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MENCIÓN ESPECIAL

CONCURSO DE ARTÍCULOS

¿Qué hago yo

aquí? M aquí Aún no se había secado la tinta de su título oficial de licenciado en Medicina cuando tuvo que practicar una craneotomía. Sal Iaquinta, MD OTORRINOLARINGÓLOGO RESIDENTE / OAKLAND, CALIFORNIA

e desperté sobresaltado con el sonido de mi buscador. Era sólo medianoche, pero parecía más tarde, como suele ocurrir cuando alguien te despierta de repente en mitad de la noche. Marqué la extensión desde donde me llamaban, aún sin encender la luz de la habitación habilitada para las guardias. Ojalá no sea nada, pensé, y así me vuelvo a dormir pronto. “Hola, ¿Sal?” “El mismo”. “Soy Brad. Baja ahora mismo al TAC”. Caminé a un ritmo rápido, pensando que algo no va bien cuando un residente en su cuarto año pide que baje corriendo a un residente novato como yo. Cuando sales de la Facultad de Medicina, título en mano, sólo dos personas piensan que eres médico: tu madre y tú. Estaba seguro de que Brad, jefe de residentes de Traumatología no me necesitaba a mí. Sólo quería que yo estuviera presente. Era mi primer día de servicio de segunda especialidad –Urología, Neurocirugía y Otorrinolaringología en un solo paquete. Normalmente trabajábamos directamente con un cirujano delante; no había ningún residente veterano supervisando y llamándonos la atención por nuestras meteduras de pata. Mientras seguía acelerando escaleras abajo hacia radiodiagnóstico, repasaba mentalmente los criterios básicos para urgencias en Neurocirugía, pero no me acordaba de nada. Y no era porque

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MENCIÓN ESPECIAL estuviera cansado, sino porque nunca había presenciado una urgencia real de ese tipo. El equipo de Traumatología estaba arremolinado en torno a los monitores del TAC. Brad me miró. “¿Quién es el neurocirujano de guardia?” “Blanchard”. “De acuerdo, llámalo. Ya te diremos lo que tienes que decirle”. Mientras marcaba el número del buscador del doctor Blanchard (no uso nombres reales), Brad mostró al hombre que se encontraba en el TAC. Había recibido un puñetazo en la cara en un bar cercano. El golpe lo dejó inconsciente. Se recuperó cuando llegó la ambulancia, pero en el viaje hasta el hospital volvió a quedarse inconsciente de nuevo. Era un signo nefasto. “Sí, ¿qué ocurre?”, respondió Blanchard. Brad empezó a pasar las imágenes en blanco y negro de la cabeza del paciente en la pantalla del ordenador y me dio la información que tenía que pasarle a Blanchard, quien era bien conocido por no venir al hospital cuando estaba de guardia. “Es un hombre de 48 años, con un golpe en la cabeza por el que perdió el conocimiento, lo recobró y seguidamente volvió a perderlo mientras lo traía la ambulancia. El TAC muestra un gran hematoma subdural, daño ventricular, inconsciente y sin reacción”. Aquellas palabras significaban, en concreto, que el cerebro de aquel hombre se estaba empantanando con su propia sangre dentro del cráneo. “Llévenlo al quirófano. Aféitenle la cabeza. Comiencen todos los procedimientos quirúrgicos previos. Estaré allí en un minuto”. Blanchard colgó. ¿Todos los procedimientos previos? ¿Quiere que yo le abra el cráneo al paciente? ¿Sabía Blanchard con quién estaba hablando? De repente, sentía que estaba en una película. Lo malo es que parecía la película equivocada. No conocía a mi personaje. No me sabía el guión. ¿Qué estaba haciendo yo aquí?

E

avisado nos han dicho que no estaban de guardia”. Colgué el teléfono. El equipo de Traumatología esperaba mis instrucciones. Yo no tenía ninguna. Les dije, “no tenemos a nadie para la anestesia”. Todos se quedaron atónitos hasta que recordaron que hablaban con un novato de pleno derecho. Vamos a ver, por supuesto que lo hay. Siempre hay un anestesiólogo en el hospital. Pero ¿qué estás diciendo? Supongo que no había pasado suficiente tiempo en el hospital como para conocer ese dato. Otra novata, Kendra, decidió tomar las riendas. “Voy corriendo al quirófano y voy a ver quién hay allí. Vosotros mientras traed al paciente”. Empujábamos la camilla del paciente por el pasillo. No parecía que le hubieran golpeado. Más bien, parecía un tipo ordinario durmiendo la mona. Si no fuera por la sonda endotraqueal que salía por su boca. El auxiliar de Trauma exprimía la bolsa de ventilación para insuflar aire en los pulmones del paciente.

staba actuando en una película. Pero no era mi película. No me sabía el guión

De repente, el novato está al mando Descuelgo de nuevo el teléfono. “¿Podría decirme quién es el anestesiólogo de guardia?” “No hay ninguno”. “¿Cómo?” “Nadie se presentó esta noche como anestesiólogo de guardia y todos los que hemos

Agarré una mascarilla de papel azul y un gorro mientras nos acercábamos al quirófano. Pasamos el paciente a la mesa de operaciones. Kendra había resuelto la papeleta: la anestesióloga estaba ya allí, esperándonos. Me puse la mascarilla y el gorro. La sala estaba llena de gente con gorros y mascarillas azules con guantes blancos. Cualquiera que nos viera podría pensar que estábamos manipulando material radiactivo. El paciente estaba tendido sobre la mesa de operaciones, desnudo. Su piel oscura hacía un gran contraste con la esterilizada sala decorada de azules y blancos. Una enfermera le colocó unas medias de compresión en las piernas. Otra enfermera acercó el carrito con todos los instrumentos quirúrgicos. La anestesióloga encendió los monitores y puso una sábana sobre el paciente cuando entró Blanchard, con gorro azul y mascarilla azul, pero con guantes de color púrpura. “No puedo hacer esto sin las imágenes del TAC, Sal”, me dijo. “Ahora mismo las traigo”. Corrí hacia la sala de TAC. Cuando nos llevábamos al paciente aún no habían salido las impresiones en papel. Pero

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MENCIÓN ESPECIAL esa excusa no hubiera valido para Blanchard de ninguna manera. Cuando volví, Blanchard inspeccionaba los ojos del paciente. Me pidió la linterna pequeña. Las pupilas estaban fijas y dilatadas; no había respuesta a la luz. “Probablemente ya está muerto, pero vamos allá de todas formas. Tal vez aún podemos salvar sus órganos”, dijo Blanchard. ¿Cómo? Yo creía que íbamos a salvar una vida. Si todo esto era sólo para mantener órganos en condiciones para posibles transplantes, ya me podía haber quedado en la cama. ¿No se supone que debemos creer que el paciente aún puede salir con vida? ¿No es por eso por lo que intentábamos hacerlo todo a toda velocidad? ¿Qué pasa si la familia no accede a la donación?

Preparado o no, adelante con la cirugía “¿En qué puedo ayudar?”, pregunté cuando volvimos junto al paciente. “Tal vez tú puedas llevar a cabo la intervención”, dijo el doctor Blanchard. No había signos en su voz que pudieran evidenciar un supuesto sentido del humor en sus palabras.

tímetro agarró el borde de la piel, cerrando los vasos sanguíneos. Me pasó el hemoclip y allá fui. Clip, clip, clip hasta que se acabó la carga. Pusimos más pinzas y con un total de veinte conseguimos una hemostasia por compresión. “Perfecto”, dijo cuando terminé. “Ahora, taladra”. El taladro estaba sobre la palma de su mano. “¿Ves esto? Da vueltas a 7000 revoluciones por minuto, así que ponlo sólo en el sitio en el que tú quieres que penetre. El pedal está a tus pies”. Pasó el cable por mi antebrazo y me pasó el taladro. Yo era un niño pequeño de nuevo, jugando con las herramientas de papá. Pero la responsabilidad ahora era mucho mayor. Me marcó las cuatro zonas donde yo tenía que hacer los agujeros. “En cuanto hayas atravesado el cráneo, para. El objetivo es no agujerear el cerebro”. Esto es todo un sueño. Es un juego. Es todo una broma. Estamos sólo jugando a los médicos. Con tanta sábana y gasa, ni siquiera era capaz de reconocer lo que tenía delante de mí como un cuerpo. Sólo veía un trozo de cráneo sangrante encuadrado. El único indicio de que había allí un paciente vivo era la señal del corazón en el monitor de la anestesióloga. Pisé el pedal y el taladro empezó a funcionar. Se introdujo en el hueso. Blanchard mantenía el cráneo húmedo con suero salino. Saqué varias veces el taladro para observar mejor cómo lo estaba haciendo. Volví a sacarlo cuando la resistencia del hueso cambió. Había un agujero limpio de 3 milímetros de ancho en el cráneo. “Lo estás haciendo genial. El siguiente agujero”. Esta vez no saqué el taladro tantas veces. Después de hacer los otros dos agujeros, Blanchard pidió la sierra eléctrica. “Si lo haces en el ángulo correcto, cortar el hueso será como cortar el aire. Si no, te costará trabajo”. Me pasó la sierra. Una sierra en mis inexpertas manos era, sin duda, arriesgado. Pero esta tenía varias características que ofrecían más seguridad, como un tope para evitar que cortara más profundo de lo que debía. “Conecta con la sierra los cuatro agujeros por el lado exterior”. “Eso es, a serrar el cráneo. Estoy abriendo un cráneo humano con una sierra eléctrica. ¡Estoy serrando el cráneo de una persona viva!

so es, a serrar el cráneo. Estoy abriendo un cráneo humano con una sierra eléctrica

E

Dibujó una gran línea curva sobre la calva del paciente. “Corta en un ángulo de 90 grados sobre esta línea”. “Bisturí”, pedí al técnico de quirófano. Increíblemente el bisturí fue puesto en mi mano. Yo tenía 25 años y estaba a punto de realizar una craneotomía. Utilicé mi mano izquierda para tensar el cuero cabelludo y favorecer así la tracción. Inserté el bisturí. Al principio fue como cortar mantequilla. Seguí suavemente la curva. “Despacio, esto no es una carrera”. Cuando terminé, Blanchard tiró de la piel y la separó fácilmente del cráneo. Todo se volvió rojo; el cuero cabelludo sangra en abundancia. Recogió la piel que colgaba y pidió un hemoclip. Puso el hemoclip sobre el borde de la piel y pulsó el gatillo. Una pinza de plástico de medio cen-

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MENCIÓN ESPECIAL “¿En qué trabajas?” “Sierro cráneos humanos; sólo de personas vivas, por supuesto”. “¿De verdad? Eso debe ser difícil de aprender”. Mi mano empezaba a dolerme mientras trataba de terminar de serrar el cuadrado. El ángulo que tomé no debía ser el correcto. Cuando terminé, Blanchard tomó unas pinzas y levantó el corte cuadrado del cráneo. Salió de una pieza con toda facilidad. “Eso es lo que me gusta de los cráneos jóvenes. Son tan fáciles de abrir”. Hmm. Nunca había pensado en eso. La duramadre, una capa protectora entre el cráneo y la masa encefálica, era lo único que nos separaba del cerebro. Blanchard abrió un pequeño agujero en ella con un bisturí. “Toma las tijeras y corta dos secciones”. “Tijeras”, pedí. La duramadre no era en realidad tan dura como proclamaba su nombre. Parecía como si cortara pasta al dente. Abrimos las secciones de duramadre. No podía aún ver el cerebro. Había un coágulo rojo. De nuevo, pensé en comida: parecía gelatina de fresa. “Ten cuidado con ese aspirador. Sostenlo así”, me ordenó Blanchard. Me mostró cómo se agarraba bien el aspirador para empezar a succionar el coágulo. “Nunca uses succión completa. Podrías absorber el cerebro junto con el coágulo”. Empezamos a succionar el coágulo. La capa coagulada tenía más de 1,5 centímetros de espesor. Por fin descubrimos el cerebro. Me hubiera gustado haber tomado una foto. Había algo mágico en aquella red de pequeños capilares que recubrían aquel cerebro amarillo pálido. Es difícil comprender que un órgano con una forma tan ambigua pueda tener las funciones más importantes del cuerpo. El cerebro no tiene nada que ver con el estómago. Puedes mirar un estómago y decir: la comida entra por ahí y sale por allá; estos músculos deshacen la comida y estas glándulas segregan jugos para dividir los alimentos en sustancias asimilables. Lógico y directo. Es difícil mirar una arruga en un cerebro y pensar que ahí se controlan los movimientos del cuerpo. Sería como mirar un

disco de vinilo de cerca y adivinar qué música hay codificada ahí. De repente, me di cuenta del silencio que había en el quirófano. La anestesióloga, los auxiliares de quirófano, el neurocirujano me estaban mirando cómo me deshacía de un coágulo sanguíneo en un cerebro. “¿Cuáles son las probabilidades de supervivencia de un paciente en estas condiciones?” “Una entre 500”. Bueno, al menos había una. Saqué un trozo enorme de coágulo. Justo debajo de la cabeza del paciente había una bolsa de plástico que recogía la sangre que goteaba. Lancé el coágulo a la bolsa y fallé. El coágulo fue a parar a mis zapatos.

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a duramadre no era en realidad tan dura como proclamaba su nombre. Parecía como si cortara pasta al dente

Entonces deseé que se me hubiera ocurrido antes ponerme bolsas de plástico protectoras en los zapatos. Salió sangre fresca desde debajo del coágulo. No veía de dónde procedía. Siguió sangrando y yo seguí absorbiendo con el aspirador. Parte de la sangre fue a parar a la bolsa, y otra parte encima de mis zapatos. Cuando terminé, rociamos el cerebro con suero salino templado. La hemorragia cesó. “Bien, ahora salgamos de aquí antes de que el cerebro se hinche demasiado”, dijo Blanchard. Si eso ocurre no se podría volver a poner el hueso en su sitio. Me dijo que cosiera la duramadre. Cuando lo hice, volvimos a colocar el trozo de cráneo en el hueco. Pusimos unos elementos de metal para que se mantuviera en el sitio. Blanchard insertó una larga sonda por uno de los agujeros, a través de la duramadre y a través de uno de los ventrículos del cerebro. Esto permitía que el fluido cerebroespinal extra pudiera ser drenado para que la presión intracraneal volviera a subir y reprimiera la dilatación.

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MENCIÓN ESPECIAL Para cerrar el corte en la piel, Blanchard utilizó grapas. Cerramos toda la incisión.

Mi paciente tiene una hermana En cuanto el paciente estuvo fuera de la mesa de operaciones, lo envié a la UCI. Encontré una cómoda silla en la zona de las enfermeras y empecé a escribir las órdenes para cuidados intensivos. Estaba asombrado. Acababa de terminar una intervención quirúrgica para la que residentes veteranos tendrían que esperar en cola. Pero eran las tres y media de la mañana y ahora tenía que pensar en qué medidas íbamos a tomar. Un paciente de neurocirugía requiere un cuidado muy intenso. Las enfermeras tienen que estar alerta por si ocurre cualquier cosa que denote un cambio en la presión intracraneal.

Me dejó para ir a la habitación con su hermano. La seguí a un par de pasos. Él estaba cubierto hasta la barbilla con una sábana. La sonda endotraqueal que salía de su boca estaba conectada a un ventilador mecánico para mantener sus constantes vitales. Un segundo tubo salía de su cabeza y estaba conectado a un monitor de presión. Tenía los ojos cerrados y la cara sudorosa. Los ojos de ella se volvieron brillantes. “¿Por qué siempre te tienes que meter en problemas?” Su voz no sonaba tan triste como desilusionada. Tal vez ella era la hermana responsable y él era el zángano de la familia. Ella se acercó más a la cama. Me volví a la sala de las enfermeras para terminar de rellenar el historial y dejarla a solas con su hermano. Unos segundos más tarde, escuché sus pasos alejándose. Me sorprendió que no me hiciera más preguntas. Tal vez era demasiado duro para ella. En ese momento me di cuenta de que mi caso más importante hasta la fecha era el moribundo hermano de otra persona. Mientras su familia se había estado preocupando por él, yo había estado pasándolo en grande abriendo su cráneo. Quedaban menos de dos horas para hacer mis rondas matinales. Volví a la habitación de las guardias y me tumbé en el colchón plastificado. Debería haberme dormido inmediatamente, pero mi mente estaba en ebullición. Me pregunté en qué tipo de ser me había convertido durante ese rato que pasé con mi paciente en el quirófano. Blanchard me había enseñado cómo llevar a cabo una craneotomía. Tanto él como yo trabajábamos en un estricto mundo que seguía unas normas y unas reglas lógicas. Tanya, por otra parte, vivía en un mundo mucho menos predecible y mucho más difícil de sondear. Yo no deseaba el mal de nadie. Cuando llegó el paciente quería salvarlo. Era mi misión profesional y humana. Ni a los familiares ni a los que atendieron la operación les importó que yo sólo fuera un novato sin experiencia. Tal vez, después de todo, no estoy en la película equivocada. Lo único que ocurre es que es muy pronto aún. Hay mucho tiempo por delante para trabajar en el desarrollo del personaje. Me quedé dormido y soñé con cráneos y con sierras eléctricas. ■

ientras su familia se había estado preocupando por él, yo había estado pasándolo en grande abriendo su cráneo

M

Levanté la vista un momento y observé a una mujer de unos cuarenta años con un vestido oscuro. Era una hora extraña para andar por el hospital. Ella me vio entre las cajas y archivadores de la sala de las enfermeras y se acercó inquisitiva. “Hola, soy el doctor Iaquinta”, le dije mientras me levantaba y le ofrecía mi mano. “Soy su hermana, Tanya. ¿Es usted el médico que lo operó?”. “Soy uno de ellos.” Por supuesto no iba a cargar con toda la responsabilidad. Necesitaba el apoyo de Blanchard aunque fuera en su ausencia. Ningún familiar quiere ver a un joven de 25 años sin afeitar e imaginar que acababa de intervenir quirúrgicamente a un ser querido. “¿Cuánto tiempo puede pasar hasta que se despierte?”. “Puede que no se despierte. Ha sufrido una hemorragia muy severa en su cabeza”. “Pero si sólo fue un puñetazo”. Esperaba mi respuesta. “Causó una hemorragia cerebral. El cerebro no puede tolerar una hemorragia. Es como sufrir un infarto cerebral”. “Han arrestado al tipo que lo golpeó”. No sabía qué decir. La única cosa que podía pensar era que un simple puñetazo había hecho de ese hombre un asesino.

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