CANCIONES DE AMOR EN LA VEJEZ Guardaba sus canciones, ocupaban tan poco espacio, le gustaban las tapas: una descolorida de estar al sol, una con los círculos de un jarrón con agua, una pegada, de cuando le dio por poner orden, y coloreada, por su hija; y así esperaron, hasta que ya viuda las encontró, buscando otra cosa, y se puso a redescubrir cómo esos acordes francos y sumisos habían dado paso a esas palabras que los guiones prolongan, y la infalible sensación de ser jóven se extendió como un árbol que despierta en primavera, en el que cantaba esa fresca lozanía, esa certeza de tener tiempo por delante como cuando las tocó por primera vez. Pero más aún, el refulgir de ese tan mencionado brillo, el amor, estalló para mostrar el vuelo de su luminosa incipencia, que aún prometía solventar, y satisfacer, e imponer un orden inmutable. Por ello, esconderlas otra vez, llorar, fue duro, sin admitir en parte que no lo había conseguido entonces, y no lo haría ahora. Philip Larkin Versión al español de Damián Alou
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INDICE
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El azaroso oficio del traductor Reflexión de Nicolás Suescún Fotografías de Lady Julieth Montoya Breve muestra de poesía griega contemporánea Versiones al español y presentación de Virginia López Recio El camino de la ballena Reflexiones sobre Poesía y creación de William Ospina LA HABITACIÓN VACIA Y OTROS POEMAS Poemas inéditos de Juan Vicente Piqueras Luis Fernando Mejía Mejía regresa para deshacer sus Huellas Texto de Gustavo Acosta Vinasco
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Luis Fernando Mejia 3 Poemas inéditos. Artaud, el buen salvaje y la revolución Ensayo de Carlos Granés Carta de Gabriel García MÁrquez a Plinio Apuleyo Mendoza
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EL AZAROSO OFICIO DEL TRADUCTOR Reflexión de Nicolás Suescún
Fotografías de Leidy Yulieth Montoya
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raducir es algo más que pasar algo a otro idioma, es intentar hacer en éste una réplica de un texto. Pero la traducción de un poema no es como la copia de un pintor, que puede llegar a la perfección si el copista o el falsificador disponen de los mismos materiales (para una obra del Renacimiento, por ejemplo, óleos, pinceles y tela de similares características a las que se usaban en esa época). El traductor de poesía, en cambio, no puede ni siquiera traducir literalmente un poema. Alguno o muchos pueden llegar a creer que lo han logrado, pero hay en el medio en que trabajan —la lengua, y la lengua llevada a su máxima densidad por el poeta— un elemento que no se puede del todo imitar, no uno en realidad, sino dos, porque la música de un idioma es propia y única —y no se puede ni siquiera “imitar” en un idioma afín— y porque tampoco se puede reproducir la especificidad de las palabras: su historia, su relación con otras, su empleo quizás especializado en la poesía, todo lo que piensan quienes las dicen o las leen, los ecos que despiertan en ellos, tanto en el iletrado como en el poeta, sólo que en éste, y en la medida de su grandeza, las sugerencias —la ambigüedad intrínseca— de esas palabras son inmensas y multiformes, y la materia con la que hace su poema es precisamente esa especie de infinitud de la lengua. Las palabras, en cada lengua, dependiendo de quien las use, tienen uno o varios significados que caben en los diccionarios (fuera de los que cabrán en el futuro por obra de los escritores, filósofos y científicos, y por la creatividad del pueblo que la habla), y otro tanto pasa con la lengua del traductor, que se ve así enfrentado a múltiples
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dificultades: tantas interpretaciones de cada palabra como lo permita el original —en la medida de sus conocimientos— y tantas como lo permita, la palabra en su propio idioma. Además, las lenguas, la suya al igual que la del original están en un proceso constante de cambio; son como el río de Heráclito, nunca son las mismas. El lenguage se altera constantemente, y cada obra literaria, cada poema, cada creación espontánea no sólo aumenta su caudal sino que lo modifica. El poeta trabaja con la lengua de su tiempo, llevándola a un grado máximo de expresión que la amplía y enriquece, pero su obra, el poema, queda plasmado y fijo para siempre. El hecho de traducirlo plantea no una nueva creación —que implica adornar o podar, con la soterrada intención de “mejorar” el poema o de someterlo a una forma similar a la del original— sino un trabajo tan exigente o más que el acto de escritura original, porque no puede salirse de un marco inmodificable, que en su momento sin embargo fue hecho con la maleable materia del idioma. La más ardua, la ineludible tarea del traductor es comprender el poema. Es obvio, es lo que hacemos todos al escuchar las palabras de otro, pero lo que no es tan claro es que cada poema es como un microscomo de su universo lingüistico. Dice Steiner que es “lenguaje en la forma más intensa de integridad expresiva, lenguaje bajo una tal pasión ceñida de singular necesidad, de energía particularizada, que ningún otro enunciado puede ser equivalente, que ningún otro poema aún si difiere en una sola frase, tal vez en una sola palabra, puede tener el mismo efecto”.
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El traductor debe entonces —idealmente— meterse en todos los recovecos de la lengua original, y en los de la suya propia. Además, debe conocer lo bastante al autor como para decidir qué quiso decir él con todas y cada una de las palabras del poema, o en últimas, qué no pudo querer decir. No se le debe escapar nada. Debe limitarse a decir lo mismo que el poeta, en ningún caso traicionando el significado a favor de la forma, puesto que parte del hecho de que ésta no es traducible. Cada lengua tiene su música peculiar y la poesía es la máxima expresión de esa música. Hay afinidades tonales —así como semánticas, más claras éstas aunque se presten a frecuentes confusiones—entre las lenguas romances, por ejemplo, o entre las lenguas de origen germánico, pero se trata de un parecido superficial que sólo permite distinguir familias de idiomas, dentro de las cuales cada una tiene su peculiar “música”.
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El poeta trabaja en una dimensión extra temporal, antes se decía que para la eternidad; su traductor trabaja para su propio tiempo. La traducción quedará como un dato más en la historia de la obra original. Algunas traducciones quedarán porque se han unido al caudal de su lengua. Buena parte de ellas son versiones de grandes poetas, hasta cierto punto más obras suyas que de los poetas que han vertido a su lengua. Las versiones tienen una larga historia. En Francia, en el siglo dieciocho, y un poco antes en Inglaterra, se pusieron de moda lo que llamaban “imitaciones”; los traductores adornaban los textos. En el siglo veinte, Ezra Pound, con sus traducciones de los trovadores y el “Libro de las Odas” chino, inició lo que Hernando Valencia Goelkel condena como “libertinaje”, también una impostura, según él, como la “inmodesta” pretensión de traducir “en for-
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ma ceñida el espíritu y la letra”. Consiste aquella actitud, nos dice el gran crítico y traductor, “en un disparate engreído: de haber sido un norteamericano exiliado en los dichosos (o ansiosos) años veinte, Arnaut Daniel hubiera escrito así. Otra cosa es que las hipotéticas traducciones de Pound, al igual que las más recientes de Robert Lowell, sean poemas fastuosos. Pero de Pound, no de Cavalcanti; de Lowell, no de Baudelaire”. Todos los traductores somos más o menos presumidos o más o menos libertinos, pero esto no quita que todos busquemos captar el espíritu de las obras, y quizás Pound se acerque más a esa intangible esencia de la poesía que los pedestres obreros ceñidos a la letra. Y es que tal vez se puede llegar a esa esencia, a ese elusivo espíritu que nos acosa y que se nos escapa, de diversas maneras. Pound contaba que a veces trabajaba seis meses para “fijar una emoción instántanea compleja” en unas pocas palabras, y que ese largo tiempo se le iba menos en encontrar las palabras que en concentrar la emoción”; otros, me cuento entre ellos, trabajamos en forma más humilde y laboriosa. Pero en todo caso, todos buscamos —y este es el mayor problema del traductor— captar ese “algo” que se le escapa a la mayor parte de los lectores. El poema esta ahí, fijo, inserto en su idioma, aunque enriquecido por el tiempo y sus sucesivas lecturas, y su traducción, si no es en sí misma una creación, es víctima del devenir incesante de su propia lengua. La función del traductor —dice Benjamin— “consiste en encontrar en la lengua a la que traduce una actitud que pueda despertar en dicha lengua un eco del original”, sólo, añado yo, que no
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debe ser como en Caro un eco casi inaudible, o muy débil como en Tello y en Valverde. Pero, y este es el milagro de la literatura, gracias a los traductores buenos y malos, es que la gran obra pasa al otro idioma, y que sus lectores pueden por lo menos intuir esa profundidad, y conocer a tantos y tantos escritores. De no existir los traductores, los lectores vivirían, dice Steiner “como en aldeas aisladas”. Sospecho que en estas notas, la mayor parte prestadas —por lo cual me excuso— he dado una idea quizás demasiado grandiosa, heroica del traductor, pero estoy convencido de que sus principales virtudes son la humildad y la paciencia. “El traductor —dice con razón Valéry Larbaud— es un desconocido; está sentado en la última fila; no vive, por decirlo así, sino de limosnas”. En el fondo, además, no es distinto del resto de los mortales. Todos somos traductores, tanto quien dialoga en su propia lengua, como el lector inmerso en un texto, sobre todo de otra época. Estos procesos de traducción son hasta cierto punto automáticos. El cerebro se encarga por sí solo de interpretar, es decir de “traducir”, lo que el otro está diciendo, o lo que ve en la página. La diferencia con el traductor profesional es que éste repite este proceso en forma consciente, y que conoce bien, es decir, que piensa en otra lengua. No requiere del laborioso trabajo de quien la conoce a medias o de quien empieza a estudiarla. No muy distinta de la de éste es, sin embargo, la situación del traductor que sabe que vive de limosnas. Como el novato tiene que mirar los diccionarios una y otra vez, y buscar sin descanso alternativas sintácticas y semánticas. Y después, echar los dados, jugador por necesidad, cuidando de que no estén cargados. 10 Revista de poesía
Pero, y termino con un lúcido párrafo de Hernando Valencia Goelkel, “…a diferencia del poeta, el traductor no juega su juego personal. La poesía puede seguir abrigando la ilusión de que su presencia renovada sea tan vigorosa y tan sólida que pueda en alguna forma irrumpir en la realidad y modificarla. Algo que, de acuerdo a todas las definiciones, es inaccesible por principio al traductor. El reconocimiento es baladí y carece de importancia; lo que cuenta es la aprobación, y si esta se produce, la victoria, al cabo, no consiste sino en que el lector haga suya la obra de un tercero, el poeta. No pocas veces es mucho lo que se ha comprometido, lo que se ha apostado, y en este campo resbaloso, desconocido, precario, no queda en última instancia sino aguardarlo todo de la suerte. De la sola suerte pues, como lo recordaba Walter Benjamin, “no existe una musa de la filosofía, como tampoco existe una musa de la traducción”.
Nicolás Suescún Bogotá DC. 1937. Poeta, narrador, traductor y artista gráfico. Entre sus obras figuran el libro de cuentos Los cuadernos de N, y los libros de poemas La vida es y La voz de nadie. Ha traducido entre otros a Shakespeare, Flaubert, Rimbaud y Yeats. En el reciente encuentro “Las líneas de su mano”, fue homenajeado por su trayectoria como traductor.
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Breve muestra de
POESÍA GRIEGA
CONTEMPORÁNEA
Versiones al español y presentación de Virginia López Recio
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resentamos a continuación una breve muestra de poesía griega contemporánea (1945-2014) que incluye a cinco poetas representativos y tres Generaciones literarias. Los dos primeros poetas, Miltos Sajturis (1919-2005) y Tasos Livaditis (1922-1988), pertenecen a la Primera Generación de Posguerra, que hace su aparición al término de la II Guerra Mundial. Su poesía refleja los sufrimientos vividos durante la Ocupación alemana y la Guerra Civil. El expresionismo de Sajturis y el lirismo metafísico de Livaditis constituyen dos propuestas distintas de salida del ambiente asfixiante del periodo de posguerra y del clima de pesimismo que crea la derrota de la izquierda y que se refiere al individuo aislado en la Historia. En la poesía de Kikí Dimulá (1931) ya se observa un cambio de sensibilidad que culmina al comienzo de la siguiente generación, la Segunda de Posguerra. Se trata de una voz femenina y cotidiana, sin intereses políticos en particular, que registrando vivencias personales se cuestiona con preocupación los grandes temas existenciales. Por último, Dimitris Angelís (1973) y Kostas Vrachnós (1975) representan la producción poética más actual. Poetas que surgen los últimos años del s. XX y los primeros del XXI y que contribuyen a un renacer de la poesía griega, tal vez también a su florecimiento, tras dos décadas de claro estancamiento y acaso decadencia. En general, se trata de jóvenes que tienen una alta formación académica, conocen la tradición literaria que destaca en otros muchos países y vuelven a leer a los poetas del modernismo y de la vanguardia, probando nuevas formas de expresión.
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MILTOS SAJTURIS LA METAMORFOSIS Un día despertaré estrella como decías me lavaré la sangre de las manos y tiraré los clavos de mi pecho no tendré más miedo al relámpago no tendré miedo al gallo degollado un día despertaré estrella como decías entonces serás un pájaro tal vez seas un pavo real yo habré sido absuelto
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(1919 - 2005)
EL CARNAVAL Lejos en otro mundo se hizo este carnaval el burrito vagaba por los caminos desiertos donde no respiraba nadie niños muertos subían continuamente al cielo bajaban un momento a coger las cometas que habían olvidado caía nieve, guerra de serpentinas cristalinas sangraba los corazones, a una mujer arrodillada los ojos se le volvían como muerta solo pasaban columnas de soldados un-dos un-dos, con dientes helados Por la noche salió la luna de carnaval llena de odio la ataron y la tiraron al mar acuchillada Lejos en otro mundo se hizo este carnaval
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EL SOLDADO POETA No he escrito poemas En medio de detonaciones en medio de detonaciones rodó mi vida Un día temblaba al otro tiritaba en medio del miedo en medio del miedo pasó mi vida No he escrito poemas no he escrito poemas sólo cruces en tumbas clavo
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TASOS LIVADITIS
(1922-1988)
CORRESPONDENCIA Quizás hubiera escrito las cartas más hermosas, ejemplos de estilo y sinceridad, si mi amigo Jacobo hubiera decidido morir. Pero por desgracia, infame compañero de piso, vivió años. Así, ¿qué carrera hacer? Hasta que un día, milagrosamente, murió. Volví corriendo del cementerio, dispuesto a ponerme a trabajar, pero apenas entré en el dormitorio me quedé atónito. Sobre el escritorio encontré una carta de Jacobo, la leí llorando -¡Era maravillosa! El canalla se me había adelantado. ¿O acaso era yo el muerto?
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LAS PUERTAS Con frecuencia yo pensaba en volver a empezar, pero cómo, necesitaba una tarde tranquila o, al menos, un tren a su hora -prefería, por tanto, olvidar o conversar con el barbero que amaba con pasión las antiguas bocacalles, hasta que finalmente su mujer se fue. «No», le aseguraba, «busca bien en la casa, no se ha ido». Porque también yo, cualquiera que fuese la puerta que abriera, me encontraba en mis años infantiles
BREVE RAPSODIA Había una pequeña y antigua estación en hora de crimen –pero el asesino tardaba luchando contra las dificultades del otoño y, de repente, salía la luna, delatora de los afortunados– allí pernoctaban los olvidados, mujeres con fechas siniestras, prófugos de otros tiempos –para evitar la compasión o el reinado de las llaves o los 104 enigmas de ellos mismos–, y también aquellos que eligieron rápido o el niño que se prostituyó para gorjear, (y ahora lo oyen en todos los alrededores)– pero cuando suspiraban, los soldados tenían semillas y un buen año y los locos un billete para todo el viaje o se abría un paraíso para las palabras más pobres, oídas apenas en un pasillo o en las ferias al aire libre, como el movimiento de la madre cuando estiraba los pliegues de su vestido o como los antiguos rapsodas que apartaban sus barbas pesadas para que pareciera un poco Troya.
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KIKÍ DIMULÁ
(1931)
FOTOGRAFÍA DE 1948 Sostengo una flor, tal vez. Extraño. Parece que por mi vida pasó una vez un jardín. En la otra mano sostengo una piedra. Con gracia y arrogancia. Ninguna sospecha de prevenir alteraciones, de anticipar defensas. Parece que por mi vida pasó una vez la ignorancia.
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Sonrío. La curva de la sonrisa, el vacío de este estado anímico, parece un arco bien tensado, preparado. Parece que por mi vida pasó una vez una diana. Y predisposición a la victoria. La mirada hundida en el pecado original: el fruto prohibido de la expectativa saborea. Parece que por mi vida pasó una vez la fe. Mi sombra, juego del sol únicamente. Lleva uniforme de indecisión. Aún no ha llegado a ser mi compañero o mi delator. Parece que por mi vida pasó una vez la suficiencia. Tú no apareces. Sin embargo, para que haya precipicio en el paisaje, para haber quedado en su borde sosteniendo una flor y sonriendo, significa que llegas en cualquier momento. Parece que por mi vida Pasaste, vida, una vez.
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PASÉ Ando y anochece. Decido y anochece. No, no estoy triste. Fui curiosa y aplicada. Sé de todo. Un poco de todo. Los nombres de las flores cuando se marchitan, cuándo reverdecen las palabras y cuándo tenemos frío. Cuán fácil gira el cerrojo de los sentimientos con una llave cualquiera del olvido. No, no estoy triste. Pasé días de lluvia, me llené de tensión tras esta aguada tela metálica paciente e inadvertida, como el dolor de los árboles cuando pierden su última hoja y como el miedo de los valientes. No, no estoy triste. Pasé por jardines, me paré en fuentes y vi muchas estatuillas riéndose por ocultos motivos de alegría. Y a pequeños cupidos, fanfarrones. Sus tensos arcos salieron media luna en mis noches y me solacé.
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Vi muchos y bonitos sueños y vi olvidarme. No, no estoy triste. Anduve mucho por los sentimientos, los míos y los de otros, y siempre entre ellos quedaba espacio para que el ancho tiempo pasara. Pasé por oficinas de Correos y volví a pasar. Escribí cartas y volví a escribir y al Dios de las repuestas le recé sin esfuerzo. Recibí breves postales: cordial despedida desde Patras y algún saludo desde la Torre de Pisa que se inclina. No, no estoy triste por que se incline el día. Hablé mucho. A los hombres, a las farolas, a las fotografías. Y mucho a las cadenas. Aprendí a leer las manos y a perder manos. No, no estoy triste. Viajé por supuesto. Fui por aquí, fui por allá… En todos los sitios preparado para ver envejecer el mundo. Perdí por aquí, perdí por allá. Y por mi cuidado por dentro perdí también por mi descuido. Fui también al mar. Se me debía una amplitud. Digamos que la cogí.
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Tuve miedo a la soledad e imaginé hombres. Los vi caer de la mano de una tranquila cortina de polvo que recorría un rayo de sol y a otros del sonido de una diminuta campana. Y soné en repique de ortodoxa soledad. No, no estoy triste. Cogí también fuego y me quemé lentamente. Y no me faltó ni la experiencia de las lunas. Su fase menguante sobre mares y sobre ojos oscura me aguzó. No, no estoy triste. Cuanto pude me resistí a este río si tenía abundante agua, para que no me llevara, y cuanto pude imaginé agua en los ríos secos y me dejé llevar. No, no estoy triste. En hora correcta anochece.
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DIMITRIS ANGELÍS (1973) DONDE DON QUIJOTE DECIDE MORIR Aquel día lo distinguí de los otros Lo llevé conmigo desde por la mañana, lo arrastré hasta mis embarrados lugares que antes eran bosques. Le tiré con desprecio piedras como si fuera un perro callejero, lo ahogué dos veces en el río Y lo dejé tendido en las ramas desnudas de un árbol para que goteara su ira sobre la noche. ¿Qué noche? Pues una que corresponda al triste Ropaje del infeliz, del hombre peor formado Que sigue delirando mientras anda, sabiendo que realiza una hazaña Y abraza las rodillas de los transeúntes y emborracha su día para olvidar Los molinos de viento del día anterior, la promesa de una ínsula propia, sus risas tras las puertas; Cerradas con llave siempre e inaccesibles a mí las puertas del paraíso, por eso a este día Lo subí a la ventana y le pedí que se tirara del tercero a la calle Que no sirve ya vivir si no hay Sueños destinados al fuego, un foso blando de arena para tus caídas y las cartas diarias Al Padre. 24 Revista de poesía
[MI CIUDAD HOY ES UNA NIÑA INMADURA] Mi ciudad hoy es una niña inmadura, asustada, con un vestidito sucio, se sienta en los escalones de su edificio, tiende la mano a los transeúntes, recoge dientes partidos, echa pastillas en la acera, grita pío pío a las palomas para que se acerquen, y cuando no la miran les saca la lengua. Mi ciudad hoy es una niña inmadura, bandera de una terquedad roja su vestidito sucio; abraza sus rodillas desolladas, arruga los labios, decapita mariposas, quema contenedores de basura; con los botines de su saqueo prepara un nuevo collar, viene su madre, le tira de la oreja, se niega a su madre se niega a crecer, nunca habla. Cada tarde toca música contando con una cuchara los rombos de la tela metálica.
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KOSTAS VRACHNÓS (1975)
LA CASA DE MIS PADRES A Juan Vicente Piqueras
¡Cómo olvidar la casa de mis padres! El naranjo -¿o era un limonero?- en la entrada, la gran puerta de hierro -¿o era de madera?-, el timbre anónimo que jamás funcionó, las ventanas blancas -¿o eran tirando a gris?-, las paredes, el techo, el suelo, ay, el suelo, el balcón, los arañazos de las palomas en las verjas. Cómo olvidar las distancias entre las muebles y los ruidos escondidos, el altillo -¿teníamos altillo?- con los adornos navideños, la bodega -pero, ¿teníamos bodega?- con los vinos que no bebimos y se pusieron amargos, el jardín -pero, ¿teníamos jardín?- con el papagayo que enterramos un mediodía. Cómo, entonces, olvidar el olor a mi madre -¿o a quemado?en la cocina, con la nevera que asustaba a la gata negra, la nevera que como todas las neveras estaba caliente por detrás. Y, al fin, cómo olvidar el parvulario de enfrente, ¿o era un cementerio?
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ODA A LA ELEGÍA ¿Quién de entre los que han llorado saca la lengua a su exterminador desconocido? Durante un cóctel de hormigas momentáneas que se vanaglorian, que presumen de la memoria, de la memoria de la que carecen. ¿Te peinas en la guillotina? Me peino en la guillotina. Eres al final un sustantivo que presume de la memoria de la que carece; eres un mamífero prácticamente sin reflejo, no importa si siempre estás embarazado pero nunca das a luz. Ay Dios, una plusvalía predominaba sobre la ranurita de tu novia. Parpadeabas día y noche, pesares amargos acampaban bajo tu meninge, soñaban junto a tu ojo, brújulas marcaban todas las direcciones. ¿Te persigue tu sombra? A nosotros también. A mí también. Hombre esdrújulo, ay Dios, estoy de pie en el pequeño balcón del zigurat de mis padres.
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EL CAMINO DE LA BALLENA Reflexiones sobre Poesía y creación de William Ospina
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ste ensayo quiere ser un homenaje a un gran poeta latinoamericano y a uno de sus bellos poemas. El poeta es el peruano Antonio Cisneros; el poema se llama: “Entonces en las aguas de Conchán”. Hablemos primero de metáforas. Y para ello es necesario recordar todo lo que Borges nos ha dicho de ellas. Primero en su ensayo sobre las Kenningar de los skaldos de Islandia, y después lo que nos ha contado en su charla sobre la metáfora. Pensemos en los viejos juglares de Islandia que llamaron al mar “El camino de la ballena”. Para aquellos poetas la poesía era fundamentalmente la metáfora, recurso que consiste en asociar dos realidades distintas, descubrir alguna afinidad entre ellas, y proponer por ese camino nombres nuevos para todas las cosas. Decir “el mar” no les parecía suficientemente poético, suficientemente revelador, había que buscar otras palabras que aludieran a él, y una de las que encontraron fue esa “el camino de la ballena”. Es una manera de nombrar la inmensidad: si la ballena es algo inmenso, el camino de la ballena es algo más inmenso todavía. Mientras que “mar” es una palabra que nos dice más bien poco de aquello que nombramos, y alguien diría incluso que la palabra mar es demasiado breve para nombrar algo tan inmenso, “el camino de la ballena” parece un nombre más adecuado para la inmensidad. Pero la verdad es que aquellos poetas nunca llamaban a las cosas por su nombre convencional. Llamaron a la sangre “el agua de la espada”, a la espada “la espina de la batalla”, a la batalla “el tejido de hombres”, al guerrero “el alimento del cuervo”, al cuervo “el cisne rojo”, al escudo “la luna de los piratas”. LUNA DE LOCOS 29
Eso planteaba problemas adicionales. Si alguien quería decir la lanza, debía decir “la serpiente del escudo”, ya que la lanza brota de repente al apartarse el escudo, pero puesto que no podía decirse el escudo, había que decir “serpiente de la luna de los piratas”, y así los skaldos de Islandia fueron creando un lenguaje artificial en el que, para quien no conociera esos códigos, era imposible entender lo que estaban contando, y sin embargo podía deleitarse con un juego de imágenes misteriosas, como este extraño poema: Serpientes de la luna de los piratas prodigaron el alimento del cisne rojo sin pensar siquiera que eso significaba “las lanzas mataron a muchos hombres”. No sólo los viejos skaldos de Islandia creyeron en la metáfora como el principal recurso poético. En pleno siglo de oro español, Luis de Góngora llegó a creer que no es poético llamar a las cosas por su nombre común, y fue acuñando también un lenguaje artificial, en el que no se dice “mayo” sino “la estación florida”, en que no se dice “toro” sino “el mentido robador de Europa”, porque Zeus, para raptar a la ninfa Europa había asumido la forma de un toro”, en que no se dice “cuernos”, sino “media luna las armas de su frente”, en que no se dice “constelación” sino “luciente honor del cielo”, donde no se dice “en el firmamento” sino “en campos de zafiro”. De este modo Góngora, en vez de decirnos “Esto que voy a contar ocurrió en mayo, cuando la constelación del toro brilla en el firmamento”, nos dice:
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Era del año la estación florida En que el mentido robador de Europa, Media luna las armas de su frente Y el sol todos los rayos de su pelo, Luciente honor del cielo, En campos de zafiro pace estrellas. Un contemporáneo suyo, el enemigo inglés William Shakespeare, compartía a veces esa pasión por la metáfora. Dice que la piedad es “ese niño desnudo que cabalga sobre la tempestad”, y para celebrar a Inglaterra forja estos versos: Esa pálida orilla de blanco rostro Que rechaza con su pie las rugientes olas del océano, Esa Inglaterra, Ese extremo rincón de Occidente Ceñido de mar, Esa fortaleza de muros de agua. En un momento de Ricardo III, a Shakespeare no le parece suficientemente poético que Lady Ana, al deplorar la muerte de su suegro el rey Enrique de Lancaster, diga “Mira, sobre tus heridas vierto mis lágrimas”. Prefiere hacerle decir: “Mira, en estas ventanas que dejan escapar tu vida, vierto el bálsamo inerte de mis pobres ojos”. También en Italia, por entonces, el poeta Salvatore Marino no decía “la rosa”, sino
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Púrpura del jardín, gema del prado, Fuego de primavera, ojo de abril. Esa fue, pues, una de las actitudes de los poetas en distintos lugares del globo: el amor por la metáfora. Responde al sentimiento de que el mundo no ha sido nombrado, de que su misterio permanece guardado, a pesar de que millones de hombres lo hayan poblado y nombrado durante miles y miles de años. Y como todo debe ser nombrado de nuevo, el poeta empieza a buscar otra vez los nombres verdaderos de las cosas, de acuerdo con la estrofa de Borges: Pensaba que el poeta es aquel hombre Que como el rojo Adán del Paraíso Impone a cada cosa su preciso Y verdadero y no sabido nombre. Esos nombres, por supuesto, terminan siendo tan arbitrarios o tan misteriosos como los otros, pero nos brindan una fracción de revelación, una gota adicional de la avara verdad de los dioses. Nos ayudan a recobrar el asombro ante un mundo al que los nombres convencionales van haciendo tedioso y habitual. Así, Homero a veces no nos dice “el mar”, sino “la líquida llanura”, un poeta hindú no dice “el Himalaya” sino “la risa de Shiva”, es decir, esa abrumadora cordillera blanca es en realidad la risa de un Dios; un Góngora agravado que tuvimos nosotros en el siglo XVIII, aquí cerca, en Tunja, Hernando Domínguez Camargo, no dice que el estudioso ansía el 32 Revista de poesía
conocimiento sino que lo llama “mariposa sedienta de esplendores”, y no dice “cuando el faro advierte” sino “cuando en voces de luz la orilla avisa”, y el poeta Vladimir Maiakovsky, quien se dio la muerte en los vórtices de la Revolución rusa, cierta vez no escribió “la luz de la luna” sino “el té de los ruiseñores”. Borges también nos enseña que una misma metáfora puede ser tejida con entonaciones distintas y llegar a significar cosas opuestas. Para él había pocas metáforas naturales, es decir, esas comparaciones clásicas que casi todos los poetas se ven tentados a utilizar: la que compara a los ojos con las estrellas, la que compara al tiempo con un río, la que compara al sueño con la muerte, la que compara a la vida con el teatro. Pero sentía que cada una de esas grandes metáforas eternas tiene una infinita posibilidad de variaciones originales. Por ejemplo, se puede comparar simplemente a los ojos con las estrellas, pero también se puede decir, como en un libro famoso “las estrellas nos miran”. Yo mismo, recuerdo ahora, en un poema sobre los mongoles, y sin darme cuenta de que estaba añadiendo un pequeño ejemplo a esa tradición, hago decir a los primeros hombres que llegaron hace milenios al territorio americano: y en la tarde teñida de salmones veíamos aparecer los miles de ojos de coyote del cielo. Pero lo más notable es que la misma metáfora puede producir efectos emocionales contrarios. Así, uno de los profetas bíblicos, para producirnos temor del universo o de Dios, dice que la noche
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es un monstruo hecho de ojos, y Platón, usando la misma metáfora, pero produciendo en cambio un efecto de ternura infinita, le dice a su amor: Me gustaría ser la noche para mirarte con millares de ojos. A veces es más fácil advertir la poesía en los detalles, en los versos sueltos, que en las grandes obras, ya que de muy pocos autores logramos sentir que son poetas todo el tiempo. Shakespeare sin duda lo es, Dante no deja de serlo un solo instante, y en ellos es un gozo detenerse en los detalles. Pero a diferencia de muchos, Dante no sólo creía en la metáfora, también pensaba que el lenguaje directo y sencillo puede ser poético. En medio de las borrascas del infierno, le hizo decir a Francesca di Rimini, mientras señala al amante que vuela con ella por la perdición y la eternidad: Questi, que mai di me non fia diviso La boca mi bació tutto tremante. (Este, que ya de mí no se apartará nunca, La boca me besó todo temblando). Este verso, hecho de palabras elementales, este lenguaje sencillo y directo, puede conmovernos más que las más elaboradas metáforas. El lenguaje está lleno de recursos expresivos que son poderosos para acercarse al embrujo poético. Está el oximoron, por ejemplo, que consiste en atribuir a un sujeto o una cosa, una condición que la contradice. Uno puede llamar a la neblina de estas montañas “la no-
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che blanca”; Victor Hugo habla de un afreux soleil noir d’ou rayonne la nuit (un horrible sol negro del que irradia la noche); el cine habla de los “muertos vivientes”; Quevedo, para nombrar el amor, lo llama así: Es hielo abrasador, es fuego helado, es herida que duele y no se siente También existe la hipálage, que puede consistir en atribuir a un fenómeno inanimado un atributo viviente, este recurso es muy frecuente, no sólo entre poetas. Todos lo usamos todo el tiempo: cuando decimos “la tarde triste”, “el mar furioso”, “la celda infame”, o en el momento en que Leandro Díaz dice que Cuando Matilde camina hasta sonríe la sabana. El lenguaje es un repertorio de esos recursos que no son estrictamente lógicos, que nombran las cosas por paradojas o por contagios. También están las enumeraciones, y esa figura que los retóricos llaman la enumeración caótica, cuya eficacia está casi siempre en unir en una sola enumeración cosas heterogéneas. Así, Emily Dickinson tiene un poema en el que dice que el día es tan bello que ella siente pesar de los muertos, que se lo están perdiendo. Parece triste estar durmiendo lejos, Lejos de la colinas y la tarde, Mientras hombres y niños y junio y las alondras Van en busca del heno por los campos.
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Si hubiera dicho: “Mientras hombres y niños y el buey y las alondras”, la enumeración no sería tan sugestiva y tan poética; lo que más la hace poética es traer de pronto un elemento que pertenece a otro orden: Mientras hombres y niños y junio y las alondras van en busca del heno por los campos. Estamos recorriendo casi al azar algunos recursos poéticos del lenguaje habitual. Uno de mis placeres es detenerme en la forma como los poetas pintan su realidad. En su uso de los colores, por ejemplo, porque los poetas tienen la extraña posibilidad de usar colores que los pintores no pueden usar, porque no son colores físicos, sino, si se los puede llamar así, colores morales. Recuerdo el poema de Manuel Machado al rey Felipe II: Este es el rey Felipe, que Dios guarde, Todo de negro hasta los pies vestido, Y de los ojos el azul cobarde. Ese azul cobarde no es un color físico, es una suerte de color moral. Lo mismo digo de este color que usa León de Greiff en un poema: Tiene esa dama el aire de una Bianca Capello, Ojos de verde undívago, labios de rojo cruel Ese rojo cruel es mucho más que un color físico. Recuerdo también unos versos del “Tema de las mutaciones del mar” de John Peale Bishop, un poeta norteamericano bastante olvidado y magnífico. 36 Revista de poesía
Y todos los colores del mar son fríos, Como ahora, cuando sensuales verdes avanzan Bajo el influjo de las olas contrarias Hacia deseables azules Una vez más, unos colores que no podemos encontrar en otra parte. Y qué decir de este hermoso color que utiliza Lope de Vega en su soneto sobre la ruina de Troya: El vulgo, aún en los templos mal seguro, Huye cubierto de amarillo espanto Es fácil saber a qué alude, el resplandor del incendio en las espaldas de los que huyen, pero la expresión es maravillosa. Con todo, el más bello y extraño color verbal que recuerdo, está no en un poema sino en una conocida carta de Emily Dickinson. Un amigo suyo le pedía un retrato, y ella le respondió que no tenía uno, pero que podía describirse. “Soy pequeña como el reyezuelo, -dijo- con el cabello rebelde como la caparazón de las castañas, y mis ojos son del color del jerez que el invitado deja en la copa”. No dice que son del color del jerez, lo que sería meramente descriptivo, dice que son del color del jerez “que el invitado deja en la copa”. Y así le añade un tono emocional a la percepción de ese color: uno queda con la sensación de que ella se siente a sí misma como algo luminoso y embriagante que el mundo desdeñó. Un poeta nuestro, Henry Valencia, dice en alguna parte, de un modo muy original,
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enumerando algo que está viendo: el color de los geranios y los geranios, y uno siente la extrañeza de que alguien sea capaz de percibir y mostrar como dos cosas distintas la forma y el color. Así, en el poema que más tarde leeremos, y que orienta todas estas digresiones, el poeta está describiendo una criatura marina y dice, con gran belleza: Era azul cuando el cielo azulaba y negra con la niebla. Y era azul estableciendo también una distinción entre el color de una cosa, los cambios que obran en ella los vientos y las mareas, y finalmente el color que, aunque no lo muestre siempre, es el que más sentimos suyo. Antes de pasar a otro tema, quiero recordar una utilización dramática del color, como sólo Shakespeare sabe hacerla. En algún momento de una de sus tragedias, Shakespeare utiliza un efecto de color para delatar la maldad de un hombre, y le hace decir: Mirad cómo llora rojo mi espada por la muerte de este buen rey. Por un instante, nos parece que es el comentario afligido de alguien, pero enseguida comprendemos que es una frase cínica, pronunciada por el propio asesino en el instante mismo en que acaba de cometer su crimen Mirad cómo llora rojo mi espada por la muerte de este buen rey.
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Una pregunta de toda reflexión sobre la poesía es la pregunta por la belleza. Sócrates, después de reflexionar la tarde entera sobre el tema, terminó diciendo: “Creo que podemos concluir que lo bello es difícil”. Añadamos que es más difícil definirlo que percibirlo. Y lo mismo pasa con la poesía. Cualquiera, interrogado sobre qué es la poesía, se verá tentado a responder lo que respondió el filósofo cuando le preguntaron qué es el tiempo: “Si no me lo preguntan, lo sé, pero si me lo preguntan, no lo sé”. Unos dirán que lo bello es lo armonioso, otros dirán que es lo conmovedor, otros pensarán que es lo simétrico. Unos hallarán bella la serenidad, otros hallarán bella la pasión. Rilke, en sus Elegías del Duino, dijo que lo bello no es más que esa forma de lo terrible que todavía podemos soportar. Y esto ya se parece más a la idea moderna de belleza, esa que al parecer hizo irrupción en Occidente con la poesía de Baudelaire, quien se sintió autorizado incluso para escribir un poema “A una carroña”, uno de los más célebres de su libro Las flores del mal. Ese poema “A una carroña”, es, para mayor escándalo, un poema de amor. El poeta le recuerda a su amada aquel objeto que vieron cierto día, una carroña infame en un parque, y empieza a regodearse en la descripción de los matices, los miasmas y las delicuescencias de la descomposición. Pero como Baudelaire es un gran poeta, combina lo escabroso y repulsivo de su tema con la belleza y la armonía del lenguaje, la cadencia de los versos y la elegancia de las rimas, de
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modo que el lector no sabe si arrojar el libro con asco o besarlo con veneración. Es en esa frontera equívoca entre lo sublime y lo repugnante donde triunfa la poesía, que no quiere simplemente fastidiar, que no se propone sólo ser chocante o mortificante, sino que se propone ampliar el espectro de lo que llamamos bello, decirnos que la vida también es ese despojo deletéreo y que tal vez estamos traicionando la vida cuando sólo aceptamos como bello aquello que nos agrada, que nos confirma, aquello que no nos cuestiona ni nos perturba. La tradición de nuestra cultura dividía simétricamente el mundo en dos partes: lo poético y lo prosaico. Aquello que es naturalmente bello, agradable, fascinante, aquello que cabe con naturalidad en el poema, y por otra parte aquello que es ordinario, trivial, y que no parece ser objeto del arte. Lo poético, el zafiro, digamos, y lo prosaico, digamos, el ajo. Pero la poesía moderna, todo el arte moderno, emprendió una rebelión contra esa división arbitraria del mundo, y se lanzó a reivindicar la belleza de lo que no era considerado bello. ¿Por qué no podemos hacerle un poema al ajo? Así como hay cosas que son útiles porque son bellas, ¿por qué no podemos hablar de las cosas que son bellas porque son útiles? El arte moderno se dedicó a buscar la belleza precisamente donde nos dijeron que no estaba, y a menudo incluso a desdeñar todo aquello que estaba demasiado aprestigiado como belleza por las filigranas de la tradición. Por eso es tan importante el verso de T. S. Eliot que dice: Ajo y zafiros en el barro. 40 Revista de poesía
Inicialmente parecería una mera vindicación del caos, pero lo que nos dice es que así es la realidad, que así es el universo: lo precioso y lo común confundidos en el magma indiferenciado; que el universo es Ajo y zafiros en el barro. Ya no buscamos en el arte meramente armonía, ahora también buscamos, con más intensidad que en otro tiempo, la realidad, la perplejidad, la extrañeza, la incongruencia incluso. A partir de cierto momento la imprecisión dejó de ser simplemente imprecisión y se convirtió en impresión; la deformidad dejó de ser simplemente deformidad y se convirtió en expresión; y nacieron los impresionismos y los expresionismos. ¿Por qué sólo tenía que ser bella la representación de lo visto, lo figurativo? El arte se lanzó a explorar en lo intuido, en la abstracción, en la disgregación. Y entonces descubrimos que los grandes poetas clásicos también habían participado de esa estética, que Dante también había advertido la belleza de la corrupción y de la fetidez; que Shakespeare se había regodeado en lo desproporcionado y en lo horrible; que Víctor Hugo había escrito “La epopeya del gusano”. También Whitman, como Baudelaire, se animó una vez a escribir un poema sobre la corrupción de la materia viviente, aunque su intención es, si se quiere, menos escandalosa y más mística. Su poema se llama “Este estiércol”, es uno de los grandes poemas de la literatura moderna, y existe una bella traducción en castellano de nuestro poeta José Manuel Arango.
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Allí Whitman se pregunta a dónde han ido todos esos cadáveres malsanos que durante tantos siglos se han depositado en la tierra, y se pregunta si debajo de la hierba no se esconderá toda esa infinita putrefacción. Pero después de hacernos sentir el malestar de tanta corrupción y de tanta muerte, empieza a lanzar exclamaciones de asombro porque allí donde arrojamos cadáveres la naturaleza los convierte en hierba fragante, en vegetación limpia y tersa, en frutos sápidos y jugosos. Y el poeta conmovido grita ¡Qué alquimia! ¡A qué milagro maravilloso asistimos cada día con esta tierra viviente, que recibe tales sobras de los seres vivos y las convierte enseguida en tan divinas y limpias sustancias! Nuevas certezas de la especie empezaron a ingresar en el orden de la poesía, nos fue abandonando la idea de que éramos una suerte de ángeles caídos hechos a imagen y semejanza de un dios, y empezamos a sentir que tal vez es verdad que somos descendientes de los peces y primos de las salamandras. Alguien diría que nos acostamos creyendo que éramos ángeles caídos del cielo, sin ningún parentesco con las otras criaturas de la naturaleza, y despertamos en nuestra cama, tras un sueño intranquilo, como Gregorio Sampsa, convertidos en insectos monstruosos. Pero lo que la poesía moderna procura sentir no es que nosotros nos hemos vuelto monstruosos, así esa sea la primera expresión de nuestro asombro, sino que el universo ha dejado de ser prosaico, se ha convertido más bien en una suerte de inmensa criatura viviente. Spinoza se sentía una partícula de un dios cósmico del que for-
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man parte también los mundos y las estrellas. Victor Hugo tejió este verso: L’Hydre Univers tordant son corps ecaillé d’astres. (La Hidra Universo, que retuerce su cuerpo escamado de astros). Allí nos presenta al universo como un animal gigantesco, como una criatura inabarcable. Y la poesía cumple en esas obras, en esos versos, la misma tarea que cumplían las metáforas en los poemas de los skaldos de Islandia: ayudarnos a sentir asombro con el mundo, ayudarnos a sentir la extrañeza de estar vivos en un mundo tan maravilloso y tan incomprensible. Entonces sentimos que si la búsqueda de la belleza se convierte también en la búsqueda de la extrañeza, en la búsqueda del asombro, en la búsqueda de la maravilla, los poemas no están simplemente tejiendo filigranas decorativas sobre el mundo sino produciendo palabras que nos estremecen y nos hacen sentir por momentos que estamos viendo al mundo por primera vez. Que si no tenemos una idea muy estrecha de lo que es la belleza, todo puede ser bello, incluso lo terrible y lo fatal. El lenguaje se revela como el gran renovador de la sensibilidad, y en esa medida como el gran renovador del mundo. Un gran poeta vuelve nuevas y asombrosas todas las cosas. Chesterton le escribió a un amigo: “El mundo era muy viejo, amigo, cuando nosotros éramos jóvenes”. Y la poesía había vuelto para ellos joven al mundo. Renovar el lenguaje, darle, como quería Mallarmé, “un sentido más puro a las palabras de la tribu”, es hacer
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renacer el mundo. Tal vez por eso Hölderlin dijo esas dos cosas aparentemente contradictorias: que “el lenguaje es el más peligroso de los bienes del hombre”, y que “la poesía es el más inocente de los oficios humanos”. El lenguaje es uno de los bienes más peligrosos porque es uno de los instrumentos más poderosos de la humanidad: en realidad sólo gracias a él hemos hecho todo lo que hemos hecho. Pero la poesía es el más inocente de los oficios porque, de todos los usos del lenguaje, es el que está expresamente dedicado a sentir asombro, y por lo tanto a sentir gratitud. La poesía sólo puede ser aceptación del mundo, sólo puede ser celebración del mundo, y sólo puede ser la expresión de nuestra gratitud frente a él. Incluso la poesía de todos los rebeldes, de todos los herejes y de todos impugnadores de la divinidad. Por eso, finalmente, todo poema termina siendo una suerte de oración. Puede no postular la existencia de ningún dios, puede no ser una plegaria, una súplica, una solicitud, siempre es una declaración de asombro ante la música de hierro del universo, ante sus creaciones y sus destrucciones, ante el carácter profundamente inexplicable y profundamente conmovedor de todo lo que existe. Recuerdo que hace más de un siglo Nietzsche escribió: “Sólo como fenómeno estético está justificada la existencia del mundo”, y creo entender por qué los poetas se esfuerzan por encontrar el nombre verdadero de toda cosa: es su modo de decir que el sentido de lo real es inagotable, que el universo, que parece algo definido y acabado, se prolonga en la imaginación, se ramifica sin fin en lo posible. Hemos hablado del camino de la ballena, de los ejercicios con el color, del esfuerzo de los poetas por poetizar lo cotidiano, de la 44 Revista de poesía
búsqueda de la belleza allí donde creíamos que no estaba, hemos hablado de la poesía de la corrupción y de la carroña, de las aventuras estéticas de la modernidad, de lo monstruoso, de lo gigantesco, del anhelo del arte por eternizar un hecho, del modo como lo casual y lo cotidiano se exaltan en símbolos del universo, del afán de la poesía por nombrarlo todo y por asombrarse con el mundo. Hemos hablado de cómo todo poema termina siendo una oración. Oigamos ahora el poema alrededor del cual he tejido todas estas digresiones. Es, como dije al comienzo, un poema del peruano Antonio Cisneros, y se llama:
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Antonio Cisneros
ENTONCES EN LAS AGUAS DE CONCHÁN (Verano, 1978) Entonces en las aguas de Conchán ancló una gran ballena. Era azul cuando el cielo azulaba y negra con la niebla. Y era azul. Hay quien la vio venida desde el Norte (donde dicen que hay muchas). Hay quien la vio venida desde el Sur (donde hiela y habitan los leones). Otros dicen que solita brotó como los hongos o las hojas de ruda. Quienes esto repiten son las gentes de Villa El Salvador, pobres entre los pobres. Creciendo todos tras las blancas colinas y en la arena: Gentes como arenales en arenal. (Sólo saben del mar cuando está bravo y se huele en el viento). El viento que revuelve el lomo azul de la ballena muerta. Islote de aluminio bajo el sol. La que vino del Norte y del Sur y solita brotó de las corrientes.
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La gran ballena muerta. Las autoridades temen por las aguas: La peste azul entre las playas de Conchán. La gran ballena muerta. (Las autoridades protegen la salud del veraneante). Muy pronto la ballena ha de podrirse como un higo maduro en el verano. La peste es, por decir, 40 reses pudriéndose en el mar (o 200 ovejas o 1 000 perros). Las autoridades no saben cómo huir de tanta carne muerta. Los veraneantes se guardan de la peste que empieza en las malaguas de la arena mojada. En los arenales de Villa El Salvador las gentes no reposan. Sabido es por los pobres de los pobres que atrás de las colinas flota una isla de carne aún sin dueño. Y llegado el crepúsculo –no del océano sino del arenal– se afilan los mejores cuchillos de cocina y el hacha del maestro carnicero. Así fueron armados los pocos nadadores de Villa El Salvador. Y a medianoche luchaban con los pozos donde espuman las olas. La gran ballena flotaba hermosa aún entre los tumbos helados. Hermosa todavía. Sea su carne destinada a 10 000 bocas. Sea techo su piel de cien moradas. Sea su aceite luz para las noches y todas las frituras del verano.
William Ospina Padua, Tolima, 1954. Poeta, ensayista, novelista y traductor colombiano. Premio Nacional de Poesía Colcultura en 1992 con el El país del viento. En ensayo destaca Es tarde para el hombre (1994). En 2005 publicó su primera nóvela Ursúa, y en 2007 El país de la canela, obra con la que recibió el Premio Rómulo Gallegos en 2009.
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LA HABITACIÓN VACÍA y otros poemas inéditos de Juan Vicente Piqueras
Revista de poesía 48 En Luna de Locos El Festival. Fotografía de Lady Julieth Montoya
EL NUEVO ÁNGEL DE LA GUARDA Hoy cumple un mes la muerte de mi padre. Hoy hace un mes que dicen que descansa. ¿Descansa y no lo sabe? ¿O sí? No sé. ¿Alguien sabe de qué va este misterio que llamamos la vida? Hoy hace un mes que al apagar la luz cada noche lo veo y me pregunto qué habrá sido de él, dónde su gracia, dónde han ido a parar sus ocurrencias. ¿Es posible que todo lo que fuiste se haya desvanecido para siempre como el humo en el cielo, como aquellas hogueras de sarmientos que en los días de poda tú encendías en los ribazos para calentarnos, para arrimar al fuego las manos ateridas? ¿A qué arrimarlas hoy? Somos sarmientos y alguien nos va podando, nos va echando a la lumbre para que no se apague. Hay noches que, tendido yo en mi cama, te veo a ti tendido en tu ataúd y pienso: está pudriéndose, y no puedo resignarme, aceptarlo, no me cabe en la cabeza que hayas acabado y todo continúe y no haya nada más, ¿sólo el cuerpo? ¿sólo somos cuerpo? LUNA DE LOCOS 49
Dime una cosa, padre, ¿tú me ves? ¿me estás oyendo? ¿sabes qué soy tuyo? ¿hay algo ahí? ¿hay ahí? ¿puedes decirme si es cierto lo del cielo, lo del alma separada del cuerpo, lo de Dios? Te pregunto en silencio y en silencio me digo: para qué te pregunto si ya sé que aunque quieras no puedes responderme, o no puedo escucharte, si tu oficio ahora es callar. Te cuento: la otra noche soñé que habías hecho oposiciones en el cielo para Ángel de la guarda de tus hijos, y las habías ganado. Estabas muy feliz. Enhorabuena, padre, enhorabuena a la Cande y a mí. Ahora me siento más tranquilo. Conozco a mi ángel de la guarda personalmente. Estoy en buenas manos. Menudas manos, ásperas, curtidas por el cierzo, manos medicinales que aplacaban los dolores de tripa con tan sólo posarse donde dolía, manos incesantes, manos que acariciaban los pámpanos, las uvas, manos haciendo pleita, una cordeta que hoy une el centro de la tierra al cielo, un hilo umbilical que es de esparto y espera y nos mantiene unidos, manos que han ayudado a nacer a animales, manos que los mataron, manos mías,
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manos que hoy hace un mes que no se mueven, manos muertas que siguen protegiéndonos, echando leña al fuego, calentándonos frías, posándose en mi vientre mientras duermo. Hoy cumple un mes tu muerte. Te enciendo este desvelo, estas preguntas que quedan encendidas en la noche como las mariposas a la Virgen en la sala de estar, y de no ser. Un donde estás de cera arde en mis manos desde hace un mes, lo miro, no se acaba ni mengua ni se apaga. Yo no sé, padre, a qué llamamos muerte pero tampoco sé lo que es la vida. ¿Qué es todo esto? ¿Hay alguien que lo sepa? Hoy hace un mes o un siglo o un soplo, qué mas da. Lo que importa, lo que hay que celebrar es que ahora, por fin, eres el ángel de la guarda de tus hijos, tus frutos, tu futuro. Atenas, 14 de diciembre de 2011
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EL PEOR SORDO Lo peor empezó cuando empezó a quedarse sordo. Cuando se quedó a solas con sus pensamientos. Un hombre solo con sus pensamientos: una definición de la demencia. Nos salvan los demás. Nos amen o nos odien, nos digan lo que digan, nos salvan los demás, la voz de los demás. De no oír a no hablar sólo hay un paso. Y al siguiente estás solo, rodeado de gente que mueve los labios, se enf ada, se ríe quién sabe de qué, ¿de tí?, de tí tal vez, de tí sin duda. No querías oír, ni aceptar que no oías. Eras el peor sordo. ¿Cómo decirle a alguien que no escucha que no escucha? Es absurdo, pero ahora que no estás doy en pensar que me estarás oyendo. Todo lo que no digo.
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LA MANGA El día que yo me fui, tendida en la terraza, blanca, al viento, la camisa de mi padre levantaba una manga. ¿Me llamaba? ¿Se despedía de mí? ¿Me estaba diciendo ven? ¿Me estaba diciendo vete? ¿O simplemente la movía el viento?
DOS NUBES Una nube encuentra a otra nube, se casan y se ponen a llover… Esta es la historia del amor según mi padre.
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LA HABITACIÓN VACÍA
a Carlos Edmundo de Ory
Era uno de tus juegos preferidos. ¿Qué hay en una habitación vacía?, preguntabas. Guardábamos silencio. ¿Qué hay en una habitación vacía? Los que no conocían el juego tal vez decían: Nada, y tú decías: No. Nada es nada, he dicho qué. Hasta que alguien decía, por ejemplo: El silencio. Y tú decías: Sí. Y otro decía: Polvo. Y el juego comenzaba a tomar vuelo. Unas huellas de pasos en el suelo. Un fantasma. Un enchufe. El agujero de un clavo. La penumbra. El cuadrado que deja en la pared la ausencia de un cuadro. Un hilo. Una carta en el suelo. La huella de una mano en la pared. Un rayito de sol que entra por la ventana. Una telaraña. Un trozo de papel. Una uña. Una hormiga extraviada. La música que llega de la calle (¿hay música sin alguien que la escuche?). Una mancha de humo o de humedad.
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Garabatos o pájaros o nombres o un dibujo de Laura en la pared. Tú ibas diciendo sí o no. Tú lo sabías. Eras el inventor del juego. Tú ya sabías, Carlos, lo que hay en la habitación vacía donde acabas de entrar. Era uno de tus juegos preferidos. - ¿Qué hay en una habitación vacía? - Un fantasma. - Ya lo han dicho. - Sí, pero el que yo digo es otro.
JUAN VICENTE PIQUERAS. Los Duques de Requena, Valencia, España, 1960. Poeta, traductor, actor, locutor, profesor de lengua y cultura española. Licenciado en Filología por la Universidad de Valencia. Ha publicado, entre otros, los libros de poesía: Tentativas de un héroe derrotado, 1985; La palabra cuándo, 1992 (Premio José Hierro de Poesía en 1991); La latitud de las caballos,1999; La edad del agua, 2004; Adverbios de lugar,2004 y Aldea, 2006 (Premio Internacional de Poesía en lengua castellana Prometeo, 2007). En 2012 recibió el prestigioso premio de la Fundación Loewe por su libro Atenas.
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Luis Fernando
Mejía Mejía
regresa
“para deshacer sus Huellas”
Texto de Gustavo Acosta Vinasco
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Huellas “Era una cometa campesina, enredada en las golondrinas que escriben partituras en fuga para agónicas flautas (…) Caí en la prisión de los relojes. El minutero como infame lanza señalándome el pan de cada día, moscas revoloteando la fiesta de la plaza y la sombra de Dios cubriendo el cadáver sin Dios de Federico. Entonces fue la alquimia. (…) Cantó el ciego el milagro de las cosas con su guitarra de cartón. Era una mañana esplendorosa cuando el sol estrenaba su bastón. Pero perdí la estrella en un paraje donde un águila empollaba a ras de tierra sobre la herida de la tierra roja. Los altos cerros de los Andes no lograba alcanzar. Sus sueños eran verdes y gris y azul el mar. (…) Ángeles de tierra negra llegaron volando sobre grandes troncos y tejiendo ramas que cortaban con la hoz de la luna fueron haciendo el arca, como inmensa canasta, mientras el sol secaba el barro de los muros. (…) En aquel patio… que juntos abonamos de risas y de llantos, en aquel patio, recuerdas compañera, donde vivimos desnudos como bíblicos padres, espigando en la parcela de los astros. Áshram del Aguador, 1988
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s sabido por muchos que Luis Fernando Mejía daba a conocer su obra casi como un canto, como una performance, como una puesta en escena en la que con su poderosa voz llegó a llenar salas y aulas de Europa, Brasil y a lo largo de todo Colombia. Jamás ha sido un poeta de lánguida y pasiva dicción; será por eso que sus versos fueron traducidos al inglés, francés, italiano, portugués, euskera y braile, e incluidos en las antologías Azor en Vuelo y Cuadernos Literarios de Editorial Ronda de Barcelona, como también en los libros de texto Antología Comunicativa de Editorial Norma. La precocidad fue su signo, y desde muy joven gozó de la simpatía tanto de hombres de letras como Alfonso Bonilla Aragón y Fernando Soto Aparicio, como de los poderosos Julio César Turbay, Guillermo Valencia y Óscar Vélez Marulanda. Como pocos poetas, trasegó anfibiamente por la política y la poesía sin que la primera minase a la segunda. Sin embargo, tras un salto estético –espiritual– pudo deshacerse de la primera. Con su no corta e incesante obra, Luis Fernando vino a refrendar las virtudes que pareció haber heredado de sus notables ancestros en las letras Epifanio Mejía y Fernando Mejía Apenas si era bachiller cuando, junto a Guillermo Valencia y Julio César Turbay figuró como el joven impetuoso que lideraba la oposición al dictador Gustavo Rojas Pinilla en el suroccidente del país. A partir de 1959 cursará por cuatro años estudios de Humanidades en la Universidad de los Andes con los maestros Danilo Cruz Vélez, Ramón de Zubiría, Marta Traba, Rafael Maya y Eduardo Carranza entre otros. En 1963 publicaba su primer libro La Resurrección de
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los Juguetes, y era nombrado Concejal de Pereira donde tomó parte activa en la conmemoración del Centenario de la ciudad. En 1964 recibió el Premio Nacional de Poesía “Violeta de Oro” por Las Bienaventuranzas. El resto de la década y la siguiente serán una alternancia entre la labor literaria y el combate contra el caciquismo de Camilo Mejía Duque en el viejo Caldas a través del pasquín “Renovación Nacional” junto a Miguel Álvarez de los Ríos, Otto Morales y Álvaro Campo Posada. Mientras labora en la Universidad Tecnológica, sienta las bases del grupo liberal anticamilista “Brigadas Rojas” con Gustavo Orozco, César Gaviria, Iván Marulanda, entre otros. Aunque Andrés Holguín le da un lugar en su Antología de la Poesía Colombiana, a Mejía poco le importan las inclusiones y las omisiones de las que goza en la historia de la poesía nacional; le basta con que sus poemas hayan llegado hasta el imaginario popular y el público infantil, como fue el destino de su “Oda a la Niña Desaplicada”. Más allá, sus afectos de creador se inclinan hacia el poemario Camino Hacia la Luz (1974), cuya portada e ilustraciones fueron realizadas por el artista visual Sergio Trujillo (realizador de la laureada película Gamín), libro del que Mejía dice: “constituyó un hito en mi vida porque me cambió totalmente”. Mejía fue tomado por nadaísta, y aunque amigo de todos los prosélitos de este movimiento, nunca quiso firmar el manifiesto porque no estaba de acuerdo con la quema de libros, “para mí la culpa no la tenían los escritores sino los políticos, una de las cosas que más me llevó a distanciarme de la poesía nadaísta fue precisamente el entierro de la poesía colombiana, ellos culpaban a los poetas de todo, en Cali quemaron la María y quemaron La Vorágine,
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pero yo no participé de esto; el poeta es apenas un espejo cóncavo y convexo que refleja por un lado lo de afuera y por el otro lo de adentro, por el milagro de la palabra, ‘si lo que hay que quemar es los políticos’ pensaba, y empezó mi trajinar político”. En 1977 inicia sus viajes por Europa y África y dos años más tarde, en 1979 es nombrado Cónsul de Colombia en Bilbao (España) por Turbay. Allí publica Manuscritos de Lucio Malco, con el que gana el Premio Internacional de Poesía “Rosa de Oro”. En 1983 regresó a Colombia, vuelve a la publicidad y se inmersa de nuevo en la política; es el momento de las Amnistías Tributarias decretadas en la presidencia de Belisario Betancurt, emergen nuevos movimientos políticos en el país, y uno de esos, el “Movimiento Latino Nacional”,
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lo proclama como candidato a la presidencia de la República: “entonces yo, pendejo, pensando que era la forma de hacer lo que no había hecho cuando me fui, de poner en práctica algunas cosas, permito que lancen mi nombre, y entonces inmediatamente declaran el movimiento ilegal ”. Aunque Abdón Espinosa Valderrama escribió una columna en defensa del poeta, Mejía vuelve los ojos atrás y dice que ese gesto no era necesario, “yo sabía en lo que me estaba metiendo”. Se radica en Cartagena y frente al mar Caribe construye un áshram con las medidas áureas, el cual será arrasado por el huracán Joan en 1988, luego reconstruido. No hace mucho Mejía se encontró con Juan Gossaín y el comentario de éste fue que Gossaín y Antonio Caballero creían que Luis Fernando Mejía había muerto, ante lo cual el
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poeta le confirma al periodista que sí, que efectivamente murió pero volvió, como si hubiera resucitado de otra vida. Luis Fernando Mejía renació después del huracán, que los obligó a vivir por un tiempo de una manera primitiva junto a Victoria, su compañera infalible, incondicional; juntos, en medio de un entorno post-apocalíptico se alimentaban de papas cocidas y ajos, y defecaban en un caño del lugar. Pero vino la reconstrucción, y más tarde la resurrección definitiva con el nacimiento de su nieto, para el cual ha escrito de su puño y letra con caligrafía excelsa una Historia de Colombia y un manual para interpretar y componer jeroglíficos... en el áshram, cuyas puertas nos abrió de una manera singular y generosa, Luis Fernando y Victoria llegaron a tener micos, carneros, chivos, patos, y se convir-tieron en una familia de “cachacos” de esos que se atreven a compartir el modo de vida de los nativos de la costa. Es en este periodo que empieza a estudiar astrología y otras ciencias que antes consideraba pseudo ciencias, una búsqueda del conocimiento por vía alterna a la razón, a la lógica; “para los antiguos la forma de acercarse al conocimiento no era la lógica, sino la analogía; la poesía es ante todo música; y tiene que pasar por el corazón, no puede ser razonada”. La suma de versos que componen su poesía reciente la ha bautizado, aludiendo al primer libro de su primo Fernando Mejía, La Final Estación; duda en publicarlos, a pesar de que en su conjunto conforman un universo que da cuenta de toda una etapa y una exploración individual. “Esos afanes de la juventud, de divulgar la obra, eso ya pasó”. No quisiera publicarla porque presume que sería
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incomprendido, y agrega: “La verdad no se puede transmitir. Sólo puede despertarse la verdad en el otro, la verdad sale del corazón hacia afuera, la verdad hay que vivenciarla, es lo que han enseñado los sabios en sus parábolas y a sus iniciados en privado, la verdad interior es intransmisible, pero está ahí, me quedé desnudo de conocimientos, pero despertó la verdad en mí. La verdad tiene que nacer de ti, por un fenómeno especial, casi que por un privilegio”. Y al final de nuestro encuentro, el canto de su voz grave y certera en este poema, signo episódico de “La Final Estación”: “Y me quedé vibrando en el latido de una vieja canción que se ha perdido entre las brumas de mi desazón, me quedé suspendido de un quejido, solloza el corazón estremecido. El eco de un dolor ha revivido las nostalgias y notas escondidas en sordo diapasón, aquí el olvido es la sombra de un pájaro querido, refleja sobre el agua el alarido de un silencio que aturde el corazón”.
GUSTAVO ACOSTA Escritor, periodista, editor y traductor. Ha publicado algunos libros de cuento como La dieta de la hiena y Sexta generación además de aforismos. Algunos de sus trabajos aparecen en antologías nacionales.
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3 Poemas inéditos de
LUIS FERNANDO MEJIA
EQUILIBRISTA Sobre el hilo de Laquesis camina mi corazón cansado y aterido. La cruel tijera de Atropos intuye y adivina: Equilibrista de La Muerte Maromero de La Vida. Sobre un hilo de sangre mi corazón camina.
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TRISTEZA
Por la muerte de mi hermano Guillo.
Tristeza es la sombra de un silencio inefable. Una mancha de angustia que se expande, lluvia que llora en el alero del alma. Es un instante cayendo en el ocaso de un desolado adiós. Hora imprecisa en que las lágrimas asoman temblorosas al pie del corazón. Tristeza es un vacío Repleto de dolor. Un dolor que no duele, que repta acariciando la herida que olvidada de amor cicatrizó. Tristeza, una palabra que en mis labios, es tímida plegaria frente al altar inane donde ofrenda la vida: Saudade y desamor. Tímida voz. Susurro mudo a los oídos sordos y distantes de Dios. Ashram del Aguador, Agosto 12 de 2014
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ME OLVIDARE DE MÍ Me olvidare de mí... Me iré fundiendo en ondas deletéreas. Sumergiéndome en niebla de silencios, en incendios de sed, en la agonía de un pozo sin final. La huella herida de mi paso fugaz por la doliente vía, que conduce al Dolor del albedrío de no tener a Dios como testigo, se borrará en la arena del olvido. Me dormiré despacio como un niño cansado de jugar, adolorido de tanto tropezar ... Me iré tranquilo, paso a paso, en silencio confundido con la sombra que expande el alarido de un grito en la garganta suspendido. El corazón atado a un nudo enceguecido se volverá luciérnaga encendida en túnel de fantasmas ... Confundida en ráfagas de luz, dolor y olvido: Espejo de la Vida. Me olvidare de mi. Seré un suspiro al final del camino. Despertare en el sueño del olvido: El final es el punto de partida.
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Artaud, el buen salvaje y la revolución Ensayo de Carlos Granés
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unque suele asociarse a Jean-Jaques Rousseau y su idea de inocencia primitiva, la imagen del “buen salvaje” tiene remotos antecedentes en la poesía judeocristiana y en la griega. El Antiguo Testamento por un lado y Hesiodo por el otro. No es necesario insistir en el mito de Adán y Eva, por todos conocido, pero en cambio en Hesíodo sí, pues fue este fabulador griego quien hacia el siglo vii a.C habló, en Trabajos y días, de una Edad de Oro perdida, cuyos hombres “vivían como dioses, con el corazón libre de preocupaciones, sin fatiga ni miseria”. De allí se desprende la idea de un pasado glorioso, habitado por seres puros y nobles, no aquejados por los vicios que han atrofiado el sucesivo curso de la historia. De los tiempos de Hesíodo también viene la idea de la decadencia y la fragilidad humana. La pureza se corrompe, la felicidad se frustra, la armonía se desmiembra y todo esto con penosa facilidad. El ser humano, en su estado primigenio, es vulnerable y alérgico a la diferencia. Basta con que un agente externo, llámese Pandora, Eva, Europa, progreso, ciencia, técnica, consumo o globalización, riegue su escama artificial sobre la tierra para que se inicie el ciclo destructivo. Todo lo que no surge de ese manantial inicial es nocivo; todo lo que ha pasado por el filtro de lo extraño, de la civilización, de la técnica o de la razón, desde los alimentos a la medicina, pasando por el parto, la ropa, el arte, la música o la crianza, queda despojado de su pureza natural.
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El mito de la Edad de Oro y su corolario, el buen salvaje, despertó con fuerza renovada a partir del descubrimiento de América. El contacto con los pueblos indígenas hizo resurgir la fantasía de un Paraíso Perdido y de un hombre puro y prístino, tal como debía ser en su estado natural, suficientemente poderoso como para contaminar los razonamientos de cronistas, teólogos y filósofos. Aquel Adán recién despertado a la vida, no corrompido por el reflejo deformante de la civilización europea, era en realidad muy distinto del que pintaría Miguel Ángel en la Capilla Sixtina. En lugar de brazos torneados y pelo castaño, tenía piel morena, ojos negros y cabello oscuro. Practicaba costumbres raras, adoraba dioses paganos y hablaba lenguas extrañas, pero nada de eso le impedía vivir en estado de gracia y armonía con la naturaleza. Pedro Mártir de Anglería dijo de los indígenas del Nuevo Mundo que “no conocen los pesos ni las medidas, ni el origen de todas las desdichas, el dinero; viven en la edad de oro, sin leyes, sin jueces mentirosos, sin libros y en absoluto ansiosos por el futuro”. Y Tomás Moro, inspirado por los viajes de Américo Vespucio, fantaseó en 1516 una comunidad humana perfecta, orientada por una especie de comunismo primitivo y cristiano, a la que dio el singular nombre de Utopía. Esta fantasía no solo inauguraría una fértil tradición literaria, sino que daría a Occidente uno de los conceptos fundamentales de su Modernidad. El Nuevo Mundo siguió imantando la imaginación de los europeos a lo largo del siglo xvi. Son bien conocidas las palabras que Montaigne dedica en sus Ensayos a los pueblos de la Francia Antár-
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tica (es decir Brasil). “Nada hay de bárbaro ni de salvaje en esas naciones”, decía. El espectáculo de esplendor y armonía los excluía de todas las taras comunes en Europa. Según él, era “muy raro encontrar un hombre enfermo, legañoso, desdentado o encorvado por la vejez.” A diferencia de las europeas, sus guerras eran “completamente nobles y generosas”. Como si fuera poco, “las palabras mismas que significan la mentira, la traición, el disimulo, la avaricia, la envidia, el perdón, les son desconocidas.” En pocas palabras, su mundo “desconoce la corrupción” que abunda en Occidente. Ideas similares se reeditaron en siglos posteriores, y tanto Juan de Palafox (que vio en los indígenas un pueblo inocente, refractario a los pecados capitales excepto en compañía de los españoles) como John Dryden y Jean-Jacques Rousseau contribuyeron a afianzar la idea del buen salvaje, no contaminado por la ciencia, la enseñanza ni las demás promesas engañosas de la civilización occidental. En el siglo xx fueron los artistas de vanguardia quienes, siguiendo a Gauguin, buscaron en las culturas primitivas de África, la Polinesia y Oceanía una fuerza creativa original, no coartada por los requerimientos burgueses. Los dadaístas, con su odio a la cultura alemana en particular y a la civilización occidental en general, usaron las danzas y los cantos negros como desafío a la racionalidad. Retomaron el brutismo futurista para crear una música que era caos, un aluvión de ruidos y espontaneidad sin sentido que devolvía al estado natural y acercaba al niño y al salvaje. Para Hugo Ball, pionero del Cabaret Voltaire, todos nacíamos siendo reyes y libertadores, hasta que el
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peso del tiempo nos robaba la capacidad de soñar. La misión del artista era devolver al hombre a aquellos años de esplendor, a esa Edad de Oro perdida donde no había distancia entre la fantasía y la realidad. Solo volviendo a ser niños conjuraríamos la frustración, solo con la niñez sanaría el hombre. Los surrealistas también sintieron especial atracción por las tallas y máscaras primitivas. Como el arte de los locos, las expresiones artísticas de pueblos primitivos parecían contener un elemento más puro y libre de contaminaciones, una fuerza imaginativa no censurada por la convención ni la racionalidad. Oriente se mostraba a sus ojos como un antídoto a “las mentiras estereotipadas de Europa”. En el quinto número La Révolution Surréaliste, publicado el 15 de octubre de 1925, dejaron constancia de su total repudio a las ideas que sustentaban la civilización europea. Aquel mundo cimentado en la necesidad y el deber les repelía, y en el extremo de su negación invocaron a los bárbaros de Oriente para que invadieran Europa y agilizaran el proceso de descomposición. Con ello invertían la lógica de Gauguin. El occidental ya no debía irse a tierras lejanas en busca de un paraíso incorrupto, sino esperar a que agentes purificadores llegaran a erradicar los vicios en su propio suelo. Entre los surrealistas hubo grandes impugnadores de la burguesía y de Occidente, pero solo uno de ellos reeditó la gesta de Gauguin y se lanzó a la aventura en un lugar remoto y exótico, poblado de gentes primitivas que mantenían contacto con fuerzas subterráneas y mágicas capaces de restituir el equilibrio de la vida. Este surrea-
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lista, que en realidad dejó de serlo en 1927, cuando Breton ligó su movimiento al Partido Comunista, fue el prolífico y polifacético Antonin Artaud. Fue frecuente que los vanguardistas se enfrentaran a la civilización occidental, pero nadie como él la culpó de envilecer la existencia ni denuncio con tanta vehemencia la tiranía anárquica de los europeos que rompía la armonía moral de los primitivos. Su intuición le decía que el hombre moderno era un poseso que llevaba en su interior la “opresión tentacular” de la sociedad. Desvinculado de su humanidad –oculta tras un manto artificial, tan artificial como el teatro burgués– ignoraba cuáles eran los dramas y vivencias de su especie: las contradicciones, la violencia, la crueldad, las pasiones. A través del teatro Artaud se propuso recordarle al europeo cuál era su condición primigenia. Lo intentó con su adaptación de Les Cenci, una obra en la que agrupó temas radicales como la tortura, el incesto, el asesinato o la violación bajo aquella fórmula teatral diseñada por él y conocida como el Teatro de la Crueldad. El público, sin embargo, no fue receptivo a su propuesta y él, llevado por el desencanto, partió en 1936 a México. Se fue en busca de la savia esencial del teatro. Artaud estaba convencido de que las artes escénicas debían ser una sucesión de imágenes violentas que parecieran precipitaciones de los sueños o la formulación última de los principios esenciales de la existencia humana. En México iba a buscar la prueba de su acierto. No en las ciudades, desde luego, sino entre los primitivos del estado de Chihuahua. Allá, en la lejana sierra de los tarahumara, “uno de esos 74 Revista de poesía
puntos neurálgicos de la tierra donde la vida manifiesta sus primeros efectos”, según la describió en Les Tarahumaras, encontró ritos, ideas y pensamientos antediluvianos, el secreto de la vida rezumando a flor de piel en una raza no civilizada. Allá entendió que su deber era encausar la magia para transformarla en una fuerza revolucionaria que aboliera el decadente espíritu occidental. Artaud describió a los tarahumara como una Raza-Principio. Según él, estaban hechos de la misma fibra que la naturaleza, no conocían el pecado y eran la manifestación viva de una tradición milenaria que no degeneraba. Mucho antes de que la fiebre revolucionaria y tercermundista de los sesenta empantanara las mentes europeas y estadounidenses, Artaud ya había designado al indio como el nuevo agente o la nueva fuerza revolucionaria capaz de purgar la decadencia de Occidente. La idealización que hizo de aquella RazaPrincipio y de su compenetración con la naturaleza era un reflejo de aquel viejo anhelo de un pueblo originario y puro –la “dorada estirpe” de Hesíodo–, que abría las puertas a lo sagrado y esencial. Estas ideas fueron un anticipo de lo que vendría en su ensayo Van Gogh, el suicidado por la sociedad. Si al hablar de los tarahumaras Artaud resaltaba el valor moral del primitivo, al hablar de Van Gogh ponía el acento en el valor moral del loco. Este, al igual que aquel, se mantenía al margen de la sociedad civilizada, pero su logro era mayor, pues viviendo en medio de la corrupción se resistía. Mientras el indígena ignoraba los males de la sociedad, el loco prefería volverse loco antes que renunciar a un principio superior de moralidad.
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Estas ideas fueron escritas entre 1936 y 1947, pero sería en los años cincuenta y en Norteamérica donde tendrían un influjo contundente e inesperado. Para entender este contagio deben observarse los cambios sociales de la Norteamérica de posguerra. Durante aquel periodo, Estados Unidos emprendió un ascenso económico vertiginoso y sus ciudadanos, al igual que los de varios países de Europa, disfrutaron de pleno empleo, seguridad económica y un confort material antes impensable. Pero como en cuestiones humanas nada es perfecto, con la riqueza y el consumo también vinieron nuevos dilemas. A medida que los hogares se iban llenando de nuevos electrodomésticos y utensilios que hacían más cómoda la vida, la existencia se iba vaciando de significado. El confort trajo consigo un desasosiego que enemistó a los jóvenes con las aspiraciones de la clase media norteamericana. Había dinero y mercancías en las cuales gastarlo, pero a cambio se debía sacrificar el tiempo en trabajos insípidos, alejados de la vida real, fingiendo sonrisas amables y plegando el cuerpo a las demandas de la empresa. Todo se hacía falso y artificial: los gestos, los movimientos, el atuendo, la simpatía, las palabras. La vida auténtica desaparecía bajo el ropaje institucional, ¿y todo para qué? Para adquirir mercancías que estaban lejos de satisfacer las necesidades vitales señaladas por Artaud. El empleado de oficina, heraldo de la normalidad y del tedio, había olvidado las verdades que sólo conocían quienes se resistían a las demandas del sistema, entre ellos el primitivo y el loco, aunque no sólo ellos.
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Los escritos de Artaud empezaron a circular entre los artistas de vanguardia estadounidenses en 1951. El pianista David Tudor fue el responsable de despertar la curiosidad por El teatro y su doble, el libro más influyente de Artaud, entre los profesores del Black Mountain College. Tudor se interesó por Artaud mientras estudiaba la obra del compositor Pierre Boulez, quien había encontrado en las ideas de Artaud un intenso estímulo para la creación musical. Artaud le había dado las claves para crear piezas capaces de expresar el estado de delirio, le dijo, y aquella idea fascinó a Tudor. Al poco tiempo John Cage, íntimo amigo del pianista, también carburaba su imaginación con Artaud, y a partir de sus ideas ingenió una forma artística novedosa, el happening, que mezclaba simultáneamente distintas manifestaciones artísticas. Mary Caroline Richards, una poeta y profesora del Black Mountain que participó en el primero de estos eventos oficiado por Cage, también cayó bajo el embrujo de Artaud y tradujo El teatro y su doble para la edición que Grove Press publicó en 1958. Ese mismo año, en una fiesta en casa de Anaïs Nin, Richards se cruzó con Julian Beck y Judith Malina, los directores de Living Theatre, y les habló del libro de Artaud. Aquel encuentro sería decisivo para Beck y Malina. La lectura de El teatro y su doble los convenció de que el teatro debía ser un motor activo de la revolución, transformador de conciencias, educador moral, señalador de caminos. Era lógico que Artaud tuviera esa resonancia en Beck y Malina. La amistad que tenían desde hacía años con Paul Goodman, un psicólogo,
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novelista y dramaturgo de tendencia anarquista y defensor de una idea del ser humano derivada del mito del buen salvaje, los hacía proclives a la influencia del exsurrealista. A diferencia de sociólogos y psicólogos de su generación como Charles Wright Mills y B. F. Skinner, Goodman creía que había una naturaleza humana y que su rasgo esencial era la creatividad. El ser humano era un ente creativo y libre, que en ausencia de opresiones y limitaciones desplegaba todo su potencial en beneficio de la comunidad. Sus radicales críticas a la sociedad norteamericana de los cincuenta estaban sustentadas en estas ideas. El pleno empleo era un engaño, la abundancia material y económica no satisfacía las necesidades profundas de los jóvenes, y el crecimiento urbano era un sinsentido que alienaba y rompía los lazos comunitarios. Nada de lo que ocurría en Estados Unidos durante aquellos años de esplendor le parecía provechoso. Al contrario, Goodman fue el primero en escribir un libro –Growing Up Absurd- que analizaba el malestar juvenil de la generación beat. Fue también el primero en desmitificar la riqueza y la abundante oferta laboral, mostrando cómo aquello no era garantía de felicidad. Si los jóvenes no podían desplegar su naturaleza creativa, la abundancia no mitigaría su sentimiento de frustración y alienación. Goodman odiaba la idea de que el ser humano debía adaptarse a la sociedad. Por el contrario, era la sociedad la que debía amoldarse a la naturaleza humana. ¿Y cuál era esa naturaleza humana? Goodman concebía al hombre como un buen salvaje racional y creativo,
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que demandaba libertad absoluta para desplegar su potencialidad. Alguien así jamás podría adaptarse a una sociedad que atentaba contra sus impulsos y necesidades más profundas. La desafección de los jóvenes era normal, como también lo era su búsqueda de experiencias reales y vivificantes. Si la sociedad no les ofrecía una vida auténtica, ellos la iban a buscar en algún otro lugar. En sus márgenes y zonas oscuras, por ejemplo. La fascinación que expresaron los escritores beat por el mundo negro, la delincuencia, la locura y la revolución cubana tuvo mucho que ver con esto. Kerouac se deslumbró con la espontaneidad del jazz, su fuerza expresiva y la autenticidad que emanaba de sus raíces negras. Durante la posguerra, todo lo espontáneo o que escapara al control racional era altamente valorado, bien se tratara del bebop, el expresionismo abstracto o el teatro experimental. A esto se sumó el deslumbramiento por los submundos que nacían en los márgenes de la sociedad. William Burroughs fue el Virgilio que guió a los jóvenes universitarios de la clase media y media alta norteamericana por los precipicios de la delincuencia, con sus yonquis, chaperos, carteristas y traficantes. Allí, en esos sótanos oscuros, la vida se vivía con más intensidad, liberada de los rituales falsos de la burguesía y rozando elevadas cotas de libertad. A este cóctel vital Allen Ginsberg volvió a añadir la locura. Su amigo Carl Solomon, con quien coincidió en el hospital psiquiátrico de Columbia y a quien dedicó Aullido, su poema más famoso, era un afrancesado devoto de Artaud. La idealización que hizo Gisnberg del desorden mental, plasmada en versos
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como I’m so lucky to be nutty, reflejaba esa idea del loco como un ser privilegiado, de mayor talla moral. Fue en medio de este caldo de insatisfacción y desprecio por el estilo de vida norteamericana donde estalló la revolución cubana. Los ecos de la victoria de Fidel Castro ilusionaron a los insatisfechos estadounidenses. Muchos vieron en los barbudos cubanos una especie nueva de buen salvaje, algo así como un grupo de luchadores que, tras largos años de peregrinaje, habían logrado expulsar la nociva influencia norteamericana de su tierra para recuperar el paraíso perdido. Norman Mailer fue el más expresivo entre ellos. En The Village Voice escribió que, así solo fuera en el plano espiritual, el triunfo de Castro contribuía a la dura batalla que él y otros insatisfechos daban en el árido suelo estadounidense. Allá la invisible
Antonin Artaud y Gaston-Ferdiere
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opresión del sistema y la frustración mataban lentamente el alma. ¿Cómo no sentir solidaridad con quienes había derrotado a Moloch? Otro escritor, el poeta y dramaturgo negro LeRoi Jones, miembro de la generación beat y protagonista de la vida bohemia del Village neoyorquino, también viajó a Cuba. Fue en 1960, y aquel viaje le cambió la vida. Sin quererlo, sin buscarlo, la isla le mostró una verdad profunda que lo transformó en revolucionario. Si Artaud vio la pureza originaria en los tarahumara y la dignidad moral en el loco, si Kerouac y Burroughs vieron la vida auténtica en lo negro y lo marginal, LeRoi vio todo esto y mucho más en los perfiles heroicos de los revolucionarios cubanos. Al volver a Nueva York había dejado de ser quien era. Al poco tiempo dejó a su mujer blanca y a sus dos hijas mestizas para encontrar las raíces puras de su identidad negra. Se mudó a Harlem y allí depuró la esencia de la negritud a través del arte, convirtiendo su poesía y su teatro en un arma contra el blanco. En medio de la urbe, rescató los nombres, atuendos, peinados y rituales africanos. Él mismo se había convertido en un buen salvaje. Era negro, era marginal y, por encima de todo, era revolucionario. Estos fueron los años en que el compositor Leonard Bernstein organizó colectas a favor de esos nuevos buenos salvajes que fueron las Panteras Negras, y en los que Eldridge Cleaver y su libro Soul on Ice despertaron fascinación entre los intelectuales acomodados. El primer capítulo de aquel libro era una confesión. Cleaver reconocía que el enfermizo deseo por las mujeres blancas lo había convertido en agresor sexual. Primero se había entrenado violando mujeres de
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su raza, para luego ir en busca de su codiciada presa blanca. A pesar de ello, más que un delincuente, los lectores vieron en Cleaver un alma negra y pura colonizada por un mundo artificial y nocivo, tan odiosamente blanco y frío como el hielo. A través de su voz se manifestaba un ser auténtico que rompía el estereotipado mundo de las convenciones blancas. ¿Tenía él la culpa de aquellos deseos lujuriosos? Desde luego que no. La nostalgia por el buen salvaje achaca la culpa de cualquier conflicto, trauma o psicopatía a la sociedad, no al individuo, y mucho menos a su naturaleza, que por descontado se tiene como buena. Norman Mailer también quedó fascinado por la potencia de los diarios de prisión de un psicópata llamado Jack Henry Abbot. “Un intelectual, un radical, un líder en potencia”, según dijo, “un hombre obsesionado con una visión más elevada de las relaciones humanas en un mundo mejor forjado por la revolución.” Mailer no solo se encargó de hacer publicar las cartas de Abbot en el New York Review of Books, sino que abogó para que le dieran una libertad condicional anticipada. En 1981 empezó la rutilante aventura de Abbot por el mundillo literario neoyorquino, que duró lo que tardó en apuñalar a un mesero tras una insulsa discusión. Varios episodios célebres de las décadas de los sesenta y setenta demuestran la vigencia del mito del buen salvaje en la mentalidad contemporánea, pero ninguno es tan evidente como la farsa que montaron el dictador filipino Ferdinand Marcos y Manuel Elizalde, un miembro de su gobierno. Elizalde conmocionó al mundo en
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1971 al anunciar el más sorprendente descubrimiento antropológico del siglo, una cultura primitiva, los tasaday, que nunca habían tenido contacto con la civilización. Los tasaday eran unos fósiles vivientes de la Edad de Piedra que parecían confirmar todos los estereotipos del buen salvaje: eran pacíficos, no construían armas y ni siquiera tenían la palabra “guerra” en su vocabulario. Además, vivían en completa armonía entre ellos y con la naturaleza, eran la prueba evidente de que todos los males que contaminaban la vida humana, desde la codicia hasta la violencia, eran incubados por la civilización. Pero cuando cayó la dictadura de Marcos y un antropólogo suizo pudo entrar libremente al territorio de los tasaday, la farsa se desplomó. No había tal vestigio humano paradisíaco. Los tasaday eran en realidad nativos de otras tribus, que vestían ropa occidental y llevaban décadas interactuando con la civilización. El enigmático Elizalde los había convencido de que participaran en su farsa. Creó una fundación destinada a la protección de las minorías, de la cual, según las malas lenguas, extrajo 35 millones de dólares con los que se fugó de Filipinas al enemistarse con Marcos. Su destino fue Costa Rica, de donde fue expulsado poco tiempo después debido al escandaloso estilo de vida que llevaba: se había encerrado en su hacienda con una docena de jóvenes filipinas, y dedicaba los días a celebrar bacanales poco dignas del noble y sencillo estilo de vida de los tasaday. Pero volvamos al Living Theatre. Después de leer a Artaud, Beck y Malina se afianzaron en su deseo de revolucionar la sociedad oc-
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cidental y crear un mundo nuevo, más libre y pacífico, una “hermosa y pacífica revolución anarquista”, como ellos mismos la describían. En las obras que crearon desde 1958 se mezclaban las ideas innatistas de Paul Goodman y la búsqueda de pureza de Antonin Artaud. Por un lado, el ser humano debía vivir en absoluta libertad para que su creatividad y benevolencia se desplegaran sin interferencia alguna; por el otro, debía enfrentarse a imágenes cruentas que le recordaran cuáles eran los dilemas radicales de la existencia. Todo esto aparecía en Frankenstein, una obra de 1965 en la que Beck y Malina mezclaron el mito judío del golem, el sueño modernista de la ciencia y el progreso, y el inapelable fracaso de una sociedad que no respondía a las aspiraciones más profundas del ser humano. Era la inmortal obra de Shelley afectada por el ideal vanguardista de crear un hombre nuevo, con una conciencia y unos valores nuevos capaces de ennoblecer la vida humana. La criatura, hecha de retazos de cadáver, ya no era solo un logro de la racionalidad y de la ciencia, también era un ideal espiritual, un ser benevolente, innatamente atraído hacia el bien, que sin embargo había visto la luz en un hábitat que le impedía desplegar su naturaleza noble. La sociedad moderna, erigida sobre altos ideales, se había vuelto en contra del ser humano. El resultado eran la corrupción, el asesinato, el hundimiento de las ilusiones. ¿Qué solución quedaba? Empezar de nuevo: desandar los pasos de la humanidad hacia su estado originario de pureza. “Un nuevo comienzo.” Es la frase que se repite incesantemente en la obra del Living Theatre que vino después. En el simbólico
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año de 1968, Beck y Malina hicieron su contribución a la revolución cultural que estallaba en todo Occidente con Paradise Now. El nombre ya decía mucho. Beck y Malina se propusieron dilucidar cómo sería una vida paradisíaca, enteramente libre, emancipada de agentes corruptores como el dinero y la violencia, y una vez vislumbrada esbozaron siete peldaños para hacerla realidad. Paradise Now era exactamente eso, una lección moral, un camino, una serie de pasos para liberar al ser humano tanto de sus impulsos violentos como de las coacciones de la sociedad capitalista. De vuelta al estado natural, emulando el estilo de vida de los nativos norteamericanos, viviría en eterna armonía, paz y libertad. El sueño pacifista y la revolución cultural inspirada se vieron en un aprieto desde finales de 1968, cuando se comprobó que los levantamientos estudiantiles en todo el mundo habían cambiado los estilos de vida pero no las estructuras sociales. Fue el momento en que el happening empezó a mezclarse con violencia. Incluso en las filas del Living Theatre, contumazmente comprometidos con el pacifismo, se vivió este dilema. Beck y Malina defendían la revolución sexual como método terapéutico que transformaría la energía en una fuerza positiva. El sexo era la salvación. Otros miembros de la compañía, como también las Panteras Negras y las Panteras Blancas, defendieron una idea distinta: la violencia no era el resultado de la frustración, la violencia era una inclinación natural y por lo tanto legítima, que debía ventilarse siempre que la sociedad fuera una amenaza al bienestar. Este matiz fue una grieta en el movimien-
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to contracultural norteamericano. Empezaron los días de rabia, la explosión de bombas, las armas expuestas, los tiroteos, las comunas armadas. El Living Theatre se fragmentó y cambio de rumbo. Su gira con Paradise Now por las universidades estadounidenses le había dejado un mal sabor de bocal. Mejor era viajar a un lugar donde pudieran poner su teatro al servicio de la liberación, y ese lugar era el Tercer Mundo: las favelas de Sao Paulo y Ouro Preto, en Brasil. Allí iban a despertar la conciencia del oprimido y lo iban a hacer en las calles, no en ese recinto –burgués por excelencia– que era el teatro. El oprimido se convertiría en el nuevo buen salvaje, víctima de la dominación imperial de Occidente, a quien se debía salvar. Beck y Malina pensaron que a través del teatro liberarían a las víctimas de una dictadura, pero su tiempo se los llevó por delante. Franz Fanon, Sartre y Eduardo Galeano, entre muchos otros, hablaban por entonces del derecho que tenía el oprimido de romper las cadenas, cortar los vínculos con Occidente y derribar, país por país, a los dueños de Latinoamérica. Fueron ellos quienes más influencia tuvieron. De su mano se emprendió una nueva aventura a la caza de esa esencia secuestrada y contaminada por la colonización. En cuanto a lo que pasó de ahí en adelante, la historia es bien conocida.
Carlos Granés Bogotá 1975. Doctor en Antropología Social por la Universidad Complutense de Madrid. Estuvo becado en la Universidad de Berkeley, California, donde finalizó su tesis sobre Antropología del arte, a la que posteriormente se le otorgó la máxima calificación (cum laude) y el Premio Extraordinario de Doctorado. Autor del libro de ensayo El puño invisible.
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Carta de
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ompadre:
Me ha dado una gran alegría lo que me dices del capítulo de Cien años de soledad. Por eso lo publiqué. Cuando regresé de Colombia y leí lo que llevaba escrito, tuve de pronto la desmoralizante impresión de estar metido en una aventura que lo mismo podría ser afortunada que catastrófica. Para saber cómo lo veían otros ojos, le mandé entonces el capítulo a Guillermo Cano, y convoqué aquí a la gente más exigente, experta y franca, y les leí otro. El resultado fue formidable, sobre todo porque el capítulo leído era el más peligroso: la subida al cielo en cuerpo y alma de Remedios Buendía. Ya con estos indicios de que no andaba descarrilado, seguí adelante. Ya les puse punto final a los originales, pero me queda por delante un mes de trabajo duro con la mecanógrafa, que está perdida en un fárrago de notas marginales, anexos en el revés de la cuartilla, remiendos con cinta pegante, diálogos en esparadrapo, y llamadas de atención en todos los colores para que no se enrede en cuatro abigarradas generaciones de José Arcadios y Aurelianos. Mi principal problema no era solo mantener el nivel del primer capítulo, sino subirlo todavía más en el final, cosa que creo haber conseguido, pues la propia novela me fue enseñando a escribirla en el camino. Otro problema era el tono: había que contar las barbaridades de las abuelas, con sus arcaísmos, localismos, circunloquios e idiotismos, pero también con su lirismo natural y espontáneo y
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su patética seriedad de documento histórico. Mi antiguo y frustrado deseo de escribir un larguísimo poema de la vida cotidiana, “la novela donde ocurriera todo”, de que tanto te hablé, está a punto de cumplirse. Ojalá no me haya equivocado. Estoy tratando de contestar con estos párrafos, y sin ninguna modestia, a tu pregunta de cómo armo mis mamotretos. En realidad, Cien años de soledad fue la primera novela que traté de escribir, a los 17 años, y con el título de La casa, y que abandoné al poco tiempo porque me quedaba demasiado grande. Desde entonces no dejé de pensar en ella, de tratar de verla mentalmente, de buscar la forma más eficaz de contarla, y puedo decirte que el primer párrafo no tiene una coma más ni una coma menos que el primer párrafo escrito hace veinte años. Saco de todo esto la conclusión que cuando uno tiene un asunto que lo persigue, se le va armando solo en la cabeza durante mucho tiempo, y el día que revienta hay que sentarse a la máquina, o se corre el riesgo de ahorcar a la esposa. Lo más difícil es el primer párrafo. Pero antes de intentarlo, hay que conocer la historia tan bien como si fuera una novela que ya uno hubiera leído, y que es capaz de sintetizar en una cuartilla. No se me haría raro que se durara un año en el primer párrafo, y tres meses en el resto, porque el arranque te da a ti mismo la totalidad del tono, del estilo, y hasta de la posibilidad de calcular la longitud exacta del libro. Para el resto del trabajo no tengo que decirte nada, porque ya Hemingway lo dijo en los consejos más útiles que he recibido en mi vida: corta siempre hoy cuando sepas cómo vas a
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seguir mañana, no solo porque esto te permite seguir mañana, no solo porque eso te permite seguir pensando toda la noche en el principio del día siguiente, sino porque los atracones matinales son desmoralizadores, tóxicos y exasperantes, y parecen inventados por el diablo para que uno se arrepienta de lo que está haciendo. En cambio, los numerosos atracones que uno se encuentra a lo largo del camino, y que dan deseos de suicidarse, son algo así como ganarse la lotería sin comprar billete, porque obligan a profundizar en lo que se está haciendo, a buscar nuevos caminos, a examinar otra vez todo el conjunto, y casi siempre salen de ellos las mejores cosas del libro. Lo que me dices de “mi disciplina de hierro” es un cumplido inmerecido. La verdad es que la disciplina te la da el propio tema. Si lo que estás haciendo te importa de veras, si crees en él, si estás convencido de que es una buena historia, no hay nada que te interese más en el mundo y te sientas a escribir porque es lo único que quieres hacer, aunque te esté esperando Sofía Loren. Para mí, esta es la clave definitiva para saber qué es lo que estoy haciendo: si me da flojera sentarme a escribir, es mejor olvidarse de eso y esperar a que aparezca una historia mejor. Así he tirado a la basura muchas cosas empezadas, inclusive casi 300 páginas de la novela del dictador, que ahora voy a empezar a escribir por otro lado, completa, y que estoy seguro de sacarla bien. Yo creo que tú debes escribir la historia de las tías de Toca y todas las demás verdades que conoces. Por una parte, pensando en política, el deber revolucionario de un escritor es escribir bien. Por
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otra, la única posibilidad que se tiene de escribir bien es escribir las cosas que se han visto. Tengo muchos años de verte atorado con tus historias ajenas, pero entonces no sabía qué era lo que te pasaba, entre otras cosas porque yo andaba un poco en las mismas. Yo tenía atragantada esta historia donde las esteras vuelan, los muertos resucitan, los curas levitan tomando tazas de chocolate, las bobas suben al cielo en cuerpo y alma, los maricas se bañan en albercas de champaña, las muchachas aseguran a sus novios amarrándolos con un dogal de seda como si fueran perritos, y mil barbaridades más de esas que constituyen el verdadero mundo donde tú y yo nos criamos, y que es el único que conocemos, pero no podía contarlas, simplemente porque la literatura positiva, el arte comprometido, la novela como fusil para tumbar gobiernos, es una especie de aplanadora de tractor que no levanta una pluma a un centímetro del suelo. Y para colmo de vainas, ¡qué vaina!, tampoco tumba ningún gobierno. Lo único que permite subir una señora en cuerpo y alma es la buena poesía, que es precisamente el recurso del que disponían tus tías de Toca para hacerte creer, con una seriedad así de grande, que a tus hermanitas las traían las cigüeñas de París. Yo creo por todo esto que mi primera tentativa acertada fue La hojarasca, y mi primera novela, Cien años de soledad. Entre las dos, el tiempo se me fue en encontrar un idioma que no era el nuestro, un idioma prestado, para tratar de conmover con la suerte de los desvalidos, o llamar la atención sobre la chambonería de los curas, y otras cosas que son verdaderas, pero que sinceramente no me in-
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teresan para mi literatura. No es completamente casual que cinco o seis escritores de distintos países latinoamericanos nos encontremos de pronto, ahora, escribiendo en cierto modo tomos separados de una misma novela, liberados de cinturones de castidad, de corsés doctrinarios, y atrapando al vuelo las verdades que nos andaban rondando, y a las cuales les teníamos miedo; por una parte, porque nos regañaban los camaradas, y por otra parte, porque los Gallegos, los Rivera, los Icaza, las habían manoseado mal y las habían malgastado y prostituido. Esas verdades, a las cuales vamos a entrar ahora de frente, y tú también, son el sentimentalismo, la truculencia, el melodramatismo, las supersticiones, la mojigatería, la retórica delirante, pero también la buena poesía y el sentido del humor que constituyen nuestra vida de todos los días. Un gran abrazo, Gabo México, 22 de julio de 1966 Esta carta pertenece al libro “Gabo. Cartas y recuerdos”
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