiendo por su propia supervivencia y no debe intervenir o regular ninguna práctica de la que éstos se sirvan para triunfar; tan sólo debe asegurarse de que cada individuo reciba lo que las consecuencias de su acción ameriten. Los individuos debían ser dejados a sus propios medios; sólo así la competencia diría quién era el más adaptado y útil para el organismo social. Por este motivo, el filósofo inglés era radicalmente opuesto a las obras de caridad públicas y otro tipo de empresas filantrópicas, pues creía que contribuían a mantener –y multiplicar– aquellos individuos menos aptos de la sociedad. Así se expresa a este respecto: ‘They have no work‘, you say. Say rather that they either refuse work or quickly turn themselves out of it. They are simply good-for-nothings, who in one way or another live on the good of good-forsomethings – vagrants and sots, criminals and those on the way to crime, youths who are burdens on hard-worked parents, men who appropriate the wages of their wives, fellows who share the gains of prostitutes; and then less visible and less numerous, there is a corresponding class of women. 115

Como Darwin, Spencer no desconocía el problema de la sociedad inglesa de su época con las clases inferiores y los individuos degenerados que vivían sus días a expensas de los más trabajadores y valiosos. Pero la interpretación que ofrecía el filósofo de este fenómeno era distinta de la del naturalista. Si para Darwin el cuidado de los menos favorecidos era un mal necesario, una especie de efecto colateral, que habíamos de tolerar en virtud de nuestros más nobles instintos sociales, para Spencer dicho cuidado no era sólo improductivo e injustificado, sino también peligroso a la larga. El cuidado y

114 115

Ibid. 95. Ibid., 122.

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caridad ofrecida a los menos favorecidos conduciría a que más inútiles se reprodujeran –pues este cuidado suministrado por el Estado mitigaría las necesidades acarreadas con mayor número de hijos–, prolongando innecesariamente el problema. La falta más dañina que veía aquí Spencer, no obstante, era que el gobierno estaría interviniendo en un proceso natural, alterando las leyes biológicas, al eximir a los menos aptos de la rigurosidad e imparcialidad de la selección natural. Esto, a la larga, no sólo favorecería la supervivencia de los menos aptos, sino que también contribuiría a la extinción de los más aptos, y, con ésta, llevaría al estancamiento y colapso social. En palabras del autor: We must call those spurious philanthropists, who, to prevent misery, would entail greater misery upon future generations. All defenders of Poor Law must, however, be classed among such. That rigorous necessity which, when allowed to act on them, becomes so sharp a spur to the lazy and so strong a bridle to the random, these pauper‘s friends would repeal, because of the wailing it here and there produces. Blind to the fact that under the natural order of things, society is constantly excreting its unhealthy, imbecile, slow, vacillating, faithless members, these unthinking, though wellmeaning, men advocate an interference which not only stops the purifying process but even increases the vitiation – absolutely encourages the multiplication of the reckless and incompetent by offering them an unfailing provision, and discourages the multiplication of the competent and provident by heightening the prospective difficulty of maintaining a family.116

Así las cosas, Spencer veía el verdadero progreso social representado en la dicotomía constante entre ganadores y perdedores, en la que el cambio, que favorece a los primeros, no es sólo acumulativo y direccionado, sino también implícitamente bueno en el sentido moral del término. El organismo social no sería distinto de otros organismos, como algunos reptiles o insectos, que periódicamente mudan de piel y con ésta se deshacen de los parásitos e infecciones que los aquejan. El proceso social de competencia y eliminación de los menos aptos estaría cumpliendo la misma función. De aquí se entiende por qué Spencer colocaba tanto énfasis en impedir la propagación de los individuos inútiles o malvados, si bien no estribando por su eliminación física, sí sugiriendo que el Estado no interviniese por ellos de ninguna manera; si su destino era la aniquilación, tal cosa era así por procesos naturales, luego nada malo había en ello. La conclusión que derivó de todo esto Spencer es que los individuos que no poseyeran ningún tipo de características favorables para su supervivencia en la lucha por la existencia serían biológicamente inservibles, y, por el mismo principio de la herencia, ninguna caridad, exhortación o coacción podría alterar su legado hereditario defectuoso y, en efecto, su ―destino‖ evolutivo. La preservación de dichos individuos sería un proceso retrógrado inútil e infeliz, en la medida en que se invertirían valiosos recursos del Estado en mantener y preservar aquello que, biológicamente (luego 116

Spencer, A Theory of Population Deduced from the General Law of Animal Fertility, 323.

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moralmente), es malo y por acción selectiva estaría destinado a perecer de cualquier manera. El Estado, por ello, debería no intervenir en el proceso natural de la evolución social, y dejar a sus miembros valerse por sí mismos con la ayuda de sus propias facultades; la selección natural y el equilibrio direccionado se encargarían del resto.

Huxley y la oposición a la naturaleza La filosofía de Spencer fue bien recibida en América del Norte y Gran Bretaña durante el siglo XIX, sobre todo entre comerciantes y ejecutivos independientes; dicha filosofía favorecía y justificaba una competencia económica liberal, ejemplificada en la política del laissez-faire. Sin embargo, dicha popularidad declinó considerablemente durante el siglo XX, cuando fue vista como una posible justificación de los actos cometidos por la Alemania nazi. E incluso aún antes de esto, a pesar de su impacto al momento de ser expuesto, el darwinismo social spenceriano no fue bien recibido por todos los pensadores de la época, así algunos compartiesen ideas respecto de la teoría darwinista en general. Encontramos un ejemplo notable de ello en la fuerte crítica al darwinismo social que realiza Thomas Huxley (1825 – 1925). Huxley, a pesar de compartir las tesis biológicas del darwinismo, no quería saber nada de la teoría en lo que a la moral se refería. De hecho, el principio de la selección natural y la lucha por la existencia aplicado a la sociedad le parecía repelente. ―A pesar de todas las diferencias de opinión que puedan existir entre los expertos, hay un consenso general de que los métodos en la lucha por la existencia del mono y del tigre no son reconciliables con principios éticos sólidos.‖117 Huxley era totalmente opuesto a la idea de que los procesos biológicos debían ser considerados como la guía del progreso social; antes bien, el biólogo inglés creía que la naturaleza de la moralidad y el progreso se hallaban, en efecto, en combatir tales procesos. La naturaleza, cruel e indiferente, y la trágica lucha por la existencia de sus organismos no podían ser nunca los estándares de ninguna ética humana; muchos menos podía sostenerse que tales estándares hubieran surgido de allí. Huxley dio a conocer esta crítica abierta (enfocada principalmente en el pensamiento de Spencer) en su artículo titulado La lucha por la existencia en la sociedad humana (1888). En dicho artículo, Huxley reaccionaba contra la idea de que la lucha por la

117

Thomas Huxley, Evidence as to Man's Place in Nature. Citado por Michael Ruse, Tomándose a Darwin en serio, 106.

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existencia podría, o debería, ser extendida a la sociedad humana como modelo de progreso. La naturaleza, argüía Huxley, no es ni visiblemente benévola ni necesariamente progresiva. Aún más, incluso si se pudiese comprobar que de la lucha a la larga podría resultar algo bueno, esto todavía no absolvía el sufrimiento, la angustia y la muerte que se siguen de la misma, males que, por definición, una sociedad civilizada estaría en capacidad de remediar o disminuir. El sufrimiento de la sociedad presente no se expurga por virtud de la satisfacción de la sociedad futura; permitir tal cosa sería incurrir en una falta moral.118 De esta manera, ―desde el punto de vista del moralista, el mundo natural está al mismo nivel que un espectáculo de gladiadores.‖119 La conclusión a la que arribó Huxley de todo esto es que la humanidad debía oponerse a la naturaleza. Según Huxley, la especie humana había logrado su triunfo en la evolución gracias a sus facultades animales más groseras antes que a sus sensibilidades morales, lo que refutaría la tesis de Spencer (y, hasta cierto punto, de Darwin) sobre el equilibrio dinámico y el desarrollo moral cada vez más perfecto: Man had acquired his leading position by virtue of his success in the struggle for existence; he excelled over the ape and tiger in just those qualities that are commonly associated with these animals –the cunning, ruthlessness, and ferocity with which he proceeded against his enemies. As civilization developed, to be sure, these animal virtues became defects, and man would have often liked to get rid of the ape and tiger in him. But he could not so easily kick over the ladder by which he had ascended. Pain and grief, crime and sin remain to remind him of his origins. His highest qualities –memory, imagination, sympathy– serve to intensify his misery by enlarging his capacity for suffering and by providing him with new occasions for sin and pain. No thoughtful man, Huxley declared, could find in this cosmic process even the elementary concepts of justice and goodness.120

En otras palabras, del proceso evolutivo no podría seguirse ninguna idea de moralidad o de progreso, porque tales ideas no han estado nunca presentes en la naturaleza. Quienes insisten en sostener una teoría moral a partir de la evolución, argüía, tienden a confundir el estado de las cosas tal como se presentan en la naturaleza con el estado de las cosas que debe ser necesariamente. Pero, si la naturaleza misma no provee ninguna guía moral ni nos ofrece definiciones explícitas de bien o mal, ¿qué hace que esto sea verdadero, deseable o siquiera justificable? Es plausible sugerir que los seres humanos escapan a lo puramente biológico, de ciertas maneras. Podemos distinguir una dimensión cultural e intelectual en la humanidad, y, aún más, algunos dirían que estas dos dimensiones se han opuesto a aquella primera, la biológica, a partir de la cual el hombre ha evolucionado; ¿qué impide, entonces, que reconozcamos que nuestra

118

Cf. Gertrude Himmelfarb, Darwin and the Darwinian Revolution (New York, Norton Library, 1968), 404. Huxley, Op.cit. 120 Himmelfarb, Op.cit. 406. 119

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dimensión biológica no es absoluta? Por virtud de esta distinción, precisamente, es que Huxley afirma que, ante la indiferencia moral de la naturaleza, lo mejor que puede hacerse es oponerse a la misma: El progreso social apunta hacia una revisión del proceso cósmico de la evolución en cada paso y la sustitución del mismo por otro, que podría ser llamado el proceso ético. El fin de éste no sería la supervivencia de los más aptos, sino de aquellos que sean mejores éticamente (…) Entendamos de una vez por todas que el progreso ético de una sociedad depende, no de imitar el proceso cósmico, mucho menos en huir de él, sino en combatirlo.121

Nada impide que nos opongamos o alteremos el estado natural de las cosas. Esto es en parte la tecnología. A partir del estado primigenio y natural de las cosas elaboramos productos mejores y más elevados. Lo que antes era un pedazo de madera podemos convertirlo en una silla, o de un trozo de cuero podemos hacer un zapato. Es igual con la moralidad. Si nuestros instintos son egoístas, nada impide que mediante la educación o el hábito nos opongamos a ellos hasta el punto que, en su lugar, hayamos colocado como prioridad la generosidad y el altruismo. El propio Darwin reconocía esto. La selección natural y la lucha por la existencia no actúan con la misma fuerza en la sociedad civilizada que en el mundo natural, y, la mayor de las veces, pasan a ser vistas como defectos o faltas morales. Si bien no se niega que el ser humano haya sido producto de la evolución, la cuestión es si deberíamos, a la luz de nuestro asiento evolutivo actual, oponernos a ella, a diferencia de Spencer y los otros darwinistas sociales que insistían en mantener constante el proceso evolutivo. Así se expresa Huxley al respecto: El ladrón y el asesino imitan a la naturaleza tanto como el filántropo. La evolución cósmica puede enseñarnos la forma en que pueden haber surgido las tendencias buenas y malas del hombre, pero, en sí misma, es incompetente para elaborar una razón mejor que las que teníamos antes para explicar por qué lo que llamamos bueno es preferible a lo que llamamos malo.122

A pesar de que no estoy de acuerdo con la idea de que una explicación evolutiva de la moralidad guarda en últimas el mismo sentido que las demás, reconozco el punto que Huxley quiere dejar en claro. De la evolución no se puede derivar ningún criterio moral normativo, así como tampoco hallamos ejemplificados en la naturaleza inherentemente los conceptos de bien y mal. El estado presente de la vida orgánica no posee ningún valor moral intrínseco; está ‗más allá del bien y del mal‘. Y, por otro lado, dado que equiparar desarrollo evolutivo con progreso de orden moral es una conclusión que no puede ser sostenida con evidencia incontrovertible, muchos teóricos evolucionistas 121 122

Huxley, Op.cit. 81. Ibid.

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posteriores han venido negando la validez de dicho argumento. El darwinismo social ha sido también blanco de más objeciones conceptuales, siendo la más flagrante entre éstas el cometer la ‗falacia naturalista‘. Este error condena al darwinismo social, y lo invalida como medio para establecer una ética normativa a partir de la teoría darwinista. A continuación examinaremos dicha falacia con más detenimiento. Intentaremos ver si es posible evitarla, y si no lo es, entonces averiguaremos qué opciones le quedan al darwinismo para ser tenido en cuenta dentro de la ética.

2. La falacia naturalista La tesis sostenida por la falacia naturalista es un mecanismo anti-intelectual que escuda a los valores de todo análisis racional.123

Dos falacias naturalistas Antes de comenzar, debemos aclarar en este punto que ‗falacia naturalista‘ no es un concepto unívoco. Como señala Oliver Curry, una investigación detallada al respecto revela que la falacia naturalista puede entenderse por lo menos desde ocho significados distintos.124 En esta tesis, empero, sólo nos interesan dos, que son los que comúnmente más se identifican con la falacia: el problema ‗is-ought‘ de Hume y el problema de identificar el ‗bien‘ con el objeto del cual dicha característica se predica, que es la falacia descrita por G.E. Moore (1873 – 1958) en sus Principia ethica (1903). Vamos a considerar los argumentos tanto de Spencer como de Darwin bajo el lente de ambas versiones de la falacia, y veremos cómo los dos autores la cometen. Sin embargo, también intentaremos esbozar una posible salida de la misma, al demostrar que la versión de Hume, aunque nos llama la atención a propósito de una dificultad para la consideración darwinista de la ética, no anula todavía la posibilidad de sostenerla (si bien nos obliga a cambiar la dirección), y que la versión de Moore, tal como el autor la expone, no representa en realidad un problema para la ética darwinista. 123

Jan Tullberg y Birgitta S. Tullberg, ―A Critique of the Naturalistic Fallacy Thesis‖, en Politics and the Life Sciences, Vol. 20, no. 2 (Sep., 2001), 165 – 174. Extraído de: http://www.jstor.org/stable/4236638 La traducción es mía. 124 Para más información sobre este tema, confróntese: Oliver Curry, Who’s afraid of the Naturalistic Fallacy? , 2006.

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Del ‘es’ al ‘debe ser’ Como ya vimos, para Spencer el proceso de selección natural garantiza que sólo los individuos más aptos de la sociedad sobrevivan; esto produce a la larga la mejora moral y el progreso social. Por ello, es correcto permitir que la selección natural funcione a nivel social, pues lo que ella favorezca será lo que de suyo es bueno. Esta razón basta moralmente. No se necesita de más autoridad moral para justificar el proceso de selección natural en la sociedad más allá del supuesto de que ésta está ordenada hacia el perfeccionamiento gradual de todas sus formas. Vemos que, en la explicación del caso (hay un proceso de selección), se encuentra ya implícita su justificación moral (este proceso es bueno). Pero éste es el problema. Como se puede colegir, con frecuencia la explicación de qué es el caso no ofrece razones concretas para justificarlo moralmente. Las explicaciones no son justificaciones. Por ejemplo, cuando digo que una mujer es violada, de mi frase no se infiere necesariamente que la violación es mala y debemos ayudar a la mujer. Necesito de una justificación que dé razones de por qué la violación es mala y el acto de violar mujeres debe ser impedido. Hay ocasiones, no obstante, en que una explicación puede conllevar internamente su justificación. Por ejemplo, cuando justifico mi creencia de que hay un tigre delante de mí al explicar cómo opera mi sistema ocular. De manera similar, Spencer cree que la explicación del proceso de selección natural conlleva ya la justificación del mismo como determinante del progreso social y moral (aquí Spencer se serviría de la idea del paso de lo ‗homogéneo‘ a lo ‗heterogéneo‘). El problema que presenta este argumento de Spencer es que, al derivar conclusiones morales de la teoría evolutiva, parece obviar que ésta es una teoría científica, es decir, es un conjunto de datos respecto del mundo tal como éste se nos presenta, sustentado en la evidencia obtenida. Y, como toda teoría científica, la teoría evolucionista no deja el umbral explicativo. Sus conclusiones son conclusiones descriptivas. Decir por igual que veo un tigre o que los organismos evolucionan no deja de ser una simple descripción sobre hechos físicos. Pero las conclusiones de Spencer no son descriptivas, son normativas. Esto es característico de todas las conclusiones de tipo práctico. Siempre conllevan, explícita o implícitamente, alguna noción respecto de qué debe ser el caso, en vez de limitarse a decir qué es el caso, como establecen las conclusiones científicas. Por 80

eso son normativas; establecen qué está bien o mal, qué es justo o injusto, deseable o no deseable. La teoría evolutiva nos enseña que existen ciertos individuos que, gracias a las presiones que acarrea la lucha por la existencia, es posible que sean eliminados por selección natural; la conclusión de Spencer es que esto debe permitirse. El paso del ámbito descriptivo al normativo es sutil, pero su peso en el argumento es notable. El primer filósofo al que se le atribuye haber notado este paso subrepticio de lo descriptivo a lo normativo, como ya dijimos, es Hume. El filósofo escocés advierte que afirmaciones normativas sobre lo que debe hacerse (‘what ought to be done’), o juicios valorativos sobre lo que es bueno o malo, no pueden derivarse de verdades descriptivas, de la pura manera en que se dan positivamente los hechos en el mundo (‘what is’): In every system of morality, which I have hitherto met with, I have always remark‘d, that the author proceeds for some time in the ordinary way of reasoning, and establishes the being of a God, or makes observations concerning human affairs, when of a sudden I am surpriz‘d to find, that instead of the usual copulations of propositions is, and is not, I meet with no proposition that is not connected with an ought, or an ought not. This change is imperceptible; but is, however, of the last consequence. For as this ought, or ought not, expresses some new relation or affirmation, ‗tis necessary that it shou‘d be observ‘d and explain‘d; and at the same time that a reason should be given, for what seems altogether inconceivable, how this new relation can be a deduction from others, which are entirely different from it. But as authors do not commonly use this precaution, I shall presume to recommend it to the readers; and am persuaded, that this small attention would subvert all the vulgar systems of morality.125

Esto es la falacia naturalista que detecta Hume: el paso –no justificado– del es (‗is‘) al debe ser (‗ought‘). Este error de razonamiento es el que Hume deplora de ―todo sistema moral con el que hasta ahora [se ha] encontrado‖. Estos sistemas, a partir de alguna premisa descriptiva sobre lo que es, desembocan en una conclusión normativa sobre lo que debe ser, en otras palabras, deducen valores a partir de hechos. Pero describir un hecho y prescribir un valor respecto del mismo son dos cuestiones diferentes que no están relacionadas lógicamente; no puede deducirse del primero una inferencia acerca del segundo. Si la crítica de Hume es correcta, entonces las observaciones de carácter normativo que Spencer realizó a partir de la puramente descriptiva teoría darwinista cometen este error lógico. Spencer ha violado el principio lógico de que de una premisa descriptiva (existe la selección natural) no puede seguirse una conclusión normativa (la selección natural es buena y debe permitirse). A esta falta de rigor lógico se le suma que Spencer no ofreció ninguna evidencia o justificación de por qué es necesario, bueno o preferible que guiemos nuestra acción a partir de la teoría de la selección natural además de que el proceso evolutivo en sí mismo es justificación suficiente de cualquier

125

David Hume, A Treatise of Human Nature (Oxford: Clarendon Press, 1740 – 1978), 3.1.

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característica que se haya preservado. Pero esta excusa es una especulación tan relativa que la podríamos usar para justificar tanto el canibalismo en los reptiles como el infanticidio en las comunidades primitivas humanas. Dejemos de lado a Spencer. Podríamos aquí argüir que la objeción de Hume no afecta a una ética normativa sustentada en el darwinismo, puesto que éste justifica nuestros instintos sociales como elementos constitutivos de la moralidad, no porque hayan sido producto de nuestra evolución sin más (como cree Spencer), sino porque tienen un valor positivo para nuestra supervivencia y éxito reproductivo; esto es lo que cree Darwin. Para el naturalista, el estándar de la conducta moral se traduce en aquellas acciones que contribuyen al mayor bienestar posible de la comunidad; es evidente que actuar de esta manera favorece más la supervivencia del grupo –y con ésta la posibilidad de que los miembros del mismo dejen descendientes– que actuar de manera egoísta. Aún más, Darwin sostiene que es natural que los seres humanos tendamos a actuar así, dado que nuestros instintos sociales nos predisponen a ello. Pero todavía puede preguntarse: ¿y qué? ¿Por qué equiparar lo que sea ventajoso para la supervivencia, o la potencialidad de dejar descendencia, con la moralidad? Darwin está cometiendo el mismo error de razonamiento que Spencer: del hecho de que somos una especie con proclividad a la vida social, el naturalista deriva el valor de que actuar en concordancia con esta predisposición debe ser el fundamento de la ética. El razonamiento es sensato, y se podría sostener todavía, puesto que, si bien su formulación lógica es falaz, esto no resta fuerza a su relevancia en la práctica. Pero una falacia es una falacia, y el argumento de Hume con toda razón nos advierte que el lenguaje de los hechos es incompatible con el lenguaje de los valores, y debemos evitar proceder de esta manera. Quizá dejar descendencia sea un buen estímulo para que las personas actúen de manera responsable en su vida, de manera que provean sustento a sus crías. Quizá pueda sugerirse que la selección nos ha llevado a tener la sensación de que dejar descendencia es bueno (en efecto, esto es lo que diremos desde la metaética),126 pero estas justificaciones no dejan todavía claro por qué dejar descendencia es moralmente correcto, en el sentido de que sea lo que debe incondicionalmente hacerse, y por ello proclamarlas como principios morales sólidos es infundado. No hay nada intrínsecamente bueno en dejar descendencia. ¿Estaría incurriendo una persona que opte por no tener hijos, o una persona estéril, en una falta moral? El mismo razonamiento 126

Cf. Alex Rosenberg y Daniel McShea, Philosophy of Biology (New York: Routledge, Taylor and Francis Group, 2002), 221.

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podría emplearse en el caso de que algo tenga valor para la supervivencia. Fumar claramente va en contra de la supervivencia de quien lo haga, pero decir que los fumadores actúan de manera inmoral cuando satisfacen su vicio no tiene sentido.127 Ciertamente, la enorme mayoría de los actos humanos están encaminados a asegurar la propia supervivencia, pero esto no puede ser todavía un criterio moral, puesto que existen una inmensidad de actos que se hacen para asegurar la propia supervivencia que son egoístas, o que van en detrimento de la supervivencia de los otros. Parece, pues, que las afirmaciones descriptivas del darwinismo no son suficientes dentro del ámbito normativo. Consideremos ahora la posibilidad de defender todavía la ética darwinista afirmando que el valor de sus preceptos no radica tanto en que sean ventajosos para la supervivencia o el éxito productivo, sino en el hecho de que, si no siguiéramos determinados estándares de conducta (favorecidos por la selección natural), nuestra especie simplemente se extinguiría. En otras palabras, podríamos reformular el argumento e insistir en que los preceptos de la ética darwinista es posible que no sean intrínsecamente morales, pero sí que son los únicos con los que contamos, evolutivamente hablando. ¿Es esto justificación suficiente? Hume, quizá anticipando una objeción similar, escribe: ―‘Tis not contrary to reason [it is not illogical] to prefer the destruction of the whole world to the scratching of my finger.‖128 Lo que el filósofo escocés quiere decir con esto es que, viéndolo en términos puramente descriptivos, no hay ningún error de razonamiento en preferir la destrucción del mundo antes que rascarme el dedo. No estoy violando ningún principio lógico ni procediendo falazmente, aunque tampoco estoy infiriendo una conclusión de carácter normativo (―es mejor rascarme el dedo que destruir el mundo‖) de una premisa descriptiva. Ambas acciones presuponen un efecto descriptible, pero la justificación de las mismas en términos normativos depende enteramente de quien las cometa (o las observe) y no de las acciones en sí. En este sentido, es preferible rascarse el dedo a destruir el mundo sólo porque alguien ha juzgado ambas acciones y las ha calificado como buenas o malas, quizá a partir de motivaciones o creencias psicológicas particulares, u obedeciendo a sus instintos, antes que siguiendo un criterio moral universalmente comprobable o incontrovertible. Así pues, lo que denominamos ‗bueno‘ y ‗malo‘ no puede ser

127

No incluyo aquí ejemplos altruistas, como el del sacrificio religioso, pues ya he explicado por qué serían claramente darwinistas en el sentido de que se realizan con miras a contribuir a la supervivencia de la mayoría. 128 Hume, Op. cit.

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considerado como algo que constituya una cualidad o propiedad de un objeto. Si analizamos una acción, que catalogamos como moral, y describimos los hechos, aparecerán las propiedades de los objetos que intervienen en la acción, pero no aparecerá por ninguna parte lo ‗bueno‘ o lo ‗malo‘ como cualidad de ninguno de los objetos que intervienen en la acción, sino como un ‗sentimiento‘ de aprobación o desaprobación por parte de quien describe los hechos. De manera similar, la teoría de la selección natural puede ofrecer una justificación para ciertas acciones morales aludiendo a que evitan la extinción de nuestra especie, pero sólo si añadimos la premisa adicional de que la supervivencia de nuestra especie es moralmente buena o deseable, o cualquier otra premisa normativa. Sin una premisa de este tipo, entonces no podemos derivar tampoco ninguna conclusión normativa. Éste el punto del problema is-ought detectado por Hume. Y, ciertamente, dado que la teoría de la selección natural no posee ningún contenido de carácter normativo, implícito o explícito, no podemos inferir tampoco una conclusión normativa de la misma, y por ello es irrelevante para la ética. Una solución propuesta para el problema is-ought observado por Hume ha sido reconciliar afirmaciones de tipo descriptivo con afirmaciones normativas. Para usar el ejemplo provisto por los Tullberg, si pensamos que los hechos son manzanas y los valores son peras, entonces la solución a la falacia naturalista humeana debe ser que preparemos una ensalada de frutas, donde haya al menos una pera entre las manzanas.129 En otras palabras, una conclusión de tipo normativo puede derivarse de premisas descriptivas, pero sólo si existe también al menos una premisa normativa entre las mismas. El ‗es‘ de la premisa es relevante, pero se requiere igualmente de un ‗debe‘ en la misma para que la conclusión también contenga un ‗debe‘. Los hechos por sí mismos no dicen nada, pero si se admite que un juicio valorativo ya está presente cuando se habla de los mismos, entonces el argumento no está procediendo de manera falaz; simplemente está explicitando todas sus premisas cuando afirma la bondad o maldad que se predican de un hecho empírico. Por ejemplo, la enunciación ―la supervivencia es buena pues todos los hombres lo desean‖ podría decirse que es una falacia, puesto que parte del hecho ―todos los hombres desean la supervivencia‖ y concluye de esto que por consiguiente ―la supervivencia es buena‖. En realidad, esto sería un entimema antes que una falacia: un argumento del cual una de sus premisas ha sido suprimida, y que podría hacerse válido al hacerla evidente. Siguiendo este ejemplo, la premisa escondida sería:

129

Cf. Jan y Birgitta Tullberg, “A Critique of the Naturalistic Fallacy Thesis”, 166.

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―aquello que los hombres desean es bueno‖. Si incluimos esta premisa, el argumento es válido: ―Todos los hombres desean la supervivencia. Aquello que los hombres desean es bueno. Luego la supervivencia es buena.‖ Esta salida de la falacia es la más sencilla –y es la que Hume mismo parece tomar–, si bien nos obligaría a aceptar la tesis de que no hay valores inherentes a los hechos mismos que podamos inferir objetivamente (la introducción de la premisa normativa niega esta posibilidad). Es decir, las sanciones éticas surgirían, no de que los hechos en sí sean éticos, sino de la interpretación que se haga de los mismos: un hecho es moral si contribuye a la supervivencia, pero sólo porque buscamos la supervivencia. A partir de esta conclusión, no obstante, toda ética parece estar sujeta a cierto nivel de contingencia, lo que puede dejar un espacio para la relatividad moral, o, peor aún, la trivialización de todo valor a la luz de otros factores que puedan alterar su estatuto como uno, por ejemplo cuando se compara su supuesta ‗universalidad‘ con otros valores presentes en otra cultura o grupo humano. Otra posible salida de este callejón (aunque nos conducirá al mismo problema de la relatividad moral) es que simplemente debemos reconocer que la moral no requiere de una justificación evolutiva. Si bien el problema is-ought es lógicamente ineludible, podemos argumentar que, siendo conscientes de las circunstancias de nuestra evolución, es igualmente innecesario. Como señala el sociobiólogo E.O. Wilson (1929), los sentimientos ‗morales‘ son para nosotros parte de nuestra naturaleza, el producto de nuestra historia evolutiva, y por ello no deben ser considerados como agentes allende de la naturaleza humana que requieran también de una justificación más allá de la misma: Si un debe no es un es, ¿qué es? Traducir es en debe tiene sentido si nos atenemos al significado objetivo de los preceptos éticos. Es muy improbable que sean mensajes etéreos fuera de la humanidad a la espera de la revelación, o verdades independientes que vibren en una dimensión inmaterial de la mente. Es más probable que sean productos físicos del cerebro y de la cultura. Desde la perspectiva de las ciencias naturales, no son más que principios del contrato social solidificados en reglas y preceptos, los códigos de comportamiento que los miembros de una sociedad desean fervientemente que otros sigan y que ellos mismos están dispuestos a aceptar por el bien común (…) Si la visión empirista del mundo es correcta, debe es sólo la taquigrafía de un tipo de afirmación objetiva, una palabra que denota lo que la sociedad eligió hacer primero y que después se codificó. La falacia naturalista se reduce con ello al dilema naturalista. La solución del dilema no es difícil. Es ésta: debe es el producto material.130

Entonces, siguiendo con el ejemplo de Hume, ―es mejor rascarme el dedo que destruir el mundo‖ quiere decir que, en efecto, prefiero lo primero a lo segundo, sin importar si esta preferencia es la mejor incondicional y universalmente; sólo razono de dicha

130

Edward Wilson, Sociobiology: The New Synthesis (Cambridge: Harvard University Press, 1975), 365.

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manera en virtud de mi naturaleza como Homo sapiens, y es de asumirse que otro miembro de esta especie reaccionaría igual. Existe un consenso tácito en nuestra especie respecto de ciertas cosas que son deseables por sí mismas: es mejor la salud que la enfermedad, la alegría que la tristeza, la vida que la muerte. Estas creencias están predeterminadas en nosotros biológicamente, por lo que cuestionarse sobre si es moralmente válido o no que ello sea de esta manera es una manía filosófica que no tiene ninguna relevancia para la vida práctica. La preferencia, la capacidad de distinguir valores a partir de hechos, simplemente hace parte de nosotros, sin justificación. En términos de la biología evolutiva, estamos ―hard-wired‖ para mostrar ciertas preferencias ‗morales‘, de la misma forma que nuestra anatomía está programada para realizar ciertas funciones, que se dan independientemente de si las justificamos o no. No hay necesidad de justificar el mecanismo de la digestión o la circulación humana. Es posible explicarlo, en términos evolutivos si así nos parece, pero la justificación del mismo es improcedente. Es igual con nuestros juicios morales. La selección natural puede explicarnos cómo llegamos a tener dichos juicios, quizá porque, efectivamente, en cierto punto de nuestra historia fue de valor para la supervivencia poder derivar un valor de un hecho, quizá adelantándonos a algo potencialmente peligroso. Por ejemplo, que del hecho de ver unas huellas en la tierra se pudiera juzgar que un predador rondaba por el área y concluir que era mejor irse de allí. La selección natural no justifica por qué creo que eso es bueno o es malo, moral o inmoral, pero tampoco tiene por qué hacerlo. Interpretar los hechos naturales a partir de juicios valorativos pudo ser sólo una estrategia adaptativa que tuvo éxito en nuestra historia evolutiva, pero, precisamente por ello, no tiene más sentido intentar justificarla que intentar justificar por qué tenemos cinco dedos o por qué caminamos en dos patas en vez de cuatro. Entonces, la justificación del sentido moral no es necesaria. Por ello, no sólo debemos aceptar el problema is-ought, sino también reconocerlo como una distinción que resulta ineludible para nuestra forma de interpretar los hechos físicos, nuestra forma de relacionarnos con el mundo. Todo juicio humano implica ya una dimensión normativa, por mínima que sea, y no resulta de este modo por un error de nuestro razonamiento, sino porque la selección natural nos ha producido así. La vida humana, vista desde la perspectiva evolutiva, no implica simplemente poder enunciar los hechos, sino también poseer la capacidad de predecirlos, interpretarlos, para aprovecharlos o evitarlos como mejor convenga.

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La falacia naturalista humeana, entonces, resulta para nosotros tan cierta como inevitable. Tanto así, que algunos han insistido en que ni siquiera es una falacia.131 No lo es porque, sencillamente, no hay distinción entre las afirmaciones descriptivas y las afirmaciones normativas, o mejor, que sí es posible derivar éstas de aquéllas. Reconociendo que las particularidades de nuestra evolución son las que nos han llevado a establecer juicios morales (es decir, a considerar, en términos generales, como ―bueno‖ aquello que incrementa las aptitudes reproductivas de supervivencia y ―malo‖ lo contrario), es posible derivar ―oughts‖ en un sistema moral a partir de ése ―is‖ axiomático. Esto crea de inmediato la premisa fundamental de nuestros juicios morales; juicios que son formulados bajo la forma: ―si X (la premisa fundamental – somos seres morales), entonces Y (debo actuar moralmente).‖ En medicina, por ejemplo, estos ―debe‖ son siempre comprendidos implícitamente como parte de un condicional: ―si X, donde X=estar enfermo/querer estar sano, entonces debes hacer Y.‖ Dadas premisas condicionales de este tipo, conclusiones normativas sí pueden derivarse de hechos objetivos. Y si nuestra premisa condicional moral es que la supervivencia de nuestra especie es buena (hablando como un ser humano y desde una perspectiva evolutiva), entonces no es un error derivar de allí que debamos actuar de manera que contribuyamos a la misma. No tiene sentido preguntar por qué es así, sólo podemos observar que es así. La distinción is-ought, entonces, no impide que se hable todavía de una ética darwinista/naturalista, en la medida en que no se trata de una ética que busca su fundamentación en principios/entidades totalmente ajenos o desconocidos para nuestra naturaleza, nuestra constitución psicológica y predisposiciones biológicas. Para hablar como Hume, los valores morales vendrían a ser realmente el producto de ‗pasiones‘ inherentes a la naturaleza humana (pasiones explicables a partir de la teoría de la evolución), antes que decretos provenientes de algo externo a la misma. A una conclusión así es la que parece llegar el filósofo escocés cuando afirma: Take any action allow‘d to be vicious: Wilful murder, for instance. Examine it in all lights, and see if you can find that matter of fact, or real existence, which you call vice. In which-ever way you take it, you find only certain passions, motives, volitions and thoughts. There is no other matter of fact in the case. The vice entirely escapes you, as long as you consider the object. You never can find it, till you turn your reflexion into your own breast, and find a sentiment of disapprobation, which arises in you, towards this action. Here is a matter of fact; but ‘tis the object of feeling, not of reason. It lies in yourself, not in the object. So that when you pronounce any action or character to be vicious, you mean nothing, but that from the constitution of your nature you have a feeling or sentiment of blame from the contemplation of it. Vice and virtue, therefore, may be compare’d to sounds,

131

Cf. John Searle, “How to Derive ‘Ought’ From ‘Is’”, en Philosophical Review, No. 73 (1964), 43-58.

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colours, heat and cold, which, according to modern philosophy, are not qualities in objects, but perceptions in the mind. 132

Esta posición no deja de tener sus problemas. De nuevo, nuestras propensiones naturales como especie no son unívocas. Por el contrario, son bastante contradictorias. Por ejemplo, insistimos en defender ciertas nociones universales de igualdad, pero también poseemos cierta antipatía instintiva hacia los extraños.133 Esto no es otra cosa que la lucha entre instintos que ya señalaba Darwin. Aún más, la conclusión de que la moral está suscrita a preferencias susceptibles de variar entre un individuo y otro, una cultura y otra, e incluso entre una especie y otra, nos puede conducir a una trivialización o relativización de la misma, como señalábamos más arriba. Si Hume está en lo cierto, entonces no existen valores universales ―allá afuera‖ que podamos aprehender, observar o comprobar en ninguna parte. No están en la mente de Dios, no están en la naturaleza, tampoco están en la razón. Los valores morales serían simples respuestas emocionales ante hechos en el mundo, y su ‗existencia‘ como ‗valor‘ residiría únicamente en la mente del agente que los proclame como existentes, trátese de las creencias personales de un individuo o las convenciones sociales de una comunidad. Lo único que podría añadir la teoría de la selección natural a este supuesto es que estas respuestas emocionales son las que son y no otras en razón de su utilidad para el beneficio evolutivo de la especie a la que pertenezca el individuo en cuestión. Esta solución al problema es posible que no satisfaga a muchos. Una ética verdadera, darwinista o no, debe ser universal y aplicable para cualquier caso, independientemente de factores que sean inherentes a nuestra especie o predisposiciones naturales que puedan interpretarse como fundamentos éticos (la satisfacción de los instintos, por ejemplo). La ética, por su misma definición filosófica, requiere de una fuente objetiva. Si decimos que toda ética descansa en últimas en preferencias subjetivas respecto del bien y del mal, entonces estamos negando la autoridad universal con la que la misma prescribe sus normas, y podríamos desembocar en una suerte de anarquía moral. Afirmar ―no se debe matar‖ no es lo mismo que opinar ―yo creo que matar es malo‖. Quizá podamos negar la realidad externa de las normas éticas, pero esto no quiere decir que también se pueda negar con la misma facilidad el carácter obligatorio que enviste a las mismas. Dejemos, no obstante, este problema de lado por el momento. Ya volveremos sobre él al final del capítulo. 132 133

Hume, Treatise, 1.1. Cf. Rosenberg y McShea, Philosophy of Biology, 221.

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Identificar lo bueno con su objeto Pasemos ahora a considerar la falacia detectada por G.E. Moore en sus Principia ethica. Esta versión puede ser vista como una extensión de la que presenta Hume. La mayor diferencia entre ambas versiones es que el ataque de Moore, a diferencia del de Hume, arremete especialmente contra toda ética naturalista, pues, para Moore, cualquier intento de fundamentar la moralidad, lo bueno, en una base natural, física, biológica, etc., es irremediablemente errado. A propósito escribe: Puede ser que todas las cosas que son buenas también posean algún otro atributo, al igual que es verdad que todas las cosas que son amarillas producen una clase de vibración en la luz. Y es un hecho que la ética persigue el descubrimiento de todas esas otras propiedades pertenecientes a las cosas que son buenas. Pero demasiados filósofos han pensado que cuando nombraban esas otras propiedades estaban realmente definiendo lo bueno; que esas propiedades, de hecho, no eran simplemente ‗otras‘, sino absoluta y enteramente las mismas que la bondad.134

De acuerdo con lo anterior, ‗falacia naturalista‘ sería la suposición de que, puesto que alguna propiedad o combinación de propiedades necesariamente son concomitantes a la propiedad de bondad, entonces dichas propiedades son idénticas a la de bondad. Si, por ejemplo, se piensa que todo lo que es placentero es bueno, o que todo lo bueno es placentero, inferir de aquí que entonces bondad y placer son la misma propiedad es cometer la falacia naturalista (asumiendo en este caso que ‗placentero‘ haga referencia a algo ‗natural‘, como satisfacer algún instinto). Si ambas propiedades fuesen en verdad idénticas, decir ―esto es bueno porque es placentero‖ equivaldría a decir ―esto es placentero porque es placentero‖, lo que sería una mera tautología. De esta manera, la falacia se comete cuando, puesto que las palabras ‗bueno‘ y ‗placentero‘ (o cualquier otra palabra) describen el mismo objeto, se cree que le atribuyen la misma propiedad. Pero para Moore es lógicamente errado definir el ‗bien‘ como una propiedad natural, puesto que por definición el ‗bien‘, o lo ‗bueno‘, no hace referencia a nada natural. Según W.K. Frankena, a partir de este argumento ofrecido por Moore, la falacia naturalista sería una falacia de definición.135 La falacia no es, estrictamente hablando, una falacia lógica, pues, si fuera sólo eso, sería imposible exponer la premisa oculta en un argumento is-ought. Pero ya resolvimos este problema. El problema que explicita Moore es la manera cómo la premisa normativa que estaba oculta fue obtenida. Recordando el ejemplo anterior ésta sería: ―aquello que los hombres desean es bueno‖. La falacia, para Moore, yace verdaderamente en la definición136 con la que se está 134

G.E. Moore, Principia ethica (Bogotá: Editorial Labor, S.A., 1989), traducción de Manuel Cardenal Iracheta, 10. Cf. W.K. Frankena, “The Naturalistic Fallacy”, en Mind, New Series, Vol. 48., No. 192 (Oct. 1939), 464 – 477. 136 Es necesario tener en cuenta que, para Moore, definir algo equivale a “dividirlo en las partes que lo conforman.” 135

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asumiendo la propiedad de ‗bueno‘ en este caso. Se está identificando, esto es, definiendo, la propiedad de bueno a través de otra, a saber, la de placer. Podríamos preguntar aquí qué está entendiendo Moore por ‗bueno‘. Y la respuesta que ofrece Moore es que ‗bueno‘ es un término indefinible. Lo ‗bueno‘ vendría a ser un ―objeto de pensamiento‖ que es suscitado por ciertas propiedades otras que percibimos en el mundo, pero que, no obstante, no se halla en el mundo por sí mismo. Lo ‗bueno‘ es entonces ―uno de esos innumerables objetos de pensamiento que son por sí mismos imposibles de definir, puesto que son los términos últimos bajo referencia a los cuales todo lo que sí es posible definir debe ser definido.‖137 Entenderemos mejor esta idea si traemos a colación lo que dice Moore sobre las propiedades de los objetos y los términos bajo los que son definidas. Las propiedades que componen un objeto, explica Moore, pueden ser simples o complejas. El significado de los términos que hacen referencia a propiedades complejas puede ser dado al separar sus propiedades simples, por ejemplo, cuando defino lo que es un arcoíris al decir que es un fenómeno óptico en el cual vemos muchos colores. Por el contrario, las propiedades simples no pueden ser definidas, pues son los ―términos últimos‖ de una definición y no pueden ser separadas en más propiedades simples. Además de lo ‗bueno‘, Moore se refiere a los colores para explicar esta idea. Así, si alguien quisiera saber el significado del color amarillo (una propiedad simple) presente en el arcoíris, sólo lo hallaría de manera contingente, por ejemplo en la radiación electromagnética de las ondas de dicho arcoíris, o en el color de la piña, pero nunca de manera intrínseca, observable por sí mismo o separable en elementos constitutivos más simples. Por ello, decir ―la piña es amarilla‖ no es dar una definición del amarillo, de la misma manera que decir ―lo que ha sido producido por selección natural es bueno‖ no es dar una definición de lo bueno. Así, el sentido en que ―bueno‖ no puede ser definido, según Moore, consiste en la imposibilidad de dar una ―definición analítica‖, es decir, la enumeración de las partes que conforman la cosa que debe ser definida y las relaciones existentes entre ellas. Para demostrar esta imposibilidad de definir lo ‗bueno‘, Moore utilizó su argumento de la ‗pregunta abierta‘. ¿Cómo se sabe que ‗amarillo‘ es una propiedad simple, que no puede ser definida en términos de otra cosa? Porque todas las propiedades bajo las cuales nos podemos referir al concepto amarillo sólo se conectan con éste de manera

137

Cf. Moore, Op.cit. 188.

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contingente, y ninguno hace parte de su significado esencial. Podemos definir una piña diciendo que es amarilla, pero no podemos definir el amarillo diciendo que es una piña; la propiedad de dicha fruta de ser amarilla es una pura contingencia que no me dice nada sobre el color amarillo en sí mismo. Puedo separar la noción ‗amarillo‘ de la noción de ‗piña‘ y concebirlos como dos cosas distintas, aunque no puedo separar la noción de ‗amarillo‘ en propiedades componentes más simples. Así, cuando invoco ciertas propiedades pertenecientes a una piña, la cuestión sobre si el amarillo es parte intrínseca de éstas es una ‗pregunta abierta‘, que se formularía así: ¿hace parte el amarillo de la piña? La pregunta es ‗abierta‘ puesto que su respuesta nos hace caer en la cuenta de que ‗amarillo‘ y ‗piña‘ no son conceptos idénticos, sino que los puedo concebir independientemente uno del otro, luego no puedo reducir o equiparar el primero con el último. Esto no sucedería si, por definición, ser una fruta del orden de las bromeliáceas fuera parte necesaria de la palabra ‗amarillo‘. De la misma forma, la cuestión sobre si aquello que ha evolucionado es bueno siempre será una pregunta abierta, pues no podemos definir el término ‗bueno‘ a partir del término ‗evolucionado‘ de manera necesaria. Por todo esto, Moore concluyó que era imposible definir lo ‗bueno‘ en términos de palabras que remitan a propiedades empíricas, como el placer o la supervivencia (del más apto, si se quiere). Éste es el centro de la crítica de Moore a la ética evolucionista, centrada principalmente en como la expone Spencer. Moore acusa a Spencer de haber cometido dos errores. Primero, haber sostenido que algo era mejor, en el sentido moral, porque era más evolucionado (más ‗diferenciado‘ diría Spencer): Todo lo que la hipótesis de la evolución nos dice es que ciertos tipos de conducta han evolucionado más que otros; y esto es, en efecto, todo lo que Mr. Spencer ha tratado de demostrar (…) Aún así, nos asegura que una de las cosas que ha probado es que la conducta gana sanción ética en proporción con ciertas características que haya adquirido (esto es, entre mayor o menor haya sido su evolución) (…) Es evidente, entonces, que Mr. Spencer identifica la capacidad de sanción ética con el ser más evolucionado.138

Esta objeción es genuina, a pesar de que está basada en la visión progresiva de la evolución que sostenía Spencer, que, ya lo sabemos, es de por sí errada. Aunque no sólo Spencer es culpable de cometer esta falacia en sus argumentos. Para Moore, todo intento de justificar la ética en propiedades naturales está condenado a cometer la falacia naturalista, pues siempre va a proceder de la misma manera: equiparar lo ‗bueno‘ con la supervivencia, la reproducción, el placer, la evolución, la propagación genética u 138

Ibid., 49.

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otros procesos empíricos similares que no se encuentran contenidos necesariamente en la propiedad de ‗bueno‘, sino que sólo se relacionan con éste marginalmente. El segundo error que indica Moore es el prejuicio subyacente a la ética evolucionista (de corte spenceriano) de que, puesto que algo es ‗natural‘, también es ‗bueno‘: Es obvio que no podemos afirmar que todo lo natural es bueno. Si todo lo natural fuera igualmente bueno, entonces la ética, como es entendida de ordinario, desaparecería; pues nada es más cierto, desde un punto de vista ético, que algunas cosas son buenas y otras malas. 139

Esto es meridiano incluso dentro del naturalismo. Ya me he detenido en este punto anteriormente, así que no veo la necesidad de volver a mencionarlo. Creo que para el lector debe ser ya claro por qué esta segunda crítica de Moore afecta únicamente a las interpretaciones de Spencer y poco tiene que ver con el darwinismo. Quisiera aquí, en cambio, señalar el problema que encuentro respecto de la posición anti-naturalista de Moore. Existe una dificultad en el pensamiento de este filósofo que, en principio, es irreconciliable con todo naturalismo, y por ello, demerita la falacia naturalista que Moore expone como una objeción válida para la ética darwinista. Y es que, una cosa es distinguir y separar ciertas propiedades de ciertos conceptos, como lo ‗placentero‘ de lo ‗bueno‘, y otra muy distinta es sostener que un concepto se halla por fuera de la naturaleza misma. Recordemos que Moore caracteriza lo ‗bueno‘ como algo indefinible e inanalizable, una propiedad no-natural que es independiente de los objetos físicos y las propiedades naturales que puedan poseer. Según Moore, entonces, ¿cómo es posible calificar a un acto de ‗bueno‘ sin caer en la falacia naturalista? Su respuesta no será otra que ―bueno es bueno.‖ Esta alternativa es el llamado intuicionismo ético: la afirmación de que hay verdades morales que conocemos por intuición, considerando la bondad como una propiedad que puede ser comprendida por la inteligencia independientemente de las cosas mismas. La indefinibilidad de ‗bueno‘, así, no es un obstáculo al conocimiento ético, pues existe una constatación intuitiva de lo que es ‗bueno‘, lo que supone que el conocimiento llega más allá de lo que puede definir. En la afirmación ―bueno es bueno‖ existe de modo implícito la afirmación de que ―se debe hacer el bien‖. Moore lo expresa de la siguiente manera: ―Nuestro deber, por consiguiente, sólo puede ser definido como esa acción que causará la existencia de más bien en el universo que ninguna otra alternativa.‖140

139

140

Ibid., 42. Ibid., 159.

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La conclusión de Moore es, por demás, similar a la sostenida por la ética darwinista. El problema que plantearía aquí el darwinista, no obstante, es qué tipo de conocimiento sería esa ‗intuición‘ de lo que es bueno, y de dónde proviene, ya que es imposible adquirirlo por vía natural.141 Dicho de otra manera, el que considera que determinada acción es buena o mala y afirma que lo sabe por intuición no está afirmando que sabe algo que, de tener más información sobre dicha intuición, o de hacer un análisis a posteriori de la cuestión a partir de las consecuencias de la misma, se mostraría efectivamente cierto, sino que se trata de un modo ‗alternativo‘ de conocer, pero las peculiaridades sobre el operar del mismo quedan sin definir de forma clara. En otras palabras, las afirmaciones intuitivas que expresan que algo es bueno no son susceptibles de ninguna prueba que demuestre o justifique por qué aquello que está sostenido en la afirmación es verdaderamente bueno. A diferencia de los colores, que son intuitivos pero que, no obstante, son percibidos por un órgano natural, que es el ojo, el ‗bien‘ no puede confrontarse con ninguna facultad u órgano natural específico, y por eso carece de prueba o definición. Esta interpretación, a mi parecer, deja translucir un posible nexo con la metafísica142 por parte del intuicionismo ético, nexo que es inaceptable dentro de una posición naturalista. A pesar de que la crítica de Moore al argumento que sostiene que todo comportamiento producto de la evolución es bueno es válida, sería un absurdo (al menos para el ético evolucionista) asumir que, puesto que un comportamiento específico es tal que lo llamamos ‗bueno‘, entonces no es natural (esto es, no es producto de la evolución de nuestra especie). Al desplazar el ‗bien‘ al dominio de lo nonatural (sea esto lo que sea), Moore está explicitando su creencia en la posibilidad de considerar un dominio supranatural para hablar de la ética, pues afirma una intuición intelectual distinta e independiente del conocimiento sensible para explicar el estatuto ontológico de los valores. Pero el ético evolucionista simplemente no puede aceptar semejante autonomía metafísica que Moore le concede al ‗bien‘ cuando afirma esto. En

141

―Reasoning sometimes changes how things seem to us. But there is also a way things seem to us prior to reasoning; otherwise, reasoning could not get started. The way things seem prior to reasoning we may call an 'initial appearance'. An initial, intellectual appearance is an 'intuition'. That is, an intuition that p is a state of its seeming to one that p that is not dependent on inference from other beliefs and that results from thinking about p, as opposed to perceiving, remembering, or introspecting. An ethical intuition is an intuition whose content is an evaluative proposition. Many philosophers complain either that they don't know what an intuition is or that the term 'intuition' is essentially empty and provides no account at all of how one might know something” (Michael Huemer, ―Ethical Intuitionism‖ , 2005). 30 de abril de 2010. 142

Por ‘metafísica’ entiéndase aquí cualquier posición que afirme la existencia de entidades no-naturales.

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palabras de Karla Chediak: ―(…) if one does not initially accept such an understanding, there is no fallacy, since the very notion of unnatural properties would not be accepted. After all, the affirmation of its existence is not self-evident and is precisely what is in question and what the evolutionist would probably deny.‖143 No me interesa aquí entrar en más detalles respecto de la posición ética de Moore. Creo que, expuesta su versión de la falacia, queda claro qué es aplicable para la ética darwinista y qué no. Lo que no es aplicable es la idea de que el bien es una propiedad ajena a la naturaleza humana, o a la naturaleza en general. Podríamos intentar sostener esto arguyendo que lo ‗bueno‘, como objeto de pensamiento, es relativo a quien sostenga dicha noción en su mente –como afirma Hume–, pero, dado que por ‗mente‘ en este caso entendemos todavía un objeto natural, entonces es de asumirse que Moore rechazaría aún esta forma de entender lo bueno (―¿hace parte el concepto ‗bueno‘ del concepto ‗mente‘?‖ sería la pregunta abierta). Sin embargo, la solución de Moore tampoco nos satisface. Si por ‗bueno‘ hemos de entender una propiedad que no es explicable vía métodos naturalistas, a saber, una intuición cuyo origen nunca queda claro, entonces, para la ética evolucionista, nos encontramos sencillamente ante una idea sin sentido, y debemos seguir de largo. Lo que sí es aplicable de la falacia de Moore, sin embargo, es la precisión respecto de, no tanto qué sea lo bueno en sí mismo, sino cómo justifica la ética evolucionista sus preceptos bajo su nombre. Es decir, a pesar de que, como darwinistas, no nos interesa dar con una definición del bien en sí mismo al estilo kantiano (es más, es probable que no haya una), sí nos vemos en la obligación de ofrecer una justificación metaética de por qué creemos que los argumentos que se hacen al respecto de la moralidad están de alguna manera condicionados por nuestra evolución biológica tal como es entendida por el darwinismo. Pero debemos hacerlo evitando caer en la mayor dificultad, que ya señalaba Hume, de la ética evolucionista: el problema de pasar del estado de cosas que es (el discurso biológico) al estado de cosas que debe ser (el discurso moral). El gran problema, de esta manera, que enfrenta la ética darwinista es un problema de justificación. La solución que habíamos esbozado antes, la de negar que una justificación sea realmente relevante para la ética desde un punto de vista evolutivo –o que la evolución misma sea justificación suficiente– puede parecer insatisfactoria. Un sistema no puede justificar sus propios principios. Se nos podría objetar todavía que del 143

Karla Chediak, “The Problem of the Naturalistic Fallacy for Evolutionary Ethics”, en Kriterion, Vol. 2, No. 7, 6. Belo Horizonte, 2006.

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darwinismo no se puede realizar ninguna aproximación a la ética, pues a) no ofrece fundamentos objetivos unívocos que le concedan el carácter de universalidad y necesidad que caracteriza a toda ética, y b) al reducir los preceptos éticos a comportamientos explicables evolutivamente, está borrando la línea entre la acción moral y la no-moral, lo que eliminaría la posibilidad de sostener una ética normativa, pues toda acción sería justificable si contribuye a aquello que, evolutivamente hablando, es deseable (de nuevo, cayendo en el problema de la relatividad y violando la ley de Hume). Pero a continuación demostraremos que sí es posible evitar el problema is-ought (la primera de nuestras soluciones simplemente lo tomaba por ineludible y seguía adelante), a la vez que ofrecer una justificación de la ética a partir del darwinismo sin sostener la existencia de fundamentos éticos objetivos a la manera tradicional (o evitando la falacia de hacer de la evolución misma un fundamento ético objetivo, volviendo al progresionismo de Spencer), pero sin caer tampoco en un relativismo moral. Se puede afirmar el carácter obligatorio, universal y prescriptivo de la ética, al mismo tiempo que se puede reconocer que no es nada más que un constructo evolutivo particular de la especie humana y por ello carece de una fuente externa objetiva (una dádiva divina, el proceso de evolución, la naturaleza o cualquier otra). Éste es el punto central de esta tesis, y lo veremos a continuación. Pasemos a considerar la metaética darwinista.

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III. Metaética darwinista

1. La propuesta metaética

Así, si el naturalismo puede dar alguna explicación al respecto de por qué emitimos los juicios normativos que emitimos, habrá provisto el significado de éstos tanto como puede ser dado. Llamaremos a este proyecto metaética darwinista.144

Tipos de teorías éticas Hemos llegado a la parte más importante de esta tesis. En este último capítulo propondré una manera alternativa de abordar la ética darwinista desde la metaética. Esta nueva interpretación tiene la ventaja de que nos evitará caer en los problemas comunes que se le han planteado a la ética darwinista ―tradicional‖: el problema is-ought, la distinción entre hechos y valores, las conclusiones inhumanas y eugenésicas del darwinismo social spenceriano, el problema de la relatividad moral y la justificación última de la ética. Todos estos problemas ya los hemos expuesto en los capítulos anteriores. El objetivo de este capítulo, y de esta tesis, será, pues, argumentar cómo, si queremos hablar de una ética consecuente con las observaciones al respecto de la naturaleza humana realizadas por el darwinismo, pero que a la vez pueda evitar las objeciones mencionadas, debemos hablar necesariamente de una metaética darwinista. Ahora bien, nos conviene aquí aminorar un poco el paso y esclarecer la distinción entre las diferentes teorías éticas que existen en filosofía, para que tengamos en cuenta cómo se aplica el darwinismo a cada una (y qué tan efectivo ha resultado esto). Como ya había mencionado en el primer capítulo,145 la ética puede entenderse como ética descriptiva, ética normativa y metaética. Recordemos brevemente en qué consiste cada una. Por ética descriptiva se entienden todos los enunciados no normativos sobre criterios, códigos, valores, leyes morales, etc., operantes en una comunidad. Podríamos decir que esta ética se corresponde con una investigación empírica al respecto de sistemas de conducta social cuyo contenido es normativo. Puede hablarse de códigos morales, leyes consuetudinarias, valores tradicionales, entre otros, explicando su origen, su integración en una sociedad, mostrando sus componentes biológicos o psicológicos, 144

Alex Rosenberg, “Darwinism in Contemporary Moral Philosophy” < http://www.duke.edu/~alexrose/>, 11 de junio de 2010. La traducción es mía. 145

Cf. Pág. 26.

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comparándolos con otros, y demás empresas similares, sin por este motivo incluir en la descripción afirmaciones de carácter normativo. Cuando digo ―entre los antiguos aztecas el sacrificio religioso de vírgenes era considerado una excelencia moral‖ no estoy emitiendo un juicio de valor (en otras palabras, no he dicho ―yo creo que el sacrificio de vírgenes es bueno y aceptable moralmente‖), sino únicamente un enunciado que describe una conducta tenida como moral por cierto grupo humano. La enunciación de una conducta moral no implica que uno esté de acuerdo con la misma, o reconozca que su estatuto como moral es discutible. Darwin mismo describe los horrores y la desaprobación que le sobrecogían al observar a los fueguinos de la Pampa argentina eliminar sin piedad a los miembros de otras tribus rivales, sin dejar de reconocer que estos actos eran cometidos por el bien de la tribu fueguina y por ello eran vistos como morales y aceptables dentro de la misma. Estas investigaciones descriptivas, naturalmente, no constituyen una teoría filosófica concreta o unitaria. Investigar qué reglas morales operan en una sociedad no es, per se, la labor de la ética. La labor propiamente vendría a ser más bien averiguar qué es moralmente correcto y qué no. Por ello habíamos dicho que Darwin no realiza una ética cuando explica cómo surgieron los comportamientos que se fueron teniendo como morales en vez de averiguar por qué son morales. La moralidad es un fenómeno natural, cuyo origen es explicable a partir de la historia evolutiva de la humanidad, y cuya preservación se dio a través de la variación y la selección, como las demás partes y facultades de nuestra especie. Si el altruismo, el actuar por el bien general de la comunidad, es un rasgo presente en nosotros y que generalmente lo catalogamos como el estándar de la moral, es porque dicho comportamiento fue favorable en nuestra historia evolutiva y por ello representó una ventaja selectiva. El sentido moral, pues, es el resultado de las presiones de la selección natural en la especie Homo sapiens. A lo anterior se limita el recuento descriptivo de Darwin. Es claro, no obstante, que las observaciones del naturalista sí poseen de fondo cierto carácter normativo, pero no son nunca el punto central de la investigación, ni tampoco constituyen el eje a partir del cual se estructura la misma (como decíamos, el hecho de que Darwin considere el comportamiento de los fueguinos reprobable no impide que reconozca que, para ellos, era perfectamente aceptable). La ética normativa sí se ocupa de formular y fundamentar enunciados éticos. Esta ética está encaminada hacia el ámbito práctico en vez del teórico; la pregunta será qué debemos hacer, y no por qué hacemos lo que hacemos. El enunciado descriptivo me 97

dice que tal regla moral existe, pero es el enunciado normativo quien se encarga de justificar por qué es ése el indicado moralmente y el que debo seguir. Podríamos decir que es a partir de esta última teoría ética que se han dedicado los esfuerzos tradicionales por establecer una ética darwinista y formar sistemas morales cimentados en la teoría de la evolución. En el capítulo anterior hemos visto, con Spencer, lo infeliz que es este proyecto. Tomar el proceso de evolución como la justificación de los juicios éticos normativos, es decir, asumir que la evolución misma es de suyo un proceso moral, es insalvablemente problemático, pues al hacerlo está garantizado que violaremos la distinción entre valores y hechos: ―La evolución opera eliminando a los menos aptos. Por ello, nosotros también debemos eliminar a los menos aptos.‖ Si negamos esta distinción, y simplemente afirmamos que no hay hechos que puedan ser comprendidos sin presuponer valores (que pueden estar sometidos a intereses diversos), entonces nos encontramos con el problema de la relatividad de los valores y la dificultad de hablar de una ética objetiva, como vimos anteriormente con Hume. La propuesta metaética surge en respuesta a estas dificultades. Como habíamos dicho en el capítulo primero, entendemos por metaética el estudio de los ―enunciados sobre el lenguaje normativo o sobre la forma y fundamentación de las teorías normativas. Estos enunciados, por un lado, tampoco son enunciados sobre el contenido de los sistemas morales o legales. Se trata más bien de enunciados lingüísticos o metodológicos, es decir, de contenido teórico científico.”146 En otras palabras, es en la metaética donde se lleva a cabo la investigación de los fundamentos teórico-científicos tras los sistemas éticos, así como el análisis sobre el significado de sus expresiones lingüísticas fundamentales: Los análisis teórico-científicos juegan hoy en la ética un papel especialmente importante, pues las diferencias entre las muchas teorías éticas que se discuten en la actualidad no se refieren sólo a principios normativos, sino que se muestran ya en el enfrentamiento sobre el significado de los términos morales, el estatus y la función de las expresiones éticas, y sobre las posibilidades, límites y métodos de fundamentación de los enunciados normativos.147

De aquí es evidente que el objeto de la metaética serán los juicios de la ética normativa. Dichos juicios serán enmarcados a partir de dos problemas generales: el problema del significado y el problema de la justificación. Ciertamente, ambos problemas implican que no podrá siempre separarse, en los juicios éticos, el enfoque metaético de su 146 147

Franz von Kutschera, Fundamentos de ética (Madrid: Cátedra, 2006), 53. Ibid.

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contenido normativo. Por ejemplo, analizar la validez semántica del concepto ―bueno‖ tendrá implicaciones en la formulación normativa de que lo ―bueno‖ es lo que contribuye al bienestar de la mayoría. De manera similar, los enunciados normativos requieren de una justificación satisfactoria, de otra manera su carácter normativo se hace relativo (como veíamos en el capítulo anterior con la falacia naturalista). El problema del significado es evidente. Consiste en determinar el significado de las expresiones bajo las cuales se definen los principios de un sistema moral cualquiera. Si hablamos de un sistema ético evolucionista, esto es relativamente sencillo, pues los conceptos de bondad, justicia o felicidad estarán relacionados de alguna manera con la teoría de la evolución (o por lo menos su significado no será contrario o incompatible con la misma), la cual, siendo una teoría científica, es más concreta y su significado puede cotejarse directamente con el método científico. La empresa, no obstante, no es tan sencilla si hablamos de una ética intuicionista o una ética teológica. Ésta es una aclaración importante, puesto que, no sólo las discusiones éticas se dan en un plano puramente verbal, sino que la mayoría de las veces los desacuerdos en las mismas surgen porque tras una misma idea se manejan significados diferentes. Creo que esto es lo que sucede con la falacia naturalista de Moore; lo que he señalado que impide abordar su crítica a la ética desde una perspectiva naturalista no es otra cosa que el diferente significado (o falta de uno) que se maneja tras el concepto de ―bien‖. De aquí que sea muy importante en el análisis metaético concretar los significados de los términos que se emplean en la ética normativa. Ahora bien, este problema del significado es importante en la metaética, pero no es el que dirige nuestra investigación. Resaltamos su importancia como parte del análisis metaético, pero, si nos referimos a la ética darwinista, creo que es más urgente, para efectos de esta tesis, el problema de la justificación y los fundamentos, que veremos en seguida. Un análisis semántico de los elementos teóricos del darwinismo daría para hacer toda una tesis aparte al respecto, razón por la cual no puedo hacer aquí nada más que mencionarlo de pasada.148 El problema de la justificación sí es de gran relevancia. Como veníamos diciendo en los capítulos anteriores, la ética, al menos en su aplicación normativa, requiere, por

148

Para ver más al respecto de este problema, confróntese: Timothy Shanahan, The Evolution of Darwinism (Cambridge: Cambridge University Press, 2004).

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definición, de una justificación, más allá de sí misma, que fundamente por qué sus preceptos, y no otros, deben ser acatados universalmente para cualquier caso. Que el de la justificación sea el problema ético que resulta más urgente en la práctica, de otra parte, queda claro al momento de tomar decisiones. Consideremos, por ejemplo, una situación en la que tenga que necesariamente optar por algo que no sea moral, por ejemplo, cuando debo elegir entre romper una promesa o dejar de prestar una ayuda.149 Sin importar cuál sea mi decisión, las consecuencias de mis actos requieren una justificación que deje en claro por qué tomé esa decisión y no otra. En la esfera religiosa, alguien podría presentar la voluntad de Dios como justificación última de los actos: ―Lo correcto es lo que Dios desea. Dios desea que ayudemos a nuestro prójimo. Luego debemos ayudar a nuestro prójimo.‖ Otros pueden tomar un enfoque intuicionista, creyendo que podemos captar verdades imparciales por medio de alguna facultad racional o quizá que simplemente no hay manera de captarlas. Se puede ser también un naturalista (evolucionista/darwinista), y argumentar que la justificación de la moralidad se halla en la naturaleza misma de los agentes morales, o que puede ser identificada con algún proceso relacionado a la constitución física de los mismos (este es el argumento que, a mi parecer, han esgrimido la neurociencia y la sociobiología, por ejemplo, al considerar el cerebro como el órgano clave para entender el comportamiento moral humano). O se puede ser también una especie de escéptico moral. No se niega la preeminencia de la moral en su nivel prescriptivo, pero sí se niega que ésta posea algún tipo de justificación última universal. Por supuesto, cuando se asume esta postura escéptica se está igualmente en la obligación de mostrar por qué, cuando actuamos moralmente, lo hacemos con la creencia de que actuamos de acuerdo con algo que tiene en efecto una fuerza prescriptiva universal, independiente de los caprichos y deseos individuales. Puede que yo, internamente, sea consciente de que no existe (al menos en términos naturalistas) algo así como ―el‖ deber, pero, al momento de actuar en sociedad, estoy obligado a proceder de acuerdo a la creencia (social o personal) de que debo de cualquier manera atenerme a ese misterioso omnipresente que llamamos ―deber‖. Este fenómeno puede ser explicado, no obstante, desde una investigación naturalistadarwinista, incluso si se niega que, en últimas, la moralidad posea una justificación existente en la naturaleza (en efecto, esto es lo que nos proponemos en esta tesis). 149

Cf. Kutschera, op.cit., 57.

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Más sobre el problema de la justificación Concluyamos esta discusión preliminar considerando más en detalle las perspectivas esbozadas. ¿Cuál puede ser la justificación última de la moralidad? Parafraseando a Michael Ruse, podríamos decir que, en primer lugar, es posible distinguir una justificación objetiva o realista de la moralidad. Con esto se quiere decir que las normas morales tienen algún tipo de existencia independiente de los seres humanos. Las normas morales, de manera similar a las matemáticas, poseen cierta realidad inamovible y eterna, que, de una u otra forma, es abstraída por la mente humana. Esta realidad se nos impone, esto es, nosotros no las creamos, sino que simplemente las captamos de afuera y las aplicamos a nuestra propia realidad. La justificación metaética más común que se ofrece de esta ética objetiva es, como ya dije, Dios. Otros sostienen que la moralidad se halla en un mundo suprasensible o que tiene su asiento en el innato sentido humano del deber. Los problemas de la justificación objetiva aparecen de inmediato. Siguiendo a Ruse: Por ejemplo, si la moralidad es sólo la voluntad de Dios, ¿quiere decirse que Dios podría haber establecido como algo moralmente bueno la violación de las niñas pequeñas? Sospecho que la mayoría de nosotros diríamos que ―no‖. Pero en ese caso empieza a parecer que la voluntad de Dios está bien, no sólo porque es la voluntad de Dios, sino porque Dios siempre desea que suceda lo que (independientemente) está bien. En otras palabras, la referencia a la voluntad de Dios se limita a desplazar de lugar el problema de la justificación. No lo resuelve. Éste es el llamado problema de Eutifrón, desde que lo planteó Platón por primera vez en el diálogo de ese nombre.150

Otra crítica que podríamos realizar, y a la que, personalmente, yo mismo me suscribo, es que la justificación metaética objetiva postula la existencia de normas morales más allá de la naturaleza humana, y por ello no son cognoscibles o comprobables vía el método científico empleado por los seres humanos en una investigación empírica ordinaria. Y es que, si los hechos morales no son observables de la misma manera que los hechos naturales, entonces resulta absurdo considerarlos ―hechos‖ en el mismo sentido de la palabra. Moore, por ejemplo, piensa que la mente puede intuir cuándo un hecho es moral (cuándo conlleva más ‗bien‘ que cualquier otra alternativa) independientemente de los factores naturales que se relacionen con el mismo. Pero, de nuevo, un enfoque naturalista sensato negaría esta posición, y ya hemos visto por qué en el capítulo anterior. En efecto, un enfoque naturalista se acercaría más a una justificación metaética subjetiva. De acuerdo con esta segunda justificación, la moralidad es un asunto que 150

Ruse, Tomándose a Darwin en serio, 284.

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compete sólo a la naturaleza humana; el bien y el mal existen sólo en la medida en que existen seres humanos. No hay una fuente de moralidad independiente que podamos abstraer. Como ya señalábamos con Hume, el bien y el mal harían referencia a predisposiciones presentes en las personas, que podemos asumir que son compartidas. Si en la sociedad se considera que el asesinato por placer o diversión es un crimen execrable, debe ser porque existe en nuestra constitución moral una fuerte aversión hacia dicho acto y por eso lo condenamos socialmente. Es tan repudiable para mí como para ti. La justificación subjetiva nos ahorra el problema de postular una moralidad metafísica, pero nos arroja de lleno al ingente obstáculo de reducir la moralidad a una cuestión de puro sentimiento o gusto. ―Sin criterios externos por los que juzgar y ser juzgado en asuntos morales, no parece haber ninguna forma de escapar de la relatividad de nuestras inclinaciones individuales. Podemos hacer todo tipo de evaluaciones y exigencias, pero, en último término, la ética parece haber sido desposeída de su esencia crucial y de su verdadera raison d’être.‖151 A la luz de este problema, si queremos ofrecer, desde el darwinismo, una justificación metaética de la moralidad humana que no renuncie a su dimensión prescriptiva y tampoco se vuelva relativa, entonces debemos replantearla, como mencionábamos más arriba. Para este fin es que realmente nos es de gran ayuda el darwinismo. No trabajaremos, como Spencer, con el supuesto de que la senda de la evolución nos lleva por sí misma a la moralidad, o que todo lo que ella produce es moral, violando la ley de Hume. En vez de tomar la teoría de la evolución por selección natural como el principio que enviste de autoridad normativa a nuestros juicios éticos (como diría Fernando Vallejo, simplemente reemplazando a Dios por la ‗Santa Selección Natural‘), la tomaremos como una herramienta explicativa para nuestros juicios normativos. En otras palabras, el darwinismo, propiamente, no nos servirá tanto para elaborar una teoría ética normativa tradicional (ya hemos visto que la falacia naturalista nos advierte de los peligros que se corren si así lo tomamos), como sí será un criterio útil para comprender por qué emitimos los juicios normativos que emitimos. Y ésta es, como acabamos de ver, la labor de la metaética. Por ello, hablaremos en lo sucesivo de una metaética darwinista. Sin más preámbulos, entremos en materia.

151

Ibid.

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2. La metaética y el darwinismo Las premisas morales están relacionadas únicamente con nuestra naturaleza física y son el resultado de una historia genética idiosincrática.152

Una revisión de la moralidad En el capítulo primero habíamos concluido que las acciones morales eran aquellas relacionadas directamente con el bienestar del grupo. La selección natural parecía conducir, de manera relativamente sencilla, al denominado altruismo, de modo que incluso las acciones individuales deberían girar, en mayor o menor medida, en torno al bienestar de la comunidad. Esto es posible, para Darwin, gracias a la conciencia, quien es la encargada de mantener los instintos egoístas a raya y promover la prevalencia de los instintos sociales. Cuando el individuo contraviene este orden y se dedica a la satisfacción de los primeros a costa de los últimos, entonces sentimientos de culpa, vergüenza y remordimiento son la consecuencia. Esta capacidad individual de reconocer cuando se ha hecho algo ―malo‖, es decir, algo que va en contra del bienestar general, al experimentar sentimientos negativos parece ser la prueba de que la selección natural nos ha hecho primariamente altruistas, actuando siempre con los intereses del grupo presentes antes que los propios. Los sociobiólogos modernos han sostenido que esta versión del altruismo debe replantearse. Debemos considerar la conducta altruista desde el individuo y no desde el grupo, a pesar de que esta misma conducta parezca que va dirigida completamente hacia el beneficio de éste último. Y es que toda ayuda debe, a la final, guardar cierto interés para el individuo. Recordemos que el proceso de evolución no se da sólo con miras al sobrevivir por sobrevivir; también es de igual importancia la reproducción. De aquí que cualquier conducta altruista favorecida por la selección natural deba ser tal que favorezca las oportunidades de propagar los propios genes por encima de las de los demás. Cualquier conducta que no cuente con esta ventaja reproductiva es probable que sea eliminada por la competencia. Con esto en mente, los sociobiólogos han propuesto algunos mecanismos bajo los cuales se puede explicar la tendencia innata de los seres humanos a trabajar en cooperación (suponiendo que el costo de este trabajo mutuo sea menor que la ventaja a nivel reproductivo que pueda resultar del mismo). El primero es

152

Michael Ruse y Edward Wilson, “Moral Philosophy as Applied Science”, en Philosophy, Vol. 61, No. 236 (Apr. 1986), 173 -192. Extraído de: http://www.jstor.org/stable/3750474. La traducción es mía.

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el altruismo recíproco.153 La teoría fue expuesta por primera vez, en biología, por Robert Trivers para explicar casos de aparente altruismo entre individuos que no estaban relacionados consanguíneamente. La idea principal es sencilla: un organismo puede verse motivado a ayudar a otro, si existe la posibilidad de que este servicio le sea devuelto en el futuro (―if you scratch my back, I‘ll scratch yours‖). Dado un escenario hipotético que la requiera, la cooperación mutua puede resultar para un individuo, o un gen, más provechosa –en promedio– que no cooperar. Aplicada a la selección natural, la teoría del altruismo recíproco puede mostrar cómo ciertas estrategias comportamentales pueden emerger, aumentar y luego estabilizarse como el comportamiento dominante en una población, lo que quiere decir que cualquier desviación de este mismo comportamiento no será seleccionado. Ruse lo expone de la siguiente manera: Supongamos que todos estamos en peligro de ahogarnos. Yo te ayudo a evitar que te ahogues, a causa de las exigencias de mi biología. Aunque con ello me coloque en un 1/20 de posibilidad de ahogarme yo mismo, evito el riesgo (1/2) de ahogarme si tú respondieras a mis esporádicas peticiones de ayuda. Es posible que no necesite tal ayuda ahora, pero todos hemos sido jóvenes alguna vez, todos nos haremos viejos algún día, todos caemos enfermos en ciertas ocasiones. Todos compartimos posibilidades de mala suerte en nuestras vidas, y lo mismo sucede con nuestros hijos, los portadores más inmediatos de nuestros genes.154

El altruismo recíproco puede darse entre seres que estén o no relacionados genéticamente (puede tratarse de dos buenos amigos, o incluso de miembros de distintas especies). Sin embargo, es necesario que los individuos interactúen más de una vez, y puedan reconocerse mutuamente, así como a otros con los que han interactuado antes. Esta condición es necesaria porque, si los individuos interactuaran sólo una vez, no habría posibilidad de devolver los favores o de reconocerse en el futuro. En efecto, lo que permite que este comportamiento evolucione por selección natural es la capacidad de los individuos de reconocer y recordar a aquellos que cooperan, y castigar a aquellos que se han negado a hacerlo en el pasado.155 El individuo tramposo actúa en últimas en detrimento de sus propios intereses, pues, a pesar de que se ahorra el costo inmediato de ayudar a otros, también afecta sus propias posibilidades futuras de supervivencia; los otros no lo ayudarán en ocasiones venideras. En cuestiones de vida o muerte, este

153

Cf. Robert Trivers, Natural Selection and Social Theory (Oxford: Oxford University Press, 2002), 5. Ruse, op.cit., 289. 155 Para ilustrar este caso, existe el ejemplo bien documentado de los murciélagos vampiro (Desmodus rotundus). Un murciélago que no haya tenido éxito al alimentarse puede solicitar la ayuda de otro, rascándole el abdomen y lamiéndole la cara. Si el otro murciélago acepta, procede a regurgitar un poco de la sangre que ha consumido, con lo que permite que el murciélago solicitante sobreviva por unas horas más. Sin embargo, los murciélagos sólo devuelven el favor a aquellos que antes han hecho lo mismo por ellos. Los murciélagos vampiro son una de las pocas especies mamíferas, además de los primates, que muestran este tipo de comportamiento (cf.: 19 de junio de 2010). 154

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altruismo resulta clave para la supervivencia, y por ello claramente puede influir en la evolución de la conducta. El caso de los seres humanos no es tan disímil. No sorprenderá a nadie si afirmamos que cuando se presta una ayuda, de uno u otro modo se espera una compensación para la misma. Si yo impido que mi amigo se ahogue, es porque, así no lo reconozca conscientemente, es mi deseo que él también hiciera algo semejante por mí, si fuera yo quien se viera en una situación similar algún día. Aunque, naturalmente, no puede actuarse en sociedad esperando siempre recompensas inmediatas para cada una de las acciones individuales cometidas por el bien de los otros. Es más sutil que esto. ―Se trata más bien de lanzar la propia ayuda al, por así decirlo, fondo común y esperar poder sacar de ese fondo algún día.‖156 Es, como yo lo veo, una, por así llamarla, apuesta basada en el sentido moral humano (la natural disposición de los instintos sociales, diríamos con Darwin), el cual, presuponemos, está presente en todos los miembros adultos, sanos y cuerdos (no le exigiríamos conciencia moral a un niño o a un demente) de nuestra especie. Salvo a mi amigo de ahogarse, y esta acción en últimas redunda en mi interés propio, porque la he hecho bajo la suposición –que bien puede ser inconsciente, dada al nivel de los genes– de que aquello que me ha motivado a hacerlo (el sentido moral) está presente en todos los miembros de mi especie, por lo que, si yo llegase a ahogarme algún día, de ser posible, alguien también me salvaría. Aunque no puede esperarse más que esto, puesto que no se puede tener siempre la certeza de que mi prójimo compartirá este mismo sentido moral.157 Lo único que puedo hacer es tratar a los otros de la forma como me gustaría ser tratado y esperar que los demás piensen igual, en virtud de su naturaleza como Homo sapiens. Ésta es una estrategia evolutivamente estable, por lo que puede asumirse que para la mayoría de los casos funcionará, y los defectos de la misma serán sólo casos extraordinarios. Desde este punto de vista, incluso el impulso de ayudar a extraños no relacionados de ninguna manera con nosotros –si el costo/riesgo no es demasiado alto– puede ser 156

Ibid. A propósito de esta reciprocidad tácita, que es susceptible de no siempre funcionar, comenta Ruse: “Supongamos que te ayudo porque me siento moralmente obligado a hacerlo, y supongamos que tú no actúas en reciprocidad. No me ayudas a mí cuando lo necesito, o no prestas ayuda a nadie más. En nombre de la moralidad, no puedo pedirte ayuda sólo porque yo te he ayudado. Pero en nombre de la moralidad puedo pedirte ayuda porque debería ser correcto, para ti, que me ayudaras. Que yo sea un individuo moral no quiere decir que sea un imbécil. Tú debes ayudarme a mí y a las otras personas porque ésa es tu obligación moral, y puedo exigírtela. Tengo incluso la obligación de recordarte tus deberes. Démonos cuenta cuán rápidamente estamos dispuestos a aislar a los individuos que no cooperan. Los castigamos (“por su propio bien”) o los declaramos imbéciles morales y restringimos su papel en la sociedad.” (Ibid.) El caso es, a mayor escala, idéntico al de los murciélagos vampiro. 157

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comprendido. Incluso si dos individuos no están relacionados, puede haber un chance, quizá muy pequeño, de que puedan darse eventualmente circunstancias bajo las cuales un favor sea susceptible de ser devuelto en el futuro. El hecho de que el chance sea pequeño es la razón por la cual el riesgo también debe ser pequeño. La evolución ha procedido comparando el riesgo con la recompensa. Ahora bien, es importante tener en cuenta que la evolución no nos ha hecho totalmente conscientes de estos cálculos de costo y beneficio. La mayoría de las veces actuamos ignorándolos; no creo que nadie se detenga a pensar en los cálculos de ayudar a su prójimo durante un terremoto o un incendio. Lo que la evolución sí ha producido es la programación, directa o indirecta, hacia estos comportamientos, que presuponen inconscientemente el cálculo del costo y beneficio. El otro mecanismo es la selección de parentesco, que ya hemos discutido en el primer capítulo.158 Todos los parientes poseen copias de los genes de uno. Por tanto, mis genes serán propagados por ellos, así yo mismo no me reproduzca. Lo que vendría a significar que cualquier ayuda proporcionada a los parientes redunda en favor de los intereses reproductivos propios, aun si el servicio de ayuda no es recíproco. De aquí cabe esperar la evolución del atributo de dar ayuda sin presuponer la eventual reciprocidad del mismo. Todo el beneficio se obtiene por vía de los genes. Edward Wilson distingue estos mecanismos de ayuda como altruismo de ―núcleo fuerte‖ y altruismo de ―núcleo blando‖. El primero es resultado de la selección de parentesco. Es la ayuda que se da entre parientes, la ayuda que no presupone una eventual recompensa. El segundo es el resultado del altruismo recíproco. Se da entre individuos que pueden no estar emparentados, y aquí sí se espera una posible devolución. Al respecto comenta Wilson: La conducta individual, incluyendo los actos aparentemente altruistas, que se realizan a favor de la tribu o de la nación, se dirigen, a veces de un modo muy intrincado, a la ventaja darwiniana del ser humano individual y sus parientes cercanos. Las formas más elaboradas de organización social, a pesar de su apariencia externa, sirven en último término de vehículos para el bienestar individual. El altruismo humano parece ser sustancialmente de núcleo duro cuando se dirige a los parientes más próximos, aunque todavía a un nivel mucho más bajo del que se da en el caso de los insectos sociales o de las colonias de invertebrados. El resto de nuestro altruismo es esencialmente blando. El resultado previsible es una mezcolanza de ambivalencia, engaño y culpa que no cesa de causar problemas a la mente individual.159

158 159

Cf. Pág. 38. Wilson, Sociobiología, 158-159.

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Consideremos estas ideas desde el punto de vista de la ética. El darwinismo dirá que tenemos predisposiciones biológicas (Darwin decía que instintivas, los sociobiólogos dicen que genéticas) para aprobar ciertos cursos de acción y repudiar otros. Ésta es la capacidad propiamente que caracteriza el comportamiento moral tal como lo define Darwin. Pero deben ser más que una cuestión de gustos o preferencias culturales. Aquí comenzamos a movernos más allá de ese pantano de relativismo moral que parecía invalidar la propuesta ética del darwinismo. El altruismo biológico –entendido como la cooperación hecha en vistas de la ventaja selectiva hacia la reproducción individual– nos conducirá al comportamiento propiamente ético –la distinción genuina y no relativa entre hacer el bien y hacer el mal– a través del innato sentido moral compartido por todos los miembros de nuestra especie. Hilemos fino esta idea. La noción de un ‗sentido moral‘ presupone un contexto de seres conscientes susceptibles de elegir libremente entre opciones comportamentales distintas. Hasta ahora, los únicos seres biológicos que han mostrado tal nivel de conciencia somos los seres humanos. Por ello, los conceptos morales sólo deben tener sentido dentro de un contexto humano, y pierden su valor si son considerados fuera del mismo. Pero como veremos a continuación, esto no tiene por qué ser equivalente a un relativismo moral. Algunas verdades morales fundamentales pueden ser demostradas tan objetivas como pueden serlo, por ejemplo, verdades al respecto de qué es venenoso y qué no comer. Así, las verdades morales son para nosotros objetivas en el sentido de que no podemos arbitrariamente escoger qué es bueno y qué es malo, de la misma manera en que no podemos escoger arbitrariamente qué es venenoso consumir y qué no. Pero, al igual que las verdades sobre los alimentos venenosos, las verdades morales son verdades contingentes; no pueden existir fuera del contexto humano en algún sentido incorpóreo o independiente. Las verdades morales, como nuestras características físicas, son el resultado de una historia, para usar los términos de Wilson, genética idiosincrática, aunque contingente; una historia que pudo haber dado un sinnúmero de giros pero que, por cualquier motivo azaroso, tomó el que tomó y es en el que nos encontramos ahora. Qué resulta venenoso para nuestra especie y qué no es un hecho biológico contingente. Pudo haber sido distinto de lo que es, porque pudimos haber evolucionado de una manera totalmente distinta a como lo hicimos. El hecho de que una rana dardo del Amazonas pueda consumir de ordinario cantidades alarmantes de alcaloides, contenidos en las hormigas de las que se alimenta, no quiere decir que una 107

dieta semejante no resulte fatal para los humanos. Lo mismo puede decirse de nuestras sensibilidades morales. El hecho de que el canibalismo entre parientes sea algo que sucede con frecuencia entre los caimanes no quiere decir que no sea un hecho repulsivo y moralmente condenable para la enorme mayoría de la especie humana. No somos ranas ni caimanes. Pero tampoco somos dioses o espíritus. Somos seres humanos, y cualquier investigación sobre el comportamiento moral, único a nuestra especie, debe en consecuencia ser realizada exclusivamente desde esta perspectiva. Aún así, debemos aclarar que no es posible derivar desde el darwinismo ninguna exigencia normativa de que actuemos como seres morales. La evolución no albergó nunca el propósito deliberado de hacernos seres morales. Siguiendo a Ruse, el altruismo podría haber sido en nosotros resultado de un control genético, como en las hormigas o las termitas. Pero esto hubiera significado una modificación considerable de nuestra capacidad craneal, y las ventajas para la supervivencia que ésta nos ha garantizado. De otra parte, si la moralidad hubiera sido una capacidad puramente racional, probablemente no hubiera tenido éxito como estrategia para la supervivencia y la reproducción. El cálculo racional, concienzudo y premeditado, con frecuencia no es de mucha ayuda en situaciones en las que hay que tomar decisiones rápidas de vida o muerte. Si en vez de alertar a mi familia y amigos de que hay un tigre en la aldea (un acto genuinamente altruista) y nos damos todos a la fuga, me abstraigo en el cálculo de las probabilidades de que en realidad sea un tigre y no una ilusión de mis sentidos, o quizá elucubro al respecto de si el tigre realmente está hambriento, o si quizá ha venido por otro motivo, es probable que el tigre me devore a mí y a todos los otros dados a la especulación filosófica antes de que nadie pueda hacer nada. De esta manera, la evolución ha creado una solución intermedia (―a quick, dirty solution‖, como son llamadas en biología), que es habernos dotado de un sentido moral que nos inclinará, deliberadamente o no, hacia las acciones altruistas. ¿Por qué hacia las acciones altruistas? Sencillamente porque nos va mejor como especie trabajando juntos que solos. Dan Dennett trae a colación la simpática cita de Benjamin Franklin para ilustrar este punto: ―Gentlemen, we must all hang together or assuredly we shall all hang separately.‖160

160

Daniel Dennett, Freedom Evolves (New York: Viking Books, 2003), 9.

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Las hormigas y las termitas son amorales, a pesar de sus comportamientos claramente altruistas. ¿Por qué? Porque no poseen la flexibilidad conductual que caracteriza a los seres humanos (la conciencia). No realizan sus acciones conscientemente. Es más, no tienen capacidad para hacerlo; sus genes controlan su comportamiento de una manera inflexible, un comportamiento que responde únicamente al estímulo (químico, en el caso de ambos insectos). Se comportan como si fueran morales, pero sus acciones ya vienen programadas previamente. En el caso de los seres humanos, no obstante, la evolución se las arregló para crear una solución única: renunció a muchas respuestas condicionadas de manera fija para obtener los beneficios de respuestas más dinámicas, útiles y flexibles bajo la forma de una conciencia personal (sin querer entrar en controversias, bien podríamos afirmar aquí que éste es el nacimiento del ―Yo‖). En vez de respuestas preprogramadas, la evolución produjo en nosotros una especie de ―determinismo suave‖: la predisposición, la intuición y el sentido moral. En lugar de forzar respuestas comportamentales específicas, este determinismo suave nos inclina hacia ciertos comportamientos a través de disposiciones genéticas fuertes, pero no absolutas o inalterables, lo que podríamos caracterizar como un sentido moral innato. Este sentido moral crea una presión no sólo hacia ciertas acciones, sino que también coloca restricción ante otros de nuestros deseos e instintos. Esta propuesta de Ruse explora la existencia de un sentido moral auténtico, un sentido moral programado en nosotros por la evolución de manera estable, aunque no inexorable. Entonces, cuando los humanos nos topamos con el dilema de si cooperar o no cooperar, de si realizar acciones altruistas o no hacerlo, este sentido moral entra en juego (―the moral sense kicks in‖), iniciándose como un mecanismo automático; de manera similar pensaba Darwin cuando describía los instintos sociales. Así se expresa el mismo Ruse al respecto: What I am suggesting is that we humans have built-in innately, or instinctively if you like, a capacity for working together socially. And what I want to suggest is that this capacity manifests itself at the physical level as a moral sense. Hence, what I am arguing –on purely naturalistic, Darwinian grounds– is that morality or rather a moral sense is something which is hard-wired into humans. It has been put there by natural selection in order to get us to work together socially or to cooperate. This is not to say that we do not have freedom in any sense. I am not saying that we never disregard our moral sense, but rather that we do have the moral sense and we have the moral sense not by choice or decision, but because we are human. (…) My claim therefore is that when humans find themselves in a position where cooperation might pay, morality kicks into place. This is not to say that we always will cooperate or be moral. We are influenced by many factors, including selfish and other sorts of desires. But morality is one of these factors, and overall we humans do generally work together. Sometimes the morality backfires. I might go to the aid of drowning child, and drown myself. This is hardly in my self-interest. But on balance it is in my interests to have the feeling that I ought to help people in distress, particularly children in distress. This is both because I myself was at some stage of my life a child, and also because I

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myself will probably have or be having children. I want others to be prepared to make a risk on my behalf or on the behalf of my children.161

La desventaja más latente que surge de esta solución es que este sentido moral, para no sacrificar las conductas individuales que redundan más que otras en la propia supervivencia (es decir, no hacerme un imbécil –o un santo– que actúa por los otros sin esperar nunca reciprocidad de su parte o sin considerar las consecuencias deletéreas que pueden resultar de determinadas acciones), tiene falencias y puede no siempre funcionar. No estamos obligados a ser morales, y precisamente por ello es que el altruismo recíproco debe ser recíproco para que funcione. Por esta razón, no sorprende que Wilson califique al altruismo blando como ‗ambivalente‘ para el individuo (y, si nos extendemos un poco, no sorprende tampoco por qué Spencer se refería a esta moral de la reciprocidad como incompleta). Puedo ayudar al otro, siempre y cuando tenga la creencia de que este acto puede, bajo las circunstancias adecuadas, serme reciprocado, o si el mismo tampoco implica necesariamente mi propia destrucción (nada gano salvando a mi amigo de ahogarse si yo no sé nadar y nos ahogamos los dos). De otra parte, si bien el sentido moral garantiza que existirán entre los seres humanos consensos generales al respecto de ciertos actos –el asesinato por diversión debe evitarse, por ejemplo–, la selección natural también muestra que habrá siempre excepciones: sujetos ―tramposos‖ que engañan para obtener recursos a expensas de la comunidad sin colocar nada de su parte, y enfermos –asesinos, violadores, etc. –, cuyos defectos genéticos hacen que su sentido moral no exista o no funcione. Siempre habrá un número de estas personas indeseables, en parte por las variaciones accidentales a nivel genético que ocurren en la replicación de la secuencia del ADN, y también porque un número pequeño de tramposos entre una mayoría de no-tramposos es una estrategia evolutiva más estable que una totalidad de no-tramposos. Afortunadamente, esta estrategia muestra también que, si bien esta gente será siempre de esperarse, serán sólo una minoría entre la población, y también serán de esperarse mecanismos para controlar o evitar sus acciones (asilos, cárceles, etc.). De esta manera, para el darwinismo, el sentido moral resulta crucial para comprender nuestro comportamiento en general. El darwinista dirá que es fundamental, a la hora de

161

Michael Ruse, “Darwinian Understanding: Ethics”, conferencia presentada para Gifford Lectures: Boston Studies in the Philosophy of Science. 2003.

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actuar en sociedad, que lo hagamos bajo un conjunto de reglas con fuerza normativa, como las que se consagran precisamente bajo nuestro sentido moral. Esto no es otra cosa que la confirmación de la conciencia, ése ―fiscal interior‖ que nos advierte contra ciertas acciones que de cierta forma me perjudican a mí o a los demás, descrita por Darwin mismo. Los casos en los que interviene la conciencia/el sentido moral son varios, y, naturalmente, no se puede esperar que sea siempre una fuerza disuasiva efectiva (puedo robar algo si soy consciente de que nadie me verá hacerlo). Pero, para algunos casos extremos, como por ejemplo el del incesto entre hermanos o el asesinato por placer, tenemos la sensación visceral de que estas acciones son en algún sentido ‗malas‘ y simplemente no debemos cometerlas bajo ninguna circunstancia. El ejemplo del incesto nos es particularmente útil. No es una cuestión de gusto o que sea relativa. Existe en todas las culturas humanas del mundo una aversión tremenda hacia este acto (por lo menos hacia el incesto entre parientes de primera generación).162 La razón: las obvias desventajas a nivel genético que resultan del cruce sexual entre parientes cercanos (la acumulación de caracteres recesivos negativos a causa del aumento de homocigotos, por ejemplo). Pero, si se pregunta a una persona no familiarizada con la genética por qué le parece repudiable este acto, su respuesta sería probablemente algo como: ―eso no se debe hacer, no es moral‖ antes que una explicación detallada sobre los principios de la transmisión genética: A widely accepted interpretation of the chain of causation in the case of brother-sister incest avoidance is as follows. Lowered genetic fitness due to inbreeding led to the evolution of the juvenile sensitive period by means of natural selection; the inhibition experienced at sexual maturity led to prohibitions and cautionary myths against incest or (in many societies) merely a shared feeling that the practice is inappropriate. Formal incest taboos are the cultural reinforcement of the automatic inhibition, an example of the way culture is shaped by biology. But these various surface manifestations need not be consulted in order to formulate a more robust technique of moral reasoning. What matters in this case is the juvenile inhibition: the measures of its strength and universality, and a deeper understanding of why it came into being during the genetic evolution of the brain.163

Este razonamiento de Ruse y Wilson resulta idóneo para demostrar cómo la cultura actúa como una consolidación de la inhibición automática dada por nuestra biología. Nuestra condición biológica, por sí sola, no nos hace conscientes de los riesgos para la supervivencia que implica el incesto; sólo se manifiesta como una inclinación vehemente –el sentido moral– hacia el repudio de este acto; la sensación visceral de que, de alguna manera, es ―malo‖ (de la misma manera como se manifiesta la sensación de asco que nos recorre ante la idea de consumir excrementos o alimentos putrefactos). 162 163

Ruse y Wilson, “Moral Philosophy as Applied Science”, 184. Ibid.

111

Esta sensación se consolida a nivel de la comunidad bajo diversas formas, merced de la cultura o la religión locales. De manera similar, también poseemos una inclinación biológica vehemente a hacer ciertas cosas, por ejemplo ayudar a los miembros de nuestra comunidad o familia; tenemos la sensación de que estas acciones son ―buenas‖ y que son ―lo que debe hacerse‖, de suerte que somos motivados por las mismas y las admiramos en otros. Desde una perspectiva evolutiva, estas sensaciones de qué es ―bueno‖ y qué es ―malo‖ son suficientes (aunque no infalibles).164 Así las cosas, incluso si las consecuencias negativas de los actos que hallamos instintivamente odiosos pueden darse a nivel puramente biológico-genético, es indudable que la fuerza prescriptiva que nos advierte que no debemos hacerlos se consolida propiamente en el sentido moral, ése ‗fiscal‘ disuasivo contratado por la selección natural misma. Ésta es, pues, la prueba de que hay cierto sentido de moralidad que es inherente a nuestra naturaleza como seres humanos. Esto es el altruismo genuino: de origen biológico-evolutivo, pero que cobra plena fuerza de acción a partir de preceptos morales. Por este motivo no hablaremos de un relativismo moral. El carácter externo, el ‗maquillaje‘ bajo el que puede actuar el sentido moral es susceptible de diferir entre un grupo humano y otro (por ejemplo, las reglas que advierten contra ‗deshonrar a la familia‘ para los chinos, ‗ofender a Dios‘ para los cristianos, etc.), pero su fuerza prescriptiva interna (de origen biológico-darwiniano) es idéntica para todos los casos. La formulación, verbal o escrita, de una norma puede variar de acuerdo a las circunstancias particulares que se relacionen con una cultura (por ejemplo, la prohibición hecha por el judaísmo de comer cerdo para prevenir contraer la triquinosis), pero su justificación no; la idea es que yo sienta que es inherentemente malo hacer eso que me es prohibido, para mí o para cualquier otro, y esta prohibición la perciba igualmente como objetiva. La forma bajo la cual esta objetividad se manifiesta puede también variar de cultura en cultura; puede ser Dios, la ley sharia, los manes, etc., aunque, en realidad, su procedencia se deba, como hemos visto, a mi naturaleza humana antes que a ninguno de los factores mencionados. Y es que muchas de nuestras acciones, como seres humanos, son realizadas dentro de un contexto social y cultural bastante complejo. Un comportamiento particular, dentro de dicho contexto, puede resultar, gracias a cualquier casualidad, ventajoso para la supervivencia, mientras que en

164

Cf. Wesley Edwards, A Darwinian Approach to Metaethics, 2004 . (25 de junio de 2010).

112

otro contexto podría resultar perjudicial para la misma. De modo que identificar, aprender y absorber estos comportamientos puede resultar, indirectamente, ventajoso para la supervivencia. Pero dado que los contextos culturales y sociales son complejos, variables y siempre están emergiendo en respuesta a condiciones temporales, ambientales y geográficas cambiantes, la evolución simplemente no puede programar en nosotros estas predilecciones culturales de manera fija. En vez de ello, nos ha hecho altamente receptivos, especialmente en la infancia, para absorber las normas culturales y costumbres que rigen en el grupo humano en que hayamos nacido. De esta manera, la predisposición a actuar de manera moral, esto es, ateniéndome a las reglas tenidas por buenas dentro de mi comunidad, parece ser universal en la especie humana, si bien debemos admitir que esas mismas reglas, en un nivel más superficial, sí pueden mostrar diferencias y contradicciones entre sí. La prueba de esto es que, a pesar de que en la adultez podamos ver cuán ridículas o inútiles son muchas de nuestras costumbres, reglas, supersticiones, etc., existe en nosotros también una renuencia casi instintiva a abandonarlas. Lo que realmente importa, no obstante, es que las reglas morales no se constituyen porque me guste sencillamente ayudar a los demás, o porque no me apetezca tener sexo con mis hermanos. Tengo la sensación de que debo hacer lo primero y evitar lo segundo. Siento que tengo que ayudar a los demás, pues me atengo a unas reglas específicas que así me lo dictan (aunque ignore la verdadera procedencia de las mismas), y por eso espero una recompensa por ello. De nuevo, este deseo por la recompensa no tiene que ser reconocido o esperado inmediatamente de manera explícita; quizá la mayor demostración de ello sean las religiones abrahámicas y su promesa de una recompensa celestial tras los buenos actos cometidos en la tierra – puedo actuar benevolentemente hacia todas las personas, así yo sepa que es posible que algunas

no

devuelvan

esta

amabilidad,

si

actúo

creyendo,

consciente

o

inconscientemente, que todos mis actos serán meritorios de una recompensa eventualmente. Ésta es la posición darwinista en torno a la moralidad y sus fundamentos biológicos. El sentido moral es una adaptación evolutiva, y por eso mismo aquello que pensamos en términos de ―bueno‖ y ―malo‖ puede ser rastreado hasta mostrar su relación con nuestra condición biológica, que es la que en verdad nos hace sentir que es lo uno o lo otro. Aunque esto no impide al darwinista reconocer que, tradicionalmente, los conceptos de 113

bien y mal no son entendidos de esta forma biológica, sino mediados a partir de su dimensión moral, religiosa y cultural. Es más sencillo, desde el sentido moral, decir ―no debes comer cerdo porque la Torá lo prohíbe‖ a explicar ―puesto que los profetas milenarios vivieron en una época y una locación tales que las condiciones higiénicas eran precarias, comer carne de cerdo implicaba un riesgo alto de contraer triquinosis. Por ello, quedó establecido que era malo consumir la carne de este animal para todos los miembros de la comunidad religiosa judía.‖ De esta manera, podríamos formular la estructura de las reglas morales humanas como sigue: sus efectos son biológicos (es decir, surgen en reacción a fenómenos biológicos que nos pueden afectar a todos, por eso se puede decir que son universales), su formulación es cultural (esto refleja las condiciones particulares de un grupo, y aquí sí pueden haber diferencias) y su aplicación es normativa (así sean contingentes, todos deben atenerse a ellas). La justificación metaética de la moralidad Ya hemos dado demasiadas vueltas al asunto. El crítico del darwinismo podría insistir: incluso si el sentido moral nos predispusiera a actuar de manera altruista, las acciones no dejarían de ser hechas con miras a la propia supervivencia y ventaja reproductiva, lo que, de una parte, presupondría el egoísmo como el verdadero motor tras la moralidad –algo en principio inaceptable–, y, de otra, todavía no saldría del abismo ―es-debe‖ de Hume: ―el sentido moral nos inclina hacia el altruismo, luego actuar de acuerdo con el sentido moral es lo correcto.‖ Pero hay que aclarar que esto no es cierto. El darwinista debe ser el primero en reconocer entre argumentos de hecho y argumentos de normatividad. Es más, si algo es claro para el darwinista que sostiene la teoría del sentido moral inherente a nuestra especie, es que el egoísmo, o los sentimientos ordinarios, desligados de cualquier sentido del deber, no son suficientes para llevar a una interacción social que sea efectiva biológicamente. Es verdad que los intereses propios nos acompañan en la mayoría de las interacciones sociales, pero, como ya señalaba Kant, esto no podría, estrictamente hablando, llamarse todavía moral, pues estas acciones, precisamente porque obedecen al instinto de supervivencia, son hechas a partir de la apetencia antes que por un sentido de deber moral genuino. Como señala Ruse, nadie dudará de que una madre que alimenta a su hijo lo hace por el placer que le provoca satisfacer su propio instinto de reproducción antes que siguiendo el dictamen del imperativo categórico o algo similar. De este modo, los sentimientos ordinarios son normalmente restringidos e inmediatos; son, en otras 114

palabras, el altruismo de núcleo duro que distingue Wilson. Están relacionados con fines egoístas de manera casi literal. Y es que, en efecto, el altruismo recíproco de núcleo blando descansa sobre una base negativa: sólo se presta un servicio si otro me es dado a cambio; sin esta condición no se da nada inicialmente. Una razón que tiene sentido evolutivamente hablando, pero que algunos dudarían en llamarla todavía moral. Por estas razones es que, precisamente, el darwinista tiene que ofrecer una justificación del carácter necesario de la moralidad más consistente que los sentimientos ordinarios, algo que implica, más que la apetencia que éstos conllevan, el sentido de la obligación y del deber: Biológicamente, necesitamos tanto secundar nuestros sentimientos ordinarios como ayudar y cooperar con los demás. Necesitamos algo que nos impulse a cambiar un pañal a medianoche y enseñar a leer tanto como nos impulse a ayudar a nuestro vecino cuando se le quema el granero. Nuestro sentido de la moralidad y de la obligación entra aquí en juego. Tenemos un sentido moral, formado a lo largo de la evolución, que nos fuerza a hacer cosas precisamente porque son buenas, y abstenernos de otras porque son malas. Este sentido nos conduce a la acción social, por encima, más allá, y quizá a pesar, de nuestras inclinaciones.165

Entonces, contrario a lo que concluíamos en el capítulo anterior, el darwinismo sí reconoce una distinción ―es-debe.‖ Es más, a la luz de lo anteriormente expuesto, la distinción resulta crucial para el análisis de la moralidad. Se puede acusar al darwinismo de haber entendido mal el mecanismo de la evolución humana y haber sostenido que el fin de la misma era el comportamiento moral (ya este presupuesto da pie para las más descabelladas conclusiones). Esto es cierto y lo vimos en el capítulo anterior con Spencer. Pero no se puede acusar al darwinismo de no distinguir entre apetencias, predisposiciones y obligaciones cuando se habla de la moral. Claramente, ésta es la primera característica que señalamos como decisiva para hablar de la moralidad desde una metaética darwinista. Es necesario que distingamos entre actuar porque quiero y actuar porque debo. Es necesario que, a pesar de mi omnipresente deseo sexual como macho, me abstenga, en nombre de la moral, de violar a cuanta hembra se me pasa por el lado. Es necesario que ayude a mi prójimo a pesar de que sepa que esto implica ciertos costos para mí. Es necesario que crea en la existencia de mi deber moral. Por todo esto, resulta absurdo suponer que el darwinista ignoraría, desde nuestra constitución biológica, la distinción ―es-debe‖, la diferencia entre la mera apetencia o la predisposición y el deber moral, que resulta verdaderamente crucial a la hora de actuar en sociedad.

165

Ruse, Tomándose a Darwin en serio, 332.

115

Ahora bien, como veníamos diciendo, si reconocemos esta instancia de un deber moral, independiente del gusto o apetencias personales, entonces estamos obligados a ofrecer una justificación metaética de por qué es precisamente ése el deber moral. ¿Qué respuesta, pues, puede dar el darwinismo sobre la justificación metaética de la moralidad, a la luz de la explicación que hemos ofrecido sobre la misma? Y he aquí la paradoja. La respuesta: ¡absolutamente ninguna! La evolución no puede decirnos nada sobre los fundamentos justificatorios últimos de la moralidad. Spencer pensó que esto era posible y ya vimos cómo fracasó su intento. Si, a diferencia de Spencer, aceptamos la distinción ―es-debe‖, entonces nos vemos en la obligación de reconocer que el proceso de evolución, así nos haya conducido a poseer sentimientos morales, no puede justificar los mismos; hacer esto sería algo así como dar un tropiezo metafísico/falaz al conferirle un carácter de finalidad y deliberación a la evolución, o sencillamente derivar un ―debe‖ de un ―es‖. Decíamos al inicio del capítulo que en últimas el fundamento de la moralidad, comprendido desde el darwinismo, debía ser subjetivo. Y no parece haber otra alternativa, si somos consecuentes con la explicación evolutiva del origen de la moralidad que hemos ofrecido. No se puede pretender que exista una justificación objetiva, separada de la naturaleza humana. Debe ser una característica presente en nuestra constitución biológica, si bien no infalible, tampoco relativa al gusto o a la apetencia. ―No hay ninguna necesidad (todo lo contrario) de invocar un mundo platónico de valores. La moralidad no tiene ni significado ni justificación fuera del contexto humano. La moralidad es subjetiva.‖166 Habiendo aceptado que la moralidad es en última instancia subjetiva, ocupémonos ahora de la dificultad general que se le objeta a esta perspectiva. Palabras más palabras menos, el subjetivismo moral no puede ofrecer una explicación sobre la verdadera naturaleza de nuestros juicios morales. No puede establecer principios morales vinculantes, y sostiene que la motivación última tras los mismos sería el sentimiento de rechazo o aprobación. Ahora bien, el darwinismo, a pesar de descansar sobre la misma posición respecto del estatus subjetivo de la moralidad, puede, como hemos dicho, evitar este riesgo de la trivialización o de reducir la moral al puro sentimiento. ¿Cómo? Precisamente porque, como argumenta Ruse, la moralidad no funcionaría, como adaptación biológica evolutiva, a menos que creyéramos que se trata de algo objetivo.

166

Ibid.

116

La teoría darwinista muestra que la moralidad es una función de sentimientos subjetivos, pero, a su vez, los efectos de la misma deben percibirse bajo la ilusión de la objetividad. Lo fundamental del sentido moral es que constituye una adaptación que nos hace ir más allá de nuestras propias apetencias y deseos naturales a la hora de la interacción social. Y la única forma en que esto es posible es haciéndonos pensar en obligaciones, deberes, leyes, consecuencias y demás. Y, precisamente, pensamos en estos términos porque creemos que la moralidad es algo que se nos impone de fuera. Es falible, es cierto; puedo optar por no actuar de manera moral, puedo elegir entre hacer o no el bien, e incluso salirme con la mía, pero no tengo poder sobre el bien y el mal mismos. ―Si la moralidad no tuviera este aspecto de objetividad y de ser algo externo, no sería moralidad (y desde un punto de vista biológico) sería incapaz de hacer lo que de ella se espera. ¿Por qué debería preocuparme de que tú te molestes cuando te robo tus ropas y tus alimentos?‖167 Éste es el coup de grâce que asestan Ruse y Wilson sobre el estatus último de la moralidad: ―la moralidad es una ilusión colectiva a la que nos llevan nuestros genes.‖ Pero aquí debemos hilar fino. Debemos aclarar que cuando hablamos de una ilusión, no nos referimos a la moralidad misma como inexistente, sino sólo a su percibida objetividad. En otras palabras, la moralidad, como ente objetivo independiente de la humanidad, puede que sea irreal, pero no se puede decir lo mismo de su evidente utilidad y sus efectos para la vida social. Como expuse anteriormente, estos efectos pueden sentirse bajo diversos catalizadores, pero el más tradicional sigue siendo el de la religión. La creencia en Dios refuerza y confirma las normas morales. En este sentido, Dios y la religión tienen una significancia biológica importante, y es que son reguladores óptimos de la conducta bajo las reglas morales, y respaldan la ilusión de objetividad detrás de las mismas. Así las cosas, que los seres humanos tendamos a creer que los preceptos morales son en efecto existentes y universales (esto es, que cuando predicamos una ―justicia‖, un ―bien‖, una ―ética‖, un ―Dios‖, la mayoría de las veces damos por sentado su existencia externa y no nos detenemos a pensar en ello) se debe, biológicamente, a que, sin ninguna base común (dada al nivel de los genes) de comportamiento de la cual aferrarnos, los seres humanos simplemente no podríamos vivir en sociedad

167

Ibid.

117

exitosamente: ―El fundamento metaético de la ética darwinista sería una especie de norealismo moral, pero es una parte igualmente importante de la misma que creamos que, por el contrario, se trata de una especie de realismo moral.‖168 Por ello, actuamos como si ciertos actos fuesen universalmente reprochables o laudables, pero ésta es en efecto una suerte de ilusión genética para mantener cierta estabilidad en la comunidad. No debemos olvidar que la evolución es un proceso ciego, sin dirección ni finalidad, y el hecho de que hayamos evolucionado como seres altamente sociales con necesidad de regular sus interacciones bajo la guisa de una ―moral‖ no quiere decir que no podríamos ser seres totalmente amorales con comportamientos que nos resultasen odiosos, como muchas especies animales hoy en día, o como algunas de nuestras propias conductas. O, dicho de una manera más filosófica quizás, el hecho de que actuemos moralmente no quiere decir que exista la moral, cual idea platónica, independiente de nuestros actos, y por virtud de la cual se nos revelen los ideales de justicia, equidad o bondad en su pura inteligibilidad, separados de todo ámbito de interacción y experiencia humanas: We believe that implicit in the scientific interpretation of moral behavior is a conclusion of central importance to philosophy, namely that there can be no genuinely objective external ethical premises. Everything that we know about the evolutionary process indicates that no such extrasomatic guides exist. Let us define ethics in the ordinary sense, as the area of thought and action governed by a sense of obligation, a feeling that there are certain standards one ought to live up to. It follows from what we understand in the most general way about organic evolution that ethical premises are likely to differ from one intelligent species to another. The reason is that choices are made on the basis of emotion and reason directed to these ends, and the ethical premises composed of emotion and reason arise from the epigenetic rules of mental development. These rules are in turn the idiosyncratic products of the genetic history of the species and as such were shaped by particular regimes of natural selection. For many generations, more than enough for evolutionary change to occur, they favored the survival of individuals who practiced them. Feelings of happiness, which stem from positive reinforcers of the brain and other elements that compose the epigenetic rules, are the enabling devices that led to such right action. 169

Así pues, la moralidad puede ser sólo una ilusión, pero es una bien justificada, cuya aplicación no es ilusoria, pues resulta clave para la supervivencia de nuestra especie. En efecto, esto es lo que se confirma con el imperativo moral, el precepto que nos induce a pensar que nuestras acciones están en sintonía con un orden externo, independiente, objetivo; una realidad moral en todo el sentido de la palabra. Pasemos ahora a considerar el segundo problema, el problema de la relatividad moral. Podemos decir que la consideración darwinista de la moralidad no hace que esté ésta irremediablemente condenada a un relativismo, o por lo menos no a uno absoluto o que haga a la moralidad impotente y vacua. Y es que si, biológicamente, la moralidad no es

168 169

Ibid. Ruse y Wilson, “Moral Philosophy as Applied Science”, 186.

118

más que un conjunto de creencias particulares (aunque especiales y particularmente fuertes), ¿por qué habría de resultar anormal que dos personas tuvieran dos creencias totalmente opuestas, pero que, para un lugar y tiempo específicos, resultaran correctas? De la misma forma que la variación genética afecta ciertas particularidades fenotípicas como la estatura, puede decirse lo mismo de las disposiciones morales. Ante esta objeción, el darwinista reconoce que realmente se dan diferencias entre diversas sociedades, e incluso a través del tiempo los preceptos morales se alteran. Pero si hacemos un análisis más detallado de la cuestión se revelará que se trata más bien de consecuencias modificadas secundarias de imperativos morales primarios antes que cambios en los imperativos morales mismos. Consideremos el ejemplo sencillo que trae a colación el mismo Ruse: En los años cincuenta, las chicas guapas decían ―¡No!‖ y se trataba –hablo con bastante convicción– de una cuestión moral. El embarazo suponía que la hipotética madre, su familia y –posiblemente– el niño habrían de sentirse desgraciados. Hoy en día, la contracepción efectiva ha eliminado la amenaza del embarazo y con ella ha desaparecido –en gran parte– la preocupación moral. Las chicas guapas ya no se sienten obligadas a decir que no –y ya no lo hacen–. Pero nada de esto representa un cambio en la actitud moral básica. Causar desgracias a conciencia sigue siendo algo malo. Se trata sólo de que la tecnología actual ha alterado la manera en que podemos obtener lo que deseamos y evitar lo que no deseamos.170

Los imperativos morales no son, de esta manera, relativos, o al menos no necesariamente. Volviendo al ejemplo, el imperativo moral de la abstención sexual descansa sobre el mismo supuesto (biológico, claramente): el embarazo indeseado representa más una desventaja que una ventaja (puede tratarse de una inversión genética no recíproca, o simplemente un obstáculo para la supervivencia de la madre). Seguimos diciendo a las chicas guapas que es preciso que se cuiden de acabar embarazadas en contra de su voluntad. El imperativo no ha cambiado, pero los medios de formularse del mismo sí se han modificado: en vez de decir ―¡no lo hagas!‖ ahora decimos: ―si lo vas a hacer, cuídate.‖ En últimas, si la moralidad está directamente hermanada con nuestra condición biológica, entonces no es de sorprender que a medida que más comprendamos o alteremos esta última la primera también cambie. Podemos estar seguros, no obstante, de que algunos imperativos permanecerán intactos a menos que aquello que nos hace biológicamente humanos cambie radicalmente. Así, ―no se debe matar a nadie por placer, o a menos que la propia vida esté en juego‖, ―toda persona está en pleno derecho de ejercer su libertad, provisto que ello no implique violentar la de nadie más‖ y otros preceptos similares seguirán siendo idénticos en nuestra sociedad, al

170

Ruse, op.cit. 337.

119

menos mientras no obtengamos la inmortalidad o nuestra especie se extinga. Si reuniéramos a varias personas de diversas épocas y creencias religiosas, por ejemplo, a un ateo moderno, a un cristiano de la Edad Media y a un ciudadano de la Grecia antigua, podríamos observar numerosos acuerdos entre ellos respecto de qué cosas merecen ser llamadas ―malas‖: traicionar a los amigos para obtener ganancia personal, torturar a niños por diversión, procurar los propios intereses a expensas de los intereses de la comunidad, etc., de la misma forma que hallaríamos acuerdo en que las acciones opuestas pueden llamarse ―buenas‖. Naturalmente, también hallaríamos numerosos desacuerdos fuera de la esfera de valores morales que nos afectan universalmente como especie (es decir, que la evolución no ha podido alterar directamente, como mencionábamos más arriba). Así, por ejemplo, habría desacuerdo a propósito de la adecuada estructura familiar, orientación sexual, normas de educación y decencia, creencia religiosa, etc. Esto, sin embargo, no se opone a la esfera de valores morales compartidos, que tienen un punto de enfoque inmediato: la propia comunidad, familia o tribu.171 Como decíamos antes, la objeción de la relatividad puede ser hecha respecto del contenido de una norma moral, pero no sobre su coacción interna. Una norma es una norma no por lo que dictamine, sino porque todos deben atenerse a eso que dictamine, sea lo que sea. Pero de aquí no se sigue que el mismo contenido no sea susceptible de ser cambiado, y, así se invoque de manera diferente, su autoridad seguirá afectando a todos por igual. Dudo mucho que los cristianos devotos sigan pensando que el autoflagelo sea una manera adecuada de expurgar los pecados, a pesar de que reconozcan todavía que los pecados son una falta moral y por ello ameritan arrepentimiento, y para este fin sí se necesita de oración profunda y retiro espiritual, y no latigazos en la espalda (de otra parte, esta inadecuación moral podría ser el principal motivo de los conflictos entre nuestra sociedad y la sociedad islámica hoy, aunque esto es otro tema y no nos concierne). Respecto de los principios morales compartidos (no cometer incesto, asesinato por placer, etc.), el darwinismo no tiene nada más que agregar. Los seres humanos compartimos un sentido moral común. Esta universalidad viene garantizada por el trasfondo genético compartido por todos los miembros de la especie Homo sapiens. Las 171

Cf. Edwards, A Darwinian Approach to Metaethics.

120

diferencias están compensadas por las semejanzas. Quien aduce que la cultura es un factor determinante en las idiosincrasias de la humanidad, sólo tiene que observar respecto de qué se configuran las características culturales particulares de los diferentes grupos humanos. Los griegos tenían a Hades, los escandinavos a Hel y los indios a Kali. Pero las tres deidades hacían referencia a un único fenómeno biológico universal: la muerte, y el temor humano asociado con ésta. Es igual con los demás fenómenos que nos afectan como especie: la sexualidad, las emociones, la enfermedad y la moralidad. Que los vikingos tuvieran una personificación del invierno (la diosa Rild) y los griegos no se debe simplemente a que en Grecia el clima no es tan inclemente como lo es alrededor de la península escandinava, un caso muy similar a por qué el judaísmo prohíbe comer cerdo y otras religiones no. Por tanto, nada hay de arbitrario en la moralidad, al menos si la consideramos como una característica biológica que pertenece a la humanidad en general y no entramos en detalles sobre los maquillajes culturales específicos con los que puede ser adornada la misma. Todos compartimos un sentido moral de la misma forma en que compartimos cuarenta y seis cromosomas. Los que no tienen cuarenta y seis cromosomas son considerados anomalías o enfermos, y los que no tienen un sentido moral (psicópatas, asesinos, violadores, imbéciles, etc.) son también considerados anomalías o enfermos, y por ello menos que humanos, razón por la cual no pueden ser considerados agentes morales propiamente. Para el darwinista, la verdadera esencia de la moralidad radica en que es compartida y por ello no es relativa. No habría funcionado como adaptación biológica si no nos afectara a todos (es decir, si de alguna u otra forma no hubiera ayudado a la propagación genética). La ilusión de la moralidad debe ser colectiva, pues de otra forma simplemente se derrumba. Sólo es una ventaja biológica que yo tenga sentimientos morales si otros también los tienen y pueden adecuar su interacción conmigo a partir de éstos. De otro modo, si yo fuera moral y los otros inmorales, yo sería el perdedor; por selección natural me vería en desventaja. No me sirve de nada ser altruista si los demás no serán jamás altruistas conmigo. Esto no quiere decir, no obstante, que todos nuestros actos sean hechos en virtud de un craso y ciego egoísmo; nuestros genes están programados hacia las acciones que redundan en el interés propio, pero estas acciones, más veces que menos, implican igualmente actuar con los intereses de los otros en mente. ―Although humans are produced by selfish genes, selfish genes do not necessarily produce selfish people. In fact, selfish people in the literal sense tend 121

to get pushed out of the group and ostracized pretty quickly. They are simply not playing the game.‖172 Es decir, si queremos parecer buenos, entonces debemos actuar como seres buenos. Mis acciones conllevan tácitamente la intención de obtener una ventaja reproductiva sobre las de los demás –un fin egoísta–, pero para tener éxito en este plan debo, la mayoría de las veces, paradójicamente, actuar de manera altruista. En torno a la ley de Hume Hasta ahora aceptamos que el darwinismo reconoce la distinción entre el ―is‖ y el ―ought‖, pero no hemos hecho explícito cómo puede evitarse pasar del uno al otro. La teoría empírica del darwinismo puede explicar el surgimiento de la moralidad humana, pero parece que, por ello mismo, está condenada a derivar proposiciones normativas a partir de enunciados empíricos. Se reconoce que hay una distinción entre los enunciados, pero luego se la traspasa igualmente. El enfoque verdaderamente darwinista es diferente. Las falacias se dan cuando tratamos de deducir afirmaciones morales a partir de enunciados de hecho: ―X es producto de la evolución, luego X es bueno.‖ El darwinismo no nos exige tal razonamiento para comprender la moralidad. Trata de derivar la moralidad de una teoría sobre hechos; pero sólo en el sentido de que trata de ofrecer una explicación naturalista de nuestra conciencia moral a través de una teoría empírica. En otras palabras, el darwinismo, propiamente, lleva a un análisis metaético del sentido moral antes que a una apología de la evolución como justificación del comportamiento moral. Explica, desde un punto de vista evolutivo, por qué se da el aparente referente objetivo de la moralidad, lo que, precisamente, la hace ser prescriptiva y vinculante, y por esa misma razón impide que el comando moral sea reducible al hecho fáctico. De esta manera, el darwinismo explícitamente reconoce la distinción ―es-debe‖ antes que ignorarla. En vez de traspasar la barrera, el darwinismo da un rodeo a la misma para pasar al otro lado. Y no podemos pedir que haga más que esto. Ésta es toda la justificación posible que podríamos ofrecer desde el darwinismo. La teoría pone al descubierto los elementos biológico-evolutivos subyacentes al discurso moral, pero esto no quiere decir que reduzca el discurso moral a una cuestión puramente empírica. En vez de decir ―todo valor presupone un hecho” el darwinismo añade ―todo valor presupone un hecho, pero

172

Ruse, “Darwinian Understanding: Ethics”, Gifford Lectures: Boston Studies in the Philosophy of Science. 2003, 7.

122

esto no quiere decir que todos los valores puedan ser reducidos a hechos.‖ La analogía que propone Ruse arroja mucha luz a esta solución. Veamos: Durante la primera Guerra Mundial, muchos padres y esposas atribulados buscaron consuelo en el espiritismo. Trataban de comunicarse con los muertos para combatir los sentimientos producidos por su pérdida. Y no fueron pocos los que se creyeron recompensados: en las sesiones de comunicación, las letras sobre la mesa formaban mensajes reconfortantes: ―Todo va bien, mamá. Estoy en un lugar más agradable. Os espero, a ti y a papá.‖ ¿Cómo podríamos analizar tales mensajes? Descartemos la posibilidad de un fraude descarado y universal. Estoy seguro de que las personas eran honestas. No es posible creer que el difunto sargento X estaba hablando desde el más allá. ¿Cómo habrían de explicarse entonces los mensajes que se recibieron de personas que estaban todavía vivas, aunque en un campo de concentración? Es obvio que la respuesta correcta es que las personas se engañaban a sí mismas, a causa de su ansiedad psicológica extrema. Ésta es la única respuesta posible.173

La ética es un caso similar. La justificación de las conclusiones morales no se puede derivar de premisas fácticas. Del enunciado ―la muerte es la cesación de los procesos biológicos que mantienen con vida a un organismo‖ no puede seguirse ―matar es malo.‖ Lo que sí es posible es ofrecer una explicación evolutiva de por qué creemos que la muerte es, en general, algo malo, y por ello el acto de matar también lo es. Thus the explanation of a phenomenon such as biased color vision or altruistic feelings does not lead automatically to the prescription of the phenomenon as an ethical guide. But this explanation, the is statement, underlies the reasoning used to create moral codes. Whether a behavior is deeply ingrained in the epigenetic rules, whether it is adaptive or non-adaptive in modern societies, whether it is linked to other forms of behavior under the influence of separate developmental rules: all these qualities can enter the foundation of the moral codes. Of equal importance, the means by which the codes are created, entailing the estimation of consequences and the settling upon contractual arrangements, are cognitive processes and real events no less than the more elementary elements they examine.174

No podemos dilatar más la cuestión sin bien cometer una falacia o comenzar a hacer metafísica (o las dos cosas). El carácter de ―ilusión colectiva‖ de la ética radica precisamente en que todos le concedemos un estatus de realidad que no posee, e, incluso si algunos de nosotros somos conscientes de este estatus ilusorio, insistimos todavía en actuar como si en verdad estuviese allí. Así yo no crea en la existencia de las leyes o de una justicia divina, no está dentro de mis intereses ir por ahí violando mujeres o robando casas. No es conveniente, ante todo, biológicamente, pero lo pienso en términos de la moralidad. Éste es el gran triunfo de la moralidad. Es una ilusión, pero incluso si yo sé que no existe debo creer que existe cuando actúo. De nuevo, la posición de Ruse me parece la más sensata a este respecto: As John Mackie (1979) argued before me, an important part of the moral experience is that we objectify our substantive ethics. There are in fact no foundations, but we believe that there are in some sense foundations. There is a good biological reason for this. If, with the emotivists, we thought that morality was simply a question of emotion without any sanction or justification behind them, then pretty quickly morality would collapse into futility. I might dislike you stealing my money, but ultimately why should you not do so? It is just a question of feelings. But in actual fact, the reason 173 174

Ruse, Tomándose a Darwin en serio, 339. Ruse y Wilson, “Moral Philosophy as Applied Science”, 191.

123

why I dislike you stealing my money is not simply because I do not like to see my money go, but because I think you have done wrong. You really and truly have done wrong in some objective sense. This gives me and others the authority to criticize you. Substantive morality stays in place as an effective illusion because we think that it is no illusion but the real thing.175

Esto es todo lo que, como darwinistas, podemos decir al respecto de la justificación metaética de la moralidad. Dioses vienen y dioses van, pero todos son idénticos en la medida en que representan (por lo general) la ilusión colectiva de la moralidad. Pero para comprender esto, debemos, por así decirlo, colocarnos por encima de la moral misma. Entonces podemos ver que no hay razones últimas que justifiquen por qué matar es malo, del mismo modo que no las hay para justificar por qué tenemos cuarenta y seis cromosomas y no veintiocho. Con ello no quiero decir, por supuesto, que la persona con sentido moral considere que ambas afirmaciones tienen el mismo peso en la práctica. Incluso si afirmo que nada es cierto, no quiere decir que todo esté permitido. El relativismo moral es improductivo, no es estable desde un punto de vista evolutivo y el darwinista es consciente de esto. Que no haya una justificación última de las reglas no quiere decir que sea absurdo o inconveniente seguir esas mismas reglas. Comenta J.G. Murphy al respecto: El darwinista puede estar de acuerdo en que los juicios de valor se justifican adecuadamente en términos de otros juicios de valor hasta que alcanzamos algunos que son fundamentales. En esto consisten, en cierto sentido, el dar razones. Pero supongamos que nos planteamos en serio la cuestión de por qué los juicios fundamentales son considerados fundamentales (…). ¿Cuál es el estatus de esas intuiciones y convicciones? Quizá lo único que pueda decirse sobre ellas es que incorporan preferencias profundas (o patrones de preferencia) que están formadas en nuestra naturaleza biológica. Si esto es así, la distinción razones/causas, valores/hechos (y la distinción entre creer que debemos y que realmente debamos) se viene abajo, uno de los términos se convierte en el otro.176

Todo lo que podemos decir es que la evolución creó en nosotros una serie de instintos morales que realizan una función biológica inmediata: asegurar la supervivencia del material genético contenido en los individuos de la especie humana. Sin embargo, por circunstancias de la misma evolución, la supervivencia de mis genes individuales puede significar también la supervivencia de mi familia, y ésta, a su vez, se extiende a la supervivencia de mi comunidad local. Esto, como hemos visto, es un resultado genético que puede ser apreciado en cualquier comunidad humana aislada. Sin embargo, cuando aplicamos nuestra inteligencia (también resultado de la selección natural), más específicamente, nuestra capacidad de imaginación y previsión (o, si se quiere, la capacidad de derivar valores de hechos) a esto, podemos caer en la cuenta de que esta supervivencia local guarda relación con la supervivencia de la humanidad entera (o a la

175 176

Ruse, op.cit., 10. J.G. Murphy, Evolution, Morality and the Meaning of Life (Totowa, N.J.: Rowman and Littlefield, 1982), 121.

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supervivencia de todas las criaturas vivientes, dándole una vez más la razón a la idea original de Darwin). Este razonamiento es especialmente valioso hoy en día, cuando las comunidades tribales aisladas son cada vez menores y gran parte de la humanidad hace parte de una tribu global. Entonces, con ayuda de nuestra conciencia (y también gracias a la consolidación de la educación y la cultura), es posible ver el nexo directo entre la ―supervivencia de los propios genes‖ y ―la supervivencia de la humanidad‖. Podemos llamar a esta conclusión ―buena‖. Sin embargo, sólo podemos explicarla de esta manera naturalista. No podemos especular respecto de por qué es buena fuera de este contexto. No tiene sentido preguntarse si este estado contingente de la humanidad es bueno, o si debiera ser de otro modo; sólo es lo que es, aunque podría haber sido de mil maneras distintas. Igualmente, resulta ridículo afirmar, como el Demiurgo que admira su obra, algo así como ―es bueno/malo que la humanidad haya evolucionado‖, o peor aún, ―el proceso de la evolución es moralmente correcto.‖ Tales afirmaciones son bien ininteligibles, bien tautologías, como señalaba Moore. Estos conceptos sólo se pueden emplear de manera que signifiquen algo dentro de su contexto, a saber, seres humanos en relación con otros seres humanos y su medio ambiente. Por ello, hemos evolucionado de manera que valoramos nuestra supervivencia y la de nuestros seres queridos, y podemos extender estos sentimientos a los demás seres vivientes, pero llamamos a esto ―bueno‖ únicamente desde esta perspectiva. La existencia de tales sentimientos por sí sola simplemente es, de la misma manera que lo es poseer dos orejas y no cuatro. Querer argumentar más allá de este punto es una especulación y una necedad. Ruse, por su parte, se expresa a este respecto como sigue: My kind of evolutionary ethics agrees with the philosopher that the naturalistic fallacy is a fallacy and so also is the violation of Hume‘s Law. My kind of evolutionary ethics also agrees that Social Darwinism is guilty as charged. But my kind of evolutionary ethics takes this failure as a spring board of strength to its own position. The Darwinian ethics of this paper avoids fallacy, not so much by denying that the fallacy is a fallacy, but by doing an end run around it as it were. There is no fallacious appeal to evolution as a foundation because there are no foundations to appeal to! What kind of metaethical justification can one then give for such claims as that one ought to be kind to children and that one ought to favor one‘s own family over those of others? I would argue, paradoxically but truthfully, that ultimately there is no justification which can be given! That is to say, I argue that at some level one is driven to a kind of moral skepticism: skepticism, please note, about foundations rather than about substantive dictates. What I am saying therefore is that, properly understood, the Darwinian approach to ethics leads one to a kind of moral non-realism (Ruse 1986). In this respect, the Darwinian ethics I am putting forward in this paper differs very dramatically from traditional Darwinian ethics, Social Darwinism. There, the foundational appeal is to the very fact of evolution.177

177

Ruse, “Darwinian Understanding: Ethics”, 9-18.

125

La libertad de elección Nos asalta un último problema. No me detendré mucho en él, pero lo mencionaré antes de concluir esta tesis. Se nos objeta que el darwinismo niega, en últimas, cualquier instancia de libertad o decisión personales a la hora de actuar. Y es que, si los genes son un factor causal perentorio en nuestro sentido moral, no parece haber lugar para una moralidad genuina. Dicho de otra manera, si nuestros actos individuales vienen ya condicionados previamente por nuestra estructura genética (tanto así que los ejecutamos de manera casi inconsciente), resulta absurdo pretender que soy un agente moral libre de elegir entre el bien y el mal. En últimas, el mundo vendría a ser como un teatro, sólo que en vez de ser nosotros manipulados por un titiritero, lo seríamos por nuestros genes, que nos inclinan hacia determinados actos y nos mantienen alejados de otros. El mismo Wilson ya lo reconoce: Los genes mantienen la cultura atada como con una cuerda. La cuerda es muy larga, pero es inevitable que los valores estén controlados en función de sus efectos sobre el acervo genético humano. El cerebro es producto de la evolución. La conducta humana –al igual que las más profundas capacidades emocionales que la dirigen y la controlan– es la técnica indirecta por la que el material genético de los hombres ha sido, y será, conservado intacto. La moralidad no tiene ninguna otra función reconocible.178

Entonces, en efecto, nuestras ideas morales vienen condicionadas previamente por nuestra naturaleza biológica y su fin no es otro que la propagación genética. Así, del mismo modo que no tenemos opción para escoger el número de brazos y piernas que tenemos, tampoco tenemos opción sobre la naturaleza de nuestro sentido moral. De cara a esta objeción, debemos realizar una aclaración importante. No somos libres de elegir lo que ha de ser considerado como bueno o malo (esto, como hemos visto, sí está fuertemente predeterminado por nuestra estructura genética), como sostuve en el párrafo más arriba. La libertad es posible, pero únicamente actuando dentro de los límites y el contexto de lo considerado bueno y malo. Siguiendo a Peter Singer: ―Una cosa es escoger, actuar de acuerdo con cierto principio. Otra muy diferente, e imposible, es escoger los principios que han de ser los principios determinantes de la diferencia entre el bien y el mal. Ni los principios morales, ni los principios de justicia pueden ser establecidos por decreto.‖ 179 Ésta es toda la libertad de elección que podemos defender desde el darwinismo. Y es que, dada la fuerza con que la ética darwinista reconoce la distinción is-ought, y la

178 179

Wilson, Sociobiología, 167. Peter Singer, “Justice, Theory and a Theory of Justice”, en Philosophy of Science, vol.44, 594 – 618.

126

insistencia en el carácter prescriptivo de la moralidad, la libertad de elección, si bien circunscrita a la misma moralidad, es un requisito previo para nuestras acciones. Lejos de negar la libertad, el darwinismo la exige. ¿Qué prueba tenemos de ello? Sencillamente que en ningún momento estamos obligados a actuar de manera moral, y es más, muchas veces actuamos, efectivamente, ignorando el dictado de nuestro sentido moral. Naturalmente, también son de esperarse medidas sociales para controlar y castigar estos comportamientos. Nada de esto contradice lo que sostiene el darwinismo sobre nuestra moralidad compartida. En efecto, como mencionábamos más arriba, el darwinismo reconoce que la moralidad es un mecanismo imperfecto, y precisamente por eso casi que predice que se darán comportamientos inmorales, cuestionamientos sobre la naturaleza de la libertad y demás. El apéndice es un órgano que está presente en todos por igual. Pero esto no quiere decir que para algunos no pueda volverse un órgano inútil e incluso perjudicial. De manera similar, el que todos compartamos un sentido moral no quiere decir que para todos posea la misma fuerza. Hay personas más dadas a ser morales que otras. Y esto, precisamente, es lo que sustenta la libertad de elección. Tengo la opción, tras una deliberación personal, de elegir entre hacer el bien o hacer el mal. Que las consecuencias, en términos de recompensa o castigo, que se desprendan de hacer lo uno o lo otro sean también diferentes es una cuestión aparte. Y es que, precisamente, tengo libertad de acción, pero no tengo libertad sobre el bien y el mal mismos. Esto equivaldría a querer ser un dios, el superhombre de Nietzsche, o simplemente un loco, antes que un humano. De nuevo, ¿qué prueba hay de ello, de que la noción del bien y del mal esté, a grandes rasgos, ligada a nuestra naturaleza biológica? Consideremos un ejemplo sencillo. Hemos dicho que matar por placer o antojo es algo que es considerado malo por la humanidad en general. Supongamos que esto no fuera así y cambiáramos la naturaleza de nuestro sentido moral de modo que todos nos matáramos porque sí. En términos puramente darwinistas, esto sería, a la luz de los intereses que como especie caracterizan en general a la especie humana, algo ―malo‖, un menoscabo evidente para la supervivencia. Y la prueba de ello es que probablemente no estaríamos aquí, ni el autor de estas líneas ni el lector de las mismas. De lo anterior parece concluirse que no habría una libertad absoluta o irrestricta. Pero no veo por qué esto debe ser considerado un problema o algo más que una simple pretensión ingenua o megalómana. La selección natural es probable que no nos haya configurado para captar la realidad última de las cosas o los conceptos antes que para 127

maximizar nuestras aptitudes reproductivas. Al igual que con la moralidad, el hecho de que guiemos nuestra acción como si poseyéramos una libertad absoluta no constituye una prueba sólida de que exista la libertad más allá de las restricciones biológicas que se tienen sobre la misma, de la misma manera en que sólo porque creamos que la moralidad posee una referencia objetiva no quiere decir que realmente posea una más allá de su carácter ilusorio. Y esto, desde una perspectiva evolutiva, es suficiente. Nuevamente me remito a Ruse, pues resume esta cuestión de una manera que yo nunca podría en la siguiente extensa cita: La elección y la acción humanas son función de cómo una persona interactúa con su medio. No se trata de libertad no causada. Dada toda la información sobre el medio externo y la manera en que funcionamos, nuestros pensamientos y nuestras acciones se siguen necesariamente. Pero se trata de una libertad que está negada (obviamente) al prisionero encadenado y a la hormiga rígidamente programada (también obviamente). La moralidad nos proporciona standards de los que percibimos que se siguen ciertas exigencias, pero no hay nada dentro o fuera de nosotros mismos que por sí solo determine que vayamos o no a seguir esas exigencias. Podemos responder a la moralidad, y dependiendo de las circunstancias podemos actuar o no de acuerdo con ella. En esto consiste nuestra libertad. Una de mis analogías favoritas para explicar esto es la de los misiles dirigidos a su blanco. Las hormigas son como los misiles que llevan programado con antelación la supuesta posición de su blanco. Su conducta social está fuertemente controlada por sus genes. Hay ventajas en que suceda esto. Es simple y barato (respecto a cualquier tipo de costes). Normalmente, los misiles/hormigas de ese tipo funcionan perfectamente bien. Pero a veces algo falla, especialmente cuando la situación se hace más complicada. Los seres humanos son como los misiles que llevan mecanismos internos de autorregulación de su rumbo en función de las alteraciones del blanco. Pueden responder a los cambios del objetivo, porque pueden captar información para cambiar de dirección. Su conducta social no está firmemente controlada por los genes. Sin embargo, los genes influyen en la conducta a través de la moralidad, como lo hacen los programas que permiten al misil buscar su blanco. Ni los humanos ni los misiles han de llevar prefigurado todo lo que van a hacer desde el principio. No están programados para actuar ciegamente, sino para responder a ciertas influencias. También hay ventajas en esto, pero hay más costes y se producen más problemas internos. 180

Ningún mecanismo es particularmente más exitoso que el otro. La naturaleza creó ambos, y ello es la prueba de que ninguno tiene que ser mejor que el otro. No hay una manera predeterminada o absoluta de hacer las cosas; la naturaleza no alberga fines ni propósitos, no es un Demiurgo ni una Inteligencia. Las hormigas no son libres y les va bien como especie. Los seres humanos somos libres y también nos va bien, en términos generales, como especie (aunque hay muchos que objetarían ante esta afirmación). Ambos somos éxitos biológicos de cara a condiciones ambientales distintas. Pero no quiero detenerme más en este problema de la libertad de elección. Reconozco que el problema no termina aquí y quizá el darwinismo no pueda dar cuenta completamente del mismo sin ayuda. Pero ése no era el objeto de esta tesis. Creo que hemos ofrecido, a partir de la interpretación de Ruse, Wilson y Edwards, una buena explicación al respecto del análisis metaético-darwinista de la moralidad. ¿Qué nos dice

180

Ruse, op.cit., 345.

128

el darwinismo respecto de la moralidad humana, a la luz de lo que hemos expuesto? Evitando ser más repetitivo de lo que ya he sido, creo que es bastante claro: el comportamiento moral es producto de nuestra biología. Sostuve que actuamos moralmente de la manera que lo hacemos en razón de nuestra historia evolutiva única, pero, como intenté demostrar, esta consideración de la naturaleza humana resuelve más problemas de los que crea y nos abre la puerta a consideraciones filosóficas más interesantes. No hay ningún riesgo de caer en la anarquía moral o el relativismo si afirmamos que en últimas la moralidad es un asunto subjetivo y no posee fundamentos más allá de nuestra evolución biológica. Subjetivo en la medida en que renunciamos a la idea de que no se trata de algo que remita exclusivamente a la naturaleza biológica humana, y debe ser comprendido y estudiado como tal: Indeed, the materialist view of the origin of morality is probably less threatening to moral practice than a religious or otherwise non-materialistic view, for when moral beliefs are studied empirically, they are less likely to deceive. Bigotry declines because individuals cannot in any sense regard themselves as belonging to a chosen group or as the sole bearers of revealed truth. The quest for scientific understanding replaces the hajj and the Holy Grail. Will it acquire a similar passion? That depends upon the value people place upon themselves, as opposed to their imagined rulers in the realms of the supernatural and the eternal.181

Así, como Darwin mismo hiciera en su día, me suscribo a la idea de que el ser humano, fascinante como es, no deja de ser una criatura tan natural como el más insignificante insecto y hasta sus más sublimes facultades pueden ser explicadas vía un análisis exclusivamente naturalista. Y en lo que concierne a la moralidad, parece que nos ha funcionado. Así, como Ruse y Wilson también concluyeron, podemos concluir que la moralidad es un producto de nuestra historia genética evolutiva. Nada más, pero tampoco nada menos.

181

Ruse y Wilson, “Moral Philosophy as Applied Science”, 188.

129

Conclusión

Hay grandeza en esta manera de ver la vida.182

Quería mostrar cómo el darwinismo posee implicaciones notables para el discurso ético filosófico, y esto creo que he hecho, si bien mostrando que no puede el darwinismo formar una ética normativa tradicional, sí mostrando su importancia para comprender la naturaleza del discurso ético humano en general. En este sentido, la metaética darwinista nos conduce a la negación de la ética como algo que hace parte del mundo, y en su lugar a comprenderla como una característica exclusiva de la especie humana forjada por los rigores de la evolución. Y aún así, la ética no pierde nada de su fuerza prescriptiva. El darwinismo nos enseña que el sentido moral, la capacidad para el altruismo, es inherente a nuestra especie, pero esto es en virtud de nuestra historia biológica y evolutiva antes que a una causa extrasomática. Aunque, precisamente por eso, porque la moralidad es un asunto única y genuinamente humano, es que se puede afirmar, con toda la objetividad del caso, que acciones como la violación o el incesto son malas y simplemente no se deben cometer, o que podamos exigir a los demás auténticos deberes morales más allá de sensibilidades culturales/religiosas o disposiciones psicológicas/emocionales. Pienso que esto ya es un gran paso para el darwinismo, y me sentiré satisfecho si el escéptico del darwinismo o del naturalismo en general puede por lo menos reconocer que la propuesta sostenida por el mismo, si bien choca con algunos supuestos fundamentales de la ética (como la justificación última de la misma), no la coloca en una situación de relativismo descarado o un sentimentalismo impotente. Antes bien, fortalece su estatus al hacerla un factor vinculante que concierne a toda la especie humana por igual. Si la filosofía no ve aquí consagradas las máximas morales de los grandes filósofos, como las de Kant, no sé dónde más podría verlas. Pero quizá el mayor mérito del darwinismo sea, a mi ver, que, a pesar de que no propone nuevos valores radicales o el repudio de los valores sostenidos tradicionalmente (seguimos pensando que, en general, ayudar a nuestro prójimo y seguir la regla de oro son, y deben seguir siendo, estándares morales universales), arroja luz sobre la naturaleza humana y sus idiosincrasias como tal vez ninguna otra teoría 182

Charles Darwin, El origen de las especies, XIV, 490.

130

científica haya hecho. Puede ofrecer, sin apelar a ninguna fuerza externa, ningún teísmo o metafísica, una explicación coherente, plausible y universal, no sólo de la moralidad, sino de virtualmente cualquier otra característica humana. Por supuesto, no es perfecto. Tiene sus dificultades, como toda teoría, y también puede ser malinterpretado y tergiversado hasta el punto de volverse bastante dañino. Ya hemos visto en qué consisten estos abusos. Pero mi esfuerzo ha sido igualmente por mostrar que los mismos tienen solución, y, con el paso del tiempo, no han invalidado la teoría. Y esto teniendo en cuenta que sólo me he ocupado de la ética. No he abarcado en lo absoluto otros temas de interés para la filosofía, como la epistemología o la estética. Pero la revolución darwinista apenas ha comenzado. Apenas ahora, con el avance de la ciencia en estas últimas cuatro décadas, se empiezan a ver realmente las implicaciones de esta bella teoría para nuestra comprensión de la naturaleza y de nosotros mismos. La filosofía, también, tiene mucho que ganar si incluye ―the Epic of Evolution‖ dentro de sus consideraciones. Y si con esta tesis he logrado convencer al lector de la veracidad de esta aseveración, habré hecho un buen trabajo. No es para más. La labor apenas comienza. Por ahora, quedo satisfecho sabiendo que, gracias al darwinismo, los filósofos contamos con una alternativa más sólida, sensata y genuinamente más filosófica, en medio de todos sus defectos, para problemas que antes se resolvían aludiendo que eran incontestables, pues ―la voluntad de Dios así lo quiso‖, o ―la respuesta está más allá de la razón humana.‖ Y ya esto es bastante, en filosofía.

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