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Apuntes sobre la obra de Rafael Moneo Antón Capitel
José Rafael Moneo Valles nació en Tudela (Navarra), en 1937, y estudió arquitectura en la Escuela de Madrid, titulándose en 1961. Pertenece a una generación madrileña (la de Higueras, Mangada, Peña, Ferrán, Fullaondo, Hernández Gil,...) que recibió ya en la Escuela la influencia —y hasta la enseñanza— de los modernos, o que, al menos, era ya fruto de la admiración hacia sus obras y hacia la apertura europea que representaban. La aportación de esta generación consistirá, sin embargo, en avanzar un paso más, haciendo triunfar definitivamente la revisión orgánica que se oponía al estilo internacional, tema que se iniciaría con las obras de Fernández Alba, y llegando a ser responsables, en gran medida, de la actitud que, como Oíza en Torres Blancas, tomarán algunos de los mayores. Pero en el naufragio que, al apurarse los sesenta, sufrirá la llamada Escuela de Madrid, —cuya dura y diversa Cruzada en pos de la verdadera modernidad les habría conducido al menos hasta la misma crisis que al resto de la cultura occidental— Rafael Moneo y algunos de su generación representarán la actitud más prudente de la Escuela madrileña, capaz de preservar lo necesario para enfrentarse con una nueva óptica ante los difíciles años setenta. Para explicar algunas ideas en torno la obra de Moneo (en torno al atadijo de cosas que salvaría de aquel naufragio y que le convertiría, al explicar a mayores y pequeños lo que está ocurriendo, en el líder arquitectónico español de la década que transformó el pensamiento moderno) se escriben estas notas.
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Rafael Moneo tiene en sus años de escuela dos referencias voluntarias y primeras. Una, la de D. Leopoldo Torres Balbás, que tanta importancia dejaría en algunos, y del que habría querido heredar no sólo la afición a la cultura histórica sino el interés por la profundidad crítica, y hasta incluso una cierta personalidad, acaso cultivada en secreto, de hombre moderado y culto, ecléctico, brillante analista de lo contemporáneo y estudioso de lo viejo. Otra, de muy distinto cariz, la de D. Francisco Sáenz de Oíza, su maestro más público y directo, de quien tal vez habrá aprendido más para la profesión, y a quien tan poco recordará tanto en el talante personal como en la obra. Después de haber tenido la oportunidad de colaborar en Torres Blancas, tendrá también la suerte de trabajar en el estudio de Utzon, acabada la carrera, y en una aventura no exenta de peripecia, (1) cuando se estudia el proyecto que Saarimen hizo vencer, y no por casualidad, en 1957: el Teatro de la Opera de Sidney. Pero a pesar de estas colaboraciones juveniles su obra personal, iniciada algunos años después, será más cautelosa: es como si la figura de D. Leopoldo, moderado, culto y crítico, contrapesara aquella otra, más exaltada, de D. Francisco Oíza. Cuando los miembros de la generación de Moneo se oponen al Estilo Internacional lo hacen, principalmente, por tres vías. Una de ellas será el estricto seguimiento aaltiano, ensayado a veces, aunque poco importante. Otra, mucho más básica, se constituyó mediante los valores de la arquitectura histórica y de la tradición popular transformados hacia una clave moderna y orgánica, esto es, donde interviene el eco de las arquitecturas o de las ideas de arquitectos como Aalto, Wrigth y el Utzon'más moderado, que ya refieren a tales modelos. Esta versión la iniciaría Fernández Alba, persona algo mayor (2), siendo significativas las contribuciones de Higueras y del propio Moneo. La tercera es una vía
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cuyo inicio protagonizan ya los miembros de esta generación, esto es, la de Higueras, Moneo y Fullaondo. Es la versión exacerbada, tardo-orgánica, que se inspira en el Utzon de Sidney, en Rudolph, en Saarinem, y que entiende el cambio de la arquitectura, aspirando a su moderna perfección, en el sentido de las últimas obras de Wright, de la nueva permisividad corbuseriana, de todo aquello que confía en llevar a la disciplina a términos absolutos de espacio y forma, llegando a ser tan grande la cercanía con respecto al arte moderno que no se distinguirían bien los perfiles arquitectónicos. Torres Blancas, el proyecto para la Feria de Muestras en Gijón, de Alba y Feduchi, y los apartamentos en Lanzarote de Higueras son testimonio de esta tercera versión. El inicio de la misma puede fijarse en el Premio Nacional de Arquitectura de 1961, de Higueras y Moneo. Este último está, pues, con frecuencia en manifestaciones de este cariz, aunque nunca de un modo comprometido o total. El Centro de Restauración en la Universitaria, sucesor de aquel Premio Nacional, se continuará, sin Moneo, por Higueras y Miró. Su falta de finalización es como el símbolo de la vía muerta con la que habría topado el tardo-organicismo, del que Moneo, después de haber participado con intensidad, se apresurará a distanciarse. Más representativo será, pues, su comienzo si lo interpretamos desde el proyecto que le vale el Premio de Roma, un edificio para la Plaza del Obradoiro, en Santiago de Compostela, ejercicio italianizante con referencias a la obra de Ludovico Quaroni, que parecía mostrar cuanto Moneo conocía ya la cultura de la que aspiraba empaparse. Irá a San Pietro in Montorio en buena compañía: Dionisio Hernández Gil, su compañero de pensión en Arquitectura, el escultor Francisco López y los pintores Isabel Quintanilla y Agustín de Celis. Italia está en un momento en que alcanza su plena madurez una magnífica generación de arquitectos: es el fructífero tiem-
po de Albini, Gardella, Quaroni, Ridolfi, Samoná, los B. B. P. R., Scarpa, Moretti. Y es como si Moneo, con su proyecto del Obradoiro, quisiera unirse a ellos, abandonando las exacerbaciones utzonianas y asumiendo la carga histórica de Italia, la nación de la Arquitectura. Tal vez fue aquella Roma —en aquella Italia de las arquitecturas— donde tomó fundamento la ecléctica y culta visión de Moneo, abundando en su ya ecléctica educación española. Lo cierto es que huirá de un estilo personal, de una idea de arquitectura propia (en cuanto a esto, se limitará a un cierto toque, sofisticado y duro), para entender la disciplina como el reflexivo empleo de recursos diversos, buscando, en vez de la arquitectura propia de su tiempo, la arquitectura más propia de cada ocasión. La fábrica de Zaragoza (1965-67), de influencia espacialista y aaltiana, las Escuelas en Tudela (1966-69), de matiz tradicional y urbano, o la ampliación de la Plaza de Toros de Pamplona (1966-67), equilibrado collage estructuralista y académico, señalan experiencias contemporáneas y ya bien distintas, y aunque incluyen ingredientes muy diversos, no será hasta la casa Gómez Acebo en la Moraleja cuando se entienda decididamente la obra como ecléctico equilibrio de cuestiones arquitectónicas diferentes, e incluso dispares, que conviven ordenadamente en ella. En esta casa de diseño complicado, matizado; en ella se hace patente el método de puesta en juego de elementos dispares. Pertenece, desde un punto de vista, a una idea de casa pregnante, voluntariamente emparentada con la imagen de templo y filtrada por la utilización tradicional y popular del lenguaje clásico. Casas en pabellón con ideas parecidas las tantearon también en aquellos años Luis Peña (recuérdese la casa Imanolena, en Motrico) o Higueras, y anuncian y se anticipan a la fuerza que la idea de pabellón pregnante, derivado de las reglas tradicionales, tendrá en los disciplinares años setenta.
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En la página anterior, a la izquierda, Centro de Restauración. Premio Nacional de 1961, de Higueras y Moneo. Derecha, edificio en la plaza del Obradairo, de Santiago de Compostela, Premio de Roma de 1962. En esta página, de arriba abajo y de izquierda a derecha, Fábrica en Zaragoza, Escuela en Tudela, Ampliación de la Plaza de Toros de Pamplona, interior y exterior de la Casa Gómez Acebo, en la Moraleja.
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La estructura de hormigón, vista, pero comportándose como si fuera de madera, y los pilares revestidos de ladrillo, juegan un papel equívoco entre la arquitectura rural y el templo dórico, y hacen que aparezca, como problema universal y permanente, la vieja polémica del material desconocido del templo, que sería, en este caso, de piedra-artificial-colocada como madera. Era el punto de vista de Choisy. Pero dentro de esta cascara constructiva (imagen absoluta de la casa, y cuyo volumen —por la disponibilidad de los arquetipos— sirve de túnel para el coche, mientras su parte trasera se vuelve más doméstica con el empleo de recursos organicistas) hay un interior que exhibe su independencia, incluso más que su riqueza o variedad. Parecería que, apurando las virtudes del pabellón tradicional, se encontraría la libertad total del interior que Le Corbusier buscaba para la planta. Así, la planimetría de la casa se independiza de la rigidez del pabellón, garantía de libertad: el interior se libera en planta y en sección proponiendo un espacio wrigthiano, pero sin la conversión en diferentes volúmenes exteriores que el maestro americano hacía. La estructura, acentuando el carácter de sustituto de la madera que recibe el hormigón, organizará fuertemente el techo como en los palacios rurales, dando lugar a lucernarios causantes de una iluminación del espacio muy alejada del carácter tradicional. La contribución del mobiliario hace que el interior tenga también un fuerte acento loosiano. Tal vez sea demasiado para una casa; si es así, esto sería lo que tiene aún de obra juvenil, demasiado apretada de intenciones y deseos de síntesis. Esta densidad, sin embargo, al tiempo que el método de la combinación de diversos y contrarios, representan bien un modo de hacer que para Moneo será frecuente. En 1968 es seleccionado para la segunda fase del concurso para el Ayuntamiento de Amsterdam. El proyecto, muy interesante y evidenciando un conocimiento sensible de Amsterdam y de la arquitectura holandesa, es un hábil y moderado ejercicio orgánico. Es en este mismo año cuando colabora con Carlos Ferrán y Eduardo Mangada en un Plan Parcial para Vitoria, rematado con un trazado neo-barroco formado por diversos bloques en forma de óvalo abierto. Aún con tipos muy estrictamente modernos, nótese aquí una preocupación por la forma urbana que, heredada de Italia y fiel aún a los ideales orgánicos, transmite y anticipa preocupaciones que se harán colectivas en los años setenta. En aquellos momentos Moneo era un joven y brillante profesor, culto y estimado, pero de obra poco conocida o celebrada, aunque aparecida en publicaciones. Escribía ocasionales artículos de his-
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En esta página, de arriba abajo, planta de la casa Gómez Acebo, Concurso del Ayuntamiento de Amsterdam y Plan Parcial para Vitoria, con C. Ferrán y E. Mangada. En la página siguiente, casa de pisos en San Sebastián.
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toria o crítica, pero no representaba una postura reconocida colectivamente más allá de lo que tuviera de común con la llamada Escuela de Madrid. En pocos años, sin embargo, llegará a convertirse en un líder arquitectónico de influencia en toda España. Primero en Barcelona, a cuya Escuela deberá incorporarse como Catedrático en 1971, y donde desarrollará un gran esfuerzo docente, y enseguida en Madrid, donde al eco de Barcelona se añadirá el peso del valor que se dará a sus obras. Hay así una transformación de Moneo, conducida por la madurez del esfuerzo docente, que le lleva a hacer girar los presupuestos de la Escuela de Madrid
para enfrentarse a las nuevas cuestiones de los años setenta y que es, tal vez, una transformación pública de su figura mas que una verdadera conversión de su carrera. En cualquier caso, ambas cosas se producen, a mi juicio, de forma notoria, con la Casa al borde del río en San Sebastián (1969-73), si bien esta obra tardó en tener influencia, siendo valorada con cierto retraso. En la casa de San Sebastián era preciso edificar inedia manzana. Moneo y sus compañeros (Javier Marquet, Javier Unzurunzaga y Luis Zulaica) emprenden el caso con una lógica directa, como el ensanche indica y sin dudar de sus condiciones residenciales; esto es, muy lejos
de las torturadas posiciones, tipológicas y plásticas, y de las fracturas urbanas que un moderno hubiera intentado para huir de la planta profunda, de los patios interiores y de la forma urbana del volumen. La planta, con los tipos en profundidad y las variantes de esquina y de semi-esquina, se sitúa en las antípodas del edificio Girasol (3), para entendernos, aceptando la organización en manzana y lo que ésta ofrece para cualificar, como forma, la ciudad. El exterior alude a la serie interna y a sus singularidades al doblar, mientras, en él, los voladizos curvos, aunque aprovechen aún experiencias plásticas del organicismo, son miradores en rotonda, y todo el trata-
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JifFJ&Mi miento del volumen emparenta la casa con nobles arquitecturas anteriores. Fue Fullaondo, en el número que dedicó a Moneo, quien citaba, a propósito de esta casa, a Otto Wagner. A pesar de su interés, como ya dije, la obra no fue muy conocida o estimada en su momento, siendo valorada más tarde, generalmente por gente más joven. En 1970 proyecta (con Estanislao de la Cuadra-Salcedo) la plaza de los Fueros de Pamplona, y en 1972 gana el concurso de proyectos para una plaza en Eibar, tema pendiente aún de realización. Será en 1973 cuando proyecte, junto con Ramón Béseos, la obra que causará en Madrid, y en toda España, verdadero impacto: el edificio de la ampliación de la sede del Bankinter en Madrid (197376), construido tras el palacete originario en el Paseo de la Castellana, esquina a Marqués de Riscal. Cuando —pongamos hacia 1975— el edificio tiene algo avanzada su construcción, nuevos modos de ver la arquitectura, que han ido madurando desde el principio de la década, generan una nueva sensibilidad capaz de ver en la ampliación del Bankinter algo de lo que se estaba buscando. Las nuevas generaciones que, al enseñar o aprender en la Escuela, han debido de partir del punto cero al que el final de los sesenta las había condenado, ven en Bankinter la
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expresión de algunas de sus aspiraciones. Así, un hombre de la Escuela de Madrid es visto como el superador, en la práctica, de las viejas ideas —en las que la gente joven ya no creía—, situándose en un plano de competencia internacional al constituir una respuesta atractiva ante los debates de entonces. El edificio adquiere así variadas connotaciones: ser culto y, al tiempo, profesional, lejos de la arquitectura dibujada; dar respuesta al problema urbano de su enclave en un ecléctico aprovechamiento de- ideas que entonces interesan, y hacerlo en un modo madrileño, esto es, insertándose en la rica tradición metropolitana local, cuajada de eclécticos elementos cosmopolitas. Referencias a Loos y al diseño de los treinta en los interiores; a Sullivan en los relieves; a Aaltó en la planimetría, sobre todo de la planta baja; a Cabrero y a Rossi, en la metafísica composición y en la urbana monumentalidad; a Venturi, en el contradictorio modo en que el volumen, en vez de descansar, se fractura para dar lugar a la entrada; a Luigi Moretti, en la atrevida forma en que el romo ángulo agudo del edificio se inserta en la visión desde Marqués de Riscal, tan similar a la de su edificio milanés; a los arquitectos madrileños del último tercio del XIX —al autor del propio palacete, Alvarez Capra— en el cuidadoso tratamiento de materiales y detalles... Con todo ello el
edificio adquirirá un matiz contrario al de la arquitectura de los sesenta, erradicando la obsesión en torno al lenguaje moderno, con su servidumbre respecto de las artes plásticas, y proclamando el predominio de la composición y la figuratividad más propiamente arquitectónicas. Las cultas citas aspirarán a convertirse en instrumentos de una rica y reflexiva disciplina, y el edificio, con ello, será visto como una atractiva demostración del éxito alcanzado por la arquitectura cuando ésta utiliza con aciertos sus propios recursos; y cuando tal cosa se ejecuta con acertada profesionalidad. Pero en los mismos años en que Moneo, junto con Ramón Béseos, construye el Bankinter, realiza también otros trabajos con los que se puede apreciar como reacciona ante los nuevos problemas.. Y con ellos, y con Bankinter incluido, podremos observar una curiosa paradoja. Pues, si es en los setenta cuando la arquitectura empieza a entenderse como disciplina dotada de sus propios recursos mediante la historia ¿no deberían de haber sido vistas las obras anteriores de Moneo —aquéllas tales como la casa Gómez Acebo, por ejemplo, y las viviendas en San Sebastián— como obras verdaderamente disciplinares, pioneras; incluso en lo que tienen de tradicionales, de atentas a los problemas tipológicos, de respetuosas con los principios de composición y con los valores urbanos y paisajísticos
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En la página anterior, fachada del Connuo de la Diputación de Huesca y del Concurso del Colegio de agentes de Bolsa de Madrid. En esta página, prim premio del Concurso de Lacua, en Vitoria, con M. Sola-Morales.
derivados del modo clásico? ¿No es la casa de la Moraleja, a pesar de su eclecticismo, más clásica y disciplinar que las de Grassí? ¿No era la media manzana en San Sebastián una brillante anticipación de las reflexiones sobre tipo y ciudad que se harán habituales en escuelas y publicaciones durante los años setenta? ¿No serían poco estimadas en su momento porque eran, precisamente, anticipadoras? Y yo diría que, por el contrario, en los trabajos de Moneo de los años setenta, incluido el Bankinter, hay una atención a los temas que empiezan a preocupar entonces —a los problemas de relación entre programa .y forma urbana, sobre todo— que huye, sin embargo, de una consideración estrictamente disciplinar, de una atadura tipológica, por ejemplo, planteando la arquitectura como un ejercicio de libertad reflexiva que tiene como método el collage de partes y operaciones diversas, obligadas, a pesar de todo, a constituir una unidad. Unidad y adecuación de recursos que parecerían lograrse sólo en la reflexión de la arquitectura entendida como acumulación de instrumentos, métodos y ejemplos. Así, frente a las obras más disciplinares y tipológicas del final de la década anterior, las de los setenta serán más libres, más abstractas; sin la fidelidad a ideas tradicionales que hizo a las anteriores más "arquitectónicas", más clásicas.
La libertad, y hasta permisividad, figurativa y tipológica del Bankinter es evidente, así como llega a un extremo la abstracción en el concurso para la Sede de Agentes de Bolsa de Madrid (1973), que una fachada terragniana esconde una planta escasamente tipológica en el concurso para la Diputación de Huesca (1974), o que una plataforma capaz de generar un volumen neo-racionalista envuelve un espacio aaltiano en el concurso para la Sede de Altos Hornos en Madrid (1974). En el edificio de viviendas en el Paseo de la Habana, también en Madrid, (1971-79) hay incluso una reivindicación del edificio moderno, abierto y exento, aunque realizado finalmente con una apariencia externa que alude a un tratamiento más disciplinar, compositivo. En el Ayuntamiento de Logroño ocurre algo no lejano: en cuanto al tratamiento del exterior se acude al magisterio de Terragni y hasta al de Asplund, y todas las composiciones del plano, incluso en la piedra de Salamanca que las materializa, están tratadas al modo clasicista, de la misma forma que son de igual tradición los distintos pórticos que el edificio abre a la plaza. Pero en lo planimétrico, en como se diseña esta plaza resolviendo el problema urbano que planteaba, el edificio utiliza una permisiva geometría triangular, elocuente en los picos que el volumen enseña, y poco
comprometida con una actitud tipológica, a pesar de que los patios —cubiertos— aludan en cierto modo al tipo claustral. El edificio se concibe, más bien, utilizando una variante de Incomposición por elementos, por piezas, situándose así en la línea moderna que lo habría heredado de Beaux-Arts, y materializándose en un volumen fuertemente abstracto, plásticamente moderno y que aparece, sin embargo, conducido hacia el cumplimiento de una misión urbana, típicamente no moderna. Esto es, la composición elemental no impondría su forma a la ciudad, como ocurrió generalmente con este método, sino que lo que se desea para esta última quedará impuesto, mediante la composición, a la arquitectura. Cosas tampoco muy lejanas podrían decirse del proyecto de Lacua, en Vitoria, con Manuel Sola-Morales (1977), donde la preocupación por la forma de la ciudad y por su orden geométrico se lleva a cabo mediante la agrupación de viviendas en hilera; esto es, mediante un tipo, la linea, absolutamente impropio de lo tradicional, y se diría, con exageración, que hasta anti-disciplinar, cuanto que una línea, para la composición tipológica, sería algo sin principio ni fin, y, por tanto, sólo parte posible de una figura, en cuya constitución completa se formaría el tipo. La preocupación urbana impone soluciones de remate a unas
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hileras formadas por viviendas de tradición moderna (y participadoras del interés poco localista, y, así, anti-setenta, por la vivienda nórdica), al tiempo que las densifica dando más carácter arquitectónico a los distintos espacios exteriores. Caracterización deliberadamente conducida hacia un espacio algo plástico y nada rossiano. Moneo tendrá, pues, preocupaciones muy propias de los setenta, la condición urbana de la arquitectura, el entendimiento de ésta como composición y, así, la explotación de sus propios recursos. Todo conducirá, en general, hacia otra arquitectura, hacia otro panorama de la escuela madrileña. Pero también abandonará deliberadamente ideas absolutamente interiores a la cultura de los setenta, incluso las que había practicado con éxito anteriormente. Destaca entre ellas el tema del tipo, siempre evadido incluso con exageración, y, en sentido más general, la idea de la disciplina si ésta se entiende como conjunto de normas y ataduras, como conjunto de "verdades". Tendrá, a mi parecer, una noción de la disciplina más rica y difícil: aquella que la ve como abundante filón de instrumentos y recursos que la historia acumula y que, en cada caso, deberán ser reflexivamente elegidos, sabiamente combinados y hábilmente alterados para obtener una calidad arquitectónica que no excluye otras respuestas posibles, pues en todo caso es un problema que implica a la sensibilidad y a la libertad del artesano. En tal disciplina no se admiten cadenas ni se excluyen actitudes, aunque sí juicios de calidad y de oportunidad. Es la posición propia de un ecléctico: aquél que concede al lugar, al tema, y hasta a la ocasión, la voz cantante, poniendo a su servicio, no ya el estilo de su autor, sino toda la arquitectura que éste pudiera dominar. Algo extremo de este tipo ocurre en su proyecto para la ampliación del Banco de España en Madrid (1979-80). El análisis de cada problema particular es tan importante, tan poderoso, que puede llegar a ordenar, incluso, unas muy desciplinadas cadenas. Tal es el caso del Banco, donde la pequenez de la actuación pedida —casi un parche—, la condición de unidad inalcanzada, y la característica de tratarse de una obra ya ampliada miméticamente con el original, aconsejaron el estudio de un remate también mimético, aunque en ningún modo inmediato. Y, ya decidido racionalmente, el esfuerzo está en la calidad del parche, no en justificar una actitud, aburrido y típico vicio de los debates sobre arquitectura (y llevado, en este caso, a defender un edificio, el de Lorite, que, en sí mismo, a todas luces es tan digno para existir siempre como adecuado para ser sustituido por algo mejor; o a añorar una solución que, siendo mode-
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rada y acorde con el Banco, refleje lo que algunos entenderían como el "espíritu de la época"). Para un ecléctico el espíritu de la época es algo muy difuso y, cuando menos, plural. Lo claro es el sentido de la oportunidad y de la adecuación, y la calidad en el oficio. Ya que, a juicio de Moneo, convenía acabar el Banco —esto es, acabarlo le pareció lo más racional, lo que a un profano inteligente que tenga la fortuna de desconocer el "espíritu de la época" le convencería— le correspondía hacerlo bien, tan cuidadosamente como si se hubiera caido; como cuando D. Luis Menéndez Pidal —arquitecto conservador, que fue, del Banco— procedió a reconstruir, paciente y amorosamente, la lacerada Catedral de Oviedo. Lo importante en ambos casos era hacerlo con un mundo ajeno, no propio; anacrónico, pero real: existente. El "espíritu de la época" debía quedar de lado, o, si se quiere, cambiar, ser más dúctil. Naturalmente, la dirección del Banco eligió sin dudar dos de las soluciones miméticas, la de Moreno Barbera y la de Moneo, y aunque se inclinó al principio por la de Moreno Barbará, acabó eligiendo la de Moneo. Pues su "reflexión disciplinar" había resultado más barata. Hoy, acercado de nuevo, por la ocasión, a las soluciones más tradicionales —incluso desde el punto de vista material y figurativo— construye el Museo
Nacional de Arte Romano, en Mérida, en forma de volumen casi ciego, cuyo interior encierra un gran espacio basilical y seriado, iluminado por las cubiertas. Ofrecemos a nuestros lectores alguna imagen de esta nueva obra, que estará en marcha durante bastante tiempo, y emplazamos a su autor para ofrecer su proyecto y la realización en las páginas de ARQUITECTURA. No a otra cosa le compromete este número. Antón
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(1) Contado en público por el mismo Moneo: fue a ver a Utzon a su estudio para que le admitiera como ayudante. Le admitió ya que había llegado hasta allí, y luego estuvieron bastante contentos con él porque, debido a la exhaustiva y difícil geometría descriptiva de la Escuela de Madrid, era la única persona del estudio capaz de trazar los encuentros entre superficies esféricas que exigía el desarrollo del proyecto de la ópera de Sidney. (2) Un antecedente de esta actitud era también gran parte de la obra de José Luis Fernández del Amo. (3) Curiosamente, en cuanto a la situación de los ascensores, las plantas del Girasol y del edificio de San Sebastián coinciden bastante.
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Página anterior, propuesta de finalización del Banco de España. En esta página, dos vistas de la obra del Museo Nacional de Arte Romano, en Mérida.
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