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1.− Gabriel García Márquez Nacido en Aracataca (departamento de Magdalena), muy pronto su familia abandonó esta población atlántica para trasladarse a Bogotá. Allí se formó inicialmente en el terreno del periodismo, aunque también estudió derecho. A mediados de la década de 1940 comenzó a publicar en varios periódicos sus primeros artículos, cuentos y crónicas de cine; en 1946 trabajó como redactor de El Universal, periódico de Cartagena de Indias; entre 1948 y 1952 en El Heraldo de Barranquilla y a partir de 1952 en El Espectador de Bogotá. Entre 1959 y 1961 fue representante de la agencia cubana de noticias La Prensa en Bogotá, La Habana y Nueva York. Debido a sus ideas políticas, se enfrentó con el dictador Laureano Gómez y con su sucesor, el general Gustavo Rojas Pinilla, y hubo de pasar las décadas de 1960 y 1970 en un exilio voluntario en México y España.
El compromiso político de García Márquez está integrado en su obra y se originó en el marco histórico de la Colombia del Bogotazo y todo el periodo de violencia que le siguió. Como otros escritores del boom de la Literatura latinoamericana defendió la Revolución Cubana pero, a diferencia de muchos de ellos, continúa apoyando a Fidel Castro y mantiene polémicas en la prensa y en encuentros con otros escritores sobre la actual situación de ese país, especialmente en lo que respecta a los derechos humanos.
En 1986, ya premio Nobel, y precisamente por la repercusión internacional que tiene cualquiera de sus actividades, promovió la fundación de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños (Cuba) junto con el cineasta argentino Fernando Birri, participando en varios guiones cinematográficos, tanto de obras propias como en colaboración con otros escritores. Esta escuela, que impulsa la formación de realizadores del llamado Tercer Mundo, forma parte de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano, que también impulsó y de la cual es presidente. De Gabriel García Márquez. 100 años de soledad Cuando el pirata Francis Drake asaltó a Riohacha, en el siglo XVI, la bisabuela de Úrsula Iguarán se asustó tanto con el toque de rebato y el estampido de los cañones, que perdió el control de los nervios y se sentó en un fogón encendido. Las quemaduras la dejaron convertida en una esposa inútil para toda la vida. No podía sentarse sino de medio lado, acomodada en cojines; y algo extraño debió quedarle en el modo de andar, porque nunca volvió a caminar en público. Renunció a toda clase de hábitos sociales obsesionada por la idea de que su cuerpo despedía un olor a chamusquina. El alba la sorprendía en el patio sin atreverse a dormir, porque soñaba que los ingleses con sus feroces perros de asalto se metían por la ventana del dormitorio y la sometían a vergonzosos tormentos con hierros al rojo vivo. Su marido, un comerciante aragonés con quien tenía dos hijos, se gastó media tienda en medicinas y entretenimientos buscando la manera aliviar sus terrores. Por último liquidó el negocio y llevó la familia a vivir lejos del mar, en una ranchería de indios pacíficos situada en las estribaciones de la sierra, donde le construyó a su mujer un dormitorio sin ventanas para que no tuvieran por donde entrar los piratas de sus pesadillas. En la escondida ranchería vivía de mucho tiempo atrás un criollo cultivador de tabaco, don José Arcadio Buendía, con quien el bisabuelo de Úrsula estableció una sociedad tan productiva que en pocos años hicieron una fortuna. Varios siglos más tarde, el tataranieto del criollo se casó con la tataranieta del aragonés. Por eso, cada vez que Úrsula se salía de casillas con las locuras de su marido, saltaba por encima de trescientos años de casualidades, y maldecía la hora en que Francis Drake asaltó a Riohacha. Era un simple recurso de desahogo, porque en verdad estaban ligados hasta la muerte por un vínculo más sólido que el amor: un común remordimiento de conciencia. Eran primos entre sí. Habían crecido juntos en la antigua ranchería que los 1
antepasados de ambos transformaron con su trabajo y sus buenas costumbres en uno de los mejores pueblos de la provincia. Aunque su matrimonio era previsible desde que vinieron al mundo, cuando ellos expresaron la voluntad de casarse sus propios parientes trataron de impedirlo. Tenían el temor de que aquellos saludables cabos de dos razas secularmente entrecruzadas pasaran por la vergüenza de engendrar iguanas. Ya existía un precedente tremendo. Una tía de Úrsula, casada con un tío de José Arcadio Buendía, tuvo un hijo que pasó toda la vida con unos pantalones englobados y flojos, y que murió desangrado después de haber vivido cuarenta y dos años en el más puro estado de virginidad, porque nació y creció con una cola cartilaginosa en forma de tirabuzón y con una escobilla de pelos en la punta. Una cola de cerdo que no se dejó ver nunca de ninguna mujer, y que le costó la vida cuando un carnicero amigo le hizo el favor de cortársela con una hachuela de destazar. José Arcadio Buendía, con la ligereza de sus diecinueve años, resolvió el problema con una sola frase: No me importa tener cochinitos, siempre que puedan hablar. Así que se casaron con una fiesta de banda y cohetes que duró tres días. Hubieran sido felices desde entonces si la madre de Úrsula no la hubiera aterrorizado con toda clase de pronósticos siniestros sobre su descendencia, hasta el extremo de conseguir que rehusara consumar el matrimonio. Temiendo que el corpulento y voluntarioso marido la violara dormida, Úrsula se ponía antes de acostarse un pantalón rudimentario que su madre le fabricó con lona de velero y reforzado con un sistema de correas entrecruzadas, que se cerraba por delante con una gruesa hebilla de hierro. Así estuvieron varios meses. Durante el día, él pastoreaba sus gallos de pelea y ella bordaba en bastidor con su madre. Durante la noche, forcejeaban varias horas con una ansiosa violencia que ya parecía un sustituto del acto de amor, hasta que la intuición popular olfateó que algo irregular estaba ocurriendo, y soltó el rumor de que Úrsula seguía virgen un año después de casada, porque su marido era impotente. José Arcadio Buendía fue el último que conoció el rumor. 2.− Carlos Fuentes Nacido en la ciudad de México, se educó en diversos países americanos a causa de la profesión diplomática de su padre. Estudió en Suiza y Estados Unidos, aunque la carrera de abogado la realizó en la Universidad Nacional Autónoma de México, donde conoció al profesor exiliado español Manuel Pedroso, que ejerció una gran influencia en su vocación literaria. Empezó a publicar en la revista Medio Siglo con sus compañeros de generación, Salvador Elizondo, Flores Olea, González Pedrero y Sergio Pitol. Fundó y dirigió con Emanuel Carballo la Revista Mexicana de Literatura (1955−1958) y fue codirector con Luis Villoro, Francisco López Cámara y Jaime García Terrés de El Espectador (1959−1960), una importante revista política.
Fue becario del Centro Mexicano de Escritores (1956−1957) y ha preparado numerosas adaptaciones cinematográficas de obras suyas y de otros autores como, por ejemplo, de Juan Rulfo. También ha colaborado en los principales suplementos culturales y periódicos de México y del extranjero. Ocupó cargos administrativos y diplomáticos, y fue embajador de México en Francia de 1975 a 1977. Ha vivido en Europa y Estados Unidos, dictando cursos o representando a México, y ha sido profesor en las más prestigiosas instituciones de México y de otros países: universidades de Columbia, Harvard, Princeton, Brown, Pennsylvania (Estados Unidos) y ocupó la cátedra Simón Bolívar en la Universidad de Cambridge.
Es miembro de El Colegio Nacional desde 1974 y de la American Academy and Institute of Art and Letters desde 1986. En la actualidad colabora en numerosos y destacados medios de comunicación, y sus conferencias e intervenciones televisivas confirman su carisma. Sus obras han sido traducidas a varias lenguas y son constantemente reeditadas. La región más transparente. Con la mirada brillante, un rictus de orgullo en la boca, Juan Morales abrió de par en par las puertas de la fonda.
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Pásale vieja, anden chamacos. Rosa ajustó al pecho su vestido de algodón. Los niños corrieron hacia una mesa desocupada. Juan, contoneándose, pasó por entre los demás clientes. Tiró de su bigotillo recto. Un mesero se inclinó: Pasen ustedes, señores. Por aquí. Pepe y Juanito y Jorge apoyaban las barbas en el mantel, leyendo el menú grasoso, mientras su madre se ajustaba el vestido. Juan tomó asiento y comenzó a juguetear con un palillo de dientes. Juan, estos chamacos ya debían estar en la cama. Mañana tienen escuela y... Hoy es un día especial, vieja. A ver muchachos, ¿qué se les antoja? Juan Morales se rascaba la cicatriz rojiza en la frente no es fácil, veinte años de ruletear de noche −si lo sabré yo. Ahí está mi bandera en la frente, como quien dice. Cuánto borracho, cuánto hijo de su pelona: que a Azcapotzalco, que a la Buenos Aires, cuatro de la mañana. Y de repente, le sorrajan a uno la cabeza, o hay que bajarse y bajar al cliente, y se acaba con las costillas rotas. Todo por veinte pesos diarios. Pero ya se acabó. Bueno, ¿se deciden? Mira papá. A esos niños les llevan un pastel. Eso. Juan... No te preocupes vieja. Hoy es un día especial. y luego aquellos que tomaron el coche para llevarlo a una emboscada, para robárselo. Ahí sí que anduve abusado; ahí sí casi me despachan, Rosita. ¿Y de qué me ando azorando? No me lo decía mi padre: Ay Juan, tú naciste para burro de los demás, para fregarte y cargar con los fardos ajenos. No te olvides de vacilar de cuando en cuando. Haz tu gusto, pero no te hagas tonto: nadie nos pide cuentas de la vida, y se olvidan muy pronto de nosotros. Pero eso era en la tierra chica; aquí en la capital, hay que andar abusado, o nos comen el mandado. A ver mozo: un pollito entero, bien dorado, para la familia. Y pastelitos, de esos de fresa, y con su cremita. Y que vengan a tocarnos los mariachis. Rosa, siempre sola la pobre. Ni cuando andaba pariendo estuve con ella. Siempre lista, con el café a las siete de la noche, agua para la rasurada a las siete de la mañana (Y las sábanas siempre frías, cuando me metía a dormir en la mañana. Siempre heladas. Como si en vez de gente sólo la noche y la escarcha hubieran dormido ahí. Como si Rosa no tuviera su carne pesada, y su sangre, y su vientre lleno de hombre. Nunca los veía. Ahora sí, ahora ya cambia la cosa). ¿Qué nos tocan, Rosa? Ahi que escojan los niños... Juan Charrasqueado, Juan Charrasqueado... 3
La fonda rumiaba un pequeño olor de chilpotles y de tortilla recién calentada y sedimentos de grasa y aguas frescas. Juan se acarició la barriga. Miró alrededor, las mesas de manteles floreados y sillas de mimbre y los hombres morenos y vestidos de casimir peinado y gabardina aceituna que hablaban de viejas y toros y las mujeres con melenas negras y encrespadas, acabadas de salir del cine, con labios violeta y pestañas postizas. ¿Quién no los estaba mirando, a él y a la familia? de aquellos campos no quedaba ni una flor Juan, no podemos... ¿Cómo que no? Esto sí lo quise siempre. Una botella de vino, de ese de la etiqueta dorada, ya sabe... ¿qué tal si no voy con el gringo hoy? ¿qué tal si no estoy en el sitio cuando me piden del hotel para todo el día? ¿qué tal si el gringo no me lleva al Hipódromo y me regala esos cuarenta pesos de boletos? Oye mano, ganaste, ándale a cobrar ¿Cómo que gané? ¿Qué pasó? Oye, ¿y dónde? Cómo se ve la suerte del principiante Cómo se ve que en tu pinche vida has visto tanto junto... A tu salud, viejecita. pistola en mano se le echaron de a montón Rosa dejó caer su gran sonrisa mestiza y se chupó la fresa de los dedos. Ochocientos pesos. Tuvo usted la suerte del principiante. Pero no vuelva por aquí o le pelan hasta la camisa. ¡Qué iba a volver! Pero iba a ser chófer de día, se iba a acostar a las once y levantarse a las seis, como la gente. Ahora tenía ochocientos pesos, para empezar con suerte, para que le tocaran los mariachis, para calentarle la cama a Rosa. 3.− Jorge Luis Borges Nacido el 24 de agosto de 1899 en Buenos Aires, e hijo de un profesor, estudió en Ginebra y vivió durante una breve temporada en España relacionándose con los escritores ultraístas (véase Ultraísmo). En 1921 regresó a Argentina, donde participó en la fundación de varias publicaciones literarias y filosóficas, como Prisma (1921−1922), Proa (1922−1926) y Martín Fierro, en las que publicó esporádicamente; escribió poesía lírica centrada en temas históricos de su país, que quedó recopilada en volúmenes como Fervor de Buenos Aires (1923), Luna de enfrente (1925) y Cuaderno San Martín (1929). De esta época datan sus relaciones con Ricardo Güiraldes, Macedonio Fernández, Alfonso Reyes y Oliverio Girondo.
En la década de 1930, a causa de una herida en la cabeza, comenzó a perder la visión, hasta quedar completamente ciego. A pesar de ello, desde 1938 a 1947 trabajó en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires y, más tarde, llegó a convertirse en su director (1955−1973). Conoció a Adolfo Bioy Casares y publicó con él Antología de la literatura fantástica (1940).
A partir de 1955 fue profesor de Literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires. Durante esos años, fue 4
abandonando la poesía en favor del cuento, género literario que recreó y por el que ha pasado a la historia.
Sin embargo, se inició en la literatura con ensayos filosóficos y literarios, algunos de los cuales se encuentran reunidos en Inquisiciones (1925). Historia universal de la infamia (1935) es una colección de cuentos basados en criminales reales. En 1955 fue nombrado académico de su país y hacia 1960 su obra era valorada universalmente como una de las más originales de la literatura hispanoamericana. A partir de entonces se sucedieron los premios y los reconocimientos. En 1961 compartió el Premio Formentor con Samuel Beckett, y en 1980 el Cervantes con Gerardo Diego. Murió en Ginebra, el 14 de junio de 1986. Sus posturas políticas evolucionaron desde el izquierdismo juvenil al nacionalismo y después a un liberalismo escéptico, desde el que se opuso al fascismo y al peronismo. Fue censurado por permanecer en Argentina durante las dictaduras militares de la década de 1970, aunque jamás apoyó a la Junta militar. Con la restauración democrática en 1983 se volvió más escéptico "Las ruinas circulares" El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar. Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo. A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse, apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos. Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del 5
inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía. Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido. 4,−Mario Vargas Si hay una cosa que define a Mario Vargas Llosa es su vocación de escritor, y la fidelidad que guardará a ese propósito a lo largo de toda su vida. Una vocación que, como confiesa en sus memorias El pez en el agua (1993), surgió casi como una rebelión contra la autoridad paterna, pero pronto se convirtió en la temprana certidumbre de que su destino iba a estar marcado por el rítmico tableteo de una máquina de escribir. Nacido en la ciudad peruana de Arequipa, en 1936, Mario Vargas Llosa no conoció a su padre hasta los diez años. Sus padres habían estado separados desde su nacimiento, y el episodio del reencuentro afectaría de forma definitiva el destino de este niño, que no quería cambiar los mimos de su madre por una férrea disciplina. Esta circunstancia le hizo descubrir pronto algo que él mismo suele considerar como segundo gran móvil de su existencia: el ansia de libertad. (Años más tarde reflejaría magistralmente esos conflictos en la novela que lo dio a conocer internacionalmente, La ciudad y los perros, con la que obtendría los premios Biblioteca Breve y de la Crítica, en España, durante 1963). Las primeras experiencias con la escritura llegaron a través de su trabajo como columnista en varios periódicos locales de Lima y de Piura, apenas hubo terminado el colegio. Convencido de que el suyo es el mundo de las palabras, vuelve a Lima para estudiar Letras y Derecho, en la Universidad de San Marcos, en 1953. Escribía ya entonces cuentos con gran inseguridad y mucho esfuerzo −como ha explicado el autor en varias ocasiones− que, justo entonces podría publicar a través de varios periódicos. Poco después entabla una relación amorosa con su tía política, Julia Urquidi, con quien se casa en 1955, y junto a la que viaja hacia Europa en busca del terreno que consideraba más estimulante para su ya decidida carrera de escritor. Mencionar estos datos biográficos tiene el interés de que todos ellos han contribuido en gran medida en las tramas, personajes y argumentos de algunas de sus grandes novelas, como La casa verde (1966), ambientada en la atmósfera sórdida y sorprendente alrededor de un burdel de Piura; Conversación en La Catedral (1969), que recrea la opresión de la dictadura de Odría en los ambientes estudiantiles, y La tía Julia y el escribidor (1977), una polémica ficción autobiográfica sobre su primer matrimonio. Mario Vargas Llosa llegaba a España en 1958 con una beca de estudios. Pero su meta era París, donde se instaló un año después. Tras seis años en esta ciudad y ya separado de Julia Urquidi, Mario Vargas Llosa se 6
casa en Lima con su prima Patricia Llosa, en 1965, y con ella emprende de nuevo el viaje a Europa. París, Londres y Barcelona fueron, hasta 1974, sus lugares de residencia. El autor continua prefiriendo el anonimato que Londres le procura para proseguir su puntual tarea de escribir. Vargas Llosa sigue además ejerciendo como crítico literario, columnista de prensa y autor teatral. Algunos de sus más preciados libros en este campo son sus análisis literarios: Gabriel García Márquez: historia de un deicidio (1971), La orgía perpetua: Flaubert y Madame Bovary (1975) y Carta de batalla por Tirant lo Blanc (1991); las colecciones de artículos, Contra viento y marea y Desafíos a la libertad (1994), y su libro de memorias El pez en el agua (1993). En la actualidad , tras su participación como candidato a la presidencia de Perú en 1990, Vargas Llosa se dedica plenamente a la literatura, que compagina eventualmente con los artículos que publica en El País. Entre las más importantes distinciones que ha recibido −sólo entre las concedidas a la literatura en lengua española− figuran el premio Rómulo Gallegos (1967), el Príncipe de Asturias (1986), compartido con Rafael Lapesa el Planeta (1993), con la novela Lituma en los Andes, y el Cervantes (1994). Nacionalizado español en 1993, Mario Vargas Llosa añade, desde enero de 1996, a su actividad como escritor plural la de miembro de la Real Academia, donde había ingresado con un discurso sobre Azorín. Desde entonces, su presencia en España se hace cada día más habitual. Los Jefes Al lado del camino había una enorme piedra, y, en ella, un sapo; David le apuntaba cuidadosamente. −No dispares −dijo Juan. David bajó el arma y miró a su hermano, sorprendido. −Puede oír los tiros −dijo Juan. −¿Estás loco? Faltan cincuenta kilómetros para la cascada. −A lo mejor no está en la cascada −insistió Juan−, sino en las grutas. −No −dijo David−. Además, aunque estuviera, no pensará nunca que somos nosotros. El sapo continuaba allí, respirando calmadamente con su inmensa bocaza abierta, y, detrás de sus lagañas, observaba a David con cierto aire malsano. David volvió a levantar el revólver, apuntó con lentitud y disparó. −No le diste −dijo Juan. −Sí le di. Se acercaron a la piedra. Una manchita verde delataba el lugar donde había estado el sapo. −¿No le di? −Sí −dijo Juan−, sí le diste. Caminaron hacia los caballos. Sopplaba el mismo viento frío y punzante que los había escoltado durante el trayecto, pero el paisaje comenzaba a cambiar: el sol se hundía tras los cerros, al pie de una montaña una imprecisa sombra disimulaba los sembríos, las nubes enroscadas en las cumbres más próximas habían adquirido el color gris oscuro de las rocas. David echó sobre sus hombros la manta que había extendido en la tierra para descansar, y luego, maquinalmente, reemplazó en su revólver la bala disparada. A hurtadillas, Juan observó las manos de David cuando cargaban el arma y la arrojaban a su funda: sus dedos no parecían obedecer a una voluntad, sino actuar solos. −¿Seguimos? −dijo David. 7
Juan asintió. El camino era una angosta cuesta, y los animales trepaban con dificultad, resbalando constantemente en las piedras, húmedas aún por las lluvias de los últimos días. Los hermanos iban silenciosos. Una delicada e invisible garúa les salió al encuentro a poco de partir, pero cesó pronto. Oscurecía cuando avistaron las grutas, el cerro chato y estirado como una lombriz que a todos conocen con el nombre de Cerro de los Ojos. −¿Quieres que veamos si está ahí? −preguntó Juan. −No vale la pena. Estoy seguro que no se ha movido de la cascada. Él sabe que por aquí podrían verlo: siempre pasa alguien por el camino. −Como quieras −dijo Juan. Y un momento después preguntó: −¿Y si hubiera mentido el tipo ese? −¿Quién? −El que nos dijo que lo vio. −¿Leandro? No, no se atrevería a mentirme a mí. Dijo que está escondido en la cascada, y es seguro que ahí está. Ya verás. Continuaron avanzando hasta entrada la noche. Una sábana negra los envolvió, y, en la oscuridad, el desamparo de esa solitarioa región sin árboles ni hombres era visible sólo en el silencio, que se fue acentuando hasta convertirse en una presencia semicorpórea. Juan, inclinado sobre el pescuezo de su cabalgadura, procuraba distinguir la incierta huella del sendero. Supo que habían alcanzado la cumbre cuando, inesperadamente, se hallaron en terreno plano. David indicó que debían continuar a pie. Desmontaron, amarraron los animales a unas rocas. El hermano mayor tiró de las crines de su caballo, lo palmeó varias veces en el lomo y murmuró a su oído: −Ojalá no te encuentre helado, mañana. −¿Vamos a bajar ahora? −preguntó Juan. −Sí −repuso David−. ¿No tienes frío? Es preferible esperar el día en el desfiladero. Allá descansaremos. ¿Te da miedo bajar a oscuras? −No, bajemos, si quieres.
Se sentaron uno junto al otro. La noche estaba fría, el aire húmedo, el cielo cubierto. juan encendió un cigarrillo. Se hallaba fatigado, pero sin sueño. Sintió a su hermano estirarse y bostezar; poco después dejaba de moverse, su respiración era más suave y metódica, de cuando en cuando emitía una especie de murmullo. A su vez ajuan trató de dormir. Acomodó su cuerpo lo mejor que pudo sobre las piedras e intentó despejar su cerebro, sin conseguirlo. Encendió otro cigarrillo. Cuando había llegado a la hacienda, tres meses atrás, hacía dos años que no veía a sus hermanos. David era el mismo hombre que aborrecía y admiraba desde niño; pero Leonor había cambiado: ya no era aquella criatura que se asomaba a las ventanas de La Mugre para arrojar piedras a los indios castigados, sino una mujer alta, de gestos primitivos, y su belleza tenía, como la naturaleza que la rodeaba, algo de brutal. En sus ojos había aparecido un intenso fulgor. Juan sentía un mareo que empañaba sus ojos, un vacío en el estómago, cada vez que asociaba la imagen de aquel que buscaban al recuerdo de su hermana, y como arcadas de furor. En la madrugada de ese día, sin embargo, cuando vio aCamilo cruzar el descampado que separaba la casa−hacienda de las cuadras, para alistar los caballos, había vacilado. −Salgamos sin hacer ruido −había dicho David−. No conviene que la pequeña se despierte. Estuvo con una extraña sensación de ahogo, como en el punto más alto de la Cordillera, mientras bajaba en puntas de pie las gradas de la casa−hacienda y en el abandonado camino que flanqueaba los sembríos; casi no 8
sentía la maraña zumbona de mosquitos que se arrojaban atrozmente sobre él, y herían, en todos los lugares descubiertos, su piel de hombre de ciudad. Al iniciar el ascenso de la montaña, el ahogo desapareció. No era un buen jinete, y el precipicio, desplegado como una tentación terrible al borde del sendero que parecía una delgada serpentina, lo absorbió. Estuvo todo el tiempo vigilante, atento a cada paso de su cabalgadura y concentrando su voluntad contra el vértigo que creía inminente. −¡Mira! juan se estremeció. −Me has asustado −dijo−. Dreía que dormías. −Es él −dijo David−. ¿Ves? Un instante, las frágiles lenguas de fuego habían iluminado un perfil oscuro y huidizo que buscaba calor. −¿Qué hacemos? −murmuró Juan, deteniéndose. Pero David no estaba ya a su lado: corría hacia el lugar donde había surgido ese rostro fugaz. Juan cerró los ojos: imaginó al indio en cuclillas, sus manos alargadas hacia el fuego, sus pupilas irritadas por el chisporroteo de la hoguera; de pronto algo le caía encima, y él atinaba a pensar en un animal, cuando sentía dos manos violentas cerrándose en su cuello y comprendía. Debió sentir un infinito terror ante esa agresión inesperada que provenía de la sombra; seguro que ni siquiera intentó defenderse; a lo más, se encogería como un caracol, para hacer menos vulnerable su cuerpo, y abriría mucho los ojos, esforzándose por ver en las tinieblas al asaltante. Entonces reconocería su voz: "¿Qué has hecho, canalla?""¿Qué has hecho, perro?" Juan oía a David, y se daba cuenta que lo estaba pateando: a veces sus puntapiés parecían estrellarse no contra el indio, sino en las piedras de la ribera; eso debía encolerizarlo más. Al principio, hasta Juan llegaba un gruñido lento, como si el indio hiciera gárgaras; pero después sólo oyó la voz enfurecida de David, sus amenazas, sus insultos. De pronto, Juan descubrió en su mano derecha el revólver, su dedo presionaba ligeramente el gatillo. Con estupor pensó que si disparaba, podía matar también a su hermano; pero no guardó el arma, y, al contrario, mientras avanzaba hacia la fogata, sintió una gran serenidad. −¡Basta, David! −gritó_. Tírale un balazo. Ya no le peques. No hubo respuesta. Ahora Juan no los veía: el indio y su hermano, abrazados, habían rodado fuera del anillo iluminado por la hoguera. No los veía, pero escuchaba el ruido seco de los golpes y, a ratos, una injuria o un hondo resuello. −David −gritó Juan−, sal de ahí. Voy a disparar. Presa de intensa agitación, segundos después repitió: −Suéltalo, David. Te juro que voy a disparar. Tampoco hubo respuesta. Después de disparar el primer tiro, Juan quedó un instante estupefacto; pero de inmediato continuó disparando, sin apuntar, hasta sentir la vibración metálica del percutor al golpear la cacerina vacía. permaneció inmóvil; no sintió que el revólver se desprendía de sus manos y caía a sus pies. El ruido de la cascada había desaparecido; un temblor recorría todo su cuerpo, su piel estaba bañada de sudor, apenas respiraba. De pronto gritó: −¡David! −Aquí estoy, animal −contestó a su lado una voz asustada y colérica−. ¿Te das cuenta que has podido balearme a mí también? ¿Te has vuelto loco? 5.− Zoé Valdés es habanera lo cual es ya una actitud ante la vida. Nació en 1959, lo cual implica una aptitud ante la muerte. 9
Empezó escribiendo poesía. Sigue siendo poeta. Estudió en el Pedagógico Superior hasta que la expulsaron. Estudió Filología en la Universidad de La Habana hasta que se autoexpulsó. Trabajó en la Delegación de Cuba ante la Unesco como documentalista cultural, allí aprendió a comer con tenedor y palitos chinos (lo último ya lo olvidó). Trabajó en al Oficina Cultural de la Embajada Cubana en París, allí supo más de la cuenta. A su regreso a la Habana, estuvo desempleada. Después comenzó a trabajar como guionista de cine y como subdirectora de la Revista de Cine Cubano en el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) hasta diciembre de 1994. Ha publicado Respuestas para vivir (poesía, Letras Cubanas, 1986, Premio Roque Daltón, México, 1982), Todo para una sombra (poesía, Editorial Taifa, Barcelona, 1986, accésit Carlos Ortiz, 1986), Sangre azul (novela, Letras Cubanas y Actes−Sud, 1993), La nada cotidiana (novela, Emecé, 1995), traducida al francés, alemán, inglés (en EE.UU. y en el Reino Unido), finlandés, italiano, griego, neerlandés, portugués de Portugal y de Brasil, turco y yugoslavo, La hija del embajador (novela, Bitzoc, 1995, y Emecé, 1996, Premio Novela Breve Juan March Cencillo), Ira de ángeles (noveleta, Lumen, 1996), Te di la vida entera (finalista del Premio Planeta 1996), Vagón para fumadores (poesía, Lumen, 1996), Café nostalgia (novela, Planeta, 1997), Traficantes de belleza (cuentos, Planeta, 1998), Cuerdas para el lince (poesía, Lumen, 1999), Los aretes de la luna (noveleta infantil, Everest, 1999). Zoé Valdés vive en París con su hija Attys Luna y su esposo Ricardo Vega. LA NADA COTIDIANA (1995) Considerada como una de las voces más importantes de la Cuba de los últimos años, Zoé Valdés, publicó La nada cotidiana originalmente en francés. Quién sabe cuánto de la melodía autobiográfica trasluce en esta novela. Valdés nace y crece en la revolución y ahora exiliada en vestido diplomático se encuentra aparejando versos en París. La precisión de su lenguaje, hace que en el personaje principal, Patria, fulguren las complejidades no ya de su insularismo, sino de la necesidad del destierro de la melancolía. A varios destiempos La nada cotidiana sugiere una revisión de las lecciones de Sartre, tal vez de Sábato, y es una condensada fiesta ontológica aderezada con salsa, azuquita, y tambores. La Nada panfletista agoniza en los párrafos de esta novela, y en las pausas reflexivas de lo que nos define todos los días, propone las señas de cómo podría inventarse el futuro. 6.− Enriqueta Ochoa Nació en Torreón, Coahuila, el 2 de mayo de 1928. Profesora normalista. Desde muy joven se dedicó a la poesía y su primer libro, Las urgencias de un Dios (1950) la convirtió, desde entonces, en una poeta con estilo definido y firme. Ha ejercido el periodismo y la docencia en diversas universidades nacionales e internacionales. Ha formado a gran cantidad de escritores y poetas. Entre sus obras destacan: Los himnos del ciego (1968), Las vírgenes terrestres (1969), Cartas para el hermano (1969), Retorno de Electra (1973), Bajo el oro pequeño de los trigos (1984), Canción a Moisés (1984), Enriqueta Ochoa de bolsillo (1990) y Enriqueta Ochoa, UNAM, Material de Lectura (1992). Su poesía ha sido incluida en varias antologías y forma parte de la colección Voz Viva de México, UNAM, 1992. Reencuentro Eres tú la que atraviesa el silencio y las tinieblas. Qué cerca estás al fin. −−−−−−−−−−−−−−−−−−− Tu sonrisa se abre sobre mí como flor de cristal llovido. Me refresca la paz de tus pupilas y en los nervios me duele no haberte amado todo lo que necesitas. 10
Ambas debieron haber crecido en mí Como una sola espiga, alumbrando mis pasos de indecisa gacela. Siempre temí perderlos y fue mi corazón entre dos puntos como un compás abierto goteando hieles. Pero esta noche tu ternura me salva los temores y te reencuentro a través de mis manos que presionan la frente en horas duras. Y en mis pasos macizos, −−−−−−−−−−−−−−−−−−− y en las miradas húmedas. Lo ves, lámpara que iluminas mi pecho intrincado: ya no puedo perderlos aunque nos medie la distancia y un secreto dolor nos martirice. Voy a enfrentarme al mundo tímida y confusa, intuitiva y humilde. Porque tal es el patrimonio −−−−−−−−−−−−−−−−−−− de tu sangre en mis venas. Marianne Después de leer tantas cosas eruditas estoy cansada, hija, por no tener los pies más fuertes y más duro el riñón para andar los caminos que me faltan. Perdona este reniego pasajero al no encontrar mi ubicación precisa y pasarme el insomnio acodada en la ventana cuando la lluvia cae, pensando en la rabia que muerde la relación del hombre con el hombre; ahondando el túnel cada vez más estrecho de esta soledad en sí , un poco la muerte anticipada. Qué bueno que naciste con la cabeza en su sitio que no se te achica la palabra en el miedo, que me has visto morir en mí misma cada instante buscando a Dios, al hombre, al milagro. Tú sabes que nacimos desnudos, en total desamparo, y no te importa ni te sorprende el nudo de sombra que descubres. Todo se muere a tiempo y se llora a retazos, has dicho. Sin embargo, es azul le cristal de tu mirada y te amanece fresca el agua del corazón, quitas fácil el hollín que pone el hombre sobre las cosas y entiendes en tu propio dolor al mundo. Porque ya sabes Que sobre todos los ojos de la tierra Algún día, sin remedio, llueve. 11
7.− Cristina Peri Rossi Nació en Montevideo, Uruguay el 12 de noviembre de 1941 y durante la dictadura en su país, al igual que muchos intelectuales se vio obligada a exiliarse. Vive en España desde 1972. Estudió música y biología y se graduó en Literatura Comparada. Su obra narrativa comprende Viviendo (1963), Los museos abandonados (1968), El libro de mis primos (1969), Indicios pánicos (1970), La tarde del dinosaurio (1976), La rebelión de los niños (1980), El museo de los esfuerzos inútiles (1983), La nave de los locos (1984), Una pasión prohibida (1986), Solitario de amor, Cosmoagonías (1988), La última noche de Dostoievski (1992) y Desastres íntimos (1997). De su obra poética destacan Evohé (1971), Descripción de un naufragio (1974), Diáspora (1976), Europa después de la lluvia (1987), Babel bárbara (1991), Otra vez Eros (1994), y Aquella noche (1996). Ha publicado también ensayo y realizado traducciones a varias idiomas principalmente de obras de escritoras contemporáneas como la brasileña Clarice Lispector. No quisiera que lloviera No quisiera que lloviera te lo juro que lloviera en esta ciudad sin ti y escuchar los ruidos del agua al bajar y pensar que allí donde estás viviendo sin mí llueve sobre la misma ciudad Quizá tengas el cabello mojado el teléfono a mano que no usas para llamarme para decirme esta noche te amo me inundan los recuerdos de ti discúlpame, la literatura me mató pero te le parecías tanto. Si el lenguaje Si el lenguaje este modo austero de convocarte en medio de fríos rascacielos y ciudades europeas Fuera −−−−−−−−−− el modo de hacer el amor entre sonidos o el modo de meterme entre tu pelo
Distancia justa 12
En el amor, y en el boxeo todo es cuestión de distancia Si te acercas demasiado me excito me asusto me obnubilo digo tonterías me echo a temblar pero si estás lejos sufro entristezco me desvelo y escribo poemas. como el trueno
8.− Carmen Alardin Nació el 5 de julio de 1933 en Tampico, Tamaulipas. Actualmente reside en Monterrey. Poeta. Licenciada en letras alemanas por la UNAM (1976) y maestra en letras mexicanas (1987). Entre sus publicaciones destacan: Pórtico labriego (1951), Celda de viento (1953), Después del sueño (1957), Todo se deja así (1960), No puede detener los elefantes (1964), Canto para un amor sin fe (1971), Entreacto (1981), La violencia del otoño (1982) y La libertad inútil (1984). En 1984 recibió el Premio Nacional de Poesía Xavier Villaurrutia. En 1991, la UNAM dio a conocer una selección de su obra poética en un disco de la colección Voz viva de México. Recientemente, en un homenaje celebrado con motivo de sus 55 años de labor poética, afirmó que escribe porque le es imprescindible y de que así debe ser para cualquier autor: "Sentir que si no se escribe se muere o estalla, aunque los poemas sirven para nada, se disfrutan y punto, lo que sí sirve es la palabra: Ya ves que nadie pone en el periódico se solicitan poetas". Nuevo puerto Nada de nuevo al mar podemos darle que los restos de todos los naufragios. Su lindero infernal nada permite Bajo el secreto de las viejas algas. Todo se ha dicho ya. Todo han callado muy a tiempo las brisas, las arenas. Nada nuevo al amor han de brindarle nuestros nombres grabados bajo el sol. Todo se amó y lloró, pero los barcos saludan siempre como nuevo al puerto. Fugacidad Sé que hubiera encontrado fácilmente los últimos pedazos de tu rompecabezas vertical. 13
Sé que hubiera podido llegar hasta el capítulo final de nuestra historia, y hubiera penetrado los nebulosos sueños de tus ensueños íntimos... Si aquella inusitada mariposa, no se hubiera aferrado a mis talones pidiendo mis ropajes transparentes para vivir un día más. Inversión vital Eras mi cuerpo. Desde allí me lanzaste a los espacios de tu palabra móvil. Me enseñaste a ser árbol antes de fruta verde, y volví a ser semilla Sobre la palma de tu mano. Me escondí en tus entrañas mas nunca en tus zapatos. Me dio luz tu cabeza y hoy denuncio a la gente tus ideas, todos tus pensamientos, todo lo que te acusa de ser fuerte lo que te desconcierta de ser débil, de haber sido y seguir siendo mi cuerpo. 9.− Clarivel Alegría Poeta, narradora, ensayista y traductora de la poesía de Robert Graves, así como a muchosotrosautores de lengua inglesa.Clara Isabel Alegría Vides nació en Estelí, Nicaragua, en 1924. De madre salvadoreña, vivió en ese país desde los nueve meses. Estudió en Santa Ana y más tarde en Estados Unidos, donde cursó la carrera de Letras.Se casó con el diplomático estadounidense Darwin J. Flakoll, con quien ha escrito varios libros sobre Nicaragua, entre los que destacan: Fuga de Canto Grande (1992) y Somoza: Expediente cerrado (1993). Para la escritora Clara Isabel Alegría, Nicaragua es su "matria" y El Salvador su patria. José Vasconcelos, la bautizó con el nombre que hoy conocen todos los amantes de la literatura: Claribel Alegría. Fue Vasconcelos quien prologó su primera publicación Anillo de silencio (1948). Entre sus obras pueden citarse: Huésped de mi tiempo (1961), Raíces (1975), Sobrevivo (1977), Y este poema−rio (1988). Managua Vivo instantes que me cambian el ritmo me desquician instantes bala en boca en que adivino el golpe del gatillo pulsasiones−instantes que me tensan 14
va a reventar la cuerda va a saltar en pedazos ¿qué fue de ese otro yo que se iba gastando sin sorpresas?
Sala de tránsito ¿Cómo será la muerte ? Debe tener olor a hospital a una sala de espera en cualquier aeropuerto ese olor a fenol de los hospitales ese sabor tedioso de los aeropuertos. Me siento muerta allí ni siquiera se acercan los recuerdos me siento hipnotizada por las voces exangües que anuncian las llegadas las salidas por toda esa gente ensimismada : se levantan esperando su turno su destino. ¿Será eso la muerte sólo eso: un borroso paréntesis un letargo sin fondo un limbo organizado para el viajero en tránsito? La mujer del río Sumpul Ven conmigo subamos al volcán para llegar al cráter hay que romper la niebla allí adentro en el cráter burbujea la historia: Atlacatl Alvarado Morazán y Martí y todo ese gran pueblo que hoy apuesta. Desciende por las nubes hacia el juego de verdes que cintila: 15
los amates la ceiba el cafetal mira los zopilotes esperando el festín. "Yo estuve mucho rato en el chorro del río" explica la mujer "un niño de cinco años me pedía salir. Cuando llegó el ejército haciendo la barbarie nosotros tratamos de arrancar. Fue el catorce de mayo cuando empezamos a correr. Tres hijos me mataron en la huida al hombre mío se lo llevaron amarrado." Por ellos llora la mujer llora en silencio con su hijo menor entre los brazos. "Cuando llegaron los soldados yo me hacía la muerta tenía miedo que mi cipote empezara a llorar y lo mataran." Consuela en susurros a su niño lo arrulla con su llanto arranca hojas de un árbol y le dice: mira hacia el sol por esta hoja y el niño sonríe y ella se cubre el rostro de hojas para que él no llore para que vea el mundo a través de las hojas y no llore mientras pasan los guardias rastreando. Cayó herida entre dos peñas junto al río Sumpul allí quedó botada con el niño que quiere salir del agua y con el suyo. Las hormigas le suben por las piernas se tapa las piernas 16
con más hojas y su niño sonríe y el otro callado la contempla ha visto a los guardias y no se atreve a hablar a preguntar. La mujer junto al río esperaba la muerte no la vieron los guardias y pasaron de largo los niños no lloraron fue la Virgen del Carmen se repite en silencio un zopilote arriba hace círculos lentos lo mira la mujer y lo miran los niños el zopilote baja y no los ve es la Virgen del Carmen repite la mujer el zopilote vuela frente a ellos con su carga de cohetes y los niños lo miran y sonríen da dos vueltas y empieza a subir me ha salvado la Virgen exclama la mujer y se cubre la herida con más hojas se ha vuelto transparente se confunde su cuerpo con la tierra y las hojas es la tierra es el agua es el planeta la madre tierra húmeda rezumando ternura la madre tierra herida mira esa grieta honda que se le abre la herida está sangrando lanza lava el volcán una lava rabiosa amasada con sangre se ha convertido en lava nuestra historia en pueblo incandescente que se confunde con la tierra en guerrilleros invisibles 17
que bajan en cascadas transparentes los guardias no los ven ni los ven los pilotos que calculan los muertos ni el estratega yanqui que confía en sus zopilotes artillados ni los cinco cadáveres de lentes ahumados que gobiernan. Son ciegos a la lava al pueblo incandescente a los guerrilleros disfrazados de ancianos centinelas y de niños correo de responsables de tugurios de seguridad de curas conductores de cuadros clandestinos de pordioseros sucios sentados en las gradas de la iglesia que vigilan la guardia. La mujer de Sumpul está allí con sus niños uno duerme en sus brazos y el otro camina. Cuénteme lo que vio le dice el periodista. "Yo estuve mucho rato en el chorro del río." 10.− Eduardo Belgrano Rawson nació en la provincia de San Luis. Hijo de un profesor de filosofía, fue −ya a los diez años y a instancias de su padre− "nada menos que presidente de la Biblioteca Infantil Sarmiento". Escritor y periodista, vive actualmente en la Ciudad de Buenos Aires, a donde se trasladó al terminar la escuela secundaria para pasar fugazmente por la carrera de Derecho, algo que según el autor es "inevitable para quienes están decididos en el fondo a no ser abogados". "Cuando había llegado a la mitad de la carrera me dediqué al periodismo, estudié cine y también escribí guiones de historieta para las famosas revistas de Editorial Columba −El Tony, DArtagnan, Intervalo−. Con seudónimo, claro". Publicó No se turbe vuestro corazón y El náufrago de las estrellas, por el cual recibió el premio a la mejor novela del Club de los Trece en 1979. Entre 1975 y 1987 realizó varios viajes a Tierra del Fuego. En uno de ellos cruzó a pie y a caballo la Península Mitre, completamente deshabitada, junto a una expedición de biólogos argentinos. En 1991 escribió Fuegia, excelente novela que cuenta la historia de una familia de nativos fueguinos, canoeros, que vivió en aquella isla a comienzos del siglo. Su última novela, Noticias secretas de América, fue publicada en 1998. NOTICIAS SECRETAS DE AMÉRICA
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El mapa estaba en la cancha de fútbol. Era el más grande del mundo. Noventa metros, decían. Entrando por la costanera, dabas pronto con Tierra del Fuego. El otro lado del mapa, o sea la Quebrada de Humahuaca, llegaba hasta las inmediaciones del arco, pero el territorio se desplegaba todavía más allá, tal vez hasta Chuquisaca, puede que hasta Rincón de los Muertos, tal vez hasta Lima, quién sabe. Esta era una zona difusa, apenas marcada en la cancha con algunos arroyos de compromiso. Lo mejor estaba en el Sur, con sus cordilleras nevadas y los lagos azul profundo. A las maestras podías verlas sobre el Atlántico, de Samborombón para abajo, lo más lejos posible del Chancho. Es decir, cuando les tocaba poner en escena sus estampas patrióticas. Ahora estaban ahí desde las nueve de la mañana, esperando la llegada del Ministro. Una niebla inoportuna se había posado en la pampa, junto con la humareda proveniente de la quema. Cuando todo el mundo ocupaba su sitio, a Atahuallpa le vinieron ganas de mear, lo cual desató un revuelo. Hubiera sido horroroso que justo cayera el Ministro. El Chancho controlaba todo cerca de Cabo Polonio. Salvo el olor a basura quemada, no molestaba mucho aquel efecto brumoso. Disimulaba ciertas imperfecciones. A dos o tres mamarrachos les daba un toque fantasmagórico. A Namuncurá, por ejemplo, lo había arreglado la hermana. Bueno, más bien parecía un travesti. Mientras tanto, el Chancho barría la escena con su perfil de aguilucho. De pronto captó una brocha olvidada en las Cataratas, ante lo cual cruzó el Uruguay en dos saltos y procedió a retirarla. Siguió un intervalo tranquilo, con algunas desgracias menores (a Beresford se le salían las botas, a Pizarro se ]e venía el yelmo sobre la cara). Estaba programado que el Ministro haría su ingreso por Humahuaca. Unos gauchos de Güemes le saldrían al encuentro. En eso la Chela advirtió que Gonzalo de Abreu estaba mal ubicado. "Corrélo para Tucumán. ¿No ves que está en Catamarca?", le gritó a la de tercero. Los vecinos miraban desde la calle. La escuela era el orgullo del barrio. Pero se estaba arruinando el tiempo. Un aire frío disipaba la bruma. Casi podía leerse el cartel que atravesaba la entrada. "Bienvenido Señor Ministro." La vieja de Castellano apareció con un termo. Era chocolate caliente. "No te volqués encima", te dijo. No la pasabas tan mal bajo tu poncho de mazorquero. En cambio los indios diaguitas estaban medio morados. "Que se jodan por boludos", murmuró el almirante Brown. "Ellos mismos se la buscaron." Ahora el cartel de la puerta podía leerse completo: "Instituto Moderno de Buenos Aires. 1925". 11.− César Aira uno de los secretos mejor guardados de la literatura argentina, nació en Coronel Pringles en 1949. Desde 1967 vive en Buenos Aires. Es traductor, novelista, dramaturgo y ensayista. En diversos diarios y revistas pueden leerse sus ensayos, breves y sagaces, sobre distintos autores. Ha dictado cursos en la Universidad de Buenos Aires (sobre Copi, Rimbaud) y en la Universidad de Rosario (Constructivismo, Mallarmé), y ha traducido y editado en Francia, Inglaterra, Italia, Brasil, España, México y Venezuela. Es uno de los escritores más prolíficos de las letras argentinas, habiendo publicado más de treinta libros. Su novela "Cómo me hice monja", publicada en España en 1998, fue elegida una de los diez mejores publicados en aquel país. Una novela china Un día estaba de visita en la casa su amigo Hua, una tarde poco antes de la puesta del sol, y sobre una taza de té, en confidencia, le contó un nuevo giro que habían tomado las murmuraciones: ahora se decía que la niña era hija suya, y de Ma Whu, con quien habría mantenido una prolongada relación que ahora se normalizaba ante los ojos del público mediante esta mascarada. ¡Una explicación post facto muy limpia! chillaba Hua entre risas. Y agregaba: ¿Hasta dónde se puede llegar, con la imaginación? Después tomaron té, y en eso estaban cuando alguien tocó el timbre. Se apresuró a atender Lu, para evitar el oprobio de que lo hiciera la recentísima casera, y resultó ser un desconocido, con una valija en la mano. Cuando habló, sorprendía por lo amanerado. Creyó entender que venía a ofrecerle objetos de arte. No pudo evitar el reflejo algo indiscreto de examinar al visitante de pies a cabeza mientras hablaba. Parecía un hombre del sur, con los rasgos separados y la tez oscura, y algo de hindú en la mirada. Si había algún acento peculiar en su habla, lo disimulaba el afeminamiento. Lo hizo pasar. Creía entender de qué se trataba, porque no era la primera vez que sucedía algo así; desde el episodio de los armarios de porcelanas, y la donación que había ingresado con su nombre en el museo, le habia quedado una cierta fama de coleccionista −cosa que no era, en 19
ningún sentido. De ahí que lo visitaran, de tanto en tanto, gente que ofrecía ventas clandestinas de antiguedades. Casi nunca compraba nada, y no tanto por prudencia como por genuino desinterés. Una vez adentro, el hombre pareció menos tímido. Abrió la valija con naturalidad y desplegó sobre la mesa sus cosas, algunas bastante apreciables. Tenía todo el aire de un profesional. Lu Hsin se preguntó si realmente habría un mercado secreto para estas bellezas de antaño. Había unos dijes de bronce, con los que podría hacerle un sonajero a la niña. Lu no era tan ingenuo como para ignorar que había un mundo muy amplio fuera de éste en el que vivían. Esos dijes tenían varios miles de años de antigüedad, y lucían un maravilloso trabajo de orfebrería (representaban, en miniaturizados formatos primitivos, los perros sagrados); cualquier museo europeo se avendría a pagar cuantiosas sumas por ellos. Quizá, después de todo, si debía pensar en el futuro. Quizá le convenía hacer un sonajero, y guardarlo. Entre los objetos había una primorosa cajita antigua, de la época Han. La abrió, y estaba llena de minúsculas semillas. El vendedor se apresuraba con una explicación, que después de todo resultaba obvia para alguien de mediana cultura: eran semillas de violetas bu, que se utilizaban para que las abejas produjeran un determinado "tono" de miel; efectivamente, la ilustración laqueada en la tapa representaba una violeta. Hua soltó una exclamación admirativa y tendió la mano para examinarla; eso puso de mal humor a Lu. Dijo no ver el motivo de la admiración: debería ofrecerles el juego completo, con todas las cajitas de las demás flores: sólo así la oferta podría tener algún interés para un coleccionista. Por otro lado (esta objeción se le ocurrió sobre la marcha), un anticuario dedicado a la cultura apícola de los Han tendría un inmenso campo de acción: además de las cajitas y las semillas estarían los potes para miel, los soportes de los panales, las caretas, y mil cosas más; y la miel; para no hablar de las abejas, y de su trabajo. El vendedor afeminado miraba a la ventana, sin la menor intención de responder. Hua en cambio se encendía como una señora: a él la cajita le parecía exquisita... Lu Hsin lo interrumpió: ¿quién le aseguraba que esas semillas conservarían su poder germinativo, al cabo de unos veinte siglos? Y en caso de que lo conservaran, ¿qué atractivo tendría para un anticuario todo el dispositivo? ¿No era más lógico ofrecérselo a un apicultor? Hua P'i p'ei resopló, impaciente: −No he conocido hombre más intratable en el fondo. ¿Qué es lo que quiere, por todos los dragones del cielo y la tierra? −exclamó aparatosamente. −No quiero nada −dijo Lu sin faltar a la verdad profunda. De todos modos, compró la cajita junto con los dijes, aunque más no fuera para que no la comprara Hua, cuya vulgaridad lo deprimía. Había notado que miraba con interés al desconocido sodomita. El descubrimiento de esa clase de interés siempre está latente. Con el pretexto de que el humo de los cigarrillos podía hacerle mal a Hin mandó salir a la señora Whu, que la tenía en brazos y que había entrado de la cocina, interesada en el mercado de pulgas improvisado sobre la mesa. Le dijo que le preparara el baño, aunque era temprano; acostumbraban bañarla exactamente cuando se ponía el sol. Creyó captar una mirada de la pequeña, y sintió que irradiaba una pureza totalmente heterogénea a toda idea de perversión. No importaba que ella misma fuera una prueba tangible de perversión, más bien por el contrario: el hecho de que fuera real y tangible, y no un artefacto de miradas ambiguas e intenciones a medio camino de lo imaginario, la ponía decididamente en otro plano. La supuesta, imaginaria pederastia de Hua, nunca tendría un cetro en la vida. La mirada absolutamente límpida de la niña entretenía a Lu a veces: cuando había empezado a buscarle los ojos (y eso había sucedido muy temprano, al mes de vida, poco después de que la trajera a la casa), todo saber se había simplificado hasta tomar una consistencia sólida y opaca. Sus amistades habían empezado a volverse seres vagos, desdibujados. Como si la mirada de la niña creara por contraste con su claridad excesiva una bruma alrededor. Y la vida de Lu empezaba a tomar caracteres precisos no aquí, entre ellos, sino en otro lado, en otra dirección. La aparición de Hin había provocado su impresión también en los otros, pero de muy distinta índole, como lo demostró el visitante al hacer un comentario: dijo que había viajado ampliamente por el país este último año, y había notado una tendencia muy marcada a recoger niñas para criar. Obviamente, creía que aquí Hin era la hija del dueño de casa, y Ma Whu su esposa, o no habría abierto la boca. Hua, sin pensarlo demasiado tampoco, le preguntó a qué podía obedecer un movimiento social tan descabellado. −Al marxismo −dijo simplemente el extraño, agitando imperceptiblemente los dedos, muy cortos y delgados: se teme que dentro de unos años la juventud se apoderará de todas las mujeres. 20
Lu los invitó a salir a fumar un último cigarrillo al jardín; era un modo de despedirlos. El desconocido cerró la valija y los siguió. Fumaron mirando el crepúsculo, y oyeron adentro los chapoteos alegres de la niñita en el fuentón. Efectivamente, era demasiado temprano, pero no estaba mal hacerlo de todos modos. Unas abejitas vespertinas zumbaron sobre los setos, sin acercarse a las figuras que ya se oscurecían. 12.− El escritor Miguel Briante Nació en General Belgrano (provincia de Buenos Aires) un 19 de mayo de 1944, y murió allí mismo, hace poco pero para muchos antes de tiempo, el 25 de enero de 1995. A los diecisiete años ganó con su relato "Kincón" el Primer Premio del Segundo Concurso de Cuentistas Americanos (premio organizado por la revista El escarabajo de oro y que compartió con Piglia, Rozenmacher, Gettino y Villegas Vidal). Su primer libro de relatos, Las hamacas voladoras, fue publicado por Falbo Editor en 1964 y luego reeditado por Puntosur y Página/12. En 1993 Alfaguara publicó una nueva versión de su única novela, Kincón, originariamente aparecida en 1975 bajo el sello venezolano Monte Avila. Sus otros dos libros de relatos, muchos de los cuales forman parte de antologías del género, fueron Hombre en la orilla (Editorial Estuario, 1968), y Ley de juego (Folios Ediciones, 1983). Briante ejerció los oficios de periodista y crítico de arte con la misma lucidez que ponía en sus textos literarios. Aparte de los catálogos, críticas de arte en revistas internacionales y colaboraciones en medios como La Voz, Artinf y Vogue, entre 1967 y 1975 trabajó para Confirmado, Primera Plana, Panorama y La Opinión, entre 1977 y 1979 fue Jefe de Redacción de Confirmado, entre 1982 y 1984 fue Jefe de Redacción de El Porteño, y desde 1987 hasta su muerte estuvo a cargo de artes plásticas en Página/12. Los artistas argentinos también recuerdan su paso por el Centro Cultural Recoleta, primero como Asesor (1989−90), y luego como Director (1990−93) Kincón
Yo me llamo Bentos Márquez Sesmeao y estoy acostumbrado a morir. Se lo digo nada más para que se acuerde, Miranda, ya que usté es joven y le puede faltar la memoria. Se lo digo para que vaya sabiendo que si se me antoja que no pasa, por fuerte que sepa pechar su tobiano y filoso que tenga el cuchillo. Yo no soy hombre de esos que se pueden sacar cagando a lonjazos. Todavía me le puedo plantar a un caballo por ancho que sea de pecho y duro de garrones que sea. Y mentira eso de que puedo salir corriendo si me ponen un espejo enfrente, porque hasta para mi cara estoy curado de espanto. Y no se ría, porque es de verdá mi nombre, acuerdesé. Bentos Márquez Sesmeao, y nada de eso que me nombran en el pueblo. Ni Negro ni Carneiro ni el Cabo Negro ni Kincón, que fueron nombres que, contra todo, ya me empezaban a gustar. Pero no en gentes como usté, Miranda, que al fin y al cabo son lo mismo que yo, peones o así. Hubo otros que me lo pudieron decir y hasta me gustaba, contra todo. Pero usté no, Miranda, usté mejor no. Así que mejor haga el rodeo que le digo, cada vez que sale. Mejor endereza para el lado de la estancia misma y se aguanta la vuelta, por lejos que le quede el pueblo en ese modo. Después de todo debe ser lindo andar por los cardos, ahora que es verano, porque a cada pata que pone el caballo en las tierras se largan a volar un montón de gritos, a más de las perdices. Eso digo. Mejor eso y no lo de andar probando qué de ligero le sale el cuchillo, bien a tiro de mi vista, para intimarme y que no me arrime al alambrado, cada vez que usté amaga para acá. Aparte que le va a costar trabajo porque ya hace rato que apuntalé bien la tranquerita, con tres clavos así contra el poste, y es mi derecho. Cuando mucho se costea un poco más para arriba, porque mi franja es corta y alambrado de la estancia hay a patadas, contra el camino, para pasar. Ya sé que a los ingleses no les gusta, pero mejor se anima a eso en vez de andar jodiendomé a mí. Usté dirá que es una pavada eso de poner la estancia, digo la tranquera principal por allá a cuatro leguas, y yo digo que sí. La tranquera principal de le estancia. Pero también digo que cuando la pusieron (y esas épocas yo lo sé mejor que usté, porque algo a mí me trajo Don Tomás), cuando la pusieron el pueblo no era ni así de grande. Y aparte que ahora es lo mejor, porque los patrones salen derecho al camino, y están a lo mismo de Monte que de Belgrano. No a lo mismo, pero lo mismo de cómodos una vez que encaran la ruta. Imaginesé si para ir a Buenos Aires, o mismo a Monte, tuvieran que salir por este lado. Sería como media hora más, que es lo que hay del Manantiales a la entrada de la estancia ida y vuelta. 21
Se lo digo más justo, para que entienda. Usté sabe que en auto, desde la entrada de la estancia al puente Manantiales, que es como decir el pueblo, hay cuarto de hora, y sería bastante perder tiempo, cuando se quiere ir a Monte, venir en coche por el lado de adentro un cuarto de hora, para hacerlos de vuelta por el camino que uno vendría viendo todo al costado en el viaje. Media hora justa, fijesé. Claro que usté es el que se jode porque con el tobiano se hace como hora y media para venir a Belgrano cuando con cruzar ya casi está. Pero no es mi culpa, Miranda, y yo no paro de aconsejarlo bien. Usté tramitesé con los ingleses de abrir una tranquera donde termina mi terreno, ahí cerca. Porque no es mi culpa que la parte mía caiga justo donde estaba esa tranquera, Miranda. Así me gusta, cebesé el último, solito, ahí en su puesto, y no insista en arrimarse porque esta franja es mía, según consta en el testamento del mismo Don Tomás, y yo bien que la voy a hacer respetar a la memoria dél. Algún día vas a tener un lugar para morirte, Bentos. Así me dijo una vez. Cumplió y acá estoy y yo voy a hacer respetar su memoria, la memoria del que fue su patrón. Pero el campo está bueno, a esta hora, y mejor no discutir. Ni pelear. Eso también decía Don Tomás, a veces, a la tarde. Que el campo estaba bueno y yo digo que quería decir que estaba tranquilo, el campo, y él en esas veces no paraba de dibujar y de dibujar. Y él decía que días así uno podía ser como los chicos y agarraba el lápiz más finito y ahí se estaba, dele darle y darle vueltas al lápiz con rayas muy finitas y así en el papel le salían plantas como de juguete y vacas como de juguete y él se reía. Eran las cosas que más me gustaban, claro que yo nunca entendí mucho y para esas cosas hay que entender. Porque las cosas que no hacía con lápiz, esas de color, no me gustaban nada. Pero las de lápiz y esas de rayas gruesas, con la carbonilla, siempre me hacían algo. Esas más gruesas eran todas retorcidas y oscuras y a mí no me gustaban mucho, pero me las quedaba mirando y él me decía que era porque cuando las miraba me hacían acordar cosas, pero no sé. En cambio, esos dibujos de rayas finitas me ponían contento y de ahí tengo la costumbre de decir que el campo está bueno a esta hora, como él decía, y yo mismo me pongo alegre y nada de ganas de pelear. Ni discutir. Así que mejor que cada uno de nosotros se lama solo, Miranda, cada uno en su misma casa. Va a ser mejor. Es lindo cuando uno puede terminar el día en paz de Dios, sin que le tiemblen las manos por las rabietas. Mejor terminar el día sereno, mirando cómo se acaba la luz natural, ahora que es verano y junto con lo oscuro empiezan a joder los grillos y cada charco parece un circo, de lo alborotado. Puras ranas y sapos, aparte de los ladridos, que recién empiezan. Es así. Primero yo lo veo a Miranda que ceba el último mate y va para el lado del corral, que está a unos cincuenta del rancho donde vive. A unos cincuenta metros. A unos cien de mi vista, más menos que más, de seguro. Por lo menos, así era cuando yo estuve en la estancia, que se decía que el rancho del puesto número cuatro estaba justo a cien metros de la salida para el pueblo. Entonces más más que menos, ahora me doy cuenta. Porque mi terreno es de este lado, donde era el camino vecinal y era de la misma estancia. Después hicieron el camino y el gobierno le compró la parte a los de San Manuel, así que El Negrete se agrandó en lo que era, claro que los ingleses no tocaron nada y así parece de ancho el camino a lo largo, nada más que con alambre en el pedacito que me dejó Don Tomás, justo acá en la punta y cerca del pueblo, que hasta eso pensó. Y habría que sacar la cuenta de cuánto terreno se pierde así, que serían treinta metros de ancho por todo lo largo que hay desde el Manantiales hasta más allá de la tranquera de entrada, con curvas y todo el camino, como más de cuatro leguas. Una punta de plata, digo yo. Esas cosas se las podría decir a Don Tomás pero no a éstos de ahora, que apenas para no quedar mal con el pueblo ni nadie me dejaron venirme al terreno éste. Me dejaron por cumplir con el testamento de Don Tomás, que me trajo del Brasil y que se acordó de mí siempre y hasta el último momento y hasta escribió de mí y de cómo me encontró y todo en esos papeles que me dejó con algunos dibujos. Pobre Don Tomás. 13.− Roberto "Tito" Cossa Uno de los dramaturgos clave de la literatura argentina, nació el 30 de noviembre de 1934 en el barrio de Villa del Parque, Ciudad Buenos Aires. Se describe como actor frustrado. Comenzó a actuar a los 17 años en un teatro de barrio de San Isidro, pero pronto abandonó para escribir. "Muchas veces me pregunté qué me pasó a mí con la actuación. Creo que no me sentía seguro, y no tuve la intuición o la lucidez de ponerme a estudiar"− dice el autor. Como periodista pasó por Clarín, La Opinión, el Cronista Comercial y −en sus comienzos− diez años como corresponsal 'clandestino' de Prensa Latina, la agencia cubana de noticias. Se autodefine como socialista y admirador de la Revolución Cubana. La realidad social y la historia política de la Argentina circulan a 22
menudo por sus obras. "Pocos autores han alcanzado tan perfecto grado de lucidez en la interpretación de la realidad social y el comportamiento de la clase media porteña como Roberto Cossa" −dice Osvaldo Soriano en el prólogo de Teatro/1, el primer tomo de las obras completas de Cossa−, entre ellas "se destaca una obra maestra: El viejo Criado"... "Toda la miseria argentina está allí: el autoritarismo, la mentira, la ceguera histórica, la estupidez, la ignorancia, la prostitución de los valores éticos y morales. Con una lucidez implacable, a través de una bella metáfora, Cossa pasa revista a la Argentina de este siglo y muestra el encierro y pasividad que incuban el germen de la tragedia de hoy." Cossa es autor de otras obras de gran éxito como La Nona, Yepeto, Gris de ausencia y Tute cabrero, varias de ellas llevadas al cine. Pero Cossa defiende también las 'menos' exitosas: "Será un lugar común pero sucede como con los hijos. Yo creo que desde el punto de vista formal De pies y manos, una obra que hizo Alfredo Alcón pero que no anduvo bien, es la mejor." Roberto Cossa reside, desde siempre, en la Ciudad de Buenos Aires. GRIS DE AUSENCIA La antecocina de la "Trattoría La Argentina", en el barrio del Trastevere, en la ciudad de Roma. Es un ambiente amplio que se usa como lugar de estar. A la derecha está la cocina, que el espectador no ve; a la izquierda una salida hacia los dormitorios de la casa y a foro otra que da al salón del restaurante. Al iniciarse la acción se escucha el sonido de un acordeón a piano. Es el Abuelo, que toca torpemente el tango "Canzoneta", sentado en un extremo del ámbito. En el otro, Frida trata de cerrar una valija desbordada de ropa. ABUELO− "Cuando escolto o sole míoooo... sensa mama e sensa amore... sento un frío cui nel cuore... que me yena de ansiedaaa... Será el alma de mi mamaaaaa... que dequé cuando era un niño.... yora, yora o sole mío... Yo también quero yorar". (Prolonga los compases finales de la canción.) (Un instante después ingresa Lucía, desde la cocina, trayendo un mate que tiende a Frida.) FRIDA− (con marcado acento español.) ¡Coño! Esta maleta es muy pequeñita. Debí haber cogido la más grande. Siempre sucede lo mismo: retorno con más cosas de las que traje. LUCIA− ¡A qué lora sale lu avione? FRIDA− Aún tengo tiempo. (Sorbe el mate.) Madre: no quiero que vengas a despedirme. ¿Me oyes? LUCIA− Sai que no me piácheno la despedida. FRIDA− ¡Vale! En cuanto llegue a Madrid te escribo. (Frida termina de tomar el mate y se lo tiende a Lucía.) LUCIA− E cuándo va a retornar a Roma? FRIDA− No lo sé madre. En el verano, tal vez. LUCIA− ¿Cosa é tal vez? FRIDA− Bueno... quiero decir a lo mejor. (Lucía la mira sin entender.) Que no es seguro. Eso quiero decir. Que no es seguro. LUCIA− Dentro de sei mese, e no é securo. ¿Qué hace osté a Madrí? ¿Qué tene que hacer a Madrí que no pueda fachar a Roma? FRIDA− Mi lugar está en Madrid. LUCIA− Tu lucar... tu lucar... ¿Quié lo a deto? ¿Dío a deto que tu lucar está a Madri? ¿Dio a deto que mi lucar está a Roma?¿Que el lucar de Martín está a Londra? ¿Eh? ¿Dío lo a deto? ¿Qué é Dío?¿Una ayencia de turismo'? FRIDA− (Con cansancio.) Cada vez que vengo a Roma discutimos lo mismo. LUCIA− Cada veche lo discutimo meno, entonche. Porque osté viene cada veche meno. Al princhipio venía todo lo mese. Dopo cada tre mese. Alora, dentro d, sei... ¡E no é securo! FRIDA− Anda, madre: tráeme otro mate. (Lucía sale hacia la cocina con el mate.) FRIDA− ¿Sabes, madre? Le enseñé a Manolo a tomar mate. ¡Vieras cómo le gustó! Al comienzo creÍa gue era una droga... algo así como la marihuana...(Ríe) Pero oye, le dije... En mi país lo toman hasta los niños. ¡No lo podía creer! 23
(En ese instante ingresa Chilo, con un ejemplar del diario "Clarín" bajo el brazo, mascullando insultos por lo bajo.) FRIDA− ¿Qué sucede, tío? Estás alterado. CHILO− ¡Tano hijo de puta! ¡Guacho! (Frida lo mira.) El canilla... ¡El diarero! Es un tano guacho. Hace veinte años que le compro el "Clarín", todos los días. ¿Y vos querés creer que todos los días se lo tengo que pedir? Sabe que voy a buscar el "Clarín". Pero no. Se lo tengo que pedir: "Me da el Clarín de Buenos Aires". Todos los días lo mismo. Pero oíme... En Buenos Aires le comprás tres días seguido el diario a un canilla y apenas te ve venir ya te espera con el diario en la mano. Yo compraba siempre el diario frente al policlínico Presidente Perón... Le compraba "Noticias Gráficas". Y todos los días me esperaba con el diario en la mano. Una tarde le dije: "Cambio por Crítica". Al día siguiente me esperaba con la "Crítica" en la mano. ¡Este tano!... ¡Veinte años! Y encima me insultó. FRIDA− ¿Cómo te insultó? CHILO− Y sí... Algo dijo en italiano. FRIDA− ¿Qué dijo? CHILO− No le entendí. Pero se ve que me insultó. ¡Son así! ¡Los tanos son así! En cuanto se dan cuenta que no los entendés, te putean. FRIDA− Pues a mí nunca me ha pasao. CHILO− ¿Que no? La vez pasada lo saqué al viejo a dar una vuelta... Fuimos a ver toda la parte esa rota... Bue: nos perdimos. Y le dije al viejo: preguntá cómo hacemos para volver al Trastevere. El abuelo le preguntó a una viejita que salía de la iglesia y la vieja le contestó: "Andáte a la puta que te parió". FRIDA− (Extrañada) ¿Eso le contestó? CHILO− Bueno... En italiano. Pero algo parecido. ¡Y era una viejita que salía de misa! (Desde la entrada del salón ingresa Dante, vestido de gaucho. Tiene una servilleta que le cae sobre el antebrazo.) DANTE− Luchía... Luchía... LUCIA− (Apareciendo) ¿Cosa suchede? DANTE− Han arribato cliente. LUCIA−(Molesta.) ¿Tan temprano? DANTE− E se... Tan temprano. Andá a prepararte. ¡Vamo! LUCIA− ¡Porca miseria! (Lucía sale hacia los dormitorios.) DANTE− Chilo... abrime la mesa due. Do cuberto. E cuatro para la mesa sete. (Se asoma a la cocina.) Bruno: tre chinculino molto cuchido... due mocheca e una insalata de tomate e chipolaaa... E una parriyada completa para cuatro. (Suena el teléfono.) Trattoría La Aryentina, bonasera . ¡Comendatore! ¿Come vai? (Reaparece Lucía. Se ha colocado un poncho y va hacia la salida que da al salón. Al pasar junto a Frida le dice: LUCIA− Retorno súbito. DANTE− (Tapa la bocina del teléfono y Ie habla a Lucía.) Pane e chimichurri para la mesa tre. (Al teléfono.) Ah... comendatore.... abiamo locro... E un locro especiale: a la camatarqueña. CHILO− (Corrige.) Catamarqueña... Catamarqueña... DANTE− (Al teléfono.) ¡E una orden comendatore! La távola de la fenestra para tre persona. ¡Molto piachere! (Cuelga. Va a salir y se vuelve hacia Frida.) DANTE− Non te va ancora, ¿no? FRIDA− (Mira la hora.) Dentro de un ratito. DANTE−(Disculpándose.) Oyi e vernedí. Un día bravo. ¿Capishe? FRIDA− Atiende, padre. DANTE− (La besa.) Dopo ci vediamo. (Dante ingresa al salón. Frida vuelve a ocuparse de la valija. Chilo está leyendo el diario. El Abuelo toca "Canzoneta ".) 24
ABUELO− "La Boca.... Cayecón, Vuelta de Rocha... bodecón, Yenaro e su acordeón... ¡Canzoneta gri de ausenchia, cruel malón de pena vieca escondida en la sombra de mi alcohol..." CHILO− (Leyendo el diario.) ¡Oia! Mirá, papá. El domingo pasado estuvo de turno la farmacia de don Pascual. (Lee.) Sección 22, Almirante Brown 1302. Era la farmacia de don Pascual, ¿te acordás? ABUELO− Entonce no va a venir a cucar al tute. Cuando está de turno no viene a cucar al tute con me. CHILO− ¿Qué se habrá hecho de don Pascual? Tenía tu edad. más o menos. ABUELO− ¿Cuanto ano tengo io? CHILO− Y ochenti... Déjeme pensar. Salimos de Buenos Aires en el... Tenés ochenta y cinco. ABUELO− Entonces don Pacual tene ochenta e tre. Cuando él e arrivato a la Aryentina tenía diecioto anno... e io vente. Sempre le quievé due anno. (Se hace una pausa. El Abuelo toca.) "La Boca. cayecón, Vuelta de Rocha... Bodecón... Yenaro e su acordeón...". ¿Así que don Pacual está de turno oyi? CHILO− (Con cansancio.) No, papá, no. ABUELO− Lo diche el diario. CHILO− Pero este diario es del domingo pasado. Ya te lo expliqué. Aquí los diarios se leen atrasados. (Para sí.) ¡Qué tanos bestias! Además... vaya a saber qué se hizo de don Pascual. Por lo menos. la farmacia está. ABUELO− ¿Cuando vamo a volver a Buenosaria. Chilo? CHILO− Algún día, papá. ABUELO− (Vuelve a tocar.) Quero volver a Buenosaria a cucar al tute con don Pacual "Canzoneta gri de ausenchia... cruel malón de pena vieca, escondida en la sombra de mi alcohol... ¡Soñé Tarento... con chien regreso... Pero sico aquí en la Boca donde yoro mi concoca... " . Nunca me podía canar al tute, don Pacual. (Ríe.) ¡E che nocaba! ¡Ma nunca me podía canar! FRIDA− ¡Por fin! (Deja la valija en el suelo y va a sentarse junto a Chilo. Este la mira.) CHILO− La Frida... Qué linda estás. Los puntos se deben volver locos en Madrid, ¿no? FRIDA− ¿Los puntos? CHILO− Los gallegos... los muchachos. FRIDA− (Ríe.) Qué gracioso hablas tú. Me gusta escucharte . CHILO− ¡Qué churro! ¿Así te dicen? FRIDA− No... ¡Qué maja! CHILO− ¿Maja? Es joda. (Ríe.) Oíme... no te querrán decir eso de la maja en pelotas ¿no? FRIDA− ¡No! (Ambos ríen.) CHILO− Y en cuanto te dicen "qué maja", vos le decís, "soy argentina". FRIDA− Argentina... porteña y del barrio de la Boca. CHILO−Cómo te acordás. FRIDA− Siempre me lo decías. Frida: tú eres argentina, porteña y del barrio de la Boca. ¡Tienes que gritárselo a todo el mundo! ABUELO−¿Qui e? FRIDA− Soy yo, abuelo. CHILO− La Frida, papá. ABUELO− Credeba que era don Pacual. CHILO− ¿Cómo don Pascual? ¿En Roma don Pascual? ABUELO− E cherto. Don Pacual está de turno oyi. Non pode venir a cucar al tute con me. CHILO− (A Frida.) Don Pascual era el farmacéutico de al lado de casa. En la calle Almirante Brown. Y venía todas las tardes a jugar a las cartas con papá. ABUELO− Nunca me podía canar. ¡E che nocaba! (Ríe.) CHILO− (A Frida.) ¿Vos no te acordás? FRIDA− No... Casi nada. CHILO− ¡Uy... cómo te quería! Y vos tenías locura con él. (Imita a Frida.) "Don Pascual... Don Pascual...". Cada vez que lo veías te le tirabas a los brazos. ¡Tenía locura con vos! Y él fue el que te subió al barco en brazos. ¿No te acordás? (Frida niega.) Claro... vos debías tener cinco años... FRIDA− Menos de cuatro. CHILO− ¡Cómo lloraba don Pascual! Siempre me lo acuerdo... en el muelle, llorando y agitando los brazos. Un tano macanudo. ABUELO− Sempre íbamo a la piazza Venechia con don Pacual, e cucábamos al tute baco lo árbole. (A 25
Frida.) En la piazza Venechia. Cherca de casa. CHILO− Ese es el Parque Lezama, papá. ABUELO− ¡Eco! El Parque Lezama. E mirábamo el Coliseo. CHILO− ¿Qué Coliseo? La cancha de Boca. ABUELO− Eco. Está tuta rota la cancha de Boca. (Toca.) "Pero sico aquí en la Boca, donde yoro mi concoca... ¡Soñé Tarento... con chien regreso!..." (Frida se ha puesto a hojear el "Clarín".) FRIDA− ¿Sabes tío? Casi no me acuerdo nada de Buenos Aires. Pero tengo una imagen: una vez me llevaste a caminar por una calle llena de gente... CHILO− Sería la calle Florida. Siempre te llevaba a la calle Florida. FRIDA− Había mucha gente. CHILO− ¡Ja! La calle más linda del mundo. FRIDA− Florida. Tendrá flores. CHILO− ¡Está llena de flores! Y árboles que se entrecruzan por arriba... puentecitos... góndolas... músicos y poetas que recitan. Y la gente canta y baila. FRIDA− ¡Qué hermoso! (En ese instante suena el teléfono. A parece Dante y lo atiende.) DANTE−Trattoría La Argentina, bonasera. ¿Qui e? (Grita.) Quiamada da Londra. (Ingresa Lucía agitada.) LUCIA− E Martinchito... Martinchito... DANTE− (Al teléfono.) Sí, siñorina. LUCIA− (Le saca el tubo.) Martinchito!... Ah, sí, siñorina, aspeto. (Se queda esperando. Dante va hacia el Abuelo.) DANTE Papá... póncase el poncho que lo prechiso. (Toma un poncho y ayuda al Abuelo a ponérselo.) La mesa de la finestra. Sono tre cliente molto importante. Tene que tocar osté. (El abuelo asiente.) Ma non toca cuesta porquería de sempre. Toque la cumparchita. ¿Se ricorda? (El Abuelo lo mira. Dante canturrea La Cumparsita.) "Ta−ra−ra−rá... Tarara−ra−ra−ra−ra−ra..." (El Abuelo saca unos acordes confusos, lejanamente parecidos a "La Cumparsita". Ambos van saliendo hacia el salón. Dante le repite la tonada de La Cumparsita.) Cosi−cosi... Cosi, cosi, si−si−si−si−si." LUCIA− (Al teléfono) ¡Martinchito! Figlio mío. ¿Come vai? (Pausa.) ¡Que come vai! (Escucha con un gesto de impotencia.) ¡Ma non ti capisco, figlio mío! ¿Come? ¿Come? ¿Mader? ¿Qui é mader? ¡Ah... mader! Sí, sono io. ¡Mader! (Dirá todo lo que sigue, llorando y sin parar.) Ho nostalgia di te. ¿Quando verrai a vedermi? ¿Fa molto freddo a Londra? (Escucha.) ¿Come? ¿Come? ¿Cosa é "andertan"? (A Frida.) Diche que "no andertan". (Frida va hacia ella y le saca el tubo.) FRIDA− ¿Martín? Soy yo, Frida. ¡Frida! ¡Tu sister! ¿Cómo estás? ¡Que cómo estás! (Pausa.) ¡Que how are you. coño! Nosotros bien... ¡No−so−tros! (Hace un gesto de impaciencia. ) Noialtri... Noialtri good . ¡Good, sí, good! LUCIA− Domándagli quando verrá a vedermi. FRIDA− (A Martín.) Un momento. ¡Que un moment! (Mira a Lucía. ) LUCIA− (Nerviosa.) ¡Che gli domandi quando verrá a vedermi! FRIDA− No te entiendo, madre. LUCIA− ¡Que gli domandi quando verrá a vedermi! (Frida, con la mirada, busca el auxilio de Chilo.) CHILO− No sé... dice que lo mandes a algún lado. FRIDA− (Al teléfono.) Dice madre... Mader diche... No, mader sei... Que te mande... ¡Que te mande a ver! Coño: cómo se dice mandar a ver en inglés. ¿A quién quieres que vaya a ver, madre? LUCIA− (Histérica.) ¡Domándali si fa freddo a Londra' 26
FRIDA− Dice que vayas a ver a Fredy en Londres. (Escucha.) Fredy... Fredy. Okey... Okey. (Cuelga. Lucía la mira expectante.) Dice que está bien. LUCIA−¿Que está bene, qué? FRIDA−Me dijo okey. Okey quiere decir que está bien. Va a ir a vérlo a Fredy. (En ese instante ingresan Dante y el Abuelo. El Abuelo tocando.) ABUELO− "Soñé, Tarento... con chien regresooo. Pero sico aquí en la Boca..." DANTE− (Lo zamarrea.) Le dique que tocara "La Cumparchita". A la yente no le piache cuesta cosa italiana que osté toca. ¡La cumparchita le piache a la yente! Cuesto e una trattoría aryentina. Va, va... Practique la cumparchita. (A Lucía.) ¿Qué ha deto Martinchito? LUCIA− (Llorosa. ) Que fá molto freddo a Londra. DANTE− Eh... Sempre fa freddo a Londra. (A Chilo.) Anota una tripa gorda para la sete e un postre viquilante a la nuove. (A la cocina.) Bruno marche do empanada é tre locro a la camatarqueña... CHILO−(Corrige.) Catamarqueña. Ca−ta−mar−que−ña. (Dante ha salido. Lucía se queda llorosa y Chilo anota los pedidos. Frida toma la valija.) FRIDA,−Me voy a ir yendo, madre. LUCIA− (Asustada.) ¿Te vai? ¿Te vai? FRIDA− Y sí madre. Ya es hora LUCIA− Frida... (Se acerca a ella.) ¿Por qué no te quedá a Roma? ¿Por qué no te quedá? FRIDA− Madre... Ya lo hablamos. LUCIA− (La abraza llorando.) Quedáte a Roma... Quedáte a Roma con me. FRIDA−No puedo, sabes que no puedo. LUCIA− ¿Ma por qué? (Frida no contesta.) E ese uomo. ¿no? ¡E ese uomo! FRIDA− Sí. es Manolo también. Pero no es sólo él. LUCIA− Osté está enamorada de él. FRIDA− Sí. Y nos vamos a casar. LUCIA− ¿A casar? E un estranyero. ¡Non e como noialtri! ¡E un estranyero e te va a abandonar! ¡Porque lo estranyero sono cosí ! (La mira con odio.) ¡Vate! ¡Vate e no vuelva ma! FRIDA−Madre... LUCIA−¡Me a ascoltato! ¡No vuelva ma! (Se aleja de ella llorando. ) FRIDA− (Mira un instante a Lucía y Iuego va hacia Chilo.) Adiós tío. CHILO− Chau. piba. Buen viaje. (Se besan.) FRIDA− (Besa al Abuelo.) Adiós, abuelo. ABUELO− ¿Te va a pasear? Cuando pase por la farmachia dechile a don Pacual que lo estó esperando para cucar al tute. FRIDA− (Va a salir y se detiene. A Lucía.) Te voy a escribir, madre. (Sale.) ABUELO− "Canzoneta gri de ausenchia cruel malón de pena vieca escondida en la sombra de mi alcohol... ¡Soñé Tarentoooo... con chien regreso..." ¿Cuándo vamo a volver a Buenosaria, Chilo? CHILO− Algún día. (Desde el salón ingresa Dante agitado.) DANTE− ¡Ma qué pasa!... ¡Luchía!... Tre mesa sen atender. ¡Tre mesa! LUCIA− (Furiosa.) Me ne frega la tre mesa... ¡Me ne frega la tre mesa e me ne frega lo cliente! (Se saca el poncho y lo arroja al suelo. Sale llorando hacia los dormitorios. ) DANTE− ¡Ma porca miseria! ¡Justo un vernedi! (A Chilo.) Debe ayudarme al salón. CHlLO − ¿El salón? Nooo... De mozo no. DANTE− ¡Ma io solo non doy abasto! CHILO− ¿Yo servir a un tano? ¿A que me insulte? No... Ya te lo dije. Te hago el adicionista. Pero de mozo. no. Te lo dije cuando se te ocurrió poner el restaurante. ¡De mozo, no! Ese fue el pacto. DANTE− Stá bene. Osté no me ayuda. Ma no come ma. ¡Se lo curo! (Hace el gesto de la vendeta.) ¡Non come ma! ¡Va a ir a pedir lemosna! (Sale violentamente hacia el salón.) CHILO− ¡Prefiero pedir limosna y no hacerle de alcahuete a un tano de mierda!
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(Chilo se pone a leer el diario. Pausa. El Abuelo toca "Canzoneta ". ) ABUELO− Agarrábamo por Almirante Brown con don Pacual e no íbamo a la Vuelta de Rocha. ¿Te acorda de la Vuelta de Rocha, Chilo? CHILO− Si, papá, sí... ABUELO− E mirábamo el Tevere. CHILO− El Tíber, no. Eso es acá. El... (Se detiene.) El... (Se va asustando.) ¿Cómo se llama? El... ¡Pero carajo! ABUELO− El Tevere... CHILO− (Furioso.) ¡No... eso es acá! E... el... (Hace un gesto de impaciencia.) ¡Pero!... Frente a la Vuelta de Rocha... del otro lado está Avellaneda... los barcos... Quinquela Martín... ¡Carajo! (Contento.) ¡El arroyuelo! ABUELO− Eco... el Riachuelo... e dopo el Castello de Santangelo... CHILO− El Riachuelo... (El Abuelo se pone a tocar "Canzoneta". Lentamente Chilo se va colocando el poncho que Lucía arrojó al suelo y va hacia el salón del restaurante.) CHILO− (Desde la puerta que da al salón, resignado.) Comendatore . . . ¿Cosa vuole? (Chilo sale hacia el salón. El Abuelo queda solo.) ABUELO−Cucá osté, don Pacual. Spada e triunfo. Termenamo el partido e dopo no vamo a piazza Venechia, ¿eh? Agarramo por Almirante Brown... cruzamo Paseo Colón e no vamo a cucar al tute baco lo árbole. Cuando era cóvene, sempre iba al Parque Lezama. Con el mío babbo e la mía mamma... Mi hermano Anyelito... Tuto íbamo al Parque Lezama... E il Duche salía al balcón... la piazza yena de quente. E el queneral hablaba e no dicheva: "Descamisato... del trabaco a casa e de casa al trabaco". E eya era rubia e cóvena. E no dicheva: "Cuídenlo al queneral". E dopo el Duche preguntaba: "¿Qué volete? ¿Pane o canune?" E nosotro le gritábamo: "Leña, queneral, leña queneral". (Toca acordes de "Canzoneta". ) Ma... dopo me tomé el barco. E el barco se movía e el mío hermano Anyelito mi dicheva: "A la Aryentina vamo a fare plata... mucha plata... E dopo volvemo a Italia". (Ríe.) Así dicheva mi hermano Anyelito, que Dio lo tenga en la Santa Gloria. Una tarde de sol se cayó del andamio. (Toca y canturrea.) "Canzoneta gri de ausenchia, cruel malón de pena vieca escondida en la sombra de mi alcohol... Soñé Tarento, con chien regreso..." ¿Cuándo vamo a volver a Italia, don Pacual? ¿Cuándo vamo a volver a Italia? 14.− José Pablo Feinmann Nació en Buenos Aires en 1943. Es licenciado en Filosofía y fue profesor universitario en la Universidad de Buenos Aires durante los primeros años de la década del 70. Entre sus libros, considera Filosofía y Nación (1982) como su mejor ensayo, y La astucia de la razón (1990) como su mejor novela. Publicó además El peronismo y la primacía de la política (1974), Últimos días de la víctima (1979), Ni el tiro del final (1982), Estudios sobre el peronismo (1983), El mito del eterno fracaso (1985); El ejército de ceniza (1986), La creación de lo posible (1986), López Rega, la cara oscura de Perón (1987), Escritos para el cine (1988), El cadáver imposible (1992) y Los crímenes de Van Gogh (1994)−"una novela bizarra, extravagante y rara"−dice Feinmann. Sus libros han sido traducidos al francés, italiano y la alemán, y sus guiones han sido filmados por Adolfo Aristarain (Últimos días de la víctima), Juan Carlos Desanzo (En retirada), Marcos Zurinaga (Tango Bar), Héctor Olivera (Play murder for me) y Eduardo De Gregorio (Cuerpos perdidos). Su último guión fue el de la película "Eva Perón", estrenada en 1997. Prepara actualmente una novela, El Ciervo Dorado, y es asiduo colaborador del diario Página/12 de Buenos Aires. Crítica de los tiempos violentos Con su habitual claridad expositiva, su sólida formación humanística y su conocida habilidad para el análisis sociológico y político, José Pablo Feinmann explora en este ensayo el fenómeno de la violencia. Lo hace 28
desde una perspectiva crítica −en el sentido kantiano de conocimiento, de investigación de los alcances y límites del fenómeno analizado− y se detiene a examinar, fundamentalmente, de qué modo se manifestó la violencia en el devenir histórico argentino. Su línea de pensamiento es, en más de un aspecto, refutable, controvertible. Feinmann es un hombre fuertemente adherido a una determinada concepción ideológica. Es un militante intelectual de izquierda, con todo lo que eso significa de compromiso con los ideales del igualitarismo social y el colectivismo económico. Pero es también un hombre enormemente receptivo a los efluvios y las emociones del sentimiento nacional. Por supuesto, su nacionalismo −si se lo puede llamar así− es el de los ideólogos de la izquierda revolucionaria de los años 70 y no el de los clásicos heraldos de cuño conservador. Valga esta aclaración introductoria −tal vez ingenua y redundante, pero necesaria− para que no se suponga que el autor es objetivo o neutro en su visión de los grandes dramas de la historia política argentina. No lo es: toma partido y casi siempre en contra de los postulados de la historiografía tradicional. Su intelecto y su corazón están volcados en una dirección determinada y es saludable que el lector lo sepa antes de sumergirse en la lectura del libro. Pero esa militancia intelectual no impide que Feinmann se muestre en general riguroso −aunque nunca imparcial− en su análisis histórico−político de la conflictiva realidad argentina del siglo XX. Es más: su fuerte compromiso ideológico es, justamente, lo que confiere especial interés a algunas de las opiniones que vierte sobre nuestra historia reciente. Adquieren especial resonancia, por ejemplo, su rechazo a la idealización romántica y acrítica de la figura delChe Guevara, su oposición frontal a la llamada "cultura de la muerte" −abrazada con irracionalidad por tantos combatientes subversivos de la década del 70− y, sobre todo, su certera y conmovedora afirmación de que toda violencia expresa una derrota: "la de no poder tomar al Otro como un fin en sí mismo, la de no respetarlo en su humanidad". En labios de un analista menos comprometido que Feinmann, esas definiciones tendrían, probablemente, una relevancia menor. El libro está dividido en tres partes. En la primera intenta una "gnoseología de la violencia", que contiene valiosas observaciones sobre Perón y Hitler, sobre Heidegger ySartre, sobre el oprobio nazi y el infierno estalinista. La fuerza visceral de esa primera parte, sin embargo, está concentrada en sus análisis de la problemática nacional, especialmente en sus agudas reflexiones críticas sobre los montoneros, sobre el acercamiento de la izquierda al peronismo y sobre las raíces y derivaciones de la violencia setentista. La segunda parte del libro −que es, sin duda, la más débil− contiene una historia de la Argentina del siglo XIX, centrada en el análisis de las formas que asumió la violencia política en ese tiempo. En esa parte del libro, Feinmann incurre en extrapolaciones arbitrarias que le hacen perder toda objetividad. Analizar, por ejemplo, como lo hace en determinado momento, la notable Constitución rivadaviana de 1826 desde la severa concepción de los derechos humanos que alentamos en el siglo XX −olvidando que en los Estados Unidos, el país que marcó rumbos en materia constitucional, la esclavitud perduró hasta más allá de la mitad del siglo XIX− constituye un verdadero abuso intelectual, que vulnera elementales principios de la historiografía científica. Por otra parte, Feinmann no es coherente consigo mismo cuando condena con implacable dureza la violencia jacobina de Moreno o de Lavalle, sin la menor concesión a la cuestión de los fines o los ideales que puedan haberla motivado, mientras en la primera parte de la obra, al estudiar la Argentina violenta del siglo XX, permite que el tema de los fines se filtre, en alguna medida, al diseñar una visión comparativa de los violentos de uno y otro lado. No hay coherencia metodológica entre uno y otro análisis. Su rígida adhesión a los postulados del revisionismo histórico lo lleva al absurdo de mostrarse benevolente con Facundo Quiroga y, en cambio, a denigrar a un estadista de la dimensión moral e intelectual de Rivadavia. 29
Olvida por completo que detrás de la concepción doctrinaria de los unitarios −más allá de que hayan recurrido a la violencia, siempre execrable− palpitaba, en embrión, el modelo de respeto a los derechos humanos que hoy consideramos propio de una democracia civilizada. Afortunadamente, la tercera parte del libro −dedicada a la violencia y el sentido de la historia− tiene el mismo nivel de calidad de la primera. Al explorar los cambios históricos más recientes, la crisis de la modernidad, la posibilidad de una izquierda antiutópica, las graves desigualdades sociales de este tiempo y el tema de la violencia coercitiva del Estado democrático, su concepción es sólida, más allá de que se compartan o no sus conclusiones. Y lo que queda en pie es una reflexión sobre las causas profundas de la violencia que suma elementos de inocultable interés a uno de los debates centrales del fin del milenio. 15.− Carlos Gardini Carlos Gardini nació en Buenos Aires en 1948. Inició su carrera literaria cuando en 1982 un jurado compuesto, entre otros, por Jorge L. Borges y José Donoso le otorgara el primer premio a su cuento "Primera Línea" ("una visión fantasmagórica de la guerra de Malvinas", según el Buenos Aires Herald). De su primer libro de cuentos publicado, Mi cerebro animal (1983) se dijo: "[su aparición] será clave para la literatura de ciencia−ficción en la Argentina: marca el surgimiento de un autor con todas las de la ley" (Marcelo Figueras). Desde entonces ha publicado varios libros, tanto de cuentos como novelas, que han merecido diversos premios y los elogios de la crítica. Sobre su obra, el especialista Pablo Capanna dice: "[Gardini] ha demostrado que puede hacerse ciencia−ficción sin recluirse en el provincialismo cultural y poniéndose a la altura de los modelos consagrados". De su última novela, El Libro de la Tierra Negra (1993), se ha dicho que "es, casi con seguridad, la primera novela auténtica de ciencia ficción −en su concepción clásica− que se ha escrito en la Argentina" (C. Antagnazzi). Gardini es además un conocido traductor. Ha traducido, entre otros, a grandes de la literatura como Robert Graves, W. Shakespeare, Henry James, y la obra completa de uno de los maestros del género de ciencia−ficción: Cordwainer Smith. Próximamente se editará en España su versión de los Sonetos de William Shakespeare. Carlos Gardini reside actualmente en Buenos Aires Argentina 1Cesarán las lluvias Los muertos caían y caían.Las lluvias habían empezado mucho tiempo atrás, ya nadie recordaba cuándo. En ciertos días arreciaban más que en otros, y los muertos, aunque distanciados por espacios regulares, caían sin cesar. Nunca había consecuencias graves. Los muertos jamás mataban a nadie. Pero a Helena la seguían horrorizando, y Martín hubiera hecho cualquier cosa para consolarla. No era aprensión, no era miedo. Era horror puro y simple, un horror que se expresaba en asco. Le repugnaba verlos caer desnudos en el barro, las bocas grotescamente abiertas. Después pasaban los días y la carne se les ablandaba, se les disolvía como cera, y los muertos se iban derritiendo en el suelo. Todos caían desnudos, pero todos eran iguales. Algunos eran viejos y plácidos, otros eran jóvenes y violentos; los había enteros, y mutilados, y escaldados, y descuartizados, y congelados. Una vez, cuando Helena y Martín estaban en un campamento, un viejo desdentado comentó: -Son los muertos de la historia. Siguió un murmullo aprobatorio, y el viejo, entusiasmado con su éxito, repitió: «Son los muertos de la historia». Pero la segunda vez la frase sonó insulsa, o simplemente cayó pesada, pues todos se pusieron a hablar de otra cosa mientras el viejo se quedaba solo con su sonrisa sin dientes, mirando llover los muertos. Como casi todo el mundo, Helena y Martín habían dejado las ciudades. En el cemento los muertos también se disolvían, pero era diferente. La carne no se fundía con la tierra. Se pudría más despacio, y en las ciudades el tufo a muerto era inaguantable, y además daba pena ver muertos descomponiéndose de esa manera. En el campo la lluvia de muertos abonaba la tierra, y crecían árboles y plantas de 30
formas extrañas. La gente se alimentaba de esas formas. Martín temía admitirlo y nunca lo habría dicho en voz alta por temor a confirmarlo, pero sospechaba que esas formas extrañas eran de órganos humanos. Huían de los muertos. Emigraban. Como tantos otros, buscaban una región donde no hubiera más lluvias de muertos, donde el ruido blando que hacían los cuerpos al chocar contra el suelo no les cortara el sueño, ni el hambre, ni las ganas de amar. -Alguna vez cesarán las lluvias en alguna parte -decía Martín acariciando el pelo de Helena mientras miraban los muertos desde un refugio armado con piezas de autos, o desde un galpón abandonado, o desde una estación de servicio descascarada-. Y no tendremos que aguantar más este espectáculo horrible, ni soñar con estas cosas. -Yo no sueño nada -decía Helena-. Es como si el horror me hubiera cortado los sueños. Y Martín callaba, casi avergonzado, pues él tampoco soñaba, pero ni siquiera sentía horror. Sólo buscaba a tientas un modo de animarla, pero en realidad no sabía contra qué. Se guiaba únicamente por una intuición. Algún muerto caía cerca, despatarrado, la boca abierta y ensangrentada, y los dos miraban y sonreían con tristeza. -Quiero que me jures que va a terminar -decía Helena en un arranque de rabia-. Quiero que me jures. Martín murmuraba una promesa, y se dormían, y al día siguiente reanudaban la marcha. Al principio cargaban provisiones, latas, o botellas, o los frutos de las plantas-de-muerto, como las llamaban casi todos los emigrantes, pero después empezaron a viajar sin bultos. Era un alivio, pero también un indicio de desesperanza. No tenían que llevar nada ni preocuparse por la comida precisamente porque los muertos lloverían dondequiera fuesen y siempre habría plantas. A menudo se cruzaban con emigrantes que viajaban en dirección contraria. Intercambiaban noticias funestas y miradas de desconsuelo, comían juntos, y después cada viajero retomaba su rumbo como si lo que el otro había dicho no tuviera ningún asidero; quizá desconfiaban, quizá querían creer que había un error, quizá tenían la esperanza de que las lluvias cesaran para cuando llegaran ellos, pero nadie se hacía tantos cuestionamientos, ni se ofendía cuando los demás desoían sus consejos. -¿De dónde viene? -le preguntaban a un viajero. -Del sur. Mucha lluvia, en el sur. Y plantaciones enteras, cargadas de frutos. Ahora iba a tomar para el oeste, para probar suerte allá... -Nosotros venimos del oeste. Muy malo, también. -Habrá que seguir probando. ¿Para dónde van ahora? Señalaban el sur. Y después de compartir una comida o un té hecho con las plantas-de-muerto, cada cual seguía su rumbo tras una despedida cortés. A veces se formaban campamentos en algún valle, o cerca de una ciudad. Los campamentos eran casi permanentes, pero la gente cambiaba de un día para otro. Era curioso que se formaran cerca de las ciudades, pero así eran las cosas. Nadie vivía en ciudades, pero a todos les gustaba mirarlas de lejos. Eran como un lazo con el pasado, aun para los que antes vivían en el campo. Una vez, en uno de esos campamentos, encontraron a un hombre de barba roja y tupida. Viajaba solo, como tantos. La barba les llamó la atención y se pusieron a hablar con él. -¿Usted cree que habrá un lugar sin lluvia? A pocos metros llovió un muerto, un adolescente rubio de piel blanca. El de la barba roja lo miró con cierto rencor. -No sé ni me importa -rezongó-. Yo viajo por viajar. Hablar así era una grosería. Muchos viajaban por viajar, pero pocos lo decían. Pocos expresaban en voz alta que estaban seguros de que era igual en todas partes, siempre cadáveres que llovían y llovían, y que no tenía sentido andar de aquí para allá. Pero todos seguían. Era una distracción, una esperanza, un modo de pasar los años. Y Martín y Helena iban de aquí para allá, alentaban la esperanza que habían creado. Quiero que me jures que va a terminar, decía ella como en trance. Pero no podía decirse que no fueran felices. Había tanta gente sola, tanta gente que sólo buscaba amigos para compartir una cena o amantes para compartir una noche, que en medio de tanta lluvia y soledad dos seres que se amaban tenían que ser 31
felices de algún modo. Eran una excepción, como ese hombre que viajaba por viajar. Tal vez por eso, porque viajaba por viajar, lo encontraron de nuevo al cabo de un tiempo. Ellos sabían que era mucho tiempo después, porque amándose habían acumulado recuerdos, esos recuerdos que se adhieren como pólipos a la memoria y el cuerpo de los que se aman, esos recuerdos-chuchería que nadan en un limbo impreciso, sin identidad, pero que juntos forman tiempo, tiempo sólido y firme. Era una forma de medir, y ya que nadie trabajaba, nadie sembraba ni cosechaba nada, todo era viajar y viajar, muertos fundiéndose con la tierra, cualquiera forma de medición era algo. De nuevo les llamó la atención la barba y se le acercaron. El hombre no los reconoció al principio. -Ah, ustedes -dijo al fin. Y añadió con una sonrisa socarrona-: ¿Encontraron lo que buscaban? No contestaron. Después de una pausa de silencio, Helena preguntó, casi acusatoriamente: -¿Y usted sigue viajando por viajar? Dieron media vuelta y siguieron andando. Pronto, pronto, le decía Martín mientras caminaban. Pronto terminará todo. -Pronto, vas a ver. No puede durar para siempre. -¿No puede? Pero dura y dura. Son años, Martín. Años. Ese hombre... -¿Qué hombre? -El de la barba roja. ¿Cuánto hacía que lo habíamos conocido? -Años -concedió Martín-. ¿Por qué? -Estaba igual. No había cambiado nada. Ni la ropa le había cambiado. Es raro, antes no me había fijado porque nunca volvemos a ver a la gente. Uno siempre viaja y viaja. Pero él estaba igual. Y entendí que nosotros también estamos iguales. -¿Y? -¿Alguna vez viste morir a alguien? Desde que empezó la lluvia, digo. ¿Oíste que alguien hablara de muertos, de sus propios muertos? -Sigo sin entenderte. -Es fácil de entender. Nunca se ve morir a nadie. Se ven llover muertos, pero nunca muere nadie. Y nunca se ve nacer a nadie, y nunca se ven mujeres embarazadas. Caminaban y caminaban. Oían plop plop en el barro. Las plantas-de-muerto cubrían los montes. Vivir era eso, caminar y caminar, y plop plop en el barro. Alguna vez va a terminar, decía Martín. Helena parecía cada vez más triste. Un día rompió a llorar de golpe. Estaba inconsolable, y Martín se sintió desconcertado, porque las cosas nunca habían llegado tan lejos. Estaban sentados en unas piedras, frente a una ciudad abandonada. Los edificios mugrientos se recortaban contra el cielo blanco. Ya va a terminar, decía Martín, y ella sacudía la cabeza. Frente a la ciudad había gente. Era raro ver a Helena tan desanimada, y sin embargo las lluvias parecían haber amainado un poco últimamente. -Martín -dijo al fin, moqueando-, me parece que estoy embarazada. Martín se echó a reír, abrazándola. -No tengas miedo. Todo va a salir bien. -No tengo miedo por el embarazo. Tengo miedo de que se note. -¿De qué estás hablando? -dijo Martín. Señaló el grupo de gente-. Además hoy tenemos compañía. Podemos celebrarlo con una fiesta. -No creo que esa gente esté para fiestas, Martín. Ni creo que nos convenga. ¿No ves lo que están haciendo? Martín miró con más atención. Bajo un cielo limpio, entre plantas-de-muerto marchitas, enterraban a alguien. -Un entierro -dijo Martín, acariciando el vientre de Helena. Helena le acarició la mano y ambos echaron a andar en dirección contraria.
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