Capítulo 1. Marathon Man

Capítulo 1. Marathon Man. 29-05-2010 Dentro de 31 días cumpliré 62 años. En 1978 comencé a correr de forma habitual. Por tanto, llevo 32 años como cor

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Capítulo 1. Marathon Man. 29-05-2010 Dentro de 31 días cumpliré 62 años. En 1978 comencé a correr de forma habitual. Por tanto, llevo 32 años como corredor de fondo. Mis queridos amigos Bego y José Luis, compañeros habituales de fatigas en esto del correr, me acaban de regalar un libro. De él ya me había hablado Bego, que, como tiene una intuición sólo equiparable a su inteligencia, es posible que viera entre el escritor y este humilde corredor ciertos paralelismos, aunque no fuera más que la prolongada práctica deportiva. Eso es, en buena medida, cuestión de edad, lo cual no tiene mérito alguno. Se trata de una especie de ensayo: “DE QUÉ HABLO CUANDO HABLO DE CORRER”, del japonés Haruki Murakami, escritor más leído actualmente en su país. Cuenta experiencias y sensaciones en su ya larga trayectoria como corredor de fondo y novelista, ya que inició ambas actividades en 1982. Ahora ya con numerosos libros publicados con gran éxito en todo el mundo y después de participar en muchas carreras de larga distancia en diferentes ciudades y parajes, Murakami reflexiona sobre la influencia que este deporte ha ejercido en su vida y en su obra. Para Murakami, escribir y correr se ha convertido en una actitud vital. He comenzado a leer el libro y estoy impresionado por la gran cantidad de cosas comunes que aprecio cuando apenas llevo leído la cuarta parte del mismo. Casi todo podía haberlo firmado yo. Tal es la coincidencia entre lo que cuenta y mis propias experiencias, no sólo deportivas, sino también filosóficas. No soy un ingenuo. Cualquiera que se haya dedicado a este “oficio” de correr, diría casi lo mismo. Pero creo que hay algo más. Demasiada coincidencia. Ya lo iré explicando, porque ahora no lo tengo del todo claro. También me ha hecho reflexionar sobre el hecho de que con una trayectoria tan amplia en este deporte y en la vida (insisto en lo de razón de edad), acumulo gran cantidad de anécdotas y experiencias que permanecen sólo en mi memoria (supongo que cada vez más débil) y se perderán irremisiblemente cuando yo desaparezca. Puede ser esta una buena ocasión para reflejarlas por escrito. Ya sé que a nadie más que a mi le interesan, pero, supongo que a mi hijo Aitor no le importaría mucho leerlas, aunque algunas ya las habrá oído en bastantes ocasiones. Igual que mis compañeros de correrías y fatigas. A esta edad te conviertes en una especie de “abuelo Cebolleta” que cuando empieza a contar batallitas la gente huye despavorida.

No quiero emular a Murakami. Él es escritor de éxito y yo un simple aficionado al que le gusta mucho leer, e intento escribir “cosillas” de vez en cuando para mi propio consumo. Pero cuento con dos cosas que me pueden aportar bastantes datos y situarme en los escenarios en los que se desarrolló la acción. Como soy bastante ordenado y meticuloso, conservo todos los dorsales de las carreras en las que he participado. Y cuando digo todos, son todos sin excepción. En alguna carrera te obligan a entregar el dorsal para darte algún premio o la medalla correspondiente. Pues bien, yo en esas ocasiones me he “fabricado” otro dorsal similar. En todos están anotados el número de participantes, mi clasificación, tiempos, etc. La otra “cosa” que me puede ayudar es que también conservo desde hace más de 30 años mis anotaciones de cada ocasión en que he salido a entrenar: día, recorrido, kilómetros, tiempo, sensaciones, etc. Con estas dos “herramientas” y mis recuerdos, intentaré plasmar algo más que datos concretos de tiempos, lugares, etc. Además contaré “otras cosas”. Porque para mí, como para el escritor japonés, el correr es parte de mi mundo particular y ha conformado buena parte de las páginas de este libro gordo de Petete que es mi vida. No dejará de ser un “divertimento” que me haga revivir algunas experiencias irrepetibles y otras que no quisiera repetir nunca jamás, pero tampoco olvidarlas. Advertencia previa: lo que aquí se refleje no tiene más valor que mi opinión en un momento determinado, porque esta puede cambiar a lo largo del tiempo. No intento dar lecciones de nada -¡faltaría más!- ni enseñar este oficio ni siquiera al que empieza. Soy un simple aficionado que sólo cuenta con una larga experiencia. Cualquier corredor mediano se sorprenderá de la ingenuidad de lo que pueda leer, pero será lo que me vaya saliendo a bote pronto y todo desde la más absoluta fidelidad a mis datos y a mis recuerdos. A mi alrededor, en mis dos clubes sin ir más lejos, hay muchos compañeros que sin llegar ni mucho menos a mi edad (y otros que ya han llegado), poseen curriculums infinitamente más brillantes y valiosos que el mío. Como seguramente no tienen mi osadía, ni se atreverían a escribir una sola línea. Pero yo soy muy atrevido y no suelo ver el peligro. Además de todo lo que tenga que ver con el atletismo, trataré de mal contar aquello que haya hecho en este tiempo que tenga algo que ver con el deporte. He tocado otros palillos pero nada que ver con la dedicación y el entusiasmo que he dedicado a correr. El que mucho abarca poco aprieta. A ver que es lo que sale. No confío mucho en finalizar el proyecto, pero lo intentaré. Supongo que me mantendrá bastante ocupado, pero tampoco es problema. Tengo tiempo y ninguna prisa, así que... ¡adelante! En fin, que mi amiga Begoña, sin pretenderlo (¿o sí?), ha soltado la espita de toda una vida de sensaciones, situaciones y episodios relacionados con el atletismo y las carreras de fondo. Por cierto, el título, como se puede apreciar enseguida, es un guiño plagiado sin rubor de la novela de Allan Sillitoe “La soledad del corredor de fondo”, en la que se narra la utilización de este deporte como vehículo de rebeldía de una clase media-baja desarraigada y sin futuro en la Inglaterra de mediados del siglo pasado. Fue llevada a la gran pantalla y creo recordar que la vi en blanco y negro en el antiguo cine Gaxen, que se hallaba en el viejo Kursaal. Me ha parecido oportuno usarlo porque, aunque se puede -y se recomienda-, correr en compañía o en grupo, éste es un deporte de solitarios. Hablaremos de esta soledad buscada -y aliada- a lo largo y tendido del relato. Una cosa más. Intentaré encabezar cada capitulillo con el título de una película alusivo a la narración. Como este es el primero y alude de forma generalista al conjunto de lo que pretendo escribir, no tengo dudas. Tiene que ser: MARATHON MAN, más por la dedicación a correr que por el número de maratones en los que he participado, que no son muchos comparados con lo que por ahí anda suelto.

Capítulo 2. Escuela de Robinsones. 31-05-2010 Inicié mi aprendizaje en solitario, como casi todas las cosas que he emprendido. Autodidacta empedernido supongo que por inseguridad y sentido del ridículo. De ahí lo de la “escuela” - para aprender- y lo de Robinson, un tipo solitario y perdido enfrentado a su supervivencia a base de ir superando retos. Ya he terminado el libro de Murakami, y mi impresión inicial se ha confirmado sin género de dudas. Se trata de un clon mío oriental. Coincidimos en muchas cosas. No me queda más remedio que continuar mi relato porque creo que ha sido cosa del destino que el libro del japonés cayera en mis manos con el mensaje explícito de escribir mi versión. He estado pensando en la manera de estructurarlo, cosa que no es tan sencilla. Podría hacerlo de forma cronológica, desde el comienzo hasta la actualidad o en sentido inverso, pero no me parece lo más adecuado ni divertido. Tanto para su lectura como para mi escritura. Creo que será mejor ir intercalando diferentes épocas y sucesos para conseguir una lectura más entretenida y fresca. Será también más entretenido para mí. Me iré de vez en cuando por los cerros de Úbeda, pero prometo ser bueno y volver de nuevo a la senda. Pasaré de un extremo a otro en el tiempo porque aunque suponga algo de confusión para algún improbable lector, servirá de contraste entre las épocas de apogeo y de perigeo. Empezaré con episodios de mis comienzos y de estos últimos años. Se podrán ir comparando situaciones, estados de ánimo, intensidad de entrenamientos y logros conseguidos.

Bueno, allá voy. Que la fuerza (para terminar lo que aquí empieza) me acompañe. Me casé con Merche en 1972 y en 1975 tuvimos a nuestro querido hijo Aitor. En esa época, con 28 años, yo no practicaba deporte alguno, así que lo más probable es que empezara a engordar poco a poco y llegara a una situación irreversible a los 40, como veía casos a mi alrededor. Trabajaba en el Banco de Vizcaya con lo que el sedentarismo estaba asegurado. Además siempre me ha gustado comer bien y Merche, ya apuntaba excelentes maneras cocinando. En los tipos delgados como yo, la gordura se manifiesta en forma de barriguita biafreña propia de la pobre gente que sufre hambrunas en África. En fin, un horror. Para más “inri” ya había empezado a usar gafas (miopía) y notaba clarear el pelo peligrosamente. Desastre total a la vista (borrosa, claro. Por la miopía). El que no practicara deporte alguno no era tan extraño en aquellos tiempos. No había polideportivos, ni instalaciones adecuadas, ni costumbre de hacerlo. Todo lo más, fútbol en la playa, en el viejo estadio de Anoeta y en el sótano del Colegio de los Ángeles, donde con 18 y 20 años había jugado con la cuadrilla partidos de fútbol-sala (todavía no se llamaba así) a lo bestia. También me entrenaba medio en serio con el Salleko de balonmano juvenil. Pero esto no quiere decir que no me gustara el deporte. Siempre he sido ágil y activo y en la mili destaqué en las diferentes actividades deportivas que allí se practicaban. Pero nada en serio. Como todo lo de la mili. Un día al volver a casa de trabajar, se habían estropeado los dos ascensores. Subí trotando. No entendía que se pudiera subir de otra manera (paso a paso). Llegué al 4º piso asfixiado... y reflexioné: si con esta edad estoy así por hacer un pequeño esfuerzo, como estaré con 10 ó 15 años más. Estaba claro que algo tenía que hacer. Un par de años antes, habían empezado a organizarse carreras populares y la primera maratón se celebraría ese año. (Un inciso: siempre he utilizado el género femenino para la palabra maratón. Ya sé que valen los dos, pero si delante de maratón colocamos las palabras “carrera” o “prueba”, no hay duda: femenino). Entonces el poder correr 42 km nos parecía algo sobrehumano y solo al alcance de unos pocos. Recuerdo que dos buenos amigos míos (y que todavía lo siguen siendo), Gerardo y José Félix, habían empezado a entrenar (se había puesto de moda). Me contaban que en una hora habían recorrido unos 12 km. Yo les decía que a otro perro con ese hueso, que eso no era posible. Ellos insistían. Ya no eran 12, eran 13. Yo flipaba con su entusiasmo. Así que... Una tarde decidí salir a correr. Tarde soleada y agradable. Pensé salir de casa en Carlos I, llegar al puente de hierro por Anoeta y dar una vuelta a los puentes. Calzaba unas zapatillas de tenis de las de entonces y un chándal de fibra azul marino con rayas blancas en los costados, que me había comprado recientemente. Casi todos íbamos con el mismo modelo de chándal. No había otro. Los hacía una empresa de Irún que también fabricaba el patinete Sancheski, muy habitual entre los chavales de aquella época. Cuando llevaba tres cuartas partes del recorrido -unos 3 km-, a la altura de la Escuela de Peritos, me tuve que parar. No podía más, estaba agotado. Pero la experiencia no había sido mala y creo que mi estilo corriendo tampoco. Insistí en las semanas siguientes y pronto tuve la certeza de que ese podía ser mi deporte. Soy un solitario voluntario, por lo que salía cuando quería sin tener que quedar con nadie, estaba corriendo el tiempo que me apetecía sin compromiso alguno, con buen o mal tiempo, de día o de noche y no tenía que desplazarme a ningún local especial para hacerlo. Simplemente, salir de casa y echar a correr. El deporte perfecto. Ese invierno no recuerdo si entrené algo, poco o nada. Yo trabajaba en el Banco hasta las tres. Después tenía otro trabajo particular en una empresa constructora donde llevaba toda la administración, nóminas, contabilidad, etc., que me ocupaba otras tres horas (había que pagar la hipoteca del piso de Amara comprado recientemente). Además Aitor era pequeñajo. En fin, que no creo que me quedara mucho tiempo. No quiero seguir adelante sin referirme a otro “hobby” que se había iniciado hacía poco: la pintura. Merche, que conocía mis llamémoslas- aptitudes para el dibujo, con muy buen criterio (como siempre), me había regalado en las Navidades anteriores un caballete con caja de pinturas al óleo, pinceles, etc., y yo había hecho algunos pinitos. Horribles, por cierto, (el ser autodidacta es lo que tiene) pero el gusanillo ahí estaba. Resulta que el propietario y director de la empresa en la que trabajaba a la tarde, José Miguel Zumalabe, era un excelente pintor, poco amigo de exposiciones, pero que en el Museo de San Telmo tenía colgados dos magníficos cuadros, lo cuál ya decía algo de su calidad. Hablábamos mucho de pintura y me facilitó buenísimos consejos, además de regalarme (en años sucesivos) cuatro maravillosos cuadros que cuelgan en las paredes de mi casa en lugar preferente. Esto hizo que me dedicara más a pintar, con lo cual -y vuelvo al tema-, no creo que me quedara mucho tiempo para correr. Lo que sí recuerdo con nitidez es el primer día que salí a correr en Amara con los dos amigos mencionados. Como ya se consideraban veteranos me trataban como a un recién nacido, con consejos del tipo: ¡respira por la boca!, y otras obviedades similares. Pronto se vio que allí el “nuevo” estaba a su altura, y ellos -como yo-, además de por la boca respirábamos hasta por las orejas. (Releo lo que acabo de escribir y suena bastante jactancioso, pero juro por mis zapatillas de correr que fue así). De cualquier modo siempre agradeceré a estos dos amigos mi iniciación en las carreras de fondo. José Félix aún corre y participa,

que yo sepa, en nuestra carrera de primavera. Ambos corrieron varios maratones y Gerardo incluso participó en algunos triatlones. El 20 de Mayo de 1.979, en su número 820, la revista en euskera Zeruko Argia dedicó un monográfico al “footing”, por el auge que este deporte estaba teniendo. Bueno, pues ahí salgo yo en una foto que me hicieron junto a Koipe con una pequeña entrevista sobre mis motivaciones para correr, etc. Como el Banco estaba suscrito a la revista y esta se repartía en todas las sucursales (por donde yo había pasado en mi época del equipo volante de sustituciones), tuve infinidad de llamadas y comentarios. Creo que ese fue mi bautismo oficial. Mi destino estaba marcado. No había vuelta atrás: tocaba correr de por vida. Y ahí seguimos... después de más de 30 años.

Capítulo 3. Lo que el viento se llevó. 02-06-2010 Doy un salto en el tiempo y paso de mis comienzos a mis “acabamientos”. Así podré ir centrando la perspectiva. Es como una fotografía obtenida con objetivo de “ojo de pez” que nos permite contemplarla en sus 180º pasando de un extremo a otro. El tema será mi última maratón el 9 del mes pasado en Praga. Por cierto, el título de la película viene al pelo con lo que explico más adelante. Su director fue Víctor Fleming y puede que sea la película más premiada y más vista de la historia. Protagonizada por una inolvidable Vivien Leigh en el papel de Escarlata O’Hara, junto con Clark Gable, Leslie Howard y Olivia de Havilland, narra la historia del ocaso de una forma de vivir en el sur de Estados Unidos con la abolición de la esclavitud y sus consecuencias, en el marco de la guerra de Secesión americana. Mi amigo Murakami, alude en su novela a su situación actual, con escasísimas posibilidades de superar las marcas ya logradas y haciendo maratones por encima de las 4 horas cuando él cree que puede hacerlos en menos tiempo. Pero ya no le importa el tiempo. Solo seguir corriendo. Exactamente esa es mi situación actual. Un lento declive que viene de largo -mis tres últimas carreras han sido fracasos parciales- y ese convencimiento de que lo importante es poder seguir corriendo independientemente de la marca. En el fondo -y en la superficie- es resignación, pero no una resignación rebelde, sino aceptada. Una de las cosas que más me ha gustado de su novela es el resumen que hace de su actividad de correr con relación a su vida: “el acto de correr se hallaba ya en un ámbito que rozaba casi lo metafísico. Primero estaba el acto de correr y luego, como algo inherente a él, mi existencia. Corro, luego existo”. Yo no lo sé explicar tan bien, pero en mi caso, siempre digo que lo que más me gusta de correr es... correr. Y esto nunca ha cambiado. Lo que pasa es que a fuerza de entrenamiento alcanzas una forma física que te permite acceder a unas marcas que nunca hubieras imaginado, y si tienes -como es mi caso- un espíritu vital competitivo es inevitable enredarte en una espiral de superación que acaba llevándote al... desastre. Sí, porque siendo simples aficionados nos marcamos retos y niveles de entrenamiento de cuasi profesionales. Ya desarrollaré esta filosofía más adelante. Porque, -y ahora me centraré en el tema de este capítulo- ¿se puede considerar un fracaso terminar una maratón en 4 horas y 1 minuto con prácticamente 62 años y estando parcialmente lesionado? Depende. Todo es relativo, y me explico. En noviembre del año pasado, coincidió la venta de mi anterior coche con la cena anual del club de mis amores DONOSTIARRAK que se viene celebrando en los últimos años en el Club de Tenis de San Sebastián. Yo estaba en Almería prácticamente sin correr y dedicándome a pintar y a jugar al golf, disfrutando de un tiempo excelente (¡ay, el otoño de Almería!) y de mis nietos, así que me desplacé a Donosti para firmar los papeles de la venta y de paso, acudir a la siempre agradable cena de los colegas. En los desayunos del Eceiza, donde nos reunimos a tomar café los fines de semana después del entrenamiento correspondiente siempre bien atendidos por el amigo y socio del Club, Aitor-, me informaron de que una docena de compañeros habían decidido asistir a la maratón de Praga que se celebraría el 9 de Mayo del año siguiente, y me invitaron a unirme a ellos. Me hice rápidamente la composición de lugar, y como yo me apunto a un bombardeo, una vez obtenidos los permisos familiares correspondientes, di el “sí quiero”. Lo de ir solo, quiero decir sin mi mujer, fue porque únicamente iban hombres y además, como mi suegro ya llevaba desde el verano bastante delicado de salud, Merche no me hubiera acompañado en ningún caso. Mi planteamiento de cara a los entrenamientos fue el siguiente: termino el año sin correr para recuperarme totalmente de una lesión en el pubis que arrastraba desde finales de septiembre, y en enero, con al año nuevo, empiezo suave para incrementar las distancias a partir de febrero y ultimar el trabajo a finales de abril. Dicho y hecho. Comencé con 40 minutos los días de Nochevieja y Año Nuevo, acompañando a mi hermano José Luis que nos había visitado como es habitual por estas fechas, junto con Chelo, su mujer, que también corre. El 10 de enero, una vez acabadas las fiestas de Navidad, nos trasladamos a San Sebastián. En el último entrenamiento que realicé en Almería el día de Reyes, me encontré con mi amigo Enrique, tesorero de mi otro club, en Almería: ATLETAS VETERANOS DE ALMERIA. Enrique además trabaja en el mismo Banco al que yo pertenecí durante toda mi vida, o sea que tenemos muy buena relación. Me comentó que pensaba participar en una carrera de 28 km campo a través en la Sierra de Gata, próxima a Almería, a

celebrarse el 7 de marzo (justo 2 meses antes que la Maratón de Praga). Se trata de una carrera bastante dura y exclusiva. Al celebrarse en un Parque Natural hay límite de participantes que se completa enseguida. El Cabo de Gata es mi espacio preferido en Almería. Lo he recorrido andando en solitario de cabo (de Gata) a rabo y he practicado pesca submarina en su litoral. Me encanta su aridez y la belleza austera de sus ramblas y crestas. Consideré que me podía venir bien esa carrera de cara a la maratón. Quizás un poco prematura, pero también me apetecía mucho participar por el escenario en que se celebraba y ser campo a través. Así que logré inscribirme en cuanto se abrió la posibilidad en Internet. Una vez en Donosti, retomé los entrenamientos junto a mi amiga Marian (ya hablaré en otro momento de ella), que salía de una desafortunada lesión en el tobillo después de tres meses de parón. Enfoqué la preparación de forma artesanal como siempre. Nada científico, como se hace ahora. Puro instinto. En menos de dos meses tenía que pasar de estar parado a poder hacer 28 km de forma solvente, campo a través y con desniveles de 300 m... y seguir entrenando para la maratón. Así que calma y buena letra. Alterné cuestas y llano, aprovechando los fines de semana para hacer ya 20 km a ritmo de 5 minutos/km. Completé en enero 289 km en 21 días de entrenamiento. No fue nada fácil. Es un mes habitualmente frío, y este año especialmente frío. Mi suegro seguía empeorando y tuvo que ser ingresado en el hospital, de donde prácticamente no salió. Sufrió un derrame múltiple cerebral y falleció después de 15 días en coma el 6 de marzo. Justo el día antes de la carrera de 28 km. Además padecí el famoso virus intestinal que me dejó hecho polvo durante 3 días. Aún con todo esto los aspectos positivos eran muchos: no me dolía nada e iba asimilando muy bien los entrenamientos. Corría a 5 minutos km. con soltura. A pesar de todo en febrero fui incrementando las distancias del fin de semana hasta hacer 25 km en 110 minutos. Completé en el mes 326 km. Por la situación de mi suegro tenía prácticamente descartado poder participar, pero yo seguía mi hoja de ruta por si se producía el milagro. No pudo ser. Para remediar mi cabreo, el día de la carrera, por mi cuenta y casi en solitario, hice los 28 km en 2 horas 20 minutos: Justo a 5 minutos por km. En ese momento, a falta de 2 meses para la maratón, tenía que haber aflojado un poco y descansar algo para retomar el entrenamiento con garantía. Pero no fue así. Una vez más me equivoqué y seguí entrenando a tope esa misma semana, acompañando a Marian y Mariaje (otra compañera de fatigas) que iban a correr la maratón de Madrid. Volví a Almería el 14 de marzo y el primer día que salí solo a correr me lesioné. Un dolor en la zona femoral de la pierna derecha me hizo volver andando y me di cuenta de que era una cosa seria. Las dos semanas siguientes, fisioterapeuta a tope e ir probando. Nada que hacer. Persistía el dolor. Solo corrí 24 km en este periodo. Descarté totalmente la participación. Los que saben de esto comprenderán mi estado anímico. Primero cabreo, después resignación y luego explorar otras posibilidades. ¿Y si bajo mucho el ritmo? ¿Y si pruebo a soportar el dolor y éste no va a más? ¿Y si salgo a ver que pasa y me tengo que retirar, mala suerte? ¿Y si...? ¿Y si...?. Dicho y hecho. Quedaban 5 semanas. Como la última no cuenta, cuatro. Cada una de ellas 3 días a 10 km y el domingo 15, 20, 25 y 30. Lo que me pasaba por la cabeza la víspera de hacer los 20, 25 y 30 mejor no explicarlo. En solitario y de madrugada, casi de noche y a veces con lluvia. Y siempre con dolor, pero controlado. La tarde anterior a hacer los 30 km fui dejando botellines de agua por el recorrido, ya que no hay otra posibilidad de reponer líquidos. Y ahora una de filosofía. ¡Marchando! Independientemente del resultado que se obtenga en la prueba, yo creo que en esta voluntad de superar todos los obstáculos que van surgiendo y en el propósito firme y decidido de intentarlo, caiga quien caiga, está el verdadero mérito del corredor de fondo. Hay que echarle mucho valor para, de forma gratuita y voluntaria, lanzarte a algo que lo único que tiene garantizado es el sufrimiento. Y por supuesto la incomprensión de los que te rodean y la indiferencia del resto. Total, que en los dos últimos meses entrené sólo 325 km y a ritmo medio de 5’ 30’’. 40 km por semana es un escasísimo bagaje para una maratón. Pero como no hay más cera que la que arde... mirada al frente y rumbo a Praga. Los componentes de la expedición además de este humilde servidor, los “Almandoz Brothers”: José Luis (Koteli, siempre en su línea positiva y dicharachera) e Iñigo de quien no conocía ni su sentido del humor ni su habilidad informática (“fabricó” un CD resumen del viaje de mucha calidad técnica y artística), y ambos compradores compulsivos de camisetas y sudaderas; Patxi Irizar, “Cocinitas”, compañero de habitación que sufrió con mis ¿ronquidos?; José Luis Zubiaurre “Fisher” y Javier Barrera, “el Tximbo”, ambos muy comprometidos con la organización del evento, que fue de “10”; Juantxo Cáceres, animador incansable que, desgraciadamente, no pudo correr por lesión; Jon Osoro, a quien no conocía y que me hizo reír a mandíbula batiente; Iñaki Gerica, que puso la nota de calidad con un tiempo inferior a 3 horas (fue a tal velocidad que no se dio cuenta que había adoquines en buena parte del recorrido); y además Juan Ras y Felipe, que sin pertenecer al club, se integraron en el grupo rápidamente.

El viaje, fantástico. Humor, risas y buen ambiente. La ciudad una maravilla y la maratón con 5.000 participantes muy bien organizada con un recorrido urbano muy apropiado a lo largo de las dos orillas del río. Mantuve un ritmo constante de 5’ 23’’ x km a lo largo de 36 km sin mayor problema. Salí por primera vez en carrera con pulsómetro porque no me podía pasar ni un pelo. Comprobé que el estrés que provoca la carrera aumenta el nivel normal en 10 pulsaciones. Fui como un reloj: 1 hora 11 km, 2 horas 22 km, 3 horas 33 km, 3 horas 16’ 36 km. En ese momento sufrí un leve desfallecimiento y tuve que arrastrarme hasta la meta como pude. Sin combustible mi cabeza quería avanzar pero las piernas no obedecían. Una “pájara” de las buenas. Pero yo ya sabía que iba a llegar aunque fuera perdiendo mucho tiempo en lo poco que quedaba, así que atravesé la meta exhausto pero feliz. Además sin sobrecargas musculares de importancia. Como se suele decir: un maratón más a la mochila. Resultado final: objetivo logrado. Puesto 2.300 y el 33 de mi categoría. ¿A que no está tan mal?, ¡yo creo que no! Si un mes antes me dicen esto, hubiera dado volteretas de alegría y, por supuesto, hubiera firmado sin mirar. O sea que lo que a la vista de cualquiera puede parecer un tiempo malísimo, para mí, con los antecedentes apuntados es un éxito rotundo. De ahí lo relativo de todo este negocio. Bueno, punto final a este capítulo contado con mucho detalle porque se trata de la última maratón (puede ser la última-última) y lo tengo todo muy fresco. Mi sensación final es más positiva que negativa deportivamente hablando, sobre todo por haber sido capaz de darle la vuelta a una situación que prácticamente consideraba irreversible. Además he hecho turismo y me lo he pasado en grande. ¿Alguien da más?

Capítulo 4. La carrera del siglo. 06-06-2010 Vuelta atrás en el tiempo para situarme otra vez en mis comienzos. Enseguida comprenderéis el porqué del título. Por cierto, magnífica película humorística protagonizada por Jack Lemon, Tony Curtis y una bellísima Natalie Wood en su mejor momento profesional, donde el malo era muy malo (Jack, como Profesor Fate) y el bueno, muy bueno (Tony). Adivina, adivinanza: ¿quién se queda al final con la chica? Bueno, sí, era muy fácil. La mayoría de las “pelis” acaban así, pero en la vida real... Bueno al grano. 1.979 fue un año de transición en el que supongo que seguí corriendo de forma esporádica y que lo mejor que me pudo pasar es que no dejé de hacer eso que todavía sonaba un poco raro: salir a correr. Lo que si creo recordar es que se celebró en Octubre la I (¿o fue la II?) Maratón de San Sebastián, en la que participaron mis dos amigos. También creo recordar que llegaron hechos unos zorros con un tiempo de casi 4 horas. La verdad es que en aquellos tiempos del cuplé, la llegada a meta era, para muchos, dramática. Sangrando por rozaduras, extenuados y medio a rastras. Las novatadas se pagan, y la mayoría de los participantes eran novatos. Escasa y mala preparación, y supongo que mucha cabezonería. De cualquier forma yo presencié la carrera con ese gusanillo que te dice que a lo mejor, algún año... Bueno, con cierta envidia. De lo que si tengo un recuerdo nítido es de mi momento profesional. Con 31 añitos me nombraron Apoderado administrativo de la oficina principal del Banco en San Sebastián. El segundo de a bordo de la oficina con una plantilla de más de 40 empleados. Un toro muy difícil de lidiar teniendo en cuenta que eran tiempos muy convulsos en lo político, con manifestaciones, huelgas y atentados terroristas un día sí y otro también. En mi primera semana de apoderado, tuve una huelga general, un aviso de bomba con desalojo incluido y un encierro en la oficina. El Director estaba “missing” en el despacho, pero yo tenía que dar la cara en el patio de operaciones, con clientes, empleados huelguistas y gente ajena que ocupaba toda la planta. No sé como no dimití allí mismo. El caso es que ni se me pasó por la cabeza. A lo mejor el germen del futuro maratoniano -eso que hace no rendirse ante los obstáculos- ya había prendido en mi interior o lo tenía incorporado de nacimiento y mi destino inexorable -cual maldición bíblica- era el ser corredor de fondo. Y llegó 1.980. Coincidiendo con la Semana Grande de Donosti, a las 12 de la noche del día 14 de Agosto -víspera de la Virgen- se celebraba en el Antiguo una carrera de 10 km Esta seria la 2ª edición. Pensé que podía ser mi bautismo de fuego, así que dicho y hecho. ¡A participar! Pero tenía pendiente algo imprescindible para poder correr con garantía: tenía que comprar MIS PRIMERAS ZAPATILLAS DE CORRER. Unas Nike azules preciosas, con el dibujo de la marca en amarillo. No me acuerdo cuanto me costaron pero si la sensación de la primera vez que salí a correr con ellas: una maravilla. Jamás he vuelto a experimentar lo mismo en la infinidad de estrenos zapatilleros que llevo encima. Es que la diferencia era notable. De unas zapatillas de tenis a unas de correr de verdad... Así que con mis flamantes zapatillas nuevas comencé la preparación en serio. Bueno, o lo yo creía que era en serio, porque... En mayo corrí 9 días, un total de 106 km. Alternaba días de 10 km con días de 14 km. En junio, en 11 días completé 173 km, o sea corrí un día de cada 3. Y, por mis anotaciones, muchas veces con mi amigo Gerardo. La novedad de este mes es que en cuatro ocasiones corrí 22 km. Por 1ª vez había rebasado el límite de una media maratón. En julio otras 11 veces con un total de 166 km. El 13 de este mes corrí 28 km yo solo. Fue un día de calor y me parece que ya

empecé a creerme más lo de poder hacer una maratón. Como se puede comprobar los entrenamientos eran muy “sui generis”, o sea, lo que se me pasaba por la cabeza. Nada que ver con una preparación para una prueba de 10 km. El caso era correr y hacer muchos kilómetros. Así, llegó el día de mi primera carrera. Como era Semana Grande, había bastante cabreo en la familia. Mis suegros estaban con nosotros de vacaciones, pero lo prioritario era la carrera, así que nada de salir de fiesta. Toda la familia condenada. Descanso y concentración. Nervios y más nervios hasta las 12 de la noche. Salí como un rayo y en el primer kilómetro ya estaba asfixiado. Fui al límite todo el rato y más o menos en el kilómetro 8 había que subir la cuesta de Pío Baroja hasta el Hotel Costa Vasca. Nunca imaginé lo mal que se podía pasar corriendo, pero aprendí que había que dosificarse. El mal rato que pasé quedó eclipsado por la alegría de terminar mi 1ª prueba y por los aplausos de mi hijo de cinco años. Creo que esa misma noche decidí probar suerte y correr la maratón de Donosti que se celebraría el 12 de octubre próximo. Así que manos a la obra. Los entrenamientos, como ya he dicho, eran intuitivos y caóticos, sin método ni programa. Se trataba de ir cogiendo seguridad para afrontar con solvencia los 42 km. Así que en agosto completé en 13 recorridos 228 km, que ya está bien, porque sale a una media de 17 km cada entrenamiento. Y nada de series o progresiones. Kilómetros y más kilómetros, como los mulos (según frase de mi amigo José Mª del cual hablaré sobradamente más adelante). Dos días completé 28 km y otros 2, 32. O sea, 120 km en 4 días. El problema vino en septiembre. Mi hermano Carlos, soltero todavía y viajero empedernido, organizó un viaje a Italia, así que nos apuntamos Merche, yo y mi otro hermano pequeño, Chuchi, con su mujer Teresa, que llevaban muy poco tiempo casados. Dos parejas y media en un Seat 131 y casi dos semanas por delante de vacaciones. Llevamos a mi hijo Aitor a Almería y se lo dejamos a mis suegros. Que para eso están (es broma). De vez en cuando tienen que echar una mano, ¿o no? En el equipaje y en lugar preferente mis flamantes zapatillas con el firme propósito de correr casi todos los días, ya que se trataba del mes previo a la prueba, en que los entrenamientos debían intensificarse. Pero el hombre propone e Italia dispone. Solo corrí dos días. El primero en Pisa. De madrugada, casi de noche, salí sigilosamente y cogí una carretera con bastante tráfico y poco arcén, así que muchos coches me pitaban. Cuando llevaba unos 10 km y con urgente necesidad de ir al lavabo (la lasaña de la noche anterior, y las birras, por supuesto), descubrí un mini-estadio de atletismo con -supongo- su cuidador regando el césped. Le pregunté si podía utilizar el aseo, a lo que respondió amablemente que sí y además que también podía correr por la pista. No se hable más. Una vez atendido lo urgente, pasé a lo importante: hice unas series en la pista, y mi pensamiento de ese momento lo recordaré siempre. Yo solo, de madrugada, en otro país y corriendo en el estadio de un pueblo llamado San Giuliano Ferme. Creo que la satisfacción de estos momentos especiales te marcan un poco para siempre y sirven para compensar otras circunstancias adversas en las que estás a punto de mandarlo todo a hacer puñetas. En fin, que ya en el hotel mis hermanos no se creían que había hecho 20 km. La otra vez que salí a correr fue, ya de vuelta, 10 días más tarde en Playa de Aro donde pasamos una noche como etapa intermedia y donde volvimos a comer huevos fritos como Dios manda y no a la plancha como en Italia. Otra vez a Almería a terminar las vacaciones y recoger a mi hijo. Como me remordía la conciencia por la falta de entrenamiento y además estaba asustado por la inminencia de la carrera, entrené como un poseso. En 4 días hice 90 km Y solo faltaban 12 para la prueba. Estas dos últimas semanas son las peores porque sabes que tienes que descansar bastante y al mismo tiempo eres consciente de que has entrenado poco y mal. No haces más que darle vueltas a lo mismo y entras (yo por lo menos) en un proceso triste y melancólico donde no buscas más que estar solo. Es el peso de la responsabilidad que tú mismo has contraído... contigo mismo. Parece un juego de palabras pero es así. Por supuesto también es el miedo a fracasar y hacer el ridículo ante los tuyos. Además la incomprensión de los que te rodean es patente: “tanto entrenar para esto”, o “parece que no hay una cosa más importante para ti”, o “sacrificas a toda la familia...” En fin, unos días malísimos en los que lo único que quieres es que llegue el día de la carrera... y que sea lo que Dios quiera. En un último intento de conseguir seguridad, el domingo anterior a la maratón hice 37 km en solitario. Una burrada que vista ahora en la distancia piensas en los enormes errores cometidos, y en lo que podías haber hecho en la prueba de haber entrenado con cabeza. El día de la maratón amaneció con un tiempo infernal. Un temporal del norte de los gordos. Viento huracanado, lluvia a tope y granizo. Acojono total. Entre Gerardo y yo habíamos encargado a un compañero mío de trabajo, aficionado a la fotografía y a las películas la filmación de nuestra maratón (entonces no existía el vídeo, por lo que todo se filmaba en película súper 8), esperándonos en determinados puntos de paso e intercalando infografía con trayectos, etc. El amigo Gumer-(sindo) era un manitas pero muy impuntual, así que llegó tarde y no nos cogió en la salida. Hizo lo que pudo después, y nos cobró un pastón. Puede parecer que para unas mediocridades como nosotros encargar una película de la carrera suena algo pretencioso. Ni que fuéramos figuras. Pero es que entonces, correr una maratón era algo tan extraordinario que merecía la pena inmortalizarlo.

El recorrido de la carrera tuvo que ser cambiado por el mal tiempo. El Paseo Nuevo se cortó por las olas (entonces se pasaba por allí) y salir de la Avenida de Navarra a la Zurriola era como toparte con una pared... de viento. Terrible. Granizadas intermitentes hicieron que no me quitara un gorro de lana en toda la carrera. Recuerdo que las cuestecitas del túnel del Antiguo y del Paseo de Errotaburu, casi al final, tuve que hacerlas andando. Pero crucé la meta en 3 horas y 33’. Fantástico. ¡YA ERA MARATONIANO! Llegué el 532 de un total de 1.832 clasificados. Gozada total. Ya tenía en la mochila “la carrera del siglo”. Algo impensable un año antes. Trataré de definir ahora mi estado de ánimo en los días siguientes. Era una especie de felicidad tontorrona, de esas en las que te aflora la sonrisa cuando nadie te está viendo y que te produce un gustirrinín porque sabes que has hecho algo que está al alcance de no mucha gente. Y que has sido capaz de superar un reto autoimpuesto, sin recompensa material alguna y con la única satisfacción de haber hecho lo que te habías propuesto. ¡Que complicados somos! Y que simples, al mismo tiempo. Bueno, pues ya estaba hecho. En aquellos tiempos, la maratón se celebraba en octubre y la Behobia-San Sebastián un mes más tarde. Ya sé que parece una incongruencia correr 42 km y un mes después 20, en lugar de que sea al revés, como ahora. Pero ese esquema se mantuvo durante muchos años. De hecho, creo recordar que hasta finales de los años 90 no se produjo el cambio. Así que para redondear mi año fantástico, solo faltaba correr la carrera más emblemática y popular de San Sebastián y de Gipuzkoa. El trabajo ya estaba hecho. Con mantener el estado de forma era suficiente. En ese mes solo entrené 10 días alternando distancias cortas con 4 ó 5 veces 20 km. Ese año se celebraron las Olimpiadas -creo- en Los Ángeles y el equipo americano lució una camiseta de la marca Kappa muy bonita, así que me compré un equipo de esa marca. Pantalón rojo con rayas blancas laterales y camiseta gris con las mismas bandas en los costados. Por las fotos de carrera, ya empezaba a parecer un corredor de verdad. Existía un fotógrafo en la calle Miracruz -Aygués- que se especializó en fotos de las carreras. Se apostaba en diferentes puntos de las mismas y sacaba cientos de ellas. En la Behobia uno era el alto de Gaintxurizketa. Otro el puerto de Pasajes y otro fijo el puente del Kursaal. La visita a la tienda era obligada al día siguiente de la carrera y las fotos muy buenas. Con el tiempo, a base de acudir a comprarlas ya me conocían y las tenían apartadas, con lo que evitaba visionar montones de fotos apiladas en cajas. Para localizar las de uno era importante que la camiseta se distinguiera fácil porque entre cientos de fotos y de corredores de un vistazo te veías o no. He logrado reunir un álbum completo de fotografías de mis carreras con lo que, cuando lo repaso, es inevitable comprobar el inexorable paso del tiempo y los estragos que va produciendo -los acepto encantado-, así como la evolución de la moda deportiva, capilar, etc. En estos “visionados” que hago muy de vez en cuando, ya me ha ocurrido varias veces descubrir a algún corredor desconocido en el momento de la foto pero que después he conocido e incluso se han convertido en buenos amigos míos. Bueno, al loro. En las fotos de esta Behobia ya tengo pinta de corredor a mis 32 años. Tengo una llegando a lo más alto de Gaintxurizketa fresco como una lechuga de caserío. Completé el recorrido rompepiernas de 20 km en 1 hora y 24 minutos. Ocupé el puesto 279 de un total de 1.700 clasificados. O sea, que en el mismo año había corrido mi primera carrera, la maratón y la Behobia. Creo, como dice la canción de Serrat, “que entonces yo era feliz”, por lo menos en el aspecto deportivo. Ya era corredor de fondo. O eso es lo que yo -en mi ignorancia- creía. Pero este es otro cantar que comentaré en otro capítulo. Lo que entonces no se me pasó por la cabeza es que exactamente 30 años más tarde, todavía estaría corriendo maratones.

Capítulo 5. Cuatro bodas y un funeral. 14-06-2010 Nuevo salto hacia adelante y nos situamos en el año 2.009, es decir el año pasado. Se trata de un periodo de transición entre mis dos últimas maratones. Y también un año importante en el aspecto familiar: el 20 de enero, día de San Sebastián, nació en Almería mi segundo nieto, Ignacio. Intentaré inculcarle en el futuro la afición por las carreras de fondo a sabiendas de que será una guerra perdida de antemano. Hará lo que él quiera. Y ahora, algunas consideraciones previas. Coincidiendo con mi 52 cumpleaños (año 2.000) reiteré mi decisión de dejar de correr de forma competitiva. Fue el año de mi jubilación profesional (mejor dicho: pre-jubilación) y consideré dos opciones, por una de las cuales ya me había decantado prácticamente: seguir corriendo a tope tratando de mejorar marcas y lesionándome cada dos por tres o intentar alargar en el tiempo la actividad deportiva alejándome de participar en carreras y por lo tanto de la competición. “That is the question”. Parece un asunto sencillo pero no lo es. Por un lado ves que todavía estás en plena forma con la circunstancia añadida de que vas a tener más tiempo para entrenar (o esclavizarte) y tratar de mejorar tu puesta a punto. Por otro, uno mismo ya viene experimentando lesiones cada vez más frecuentes, y ves a tu alrededor un montón de gente que ha corrido contigo durante muchos años que, por forzar la máquina más allá de lo razonable las lesiones han pasado de esporádicas a permanentes y han tenido que colgar las zapatillas. Elegí, creo que razonablemente, la segunda opción. Intentar disfrutar corriendo sin pretensiones durante los años que pudiera, sin embarcarme en locuras que sólo me conducirían al desastre. Por eso es poco habitual que en este mismo año haya participado en 5 carreras. Cuatro con éxito razonable y una -luego lo

explicaré- fracaso. De ahí lo del título de esta divertida película protagonizada, creo recordar, por Hugh Grant. De todas formas tengo que confesar que la decisión de no participar en carreras cuando uno está en un razonable estado de forma física es muy duro. Eso de ser espectador de como tus compañeros de fatigas pasan por delante de tus narices y tú animando al personal, mientras calculas la posición que, más o menos, ocuparías en la carrera, es una prueba de humildad demasiado cruel. Nada que ver con estar de espectador con motivo de una lesión. Eso es por causa de fuerza mayor, y te da rabia pero no tiene remedio. Bueno, pues en el conjunto del año corrí 2.344 km lo que supone menos de 200 km al mes, o lo que es lo mismo: aproximadamente 45 km a la semana. Nada del otro mundo, pero seguía corriendo de forma ininterrumpida. Otra consideración: cuando uno se va haciendo mayor, va cambiando de categoría deportiva: de senior a veterano, y dentro de veterano habitualmente cada 5 años se establece una nueva categoría. En los campeonatos mundiales de veteranos a partir de 40 años las categorías son: +45, +50, +55, +60, etc. Uno en su ingenuidad siempre piensa que cuando cumples los 50 (compites con los de hasta los 54) estás en ventaja. O los 55, o al cumplir los 60. Craso error. Los mismos competidores que has tenido hasta entonces también cambian de categoría y te vuelven a aguar la fiesta de tu reciente cumpleaños. Lo único que te puede dar ventaja competitiva es que alguno de tus rivales habituales se haya retirado de la práctica deportiva. Resistir es vencer, así que si sigues corriendo durante muchos años, cuando cumplas por ejemplo los 80, es posible que seas el único de esa edad, o como mucho habrá otro, o sea que tienes el podium asegurado. Creo que es evidente la ironía de lo que estoy diciendo, pero es que es así, por muchas vueltas que le des. Otro detalle a considerar: desde mi jubilación, es decir hace 10 años, paso unos 6 meses al año en San Sebastián y otros tantos en Almería. Más o menos cada dos meses cambiamos de residencia, aprovechando como es lógico la climatología más favorable. En invierno, más tiempo en Almería y casi todo el verano, en San Sebastián. Pues bien, en Almería me cuesta mucho más entrenar porque, como ya he dicho, me dedico a otras actividades que requieren bastante tiempo. Por otro lado los colegas del club en Almería salen los fines de semana muy tarde y yo estoy acostumbrado a madrugar más. Al ser pocos no se forman grupos asequibles a cada ritmo de carrera, por lo que, a menudo, tengo que correr solo una buena cantidad de kilómetros. Digo todo esto, porque cuando llego a Almería, habitualmente lo hago bien entrenado (en Donosti entreno a diario) y cuando vuelvo a San Sebastián, he perdido la forma. Esta aclaración viene a cuento de que el 30 de marzo desembarqué en Almería tras un periodo bimensual de entrenamiento intenso en Donosti. Nada más llegar me dijeron que el domingo siguiente había una carrera de 10 km por el desierto de Almería, por supuesto, campo a través. Nunca había corrido de esta forma, así que me inscribí más que nada por curiosidad y sin ninguna pretensión de marca. Confieso que me resultó durísima. Discurre por ramblas secas del río Nacimiento, senderos arenosos y repechos cortos pero mortales. La salida y llegada en el pueblo de Tabernas, epicentro de los escenarios de cientos de películas -espagueti/westerns- rodadas en estos parajes que asemejan el desierto de Arizona o el Gran Cañón del Colorado. De hecho, había que atravesar un poblado del Oeste de los varios que se mantienen como motivo turístico. El paisaje fantástico, o sea, de película, que es lo que habían intentado recrear los organizadores de la prueba, asomando en cada recodo del camino personajes caracterizados de las principales películas rodadas por allí: árabes en camello (Lawrence de Arabia), vaqueros patibularios a caballo (Por un puñado de dólares) o intrépido arqueólogo con sombrero y látigo (Indiana Jones y la última cruzada). Resultado: 4º en mi categoría (casi pódium), y un tiempo de 50 minutos escasos. Bastante bien dadas las circunstancias. Se me había pasado por la cabeza titular el capítulo “Centauros del desierto”, pero mi amigo Jesús-Superman (que ha corrido un par de veces la Maratón de Sables, en el desierto marroquí) se hubiera carcajeado. Sonaría muy pretencioso. Por cierto, esa película rodada en 1.956 y dirigida por el magistral John Ford, es un fascinante “western” de culto y relata la odisea de un jinete desarraigado y solitario en busca de una niña raptada por los comanches. Interpretada sobriamente por John Wayne y Natalie Wood, contiene en su banda sonora una balada cuya letra dice así: “¿qué es lo que hace a un hombre vagar?, ¿qué es lo que le hace ir errante?, cabalga, cabalga, cabalga...” Cuantas similitudes con lo nuestro ¿verdad? Como mis colegas de Almería son incansables y sin terminar de salir de una ya están en otra, nueva carrera. Ésta también de 10 km, pero bastante popular y urbana. Discurre por el puerto de Almería. Vueltas y más vueltas rodeados de pesqueros y ferrys por todas partes. Se celebra con muy buen ambiente y exactamente dos domingos más tarde que la del desierto. Salí tranquilo y fui de menos a más pasando gente. Estas son las carreras en las que se disfruta, porque llegas a la meta a tope. Yo prefiero distancias más largas. Soy más de resistencia que de velocidad -diésel-, pero ésta salió bien. El tiempo fue muy bueno (para mí): 43’ 39’’. A 4’ 18’’ el kilómetro de media. Y lo que es mejor: 2º en la categoría de +55 años (no había de +60). Pódium, trofeo y

aplauso de mis colegas. Mi amigo y presidente del club, Florencio, quedó 1º. O sea, que un éxito del equipo. Y como no hay dos sin tres, me propusieron para dos semanas después algo que me rompió los esquemas: una media maratón de montaña, -la del Almanzora- entre dos pueblos de la zona: Armuña de Almanzora y Bacares, pasando por Purchena, Tíjola y Bayarque. Se pasa del valle al corazón de la sierra de Filabres (más de 2000 m), con un desnivel a salvar de 600+200 m. Todo sobre asfalto. Prueba considerada de gran resistencia y de la que yo ya tenía noticias a través de radio macuto y de mi nuera María, que había estado un año de maestra en Tíjola y me comentaba que uno de sus compañeros participaba habitualmente en la prueba. Jamás había corrido una media maratón de montaña, motivo suficiente para que me propusiera participar. Me dije: con tranquilidad y a mi aire (no me acordaba que eso era precisamente lo que suele faltar subiendo: aire). ¿Qué puedo perder? Pues al grano. Del club nos presentábamos unos 10, así que compañía no me iba a faltar. En las dos semanas que quedaban había que practicar cuestas. Una vez cada semana fuimos a subir Sierra Alhamilla, próxima a la capital. Se trata de una subida interminable -unos 45’- sin descanso alguno y que yo desconocía. En las dos ocasiones fui mano a mano con mi ya citado amigo Florencio. El resto por delante y alguno por detrás. La primera vez me resultó durísimo y la segunda, conociendo ya el recorrido, bastante menos. De cualquier manera, soy de los que piensa que si sufres en los entrenamientos menos lo harás el día de la carrera. El martes anterior a la prueba entrené durante 18 km y acabé muerto. Arrastraba el cansancio de la segunda subida mencionada, un par de días antes. Se me hacía impensable correr la media maratón. Una vez más las dudas y el miedo me atenazaban. Y eso que lo único que pretendía era terminar la carrera. Pero soy como soy y no puedo evitar sumirme en un estado semimelancólico y solitario. Siempre me pasa, aunque trato de disimularlo. Sigo siendo aquel chaval de 9 años, despierto desde la madrugada, atacado por los nervios y la ansiedad el día de mi primer viaje solo, rumbo a un campamento de verano (por cierto, donde vi el mar por primera vez), en Laredo. Y llegó el día D. El viaje hasta el pueblo de la salida dura casi hora y media y fuimos en tres coches. Lo primero que me llamó la atención fue la diferente tipología de corredor en una prueba de montaña. Nada que ver con corredores normales. Se veía gente muy dura y curtida, y la equipación también era diferente, lo que contribuyó a aumentar mi inquietud preguntándome quién me había mandado meterme en aquel aprieto. Bueno, pues que sea lo que Dios quiera, como siempre. 3 km llaneando y comienzan las primeras rampas duras. A mí me cuesta bastante adaptarme a los diferentes ritmos, así que a jadear y ver como algún conocido se escapaba. En el 7 empecé a encontrarme mejor y en el 10 veía como iba reduciendo distancias con gente de mi equipo. En el 13 empezaba la gran cuesta: 7 kilómetros sin descansillos. No sé como, pero cogí un ritmo buenísimo que con bastante facilidad me hizo adelantar a colegas que nunca hubiera pensado que pudiera hacerlo. Siempre con la cabeza baja (para no ver lo que quedaba hasta allí arriba) llegué al 20 y hasta la meta ya era todo descenso. Ahí volé. Literalmente. Ver lo bien que había llegado hasta arriba y la meta al alcance de la mano y cuesta abajo fue correr a 3 minutos 30’. El tiempo fue de 1 hora 52’ 59’’ y el puesto en mi categoría 2º. De nuevo pódium y trofeo. También mi amigo Florencio subió al podio (3º) a recoger su trofeo, así que día redondo. Yo no creo en el destino pero tampoco dejo de creer. Resulta que el año anterior en una de las visitas a mi nuera destinada allí como ya he dicho-, ésta con su familia nos esperaba precisamente en el pueblo donde terminaba la carrera: Bacares. Es muy bonito y tiene varios sitios donde se come muy bien. Durante el viaje, ya casi llegando, al doblar una curva vimos el pueblo allí a lo lejos, blanco y radiante como una... postal en medio de la sierra. Paré y saqué una foto muy bonita que algo más tarde convertí en un cuadro que tengo colgado en mi salón de Donosti. Por cierto, el único mío rodeado sin pudor de otros cuantos mucho mejores. La casualidad (o la causalidad) hizo que un año más tarde, desde aquella curva de la foto y del cuadro yo me lanzara a tumba abierta hacia la meta. Cosas de la vida. Como es un pueblo pequeño, la llegada de la carrera supone una fiesta así que se vuelcan con los participantes y vecinos. Organizan una paellada gratis para todo el mundo donde puedes comer y beber hasta hartarte en medio de un buenísimo ambiente. En la mesa donde comimos los componentes del equipo, sobresalían entre las cervezas dos magníficos trofeos ganados con mucho esfuerzo. Tengo que confesar que esta carrera me dejó el mejor sabor de boca de mucho tiempo. Los momentos malos son muy malos pero cuando tienes experiencias como ésta, se te olvidan todos los sinsabores pasados y, por supuesto, te reafirmas en que tienes que seguir corriendo. Fue el segundo mejor mes de toda mi historia deportiva. Tres carreras en cuatro semanas: dos segundos puestos en mi categoría y un cuarto. Además dos experiencias nuevas: campo a través y carrera de montaña. ¿Se puede pedir más? Mi vuelta a San Sebastián a primero de julio, conteniendo el júbilo (valga el ripio). Y allí, ya sin golf y sin otras distracciones, a entrenar casi todas las mañanas con mis amigos Marian, Begoña y su marido José Luis, Paco, amén de otros muchos adláteres que de forma intermitente se nos unen en el recorrido matinal, como José Mª, incansable a sus... y tantos años. Para mí el verano en Donosti es una maravilla. Ni demasiado calor ni demasiado frío. Correr y andar suelen ser mis únicas actividades. Siempre por la mañana temprano. Después de comer, mini siesta (a veces no es mini), gimnasia y escribir o tocar la

guitarra hasta media tarde. Días largos e intensa vida social. Pues bien, en julio completé 294 km y corrí 24 días. La media diaria superior a los 12 km. En agosto, más de lo mismo: Otros 24 días y alcanzando una media superior a los 14 km. Total 348 km. Resulta que un grupo de colegas iba a participar en la maratón de New York (la reina de las maratones), así que yo, entrenándome con ellos iba cubriendo casi los mismos objetivos. Decidí aprovechar la preparación. En los citados desayunos del Eceiza oí a mi amiga Idoia que estaba inscrita en la media maratón de Santa Cruz de Bezana, en Cantabria, al lado de Santander. Su hermana Eva, corredora de mucha calidad y de largas distancias, también participaría en la de 100 km. El año anterior había quedado 1ª en su categoría. El recorrido de la media se solapaba con el de 100, ya que era un circuito de 10 km. Como se iba a celebrar el 26 de Septiembre, consideré muy adecuada la fecha. Solicité información a Idoia y amablemente me facilitó todos los detalles. Así que me inscribí. Como el hombre propone y Dios dispone, unos 20 días antes de la prueba empecé a notar un dolorcillo en el pubis que fue a más y me empecé a preocupar. De nuevo a falta de poco tiempo me lesionaba. Es una constante que se repite una y otra vez. En raras ocasiones completo el entrenamiento. Creo que se debe a varios factores y el primero, sin discusión, es la edad. También la acumulación de kilómetros y el forzar la maquinaria más de lo debido a falta de pocas fechas. Creo que también influye el estrés. Me empiezo a preocupar y sin descansar lo suficiente ofrezco un blanco perfecto para cualquier lesión. Bueno, pues que le vamos a hacer. Haciendo de la necesidad virtud, disminuí considerablemente el entrenamiento y me dije que por lo menos pasaríamos -Merche y yo- un buen fin de semana en Cantabria. En el viaje de ida, comimos en Somo nécoras a la plancha -es obligado- y encargamos para el día siguiente un arroz con bogavante, que engulliríamos después de la media maratón. Cenamos con Idoia y Eva y al día siguiente, rumbo a la salida ya empecé a ver a los ultrafondistas que habían salido a las 7 de la mañana. Todavía su aspecto era fresco y aceptable. Yo estaba mosca con la prueba, porque sabía que si forzaba el ritmo la lesión protestaría cosa fina. De cualquier manera salí disparado y no cogí un buen ritmo en toda la carrera. Hacia el km 10 ya estaba “grogui” y eso que el ritmo era normal. Estaba agarrotado y pensé lo largo que se me iba a hacer lo que quedaba hasta la meta. Afortunadamente, hacia el 15 conseguí mejorar la situación. Me encontré mejor, aunque ya sabía que la marca no iba a ser buena: 1 hora 44’, y llegué muerto. Muy lejos de las expectativas que tenía 3 semanas antes. O sea, que fracaso sin paliativos: mal tiempo y sin disfrutar absolutamente nada. De ahí lo del “funeral” del título. Recuerdo que mientras comíamos el famoso arroz con bogavante recibí una llamada de mi amiga Bego interesándose por como me había ido. Minutos después sufrí un mareo con sudor frío y me tuve que dar una vuelta para airearme. Por supuesto sin terminar el arroz ni el resto de la comida. Esto es lo que tiene este cochino deporte y de ahí su grandeza: bastantes sinsabores y escasísimas alegrías. Pero como se suele decir: otra media maratón a la mochila. El resto del año hasta Diciembre lo pasamos en Almería. Poco entrenamiento para que se curase la lesión, mucho golf y mucha pintura. En ese otoño terminé dos cuadros. Uno de Aia pueblo y otro de la casa de mis abuelos sobre el río en Miranda de Ebro. Ambos pintados a base de fotografías previamente seleccionadas. Como a diario suelo jugar 9 hoyos, me permite después correr entre 30 y 60 minutos. Suave-suave por los espléndidos alrededores del campo de golf. El año anterior habíamos comprado un apartamento en esa zona, así que después de correr era obligado el baño en la piscina. Todo muy agradable. Y la lesión iba alejándose poco a poco... Para rematar el año me animé a correr la San Silvestre de Almería. 9,3 km con cuestas y urbana. Corrí sin ninguna pretensión -ni presión- mucho mejor de lo esperado en menos de 40 minutos y terminando muy bien. Esta es la cuarta boda. Es curioso comprobar como las carreras que corrí sin haberlo pensado mucho me salieron bien. Al contrario de la media, que con muchísimo entrenamiento, resultó un churro. La presión que uno mismo se aplica, seguro que tiene algo que ver. No obstante, no me puedo quejar del año. Experimenté otro tipo de carreras y terminé diciembre olvidado de la lesión de pubis y dispuesto a dar la batalla en la nueva temporada. Además como broche de oro gané mi primer, y creo que último, trofeo de golf de mi corta trayectoria deportiva en esta especialidad. Los “senior” del Club Alborán, del Toyo (Almería), organizamos como cierre del año el Torneo de Navidad. Inesperadamente quedé 2º clasificado y en la comida conmemorativa me fue entregado el correspondiente trofeo. Un pequeño artilugio acristalado que me llenó de satisfacción. Y cuando os hable de este deporte, entenderéis por qué.

Capítulo 6. Volver a empezar. 16-06-2010 Oscarizada película de Garci, con Antonio Ferrandis (inolvidable “Chanquete” en Verano Azul) y Amparo Baró recreándose en un amor tardío y sin final feliz porque la enfermedad terminal del protagonista lo impedía. Se trataba de aprobar una asignatura pendiente

de su juventud. Sin entrar en el aspecto dramático de la anterior historia sí puede existir un paralelismo en lo de “tardío” de mi actividad deportiva. Es llamativo que a mi edad uno pueda ser “atleta aficionado”, que es lo que soy (más aficionado que atleta). Cualquiera que oiga lo de “atleta aficionado” sin más detalles, pensará siempre en alguien joven. Bueno, al tema. Lo de “Volver a empezar” viene muy a cuento porque una vez terminada mi primera maratón (y vuelvo a mis comienzos) no tuve ninguna intención de repetir la jugada. Ya había demostrado que era capaz de correr 42 km (y 195 m) y no pretendía la reedición. Como mucho, volver a correr la Behobia-San Sebastián, que en aquellos tiempos no gozaba ni muchísimo menos de la popularidad actual (16.000 participantes). Entonces no llegábamos a 2.000. Estaba claro que las tres primeras ediciones maratonianas y otras tantas Behobias habían cribado bastante el número de entusiastas repentinos de este deporte, e íbamos quedando menos gente que corriera habitualmente. De cualquier manera, el año 1.981 fue sabático en cuanto a mi participación en carreras. No conservo ningún dorsal ni tengo anotación alguna. De lo que sí estoy seguro es que seguí entrenando. Mi carácter como corredor (creo que ya lo he mencionado) nunca me ha llevado a participar en muchas pruebas. Me lo tomo muy a pecho, salgo a por todas y lo paso mal. El miedo escénico me influye bastante, así que para conseguir seguridad entreno más de lo necesario. También es cierto que, profesionalmente eran tiempos duros. Con mucha responsabilidad encima, un segundo trabajo que me llevaba muchas horas y un pequeñajo de 6 años, que, aunque de él se ocupaba básicamente mi mujer, alguna atención requeriría de mí. Es curioso, pero a la hora de correr el carácter de cada uno aflora sin remisión. Somos como corremos, o corremos como somos. Yo no lo paso bien ante los retos, aunque luego los supere. Recuerdo que cuando me tuve que examinar de reválida de 5º en el bachillerato laboral que estudié, la sola idea de que me tenía que enfrentar a un tribunal en exámenes orales, me aterrorizaba. De hecho, salí de casa rumbo a la guillotina llorando de miedo (solo tenía 14 años, pues iba uno adelantado). El final fue feliz, porque obtuve de media un notable, siendo el único que pasó de aprobado y además el más joven. Pero, insisto, como a mí lo que me gusta es correr y no competir -aunque sí me considero competitivo con reparos-, no veía la necesidad de volver a entrenamientos rigurosos y sacrificados. Esto del carácter del corredor es algo digno de estudio. Con tantos años de práctica deportiva creo que puedo establecer una clasificación (con un toque de humor) de las diferentes tipologías de corredor. Parto de la base de que la mayoría de los que corremos somos en alguna medida competitivos. Pero las diferencias entre los distintos caracteres son abismales. Empezaría por el COMPETITIVO COMPULSIVO que dispara a todo lo que se mueve y tiene que ganar siempre, aunque juegue a canicas. Sin ninguna duda me viene a la cabeza mi amigo Juanjo Mariezkurrena (Tintín o Terminator, que por ambos apodos se le conoce en el Club). Cualquiera que fuera corriendo por delante de él tenía que ser rebasado sin remisión, y más que rebasado machacado. Que no haya dudas de quien manda. Si le pasabas en alguna carrera, no se le olvidaba nunca y tenía pesadillas. Un gesto suyo habitual era señalar el hombro con los dedos índice y corazón juntos acompañando la frase: ¡hay que respetar los galones, chaval! Luego está el COMPETITIVO CEREBRAL. También tiene que superarse siempre y ganar, pero todo lo hace con criterio. Los entrenamientos son programados con detalle y cuida escrupulosamente todos los aspectos que rodean la competición: rivales, estrategia de carrera, alimentación, climatología, recorrido. En definitiva el corredor perfecto. El ejemplo más próximo que tengo es el de también mi amigo Javier Barrera (el Tximbo), ya que incomprensiblemente, aún siendo de Deba, el club de fútbol de sus amores es el Athletic de Bilbao (nadie es perfecto). Pero la palma del competitivo cerebral se la lleva sin ninguna duda Txomin Arizmendi, abogado prestigioso bajo cuyos sabios consejos conseguí mi primera maratón por debajo de las tres horas. Por algo le apodamos “El Maestro”. Mi amigo Txomin, con quién he compartido varias maratones (en uno de ellos él llevaba el dorsal 1 y yo el 2. En otro, él el 2 y yo el 3), tiene un récord difícil de superar: 12 maratones de San Sebastián consecutivos con tiempos entre 2 horas 55’ y 3 horas. Ahí queda eso. En tercer lugar el COMPETITIVO OBSESIVO, respira y vive para su deporte. Toda su vida gira alrededor de lo mismo y sus amigos y relaciones pertenecen al mundillo atlético. Sólo habla de “correr” y de “carreras”. Se pasa el día habitualmente en el estadio más próximo y conoce al dedillo las peculiaridades, tiempos y características de sus rivales. Su única lectura es “Runners” y “Corricolari” y todos sus viajes tienen como objetivo principal participar en alguna maratón. Todo lo demás de la ciudad a visitar, aunque sea Venecia o Paris, es secundario. Me viene a la cabeza algún nombre de los que conocí cuando yo frecuentaba el miniestadio de Anoeta en mis tiempos gloriosos. Eran bravos corredores que habitualmente pasaban en el pelotón de cabeza de cuantas carreras se celebraban. Una más. El COMPETITIVO RESTRINGIDO. Solo compite contra sí mismo. Tiene afán de superación pero para mejorar lo ya realizado sin tener en cuenta lo que hagan los demás. No le importan demasiado los tiempos ajenos, sino su propia marca, su propia superación. Se adapta bien al ritmo que impongan otros y no suele tener problemas por verse superado. Suele ser más voluntarioso que cerebral.

Creo que yo pertenezco a este grupo, pero como nadie es químicamente puro, todos tenemos algo de las distintas tipologías. Lo que pasa es que una predomina sobre las demás. Así que cada cual se vea reflejado en la -o las- que considere oportuno. El COMPETITIVO CORREOSO. Jamás se rinde ni perdona entrenamiento alguno, aunque caigan rayos o chuzos de punta. Es esforzado y perseverante y tiene muy clara cual es la prioridad: correr. Se marca objetivos ambiciosos y este puede ser su punto débil, pues a veces las expectativas no se cumplen a pesar de que se esfuerza al máximo por lograrlo. El más fiel exponente de esta tipología, lo ostenta sin ningún género de duda mi amiga y habitual compañera de fatigas Marian, quién ha superado cuantos obstáculos le han salido al paso, y no han sido pocos, tanto en su vida particular como deportiva. En el Club la apodan La Duquesa. Sin duda alguna, en su escudo heráldico figurarían en el lema las palabras Tenacidad, Esfuerzo y Voluntad. Corredora de vocación tardía (a los 50 años empezó a correr en serio), no sé lo que hubiera conseguido si hubiera empezado antes. Miedo me da. No quiero olvidarme de otra subdivisión de los competitivos. El COMPETITIVO SOLIDARIO, que a pesar de su dureza, excelentes marcas, y capacidad de sufrimiento, es capaz de acompañar a cualquiera que vaya más lento o haya sufrido un percance o lesión. Esto no es muy habitual entre los competitivos por la propia esencia de su carácter. De ahí el mérito. El representante oficial de esta categoría es sin duda mi amigo y compañero de innumerables carreras y entrenamientos José Mª. Iturrioz, apodado “Pequeño Gran Hombre”, como Dustin Hoffman, protagonista de la película del mismo título, cuyo argumento es la caricatura de “una del oeste”. Como dato, apuntaré que con 62 años cumplidos, consiguió una marca de 2 horas 58’ en su última maratón. Increíble. Yo ahora tengo esa edad y solo de pensarlo me dan escalofríos. A continuación vienen los TRAGAMILLAS. Existe el TRAGAMILLAS AVENTURERO que lo que de verdad le gusta es la aventura. Suele olvidarse de los tiempos y lo importante para él es participar. Corre sin descanso lo que haya que correr y lo mismo escala montañas que atraviesa desiertos. Esta tipología se ajusta como un guante a Jesús Eguimendia alias Superman. En la Behobia va hasta la salida corriendo, con lo que duplica el recorrido (otros 20 km), y corre maratones en el desierto sahariano o escala el Txindoki corriendo. En fin, un fenómeno. También existe el TRAGAMILLAS PORQUE SÍ. Su característica principal es la acumulación de carreras, maratones habitualmente. No suele hacer muy buenos tiempos, porque lo suyo es inventariar maratones y pueden correr 3, 4 o más al año. Se desplazan a donde haga falta para correr maratones en los que todavía no han participado, como si se tratara de coleccionar el cromo raro que nos falta para completar el álbum. Suele ser buena gente (casi todo el que corre lo es, lo que pasa es que entre los competitivos el ansia de victorias se puede confundir con egoísmo o insolidaridad), y mis representantes favoritos en esta categoría son Iñaki Eizaguirre, perteneciente al “equipo médico habitual” del club y Rafa Errasti, que ostentó con mucho mérito la primera presidencia del Club. A partir de ahora viene el numeroso grupo de los TROTONES, gente bullanguera y jatorra que lo que intenta es pasárselo bien corriendo en grupo sin plantearse mejorar tiempos ni privarse de una buena comida o alguna que otra “birra” aunque sea en vísperas de una maratón. Sus tiempos en la “reina de las pruebas” van desde 3 h.15’’ a 4 horas. Como subdivisión está el TROTÓN LIDER. A su alrededor se agolpan los componentes del grupo hasta que este da la orden de salida. También elige el itinerario y los demás lo acatan sin discusión, hasta el punto de que se establece una especie de drogodependencia, de forma que cuando éste falta el resto del grupo suele estar desconcertado al no estar habituado a tomar iniciativas. Es habitual la figura del VICELIDER que suple al titular en sus ausencias. Joseba Erauskin (el Guindilla) es el titular indiscutible de esta categoría. Controla perfectamente el grupo y conoce al dedillo las peculiaridades de cada uno. Esta información y una buena dosis de humor ácido da mucho juego. Además, de vez en cuando se destapa con una preparación concienzuda y consigue unas marcas más que aceptables (como casi todos los trotones cuando se lo proponen). Existe también, aunque es más raro, el TROTÓN-SOLITARIO. Se trata de una anomalía, porque al trotón-trotón lo que le gusta de verdad es el grupo y el cachondeo entre sus miembros. A éste se le ve casi siempre corriendo solo a cualquier hora del día (y de la noche) por cualquier sitio o paraje. Rechaza siempre de forma inapelable las invitaciones de otros trotones para correr juntos. Peio, el Llanero Solitario o el Fugitivo, también miembro del club es la personificación perfecta de esta subdivisión. Dentro del grupo de TROTONES es muy habitual encontrarse con el TROTÓN CUENTACHISTES, que ameniza casi siempre los recorridos con chascarrillos y sucedidos chistosos que provocan la hilaridad colectiva. Suele tener algo más de fondo que el resto porque a la par que corre, siempre va contando historietas, lo que le provoca un mayor esfuerzo que luego le viene muy bien a la hora de la verdad. No hay duda. Juan Calos Fano en esta categoría no tiene rival. El TROTÓN VIDA SANA practica el deporte-salud. Le importan un pimiento los tiempos. Sabe que el ejercicio aeróbico le viene muy bien a su salud. Pasa de la competición, porque su objetivo es llegar, cosa que hace normalmente bien porque tiene muy estudiada su capacidad. Mi amiga Olga, La Jacetana, es la cara (bonita) de esta categoría.

Casi se me olvida el TROTÓN ANÓNIMO. Siempre está ahí pero pasa totalmente desapercibido ya que casi nunca habla. Muchos no conocen ni a qué se dedica ni su procedencia. Justo justo el nombre, pero hace bulto y, como mucho, suele sonreír con lo que oye del cuentachistes. Como se puede apreciar, todo lo anterior es de cosecha propia y fruto de la observación imparcial. Que nadie se ofenda por pertenecer a un grupo u otro. Todas las formas de correr son válidas y ninguna tiene más mérito que otra. Que cada cual corra como quiera, porque de lo que se trata es de hacer deporte. A cualquiera de las categorías se le pueden atribuir infinidad de virtudes y de defectos, así que cada cual elija la suya. En el club de mis amores, Donostiarrak, se han producido a veces roces amigables e intercambio de mensajes humorísticos e irónicos entre miembros competitivos destacados (VIP’s) y trotones o conjunto de trotones (PELOTON DE LA CASTAÑA ó CASTAÑUELA), pero la cosa no ha pasado de ahí. Que la paz reine sobre todas las cosas. De lo que no tengo duda es de que en el fuero interno de cada cual, secretamente y de vez en cuando, envidia al del otro grupo. ¿A qué competitivo no le gustaría más de una vez trotar cómodamente oyendo chistes? Y del mismo modo, ¿qué trotón no ha soñado alguna vez con batir su plusmarca y dejar boquiabierto al respetable por haber bajado de 3 horas en una maratón? No me gustaría terminar este comentario sin mencionar una “rara avis” o anomalía atlética (esto que no se malinterprete. No es peyorativo). Imaginaros alguien con excelentes condiciones para correr, como así lo atestiguan las marcas que consigue en las escasísimas ocasiones en que decide participar en una carrera, que además tiene el pundonor de no quedarse atrás en duros y competitivos entrenamientos y que decide con convencimiento absoluto no participar en casi ninguna prueba y evitar el esfuerzo y estrés que esto supone. Bueno, pues existe una persona que todo lo anterior le sienta como un traje a medida. Es precisamente la que encendió la mecha de este relato y puso en marcha todo este invento de lo que estoy escribiendo al regalarme el libro de Murakami. Es que Begoña además de inteligente es sabia. Creo que me he extendido demasiado, pero es que el tema da mucho de sí. Y eso que he resumido bastante. Y ahora vuelvo a la cronología del comienzo del capítulo, después del año en blanco siguiente al de la 1ª maratón. Nos situamos en 1.982 y 1.983, años muy parecidos en casi todo. En realidad lo único que me proponía como meta fija era correr la Behobia-San Sebastián, cosa que es muy habitual en mucha gente. En Septiembre empiezan a brotar como setas corredores desconocidos el resto del año que inician sus preparativos para esta popular carrera. Una vez que ésta se ha celebrado, desaparecen misteriosamente hasta el año siguiente que vuelven a salir del armario. Pues bien, yo en esa época hacia exactamente eso. Entrenar un par de veces a la semana casi todo el año, salvo los meses de septiembre y octubre que intensificaba notablemente los entrenamientos. Aproximadamente el segundo domingo de Noviembre se celebraba la prueba. De esos dos años no tengo anotaciones de los entrenamientos, pero sí los dorsales de la carrera, y los datos que transcribo a continuación: 1.982- Tiempo 1 h.23’ 16’’. Puesto 352. Clasificados 1.190. 1.983- “ 1 h.24’ 00”. “ 372 “ 1.700. En el número de clasificados se ve claramente la tendencia al alza de la carrera. En 1.983, ocurrió además otra cosa que no tengo muy clara. Entonces la maratón, como ya he dicho, se celebraba en octubre y la Behobia en noviembre. Era ilógico y contrario a lo de ahora. Mi perplejidad viene del hecho de que conservo un dorsal de la maratón del 16 de octubre y que corrí sólo la mitad, con un tiempo de 1 h. 26’. Supongo que en mi subconsciente (o inconsciente, más bien) empezaba a germinar la intención de repetir otra maratón. En aquellos tiempos, yo ya me consideraba un corredor de fondo curtido y experimentado. Iluso de mí. Recuerdo con nitidez lo que me dijo un compañero del Banco que, a la sazón, entrenaba y preparaba a chavales para correr con el Club Platero, de bastante solera y sede en el bar del mismo nombre en la calle Matía del Antiguo. Me vino a decir amablemente y sin acritud que yo no sabría lo que es el atletismo de fondo hasta que siguiera entrenando y corriendo regularmente durante 4 ó 5 años más. En realidad me llamó neófito e ignorante, además con toda la razón del mundo. Aún nos seguimos saludando cuando nos cruzamos por el barrio. Todavía en esta época yo era un corredor solitario y en esencia lo sigo siendo. Lo que yo ya no tengo tan claro es que corría solo porque mi carácter es así o porque no tenía con quien hacerlo por incompatibilidad de horarios o por lo que fuese. Este tema merece la pena desarrollarlo ampliamente, pero será en el siguiente capítulo.

Capítulo 7. Sonrisas y lágrimas. 18-06-2010 Uno, cuando corre solo, tiene el inconveniente de que indefectiblemente su pensamiento vuelve una y otra vez a concentrarse en el esfuerzo que está realizando, en lo que le queda todavía por recorrer sobre lo que se había propuesto, en el ritmo que llevas, etc. Es decir, en aspectos poco estimulantes. Además, como vas solo, ¿qué problema hay para pararse en este mismo momento y dar por terminada la sesión? Está claro que no parece una buena fórmula para la superación, salvo que tengas una voluntad de hierro y

completes de todas todas el programa auto establecido (Duquesa dixit). Dándole la vuelta a este razonamiento, puede convertirse en ventaja, ya que, como no hay compromiso alguno ni hay que dar explicaciones a nadie, justo en este momento me paro, estiro un poco y a casa, donde me espera la “family” y una cervecita bien fría, que por hoy ya está bien... Como autojustificación es entonces cuando uno piensa eso de que “el descanso es necesario y forma parte del entrenamiento”, etc. Yo, aún reconociendo lo agradable de correr en compañía o en grupo (que son dos cosas bien distintas), necesito con bastante frecuencia correr en solitario. Acostumbro en esas ocasiones a variar el itinerario buscando rutas poco habituales y en consecuencia menos “programadas”. Aprovecho para hacer cuestas y conocer zonas o parajes de la ciudad que hace tiempo no visito. Cuando uno repite un día tras otro el mismo recorrido llega a conocer al dedillo cada detalle del mismo y los tiempos de paso. Aunque sea el mejor escenario del mundo (o casi. La Concha de Donosti, por ejemplo) no le prestas la menor atención. En definitiva, te instalas en la rutina, con todos sus inconvenientes. Te cruzas con las mismas personas a las mismas horas y tu perspectiva vital se empequeñece. Tu mundillo diario se reduce. Por contra, cuando exploras nuevos territorios el recorrido es más ameno. Vas fijándote en las novedades de la nueva ruta y no estás pendiente de los tiempos de paso porque no tienes referencias. En la época narrada en el capítulo anterior (y en muchas posteriores), el ritmo vertiginoso del trabajo, los objetivos a conseguir exigidos y las mil responsabilidades profesionales que uno llevaba a cuestas, necesitaban un equilibrio físico y psicológico que, en mi caso, lo conseguía con el deporte. Era la válvula de escape perfecta. Recuerdo (y me ha pasado muchas veces) que cuando salía a correr, frecuentemente le iba dando vueltas en la cabeza a un problema profesional o a algún disgustillo con algún cliente, o... a lo que fuera. El caso es que casi sin percatarme, a medida que el problema “se me iba apoderando”, mi ritmo de entrenamiento iba subiendo de tono y sin apenas darme cuenta me encontraba esprintando como si estuviera haciendo series. De vuelta a la realidad yo mismo me decía que era un cretino por dejarme llevar de esa manera, pero de lo que estoy seguro es de que eso contribuía a mejorar mi equilibrio emocional. Cuando hablas de estas cosas con la gente, muchos te dicen que son incapaces de correr porque “se aburren”. Yo sobre esto tengo mis dudas. Puede ser una cortina de humo que oculta la realidad. Esa realidad puede no ser otra que, a lo que llaman “aburrimiento” sea “esfuerzofobia”. Porque, ¿que mayor aburrimiento que estar sentado solo en una terraza viendo pasar gente? Bueno, pues eso, para ellos no es aburrido. Es un placer. La diferencia entre correr (viendo pasar más gente) o estar sentado en una terraza es el esfuerzo. Yo cuando corro solo siempre voy pensando o imaginando cosas. Casi siempre el pensamiento va en ebullición y no pocas veces he encontrado la solución a un problema que se me resistía. Por cierto, a mí también me gusta sentarme en una terraza y “aburrirme” viendo pasar gente. Mi vocación como corredor claramente solitario no me impide disfrutar como un loco de correr con más gente. Los fines de semana, por ejemplo, nos reunimos a veces hasta 30 o 40 compañeros-amigos-colegas, para recorrer el itinerario preestablecido, con salida a una hora prefijada y tiempos de paso con precisión casi matemática que permiten a algún rezagado incorporarse sin problemas al grupo. Pues bien, los temas que se comentan durante el recorrido son generalistas: fútbol, la marcha de la Real Sociedad de nuestros amores, el tiempo meteorológico, las novedades del club, los últimos chistes y los piques habituales entre amigos-rivales sobre la próxima carrera. Cuando el grupo es muy grande, por razones de espacio y capacidad auditiva, se fragmentan las conversaciones y se forman grupitos o grupúsculos variopintos cuyos temas de conversación pueden ir desde el misterio de los números primos al sexo de los ángeles o simplemente al sexo (y su práctica), pasando por la prensa rosa, la economía o el efecto invernadero. Pero raramente se producen conversaciones llamémoslas “confidenciales”. Esto solo ocurre cuando se corre “en compañía”, es decir con una, dos o como mucho, tres personas, las mismas habitualmente, con un mayor grado de afinidad. En estas ocasiones, se crea una especie de burbuja protectora sobre el minigrupo que se desplaza con él formando un todo proclive a la confidencia. Es como tomar un café con par de amigos en una mesita retirada de una cafetería. El grado de proximidad y la igualdad en el esfuerzo provoca una atmósfera muy favorable al intercambio de pareceres, sobre cuestiones familiares o de opinión, que jamás publicarías corriendo en un grupo numeroso. Es decir, así como corriendo en grupo te lo pasas “pipa” aunque sea únicamente como oyente (ya sabes, chistes, chismes y noticias de última hora), corriendo en compañía se fomenta la complicidad y la camaradería, es decir, la amistad. A lo mejor, un grado inferior al que tienes con esos que llamas tus amigos de toda la vida, pero el nivel de confianza y de franqueza con que te manifiestas sobre temas cuasi-íntimos puede ser superior. Precisamente porque, en muchos casos, sólo te conoces de correr, sin ninguna otra relación en el resto de tu vida social y eso te da cierta libertad de movimiento. Quiero decir de pensamiento, sin prejuicios establecidos. Creo que el equilibrio perfecto es alternar las tres formas de correr citadas. Psicológicamente por lo apuntado anteriormente, alternando los tres grados de comunicación: con uno mismo, con un par de amigos y con un grupo numeroso. Y deportivamente porque puedes manejar todo el abanico de posibilidades a las que te puedes adaptar: trote tranquilo, a ritmo vivo, progresiones, final a muerte, etc. Está claro que corriendo uno solo, por mucha voluntad que tengas, es muy difícil progresar como lo

harías corriendo en grupo. Siempre hay alguien que hace de liebre y te obligas a seguirle de forma inconsciente, o lo que es lo mismo, con menor esfuerzo. También es indiscutible que si has quedado con alguien, da menos pereza salir a correr que haciéndolo solo, que es cuando somos más vulnerables a la tentación de quedarte en casa. Bueno, basta de filosofías baratas y al grano. ¡Atención!, pregunta: ¿a qué se debe el título de la película elegida? Está claro: a una alegría y a una decepción. El título de la formidable película de Robert Wise estrenada en 1.965 y magníficamente interpretada por Julie Andrews, narra las peripecias de la familia Von Trapp en los días previos a la ocupación de Austria por la Alemania nazi. Lo mejor de la película la banda sonora, con la interpretación en el Festival de Salzburgo de la canción popular “Edelweiss”, símbolo de la resistencia (escasa, por cierto, pues la mayoría estaba a favor) del pueblo austriaco a la invasión hitleriana. En enero de 2.008 me comunican que se está preparando en el Club un viaje a Berlín a finales de septiembre para correr la maratón. Primer pensamiento: ¡jope! que envidia. Me apetece un montón, pero yo no corro maratones desde hace ¡15 AÑOS! Segundo pensamiento: bueno, puede ser una buena oportunidad para intentarlo de nuevo. Se trata de una de las tres maratones más populares de Europa, junto con Londres y París. La ciudad también es preciosa, según dicen, y podría hacer un poco de turismo. Además cumplo 60 tacos y ¡que mejor regalo de cumpleaños! Tercer pensamiento: Me apunto y me marco como objetivo terminar la carrera, sin pensar en tiempos ni otras gaitas. En el caso de que no pueda correr por lesión u otra causa, por lo menos haremos turismo, que a mi mujer le vendrá muy bien desconectar por unos días del cuidado permanente de mi suegro, y que cada vez la tiene más agobiada. Dicho y hecho. Por medio de Olga (la Jacetana), profesional del sector de agencias de viajes y que también participará, nos apuntamos unos 10 corredores más acompañantes. En total unas quince personas. Además del fin de semana correspondiente nos quedaremos en Berlín un par de días más para hacer turismo. Los socios que íbamos a participar éramos además del que escribe y Olga ya citada, Amaia, que no pudiendo correr por lesión se encargó de llevarnos de la mano por Berlín, resolviendo eficazmente los obstáculos del idioma con la ayuda inestimable de Vicente Mier, veterano en estas lides germanas. También Marian, María Jesús y Belén, trío de ases, además de Joseba, Rafa Errasti, José Luis “Rotring”, Miguel Domínguez y Bixen, todos curtidos en mil batallas y en algún caso con cicatrices como recuerdo de las mismas. Por otro lado, otros 10 componentes del Club también preparan el mismo viaje pero solo de fin de semana. Es decir que alrededor de 20 socios del Club participaremos en la prueba (15 hombres y 5 mujeres). Está claro que será la “carrera del año”. Con ese objetivo “in mente” transcurre el primer trimestre entrenando 53 días un total de 642 km. Es decir, más de un día de cada dos y unos 215 km al mes. Me anticipo a decir que en el conjunto del año recorrí 3.060 km en 220 sesiones de entrenamiento, que no está nada mal. Supone correr dos de cada tres días a una media aproximada de 14 km/día. A finales de marzo hice un viaje relámpago (3 días) a Valencia, ciudad que no visitaba desde mi viaje de novios, rumbo a Benidorm. Ahora los novios se van a Los Ángeles o a Bora-Bora, pero en aquellos tiempos (1.972) y en nuestras circunstancias (que quiere decir: sin un duro) no daba para más. Bueno pues allí corrí un par de días alrededor de una hora por la Ciudad de las Artes y las Ciencias y me pareció el sitio perfecto para entrenar. Asfalto, tierra, llano, cuestas, lo que uno prefiera y en un entorno espectacular. Multitud de corredores pululaban por allí. Me acerqué, corriendo por supuesto, hasta el puerto donde se desarrollaba la Copa de América de vela, con algunas dificultades para poder acceder. Tengo que reconocer que la ciudad ha dado un cambio total y está muy bonita y cuidada. Nada que ver con lo que yo recordaba, más bien “cutre” y con un puntito de abandono. Pero claro, han pasado ¡36 años! En el segundo trimestre yo me encontraba perfectamente, sin el menor vestigio de lesión, entrenando fuerte y bien. Disfrutando como hacía mucho tiempo y con la perspectiva de correr de nuevo una maratón en una ciudad fantástica. ¿Qué más puede pedir un corredor que no tiene cura posible? Y por fin llega el trimestre importante, y con él las sonrisas y las lágrimas del título. En junio, unos días antes de dejar Donosti hacia Almería, empecé a sentir molestias en el abductor izquierdo. Ya en Almería, mi fisioterapeuta de cabecera, Paco Rueda, quién tiene como melodía en su móvil la de “el bueno, el feo y el malo”, es responsable del buen estado físico del equipo femenino de balonmano “Vicar-Goya” (rival habitual del Bera-Bera) y además es triatleta, me dijo que eso era coser y cantar. Como así fue. Pero perdí unos días de darle caña a la preparación. En julio incrementé bastante el nivel de entrenamiento. Hice 370 km en 24 sesiones, que ya está bien. Aproveché un viaje-visita a la Expo del Agua en Zaragoza con mi mujer, mi hermano José Luis y mi cuñada Chelo para correr en Tarazona, ciudad natal de ésta. Han recuperado como vía verde una vieja comunicación por tren con Tudela. 16 km de carretera-camino sin coches. La vuelta a Tarazona con el Moncayo al fondo, espectacular.

Agosto a tope. 471 km en 25 días da una media de casi 19 km diarios. El último día del mes hicimos el primer largo-largo de 32 km. Está claro que lo que yo intentaba es estar súper preparado para afrontar una prueba que ya desconocía (¡15 años!) y temía qué después de tanto tiempo me viniera demasiado grande. Y llegó septiembre y con él, además del otoño ¡las lágrimas! El primer domingo hicimos el segundo largo de 30 km. Yo la verdad es que estaba como una moto. No me dolía nada y estaba corriendo a ritmo de 4’ 30’’ km sin problemas. Apretando hasta a 4’ 15’’. En los segundos 15 km del largo yo forcé de forma que casi nadie me pudo seguir y ahí empezó el calvario, porque en los días siguientes un dolor fortísimo en el isquiotibial izquierdo me dejó en la cuneta. Y eso solo a falta de 3 semanas de la maratón. Frustración, rabia, indignado con mi propia estupidez, en fin, días muy malos. Quizás los peores desde hacia mucho tiempo derivados de la actividad deportiva. Había pasado de la expectativa de hacer la maratón en 3 h 30’ a la nada. Sesiones dobles de masaje, probar, dolor, más masaje, volver a probar, más dolor. En definitiva un asco y repetición del proceso: enfado, aceptación y estudio de otras posibilidades. Yo nunca me había infiltrado para correr, pero si en alguna ocasión podía estar justificado era ésta. Mi amigo Javier Barrera, médico-consulting del grupo (él también iba a Berlín) se ofreció amablemente. Solo decir que en las últimas 3 semanas prácticamente no corrí. El dolor no me lo permitía. Así que fui a Berlín con la intención de salir en la carrera pero convencido de mi retirada. De hecho en el bolsillo llevaba la dirección del hotel y dinero para la vuelta en taxi, humillado y vencido. El ambiente previo a la carrera fantástico. 40.000 participantes dan para mucho. Para tanto que era prácticamente imposible acceder a la salida y tuvimos que saltar vallas como una manada de ñúes en el Serengeti. Y comienzo la carrera junto con mis amigos Joseba (el Guindilla) y José Luis (Rotring), compañeros de los largos entrenamientos. Y experimenté algo desconocido desde hacía tres semanas: ¡no me dolía nada! Claro, me había infiltrado. Pero sabía que el dique seco de 21 días lo pagaría caro, como así fue. A partir del km. 25 no pude seguir el ritmo de mis colegas porque los cuádriceps empezaban a quejarse. Cada vez me costaba más correr y a ritmo paulatinamente más lento. Las paradas para estirar los cuádriceps cada vez más frecuentes. Fueron 17 km muy duros y me fui apagando como una vela. Pero decidí terminar. Es más, en ningún momento dude de que iba a terminar, tardara el tiempo que tardara. Los últimos km casi a 8 minutos kilómetro, pero sin andar en ningún momento. Atravesé la meta exhausto y con una sensación agridulce. Feliz por un lado por haber terminado pero desencantado por haberlo hecho de esa forma. Mi vuelta a las maratones no había sido muy exitosa precisamente. Peor suerte corrió Marian (Duquesa), que después de completar el entrenamiento una inoportuna lesión le impidió participar, aunque lo intentó. Se retiró en el kilómetro 1. Conociendo su coraje y pundonor, creo saber lo que sintió en esos momentos. Además de Amaia, tampoco pudo participar por lesión el veterano Rafa Errasti. Una pena. El resto del viaje fantástico. Recorrimos Berlín de punta a punta con un ambiente formidable y quedará en mi recuerdo para siempre. En la maratón de Donosti de Noviembre, tuve el honor de recibir a cuatro amigos-colegas de mi Club de Almería que venían a participar. A la cabeza, Florencio, el Presi (64 tacos), que guarda un recuerdo imborrable de esta carrera porque en una edición anterior logró su mejor marca de maratón (cuando terminaba en el velódromo). Aún recuerda la sensación al atravesar el túnel de entrada en el recinto y encontrarse con el público aplaudiendo. Con él otros tres bravos corredores: Ramón, Angel y Paco Junior. A pesar del día de perros -frío y lluvia- terminaron los cuatro con tiempos entre 3 h 13’’ y 3 h 37’’. Hice lo mejor que pude de anfitrión y conocieron como las gastamos aquí en una comida especial de sociedad gastronómica en exclusiva que, estoy seguro, recordarán siempre. Mi amigo Manolo se encargó del ágape y como siempre resultó un éxito. También el día anterior tuve que llevarles a la Parte Vieja y potear con pintxos acompañados de mi viejo amigo Gerardo. Así cualquiera corre. Cuando estoy con ellos, con frecuencia sacan a colación esta maratón y lo bien que lo pasaron (al resto de colegas se les afilan los dientes). Y poco más de contar de este 2008, salvo que el viaje a Berlín y mi particular maratón, tuvo una consecuencia inesperada y jocosa. En la cena de cierre de temporada del Club a primeros de diciembre se suelen repartir unos premios variopintos a diferentes socios, con un panegírico siempre humorístico de su perfil. Pues bien, a mí me entregaron el trofeo a atleta destacado como “Cojitranco Eventual”. La verdad es que, a pesar del motivo, me hizo mucha ilusión. Después de 30 años corriendo con bastantes buenas marcas y motivos sobrados para recibir alguna “cosilla” o mención, el trofeo era el premio a un fracaso. Una buena prueba de humildad que siempre viene muy bien. La broma cariñosa, seguro que se le ocurrió a mi buen amigo Juanjo Bueno, a la sazón Presidente del Club. La cena suele terminar como los episodios de Asterix y Obelix cuando canta el bardo y lo atan amordazado al árbol. Bailando frenéticamente en el Errotatxo hasta que nos echan a las tantas por cierre y por... pelmas.

Capítulo 8. Solo ante el peligro. 20-06-2010

La interpretación de Gary Cooper en esta película en blanco y negro es magistral. Asimismo su banda sonora contiene una conocida melodía que yo silbo en la ducha de vez en cuando. Fue dirigida por Fred Zimmermann e interpretada también por la bellísima Grace Kelly. Más adelante se explica someramente el porqué de esta elección. De nuevo tengo que volver la vista atrás y reconstruir, forzando la memoria, como era mi vida -particular y deportiva- en los años 1984 y 1985. Profesionalmente tengo los recuerdos muy nítidos precisamente porque no fueron mi mejor época. En 1982 me habían nombrado en el Banco responsable de riesgos de San Sebastián y al año siguiente me ampliaron el ámbito geográfico a todo Gipuzkoa. Con una de edad de 34 años esta importante responsabilidad no era muy frecuente. Hay que considerar que en aquellos tiempos el Banco no estaba segmentado en Banca de Particulares, Banca de Empresas o Banca Institucional, por lo que era ingente la cantidad de solicitudes de créditos y préstamos que tenía que estudiar a diario. Lo mismo recibía una petición de línea de descuento de decenas de millones de pesetas de las grandes empresas guipuzcoanas como un préstamo para un Ayuntamiento o el hipotecario de un particular o un aval de una empresa constructora por la compra de un terreno. En fin, trabajo a tutiplén que me tenía muy atareado y siempre con la sensación de no llegar y de estar en el filo de la navaja por la repercusión de mis decisiones. Por otra parte continuaba con mi trabajo de la tarde y con respecto a la familia, mi hijo con más de 7 años requería cada vez más atención. Y además, de vez en cuando, salía a correr. Por eso no es de extrañar que siguiera con la tónica de mantener la forma con entrenamientos muy espaciados durante casi todo el año e intensificara los mismos de cara a la Behobia a partir de agosto. Es curioso el proceso que sigue la familia -fundamentalmente el cónyuge- cuando uno empieza a correr. Al principio es una novedad que cae bien. Hacer deporte está bien y mientras haces eso no haces otra cosa peor. Además estás controlado (hablo desde mi punto de vista masculino). Vuelves sudando a casa y ahí no hay trampa. Pasa el tiempo y tú sigues corriendo aprovechando los días que te lo permite el trabajo o las circunstancias. Tu mujer ya ve que la cosa va en serio, pero todavía el asunto está en un estado incipiente y flexible lo que no interfiere demasiado la vida familiar. El problema comienza cuando empiezas a participar en carreras y priorizas los entrenamientos sobre otras cosas, como ir de compras, salir a dar una vuelta o a cenar con otras parejas amigas. La jefa de la casa empieza a vislumbrar que a lo tonto a lo tonto has empezado a obedecer las órdenes de otro ser invisible. Tu otro yo -tu conciencia- que te dice por lo bajinis que si no sales a entrenar ese día el fin de semana lo vas a notar mucho y no digamos en la carrera próxima. Y empieza la confrontación, al principio con frases todavía aceptables como: “no te va a pasar nada por que no corras un día” o “¡jopé, que fiebre te ha dado con esto de correr! Poco a poco, a medida que va comprobando que no hay vuelta atrás y que estás decidido a seguir corriendo, el tonillo se va volviendo más áspero y cáustico. Y la ironía va dejando paso al sarcasmo: “pero tú, ¿que quieres ser ahora, atleta?”. Y del sarcasmo a llamadas a tu conciencia: “el niño parece que no tiene padre” o “está claro que yo te importo un pimiento”. Y llegan las comparaciones: “el otro día en el cumpleaños de Pepito, estaban todos los padres menos tú. Me preguntaron y me daba vergüenza decir que te habías ido a correr”, etc. Esta es la etapa más difícil. Aquí hay que apretar los dientes y pensar en los 5 minutos que va a mejorar tu tiempo en la carrera del domingo próximo. Mirada firme al infinito y actitud inquebrantable. Que quede claro que lo primero es lo primero. Si ahora te vienes abajo has perdido la batalla. Con los amigos tampoco lo tiene uno fácil. De repente resulta que te pierden de vista y cuando apareces les das la chapa con tu manía de correr. Además dejas de acudir a cenas y saraos. Y se extiende una corriente simpática de complicidad familia-amistades que te tiene rodeado. No importa. Tú, a lo tuyo. Así transcurre bastante tiempo hasta que, consciente de la situación organizas un viaje de fin de semana a alguna ciudad donde haya Cortinglés, y que ese domingo se corra una media maratón. Matas dos pájaros de un tiro. ¡Jopé, que tío más listo eres! Cuando el banco te carga las facturas de la Visa, empiezas a sospechar que no eres tan listo. Pero no importa. 3 minutos y 15 segundos menos en tu marca bien merecen la pena. A partir de aquí, tú mujer toma conciencia de que las cosas son como son y que no hay vuelta atrás. De la complacencia se ha pasado a la negación. De la negación a la resignación y de la resignación a la aceptación. Y es entonces cuando por Reyes te regalan unas zapatillas de correr (que seguramente tendrás que descambiar) y comprendes que has ganado la batalla. Pero la pelea ha sido dura. Más adelante tu mujer se sentirá orgullosa de tus logros y presumirá de marido con vuestras amistades femeninas cuyos cónyuges no tienen ni de lejos tu magnífica estampa. Todos con barriga cervecera y avejentados. Y aquí me viene a la memoria algo que me ocurrió por estas fechas y juro por... mi pulsómetro, que es literalmente cierto, al menos en la esencia y en lo que yo pueda recordar. Yo tenía un vecino que conocía de antes de trasladarnos a vivir al mismo inmueble de Amara Berri. Charlábamos lo imprescindible de vez en cuando y el trato era educado y correcto. Se trataba de una persona digna de admiración por sus convicciones firmes, afán de superación y voluntad. Ya de adulto y mientras trabajaba, en horas libres había estudiado económicas y obtenido el título

correspondiente, ejerciendo como tal en una importante empresa donostiarra donde progresaba rápidamente. Físicamente su figura iba redondeándose de forma peligrosa, debido, supongo, al sedentarismo y a la sobrealimentación, como ocurría a mucha gente de, más o menos, nuestra edad. Una tarde yo volvía de entrenar y al entrar en el portal él salía con su mujer. Yo les salude y él me espetó con bastante mala leche y cierto sarcasmo insultante: “Pero tú, ¿cuando coño vas a dejar de correr?”. A veces el tonillo es más insultante que las propias palabras, y éste no me gusto nada. Yo habitualmente soy una persona que trata de no meterse en líos, bastante contemporizadora y amiga del buen rollo, pero cuando vienen de frente y me buscan... me encuentran. ¡Vaya que si me encuentran! Lo que en realidad quiso decir fue: “¡deja ya de correr, mamón, que ya no tienes edad para ir por ahí en pantalón corto!”, o por lo menos lo que yo quise entender. Como el que no quiere la cosa pero con el colmillo goteando, le respondí: “creo que seguiré corriendo mientras pueda. Tengo que evitar ponerme tan fondón como tú”, al tiempo que con mi índice derecho señalaba sus protuberancias barriguiles. Y seguí trotando hacia el ascensor. Claro, aquí el problema añadido, es que al ir acompañado de su mujer, no podía ocultarlo ni contar luego otra versión dulcificada y más favorable a su persona. Creo que fue una crueldad por mi parte, pero la respuesta fue instintiva ante un ataque directo. Pero lo mejor viene ahora. Al cabo de algún tiempo, él empezó a correr. Yo le veía de vez en cuando con una cinta en la frente. Y comenzó a adelgazar ostensiblemente. Y siguió corriendo con el fervor del neoconverso, que no entiende que haya podido vivir hasta entonces sin esa actividad. Y siguió corriendo y adelgazando. Cuando me encontraba con él, me contaba sus progresos con entusiasmo y me consultaba pijoterías que él leía en publicaciones especializadas y a las que daba mucha importancia. Me trataba como a un maestro-gurú con conocimientos ilimitados sobre la materia. Y mi Pequeño Saltamontes cada vez tenía los ojos más saltones -como de loco, que diría mi amigo José Mª-, y abultaba menos. Yo, -estoy seguro- sin proponérmelo había creado un monstruo del tipo que magistralmente define Tom Wolfe en su magnífica novela “La hoguera de las vanidades” refiriéndose a un ejecutivo de Wall Street: “era un fanático del jogging (lo de footing es un barbarismo que solo se utiliza en el castellano de los lares ibéricos), de la raza de las 5 de la madrugada. Poseía ese aspecto chupado y atlético de los que, cada día miraba de frente las huesudas facciones del gran dios Aeróbico.” Creo que consiguió correr la Behobia un par de veces y después abandonó la actividad deportiva, al menos al aire libre, porque sigue conservando su aspecto estilizado y elegante, no vaya a ser que cualquier día se encuentre en el portal con otro cabroncete. Está claro que se propuso superar un reto y lo consiguió. Ya he dicho que era un tipo con mucha voluntad y quiso demostrarse a sí mismo, (y de paso a su mujer) que era capaz de hacer lo mismo que el vecino del 4º, lo cual tiene mucho mérito. Está claro que la naturaleza humana nos sigue sorprendiendo a cada paso. Bueno, voy a volver al grano porque se me va el hilo del asunto. 1.984 fue un año donde empezaron a suceder otras cosas. Mis anotaciones se circunscriben a los dos meses y medio previos a la Behobia y justo cuando empezaban las vacaciones de verano en Almería. Del 23 de agosto al 13 de Septiembre corrí 141 km en 9 días. De vuelta en Donosti corrí en otros 3 días 40 km más. Y el 23 de septiembre -justo un mes más tarde- se celebró la I Media Maratón Laister de San Sebastián. Laister fue un establecimiento de ropa deportiva (y zapatillas de correr básicamente) propiedad de un atleta madrileño cuasi-profesional llamado Eugenio, que hizo mucho por las carreras de fondo en Donosti y fundó el club del mismo nombre del que fui socio con carnet que aún conservo. La tienda sigue existiendo pero está en otras manos. Yo corrí mi primera Media Maratón en un tiempo de 1 h 27’ y llegué el 250 de un total de 630 clasificados. Como se puede apreciar todavía éramos pocos los que corríamos. De aquí hasta la Behobia (11 de noviembre) entrené otros 30 días un total de 500 km, alternando llano, cuestas y series en ambos terrenos, pero de forma intuitiva y sin que nadie me orientara. La Behobia me salió muy bien: 1 h 21’ que ya es un tiempo bastante aceptable. El puesto 323 entre 2430 participantes así lo atestigua. Ya empezaba a creerme que era un corredor de fondo. Y el 1 de Enero de 1.985 cambié de trabajo... y de profesión. Como ya he dicho, en los últimos tiempos en el Banco venían sucediéndose cambios vertiginosos y algunos nos encontrábamos un tanto desorientados y con la sensación de que tu trabajo no era lo suficientemente valorado. El Banco de Vizcaya había comprado hacía tiempo una importante compañía de seguros: Plus Ultra, con sede en Madrid y especializada en seguros industriales, donde era referencia. Tenía un gran prestigio pero estaba un tanto anquilosada y necesitaba aires nuevos y orientarse al gran mercado potencial de seguros particulares tanto de vida-accidentes-ahorro, como de daños patrimoniales, hogar, coche, responsabilidad civil, etc., y sobre todo pensando en las grandes posibilidades de venta cruzada con la gran base de clientela que ya tenía el Banco. Su sede central se situaba en un edificio-palacio junto al Hotel Palace y frente al Congreso de los Diputados. Pues bien, me habían ofrecido hacerme cargo de la dirección de la Zona Norte (4 provincias) y darle el vuelco necesario que requerían los nuevos tiempos. Era un reto difícil porque yo desconocía totalmente el sector del seguro y mi cometido sería en gran medida netamente comercial, área en la que yo no era un experto precisamente. Pero los retos siempre me han gustado y el factor

riesgo (aventura lo llaman otros) también me atraía. Además conocería a fondo una nueva profesión en los tres años que, en teoría, pasaría en el nuevo puesto. Las condiciones económicas eran muy buenas y no me desvinculaba del Banco donde podría volver siempre que lo deseara. Nunca he aceptado un nuevo cometido para pasar el rato y el lema apócrifo por el que me he guiado en la vida ha sido: “siempre por encima de la media”, así que acepté. Por resumir diré que en lugar de 3 años estuve 8. Que las 4 provincias iniciales de ámbito territorial pasaron a ser 9, que comprendían Aragón, Soria, Burgos, Gipuzkoa, Álava, Navarra y La Rioja. Y que mi progresión profesional y económica fue meteórica. También, como siempre, me entregué a fondo y trabajé todas las horas del mundo y alguna más. Pero mi forma de vida había sufrido un cambio brusco porque mi nueva actividad me obligaba a viajar continuamente sin reparar en horarios. Frecuentemente dormía fuera de casa y las comidas de trabajo eran continuas, así que las dificultades para encontrar un hueco y poder entrenar se multiplicaron. Imaginaros: un trabajo absorbente, con viajes, hoteles y comidas de trabajo casi a diario. 37 años. Lo más fácil era ir orillando el deporte a los fines de semana en plan tranquilo, e irme instalando en mi nuevo status profesional. Estaba rodeado. En estas circunstancias mucha gente hubiera casi abandonado un deporte tan duro y buscado otras alternativas más agradables. Estaba solo ante el peligro. Para Gary Cooper, lo más fácil, hubiera sido dar la razón a su mujer, abandonar el pueblo donde sus cobardes vecinos no le ayudaban y largarse con viento fresco lejos de la cuadrilla de facinerosos que se aproximaban con las peores intenciones. Pero era Gary Cooper y -por honestidad- buscó, no el camino más fácil, sino su camino, que era quedarse y enfrentarse a “los malos”. Lejos de la épica de la película, yo hice lo propio. Elegí mi camino, que era seguir corriendo a pesar de todos los obstáculos. Sentí que la necesidad de hacer deporte estaba más presente que nunca. Era una cuestión de equilibrio físico y mental, así que me propuse, costara lo que costara, no dejar de correr. En la fotografía futura -imaginada- a medio plazo, no me veía nada bien si ahora dejaba de correr. Así que a veces, antes de salir de viaje para dos o tres días, a las 6 de la mañana entrenaba entre 40 minutos y una hora a ritmo vivo. Después viajaba, por ejemplo, a Zaragoza y terminaba mi jornada a las 9 de la noche, derrengado pero satisfecho. Siempre que viajaba a Madrid (una o dos veces al mes) trataba de reservar hotel en las inmediaciones del Retiro o a una distancia asequible. En esa etapa de mi vida terminé conociendo cada rincón de ese magnífico parque a base de recorrerlo de arriba abajo. La verdad es que contar con un espacio así en el centro de Madrid es un lujo y para mí era la solución perfecta. Cuando llegaba, por ejemplo, a una reunión convocada a las 9 de la mañana y decía a mis compañeros que ya había corrido 15 km, flipaban y estoy seguro que alguno ni se lo creía. De esta manera, este complicado año solo corrí la Behobia, que ya se estaba convirtiendo en un acontecimiento popular y rondaba los 3.000 participantes. Con precisión casi matemática, empecé a entrenar en serio el 25 de Julio (2 días más tarde que el año anterior). Como la carrera era el 10 de noviembre, tenía por delante tres meses y medio, más o menos, para tratar de repetir la jugada y si fuera posible mejorar la marca de 1 h 21’. Se repite el esquema de vacaciones en Almería y vuelta a San Sebastián. Los entrenamientos de agosto y septiembre muy flojos. Solo 10 días cada mes y sin pasar de 140 km. Eso sí, alternando largos con series. Cuando repaso ahora estos datos y veo que con tan escaso bagaje era capaz de correr a menos de 4 minutos kilómetro me dan escalofríos. En octubre me empleé a fondo. No sé como lo haría pero corrí en 19 días más de 300 km. Aquí observo un dato curioso, pues tengo anotado la media de tiempo por kilómetro de las últimas seis semanas y son como sigue (en sistema decimal): 1-4,86, 2-4,48, 34,25, 4-4,27, 5-4,24 y 6-4,17. O sea que corría permanentemente por debajo de 4’ 20’’. Ahora entiendo que el día de la carrera mejorara la marca anterior con 1 hora 20 minutos, que es hacer cada uno de los 20 km a 4 minutos justos. ¡Que tiempos aquellos! (y nunca mejor dicho). Como reflexión final, no tengo duda del acierto de mi decisión. No sé que hubiera hecho que mereciera la pena como sustitución al deporte. Quizás nada, y me hubiera perdido un montón de experiencias y sensaciones logradas a base de correr. Lo que si tengo bastante claro es que salvo en otra ocasión, que ya referiré, nunca he estado más cerca de arrinconar este noble oficio. ¡Bendita decisión!

Capítulo 9. El crepúsculo de los dioses. 24-06-2010 Hoy es el día de San Juan. Anoche mi nieta Carmen, de tres años y medio, me estuvo ayudando a preparar la barbacoa. Para ella era la primera vez, así que estaba excitada y nerviosa mientras encendíamos el fuego y este prendía rápidamente, primero en la leña de

sarmiento bien seca y después en el carbón vegetal. Para entonces las ráfagas de viento de levante ya soplaban rápidamente anunciando para hoy un día caluroso. Con esta previsión he salido a correr a las siete y media de la mañana buscando la mejor temperatura del día, pero ha sido un intento vano porque los termómetros ya pasaban de los 23 grados. La primera parte del entrenamiento ha sido muy fatigosa, de cara al viento reseco y con la boca como el esparto. Instalado en esa burbuja solitaria del corredor de fondo en la que sin parar vas pensando en lo mal que estás y lo que te está costando cumplir con lo que te habías propuesto, me he dicho que la vuelta la haría despacio y tranquilo, parando las veces que hiciera falta. Y empiezas a engañarte a ti mismo: un kilómetro más y me paro y cuando has recorrido ese kilómetro piensas que por qué no otro más y otro y otro, de forma que no paras en ningún momento y además corres con el viento a favor, a un ritmo muy superior a la ida, y acabas los 13 km en poco más de una hora exhausto y deshidratado, pero contento porque, una vez más, tu voluntad ha superado la flaqueza de ánimo y el cansancio. Y entonces pienso que más que un entrenamiento de resistencia física ha sido un entrenamiento de resistencia mental. Y ahí está todo el secreto de este invento de correr. ¿Donde está el límite de la resistencia física? Está claro que si sufres un ligero desvanecimiento, un mareo, o dolor muscular, te tienes que parar y ahí está el límite. Pero si no tienes una señal clara que te lo indique, si solamente es tu mente la que te está diciendo: “¡párate cretino!, ¿no ves que no puedes más?”, seguro que sí puedes dar un paso más. Y si puedes dar uno, puedes dar otro y otro y otro... Moraleja: el límite está en el “coco” y puede ser tan elástico como el chicle. La primera barrera que hay que vencer cada vez que sales a correr es mental. Tienes que ganar por goleada a esa parte de tu mente que te está diciendo lo bien que estarías tomando una cervecita instalado en tu sofá en lugar de sudando como un loco corriendo por ahí. O sea que el entrenamiento es siempre doble y los beneficios también: bienestar del cuerpo y de la mente. A todos nos ha pasado que cuando gana el enanito malo que llevamos dentro y nos damos media vuelta en la cama dejando para otro día eso de correr, hora y media después estamos renegando y pensando que ya estaríamos duchados y felices con la satisfacción del deber cumplido. Y sigues mascullando maldiciones durante todo el día, llamándote de todo por lo “flojo” que te estás volviendo. Cuando llegas a una edad como la mía, tienes que ir resolviendo continuamente una contradicción que te asalta a diario. Por un lado tienes el convencimiento absoluto de que lo mejor para el resto de tu vida es seguir corriendo hasta que el cuerpo aguante. Y por otro vas comprobando día tras día que tus facultades físicas van mermando a un ritmo galopante (si se me permite la contradicción) y que todo lo que suceda en el futuro será cada vez más trabajoso y menos eficaz. Como tu memoria no entiende mucho de edades, crees que fue anteayer cuando conseguías esas “maravillosas” marcas que jalonan tu currículum. Además has idealizado la historia -ya lejana, aunque tú la sientas próxima- y no entiendes que ahora te cueste tanto rodar a 4’ 45’’, cuando hace una década eso era como ir silbando. Es decir que vives y te deslizas hacia un lento e inexorable declive que si no lo manejas con inteligencia puede resultar desestabilizador. Tienes que repetirte una y mil veces que el poder salir cada día a correr es un privilegio y, además, tienes la obligación de saborearlo. Las marcas logradas y los ritmos de carrera de hace unos años son agua pasada y no pueden repetirse. Ahora lo único importante es salir a correr dignamente, con un estilo aceptable y a tu ritmo. Sin heroicidades y adaptándote a las circunstancias. Nadie espera de ti otra cosa o sea que no vas a decepcionar a ningún colega. Al contrario. Tienes que encarar tu estado físico actual de la misma manera que te has manejado a lo largo de tu vida: con honestidad (y con honradez, que no es exactamente lo mismo), reconociendo que ya no puedes hacer lo mismo que antes (cosa que todo el mundo ve), y corriendo como corresponde a tu edad y condición. Sin otras zarandajas. A propósito de honestidad. Su significado, en sentido amplio, puede resumirse en la forma de comportarse correctamente en la vida sin perjudicar a nadie de forma consciente ni aprovechamiento propio indebido y de acuerdo con las leyes y normas sociales. Entiendo que la honradez va un puntito más allá. Además de lo anterior incorpora un matiz de calidad: la estima y el respeto de la dignidad propia. Por poner un ejemplo. Si te encuentras una cartera, el honesto, aunque se le pase por la cabeza apropiársela, la entrega. Al honrado, ni se le pasa por la cabeza tal posibilidad y la entrega sin dudar un instante. Es algo parecido a lo de leal y fiel, que mucha gente no distingue y que emplea indistintamente como si significaran lo mismo. Ser fiel, por ejemplo, es no engañar a tu pareja. Ser leal es decirle que la has engañado. O sea que... pues eso. En el correr, se refleja exactamente la personalidad de cada uno. Y soy consciente de que todos hemos utilizado lo que yo llamo “trucos de corredor”, que son solo trucos, no trampas. Mi viejo amigo Txomin Arizmendi, el maestro, repetía con frecuencia que no hay que regalar en las carreras ni un metro, es decir, que sin salir del itinerario establecido puedes “ahorrar” muchos metros ciñéndote en las curvas y siguiendo siempre la línea recta que suponga la distancia más corta (seguir la cuerda). En los 42 km de según que maratones urbanos con muchas vueltas y esquinas puedes mejorar el tiempo a poco que te lo propongas en uno o dos minutos. Y esto es legal. El atajar, aunque solo sea un metro, es trampa. En todas las carreras largas cuyo recorrido ya conozcas, siempre hay tramos que te son menos agradables que otros. Por ejemplo, en la Behobia, atravesar el puerto de Pasajes para mí era un suplicio. 3 km entre pabellones industriales con el suelo surcado por infinidad de vías de tren, prácticamente sin público animando y con el cansancio acumulado de casi 15 km hacían de este tramo una pesadilla. ¿Cual era mi truco? Muy sencillo. Me colocaba detrás de un grupo de corredores de ritmo parecido al mío (o un poco inferior) y refugiado en el mismo me dejaba llevar sin intentar nada hasta comenzar la cuesta de Contadores, donde en varias ocasiones

dejaba atrás a mis acompañantes. Esto lo he repetido una y otra vez y siempre con buenos resultados. Y creo que esto lo hemos hecho todos alguna vez. Si hablamos de alimentación y de lo que uno puede tomar o no tomar de cara a una carrera, creo que todo el mundo sabe lo que está bien y lo que no. Es lamentable que en carreras de aficionados en las que, de forma aleatoria, han realizado análisis a los participantes un alto porcentaje dé positivo. Da mucha vergüenza ajena. Debería existir un juramento similar al hipocrático de los médicos por el que todos los korrikalaris aficionados se comprometiesen a no ingerir sustancia alguna diferente a la alimentación natural. No quiero parecer ingenuo. Ya sé que solo serviría para tratar de ennoblecer esta actividad de forma simbólica, pero algo es algo. Existen deportes que aún en los tiempos que corren tienen a gala el comportamiento honorable de los participantes. Son deportes de caballeros (solo en el sentido de la manera de conducirse, no en el de clase, como es natural) y hay que comportarse como tal. Tanto en el triunfo como en la derrota. El tenis el kárate y el golf son tres de ellos. Yo (¡a estas alturas de la película!) doy mi palabra de que jamás he tomado algo diferente a la alimentación natural y normal en estas circunstancias: pasta, miel, glucosa, frutos secos, etc. Además nunca se me ha pasado por la cabeza hacerlo. Lo digo por lo de honesto y honrado. De cualquier manera, la mayoría de la gente que he conocido corriendo es “buena gente”, además de solidaria y con buen humor. Tanto en los viejos tiempos como ahora. Aún diría más: es gente magnífica. Y creo que hay una buena explicación. Es un deporte muy duro y todos sabemos lo que cuesta estar en forma y lo fácil que uno deja de estarlo o se lesiona. Y aunque sigo diciendo que es un deporte de solitarios, cuando se corre en grupo se forma un equipo de forma espontánea y se actúa como tal (salvo en los últimos kilómetros que cada uno va por libre y a tope). Ahora bien, ¿donde está el límite? ¿Tomarte una aspirina antes de una carrera es tratar de mejorar tu rendimiento de forma deshonesta? Pues, en sentido estricto, yo diría que sí, si no te duele la cabeza ni lo haces cada vez que sales a correr. Al fin y al cabo tratas de lograr algo por medios no naturales. Puede no ser ilegal pero no es honrado. De cualquier manera, allá cada cual con su conciencia. No quisiera dar la sensación de parecer un Torquemada moderno. Que cada palo aguante su vela. Otro truco habitual, es usar unas zapatillas más pesadas para los entrenamientos y otras más ligeras para la competición. No creo que nadie vea algo raro en esto y según mi experiencia un par de minutos menos caen seguro. De todas formas, el mejor truco es que no haya trucos. Y me refiero a que lo mejor que se puede hacer el día de la carrera es no hacer nada que no sea habitual y no lo hayas experimentado antes, aunque sea la cosa más simple (por ejemplo... tomar una aspirina). Y por supuesto no estrenar nada del equipo ese día. Y mucho menos las zapatillas. Y ahora al grano. Lo de “El crepúsculo de los dioses” merece una explicación. En principio el crepúsculo es la luz o claridad difusa del amanecer desde que raya el alba hasta la salida del Sol, pero también la del anochecer, desde la puesta del astro hasta que cierra la noche. Y es a esta última a la que se refiere el título. Además de la ópera de Wagner (última parte de la gran tetralogía “El anillo del Nibelungo”, junto con “El oro del Rin”, “La Valkiria” y “Sigfrido”), existe una película de Billy Wilder del mismo título, protagonizada por Gloria Swanson, William Holden y Erich von Stroheim. Muestra una eficaz historia sobre la decadencia de las grandes estrellas de Hollywood, en unos intentos vanos de reverdecer laureles y recuperar sus tiempos gloriosos. El año 2.007 fue mi “crepúsculo” particular y que se me perdone la desequilibrada comparación porque lo de “gran estrella” ni de lejos, (en todo caso estrellado), pero como metáfora de mi estado de ánimo me venía muy bien el titulillo. En todo el año solo corrí 153 días con un total de 1.711 km. Y además no participé en ninguna carrera. Supone una media de 12 días y aproximadamente 140 km mensuales. Escasísima chispa y muy lejos de algo satisfactorio. Como no paras de darle vueltas a la cabeza empieza a tomar cuerpo la sensación de que eso de correr se acaba sin remisión. Pero intentas buscar justificaciones de cualquier clase, y piensas que las causas pueden ser principalmente dos: la primera es que durante todo el año arrastré una lesión en el isquiotibial derecho, que en muchas ocasiones me hizo pensar que no tenía solución y que era el final. Y la segunda es que a finales del año anterior empecé a jugar al golf y quedé enganchado, dedicando durante este año mucho tiempo a tratar de mejorar mi desastroso juego. El 26 de febrero me permitieron salir por primera vez al campo a jugar 9 hoyos, y ese es el principio de algo que en el futuro me dará, seguro, muchísimas satisfacciones. Mis compañeros de fatigas del equipo de corricalaris de Almería me tomaban el pelo diciéndome que me había pasado a un deporte de señoritos y que lo de correr es cosa del pueblo llano y sacrificado. Nada más lejos de la realidad. Yo soy corredor de fondo y además hago algunas otras cosas, por ejemplo jugar al golf. Como único dato reseñable, diré que en septiembre hicimos Merche y yo un viaje a Asturias. Junto al Parador Nacional de Cangas de Onís donde nos hospedamos descubrí una vía peatonal entre la carretera y el río que me permitió correr dos días hasta Arriondas en medio de un paisaje espectacular. Lo digo porque en cada sitio nuevo que conozco me gusta correr. De hecho lo primero que hago en cuanto dejo el equipaje es explorar el entorno y ver las posibilidades de salir a trotar. Fue un año con mucha pena y poca gloria como justa compensación a lo sucedido el año anterior (2.006) que narraré en otro capítulo posterior.

Capítulo 10. El club de los poetas muertos. 26-06-2010 Viene este título a cuento de que por estos tiempos, años 1.986 y 1987, fuimos a ver esta película (o quizás algo más tarde, pero para el caso es igual) toda la familia, o sea el trío: madre, padre e hijo. Me la había recomendado mi amigo de caminatas José Mª. Lesaga (con quién tiempo después llegaría a Santiago en mi primer Camino), que como era “maestro de escuela” -como él decía- le había gustado sobremanera. El caso es que a mi hijo le causo una gran impresión por las similitudes que encontraba con los miembros del colegio ingles protagonistas de la “peli”, su profesor (Robby Williams) y, sobre todo, por el padre de uno de los chicos que quería ser actor (y lo consigue con la representación de “Sueño de una noche de verano”, de William Shakespeare), cuyo autoritarismo y rigidez en el trato asociaba conmigo. Cosas de la edad, aunque no discuto que tuviera algo de razón desde su óptica adolescente. El tema principal era una crítica -bastante demagógica- hacia los métodos educativos ingleses, inflexibles, duros y victorianos, y los aires nuevos y cuasi revolucionarios de un profesor que sabe conectar perfectamente con sus alumnos a base de abrirles la mente y la imaginación, además de alentarles a hacer lo que su inclinación les pida, rompiendo con la autoridad paterna y educativa. Lo que pasa es que a esas edades adolescentes, si dejas que los cauces se desborden es muy fácil que la cosa acabe en tragedia, como en el film. El caso es que los alumnos forman un club donde clandestinamente leen poesía e intercambian experiencias y expectativas vitales. Su grito de guerra es parte del poema de un escritor ingles que comenzaba así: “¡Oh Capitán, mi Capitán!”. Magnífica la escena en la que, en el hall del colegio donde están expuestas fotografías -de color sepia por lo antiguas- de las promociones de alumnos anteriores, sonrientes, con ropa deportiva y espléndidos en su juventud, les pregunta el “profe” que qué es lo que ven. Se miran entre ellos y contestan lo obvio: son alumnos antiguos. “No, -les responde- sois vosotros. Vosotros dentro de unos años”. El mensaje que les quería hacer llegar es que los años de juventud son efímeros y pasan volando, así que ¡Carpe diem!, aprovecha el momento, chaval, que estos años no vuelven. Me he enrollado de mala manera, pero es que la cosa tiene su miga, ya que no solamente es aplicable a la juventud, sino a cualquier edad. Hace cuatro años, en una etapa del Camino de Santiago por la costa cantábrica, a mi amigo Gerardo, (con el que corrí mi primer maratón en 1.980), hablando de estas cosas le comenté que dentro de 12 años (teníamos los dos 58), cumpliríamos 70 en el mejor de los casos. Desde ese momento le tengo medio traumatizado porque vió tan claro que tenía que aprovechar a tope el tiempo que queda, que desde entonces no deja escapar (antes tampoco) cualquier posibilidad de viaje, experiencia o ágape que se ponga por medio. Es que el tiempo es muy escurridizo y se escabulle a una velocidad vertiginosa. El caso es que la elección del título, viene más al asunto que voy a comentar a continuación. Yo, pasados 8 años desde que empecé a correr, seguía siendo básicamente un corredor solitario, ya que mis horarios erráticos no me permitían otra cosa. Solamente los fines de semana quedaba para correr con los citados José Félix y Gerardo, pero no siempre. Pero por estas fechas coincidí varias tardes con otro corredor veterano, cuñado de un amigo mío de siempre, llamado Javier Imaz, que tenía buen estilo y buenas marcas. La verdad es que era -y seguirá siendo, supongo, aunque ya no nos vemos mucho- un tipo divertido. Me presentó a otro corredor, algo mayor que yo, con el que hice buenas migas y frecuentemente nos juntábamos para entrenar. Se trataba de José Mª. Iturrioz (Pequeño Gran Hombre, ¿os suena?), con quién continúo corriendo mientras hablamos de lo divino y de lo humano. Recuerdo perfectamente el lugar de la presentación: el puente de hierro sobre el Urumea. Iban ellos dos trotando y Javier me invitó a acompañarles. A través de estos dos personajes, me enteré que había un grupo de gente que salía a las 8 de la mañana todos los fines de semana del Colegio El Carmelo de Amara. Eran miembros del Club Donostiarrak, primo gemelo de otro Club de ciclismo: “Donostiarra”. El susodicho club funcionaba porque sí, como un grupo de amigos, sin normas ni estatutos, pero funcionaba. De hecho así ha continuado hasta mediados los años 90. Así que comencé a trotar con ellos. Al fin y al cabo quedaban a escasos 400 metros de mi casa. Conocí a personas emblemáticas como Manolo Olondriz, Mikel Arzac, Rafa Errasti, Antxon Echeverria, Txomin Arizmendi, Javier Castellruiz, Gabi Lasaga, Miguel Domínguez, Juanjo Mariezkurrena, Imanol Gonzalez de Audicana, etc., es decir la vieja guardia. Es complicado citar nombres porque, seguro, me dejo alguno en el tintero, pero también no tengo duda de que me perdonarán la omisión. Son buena gente. Es curioso la cantidad de personas que uno ha llegado a conocer a través del deporte. Yo diría que cientos. De vez en cuando empezamos a recordar a quienes ya no están en activo y surgen nombres a mansalva. Uno tras otro. Y curiosamente, no tengo mal recuerdo de nadie. Al contrario. De prácticamente todos la impresión es buena. Después de tantos años se ha formado una red tan tupida de relaciones que me es imposible separar su recuerdo (y su influencia) de cualquier época de mi vida. Elija la época que elija, es casi seguro que alrededor de ella pululan unas cuantas personas que tienen que ver con el correr. No tengo ninguna duda que el deporte ha sido la piedra angular alrededor de la cual se ha formado la mayor parte de relaciones sociales de mi existencia. Muy superior al trabajo o a cualquier otra faceta de mi vida. Sin darme cuenta pasé a formar parte de este magnífico Club, al cual todavía, me enorgullezco de pertenecer.

A través de sus miembros seguí conociendo gente y creo que por estas fechas dejé de ser un corredor solitario. Era muy difícil salir a trotar y no encontrarte con alguien conocido. Fueras por donde fueras, de día o de noche, algún colega corría por allí. La red que he citado funcionaba y el hilo conductor era el deporte. Al amparo del número todavía escaso pero creciente de los que nos juntábamos para correr los fines de semana (¡a las 8 en El Carmelo!), el Club fue creciendo con la continua incorporación de nuevos socios. El grupo dicharachero y bullicioso ejercía una atracción irresistible para muchos corredores solitarios, que veían la posibilidad de hacer más agradables sus entrenamientos -mientras nos veían pasar con envidia- a la vez que intercambiar experiencias y conocimientos. Emanaba una especie de fuerza centrípeta que absorbía los asteroides y pequeños satélites que pululaban a su alrededor. Y continuamos siendo un club sin estatutos. Funcionaba por adhesión y sin exigir requisitos de ningún tipo. Solo salir a correr. La verdad es que la gente, inteligentemente, obviaba conversaciones delicadas, por ejemplo políticas, que podían incomodar a alguien. Alguno que lo intentaba enseguida se daba cuenta de que ese no era el foro adecuado y se autocensuraba espontáneamente. No encontraba caldo de cultivo. Lo cual no quiere decir que cada uno no tuviera sus ideas, pero no se exponían más que en “petit comité” y con personas de confianza. Allí solo se iba a correr y a pasarlo bien. Esta tela de araña de relaciones era una especie de pegamento que te hacia inmune a cualquier veleidad de abandono y de rebote retroalimentaba tu implicación en el grupo. Y a pesar de todo, seguía siendo un deporte de solitarios, pero solidarios y divertidos. Así que cada vez me sentía más inclinado a sacar tiempo de donde fuera para entrenar, incrementando sensiblemente el número de kilómetros anuales y participando cada vez más en carreras. De hecho, en 1986, llegué a correr unos 140 días, completando 1.800 km aproximadamente. Cada 2,6 días un entrenamiento de casi 13 km Lo que ocurre es que salvo los meses de julio, agosto, septiembre y octubre que eran muy intensos, el resto del año era casi testimonial. El 1 de enero -Año Nuevo- ya tengo constancia por primera vez de empezar el año corriendo. Esta costumbre no la he abandonado desde entonces. Por muy mal que me encuentre después de los excesos -casi seguros- de la Nochevieja, el 1 de enero hay que correr. Aunque sea media hora. Tengo la impresión (pura superstición) de que si no corro ese día el año deportivo será malo. Así que hay que eliminar los malos augurios corriendo, que, por cierto, es la mejor manera de reencontrarte (ahora a la resaca se le llama así) físicamente. Las anotaciones de todo el año están jalonadas de días de viaje (Pamplona, Logroño, Madrid, etc.) y su correspondiente sesión de entrenamiento (antes o después del viaje). Pero también tengo anotadas cuatro joyas. Es decir cuatro medias maratones. El primero en Coslada (Madrid) el 6 de Abril. En uno de mis viajes a Madrid, mi hermano Antonio (el mayor, que vive allí) me comentó que lo iba a correr con un vecino suyo, y que me animara yo también. Dicho y hecho, aunque mi preparación estaba lejos de ser buena. Resultó que el vecino en cuestión era Jesús Odriozola, hermano del eterno presidente de la Federación Española de Atletismo. El día gélido, pero el ambiente de fiesta. Recorrí con ellos unos kilómetros y luego me “fugué”. Como anécdota recuerdo que una zapatilla se me soltó y fui incapaz (por el frío) de volver a atarla. Remetí como pude los cordones para que no estorbaran. La llegada en el estadio de Coslada y la medalla preciosa. El tiempo lo de menos, 1 hora 31’. El 21 de septiembre fue la Media Maratón de Laister, donde conseguí rebajar 5 minutos el tiempo de Coslada. En esta carrera y otras parecidas mis acompañantes habituales, ya eran del Club, José Mª. Iturrioz, Txomin Arizmendi, Antxon Echeveste, etc. Mi puesto fue el 237 entre un millar de participantes. El 12 de octubre corrí sin dorsal la mitad de la Maratón de San Sebastián, con un tiempo de 1 hora 28’. Y por fin la Behobia el 9 de noviembre. No tengo anotado nada especial salvo el tiempo: 1 hora 22’, que sin ser mí mejor marca no deja de estar muy bien. De hecho, de entre 2.638 participantes quedé el 499. Se puede decir que este año fue el primero de mi “década prodigiosa” y valga la petulancia. Desde 1986 a 1995, fue el periodo más fructífero e intenso de mi actividad como corredor de fondo. Ahora puedo comprobar que ya era un corredor de año completo y no de temporada, como venía siendo hasta ahora. Y también me produce pasmo y asombro comprobar que pudiera compaginar una intensísima actividad profesional -con su correspondiente desgaste- con un periodo tan extenso de entrenamientos. Mucho me temo que lo que se resintió fue mi dedicación familiar. A finales de este año hice un cambio importante que me permitió correr con más seguridad. Resulta que cuando iba al viejo Atocha desde la grada de Múgica tenía dificultades para ver bien el balón en la otra portería. Resultado: miopía, que fue incrementándose lentamente y tuve que empezar a usar gafas de forma permanente. Pero salía a correr sin ellas ya que nunca pude acostumbrarme. Así que cada vez me parecía más a “Rompetechos”, ese personaje de cómic creado por Ibáñez que veía menos que un gato de escayola. La gente me saludaba cuando corría y yo devolvía el saludo a todo el mundo aún sin conocerles. Realmente era un tío simpático porque saludaba hasta a los que no me saludaban a mí. Además estaba el riesgo de clavar el pié en una zanja, agujero o alcantarilla, o de chocarte con una esquina directamente. Ya había tratado de usar lentillas rígidas (no había otras) y fue imposible adaptarme. Me pasaba el día llorando como una plañidera.

Pero me enteré de que habían salido nuevas lentillas blanditas y flexibles, y ahí fui yo de cabeza. No tuve ningún problema para acostumbrarme enseguida y desde entonces son mis fieles centinelas en las correrías diurnas y nocturnas y fueron la solución ideal para mí. Y además, lo que me he ahorrado en saludos... Y llegamos a 1.987 donde completé 1.925 km en 154 entrenamientos y carreras, ligeramente superior al año anterior. Por supuesto también corrí en Año Nuevo. 10 km en 41 minutos no está nada mal para soltar el lastre de Nochevieja. Me llama la atención, por ejemplo, que el 26 de febrero, en pleno invierno tenga la siguiente anotación: “después de viaje a Soria, 5 km 21 minutos”. Hay que estar un poco “zumbado” para salir a correr de noche y seguramente con mal tiempo después de haber estado todo el día viajando y trabajando (y solo 5 km), pero esto da fe de que la implicación con el deporte ya era un hecho irreversible. En Semana Santa, casi siempre en abril, solemos reunirnos varios hermanos en un pueblecito al sur de la Sierra de Gredos, entre Arenas de San Pedro y Candeleda (Ávila). Mi hermano Antonio tiene allí una casa y lo pasamos muy bien compaginando senderismo, atletismo, turismo y gastronomía. Y no precisamente por ese orden. En aquellos tiempos mi hermano también corría (tiene contabilizados varios maratones), así que nos acercábamos en coche al embalse de La Rosarito donde hacíamos varios kilómetros por una carretera muy poco transitada que tiene como peculiaridad un asfalto durísimo. Al parecer el piso está sobre una base de basalto, con lo que las piernas sufrían bastante. Tengo anotados 3 días de correr por estos parajes. Otra de mis costumbres anuales en mayo es pasar un largo fin de semana en un refugio muy bien acondicionado próximo al monte Moncayo en Zaragoza, muy cerca de Tarazona. Nos reunimos entre 6 y 10 compañeros de trabajo y ya amigos sin fisuras. La gestación de este grupo es muy larga de contar. Solo diré que existe una amistad muy sólida y aprovechamos la estancia en el Moncayo para pasarlo bien, andar bastante y dar buena cuenta de las escogidas viandas que llevamos para preparar suculentas comidas. Además jugamos partidas de mus a cara de perro. Desgraciadamente desde hace un par de años hemos tenido que anular este viaje (después de 25 años haciéndolo), entre otras cosas porque ya no contamos con el refugio y además la edad, está haciendo estragos en el grupo. Solo diré que yo soy el más joven, así que podéis sacar conclusiones. Todo esto viene a cuento de que tengo anotado que el 31 de mayo corrí 10 km por pista de montaña en las inmediaciones del Moncayo. En agosto a Almería. Tres semanas de vacaciones en familia. 14 días de entrenamiento con 213 km en total, supone correr 2 de cada 3 días unos 15 km de media. Además algún día salí con mi hijo Aitor, quién por su condición de multialérgico no le convenía realizar ejercicios o deportes violentos (como el correr). Me hace mucha ilusión recordar aquellos días porque le estoy viendo con 13 años hecho ya todo un hombre y a mi lado corriendo. Más adelante hablaré de la alergia y el porqué mi hijo la padecía. Con más de 300 km de entrenamiento en agosto, no es de extrañar que el 4 de septiembre -ya en San Sebastián- tenga registrado un entrenamiento de 14 km con el comentario: “Bien. Muy fuerte y fácil”. El tiempo: 56’. A 15 por hora. ¡Vaya tela! Igualito que ahora. Corrí la media Maratón de Laister el 20 del mismo mes con un tiempo de 1 hora 25’. Exactamente a 4 minuto por kilómetro. Estoy un poco confuso pero creo que este año traté de convencer a José Mª. Iturrioz para correr de nuevo la maratón e intentar bajar de 3 horas. Contábamos con la inestimable ayuda del “maestro” Txomin Arizmendi, que nos marcaría el ritmo y contaríamos con toda su experiencia para que solo nos tuviéramos que dedicar a correr, sin pensar en otra cosa. No sé si logré convencerle. Lo cual no quiere decir que yo no lo intentara, pero al final no lo corrí y creo conocer las causas. Dudo al recomponer mis recuerdos, pero de lo que estoy seguro es que el 13 de septiembre, domingo, una semana antes de la media maratón citada, corrí 36 km en un tiempo de 2 horas 43 minutos. El recorrido fue la mitad de la maratón y varias vueltas a los puentes del Urumea. Desde finales de agosto, en tres ocasiones ya había corrido 26, 29 y 23 km, además de los 36, lo que indica sin ningún género de duda que me estaba preparando para una nueva experiencia con la reina de las carreras. Lo que ocurrió después fue lo siguiente. A finales de septiembre en Logroño son fiestas de San Mateo. Mi director de allí me invito a los toros donde nos pusimos como una sopa por una tremenda tormenta de verano que en pocos minutos nos empapó. El viaje de vuelta a San Sebastián todo mojado me provocó un catarro fortísimo seguido de anginas. A pocos días de la Maratón tengo anotado el 1 de octubre: “Anginas. Agotado. Tiro la toalla”, después de dos días con comentarios catarro-anginosos. Eso quiere decir que mi intención de retornar a los 42 km se vio truncada por unas inoportunas anginas. Todos los que corremos sabemos lo duros que son los días posteriores a una decisión de este tipo. Tienes hecho prácticamente todo el entrenamiento y en el momento más inoportuno se va al garete el esfuerzo de meses. Nada menos que los 303 km de agosto y los 335 de septiembre. Hasta el día 12 de octubre estuve sin correr, recuperándome de los dos golpes: el físico y el moral. Pero la decisión de correr de nuevo la gran carrera ya estaba tomada. Sólo era cuestión de tiempo. El 29 de noviembre participé una vez más en la Behobia, batiendo todas mis marcas anteriores: 1 h. 20’ 19’’. ¡Aleluya!. Cerré el año corriendo en Miranda de Ebro -donde nos reuníamos toda la familia para las fiestas navideñas- por el monte cercano de La Picota, escenario de innumerables fechorías y aventuras de mi infancia.

Creo que este año está marcado por mi decisión de volver a correr la Maratón y la implicación sin fisuras con el club y sus componentes. El club de los corredores vivos (y coleando).

Capítulo 11. ¡Que bello es vivir! 12-07-2010 El director de esta película, Frank Capra, rodó en 1.946 esta historia nostálgica y de buenos sentimientos en una pequeña ciudad norteamericana donde un ángel de la guarda impide suicidarse a un banquero en bancarrota. La historia no tiene nada que ver conmigo, pero sí el título, porque en el año que voy a relatar -2.006- me ocurren una seria de cosas que hacen de la vida algo muy grato, Empecé el año a lo grande: corriendo una media maratón y además logrando un buen tiempo. El último domingo de enero se celebra la Media Maratón de Almería, que se suele desarrollar con muy buen ambiente y muchos trofeos y regalos. La bolsa del corredor también suele estar bien nutrida. Además recorre todo el centro de la ciudad, subiendo la rambla ajardinada del río durante casi 3 km un par de veces y finaliza en el precioso y nuevo Estadio de los Juegos Mediterráneos, inaugurado el año anterior con motivo de la celebración de dichos juegos. Una buena parte de la logística de la organización la aporta el Tercio de la Legión con base en Viator -muy próximo a Almería-, antiguo Centro de Instrucción de Reclutas donde yo hice la “mili” en 1.970, lo que me permitió conocer a Merche, mi mujer. De ahí mi vinculación con Almería. Decía que la Legión aporta tiendas de campaña como centro de masaje, bebidas, organización, etc. además de vehículos y una buena cantidad de participantes. Cierra siempre la carrera una sección de legionarios con uniforme de campaña, correaje, botas, guión, etc. Tiene que ser muy incómodo correr de esa forma pero se les ve bien -tanto a ellos como a ellas-, y también a la cabra que no se pierde la carrera. El entrenamiento que hice en Enero fue muy fuerte. Totalicé 329 km en 23 salidas, lo que hace una media por entrenamiento de 14,3 km. Conociendo el perfil de la prueba, corrí bastantes veces por los parques de Aiete y Cristina Enea que tienen cuestas de todos los desniveles posibles. Después del día de San Sebastián, 20 de Enero, con el rataplán todavía en la cabeza puse rumbo al sur. Al día siguiente de llegar, jueves, hice 12 km con un tiempo de 56’, arrastrando el cansancio del viaje inmediatamente anterior. Y el domingo, día de la carrera, salió muy lluvioso, cosa rara en Almería aunque se trate de enero. Como la ciudad no está preparada para la lluvia enseguida se forman grandes charcos que tienes que ir evitando so pena de morir ahogado. A pesar de todo, creo que cumplí bien con un tiempo de 1h 34’. Lo mejor fue comprobar la clasificación: 284 en la general de un total de 1.200, y tercero en mi categoría lo que me hacía merecedor de pódium y trofeo. También el “presi” del Club de Almería, quedó 1º en una categoría distinta a la mía, así que terminamos encantados y compartiendo fotos y trofeos. En febrero seguí entrenando bien disminuyendo bastante la intensidad: en 16 días 225 km. Mes de transición en espera de un viaje a Argentina que íbamos a disfrutar durante casi 15 días junto con otras parejas de amigos de San Sebastián. Por supuesto en el equipaje las zapatillas de correr y ropa adecuada a las diferentes climatologías que íbamos a experimentar. Desde el clima tropical de Iguazú hasta el paisaje nevado de Ushuaia en el extremo sur del continente. El viaje, como se puede suponer, una maravilla. País inmenso solo asequible en vuelos internos por las enormes distancias. Después de la primera noche en Buenos Aires e informado previamente salí trotando muy temprano hacia Puerto Madero, antigua zona portuaria reconvertida en lo más “chic” de la ciudad. De nuevo esa sensación maravillosa de poder recorrer una espléndida ciudad haciendo turismo y deporte. Como anécdota curiosa diré que notaba que la gente se me quedaba mirando al pasar, hasta que caí en la cuenta de que mi camiseta de Donostiarrak con sus clásicas bandas blancas y azules y mi pantalón negro eran casi exactamente el uniforme de la selección argentina. Después de 50’ de carrera al hotel de nuevo. Una semana más tarde en El Calafate, ciudad próxima al glaciar Perito Moreno, salí a correr por la orilla del Lago Argentino, el más grande del país. Cada dos por tres me encontraba con enormes perros sueltos que al principio me hicieron temblar pero que al comprobar su indolencia y mansedumbre me fui tranquilizando poco a poco. Otros 45’ de carrera y vuelta al Hotel Don Quixote. Y por fin, de nuevo en Buenos Aires, otra carrerita hasta Puerto Madero recorriendo buena parte de la Avenida de Mayo, que, según dicen es la más grande del mundo. La verdad es que era una pasada. Me fui de Argentina con pena de no haber corrido en Ushuaia, en el Parque Nacional del Fin del Mundo. Por un lado la escasez de tiempo y por otro el mal tiempo meteorológico me hicieron desistir. Pero me he arrepentido muchas veces porque jamás volveré a estar en una latitud tan al sur. Nada menos que a casi 11.000 km al sur en línea recta de Donosti y a menos de 1.000 km de la Antártida. Como nunca hay que perder la esperanza me quedaré con eso de que otra vez será. Abril fue otro mes de entrenamiento fuerte de nuevo en Sanse. 20 días con un total de 294 km. El motivo era que me había propuesto correr de nuevo la Media Maratón de Donostia después de varios años de no hacerlo en mi ciudad. En efecto, creo que por lo menos habían pasado 7 años de ausencia en carreras, así que la “reentré” no podía hacerla de cualquier manera. La mayoría de los entrenamientos con Marian, Bego y José Mª, alternando todo tipo de terrenos. También Paco el Frutero aparecía

de vez en cuando y Juan, el triatleta. La verdad es que sin ayuda de colegas se hace muy duro entrenar con tanta intensidad. Yo me encontraba muy bien, y lo corroboré por un test de 12 km 4 días antes de la prueba, como en Almería. Así que el 14 de mayo ¡a correr! Fui al límite desde la salida pero el resultado bien compensó el esfuerzo. Fui detrás de Joserra Basterra casi todo el tiempo y en el kilómetro 15 alcancé a Angel, el Pirata, con quién llegué hasta la meta. En algún momento soñé con bajar de la hora y media. Tiempo 1 h. 30’. Para mí magnífico. Puesto 421 de 1.500 y el 21 en la categoría de +50 años, y yo ya contaba 58. Correr a una media por kilómetro de 4’ 17’’ creía que ya no estaba a mi alcance en una media maratón. Lo que pasa es que todo tiene su contra, porque acabé con una ligera molestia en la pierna derecha, que no me impidió seguir corriendo pero que sería el germen de una lesión no muy lejana. 15 días más tarde en Almería, nada más llegar me llamó el “Presi” de allí para invitarme a una carrera de barrio y benéfica, uno de cuyos organizadores era del Club. No me podía negar, así que corrí la prueba popular de Huércal de Almería sobre una distancia de 8,1 km Estas distancias son temibles para mí por el ritmo endiablado que hay que imprimir. Entre 70 participantes quedé el 18 con un tiempo de 34’, corriendo a una media de 4’ 13’’ por km. Demasiado para mí. No obstante quedé el primero en +de 55 años, así que contento por el resultado y satisfecho por el buen ambiente del evento en el que participamos la casi totalidad de miembros del club. Unos días más tarde, hicimos Merche y yo un corto viaje por la Alpujarra granadina y almeriense pero sin posibilidad de correr. Todos los pueblos están situados en la ladera sur de Sierra Nevada con unos desniveles de vértigo. Yo miraba con envidia la cima del Mulhacén que con sus 3.500 m de altura es la más alta de la península. A su lado el Veleta, con 100 m menos. Y así, pasito a pasito, llegamos a junio. Por cierto, me resisto a continuar -hablando de pasito a pasito- sin contar otra anécdota buenísima que me ocurrió en Almería. En uno de los entrenamientos alcancé a otro corredor y me puse a su lado para continuar juntos. Hablando, hablando le comenté que era de Sanse y que mi club era el Donostiarrak, que, la verdad, suena como muy fuerte. Él, tranquilamente me dijo que pertenecía a un club de Motril (Granada) pero muy extendido por aquellas latitudes. Su nombre: “Pazito a Pazito”, así como suena. Y nunca mejor dicho. Más tarde he tenido muchas ocasiones de ver a miembros de ese club con el nombre bien visible en la camiseta. Es curioso pero por aquellas tierras hay muchos clubes con nombres jocosos como el citado. Otro, por ejemplo, es “A 7’ x km”. Parece un jeroglífico pero es el nombre y, creo, su filosofía de club. En fin, volvamos a las vísperas de la noche de San Juan. Varios compañeros del club de Almería se estaban preparando para la prueba en verano de los 50 km de subida al Veleta, con salida desde Granada capital. Habían preparado un entrenamiento previo que consistía en subir el Calar Alto en la Sierra de Filabres, en el centro de la provincia. Se trata de una interminable subida de 23 km con rampas potentísimas y un desnivel de 800 m. Se inicia a 1.500 m. y se termina a 2.300. En la cima está situado el observatorio astronómico del mismo nombre con 5 torres imponentes que albergan sendos telescopios y por las que pasan continuamente científicos de todo el mundo, pero principalmente alemanes porque el proyecto inicial fue financiado por este país. Yo, haciendo gala una vez más de mi inconsciencia, me apunté sin dudar a la excursión. Mi planteamiento simple: cuando no pueda más me paro. Pero no contaba con que cuando llegara ese momento de agotamiento extremo, a unos 6 km del final, el frío sería tan intenso que allí parado en espera de que me recogieran a la bajada en coche, iban a encontrarse con un témpano de hielo. Así que no tuve otra solución que seguir corriendo cuesta arriba, y aún pude alcanzar al último de los colegas que me precedían. Fue una aventura terrible, ya que tardé 2h 40’ en completar el recorrido. Extenuado pero feliz. Uno de mis compañeros allí mismo tomó la decisión de no salir en la prueba del Veleta. Solo de pensar que era más del doble de lo que acababa de hacer le daban escalofríos. Ahora me doy cuenta que había corrido mi primera prueba de montaña larga, aunque fuera oficiosamente. El tercer trimestre del año en Donosti, como siempre en verano, entrené bastante. Es lo que tiene quedar con colegas prácticamente a diario para correr más de una hora. En los 3 meses realicé 68 entrenamientos con un total de 947 km más de 300 km al mes y eso sin ningún objetivo concreto. En octubre de nuevo en Almería hicimos un mini viaje turístico a El Rompido, en Huelva. Allí corrí un par de días. Una provincia más que caía en mi curriculum deportivo. Y aquel germen de lesión de la media maratón de mayo fue tomando cuerpo y cada vez me dolía más la pierna derecha, así que empecé a alternar andar y correr. Demasiados meses con demasiado entrenamiento. De nuevo el pensamiento de tener que dejar de correr te recorre el espinazo. A estas edades en cada lesión no puedes dejar de pensar que más temprano que tarde se acabará la cuerda y tendrás que dedicarte a otra cosa, así que... El 24 de octubre tuve mi primera clase de golf. Unos días antes conocí otro deporte “de los raros”: la espeleología. Resulta que cerca del desierto de Tabernas, en Sorbas, existen unos yacimientos inmensos de yeso, llamados “karst” (yacimientos kársticos) famosos internacionalmente porque solo existen en el mundo cinco cuevas de estas características visitables. Una en Sonora (México), otra en Chile, una más en Kenia y la última en los Balcanes. La peculiaridad de las cuevas de yeso a diferencia de las calizas es que las estalagmitas y estalactitas que se forman son muy pequeñas ya que el yeso se disuelve muy poco y no se solidifica. Por contra, las paredes de yeso son como un mosaico de pequeños

cristales que al recibir la luz despiden miles de reflejos creando un efecto increíble. Solicité visitarla con mi mujer pensando que sería un recorrido turístico parecido a los de las cuevas de Nerja o de Tito Bustillo en Ribadesella. La sorpresa vino cuando nos dijeron que el recorrido tenía cierta dificultad y había que realizarlo con ropa adecuada y casco con luz como los mineros, que ellos mismos proporcionaban, y por supuesto con monitor para no perderse en aquella inmensidad. En realidad se trata de una enorme montaña horadada con más de 1.000 entradas y rutas, unas conocidas y otras no. Yo miraba de soslayo a mi mujer pensando que no se iba a atrever. Pero se atrevió. Escalamos corredores, pasamos a rastras por estrechísimas aberturas y conocimos de cerca inmensas bóvedas que rutilaban al ser enfocadas por nuestras luces. Quedamos encantados con la experiencia y seguro que algún día la repetiré con mi hijo. Así que en el mismo mes había conocido dos deportes muy distintos. Y el 8 de noviembre nació mi nieta Carmen. Criatura preciosa con la que tengo una afinidad especial, quizás por ser la primera. De repente me convertí en abuelo. Yo, que sufro el síndrome de Peter Pan, por el que creo que los años no pasan y que sigo siendo un chaval, cuando la gente decía lo de “abuelo” creía que hablaban de otra persona. La verdad es que me ha costado asimilarlo pero poco a poco lo he conseguido. Estoy encantado con mis dos nietecillos, cuya actividad incansable termina conmigo los días en que concurre el binomio entrenamiento-nietos. Pero la verdad es que es una gozada verlos crecer. Y ahora me gustaría extenderme un poco sobre el golf. Empezaré diciendo que es la mayor prueba de humildad que he recibido nunca. Yo siempre me he considerado “habilidosillo” así que aunque sabía que era difícil no dudaba de que en fecha no muy lejana obtendría el nivel suficiente para conseguir el “hándicap” y me permitirían salir al campo. ¡Ya, ya! Infinidad de veces pensé dejarlo porque por más empeño que ponía no conseguía domar las malditas bolas. Tenían vida propia e iban hacia donde ellas querían. Entrenaba sin descanso, con ese afán que me caracteriza, pero era en vano. El profesor me repetía una y mil veces que era normal y que eso les pasaba a todos, que no fuera impaciente, pero yo me daba cuenta de que lo mío era fuerza bruta y poca habilidad. Compré libros, mejoré algunos palos del equipo de segunda mano que había comprado inicialmente, y con lo único que me quedaba como consuelo era la frase básica de apoyo que a todos los golfistas del mundo se les repite en sus inicios: “paciencia y humildad”. En ocasiones que quedaba embobado mirando a los jugadores avezados el dominio de sus golpes cuando entrenaban. Mi “profe”, mi ahora amigo Manolo, me decía que todos ellos habían pasado por lo mismo que yo. Pero yo lo ponía en duda. El inventor del golf dicen que fue un escocés, dando forma y reglamentando un juego de pastores que consistía en apalear guijarros y acercarlos a un agujero. Tuvo que ser un tío muy retorcido y con muy mala leche. Es difícil imaginar un juego más diabólico. Cada golpe es distinto. Cambia la distancia, la posición, el palo a elegir, etc. Y en cada golpe hay que considerar muchos detalles que van desde como se coge el palo a la postura exacta del cuerpo, ejecución del movimiento sin levantar la vista de la bola, completar con el palo un giro completo de 360º además del giro del cuerpo, etc. En fin algo dificilísimo para hacerlo todo simultáneamente. Solo he conocido algo de mayor dificultad: la esgrima. Pero de esto hablaré en otro momento... Y además, el reglamento de juego es infinito. Existen normas para todo y se aplican a rajatabla. Esto da lugar a que haya jugadores especialmente “pijoteros” y que jugar con ellos sea un suplicio. Pero a pesar de todo me encanta. Solo el hecho de salir al campo, tan perfectamente cuidado en un entorno habitualmente bonito, con el único fin de tratar de meter una bola en un agujero situado a más de 350 metros (y más de 500) con solo 4 golpes, es una gozada. Y así 18 veces. Para terminar el tema del golf quiero decir algo acerca del esfuerzo físico necesario para jugar un partido. Visto desde fuera con la mirada de un corredor de fondo, acostumbrado a esfuerzos agotadores, puede parecer una tontería, pero doy fe de que uno se cansa bastante más de lo que parece. Hay que considerar que durante 4 horas está uno andando sin parar, subiendo y bajando y arrastrando un carro que pesa lo suyo. Sobre todo cuando la bola sale de las “calles” perfectamente rasuradas y hay que ir detrás para recuperarlas. Las ruedas van por hierba alta y hay que empujar de lo lindo. La distancia que se suele andar siempre es superior a los 10 km. Además cada golpe (entre 70 y 110 por partido) requiere tensión (que también cansa) y mucha atención, sin olvidar las veces que uno tiene que agacharse a recoger la bola, la bandera o a reparar el suelo. En fin, que para mí posiblemente sea el deporte que siga practicando, junto con el caminar, cuando ya no pueda correr por las leyes lógicas de la edad. Me horroriza pensar no hacer nada y quedarte en casa viéndolas venir (a la parca y sus mariachis, claro). Y así llegamos al final del año 2.006 que, como se ha podido apreciar, ha sido movidito. Viajes, deportes nuevos, carreras con buenos tiempos, abuelo primerizo. ¿Que más se puede pedir? Nada, so pena de desatar la ira de los dioses. De los 365 días del año, salí a correr 221 con un kilometraje medio de 13,33, lo que hace un total de 2.948 km Como decía el del chiste: “tápalo, que no se enfríe”.

Capítulo 12. Días de vino y rosas. 19-07-2010 Hoy hace exactamente 22 años que mi mujer mi hijo y yo estuvimos a punto de morir ahogados en las inundaciones que provocó una gota fría en Elgoibar el 19 de Julio de 1.988. Murieron 9 personas y los daños fueron incalculables. Desde entonces cuando

conduzco y veo que el cielo se pone negro y llueve torrencialmente no puedo evitar ponerme bastante nervioso. Por una serie de casualidades nos encontramos en la “zona cero” del desastre a la vuelta de un viaje que habíamos hecho a Madrid. Las fuerzas de la naturaleza se desataron y en cuestión de minutos se hizo de noche y mi coche se convirtió en un barco iluminado únicamente por decenas de rayos que caían simultáneamente. Con el agua al cuello -literalmente- conseguí romper el cristal de una puerta en una residencia de ancianos de Elgoibar y entrar empujados por una tromba de agua. Al asidero de dicha puerta habíamos conseguido llegar entre las aguas del turbulento río que nos rodeaba por todas partes una vez abandonado el coche en medio de un puente donde estaba siendo zarandeado de forma inmisericorde. Aunque el relato parezca algo melodramático puedo asegurar que todavía se queda corto para lo que allí pasamos y vimos a nuestro alrededor. Mi hijo con 13 años se comportó como un valiente, sin perder en ningún momento la calma. Mi mujer estaba como ausente inmovilizada por el shock. Habíamos pasado en cuestión de 5 horas de estar en Madrid bañándonos en la piscina de mi hermano disfrutando de un día espléndido de verano a estar tiritando empapados de barro dando gracias a Dios por haber salvado la vida. La rutina diaria hace que creamos que todo está controlado y que la vida funciona a nuestro alrededor a base de chasquear los dedos y ordenar esto y lo otro, pero episodios como el relatado nos pone en nuestro sitio, recordándonos que no somos más que criaturas indefensas y desvalidas que están a merced del destino que nos quieran marcar los dioses y el azar. A pesar de este desafortunado suceso no me resisto a titular este capítulo del año 1988 con el título del encabezamiento. Magnífica película dirigida por Blake Edwards y protagonizada por Jack Lemmon y Lee Remick. Pasa de la comedia al drama narrando las relaciones de una pareja de alcohólicos sobre las que sobrevuela siempre la ternura y el respeto. Viendo ahora la vida en retrospectiva tengo que admitir que esa época fue en conjunto la mejor de mi vida -días de rosas-. Con 40 años y una salud envidiable, rodeado de una familia sin fisuras y con una carrera profesional “in crescendo” que se traducía en una situación económica holgada, lejos ya de las apreturas de otros tiempos. Y además corriendo cada vez mejor. Aquellos años estaban plagados de viajes, reuniones de trabajo, buenos hoteles, comidas en los mejores restaurantes y esa sensación de que uno es indestructible y que los buenos tiempos van a durar siempre. Y a la vuelta de la esquina, una gota fría inesperada se basta y se sobra para decirle a este infeliz que se cree un “master del universo”, que de eso nada de nada. En 24 horas vuelves a tu sitio de siempre y eres más consciente que nunca de que la vida está para vivirla porque al menor descuido dejas la piel en cualquier rincón. Así que vamos a vivir mi vida deportiva en ese año. No quiero dejar pasar la oportunidad de citar que a partir de este año, empezaron a celebrarse en el Velódromo de Anoeta, “meetings” de atletismo de altísimo nivel, así que el 10 de febrero allí concurrimos todos los que participábamos de alguna manera en este negocio. En un ambiente formidable, vi correr a Ben Johnson y Carl Lewis (el Hijo del Viento) nada menos, con su estilazo y elegancia (en algún momento de este relato dedicaré algún párrafo a los estilos de correr y su eficacia). También al mítico Sebastián Coe y de los españoles, la crema y nata del momento: José Luis Gonzalez, Javier Moracho, Colomán Trabado, etc. Y ahora sí, vamos a lo que nos ocupa. En el primer trimestre corrí 28 días una distancia total de 298 km. Mal asunto. Tengo continuos apuntes de entrenamientos de madrugada y muy cortos, antes de salir de viaje a Madrid, Pamplona o cualquier otra ciudad de mi zona de trabajo. Lo mejor de todo fue un viaje a Atenas y Estambul que hicimos en marzo. En Atenas pude contemplar paseando tranquilamente el Estadio Panateneo, sitio clave de las primeras olimpiadas de los tiempos modernos y donde unos años más tarde Martín Fiz y Abel Antón, no recuerdo en qué campeonatos (¿olimpiada de Atenas?), protagonizaron un duelo de recuerdo imborrable en la Maratón que reeditaba la gesta original. A primeros de abril, un año más en Semana Santa entrené un par de veces en Poyales del Hoyo, al sur de la Sierra de Gredos pueblo donde mi hermano mayor, Antonio, ya he comentado que tiene una casa y donde nos solemos reunir por estas fechas. El 10 de abril corrí la Media Maratón de Laister. Escasísima Asistencia: 327 participantes. Llegué el 151 con un tiempo de 1h. 27’. Demasiado bien para lo poco que había entrenado. No era un buen tiempo, pero como digo siempre: otra más a la mochila. En mayo me ocurrió algo que en alguna medida me iba a afectar en el futuro, tanto en mi vida diaria como en la deportiva. Con frecuencia yo sufría catarros bastante fuertes que me costaba curar. Resulta que decidimos cambiar a parquet el suelo de una habitación de casa que estaba enmoquetada. El resto de la vivienda ya estaba con madera porque la alergia al polvo de mi hijo Aitor hizo que tiempo atrás quitáramos toda la moqueta (muy habitual en aquella época). Los trabajos del cambio hizo que el aire se llenara de polvo y serrín durante un par de días. Mi catarro se agravó y además empecé a sentir picores intensos en el paladar y enrojecimiento de ojos. Esta crisis desató en mi organismo una alergia que seguramente ya estaba latente y aún no había despertado. Desde entonces no he conseguido desterrar los picores y las rinitis a pesar de que habitualmente tomo antihistamínicos. El problema principal es que estas crisis me provocan asma que tengo que combatir con inhaladores de efecto rápido o a medio plazo. Las causas son los ambientes cargados de humo y polvo o los cambios bruscos de temperatura como corrientes de aire, o al levantarme de la cama en invierno que paso del calorcito al frío ambiental. También la humedad influye como factor catalizador. De ahí que en Almería,

con su ambiente cálido y más seco, prácticamente no tenga que tomar nada y en Donosti sí. Un desencadenante del asma es el ejercicio violento, como el correr. Tuve que aprender a salir tranquilo e ir cogiendo ritmo poco a poco para no asfixiarme. Por otra parte correr es muy bueno para el sistema respiratorio por lo que, por prescripción facultativa, no puedo dejar de hacerlo nunca (es broma). Estoy condenado como Sísifo a transportar la pesada piedra hasta la cima del monte para dejarla caer, una y otra vez. Así hasta la eternidad. Como las alergias se transmiten hereditariamente, se puede entender fácilmente las que padece mi hijo. Podía haberle “traspasado” alguna cosa mejor (en el caso de que la hubiera). Y ya en serio. Durante los meses de mayo y junio no ocurrió nada relevante. Seguía entrenando muy poco (21 días y 201 km entre los dos meses) y únicamente reseñaré que en mi visita anual al Moncayo, tengo anotado un día que después de andar por el monte 15 km salí a correr e hice otros 10. No es nada extraordinario pero refleja -a mi entender- dos cosas. La primera que el hecho de salir a correr ya estaba instalado en mi disco duro y casi constituía una obligación o necesidad. Y la segunda que era consciente de lo poco que estaba entrenando y no quería desperdiciar ninguna oportunidad. Siempre por el mes de julio incrementaba algo el entrenamiento. Si unimos a esto que antes de irme de vacaciones tenía que dejar atados y resueltos muchos asuntos profesionales, julio era sinónimo de caos y de una desesperada necesidad de tiempo libre. Recuerdo que para mí las vacaciones eran una liberación psicológica de primer orden y las consideraba el estado perfecto del hombre. Soñaba con disponer para mí de todo mi tiempo y dedicarlo a lo que más me atraía: caminar por la sierra, correr, practicar pesca submarina en las aguas limpias y azules del litoral del Cabo de Gata en Almería y acabar satisfecho y reventado de cansancio tomando unas cañitas con sus correspondientes tapas sin pensar en que al día siguiente tendría que fichar a las 8 de la mañana o viajar con una apretada agenda de reuniones. De hecho, un par de días por semana nos trasladábamos a la playa donde está el faro del Cabo de Gata (punto más meridional de la península ibérica) para pasar toda la jornada. Instalábamos la sombrilla y las sillas, cubríamos bien la nevera y mientras mi mujer leía o escuchaba música yo me sumergía durante horas con todo el equipo de pesca submarina, incluyendo un larguísimo fusil de gomas que me permitía aproximarme mucho a las piezas, aunque era incómodo y difícil de manejar. Una tarde vi un velero de dos mástiles precioso anclado a unos 300 m de la orilla. Tenía bandera norteamericana y las velas recogidas. Me acerqué poco a poco mientras intentaba pescar algo. Ya cerca del barco y a unos 6 m de profundidad divisé un pulpo de tamaño considerable. Tomé aire sin perder de vista el sitio donde se escondía a medias y fui a por él. Fallé el primer disparo pero no le perdí de vista mientras intentaba escabullirse. De nuevo emergí para respirar y ahora si. Le atrapé sin posibilidad de escapatoria. No pude soltar el arpón hasta salir a la orilla, cosa que me costó lo mío. Los tentáculos me recorrían el brazo y parte del cuerpo. Cuando salí a la orilla me vi rodeado de muchos chavales que veían asombrados la pieza. Yo llevaba un recipiente grande de plástico donde guardaba los peces que pescaba. La cabeza del pulpo no cabía por la abertura, así que lo introduje en una bolsa y una vecina experta lo preparó y lo compartimos. Pesó más de 2 kg y medía más de un metro. Estaba buenísimo. Mi hijo me solía acompañar en estas aventuras más como espectador que actor. Le daba “repelús” soltar el arpón del pez. Le recuerdo revoloteando a mi alrededor con su pequeño fusil indicándome por señas los escondites de las posibles piezas a cobrar. Buen susto nos llevamos con una morena enorme que nos adelantó justo por debajo de donde nosotros nadábamos. Hay que tener en cuenta que estas aguas forman parte del Parque Natural Marítimo-Terrestre de Cabo de Gata, donde se han celebrado Campeonatos europeos y nacionales de Pesca Submarina por la abundancia de piezas y limpieza de sus aguas. Y del agua pasamos a la tierra. Durante las 4 semanas de vacaciones en Almería entrené 18 días y recorrí 270 km incluyendo series. La distancia máxima diaria fue de 20 km (en 3 ocasiones) y los kilómetros totales en series fueron 28. Por lo que se ve, entrenamientos de bastante calidad. En los corredores de fondo y entre los deportistas en general, supongo que surge siempre en vacaciones la pelea interna de disfrutar de la buena vida alimentaria y la necesidad de no pasarse en la comida y bebida para mantener la forma como es debido. Yo nunca he tenido esa disyuntiva. Tengo la suerte de poder comer todo lo que me apetezca (que habitualmente me apetece mucho) y no renuncio a casi ninguna bebida. Cañas de cerveza que no falten y siempre en la comida algo de vino. Si después de cenar, circunstancias especiales imponen tomar un “gin-tonic”, pues vale. Y si son dos, dos. Estoy hablando de ocasiones esporádicas. El tema está en el equilibrio y la moderación. Afortunadamente creo que poseo ambas cualidades y las aplico en todos los órdenes de la vida. Me marco una línea y no me salgo de ella, pero sin renunciar a nada. Si tuviera que firmar un papel comprometiéndome a algo, por muy fácil que fuera, para poder seguir corriendo seguramente no lo haría. Pero no solamente por lo que me iba a privar de comer o beber. Yo creo que es por una cuestión de libertad mental. No me gustan las ataduras previas. Eso no quiere decir que luego yo no me aplique unas restricciones autoimpuestas más severas. Pero es porque yo quiero y lo admito. Sarna con gusto no pica. Por encima de todo está la satisfacción de vivir a gusto y yo corro para vivir a gusto, no para condicionar todo a ese objetivo. El correr no es un fin sino un medio para vivir mejor y más sano. Si cambiamos las prioridades estamos perdidos.

De hecho, actualmente después de comer no perdono un café, un “txupito” de patxaran y un cigarro. Solo uno cada día. Y me sabe a gloria. Cuando alguien que conoce mi afición a correr me ve fumar el famoso cigarro se sorprende y no lo entiende. Pero la explicación acabo de darla. Equilibrio y moderación. Y en la alimentación más de lo mismo. Conozco corredores que no salen de las ensaladas, pasta y fruta, y todos sabemos que las proteínas son necesarias. Un buen cogote de merluza o una chuleta a la brasa de vez en cuando seguro que nos ayudan a estar mejor. Y qué decir de los huevos. Antes prácticamente estaban proscritos y resulta que ahora los recomiendan casi a diario. Y los lácteos: leche, yogures, queso, etc. Con los quesos que se producen en este país seguro que es pecado no probarlos. Creo que tengo un aparato digestivo privilegiado porque lo pongo a prueba a menudo y siempre me ha respondido bien. Por citar algunas peculiaridades mías, diré que todo el agua que bebo es “con gas”. A muchas comidas añado más sal de la que contiene y no me privo del picante casi nunca. También a diario pruebo los encurtidos: aceitunas, pepinillos, cebolletas, etc. Y de cada cosa tengo mis marcas preferidas que adquiero en diferentes establecimientos. Son reminiscencias de mi infancia en Miranda de Ebro, donde todas estas cosas se consumen en cantidad (y con mucho vinagre). La vecina Rioja seguramente tendrá algo que ver. Últimamente y sobre todo en verano el tomate es mi producto estrella, bien solo en ensalada con aceite de oliva virgen o como gazpacho o salmorejo, en los que creo que me estoy convirtiendo en un experto. Los hay excelentes envasados, pero yo les añado vinagre o agua o sal en función de sus características y de mi gusto, además del acompañamiento de taquitos de jamón, huevo duro, pimiento o cebolla picados, etc. Conclusión: si solamente somos aficionados, ¿porqué hipotecar un pedacito de buena vida pensando que eso puede mejorar nuestras casi siempre mediocres marcas? Me parece una tontería renunciar de forma permanente a las cosas buenas que nos ofrece la vida en aras de no se qué. Y concluyo esta disertación con lo mismo que empecé: equilibrio y moderación, pero sin renunciar a nada. En el caso de profesionales canta otro gallo. De todas formas el mejor termómetro de lo que le conviene a cada uno es uno mismo. El mismo alimento puede producir efectos contrarios en dos personas distintas. Así que cada cual elija lo más conveniente. También es posible que para alguien, la buena vida consista precisamente en privarse de eso que para mí es “la buena vida”. Pues nada, adelante, por mí que no quede. Y volvemos al negocio que nos ocupa. Ya en septiembre, creo que batí todas las cifras de entrenamiento en un mes. 359 km recorridos más otros 46 en series hacen un total de 405 en 24 entrenamientos. Está claro que solo dejaba un día a la semana de descanso. La inminencia de la maratón y la decisión tomada de bajar de las 3 horas hacía que todo me pareciera poco. Y llegó el gran día -16 de octubre- ostentando el dorsal número 2, y Txomin Arizmendi, el Maestro, el 1. En las fotos se puede apreciar un grupo de cinco durante gran parte del recorrido. No podía faltar mi compañero José Mª. Iturrioz, y también aparece sin dorsal Iñaki Eizaguirre (Caracol Man). Hacia el kilómetro 30 se descolgó ligeramente José Mª. Y un poco después, a la altura del Hotel Londres, yo. A pesar del tiempo transcurrido lo recuerdo perfectamente, y también lo que pensé: si Txomin siempre termina entre 2h 55’ y 3h cualquier descuelgue supone no bajar de las 3 horas. Como así fue. Pero había que intentarlo. Resultado final: 3h 1’ 47’’. Puesto 234 de 707 clasificados y la sensación de que bajar de las 3 horas era conseguible. Terminé con buen aspecto pero con los cuádriceps duros como la piedra, pero no importaba: en mi segunda maratón, 8 años más tarde, había bajado 32 minutos mi marca inicial. En la próxima ocasión no me defraudaría con lo de las 3 horas. Para rematar el año solo quedaba la Behobia un mes mas tarde. Con la cantidad de kilómetros acumulados la tarea principal ya estaba hecha, así que me dediqué a entrenamientos de calidad a base de series. Pero no sirvieron de mucho. Terminé con un tiempo de 1h 22’ en el puesto 668 de 4.000 clasificados y el 104 de mi categoría. Hasta final de año seguí entrenando más pausadamente (1 día de cada dos), completando 2.074 km en el año y con frecuentes ataques de asma en diciembre. ¡Maldito parquet! Y como postal navideña, la nieve caída en abundancia en Donosti me permitió en Igeldo y con mi hijo disfrutar de un día de trineo y peleas de bolas.

Capítulo 13. El viaje a ninguna parte. 22-07-2010 Esta magnífica película, dirigida e interpretada por Fernando Fernán Gómez con José Sacristán y Gabino Diego como colaboradores principales narra, con una ambientación formidable, las andanzas de un grupo de cómicos de la legua viajando de pueblo en pueblo para dar sus representaciones teatrales en la España de la posguerra. Sobrevolando todo, el hambre y el frío (no sé quién dijo que viendo esta película se sentía el frío físicamente, de lo bien que estaba reflejado en la pantalla), pero también el amor y la picaresca. Viene al pelo el título para ilustrar el bienio 2004-2005, años en los que hice muchas cosas, pero con poco provecho ya que es el periodo de tiempo más extenso desde que empecé a correr que no participé en ninguna carrera. Me había tomado a pecho eso de no competir, y al comprobar que se vivía muy bien, decidí -además de correr- probar otras cosas, como por ejemplo: andar.

También interviene algo de eso que nuestro viejo amigo Murakami denomina la “tristeza del corredor”, esa especie de apatía deportiva que te dice por dentro que ya no te diviertes y que en el mundo existen otras cosas que merece la pena “catar”. A esa falta de entusiasmo se le podría llamar resignación, o enfriamiento de la pasión por el correr. En el fondo, los que practicamos este deporte -y me imagino que los que practican otros también- sufrimos (y nunca mejor dicho) una especie de enamoramiento que tiene su periodo apasionado y su enfriamiento correspondiente. No existe lo uno sin lo otro. Los síntomas son los mismos que en el (des)-amor real: ensoñación, apatía, indiferencia, etc. Pero eso de la indiferencia es relativo, porque siempre con un ojo de través estamos viendo lo que pasa a nuestro alrededor y lo que pudo haber sido y no fue. Adoptamos una pose displicente y un pelín desinteresada, pero realmente no es así. Si en una relación de verdad, que cortamos por esa falta de pasión, vemos que la persona a la que hemos rechazado, nos da la espalda y se va con otro, ¡ojo!, que a lo mejor retorna el interés. Que el “ego” suele jugar estas malas pasadas. Pues aquí lo mismo, solo que en mi caso con algunos matices. Ya he explicado que en un momento crucial, tomé la decisión de dejar de competir para poder seguir corriendo más tiempo, con menos riesgo de lesiones y más tranquilidad. Pero, como en todos los dilemas, cualquier decisión conlleva alguna pérdida dolorosa, aunque los beneficios sean mayores. Lo que sí puedo asegurar es que esa “tristeza” -en mi caso de competir- se puede ver favorecida por algunas circunstancias. Una de ellas, clarísima, es una lesión. Dejas de correr para darle tiempo a su recuperación y mientras tanto has podido encontrar otra cosa que te llena lo suficiente como para ayudarte a olvidar lo bien que lo pasabas corriendo. Y otra, aún más clara, es la falta de objetivos. Si no te marcas una meta es muy difícil mantener un nivel alto de entrenamiento, con los sacrificios que supone. Es como aprender un idioma a sabiendas de que nunca lo vas a practicar. Está muy bien porque llena un hueco pero nada más. Es muy fácil llegar a pensar que no merece la pena el esfuerzo. Bueno, pues en esa tesitura me encontraba yo el primer día de 2.004, que -como de costumbre- salí a correr nada menos que 14 kms en 68 minutos. Se conoce que la juerga de nochevieja fue muy liviana y llevadera. A mediados de enero, un sábado, volviendo de Anoeta con el grupo a la altura del Hotel Amara Plaza sentí un desgarrón en el gemelo izquierdo y paré de inmediato. Fui atendido solícitamente por Josemi (el Chamán de Gros) pero no tuve más remedio que regresar al Antiguo en taxi que pude coger sin problema en la parada de la estación de autobuses (por llamarla de alguna manera). Diagnóstico: la famosa “pedrada” del corredor, o sea, una rotura muscular. Nunca me había ocurrido algo semejante en los 26 años que llevaba corriendo (y nunca me ha vuelto a ocurrir), así que fue una experiencia nueva y dolorosa. Ya tenía los dos principales ingredientes de la “tristeza del corredor”: lesión y falta de objetivos. Poco a poco fui recuperándome de la primera, pero no de la segunda. Esta situación desembocó en que el 21 de febrero dejé de correr para dedicarme a andar. Desde el 1 de enero hasta la fecha citada había entrenado 30 días un total de 370 km lo cual no está nada mal estando tan “triste”. No volví a correr (con matices) hasta el 1 de julio, es decir más de 4 meses sin correr. Desde el año 1.978 solo había habido una ocasión en que dejé de correr durante tanto tiempo. Y también por dedicarme a andar. Marzo pasó en blanco y en abril me hicieron una proposición indecente. Como ya he comentado en otras ocasiones, la Semana Santa era obligado pasarla reuniéndonos varios hermanos y cónyuges en la casa de mi hermano Antonio al sur de la Sierra de Gredos y justo debajo de su altura más significativa: el pico Almanzor. Pues bien, mi hermano comentó que existía una prueba en Madrid de 100 km que se podía hacer andando o corriendo pero en un límite de tiempo de 24 horas. Salía del Estadio de la Peineta, a las 12 del mediodía del sábado más próximo a la noche de San Juan, que es -como es sabido-la más corta del año. Este año tocaba el 26 de junio con llegada al mismo punto antes de las 12 del mediodía del 27 de junio. Dijo que estaba pensando inscribirse porque un amigo suyo, casualmente nacido en Donosti pero residente en Madrid, se lo había propuesto. Y también me dijo que si yo me animaba a acompañarles estarían encantados. Antonio y yo hemos andado mucho juntos. La primera vez que hice el Camino de Santiago (en 1.990) formaba parte del cuarteto de salida. También he corrido en bastantes ocasiones con él, así que conozco bien sus posibilidades, y, por comparación, las mías. Lo primero que le contesté a bote pronto fue que me parecía una burrada. Y se lo razoné: si en el Camino de Santiago algunas etapas con kilometraje superior a 40 km nos habían fundido los plomos, que sería hacer 100. Me pareció una locura imposible para nosotros. Recordé que, por ejemplo, las 14 horas de Tolosa son unos 66 km y no están al alcance de cualquiera. Yo nunca me había atrevido a hacerlo. Me contestó diciendo que no había que llevar mochila y que hay gente que la hace corriendo. Además “su” amigo era veterano pues lo había intentado otras cuatro veces (aunque solo una había conseguido finalizar). “Déjame pensarlo -le dije-, ya te contestaré algo”. Esa misma noche rumié la propuesta, pero por más vueltas que daba, me seguía pareciendo una locura. Sí que me seducía que terminara el 27 de junio, porque ese día yo cumpliría 56 años. ¡Qué mejor manera de celebrar mi cumpleaños! Los que se dedican a este negocio me entenderán enseguida. Un nuevo reto, una nueva experiencia, una nueva ocasión de demostrarte a ti mismo que sigues vivo y coleando, y ese gusanillo que empiezas a sentir en el estómago con un sube y baja que va

desde el entusiasmo hasta el abatimiento. En muy pocos días se me iba a presentar la ocasión de probar la consistencia de mi interés. Desde el año 2.001, todas las primaveras dedico una semana a realizar unas etapas del Camino de Santiago con mi viejo amigo Gerardo. Sí, aquel con el que empecé a correr. Solemos hacer unas 5 etapas andando entre unos 120 y 200 km y este año tocaba completar el trayecto Logroño-Burgos, pasando por Navarrete, Stº. Domingo de la Calzada, Nájera, Belorado y San Juan de Ortega. Interesante itinerario con hermosos pueblos y paisajes, sobre todo cuando se accede a San Juan de Ortega desde el pueblo de Villafranca Montes de Oca. Una subida continuada de bastantes kilómetros entre árboles sin un solo pueblo intermedio y que obliga a pernoctar en el albergue de la iglesia de San Juan, donde además de una cena de peregrinos en la que se comparte una sopa de ajo riquísima, se produce cada año el “milagro de la luz”. Existe un hermoso capitel con escenas labradas de La Anunciación, Visitación, Sueño de San José y Natividad de Cristo. En el momento justo del equinoccio, este capitel, mientras el resto del templo se sumerge en la tiniebla se torna iluminado por el sol crepuscular que accede por un ventanal, creándose la maravillosa impresión de que es el Espíritu Santo quién se posa sobre el vientre de María. Aunque no seas creyente, siempre es bueno dejarte llevar un poco por la fantasía y transportarte de vez en cuando a otros estadios sobrenaturales. El caso es que este hecho reúne cada vez a más gente ansiosa de contemplar el “milagro”. Milagro que se tendría que producir para que yo participara en los 100 km, hecho al que no dejaba de darle vueltas en mi cabeza. Cuando llevas tres o cuatro días andando adquieres sin darte cuenta un ritmo fácil y rápido que te hace “tragar” kilómetros sin apenas darte cuenta, a pesar de la mochila que llevas encima con unos 7 kg de peso. Resolví hacer una prueba en solitario el 1 de mayo. Del resultado de dicha prueba dependería mi decisión de participar o no en los 100 km, así que dicho día salí de casa con una mini mochila y cuatro cosillas nutritivas para tratar de completar 60 km. Mientras atravesaba Donosti con sus calles solitarias por ser un día de fiesta, rememoraba que ese mismo día, 38 años antes, yo llegaba a San Sebastián para trabajar en el Banco y quedarme a vivir el resto de mis días. Con 17 años, una maleta, 5.000 ptas. y acompañado de mi querida madre llegué a trabajar precisamente el día de la Fiesta del Trabajo. Y aquí me quedé, enamorado desde el primer día de esta maravillosa ciudad. Atravesé la bocana del puerto de Pasajes en la barca de siempre y a través de Jaizkibel llegué a Guadalupe. Continué hasta la bajada al puerto de Hondarribia y volví grupas para enfilar la N-1 hacia el puente de Santiago, entre obras y tráfico. De nuevo bordeé el aeropuerto por el Bº de Amute y subí la interminable carretera hasta Guadalupe para volver por el mismo trayecto que a la ida. A las 7 de la tarde, después de 12 horas de caminata a buen ritmo y prácticamente sin parar, atravesaba la Concha con los cuádriceps endurecidos pero feliz por haber superado otro reto. Al llegar a casa, llamé a mi hermano para decirle que me inscribiera. La suerte estaba echada. Un breve paréntesis. Ya he explicado que yo las pruebas me las tomo en serio, y que no participo porque sí. Me las trabajo duramente y las preparo concienzudamente dentro de mi perfil de corredor: “competitivo restringido”. De ahí mi rechazo a participar en muchas de ellas. Envidio a la gente despreocupada que no siente la presión y el estrés. Así que era consciente del duro trabajo que me esperaba. En los días siguientes y previos a mi traslado de primavera a Almería, tuve una experiencia interesante. Junto a varios de mis hermanos y esposas hicimos un fin de semana turístico para conocer una zona próxima y preciosa: Ojo Guareña y el Cañón del Ebro, en el norte de la provincia de Burgos y próxima a Vizcaya. Ojo Guareña es un complejo kárstico por donde el Ebro desaparece literalmente por un agujero y no vuelve a aparecer hasta varios kilómetros aguas abajo. Junto al “agujero” se reunían en un edificio construido debajo de una enorme roca, con una sala visitable y junto a una ermita, los representantes de las Merindades (así se llama esta comarca) para tomar decisiones. En los alrededores varias iglesias románicas de muchísimo interés y sobre todo, una ruta de 12 km a través del cañón del Ebro de una belleza sobrecogedora. Desde Pesquera a Valdelateja el río discurre por un enorme tajo con paredes cortadas a pico mientras sobrevuelan docenas de buitres que anidan en sus oquedades. Paseo fácil y recomendable teniéndolo tan a mano. Y además visita obligada al pintoresco pueblo de Orbaneja del Castillo, hendido por una catarata que lo atraviesa de parte a parte. Y yo seguía con lo mío. Preparé la prueba en serio durante un mes en Almería. A partir del 25 de mayo no dejé de entrenar ningún día menos de 4 horas, seguidas o entre mañana y tarde. Cada semana un día de 25 km y otro de 40 y siempre a ritmo de 6 km hora y con temperaturas elevadas. Aproveché estos entrenamientos largos para conocer casi todo el litoral de la provincia almeriense. Desde Almería a San José a través de Cabo de Gata, con sus salinas y flamencos o bien hacia poniente, desde Aguadulce hasta mucho más allá de Roquetas de Mar rumbo a Punta Entinas. En 30 días completé 686 km que suponen casi 23 km diarios. En estos días sufrí calambres, cicatrizaron ampollas y pasé todo lo que hay que pasar para sufrir lo menos posible el día de la prueba. Sobre todo la aclimatación al calor.

Y el 25 de junio me trasladé a Madrid. Informado previamente por mi hermano había preparado tres macutos con ropa y alimento energético que la organización se ocupaba de trasladar a cada uno de los polideportivos que atravesaba la prueba y donde se podía descansar, comer y asearse. La bebida corría a cargo de la organización y cada 5 km a lo largo de las 24 horas, incluyendo la noche, existían puestos de avituallamiento atendidos por voluntarios (a veces amodorrados). Lógicamente había que llevar linterna porque el itinerario estaba débilmente señalizado de noche por tratarse de una prueba de semiaventura, cosa que mi hermano no me había advertido. En el Estadio de la Peineta, Antonio me presentó a su amigo. Se trataba de Alberto Ascasibar, nacido en Gros y que conocía a mucha gente de los primeros tiempos del Donostiarra: Rafa Errasti, Mikel Arzac, etc., así que enseguida congeniamos. Cercano al 1,90 de altura y con una planta de atleta envidiable para sus sesenta y bastantes años daba seguridad por su experiencia en los minutos previos a la salida. A las 12 en punto nos pusimos en marcha con una temperatura de 34º, el día más caluroso del año en Madrid, que atravesamos de parte a parte camino de El Pardo y rumbo a Tres Cantos que distaba 35 km de la salida. A las 4 de la tarde la temperatura pasaba de 40º y por un terreno quebrado y de rastrojos de sembrado, siempre en subida, la gente empezaba a acusar algunos problemillas. Mi hermano se iba quedando atrás y aunque le esperábamos ya se veía que iba a ser muy duro para él. Me habían dicho que pasábamos al lado de un cuartel y que los soldados salían con un camión-cisterna a “regar” a los participantes. Yo soñaba con la ducha, pero mi gozo en un pozo: cuando pasé ya se les había acabado el agua. Después de 7 horas llegamos a Tres Cantos. Ducha, cambio de ropa y a comer algo. Al salir de la ducha vi a mi hermano pálido y mareado. Le ayude a sentarse y avisé a los socorristas. Una bajada de tensión le hizo abandonar la prueba. Le acompañé hasta que vi que estaba bien atendido y que reaccionaba. Una vez que comunicó con Maite, su mujer y mi cuñada y que la cosa estaba controlada reanudé la marcha junto con Alberto, que tan pronto me adelantaba como se quedaba atrás. Decidí ir a mi ritmo de 5 km hora sin otra preocupación. Subiendo, subiendo llegamos a Colmenar Viejo, ecuador de la prueba, a 51 km de la salida. Allí se quedó mi reciente amigo Alberto, que se cayó inconsciente. Y que tuvieron que ingresar en La Paz debido a su estado. Lo cierto es que por el intenso calor los sanitarios no daban abasto atendiendo a los retirados. A 2 km de Colmenar yo iba hablando con un chico de Madrid, experimentado en esto del senderismo. El año anterior había completado la prueba y dentro de unos días se iba a los Alpes. Pues bien, de repente se cayó como un saco a mi lado dándose un buen golpe. Avisé rápidamente y junto con los socorristas le acompañé hasta Colmenar. Me iba entrando un poco de miedo porque, aunque me encontraba perfectamente, si a los demás les pasaban estas cosas también podían sucederme a mí. Además ya era de noche y me había quedado solo. Nueva ducha, nuevo cambio de ropa y a cenar. Los polideportivos parecían hospitales de campaña, con muchísima gente derrengada descansando. Yo a lo mío, pero lo mío eran los peores momentos de la prueba que estaban por llegar. Solo y de noche, casi sin luz y con poca orientación, rodeado de mugidos de toros bravos de las dehesas que atravesaba la prueba y con bastante frío porque me encontraba sin sudadera, conseguí llegar de nuevo a Tres Cantos algo mojados los pies, porque había que vadear varias veces un río y con poca luz te salías fácilmente de “las piedras”. Al sellar este control, de los 769 participantes iniciales ya sólo quedábamos 490, es decir el 63%, y todavía restaban 35 km para la meta. Nueva ducha, cambio de ropa y de calzado. Había cambiado de bota baja a zapatilla en la anterior parada y no me encontraba a gusto, así que de nuevo calcé la bota baja inicial que transporté en mi mochila por “si acaso”. Gran acierto. Para el tramo final todavía disponía de 10 horas y como me encontraba perfectamente me tranquilicé bastante del mal rato que había pasado, así que, por supuesto con sudadera me uní a otro chico al que vi con una enorme linterna-farol. No me cogerían otra vez sin luz, ¡pardiez! Lamento muchísimo no acordarme del nombre de mi compañero de fatigas, también experto caminante. Durante lo que quedaba de noche nos contamos nuestras vidas. Ya sabéis que esas situaciones unen mucho. Le propuse que la vuelta final al estadio (ya estaba seguro de terminar) la hiciéramos corriendo. Madrid había presentado la candidatura para la Olimpiada del 2.012 y era una ocasión de oro para correr en la pista en la que, posiblemente batirían algún récord mundial. Me dijo que estaba loco por pensar en esas cosas cuando el sólo “soñaba” con llegar como fuera. Iba bastante tocado. Atravesamos de madrugada varios “botellones” nocturnos montados entre coches colocados en círculo (como las caravanas del oeste), con mucha luz y música a tope. Creo que ellos ni se enteraban que pasábamos a su lado, afortunadamente. Quién haya participado en estos eventos, sabe perfectamente que el final se hace larguísimo. Además, como vas bajando hacia Madrid, a la altura de San Sebastián de los Reyes, ya casi de día, divisas a lo lejos la Peineta del Estadio donde está la meta y parece que no avanzas nada. Siempre está muy lejos. Es curioso pero con 85 km encima experimenté lo siguiente: como las piernas están ya doloridas, aunque el ritmo sea el mismo (es decir, das el mismo número de pasos en el mismo tiempo), la distancia que recorres es menor. Los pasos son más cortos porque el cuerpo, que es muy sabio, va amortiguando el dolor con pasos cada vez más cortos. O sea, que lo de que parece que no llegas nunca no es un efecto óptico, es real. A la puerta del estadio me esperaba mi hermano -ya recuperado- y mi cuñada a los que, previamente había avisado de la hora

aproximada de mi llegada. Con mi compañero de caminata, trotamos los últimos 400 metros antes de sellar el último control y de recibir el diploma acreditativo. Eran las 9h 25’ del día de mi 56º cumpleaños y mi estado era de plena satisfacción en lo mental y relativamente agotado en mi estado físico, pero muchísimo mejor de lo que yo hubiera pensado “a priori”. Me habían sobrado más de 2 horas y media, aunque el tiempo cronometrado andando, eliminando descansos, fue de 19 horas 40 minutos. Un poco más de 5 km por hora. De los 769 que iniciamos la aventura terminamos 382, es decir, menos del 50%. El calor había hecho estragos. Y de los 38 de mi categoría llegamos 18. Yo todavía no había tenido tiempo de saborear la satisfacción qué, con el tiempo, he sentido siempre al recordar como superé esta prueba: con mucho menos esfuerzo y dificultad de lo que nunca hubiera imaginado. Del resto del año poco más hay que reseñar, salvo que, después de andar tanto tiempo, se me despertó otra vez el hambre de correr y desterré la “tristeza” rápidamente. Corrí hasta finales de noviembre como un loco (o como pollo sin cabeza, por la falta de rumbo). Sólo en el tercer trimestre hice más de 1.000 km lo cual es una barbaridad se mire como se mire. Y sucedió lo inevitable: una lesión seria en el isquiotibial derecho que conseguí superar después de más de un mes a base de sesiones de masaje con mi “fisio” de cabecera en Almería, Paco Rueda. Como resumen del año solamente reseñar que hice 1.961 km corriendo y unos 1.500 andando y que nadie me quitará nunca la satisfacción de la prueba de los 100 de Madrid. Y pasamos hoja del calendario para situarnos en enero del año 2.005 con la lesión prácticamente superada. Este año pasó absolutamente en blanco en cuanto a participación en pruebas, pero no dejé ni de correr ni de andar. Esto último, además, por sitios fantásticos y desconocidos para mí, siendo el mes de mayo donde se concentraron la mayor parte de estas experiencias. A primeros de este mes recorrí con dos amigos y en una jornada las Bardenas Reales, en Navarra, paisaje desértico y lunar con formaciones rocosas calizas muy peculiares. Este territorio es utilizado por el ejército del aire como campo de prácticas de tiro de aviones, cazas y bombarderos. El mismo día de nuestra visita tuvimos que desalojarlo por aviso de ejercicios de tiro cuyo estruendo escuchamos en primera línea junto al que producían los aviones al pasar en vuelos rasantes mientras descargaban su “mercancía”. Unos días más tarde nueva sesión del Camino de Santiago. Esta vez tocaba el tramo Burgos-Sahagún, de unos 120 km pasando por Castrojeriz con su hermosa Colegiata, Frómista y su inigualable iglesia de San Martín, compendio de todo lo que supone el arte románico, Villarcázar de Sirga, con su templo de Santa María la Blanca, Carrión de los Condes donde destacan la portada de la iglesia de Santiago y su enorme Monasterio de San Zoilo, a la salida del pueblo. Y Sahagún con sus iglesias románico y gótico-mudéjar de San Benito y San Lorenzo y el Monasterio de San Pedro de las Dueñas. Arte y deporte a mansalva para curar el estrés y las enfermedades del alma, como llaman a la depresión. Sin terminar mayo, pasamos en familia un fin de semana en Isaba con un magnífico paseo por la Selva del Irati que te transporta a otro planeta. Y para cerrar el mes una nueva excursión al Monte Moncayo donde durante 3 días practicamos senderismo a base de bien. No se puede decir que el mes haya estado mal aprovechado. En junio, en Almería asistí a la inauguración de los Juegos Mediterráneos del 2.005. Compré un abono que me permitió asistir a todas las pruebas de atletismo en el nuevo y coqueto estadio con el nombre de los Juegos, y a las pruebas de gimnasia en el Palacio de Deportes anexo. También presencié muchas pruebas de natación en las piscinas que quedaban muy cercanas a mi casa. Fueron unos días inolvidables para una ciudad engalanada para la ocasión y con un ambiente deportivo-festivo magnífico, que me hizo recordar la Olimpiada de 1.992 en Barcelona. Estuve muy cerca de los marchadores Paquillo Fernandez y María Vasco, de todo el equipo de gimnasia que logró la medalla de oro de los campeonatos, así como de los atletas Casado, Reina, Higuero, etc. La flor y nata del atletismo español y del fútbol cuya selección ganó también el oro. En medallas, España quedó tercera, tras Francia e Italia. Y en julio compré un kayak. Pensé que después de tantos años desarrollando el tren inferior del cuerpo ya era hora de dedicarle un poco de tiempo al superior. Comprendí enseguida lo duro que es remar, manteniendo los brazos a pulso con un único remo de dos palas. Con el tiempo logré remar durante más de una hora sin bajar los brazos y “surfear” olas con cierta solvencia. En cierta ocasión nos trasladamos mi hijo Aitor y yo al Cabo de Gata en cuya playa y rocas navegamos entre estrechos pasadizos que asustaban un poco pero lo pasamos muy bien. Además una foto obtenida en esta excursión dio pie a un óleo de la playa y del faro que pinte más tarde, sin olvidarme de señalar una minúscula embarcación en medio del mar. Era mi hijo Aitor en el kayak remando. No tuve más remedio que regalarle el cuadro. Así que había conocido un nuevo deporte que tuvo muy poco recorrido porque, como ya he contado anteriormente, al año siguiente empecé a jugar al golf y no hay tiempo para todo. En Donosti se desarrolló en este mes un acontecimiento de “escala planetaria”: nada menos que los Campeonatos Mundiales de Atletismo Veterano (o Masters), con cientos de atletas y acompañantes ocupando la ciudad y dándole un aire olímpico al que estamos poco acostumbrados. Quien más y quien menos, todos pensamos en la posibilidad de participar en alguna prueba, pero -por lo menos

en mi caso- hubiera sido un error garrafal. Lo que vieron en Anoeta estos ojos que Dios me ha dado y que se han de comer la tierra no se me olvidará nunca: jóvenes septuagenarios compitiendo con más entusiasmo que un adolescente en un “botellón”, cincuentones y sesentones consiguiendo unos tiempos y unas marcas que a cualquiera de nosotros nos estaban vedados, y sobre todo la constancia real de que se puede seguir practicando atletismo a edades muy avanzadas. La palabra “retirada” no existía en el diccionario de estos participantes que además hacían turismo del bueno. Del Club, algunos bravos e ilustres componentes se atrevieron a probar suerte, siendo esta veleidosa y caprichosa, pero consiguiendo unos resultados más que dignos. Hay que destacar la actuación de Leire en la maratón donde consiguió el oro mundial. Ahí es nada. El día fue calurosísimo y húmedo, o sea, ese día “perro, perro”, pero que no importó para que la participación del Club fuera nutrida y variopinta. Yo estuve dando botellines de agua en La Perla y los últimos kilómetros fueron dramáticos para muchos. Pero también Macu y Joserra, y Félix de Miguel, y Javier Herrero en marcha. Pedazo de atletas. Solo participar ya era demostrar mucho valor viendo lo que se veía en la pista. Eso sí, el aplauso y entusiasmo en la grada no les faltó por parte del resto de colegas. Otro donostiarra destacado fue Santi Auzmendi, que terminó los campeonatos con varias medallas colgadas de su cuello. Por mi parte ese mismo mes ascendí a la cima del Veleta en Sierra Nevada. Segundo pico en altura de la península (3.400 m) solo superado por el Mulhacén con 100 metros escasos más. Resulta que mi mujer y yo habíamos visitado en plan turista la estación de esquí de Sierra Nevada con escasos visitantes por ser verano, pero que mantenía en servicio una telecabina que enlazaba con un arrastre para uso de senderistas. A bordo de dichos artilugios llegamos a una altura de unos 2.400 m al atardecer de un día espléndido. Pregunté al encargado cuanto tiempo se tardaba en subir al Veleta. Me indicó el camino convencional y me dijo que unas tres horas y media entre ida y vuelta del punto donde nos encontrábamos. Le dije a mi mujer que me esperara dando un paseo por allí y en bermudas, camiseta y zapatos náuticos (lo juro por la medalla de mi primera maratón), subí a toda mecha en línea recta hasta el mismísimo Veleta en cuya cima hacía un frío y un viento que me dejaron helado rápidamente. Saqué varias fotos panorámicas desde la cima como trofeo de guerra y bajé al trote por el mismo sitio. Por la prisa en bajar me desvié y tarde un poco en encontrar de nuevo el camino. Una hora y media después cuando mi mujer me preguntó por qué había tardado tanto, le dije que había subido al Veleta. Dudo todavía que, a pesar de la evidencia de las fotos, se lo haya creído. En noviembre también en Sierra Nevada pero en la parte almeriense, en un paraje denominado el Serval, próximo al pueblo de Abla, donde mis consuegros tienen un cortijillo, nueva caminata familiar recogiendo piñas secas para la barbacoa y níscalos que en ciertos años y dependiendo de las lluvias de septiembre brotan en abundancia. Cerré el año con una mala experiencia. En un control rutinario de próstata me detectaron un nivel alto del PSA que podía indicar la existencia de un cáncer, recomendándome una biopsia para salir de dudas. Afortunadamente todo quedó en un susto porque el resultado fue negativo, pero el mal rato ahí queda. A pesar de todas las actividades citadas, en un año “tonto”, sin objetivo ni participación en prueba alguna, corrí la friolera de 210 días, completando un total de 2.675 kilómetros. No está mal correr casi dos días de cada tres una media de 12,7 km en cada ocasión. Y aquí remato este extenso capítulo desde cuyo inicio la “tristeza del corredor” sobrevuela todo el tiempo. Dos años sin competir si exceptuamos los 100 km andando. Por cierto se me olvidaba decir que en esa prueba, el primero que cruzó la meta corriendo lo hizo en un tiempo de 13 horas. Yo me crucé con él hacia las 9 de la tarde de aquel día inolvidable.

Capítulo 14. El graduado. 26-07-2010 Famosísima película de Dustin Hoffman en los inicios de su carrera como actor que narra las peripecias amorosas de un joven tímido e inexperto recién obtenido el título de graduado universitario. Cae sin remisión en las redes de una aburrida, experimentada y frustrada Mistress Robinson, con un marido semialcohólico, y una hija adolescente de la que el novato se enamora hasta las trancas mientras aún mantenía las inconfesables relaciones carnales con su madre. Fui a ver esta “peli” tres veces en diez días al antiguo Trueba de la calle Miracruz, pero no por la película en sí, sino por su banda sonora. Obra maestra de Simón&Garfunkel que con sus “Sonidos del Silencio”, pasará a la historia de la música del siglo XX. De sus otras muchas canciones, “The Boxer” -para mí una joya- la habré escuchado cientos de veces y todavía no me he cansado de hacerlo. Si tuviera que elegir mi cantante, dúo o grupo de música ligera preferido, éste estaría entre los tres finalistas sin duda alguna. Y bueno, diréis, ¿a qué viene tanto rollo con el dichoso cine? Pues muy sencillo: el año 1.989, que es el que toca en este capítulo, yo me gradué como corredor de fondo. ¡Hice la Maratón de San Sebastián EN MENOS DE 3 HORAS! Pues vaya tontería, dirán muchos, si eso hoy día lo hace cualquiera. Bueno, tampoco cualquiera. Correr 42 km a 4’ 12’’ no está al alcance de todos. Yo llevaba 11 años corriendo y ya me consideraba un corredor experimentado. Aficionado pero experimentado. Me acuerdo de lo que me dijo el del Club Platero a los pocos años de empezar a correr como respuesta a mi jactancioso comentario de que ya me consideraba un aguerrido atleta: “hasta que no pases 4 ó 5 años corriendo no llegarás a empezar a entender lo que es esto de correr”. ¡Qué razón tenía!

Una vez más quiero recalcar que de todo lo que yo escribo son opiniones estrictamente particulares. No quiero ni puedo sentar cátedra sobre nada ni nadie. Mis opiniones solo reflejan mis diferentes estados de ánimo, tal y como yo los recuerdo. En un momento dado puedo estar muy eufórico por algo conseguido que, para otros, no tendría la menor importancia. O abatido, con idéntico comentario. Por eso, no quiero parecer fatuo por demostrar mi entusiasmo al haber rebajado la barrera psicológica de las 3 horas. Muchísima gente lo consigue, pero para mí tuvo una importancia especial. Fue otro reto personal logrado a base de muchísimo entrenamiento, sacrificio de tiempo libre y esfuerzo. Y empiezo ya los comentarios del año. En enero abundan en mis anotaciones las palabras “frío” y “asma”. Es lógico, en mi caso una lleva a la otra. Además estamos en pleno invierno, mi peor época del año. Creo que en los entrenamientos de este mes estaba ya configurado un compacto grupo de corredores del club con itinerarios fijos los fines de semana y horarios establecidos de antemano. La cita de salida era en El Carmelo, de Anoeta y frecuentábamos mucho los puentes, el Paseo Nuevo hasta el Peine del Viento y Hernani a donde íbamos por la carretera vieja junto a las vías del tren. Que me perdonen los omitidos, pero fundamentalmente participábamos, además del que escribe: Txomin Arizmendi, el Maestro; Antxon Echeverria; Gabi Lasaga, Atajitos; Iñaki Alcorta; Miguel Domínguez, el Probe Miguel; José Mª Iturrioz, Pequeño Gran Hombre; Imanol González de Audicana, el Profesor Chiflado; Javier Castelruiz; Joserra Basterra, Juanjo Mariezcurrena, Tintín ó Terminator, Vicente Mier, Ramón García Labayen, Patxi Zubiri y Macu Zuzuarregui, que la cito al final para poder comentar que posiblemente haya sido la persona con más triunfos y laureles aportados al club y durante mucho tiempo la única representante femenina. Los fines de semana no faltaban Juan Carlos Fano, Javier Barace, José Ignacio Mendizabal, Manolo Loro, etc. Que me vuelvan a perdonar los que saben de esto más que yo, pero no me resisto a decir qué, este grupo, además de los Mikel Arzac, Rafa Errasti, Fernando Antúnez, etc, es decir, la vieja guardia, fue el embrión del actual club, ya que, aunque funcionábamos sin estatutos y por adhesión, el “ambiente” de entonces permanece hoy y desde aquellas fechas el grupo no dejó de crecer. Recuerdo muy bien la incorporación de José Manuel Vicente, el Pinceles, quién -como una Dama de Elche moderna- corría con unos enormes cascos acoplados a su sesera y nosotros, incautos, creyendo que no nos oía decíamos de él alguna barbaridad que otra, ya que pensábamos que era gabacho. Este a su vez incorporó al que años más tarde se convertiría en un auténtico “crack”, Juan Carlos Arregui, “Cocoliso”. Por entonces no tenía el coco liso, pero ya apuntaba maneras. Le pulimos, le abrillantamos y le dimos esplendor, convirtiéndole en el monstruo actual. Algo más tarde José Luis Zubiaurre, Fisher y Javier Barrera, el Tximbo, (quién estuvo dos años sin salir del armario por ser hincha del Athletic de Bilbao) también aportaron laureles al grupo. Pero nuestro trabajo nos costó (es broma). También ilustres componentes del “equipo médico habitual”, como Carlos Benito, Iñaki Eizaguirre o Leonardo López, Nano, quienes nos han hecho disfrutar de lo lindo con sus “guerras particulares” contadas con muchísimo humor. Y Javier Irazusta, Jesús Eguimendia, etc. Casi también por entonces -o quizás un poco más tarde- proceden las adhesiones de Angel Castrillo, el Pirata; Félix de Miguel, el Galgo de Michelín, José Luis Daguerresar, Rotring, Iñaki Peñagaricano, etc. En fin, lo mejor de cada casa. Bueno, pues corriendo, corriendo, el 19 de Enero tengo anotado un entrenamiento de 8 kms (sin precalentamiento) en 32 minutos. Menos da una piedra. En febrero y marzo ya tengo anotados 12 km en series. Pronto empezaba este año. Recuerdo que los domingos íbamos hasta el Peine por el río y el Pº. Nuevo. La vuelta por la Concha, San Martín, Easo y al llegar al Pº. de Errondo se desencadenaban las hostilidades con llegadas a toda máquina por el lado izquierdo de la calzada mientras los coches venían de frente sin verlos por la curva final. Como los conductores suicidas actuales pero sin coche, corriendo en dirección contraria. A finales de marzo aprovechando uno de los frecuentes viajes a Madrid, pude correr por el Parque del Capricho, junto a la Alameda de Osuna, cerca ya de Barajas. Una auténtica joya aunque algo reducido de tamaño. Y el 2 de abril la Medio Maratón de Laister. Espléndida carrera en la que acompañado por Javier Imaz, dejé atrás por primera vez a mi idolatrado Maestro, Txomin Arizmendi, acelerando a tope en los últimos 5 km entre una cortina de lluvia que caía sin parar. El tiempo de 1h. 24’ 30’’ supone una media por kilómetro de 4’ 00’’. El puesto 135 de 437 clasificados y el 11º de mi categoría Veteranos A. O sea que más del 30% de los clasificados habíamos terminado a 4 minutos por kilómetro de media. En las fotos que conservo, veo caras conocidas: Gabi Beldarrain, Juanjo Mariezkurrena, Patxi Zubiri, Vicente Mier, Luis Peralta (a quien todavía no conocía), etc. Como punto de reflexión me gustaría señalar que el ambiente de carreras en aquellos tiempos era muy serio. La gente de fuera que venía a Donosti a participar en alguna prueba siempre decía que parecía que nos íbamos a jugar la vida. Carácter guipuzcoano a tope. Poca chufla y mucha seriedad. Sí Rolex, Rolex; si perretxicos, perretxicos, como el del chiste. Contrastaba, y todavía hoy también, el ambiente festivo de otras ciudades con el ambiente competitivo de la nuestra. Cuestión de carácter, como decía el alacrán a la incauta rana.

El resto del mes de abril lo dediqué a correr en cuestas por un motivo claro: el día 23 (fiesta del Libro) se celebraba la I Subida a Ulía, organizada por la Gimnástica de Ulía, bonita prueba de 8,5 km de la que solo se celebraron tres ediciones. Partía del Aquarium y a través del Paseo Nuevo, Zurriola, Avda. de Navarra enfilaba la carretera de Ulía hacia la mitad de Ategorrieta. Finalizaba en lo que fue el tiro al plato de Basollúa. Era una carrera corta pero exigente porque se salía muy rápido. Creo recordar que en todas las ediciones fui adelantado por José Mª. Iturrioz, que volaba subiendo. Terminé con un tiempo de 36 minutos, ocupando el puesto 104 de 400 clasificados. Y a partir de esta fecha no tenía otro objetivo que los 20 km Adidas que se celebraba a mediados de septiembre, así que durante mayo y junio se acabaron las series y los entrenamientos intensos. Corría un día de cada dos y alrededor de 250 km mensuales. Para hacerse una idea de los equilibrios que tenía que hacer para compaginar mi trabajo y el deporte, tengo reseñadas en el mes de mayo, un par de ocasiones en las que corrí en Madrid. Una vez en el Parque del Capricho, próximo a la casa de mi hermano y otra en el Retiro. Además, a primeros de junio, otra vez en el Retiro y un poco más tarde en los alrededores del Moncayo, aprovechando la escapada anual gastronómica-deportiva. En julio, como siempre empezaba a intensificar los entrenamientos. Los 26,5 km que hice el día 2 en un tiempo de 2 horas 5 minutos, así lo atestiguan. Se repetía la complicación de julio, primero porque antes de las vacaciones de agosto había que dejar cerradas muchas cuestiones laborales, con infinidad de viajes y reuniones (y comidas, comidas, comidas,...) y además porque incrementaba el tiempo dedicado al deporte. Llegaba justo, justo a las vacaciones de agosto. Siempre he puesto como ejemplo gráfico de esta situación los que se arrastraban por el desierto en los chistes de Forges, en busca de unas gotas de agua (en mi caso vacaciones). De todas formas, ahora, visto en la distancia me asombro de mi empeño y esfuerzo en correr. El 28 de julio, día de salida de vacaciones, con la perspectiva de un viaje de más de 1.000 km, con carreteras que no son las de ahora, salí a correr a las 6 de la mañana para hacer 8 km en 32 minutos y medio. Envidia de la mala es lo que siento, si lo comparo con mi situación actual (es broma). El resumen del mes de estancia de vacaciones en Almería se aprecia rápidamente: de 30 días corrí 25, con un total de 377 km más otros 26 de series, con un máximo por día de 20 km, que repetí 5 veces, la última con un tiempo de 1 horas 21 minutos, lo que equivale a mi ritmo de competición en una media maratón. Tengo que contar también, porque no dejan de ser hechos deportivos, un par de cuestiones. En este mes empecé a recorrer en profundidad y en solitario la Sierra de Gata. Me adentraba -ahora pienso que con bastante inconsciencia- en la sierra, solo y sin móvil (no existían), y pasaba horas haciendo senderismo, recorriendo barrancos, cuevas, ramblas y senderos, con poca agua y mucho sudor. Conseguí fotos bastante buenas y visualicé la mayoría de la fauna (y flora) autóctona: serpientes, lagartijas rojas, conejos, zorros, etc. además de las numerosas aves que veranean en las salinas próximas: flamencos, correlimos, cigüeñuelas, zarapitos, vuelvepiedras, etc. Siempre recordaré el espeso silencio que rodeaba mis caminatas y la sensación de soledad (y el calor y la sed). Algunos días corría a primera hora. Después me daba la gran paliza recorriendo la sierra y terminaba el día al atardecer practicando pesca submarina. Volvía a casa exhausto pero feliz. Posiblemente haya sido mi época más plena de actividad deportiva. Estaba recuperando a los 40 años y sin proponérmelo la escasa actividad mantenida hasta los 28 años. Nunca es tarde si la dicha es buena. El otro asunto tiene que ver precisamente con la pesca submarina. Capturé un magnífico ejemplar de pez volador de considerable tamaño, bastante lejos de la costa y en un fondo arenoso. Yo no sabía que era volador hasta ver sus enormes alas al salir del agua. Obtuve fotos y pregunté a mucha gente de que pez se trataba, sin que nadie pudiera darme razón. También a una sobrina mía bióloga. Consulté todos los libros que pude y lo más que conseguí saber es que los lugareños a los peces voladores del Cabo de Gata les llaman “rubios”, pero son mucho más delgados, estilizados y con las alas más pequeñas que “el mío”. El caparazón óseo de la cabeza lo tengo intacto, limpio y barnizado, colocado sobre una peana construida ex-profeso. Lo curioso del caso es que dos años más tarde, visitando el Museo de Ciencias Naturales de Nueva York, junto a Central Park, me encontré con un hermano de “mi pez” expuesto en una vitrina. No me creía lo que estaba viendo. Tener que viajar tan lejos para poder saber su nombre. Saqué fotos y copié todos los datos de sus características, nombre científico, etc. Efectivamente se trababa de un “rubio” pero de una especie menos común que la que normalmente se conocía. No es por nada, pero me llevé un alegrón, porque el asunto me seguía teniendo intrigado. La única nota negativa de agosto fue que, a finales de mes, empecé a sentir punzadas dolorosas en el “isquio” izquierdo. Una vez más mi punto débil se rebelaba contra el esfuerzo exigido. Y ya en septiembre, entrenamientos a tope, con “largos” de 32 y 35 km. El día 17 eran los 20 km Adidas, pero la preparación iba encaminada sin lugar a dudas hacia la maratón. El test de la carrera fue bueno: 1 hora 18 minutos era mi récord en la distancia, así que a seguir entrenando sin parar. Como el nivel de esfuerzo estaba siendo considerable, dos días más tarde realicé mi primera prueba de esfuerzo en la clínica San Juan de Dios, con resultados satisfactorios. Empezábamos a familiarizarnos con el argot propio del “oficio”: pulsaciones, lactatos, carbohidratos, transaminasas, descanso activo, etc. Según consta en mis notas, en septiembre completé en 22 entrenamientos nada más y nada menos que 410 km más 22 en series, lo que supone correr cada vez casi 20 km. Además las series de 1.000 m a ritmo de 3’ 22’’. Casi nada lo del ojo, y lo llevaba en la mano, remedando una vez más al del chiste.

Con estos antecedentes, el 15 de octubre, día de la maratón, ocurrió lo que tenía que ocurrir: con un tiempo de 2 horas 56 minutos batí ampliamente el objetivo de las 3 horas. Mi dorsal número 3 ya quería decir algo (el de Txomin Arizmendi el 2). El día fue perfecto en cuanto a la climatología. Tengo fotos de un numeroso grupo en la primera vuelta, que queda muy reducido en la segunda. A la altura del Hotel Londres camino de la Avda. de Tolosa, Juanjo Mariezkurrena, se destacó algo, quedándonos el propio Txomin, Antxon Echeverría y yo. Recuerdo continuas llamadas a la tranquilidad de Txomin que al ver nuestro entusiasmo en el kilómetro 35 se temía la aparición inesperada del “hombre del mazo” que daría al traste con nuestro objetivo. La llegada al velódromo de Anoeta inenarrable. Entramos los tres al mismo tiempo, cogidos del hombro con las caras sonrientes que demostraban nuestra felicidad. Como se suele decir: “íbamos sobrados”. Tengo una foto buenísima al cruzar la meta que conservo con mucho aprecio. Y ya está. Objetivo pulverizado. No hay como proponerse una cosa para conseguirla. Ya pertenecía al selecto grupo de corredores de maratón que bajaban de las 3 horas. Había entrenado en 9 meses y medio 2.615 km. Este año me perdería la Behobia, pero había corrido dos medías, la maratón y la Subida a Ulía con resultados muy satisfactorios. Y ahora... ¿que? Para saber la respuesta hay que seguir leyendo. Lo único que añadiré es que a partir de ese día dejé de correr. Tenía que descansar, y además, embarcarme en otro proyecto que ahora parece una cosa fácil, pero que entonces entrañaba bastante dificultad. Pero eso se desvelará dentro de dos capítulos.

Capítulo 15. Nunca digas nunca jamás. 28-07-2010 Se están celebrando los Campeonatos de Europa de Atletismo en Barcelona y hoy me he plantado frente al televisor para disfrutar de mi deporte favorito. Puedo pasar horas viendo atletismo, así que esta semana practicaré bastante el sillón-ball. De todo lo que he visto me he quedado con tres gestos, o momentos, o “flashes”, que en el fondo, aún siendo muy distintos, significan lo mismo. El primero, la cara de Nerea Aguirre, nuestra paisana donostiarra, al fallar su último intento en pértiga para conseguir pasar a la final superando la altura de 4,35 metros. Ha sido un instante, pero muy elocuente. Reflejaba la decepción del fracaso pero al mismo tiempo la rabia y la decisión a futuro de que eso no iba a quedar así. Con seguridad ya estará pensando en el próximo campeonato y en la estrategia a emplear para superar lo conseguido hoy. El segundo ha sido en la segunda semifinal de la prueba de 1.500 metros masculina, con dos españoles en pista: Arturo Casado, a quien le sigo desde los Juegos del Mediterráneo del 2005 donde le descubrí, y el veteranísimo Reyes Estévez, dos veces campeón de Europa y con alguna medalla olímpica, capaz de lo mejor y de lo peor en su ya dilatada carrera. Pues bien, en el último cien, Estévez, ya prácticamente clasificado junto con Casado y otro británico, los tres con una ventaja considerable al cuarto que ya quedaba fuera de la final, no ha podido resistir la tentación de ganar la prueba esprintando y consumiendo una energía que seguramente echará en falta en la final de mañana. Cuando lo lógico e inteligente hubiera sido dejarse llevar por la inercia ahorrando todas las fuerzas posibles. Le ha podido el corazón, quizás porque posiblemente sea la última carrera que pueda ganar ante sus paisanos de Barcelona antes de su inminente retirada. No deja de ser otro rasgo de rebeldía emocional, o como queramos llamarlo. Nada de inteligencia aplicada. Y el tercero, el gesto de María Vasco en la prueba de 20 km marcha cuando al sufrir una lesión en el isquiotibial derecho ha llevado su mano a la pierna y cojeando se ha apoyado en la valla donde ha dado rienda suelta a un llanto inconsolable. Era una de las favoritas y había anunciado su retirada para después de estos campeonatos. Pocas horas después en una rueda de prensa ha revelado que no se retira y que buscará otra ocasión para conseguir un triunfo. Más carácter competitivo y rebelde imposible. También corría ante su público de Barcelona. Para llegar a la élite, estoy seguro de que hay que ser inteligente y poseer unas cualidades especiales, además de tener la disciplina y la voluntad que exigen unos entrenamientos tan fuertes. Pero también es imprescindible tener corazón y espíritu de superación, que es la conclusión de mis anteriores comentarios. Traigo esto a cuento de mi paso por los años 2.002 y 2.003, después de mi jubilación en el 2.000 y cumpliendo la promesa de correr por correr sin participar en carrera alguna. No busco más recompensa que el sentirme bien físicamente y disfrutar cada día del recorrido que toca, ya sea con frío, lluvia o calor, en llano o en cuesta, solo o acompañado. Pero tengo que reconocer que si te falta la “chispa” de la competición, la cosa no es igual. Soy un mediocre corredor de fondo aficionado que ha hecho del correr una parte importante de su vida, y que si además, de vez en cuando te da la oportunidad de mejorar tu marca en una prueba, ganar a algún amigo competidor, o conseguir un trofeo en la más modesta de las carreras, entonces ya tocas el cielo con la punta de los dedos. Con la cantidad de kilómetros que entreno al año, cualquiera estaría más en forma que yo y se presentaría a infinidad de pruebas. Yo paso de competir, pero no paso de correr. Aún con todo en octubre de 2.002 no pude resistir la tentación de correr la Media Maratón de mi segunda ciudad: Almería, carrera de la que ya he hablado anteriormente. Empecé el año como siempre corriendo el día 1 nada menos que 13 km. Durante el primer trimestre entrené 2 días de cada 3, aproximadamente unos 220 km al mes. Menos es nada. En Abril hice un viaje piloto por Cantabria con mi mujer para poder planificar para más adelante una caminata de cuatro días a

Santo Toribio de Liébana, cuyo libro de ruta me había regalado mi hermano Antonio el año anterior con la idea de hacerla juntos. Lo impidió la muerte de mi suegra en agosto pasado. Aproveché mi estancia en el Hotel Puente Viesgo para trotar al día siguiente por los parajes de alrededor, que seguro han utilizado también los componentes de la selección española de fútbol en sus numerosas estancias en este hotel. En mayo además de los entrenamientos habituales corrí en Tarazona y en el Moncayo en dos escapadas diferentes. Tengo que aclarar que debido al cuidado que mi mujer ha tenido y tiene que tener con sus padres (en el 2002 ya solo con su padre), muy delicados de salud, no podemos dedicar a viajar más que dos o tres días como máximo, así que lo que hacemos es “fugarnos” de vez en cuando dejando la situación controlada por medio de terceras personas y regresando rápidamente. De ahí lo de las escapadas y no viajes más lejanos y de más duración, como nos gustaría. En junio, salvo otra escapada más a la Alpujarra almeriense, nada más que reseñar, quitando que debido al buen tiempo el número de entrenamientos y la intensidad es mayor. También en este segundo trimestre la nada desdeñable cifra de 670 km en 50 días. Julio y agosto en San Sebastián son los meses que más entreno, sobre todo en agosto. Muchos componentes del club están de vacaciones, así que se establece a diario una salida a las 8 de la mañana desde la rampa de la playa de Ondarreta que suele estar muy concurrida. Los componentes del Pelotón de la Castaña son numerosos, ejerciendo de maestro de ceremonias su “leader” natural Joseba Erauskin, “el guindilla de Loyola”. Todo el mes discurre entre carreras por lugares variopintos (ruta de las sidrerías, ruta de Aiete, reloj de Ategorrieta, ruta de la chapa, etc.), bromas, chistes y risas, además del acostumbrado repaso a la actualidad cotidiana, chascarrillos, rumores y ocurrencias. Uno se acostumbra pronto a este ambiente tan agradable, así que se hace duro, cuando pasa agosto, volver a los entrenamientos sin tanto cachondeo. El 30 de agosto, día lluvioso y triste, me acerqué a las 8, como de costumbre al lugar de la cita y me encontré solo. Cada mochuelo estaba ya en su olivo, así que tuve que correr en solitario y con el ánimo arrugado. Durante esta hora y pico, fui configurando una especie de “romance”, lógicamente en verso, que por la tarde corregí, pulí y titulé como “Oda al Pelotón de la Castaña”. Efectivamente era una oda por los términos elogiosos y agradecidos, pero todo en clave de humor. No sé como, pero me atreví a publicarla en nuestra página de Internet y creo que tuvo bastante éxito. El viaje que hice en abril a Santo Toribio de Liébana como preparación del “bueno”, llegaba ahora en septiembre. Además de mi compañero habitual de fatigas en estas lides, invité a otros dos amigos de mi cuadrilla de siempre, Ernesto y Manolo. El primero es montañero habitual, acostumbrado a andar y sufrir un poco, así que no tuve ninguna duda de que no tendríamos dificultades. El segundo, Manolo, en buen estado físico y con el suficiente orgullo para tirar p’alante. Hicimos cuatro etapas saliendo desde Santillana del Mar hasta Santo Toribio, pasando por Comillas, San Vicente de la Barquera, Quintanilla de Lamasón, Cabañes y Potes. Unos 120 km repletos de preciosos paisajes, buena comida y mejor bebida, buen ambiente y camaradería. Lo pasamos en grande adentrándonos desde la costa del Cantábrico a través del desfiladero de la Hermida hacia el corazón de los Picos de Europa. Tuvimos la suerte de coincidir en la llegada al monasterio con la exposición del “Lignum Crucis”, custodia que en su interior conserva un pedazo de madera de la cruz original donde agonizó Jesucristo. Ya sé que todo esto es muy relativo y que para el no creyente sólo puede significar un hecho tradicional o folclorista pero, como siempre digo, seas lo que seas y creas en lo que creas, hay que dejarse llevar por el momento y experimentar nuevas emociones. A mí me gustaría ser creyente pero tengo demasiadas dudas, por lo que mi fe está en permanente equilibrio inestable. Tampoco soy practicante, pero puedo asegurar que cuando besé la reliquia quise creer firmemente que era “de verdad” la Veracruz. Como dato adicional aunque sobradamente divulgado, diré que solo existen cinco lugares de peregrinaje en el mundo en los que es posible conseguir la indulgencia plenaria o jubileo: Roma, Jerusalén, Santiago de Compostela, Caravaca de la Cruz y Santo Toribio de Liébana. Y el 13 de octubre, claudiqué y como un homenaje de solidaridad con mis compañeros del Club de Atletas Veteranos de Almería, volví a competir corriendo la Media Maratón de Almería, después de varios años sin participar en carreras. Terminé cuarto en mi categoría con un tiempo de 1 hora 31’, que me dejó más que satisfecho. Quedé en el puesto 110 de más de 600 clasificados, así que no me puedo quejar de mi vuelta a los ruedos. El tercer trimestre corrí 917 km en 62 días lo que hace una distancia media diaria superior a 14 km. Y en el año, cayeron 3.149 km en 226 días de entrenamiento. El hecho de realizar todo este esfuerzo para una sola carrera puede ser poco entendible para mucha gente, pero las razones ya las he explicado sobradamente. El año siguiente, 2.003, es prácticamente un calco del anterior. Mucho entrenamiento y poca competición. En 235 días corrí 3.219 km. Una barbaridad teniendo en cuenta que solo volví a participar en una sola prueba de media maratón, pero también hice otras cosas que resumiré a continuación. A primeros de marzo, en otra escapada fugaz visitamos Cazorla, pernoctando en el Parador Nacional, en pleno Parque Natural, para trasladarnos seguidamente al Parador de Úbeda, un precioso palacio al lado de la Iglesia de San Salvador y en una de las plazas más bonitas que conozco. Y ahora ¡marchando!, una de anécdota:

Resulta que quince días antes, corriendo en Almería con el grupo, se nos unió un corredor espontáneo que resulto ser de Úbeda y estaba de paso en Almería. Le comenté que unos días después yo iría a Úbeda y me indicó el mejor sitio para correr. Así que, una vez allí, salí muy temprano del Parador y por una de las puertas de la muralla, extramuros de la ciudad, corrí como a mí me gusta: sin presión y haciendo turismo. A la vuelta, cruzando una amplia calle un coche me pitó y el individuo que lo conducía con medio cuerpo fuera hacía aspavientos extraños. Al poco caí en la cuenta de que era el corredor que conocí dos semanas antes, y que, hasta que no le devolví el saludo, no paró de significarse. Por supuesto, no le he vuelto a ver nunca más. Por cierto, recomiendo la visita a Úbeda y Baeza a quién no las conozca. Son dos auténticas joyas del Renacimiento, con más de 75 edificios declarados Patrimonio Nacional, además de que ambas son Patrimonio de la Humanidad. ¡Ah, se me olvidaba! Otra anécdota: después de cenar en Úbeda y dando un paseo pausado y solitario por sus calles iluminadas a medias, oímos a lo lejos como unos redobles de tambor y trompetería de la buena. Nos miramos mi mujer y yo en el entendimiento de que todavía no era Semana Santa, pero lo parecía. Fuimos acercándonos a la música y resultó ser el ensayo en toda regla de una procesión. Todos de paisano y portando los tronos sin imágenes encima pero con sacos terreros para simular el peso, la banda de trompetas y tambores y los cofrades sin capirote ni cirios. Pero dio igual. El ambiente nocturno, el silencio y la soledad, así como la seriedad del ensayo, hicieron que se me erizara el vello. Fue otro momento Nescafé para recordar. Y el día 23 de marzo, celebramos la boda de mi hijo Aitor con María, una preciosa muchacha que ese día lució de manera especial. La madrina y madre del novio, o sea, mi mujer, también estaba muy guapa y elegante. Entre los múltiples agasajos que tuve que organizar para los invitados nuestros, la mayoría de Donosti, figuró un entrenamiento por el paseo marítimo el mismo día de la boda y en el que participamos varios amigos. En abril, corrí en Ávila desde Poyales del Hoyo a Candeleda y vuelta. 16 km de los cuales los últimos 8 son en ascenso. También corrí en el pueblo de mi juventud Miranda de Ebro, donde vive la mayor parte de mis familias materna y paterna. En julio otras dos reseñas deportivas: En Almería concedieron a nuestro club el Premio Ondas al deporte. Estuvimos todos invitados al acto que se celebró en la Alcazaba con profusión de canapés y bebidas varias. Terminamos todas las parejas bailando en una conocida discoteca de la ciudad. Y no podía faltar la cita anual con el Camino de Santiago. De nuevo con mi amigo Gerardo, recorrí el tramo PuentelarreinaLogroño. Distancia corta que hicimos en tres días, pero que disfrutamos de lo lindo con anécdotas de lo más curiosas, que no relato porque no vienen a cuento pero que, quizás en un futuro formen parte de otro “serial” que tenga como eje central los diferentes Caminos de Santiago que he recorrido. Agosto visitó Donosti con una de las olas de calor más importantes de los últimos años. Temperaturas nocturnas cercanas a los 30º durante varios días no impidieron que de 31 días del mes, entrenara 26 recorriendo una distancia de 395 km. Prácticamente lo necesario para correr una maratón, cosa que mi particular “ramadán” deportivo me lo impedía. Mi estado de forma con semejante entrenamiento era muy bueno, así que recuerdo dos días corriendo por Zamora -otra escapada breve a Castilla la Vieja: Salamanca, Valladolid y Zamora- con el frescor mañanero de septiembre y a toda pastilla. “Delicatessen” deportivo. Y con la puesta a punto que había logrado no me pude resistir a correr la Media Maratón de Granada a mediados de octubre. Nunca digas nunca jamás. Por cierto, como es sabido conocidísima película del superagente 007, Bond, James Bond, que prefiere los martinis agitados, no batidos. Como soy experto en estropear algo en vísperas de una carrera, el miércoles anterior, hice 6 series de 1.000 m con algo de cuesta. Error de los gordos porque la casi permanente lesión de isquiotibial que convive conmigo se reavivó de forma dolorosa, así que mal asunto cuando faltaban cuatro días para la prueba. Los malos augurios se me presentaban anunciando futuros desastres. A las 6 de la mañana, con mi mujer y en una madrugada fría y tormentosa, viajé a Granada para correr una carrera de la que no disfruté absolutamente nada. Veinte minutos de fría espera en la salida con lluvia rayos y truenos cayéndonos encima. Salí como alma que lleva el diablo y no conseguí coger el ritmo en toda la carrera. En la llegada otro error de principiante: creí que ya había terminado cuando aún faltaba otra vuelta al estadio. Como terminaría de cabreado que, en la comida, mientras engullíamos un arroz caldoso en el Restaurante Manolo de la Plaza Bib-Rambla, donde solemos comer en Granada, le firmé en una servilleta de papel a mi mujer una declaración jurada de que jamás volvería a participar en una carrera. Ésta, que me conoce mejor que yo, hizo una pelota con la servilleta y la tiró a la papelera, como prueba fehaciente de que mis juramentos se los toma absolutamente en serio, sobre todo, los que tratan sobre el correr y sus derivados. Mi tiempo fue de 1 hora 32’. Lo mejor de todo fue que el sábado siguiente al juntarme con el grupo en Almería, Enrique me dio la enhorabuena por la carrera. Yo pensaba que estaba de broma pero él me dijo que había consultado en Internet y había quedado tercero en mi categoría con pódium, trofeo y 30 € de premio en material deportivo. Rápidamente comprobé por teléfono la veracidad del asunto y me guardaron el trofeo y el premio en el Patronato de Deportes de Granada, de donde lo recogí posteriormente. Quedé el 250 de 1.000 clasificados, así que final feliz para una carrera poco agradable. Fue el primer trofeo de toda mi vida deportiva por lo que lo conservo como si fuera el Santo Grial, a pesar de ser feo como un demonio. Pero es mío, ¡mi tesooooro!, que diría Gollum.

Y para terminar el año y el capítulo, la San Silvestre participativa que organiza el Club en el Paseo del Tenis, donde confraternizamos y nos deseamos todos feliz año nuevo en un ambiente formidable. Cierro el comentario casi como lo empecé. A un corredor de fondo aficionado y vocacional no hay que creerle nunca cuando diga “nunca jamás”. Seguro que miente.

Capítulo 16. En busca del arca perdida. 01-08-2010 Hoy es la última jornada de los Campeonatos Europeos de Atletismo de Barcelona, con su plato fuerte matinal: la maratón. A primera hora de la mañana he salido a correr una hora para llegar a tiempo de ayudar a mi hijo y nuera a cargar el equipaje. Ponen rumbo a Almería una vez finalizadas sus vacaciones. Toca volver a trabajar después de diez días felices conviviendo con ellos y con mis dos nietos. Parece mentira que dos pequeñajos llenen de tal forma la vida de cuatro adultos. Han puesto la casa “patas arriba” pero hemos disfrutado tanto en su compañía que el pequeño caos diario bien merece la pena. Llueve mansamente y el día es el perfecto reflejo de la tristeza de mi estado de ánimo, y no digamos, el de mi mujer. Así que me acomodo en el sofá dispuesto a no perderme detalle de la carrera, atento siempre al teléfono que me informará de los progresos del viaje en una jornada de intenso tráfico por la operación “salida de vacaciones” de agosto. Es curioso, pero así como puedo aburrirme mucho viendo un partido de fútbol o una película, rara vez me ha sucedido lo mismo viendo una maratón, con sus dos horas largas de retransmisión. Y eso a pesar de la previsibilidad del desenlace final, aunque en una maratón nada es seguro hasta que se traspasa la meta. Nunca me canso de ver maratones por la “tele”, bien sean de campeonatos de Europa, Mundiales u Olímpicos y trato de adivinar las fases y diferentes lances de los mismos a través del semblante y de la forma de correr de los participantes, apostando por un ganador mentalmente. He visto docenas y aún me acuerdo del de las Olimpiadas de los Ángeles con un Carlos López insuperable resistiendo al calor creciente de más de 30º, entrando ganador en la meta como si no hubiera hecho ningún esfuerzo a pesar de que, por eliminación, fue dejando un reguero de competidores destrozados a lo largo de los 42 km. Pero bueno. Basta de cháchara y vamos a lo que nos ocupa. He tenido dudas en cuanto al título de la película. Podía haber sido “Memorias de África” pero el peso específico del evento que patrimonializa el año 1.990 no deja lugar a discusión. Este año, el objeto deportivo de mis deseos fue ir en busca de un arca. Y me explico. Cuenta una leyenda que se remonta al siglo IX que a la muerte de Santiago en Tierra Santa, su cuerpo y su cabeza seccionada fue trasladada en una barca de piedra hasta las lejanas costas atlánticas del noroeste de Iberia. Los discípulos que guiaron la nave, una vez en tierra, transportaron los restos en un carro de bueyes hasta el lugar donde descansan actualmente siendo depositados en un arca de piedra. Ya la cosa está más clara ¿verdad?, pues eso. Que para el principal objetivo de este año el título va que ni pintado. Spielberg también utilizó a su arqueólogo preferido, Indiana Jones, encarnado por Harrison Ford, para llegar hasta un arca, pero en este caso de la Santa Alianza, anticipándose a los “malos” (los nazis), en la primera entrega de la famosa trilogía. Resulta que a finales del año anterior, dos amigos míos y compañeros de trabajo me hablaron del proyecto de hacer el Camino de Santiago a pie, invitándome a unirme a ellos. Visto ahora después de 20 años, con la popularidad que ha alcanzado y la cantidad de gente que lo recorre, no tiene importancia alguna. Pero con la perspectiva de dos décadas atrás la cosa cambia bastante. Para empezar la ruta estaba muy deficientemente señalizada y cada provincia de las siete por las que discurre tenía su propia martingala. Si es cierto que la famosa flecha amarilla era común en todo el Camino, pero esta desaparecía caprichosamente como si tuviera vida propia, apareciendo más tarde a su criterio y una vez que ya te habías perdido. El, prácticamente, único libro-guía fiable que existía “El Camino de Santiago. Guía del Peregrino”, de Editorial Everest, con detalle de cada etapa, contenía errores de bulto en muchos aspectos. Y sobre todo en uno fundamental: las distancias. En algunas etapas las diferencias (siempre de menos en el libro) eran de hasta 8 ó 10 km, que suponen unas dos horas más de caminata que lo previsto. Además en esos años, la carretera nacional 120 por la que discurría, en paralelo o entrelazado, buena parte del Camino a partir de Burgos hacia Galicia, estaba en obras por el desdoblamiento de la misma, con lo que, frecuentemente el Camino desaparecía con el desconcierto consiguiente. Nos obligaba a encontrar de nuevo el hilo del ovillo con pérdidas de tiempo y de moral. Pero no importaba: la nuestra era inquebrantable. Los albergues eran escasos y las infraestructuras dejaban mucho que desear. Hasta unos años después el Camino no empezó a popularizarse así que nuestro intento era casi un deporte de aventura. Y esto me da pie a comentar someramente los motivos de hacer un esfuerzo semejante, que en cada persona son con seguridad diferentes. Para empezar por los de mis dos compañeros: uno es agnóstico y el otro muy religioso, así que mal empezamos. En el segundo caso los motivos son obvios: no tengo dudas de que su fe religiosa fue el detonante; seguramente derivó en una promesa o penitencia, porque era palpable su alegría a la finalización de cada etapa, como si se tratase de superar un castigo. Esto chocaba frontalmente conmigo, porque cada etapa superada suponía un acortamiento del Camino y por lo tanto de la posibilidad de disfrutar del mismo. En el caso del agnóstico, sus motivos no los tengo tan claros. Seguramente trataba de hacer algo distinto y experimentar nuevas sensaciones. Es un hombre muy culto así que este aspecto también tuvo influencia decisiva. Mis motivaciones eran diversas. Para empezar, el tema de Santiago, su historia y como se fue fraguando el Camino a lo largo de los

siglos, con sus mitos y leyendas y su enorme carga cultural -el románico, y el gótico- siempre me había atraído. También ese aspecto algo esotérico de los signos del gremio de canteros (y su consecuencia: la masonería) y constructores de catedrales: la oca, el “campo de estrellas” (Compostela), Finisterre, etc. etc. (Juro por mi primer dorsal que todavía no había leído “Los Pilares de la Tierra”, que además, cuando lo hice posteriormente me pareció bastante mediocre). No quiero dejar de lado algo así como la espiritualidad del asunto, y me explico. No hablo, por supuesto, de religión. Me refiero a que apartarse durante varias semanas de la rutinas diarias, trabajo, familia, ciudad, etc., con muchas horas al día para pensar mientras caminas, viene muy bien para hacer balance interior y replantearte cosas que el tráfago diario no te lo permite. A lo mejor descubría “cosas” interesantes. Y por supuesto el andar y conocer aldeas, ermitas, iglesias, colegiatas, catedrales, palacios, castillos, pueblos, ciudades y sobre todo gente, otros peregrinos con, más o menos, las mismas inquietudes que yo. Deportivamente el envite me ilusionaba mucho. Era tratar de superar otro reto en algo desconocido para mí: andar y andar sin descanso durante semanas, arrastrando encima una mochila de siete kilos. Pero sobre todo era la curiosidad de un, llamémosle, experimento de convivencia, en principio entre tres personas, pero después entre cuatro. Resulta que en Navidad le comenté el proyecto a mi hermano mayor Antonio, y sin dudar un instante me dijo que el también nos acompañaría si no había inconveniente. Mis dos amigos no pusieron pega alguna, lo cual es de agradecer porque a él no le conocían, y eso tiene más mérito. Los cuatro, en nuestros diferentes trabajos teníamos puestos de responsabilidad, acostumbrados a dar órdenes y tomar decisiones, ejerciendo de líderes con nuestros equipos de trabajo, así que con tanto líder la cosa podía no llegar a buen puerto. Los caracteres fuertes chocan frecuentemente entre sí, por lo que había que encomendarse a Santiago para que el acontecimiento resultara satisfactorio y no frustrante. La experiencia se proyectó para agosto, mes de vacaciones de los cuatro. Como nuestras familias se iban a resentir con vacaciones distintas a lo normal, decidimos emplear el menor tiempo posible: 21 días, saliendo desde Saint Jean Pied de Port, lo que supone unos 800 km, o sea, casi 40 km diarios. Para paliar en parte la dureza de la prueba decidimos alojarnos en hoteles de la categoría que fuera sin reparar en gastos. Tamaño esfuerzo bien merecía esa pequeña recompensa: la seguridad de un buen descanso, duchas sin hacer colas etc. Yo me encargué de distribuir las etapas y de reservar el alojamiento de todos los días de caminata. Fue un tremendo error. Para que salga una media de 40 km diarios, hubo etapas de más de 50, así que llegábamos derrengados, sin ganas de “hacer turismo” y pensando que al día siguiente tocaba otra paliza. Pero me voy a ceñir únicamente al aspecto deportivo. El primer trimestre del año compaginé el andar y el correr. Me había comprado unas botas (de las de entonces) de andar que en aquel tiempo eran el no va más (en Deportes Belagua, de la calle Easo) y que ahora causarían risa. Parece mentira que en tan poco tiempo el calzado deportivo haya evolucionado tanto. No existían “forums” ni “decathlones” con su infinita oferta. Era un auténtico problema conseguir algo diferente a las “chirucas”. Así que, para irlas “haciendo” completé 34 días de andar con 340 km (y otros 32 de correr con otros 426 km). En marzo también tengo anotado que corrí un par de días por el Retiro en Madrid. Seguro que me alojaba en el magnífico Hotel Suecia o en el Sanvy, muy próximos al Congreso, de donde en un plis-plas me plantaba en el parque. Pero lo mejor de todo fue un fantástico viaje que mi empresa organizaba anualmente para premiar a los mejores agentes (es decir, a los más vendedores) y en representación de la empresa también me tocó a mí. Y el destino era Kenia, en los mejores hoteles y a todo trapo. El que se encargaba de chequear previamente el viaje, un amiguete mío de la Central, sabedor de mi afición al submarinismo, me sopló que uno de los días había una alternativa para, atravesando la selva, llegar a Tanzania y embarcarse rumbo al arrecife de coral para bucear, y que me llevara el tubo y las gafas porque si no, había que alquilarlas allí y era poco recomendable. Así lo hice. Además de lo maravilloso que fue el viaje en su conjunto, esta experiencia me marcó. Imaginaros las películas de Cousteau con su barco Calypso, pues así. Rodeado de peces de todo tipo por todos lados, tortugas, rayas manta de tamaño XXL en un agua cálida y transparente, buceando en paralelo al enorme arrecife coralino, pero no en un parque temático, sino libremente, en el Índico. Casi me fui de allí llorando de pena. Pena que se disipó en parte cuando me anunciaron que la comida sería en un restaurante situado en unos manglares de una isla próxima a base de marisco. Todo “alto standing” y de violín. Sólo probamos esta experiencia 8 de las más de 100 personas que componíamos la expedición. Nunca sabrán lo que se perdieron. Comprenderéis mi idea inicial de encabezar el capítulo con el título de la mejor película en todos los “rankings” votados por las féminas. No me extraña. La interpretación de Meryll Streep y Robert Redford, la fotografía de los espacios infinitos de Kenia y su banda sonora, son los mejores ingredientes para cocinar una perfecta historia de amor basada en hechos reales. Por cierto, tuve ocasión de visitar la casa de la película, a varios kilómetros de Nairobi y que ahora alberga una oficina de turismo y tiendas de “souvenirs”, pero conservada de forma impecable. Cada vez que veo la “peli”, trato de fijarme en las habitaciones para comparar con lo que yo vi.

En el segundo trimestre solo corrí en abril cinco días 64 km Pero de andar me hinché en este y en los dos siguientes meses. Salí a andar 46 días, recorriendo alrededor de 1.110 km. Una pasada. Además de la marcha nocturna a Itziar, todos los fines de semana entre sábado y domingo caían más de 60 km. Lo mejor de todo es que mis dos amigos de correrías me ayudaron a conocer muchos montes de Gipuzkoa y otros parajes desconocidos totalmente para mí. Yo sólo conocía el Txindoki, pero no el Ernio ni Peñas de Aia, ni el Ganbo, ni Aitzgorri y su crestería, ni el túnel de San Adrián, ni las cuevas de Landarbaso, ni el Larhún, ni....muchos más que ya ni me acuerdo, como atravesar Jaizkibel hasta Guadalupe, etc., etc. Una mañana fuimos desde Donosti a Orendain como quién no quiere la cosa. En fin que fue una época muy bonita porque, además, estaba ya un poco saturado de correr y vienen muy bien estas válvulas de escape. También contribuyó a conocernos mejor en el esfuerzo y aprender algo de nuestras manías y características personales, lo que, sin duda ayudó a mejorar el ambiente del posterior Camino. En julio más de lo mismo. Anduve 400 km en 19 días, y el día de San Ignacio -31 de Julio- nos trasladamos a Iparralde para empezar mi primera andadura a Santiago por el Camino llamado Francés. No me voy a extender más en las particularidades del mismo, porque pienso que puede ser el tema de un futuro relato. Solamente quiero reseñar que deportivamente fue una hazaña y que, a pesar de las dificultades disfruté mucho y nunca me arrepentiré de semejante experiencia. Poca gente lo hace en solo 21 días, con el inconveniente añadido de que en agosto de ese año se registró una ola de calor asfixiante. Lo que sí tuve claro muy pronto fueron dos cosas: no dudé nunca de que yo iba a llegar en el tiempo estipulado y de que mi próximo Camino sería más pausado y en solitario (como así fue). Físicamente acabé muy entero y solo sufrí seriamente de los pies durante dos etapas. Me habitué a las curas de urgencia en cualquier cuneta, pinchando ampollas y desinfectando y vendando heridas para seguir caminando. Uno se acostumbra a todo. Y de las etapas recuerdo la Pamplona-Ayegui como la más dura de todas. Fueron 55 km interminables con un sol de justicia. Llegábamos al hotel cuando eran casi las 8 de la tarde con una pinta de filibusteros que echaba para atrás. En un principio nos dijeron que no había habitaciones, sin darnos tiempo a explicar que teníamos la reserva hecha. Cuando el recepcionista nos vio duchados y afeitados respiró tranquilo. Lo cierto es que había descubierto el oficio de andar a lo grande, cosa que aún no he abandonado y tan larga abstinencia de correr (5 meses prácticamente) me había despertado de nuevo el hambre de hacerlo y recuperar el tiempo perdido. Así que el 16 de septiembre, con sólo 130 km recorridos en 12 entrenamientos, participé en los 20 km Adidas de Donosti, e hice un tiempo de 1h.25’, quedando el 226 de 500 clasificados. Creo que no está mal dadas las circunstancias. Y quedaban dos meses para la Behobia. En octubre y aprovechando fines de semana y puentes, recorrí en coche y con mi mujer buena parte del Camino. Por un lado la compensaba de mi ausencia en agosto y por otro, me permitía rememorar la experiencia pasada con más sosiego. Aproveché para correr desde Astorga hasta Murias de Rechivaldo, en León. Es curioso los bonitos nombres de los pueblos de esta zona. Castrillo de Polvazares es un ejemplo próximo a Murias. Declarado Monumento Nacional, lo recomiendo como perfecto ejemplo de una magnífica conservación del pueblo en su conjunto. Por cierto, la escritora Emilia Pardo Bazán, situó aquí los avatares de su novela “La Esfinge Maragata”. También corrí en León, desde San Marcos alrededor del río en un día espléndido de sol, así como en Miranda de Ebro. En Donosti corrí un día con mi hijo Aitor, que ya contaba 15 años, unos 10 km, y en otro fin de semana en Jaca, salí a correr de madrugada desde el Gran Hotel por la carretera de Somport con una simple camiseta de manga corta cuando la temperatura era bajo cero. Del resultado de esta “hazaña”, me quedó una quemadura por frío en la nariz que tardé en hacerla desaparecer del todo varios meses a base de pomadas. Y el 11 de noviembre la Behobia con récord personal: el tiempo de 1 hora 18’ 42’’ me situó en el puesto 301 de los 3.652 clasificados. Quedar entre el 10% de los mejores ya eran “palabras mayores”. Terminé el año corriendo entre mucho frío y resbalones en la Concha por las heladas continuadas de diciembre. Como resumen dos acontecimientos que no olvidaré nunca: mi primer Camino de Santiago y el viaje a Kenia. Y en lo deportivo 120 días de andar con 2.632 km y 115 de correr con otros 1.600 km Traducido en litros de sudor, la cifra resultante sería sorprendente. Seguro.

Capítulo 17. Indiana Jones y la última cruzada. 06-08-2010 La casualidad ha querido que este título sea, como el anterior, una nueva (y última) entrega de la trilogía de las aventuras de Indiana Jones. Viene al pelo para lo que voy a contar a continuación.

Antes, diré que este capítulo es también el primero de otra trilogía consecutiva que comprende los años 1.999, 2.000 y 2.001, en los que, además de producirse el cambio de siglo, sucedieron otros cambios muy importantes en mi vida que estuvieron a punto de hacerme abandonar (por segunda vez) la práctica de correr. Inicié el año corriendo, como no podía ser menos, 10 kilómetros para desengrasar. En junio cumpliría 51 años y profesionalmente estaba muy bien situado en el Banco, como Director de la oficina principal de San Sebastián, y miembro del Comité de la Dirección Territorial del País Vasco. Desde siempre el Banco ha tratado de conseguir la movilidad geográfica de sus empleados a base de ascensos, aumentos de sueldo y otras canonjías menos honorables. Y conmigo, también desde siempre, ese objetivo era una auténtica obsesión que desembocaba en batallas de las que, hasta el momento, había salido vencedor. A veces dejando muchos pelos en la gatera y renunciando a muchas cosas. Pero, ¡qué le vamos a hacer! Yo llevaba viviendo en Donosti 35 años y cada vez me gustaba más la ciudad. Por mucho que me ofrecieran siempre pesaba más lo bien que yo vivía aquí. Además conocía otros casos de colegas que habían “dicho sí” a cambiar de domicilio y era como si se hubieran montado en un especie de potro enloquecido o montaña rusa que ya era imposible controlar. Los cambios de lugar de trabajo se producían cada poco tiempo (una vez que has salido de “tu casa” la empresa consideraba que ya te daba igual un sitio que otro) y se lamentaban amargamente de su situación. Yo nunca me he negado a viajar, pero sí a cambiar de domicilio, con la carga añadida de mis suegros muy delicados de salud y necesitados de asistencia de terceras personas y, sobre todo, del cuidado permanente de mi mujer, quien durante muchos años se ha dejado media vida con ellos. El caso es que mi Jefe Territorial me llama a Bilbao y antes de explicarme nada me dice que a lo que me va a ofrecer no puedo negarme (conocía mi historia de resistencia tenaz, el muy truhán), so pena de ir directamente a las mazmorras laborales a pan y agua. He puesto toda la carne en el asador -me dice- y no te permito que me dejes mal. Así que me suelta que tengo que trabajar en Bilbao (obsérvese el matiz: trabajar en Bilbao, no “vivir” en Bilbao), porque me nombra responsable del Negocio Hipotecario mayorista y minorista de todo Euskadi. Que si más sueldo, más categoría, despacho en la planta noble con ventana a la Gran Vía (eso luego supe que se valoraba allí mucho), solamente él estaría por encima de mí, bla, bla, bla. Podría seguir viviendo en Donosti, pernoctando en Bilbao cuando quisiera, bien en hotel o alquilando un apartamento céntrico. Como todos los gastos y viajes eran pagados, no iba a tener ningún problema, etc., etc. y que si patatín y patatán. Yo mientras hablaba ya me había hecho la composición de lugar: sí, o sí. No podía negarme otra vez. Yo mismo me condenaría al fuego eterno. Otros matarían por el puesto. Cuando terminó le contesté lacónicamente: de acuerdo, ¿cuando empiezo? Se sorprendió de la poca resistencia. Esperaba una dura batalla. Pero no sabía que esa era mi “última cruzada”. Así que en febrero cambió mi vida de forma radical: viajes de ida y vuelta a Bilbao a diario, salvo una o dos noches que me quedaba a dormir en el Hotel Abando, junto al Palacio de Justicia, en los Jardines de Albia. Comidas, reuniones, más comidas, viajes a Madrid cada dos por tres. Realicé allí dos cursillos simultáneamente, además de un master en el Instituto de Estudios Superiores (IESE) durante bastantes viernes y sábados. En fin, un desastre de vida. Como reflexión chusca lo primero que te viene a la cabeza es que tienes que dejar de correr. Y así lo tenía prácticamente decidido. El escasísimo tiempo libre de que dispones no puedes dedicarlo exclusivamente a correr. ¿Y la familia, y la cultura, y el ocio, y las ganas de descansar de un ritmo trepidante, etc.? Además casi la mitad de lo que ganas se lo lleva hacienda, que somos todos, pero unos más que otros. Y por encima de todo, otra cosa: la salud. Si este negocio consiste en que cuanto más subes en el escalafón peor vives y peor aspecto tienes, ¡mal negocio! Pero no tenía otra alternativa. Un colega, mi amigo Marki, me dijo: “¡no dejes de correr!, tómatelo con calma y corre de otra manera, pero que no te venzan”. Excelente consejo y reflexión consiguiente: ¿por qué no? Él practicaba ciclismo como y cuando podía, pero ahí seguía. Y así lo hice. Lógicamente llegaba a casa tarde, pero salía algo a correr. También cuando pernoctaba en Bilbao, aprovechaba para recorrer la ría, el Parque de Doña Casilda, etc. La elección del hotel no había sido casual: en 2 minutos me plantaba en la ría y los empleados ya me conocían como “el del banco que corre”. Pero el ritmo de trabajo y todos los demás daños colaterales (horarios sin límite, desayunos y comidas de trabajo, viajes, etc.) iban dejando huella. Tengo fotos de aquella época que parezco mayor que ahora, diez años después. En el primer trimestre conseguí correr 444 km en 36 días (unos 12 km 1 días de cada 3). Lo mejor de todo, fue un viaje de trabajo a Londres alojado en un hotel junto a Marble Arch, en Hyde Park. Salí a correr en cuanto pude recreándome en el lugar donde algunos todavía pasean a caballo y otros peroran sobre cualquier tema encima de un taburete. Una gozada.

Al día siguiente decidí hacer turismo corriendo. De Hyde Park a Green Park, y de allí a St. James Park, a tiro de piedra de Buckingham Palace y Nelson Square. De lujo. Como anécdota, reseñar que de 12 días que corrí en marzo, 6 fueron en Donosti y otros 6 fuera. En mayo, alegando que lo tenía reservado desde hacía tiempo, hice con mi mujer un crucero por el Mediterráneo, corriendo en Toulon, donde habíamos hecho escala en lugar de Marsella por el mal tiempo, y en Palma de Mallorca. También corrí tres días en la cinta del gimnasio del barco mientras fondeábamos o partíamos de Génova, Palermo y Túnez. Toda una experiencia ver alejarse las ciudades mientras corres para alcanzarlas. En este mes, troté solo 5 días en Donosti, y en el segundo trimestre, un total de 44 días. Por fin en agosto las clásicas vacaciones en Almería, donde además de correr un par de veces 21 km en poco más de 1 h. 30’, hice senderismo del bueno en solitario por la Sierra de Gata donde conseguí unas fotografías panorámicas bastante decentes. Septiembre me permitió entrenar en otro lugar nuevo: Lekeitio, donde hicimos un seminario de trabajo un fin de semana, y ya en este mes conseguí hacer 3 veces 21 km. En octubre pasé con mi mujer el puente del Pilar en Salamanca, donde corrí de lo lindo un par de días alrededor del Tormes. Y en noviembre salí otros cinco días en Bilbao, donde ya la ría me saludaba al pasar por la pasarela de Calatrava o por la peatonal de Deusto. Así que en el año corrí en 175 ocasiones un total de 2.224 km lo que no está tan mal dadas las circunstancias adversas. Pero ni una sola prueba en competición. Yo me daba perfecta cuenta de que iba perdiendo velocidad, por los entrenamientos a salto de mata, pero no había solución. Ya no pensaba en los tiempos que conseguía, sino en poder salir a patear y hacer lo que buenamente podía. Que no era mucho. Y así, con bastante éxito profesional y resignado en lo deportivo terminé el año en que a punto estuve de olvidarme de correr.

Capítulo 18. Millonario de ilusiones. 08-08-2010 “Cuando se cierra una puerta, se abre una ventana”, decía Santa Teresa de Jesús, y es que, además de santa era sabia, y de vez en cuando hasta levitaba. En este año -2.000- me ocurrió algo que también me hizo levitar de entusiasmo, pero, luego hablamos. Comencé el año como terminé el anterior, trabajando a tope en jornadas sin horario y viajando sin parar. Yo me preguntaba cuánto tiempo aguantaría este ritmo de vida. Corría como y cuando podía, y los datos que aquí indico -48 días de entrenamiento en el primer trimestre con un total de 588 km- no reflejan las dificultades que yo tenía que superar para poder hacerlo. Tengo anotaciones de salir a correr en invierno a las 9 de la noche con lluvia y frío después de un día viajero y de trabajo intenso; o a las 6 de la mañana antes de volar a Madrid. Soy consciente de que muchos compañeros de fatigas también tienen que vencer muchos obstáculos para salir a correr, sobre todo los que tienen hijos pequeños, trabajan a turnos o con horarios irregulares, etc. De hecho un buen número de ellos salen a entrenar diariamente en invierno y verano a las seis y media de la mañana. Pero yo ya tenía más de 50 años y cada jornada laboral era caótica, sin ninguna rutina que te permitiera organizarte mínimamente. En fin, que me costaba lo mío seguir al ritmo del grupo de cabeza del Club los fines de semana. Por cierto, no estoy seguro, pero creo que en este año o el anterior, el CLUB (ahora con mayúsculas) se institucionalizó, apareciendo gran cantidad de gente nueva y joven (y otros no tan jóvenes) que con gran rapidez se integraban en el mismo. De hecho, este espectacular aumento de socios aconsejó dotar al club de estatutos de funcionamiento y darle carácter oficial. Que me perdonen si estoy equivocado, pero después de un año en que yo había perdido mucho contacto con el mismo, recuerdo que conocí a gente nueva como Juanba ó Joseba, Luis Peralta, Alex Naya, Arturo, Belén (¡por fin aumentaba el número de chavalas!), Leyre, María Jesús, Javier Sarriegui, Aitor, etc., etc. Y más tarde Amaia y Arantxa, José Luis e Iñigo Almandoz, Patxi Irizar, Marian, Roberto, Mikel y otros muchos que me dejo en el tintero. No digo que no estuvieran antes, sino que yo les conocí entonces. Recuerdo que estando yo en Bilbao, “el Vice”, por aquel entonces Luis Peralta, me encargó una gestión en la oficina de marcas y patentes. Querían sondear las posibilidades de registrar la marca del club y el logotipo (distinto al actual). Me informé y la verdad es que los trámites eran muy laboriosos solamente para la solicitud, porque el resultado final no estaba asegurado. Lo que sí estaba asegurado era el costo que superaba las 200.000 ptas. Cuando se lo comuniqué al Vicepresidente, dijo que con esa “pasta” se podían hacer infinidad de cenas, así que a otra cosa, mariposa. Con respecto a mi situación laboral, resulta que el BBV se había fusionado a finales de año con Argentaria, banco oficial que en realidad era un conglomerado de marcas que iban desde el Banco Exterior de España o Banco de Crédito Hipotecario, a Caja Postal. En todas las fusiones se produce un exceso de “mano de obra” que en el transcurso del tiempo los bancos quieren eliminar para rentabilizar la operación, fin último (y primero) de cualquier fusión, absorción o compra-venta. En lo que llevábamos de año ya se estaban produciendo los primeros ajustes en la alta dirección del Banco que caerían en cascada hacia niveles inferiores en el transcurso del año.

Yo venía dándole vueltas en la cabeza a la posibilidad de prejubilarme y cada vez que lo pensaba se me ponía cara de lelo imaginándome la situación. Me frenaba en primer lugar la edad que, con 51 años, se podía interpretar como una osadía. Nadie se prejubilaba a esa edad. Y en segundo lugar el aspecto económico ya que si la petición viene de uno, las condiciones podían empeorar sensiblemente. El caso es que yo seguía dándole vueltas a la carraca y en un par de ocasiones medio en serio medio en broma “me dejé caer”. A la tercera fue la vencida. Mi Jefe Regional habló con el “sheriff” de recursos humanos y me citaron para una entrevista. Ésta se celebró en Madrid el día 4 de abril. Ese día salí a correr y me lesioné el gemelo derecho -lesión cuasi nueva para mí-. Estaba claro, los nervios y el estrés de la situación fueron culpables. La negociación que tenía que realizar ese día era importantísima. El día 12 técnicamente estaba prejubilado, a falta de concretar algunos flecos, lo importante ya estaba cerrado. Todo había sido mucho más fácil de lo esperado y mi instinto no me había fallado: era la ocasión más propicia para conseguirlo. Y aquí comienzan -sin duda alguna- los mejores años de mi vida. No me daba cuenta de lo que había conseguido y parecía que flotaba en una nube. Mi estado de ánimo era similar al de los que les toca la lotería. A mí me había tocado el premio extraordinario de la Primitiva, pero en tiempo, ese tiempo que tanto había echado en falta siempre, pero más en los últimos... tiempos. Además las condiciones económicas eran muy favorables. ¿Qué más podía pedir?, si tenía también salud. Tuve el récord (aunque no por mucho tiempo) de prejubilado más joven del Banco en toda su historia. Otro objetivo conseguido. Recuerdo cierto desconcierto al principio al contar con tal abundancia de tiempo. Quieres hacer muchas cosas que tenías pendientes y otras nuevas de forma compulsiva (todavía no te crees que tienes tanto tiempo por delante). Sí tenía claro dos cosas: la primera de orden práctico consistía en no estorbar en casa. Ayudaría en lo que pudiera, pero que mi mujer no “sufriera” con mi nueva situación, sino todo lo contrario. Y la segunda: ese mismo año haría el Camino de Santiago en solitario, tal y como había proyectado después de la primera experiencia. Y ahora es más fácil entender el título de la “peli” escogido. La dirigió en 1.959 Frank Capra y fue magistralmente interpretada por Edward G. Robinson, ese magnífico actor que parecía estar siempre enfadado. El 26 de abril, el Club estrenó nueva indumentaria, que creo será ya la definitiva. Cambiábamos las rayas azul marino y blancas verticales por el “azul Donosti” y blanco en rayas horizontales. El logotipo con la Concha enmarcada en un círculo pasaba a ser el nombre del club con un corredor sustituyendo a la “i”. Luis Peralta tuvo mucho acierto en no registrar el “logo”. Hubiera sido un gasto inútil. En este cambio tuvo mucho que ver, creo, “Piter” (“fino estilista” y diseñador gráfico de altura) y alguien más que no recuerdo. Mayo sació todos mis deseos de correr sin apreturas. Lo hice en 24 ocasiones con un total de 333 km. Y además corrí una mini carrera de 4,5 km por la Concha: Circuito Popular Airtel. Fue la única en tres años. A finales de mayo los isquiotibiales me volvieron a dar guerra y reiteré la decisión de correr todo lo que pudiera pero sin competir y evitando lesiones, como ya he contado en alguna otra ocasión. Y en junio inicié mi segundo Camino de Santiago, desde Roncesvalles y en solitario. Me llevó hasta allí mi amigo de toda la vida, Gerardo, quien tiempo después me confesó la envidia que sintió cuando vio como sellaba la credencial y partía hacia Santiago. Se prometió hacerlo en el futuro. El Camino lo planteé con más tranquilidad pero con el buen estado de forma que yo tenía me “tragaba” las etapas sin darme cuenta. Llegué a Burgos al cabo de 8 días con mil y una anécdotas y experiencias inolvidables. El caminar solo te permite fijarte en cosas que con compañía no percibes. Creo que es el modo auténtico de viajar: recorriendo el país, contemplando el paisaje y conociendo el paisanaje. Esta soledad creo que hace subir varios grados tu sensibilidad y vas rumiando mil cuestiones que te pasan por la cabeza. De hecho, te vas haciendo un “scanner” espiritual y se lo recomiendo a todo el mundo que entienda de lo que estoy hablando. Al resto, no. Mi afición a los sonetos, pareados, coplillas y madrigales (me da un poco de “cosa” decir poesía, así que lo disfrazo), me permitió componer una buena colección. De hecho, la tarde-noche de San Juan la pasé en Santo Domingo de la Calzada en un estado de bienestar interior solo explicable “haciendo el Camino”. Esa noche cené en un convento de monjas con una familia norteamericana y dormí en el mismo convento compartiendo habitación (no cama, malpensados) con un fotógrafo italiano (no quiero ni pensar el peso de su equipaje con la cantidad de objetivos y “zooms” que transportaba) y una chica francesa, amable pero muy poco comunicativa. Pero esto del Camino es otra historia que dejo para otra ocasión. Lo que sí decidí es reanudar el Camino en agosto para recorrer otros 250 km. En julio volví a correr en 19 ocasiones un total de 228 km. Y en agosto retomé el Camino. Me llevó en coche hasta Burgos mi hijo Aitor, cuyo destino era Almería. Iba a pasar unos días de vacaciones, en el transcurso de los cuales le ofrecieron varios trabajos y allí se quedó y sigue viviendo hasta hoy. Felizmente casado y con dos hijos preciosos. Cuando viene por Donosti yo detecto una cierta nostalgia, pero su destino está allí. Lee el Diario Vasco digital cada día y sigue viviendo los colores de la Real de sus amores con intensidad. 23 años en Donosti dejan una huella profunda, sobre

todo si son los 23 primeros de tu vida. En este nuevo tramo del Camino: Burgos-Ponferrada, conocí a un médico brasileño (Osmar) con el hice buenas migas. Gran deportista, hicimos una etapa hasta Molinaseca de casi 50 km. Él estaba fundido y yo aguante bien. Le hablé de Donosti y prometió visitarme el año siguiente. Sobre todo para correr por la Concha y Paseo Nuevo hasta Sagüés, recorrido que yo le había contado al detalle. Efectivamente cumplió lo prometido. Salimos a correr y al final, entre las villas de Ondarreta, me pidió cambiar las camisetas, como así hicimos. Dice la leyenda que en Porto Alegre, al sur de Brasil, de vez en cuando se ve una camiseta de rayas azules y blancas con el logotipo antiguo de Donostiarrak deslizarse entre sus “rúas”. En septiembre corrí varios días en Almería. Fui a visitar a mi hijo (que no había vuelto) y de paso echar el ojo a alguna vivienda, ya que teníamos intención de comprar algo allí. En el piso vacío de mis suegros, mi hijo se había atrincherado y veía muy difícil desocuparlo. Y en octubre inicié el tramo final del Camino hasta Santiago, pero no pudo ser en solitario. Mi amigo Gerardo se empeñó, erre que erre, en acompañarme y conocer “qué era eso del Camino”. La cosa funcionó muy bien y desde entonces -convertido en “caminodesantiagoadicto”- no ha dejado de acompañarme en cuantas ocasiones (y ya van muchas) “he vuelto al Camino”. Hicimos los últimos 200 km bajo una lluvia pertinaz y aún así lo pasamos en grande. Y la llegada a la plaza del Obradoiro... Bueno, no quiero decir casi nada más porque se me pone la carne de pollo. Quien lo haya experimentado me entenderá enseguida. En noviembre volví a correr en Almería. Nueva visita a mi hijo y firma del contrato privado de la casa elegida, cuya escritura firmaríamos en enero. No quiero alargarme más. Solamente reseñar que mi hijo empezó a acudir con regularidad a un gimnasio y me explicó los ejercicios más sencillos que hacía. Yo que nunca había practicado nada de esto, pensé que con mi nueva situación de “jubilata” ya era hora de dedicar algo de tiempo a mover la parte superior del cuerpo. La inferior ya estaba bastante “movida”, así que compré una tabla, esterilla, mancuernas, etc. y desde entonces practico en casa con una frecuencia de 3 ó 4 veces por semana unos ejercicios sencillos de abdominales y pesas durante una media hora. Creo que me viene muy bien para mi castigada espalda y ya forma parte de mi actividad deportiva habitual.

Capítulo 19. 2001 Una odisea del espacio. 09-08-2010 ... Y del “tiempo”. Comenzaba mi primer año completo de la nueva era de jubilado. Y como lesionado, porque el isquiotibial de la pierna derecha me estaba dando mucha guerra y estaba un poco desesperado. Las recuperaciones cada vez se prolongaban más tiempo. De hecho, en enero sólo corrí en once ocasiones un total de 119 km, y a veces empezaba andando para tratar luego de trotar un poco. Es curioso esto de las lesiones. Yo hasta que cumplí los 45 años, oía hablar de lesiones como quien oye llover. Consideraba que no iba conmigo porque hasta entonces, afortunadamente, no había tenido nada serio. Y eso que hacía series y barbaridades como salir a tope sin calentamiento previo. El correr sin método es lo que tiene. Muchas veces corres hasta que el cuerpo aguanta. Y a partir de los 50 años, las lesiones conviven conmigo como ese familiar molesto que se cuela en tu casa sin invitación y no ves el día en que se vaya. Pero ¡qué va! Creo que se han instalado para siempre. ¡Qué decir a partir de los 60! Te conviertes en una especie de vigilante permanente de señales o indicios del sismógrafo de tu cuerpo en busca de cualquier movimiento telúrico que anuncie un posible desastre. Porque cuando eres joven sabes que ese dolorcillo o tirón mañana habrá desaparecido. Pero ¡ay amigo! En la sesentena, ese dolorcillo pueden ser dos meses en el taller de reparación, o más. Así que estás en un “sinvivir” para detectar cuanto antes todo aquello que puede suponer tu retirada. Según encuestas realizadas por las revistas especializadas, las lesiones más frecuentes entre los corredores son: tendinitis (25,6%), dolor de rodillas (21,9%) y esguinces (15%). Les siguen: periostitis (8,1%), roturas óseas y de fibras (un 6,9% cada una) y contracturas y osteopatía de pubis con otro 4,5 y 4,4% respectivamente. Siempre que acudes al fisioterapeuta, te dice que hay que estirar antes y después de correr. Sin embargo, últimamente viene siendo cada vez más frecuente escuchar que el estiramiento apenas influye en el estado muscular y en el rendimiento. En el Club existen voces muy cualificadas que defienden esta teoría, que, por supuesto ha provocado la correspondiente polémica amable. También existen maneras y maneras de estirar. Una “fisio” de Donosti me decía que ella (corredora ocasional) cuando ve algunas posturas de gente estirando, con la pierna levantada y apoyada a una altura imposible, se lleva las manos a la cabeza. Se consigue el mismo resultado con una postura mucho más cómoda simplemente apoyando la pierna de forma horizontal al suelo. En lesiones como la de isquiotibial, que son tres músculos trenzados que recorren el dorso del muslo, he leído que desaconsejan el estiramiento en frío.

Soy de la opinión de que el cuerpo de cada uno es el mejor termómetro para saber lo que se tiene que hacer. Yo practico estiramientos sólo al terminar de entrenar, y no siempre. Realizo unos pocos ejercicios que ya me salen sin querer y, por supuesto, sin sufrir. Cuando al estirar empieza el dolor, es el momento de dejarlo. Y que me perdonen quienes de esto saben más. Yo me limito a contar mi opinión sin ninguna pretensión didáctica, ¡faltaría más! Y como anécdota, contaré lo que dicen los encuestadores sobre el corredor aficionado tipo: padece tendinitis como lesión más frecuente, practica otros deportes que en el 60% suele ser el ciclismo. Se entrena en solitario y su entrenador suele ser él mismo. Las carreras en las que con más frecuencia participa van de las de 10 km a la media maratón y su alimentación es la misma que la del resto de la casa. Bueno, al lío. El primer trimestre lo pasé sin pena ni gloria, andando y corriendo por la lesión. En enero viajamos a Almería para firmar la escritura de compra de la vivienda que nos iba a permitir pasar allí temporadas largas, cerca de nuestro hijo y aprovechar su magnífico clima durante todo el año si exceptuamos los meses de julio y agosto que son excesivamente calurosos. Como curiosidad diré que así como en los campos de golf del norte la temporada alta es precisamente en verano, allí es justo lo contrario. Y en mayo, en mi visita anual al Moncayo, volví a subir a la cumbre pisando nieve. En otra de las excursiones por uno de los parajes más bonitos de la zona, entre el Moncayo y Peña Herrera, trepamos con alguna dificultad a una especie de torre muy escarpada, donde el año 1986 dejamos escondida una lasca de pizarra con la fecha escrita a navaja. Era nuestra tercera visita ya que en 1993 también dejamos nuestra huella. Recientemente ha fallecido uno de los amigos asiduos al Moncayo y como pequeño homenaje he prometido subir de nuevo a marcar “su” fecha en la lasca. Me tendré que dar prisa porque hay que escalar algo y uno ya no está para muchos trotes. En junio inicié mi tercer Camino de Santiago, esta vez haciendo el Camino Aragonés, con salida en Somport. Con mi colega Gerardo, pretendíamos hacer en 5 etapas el trayecto Somport-Puentelarreina, donde se unifica con el Camino Francés. Este Camino Aragonés estaba en sus inicios, así que la señalización y las infraestructuras brillaban por su ausencia. De hecho, solamente nos encontramos con media docena de peregrinos, y eso al final de las etapas, donde coincidías en el pueblo de pernocta. De todas formas, el Camino, fantástico como siempre. Coincidía en el tiempo con la Quebrantahuesos, prueba ciclista multitudinaria que mueve a mucha gente. De hecho, en Jaca, era prácticamente imposible encontrar alojamiento, salvo que, como nosotros, lo tuviéramos reservado. Hicimos noche en Jaca, Berdún, Javier y Monreal. Esta última etapa hasta Puentelarreina, según la Guía del Peregrino contaba 10 km menos que lo que era en realidad, así que nuestra pretensión de llegar a comer a “La Conrada” se fue al traste. Gajes del oficio. En julio viajé a Almería para comprobar el estado de las reformas de la casa adquirida, porque queríamos estrenarla cuanto antes. Y fue precisamente en este mes, cuando al salir por el Paseo Marítimo a correr, como hacía casi a diario, me fijé en un grupo de unos 15 corredores que salían los fines de semana desde El Palmeral. Un día les seguí y me uní a ellos preguntándoles si me permitían acompañarles, a lo que respondieron que por supuesto, siempre que fuera veterano, requisito que cumplía sobradamente. Se trataba del Club de Atletas Veteranos de Almería que con su Presidente al frente, Florencio, me abrieron las puertas de par en par. Les conté mi vida y ellos la suya. Las similitudes deportivas entre corredores de cualquier sitio son muchas, así que todo fue muy fácil. Entre sus componentes algunos podrían ganarse la vida como humoristas. Además de correr te lo pasabas “pipa”. O sea, como aquí en Donosti. “Buena gente” donde la haya, desde entonces pertenezco con mucho orgullo a este modesto club que como característica a destacar es que son tremendamente competitivos. Se “pican” por el espigón del puerto hasta con el ferry de Melilla. De hecho, el primer día que les conocí me hicieron, como ellos dicen, una “cata” a ver lo que daba de sí (en este caso de mí). Siempre que vuelvo a Almería estoy deseando encontrarme de nuevo con ellos. Periódicamente celebramos alguna cena y el “sponsor” nos regala cada año una nueva equipación, y algún año hasta chándal. Así que cuando participo en alguna carrera, de Madrid para abajo luzco la camiseta de Atletas Veteranos y de Madrid hacia arriba la de Donostiarrak. Y en los entrenamientos indistintamente cualquiera de las dos. Me he ido por los cerros de Ubeda, así que vuelvo a las obras de mi casa de Almería, que como podréis suponer se alargaban en el tiempo con la sensación de que uno no pinta nada y que los que marcan el ritmo son los gremios, que actúan a su antojo. Por fin se terminaron y a primeros de octubre fuimos a pasar un par de meses con la pretensión oculta de participar en la Maratón de Donosti a finales de noviembre. Más que una decisión firme era una especie de dejarse llevar por los entrenamientos (por fin me había recuperado de mi lesión) y ya veríamos. Pero juro por mi primer pódium que lo intenté. De hecho en octubre corrí en 24 días 400 km más 28 km en series, e hice tres “largos” de 28, 30 y 31 km respectivamente, o sea, que los deberes estaban hechos. Pero como uno propone y Dios dispone, el 4 de noviembre en el cuarto “largo”, volví a casa muy dolorido con la lesión reproducida y la decisión de olvidarme de la carrera hasta que los hados me fueran más propicios. Justo castigo a mi falta de palabra, porque me había propuesto no competir más y en cuanto los dioses se dan la vuelta voy y les traiciono. ¿Cómo iba a aguantar en el dique seco todo el mes de noviembre? Pues “mú malamente”, como dicen por allí. Así que me apunte a un curso intensivo de esgrima. Sí, sí, de esgrima, ¿qué pasa?, ¿algún problema? Lo digo porque en mi cuadrilla hay uno que suele decir

cuando se refiere a un tercero que sabe de todo: “ese sabe hasta de esgrima”, aludiendo a la rareza del tema. Así que allí fui yo, a los bajos del Instituto Celia Viñas, donde un maestro de esgrima nos iba a introducir en uno de los seis deportes que siempre han formado parte de las olimpiadas y el único de origen español, ya que los primeros tratados que existen sobre el tema están escritos en la lengua de Cervantes, aunque luego los ingleses, y sobre todo franceses (como siempre), se lo han apropiado de tal manera que parece suyo. Como existen tres modalidades, la mía sería espada. Florete es más complicado y en sable vale casi todo, así que no es bueno para aprender. Por no extenderme diré que es lo más enrevesado que he practicado nunca (más que el golf, que ya es decir) y que el esfuerzo que hay que hacer no se refleja en lo que uno ve en la “tele”. La tensión es permanente y los movimientos matemáticos. El contacto de las armas, aunque no lo parece, se realiza con toda la fuerza de que eres capaz, así que te agotas rápidamente. Además la careta de rejilla y la chaqueta acolchada de guata y lona te asfixian. Los reflejos son imprescindibles. De hecho, un chaval que entonces tenía 12 años, aunque veterano en estas lides, y que ahora es campeón de España absoluto en espada, me retaba a que le tocara (touché) estando él con los brazos caídos y yo “en posición” a un metro de distancia. Era imposible. Me leía la intención. El caso es que disfruté por la novedad y aunque me invitaron a seguir entrenando y recibiendo clases tuve la seguridad de que no iba a continuar. El tiempo que hay que dedicar para saber por donde le da a uno el aire es mucho, y como la lesión de la pierna ya iba remitiendo, en mi fuero interno estaba deseando volver a corretear por esos mundos de Dios. Pero siempre recordaré con mucho agrado la experiencia, que además de deportiva (por eso la cuento), es rara, rara, rara. En mi “currículum” figura un diploma que me acredita para poder competir en esta disciplina, aunque no me acuerdo donde lo tengo guardado. Algún día aparecerá. Como recuerdo me regalaron una espada de competición y una careta de rejilla, usadas pero en perfecto estado. Y así me dejé llevar hasta fin de año esperando recuperarme totalmente de mi lesión más frecuente: isquiotibiales, hecho que se produjo con la impaciencia y lentitud acostumbradas.

Capítulo 20. Un día en Nueva York. 10-08-2010 En realidad fueron 7 días, pero uno fue el importante. Hice realidad el sueño de todo maratoniano: correr la Maratón de Nueva York. Y bien que merece la pena. Así que este año, 1.991, viene marcado por este acontecimiento como tema principal, lo que da pie al título de la película elegida, estrenada en 1.949 y protagonizada por Frank Sinatra y Gene Kelly. Se trata de un musical que cuenta las aventuras y desventuras (amorosas) de unos marineros de la armada norteamericana en un día de asueto en la Gran Manzana. Pero 1.991 va mucho más allá de la carrera de Nueva York. Posiblemente, hablando en términos deportivos, haya sido el año más pleno de mi historial, tanto por las pruebas en las que participé, como por la dimensión de los entrenamientos, estado de forma, etc. Y otros eventos que contaré más adelante. Ya en enero, el día 13, participé en la San Hilario, que por aquellos tiempos se celebraba en el Paseo del Urumea, junto a Koipe. La prueba de 8,550 km (3 vueltas a los puentes de Hierro y de la Estación), rapidísima como os podéis imaginar. Por primera vez tuve la sensación en una carrera (y por última) de que iba con los de cabeza, porque los tuve a no más de 100 m durante toda el tiempo. Corrí en 31’ 42’’ y el kilómetro 8 lo hice en 3’ 47’’, lo cual me parece ahora una barbaridad. Y Carlos Benito de maestro insustituible de ceremonias. Mi hijo Aitor también corrió en otra de las pruebas y quedó 2º. Este año tuve la esperanza de que se podría decantar por este deporte, a pesar del inconveniente de sus alergias, porque en verano en Almería también corrió otra carrera quedando muy bien. Pero no pudo ser. Le dio por el balonmano y la bicicleta de montaña, aunque de vez en cuando también sale a trotar. En el primer trimestre salí a correr 55 días haciendo un total de 835 km. Entre semana iba normalmente solo, aunque a veces me encontraba con Javier Imaz y José Mª. Iturrioz, y mis recorridos más frecuentes eran el Paseo de Errondo, puentes, San Juan de Dios y Aiete. Los sábados y domingos salía con el grupo desde el Carmelo, siendo ya mi compañero inseparable Juanjo Mariezkurrena con el que he conseguido mis mejores marcas. Pero siempre él mejor que yo. Una auténtica máquina de correr sufriendo. No olvido que además fue campeón veterano de Gipuzkoa en triatlón. Y el 27 de abril se celebró la 3ª edición de la Subida a Ulía, cuyo dorsal, curiosamente venía patrocinado por “Prendas Deportivas Mariano Haro”. Creo que ya he dicho que esta prueba era muy dura porque se salía muy rápido y desde la Avda. de Navarra era en ascenso continuo y repechos durísimos en el último tramo. Mi tiempo, para los 8,5 km, fue de 35’ 23’’, que supone correr a 4’ 10’’ el kilómetro a pesar de las cuestas. Por algo entrenaba yo por San Juan de Dios y Aiete. Quedé en el puesto 50 de 350 clasificados y el 12 en mi categoría, puesto que ya era veterano A. Y viene al pelo el eterno debate de que aunque la carrera sea con cuestas, algunos opinan que solo hay que entrenar en llano. No me encontraréis entre ellos. Las Behobias que he hecho con escaso entrenamiento en cuestas no me han salido nunca bien, así que mi experiencia me dice que tienes que entrenar en función del perfil y la distancia de la prueba en cuestión. Además parece de sentido común. Bueno, pues ya había participado en dos carreras (aunque cortas) en lo que iba de año. Y solamente 20 días más tarde venían los 20 km Adidas, y aquí sí que no me duelen prendas en decir que hice un “carrerón”, aunque suene a inmodestia. Salió un día de lluvia fina y con buena temperatura, de los que a mí me gustan y corrí prácticamente en solitario. Al ir comprobando

los parciales casi no me lo creía. Terminé entrando en la meta a la altura de La Perla en un tiempo de 1 hora 16’’, ocupando el puesto 230 de un total de 656 clasificados. En veteranos acabé el 47. Es decir, que corriendo a una media por kilómetro de 3’ 50’ (aunque los últimos 5 km fui a 3’ 45’’), entré en el primer tercio de la prueba, lo que da una idea del “nivelazo” que había en esta carrera. Como era un Circuito que se iba celebrando en diferentes ciudades con premios importantes para el que participaba en varias de ellas, venía gente muy buena de diferentes lugares para cumplir el requisito de participación. Este ha sido mi récord absoluto en pruebas de 20 km, así que mi estado de ánimo era de euforia contenida. El mismo día de la carrera, por la tarde, viajé a Madrid y de allí a Navacerrada, donde tenía un cursillo de dos días. El lunes, sin esperar más aproveché para trotar y soltar músculos en otro sitio inédito para mí: la Sierra de Madrid. En junio bajé bastante el nivel de entrenamiento, aunque algún domingo, con José Mª. Iturrioz y Txomin Arizmendi, ya hice 21 km .Y era lógico descansar un poco más, porque a partir de julio había que empezar a incrementar los kilometrajes semanales poco a poco. En este mes tuve una experiencia que, por su peligro y dificultad, si llego a saber de antemano en qué consistía no la hubiera hecho, pero que una vez realizada no me arrepiento en absoluto. Hasta en alguna ocasión se me ha pasado por la cabeza repetirla. Resulta que un amigo de mi hermano José Luis (el siguiente a mí en edad), de Barbastro, me había comentado el año anterior en Jaca (cuando me helé la nariz corriendo), que solía hacer un recorrido por el río Vero, en Huesca, que era una gozada porque a ratos iba andando, a ratos nadando y sorteando algunas dificultades como cuevas o pozas. Yo ni siquiera sabía que eso era “barranquismo”, o descenso de cañones y de lo que hablaba era del descenso del río Vero hasta Alquézar, conocidísimo entre los que lo practican y que fue “descubierto” por una pareja de franceses que “lo patentaron”. Me habló de que era conveniente vestir neopreno por que el agua era muy fría y que el único peligro era una riada con crecida súbita que no te permitiera salir del cañón, pero que en julio era prácticamente imposible. La verdad es que me habló en términos de bastante facilidad y sin problema alguno porque él había hecho el recorrido en 13 ocasiones y lo conocía muy bien. En realidad era un insensato, porque embarcarse en esa aventura con cuatro personas (mi hermano y su mujer, mi hijo y yo. Merche, mi mujer, ni quiso oír hablar del tema) inexpertas y novatas, sólo se le puede ocurrir a un insensato. Así que allí fuimos con nuestros neoprenos y sin saber a lo que nos íbamos a enfrentar. En coche hasta la carretera de Colunga donde ya había un autobús de franceses preparándose para lo mismo. Y allí que nos metimos, con el agua helada y por unos canales (nada más empezar) de corrientes rapidísimas. Él marchaba primero, después mi cuñada y mi hermano, luego mi hijo y yo cerrando la fila. La verdad es que el paisaje era impresionante. Yo llevaba una máquina de fotos compacta para el agua y tengo unas fotografías preciosas, pero lo que allí pasamos no está escrito. Cuevas imposibles con el agua al cuello, agujeros por los que no cabía un conejo y que teníamos que atravesar para caer, en la más profunda oscuridad, a una poza situada tres metros más abajo. Hasta que salías a la superficie -insisto, en la oscuridad- se te hacía eterno. Por fin a lo lejos divisabas un punto de luz al que te dirigías nadando orientado por las voces de nuestro intrépido guía. Cuando ya salíamos a cielo abierto, encajonados en un estrecho cañón cortado por los “caos” (acumulación de pedruscos), que tenías que atravesar como si fueras un reptil, y parecía que lo peor ya había pasado, nos dice que sólo quedaba pasar “la guillotina” para llegar a Alquézar, y que el año anterior, en ese punto, su hermano casi se ahoga. O sea, que además de intrépido, era animador incansable. La “guillotina” es una oquedad en la roca que hace un ángulo por el que solo cabe la cabeza. Se prolonga durante unos 8 metros y el agua llega a la altura de la barbilla. Tienes que avanzar de pie, poco a poco para no darte coscorrones ni tragar agua y prácticamente emparedado durante 8 metros. Cuando pasas, lo primero que haces es buscar con la mirada al causante de la diversión para acordarte cariñosamente de toda su familia, en el mejor de los casos. En el peor, a las manos directamente. Yo había estado más preocupado por mi hijo que por mi mismo. Hice un pacto de silencio con él para no hablar del tema delante de su madre (y mi mujer), para evitar otros daños colaterales. Hicimos el recorrido de 5 km en 5 horas y después de comer en el precioso pueblo de Alquézar y con la alegría de haber superado otro reto, volvimos a casa intercambiando mi hijo y yo miradas y sonrisas cómplices, con el consiguiente “mosqueo” de Merche. Y volviendo a lo que nos ocupa principalmente, también tuve la oportunidad en julio de correr en Barbastro con mi hermano un par de días. Había entrenado en el primer semestre 105 días con un total de 1.593 km. En julio 21 días con otros 330 km. Como no podía ser menos, pasamos en Almería casi todo el mes de agosto. En estas vacaciones entrené duro. Mi excelente estado de forma y el próximo maratón me daban alas. Entrené 26 días (6 días a la semana) un total de 430 km más 24 en series. Y en solitario, porque entonces allí no conocía a nadie, y la verdad es que veía muy poca gente corriendo. Septiembre fue todavía más intenso en kilometraje. En 23 días hice 488 km más 16 en series, con distancias de todo tipo, cuestas, series, series en cuesta, largos, largos-largos, en fin de todo un poco. E insisto, de forma intuitiva y sin ningún rigor. Procuraba hacer series un par de días a la semana y el domingo 30 km o más. Cuando veo ahora el nivel de entrenamiento pienso que estaba un poco obsesionado con el tema, pero como la mayoría de los “adictos”, decía que todo estaba controlado. Entre el sábado y el domingo “caían” 50 km. Cuatro días más a la semana a 15 o 20 km, incluyendo series, dan la cifra señalada.

De todas formas, es curioso como adaptamos la mente al objetivo propuesto. En cualquier otro momento, fuera de la temporada de preparación de la maratón, entrenar más de 15 km nos parece demasiado. Cuando ya estás “metido en harina” y pensando en lo que te espera el día señalado, hacer diariamente 20 km te parece normal. Somos lo que nos proponemos, que diría Murakami. El 5 de octubre hice un test sobre 15,5 km con un tiempo de 60’. Quedaba patente mi estado de forma, así que de cabeza al día 13 para salir en la maratón de Donosti. El día se presentaba muy agradable para correr. Salí con mi amigo Juanjo Mariezkurrena, como casi todos los fines de semana últimos. Ambos con el mismo atuendo que nos había regalado a última hora Javier Imaz (el que me dio a conocer el Club). Tengo que aclarar con el mayor cariño, que correr con Juanjo es como correr solo debido a su mutismo. Muy parco en palabras pero generosísimo en el esfuerzo, así que solo hablaba yo: km 20: “Juanjo, llevamos 79’ 22’’, ¿vas bien?” Gesto afirmativo. km 30: ”Juanjo, 1h, 59’ 59’’; voy un poco forzado, vete tú si quieres”. Gesto afirmativo y hasta luego Lucas. Km. 40: 2h 42’ 08’’, y final 2h. 52’ 47’’. Fuerte sprint en la llegada y éxito total. Tengo una foto de la llegada en el velódromo con los brazos en alto y los pies sin tocar el suelo. Y otra foto muy buena de un grupo durante el recorrido, con Juanjo y yo en cabeza. Detrás un grupo de corredores de Lerín que el año anterior también nos siguieron. Y justo después Javier Imaz y Félix de Miguel, “el Galgo de Michelín”, a quien entonces yo no conocía, pero que posteriormente, cuando él ya se integró en el club, me confesó que Juanjo y yo éramos su obsesión, pues nunca consiguió ir por delante de nosotros. Exactamente lo mismo que lo que ahora me pasa a mí con @?l. Al día siguiente, mi 6º hermano (somos siete), Chuchi, desde Bilbao me dice que hemos salido en una foto de gran tamaño en El Correo, que inmediatamente me envía por fax. Allí estamos todos: Juanjo y yo, los de Lerín, Félix, etc. Me clasifiqué el 147 de 809, y como la prueba era Campeonato de España, puedo decir que he estado entre los 147 mejores maratonianos absolutos españoles del año 1.991. Con este buen sabor de boca, tres semanas después corrí la Maratón de Nueva York. Formábamos un grupo de 6 corredores más esposas y mi hijo, o sea 13. No presagiaba nada bueno y además llegamos el día de Halloween, que allí es “la pera”. Pero nada más lejos de la realidad. Todo fue fantástico y la carrera me la planteé en plan turista porque lo duro ya lo había pasado 21 días atrás. Llevé durante la prueba una cámara con la que fui fotografiando todo lo que me llamaba la atención, que era mucho. También hicimos fotos de la salida y de grupo en la carrera. Cuando llegué a la media maratón me puse a correr en serio y pasé a más de 3.000 corredores. Hice 3h 27’ y llegué el 4.267 de 25.628. Pero esto era lo de menos. En la llegada te tratan como si fueras el vencedor y está todo tan bien organizado que te da envidia sana (aunque dicen que la envidia nunca es sana) con lo que tenemos por aquí. Se trata de una fiesta en la que participan corredores y espectadores y podría contar mil anécdotas y curiosidades. La expedición compuesta por Gabi Lasaga y su esposa Mª. Jesús, Miguel Domínguez e Izaskun, Juanjo Mariezkurrena e Isabel, José Luis Ostolaza y Marisol, Javier Ripalda (con quien no paramos de reírnos) y Maite, y Merche, Aitor y yo, pasamos unos días inolvidables. Corrimos alrededor del lago en Central Park y en la carrera participativa del Breakfast Run el sábado anterior, volamos en helicóptero, rodeamos Manhattan en barco y en el Museo de Ciencias Naturales me encontré con mi viejo amigo el pez volador. ¿Que más se puede pedir? Mi mujer siempre dice que es donde mejor se lo ha pasado (y no creo que fuera sólo por las compras). De vuelta a casa, en el avión, pensaba que solo quedaba una semana para la Behobia, y que le había prometido a mi hermano José Luis correr con él. Estaba saturado pero una promesa es una promesa. Tengo que decir con orgullo que he inducido a correr la Behobia a 3 de mis hermanos, todos ellos residentes fuera de San Sebastián. Y que, a su vez, han invitado a amigos suyos, con lo que las alubiadas que he tenido que organizar en Igeldo o Lezo o... han sido a veces para 30 personas entre adultos y niños. Pero lo bien que lo hemos pasado no nos lo quita nadie. Así que acompañé a mi hermano hasta el km. 15 en el que me dijo que me fuera lejos de su vista, que le llevaba asfixiado y que le esperara en la meta. Acababa de pasarnos un corredor francés de unos 150 kg de peso, ataviado con camisa a cuadros de leñador, pantalón vaquero cortado por las rodillas y botas chirucas. Me dije mentalmente que ya estaba bien. Hice los últimos 5 km en 20’ 30’’ y terminé en 1h 35’. Varios conocidos que habitualmente me veían pasar otros años me preguntaban qué me había pasado, que ese no era mi tiempo habitual. Yo iba demasiado rápido para contestarles. En otra Behobia mi hermano mayor vio a la altura del puerto de Pasajes una manguera que colgaba de la pared y con la que se iban refrescando algunos corredores. Antonio, al grito de ¡esta es mía! se apoderó de ella y durante diez minutos hizo de bombero voluntario rociando a cuantos se acercaban. Llegó más tarde pero no le importó demasiado. Y lo mejor es lo de Chuchi, el pequeño. Fumador empedernido, nunca había practicado deporte alguno. Cuando conseguí que se comprometiera a correr la Behobia dejó de fumar y tres meses antes de la carrera empezó a entrenarse. Momentos antes de la salida estaba tan nervioso y con tal ansiedad que sin poderse contener le pidió a un espectador un ducados y allí mismo se lo fumó placenteramente ante la sorpresa de los presentes. Terminó muy bien en 1h. 40’. Dejo el anecdotario fraterno de la Behobia y vuelvo al mes con más kilómetros en competición.

Ha sido la concentración de carreras más densa de mi historia deportiva: dos maratones y una Behobia en 4 semanas. Lo guardo en mi fuero interno como el periodo más pleno de satisfacción desde que empecé a correr. De hecho me encontraba tan bien que en lo que quedaba de año bajé muy poco el ritmo de entrenamiento. Hice en el año la friolera de 3.637 km en 225 días. Corrí casi 2 días de cada 3 una media de 16 km diarios. En los dos últimos años había bajado mi tiempo en la maratón alrededor de 10 minutos, 5 cada año. ¿Sería capaz de mantener ese ritmo de mejora en el futuro? La respuesta está en el viento... que soplará en el capítulo que narre lo que ocurrió el año 1.992.

Capítulo 21. Psicosis. 11-08-2010 Hoy he tenido que regresar a casa andando desde Aiete donde el grupo había llegado en su entrenamiento habitual en agosto desde la rampa de la playa de Ondarreta. Ayer, también entrenando, cuando regresábamos desde el Reloj de Ategorrieta me dio un pinchazo doloroso el abductor derecho, y no queriendo arriesgar, preferí volver a casa en autobús. Hoy he constatado que además de no estar recuperado de lo de ayer, el domingo, sin necesidad, me pasé de rosca en el entrenamiento. Hice los 16 km habituales en 1h 16’ simplemente porque me encontraba con fuerzas y quise probarme, cuando podía haberme quedado con el grupo y volver acompañado a un ritmo algo más lento. Mientras desayuno, leo en el periódico que Usain Bolt, el jamaicano campeón olímpico y mundial de 100 y 200 m, que el año pasado paseaba su superioridad insultante en cuantas pruebas participaba, tiene que poner fin a su temporada debido a una lesión de espalda. Puede ser casualidad, pero hace sólo 4 días su máximo competidor, el estadounidense Tyson Gay, le ganó contra pronóstico, siendo su primera derrota desde hace dos años. Dios me libre de establecer comparaciones (todas son odiosas, sobre todo para uno de los comparados), pero sí, puede haber un cierto paralelismo en los estados de ánimo de cualquier atleta que se vea obligado a estar en el dique seco por culpa de una lesión o de cualquier otra causa. Como ya creo que he comentado en otro momento, la primera reacción es de enfado (rechazo), pasando a un segundo estado de resignación (aceptación) y de ahí a explorar otras posibilidades (superación). Lo primero que he pensado ha sido dejar de correr hasta el sábado y probar a correr suavemente, pero de forma inmediata me he dicho que por qué no puedo salir mañana a andar con las zapatillas de correr y trotar ligeramente de vez en cuando para probar como se comporta mi querido abductor derecho. Así que dicho y hecho: mañana probaré el estado de mi pierna. En el fondo, lo que subyace es la necesidad de hacer ejercicio cada día aprovechando los días largos y de buena temperatura del verano, porque en invierno ya hay días de sobra para quedarse en casa a resguardo del mal tiempo. Puede ser que la rutina se adueña de nosotros y nos encontramos “raros” cuando la rompemos, y entre esas rutinas diarias yo tengo la de madrugar, hacer ejercicio, ducharme y desayunar opíparamente leyendo el periódico en la terraza mientras escucho la radio. Y a las 10, con todos los “deberes” hechos tienes todo el día por delante para lo que se tercie, que siempre se tercia algo. Durante muchísimos años he tenido que entrenar por la tarde (salvo los fines de semana) después de salir de trabajar, con el cansancio acumulado del día y cuando normalmente te apetece hacer otras muchas cosas más plácidas. Y todavía me sorprendo de la fuerza de voluntad para hacer tanto esfuerzo durante tanto tiempo en los momentos del día en que tu cuerpo te pide otra cosa, porque no tengo duda de que cada persona tiene unos momentos más propicios que otros para realizar diferentes tareas. O sea, eso que antes estaba tan de moda de los “biorritmos”. Recuerdo haber leído que en Japón, a las profesiones de riesgo (por ejemplo limpia cristales de rascacielos) les medían los biorritmos para no permitirles trabajar en sus “momentos bajos”. Si yo fuera japonés (como Murakami) y limpia cristales en turno de mañana, tengo la seguridad de que no me libraría nunca de trabajar, porque desde que me levanto, al amanecer, sin ninguna dificultad, estoy en un estado de actividad imparable y derrochando energía. Este impulso va perdiendo fuerza gradualmente hasta la hora de comer y toca fondo a la hora de la siesta, en que me quedo en estado semicataléptico durante una hora o más, hasta que a eso de las seis de la tarde resucito algo y vuelvo a caer justo después de cenar, lo que me impide ver completa cualquier película que programen a partir de las 10 de la noche. Posiblemente ostento el récord europeo de visionar la primera mitad de películas emitidas por televisión. Creo que las digestiones tienen algo que ver y el efecto “boa” que hiberna después de tragarse un conejo entero, puede ser un ejemplo (aunque no el mejor, ¡vive Dios!). Cuando trabajaba era igual, porque esto no se improvisa, así que a primera hora convocaba las reuniones tácticas, es decir, las del día a día, centrando la actividad de la mañana, y por la tarde, con algo más de relajo, las estratégicas. El problema era que, casi siempre, alguno de los convocados no tenía los biorritmos sincronizados conmigo y, por ejemplo, su “despertar” era a media mañana. Supongo que cada día acumularía en medio de su sopor mañanero un rencor sordo hacia mi persona que al final se transformaba en odio eterno. Odio que yo procuraba desactivar a base de mano izquierda y otras técnicas de dirección de grupos que aplicaba adecuadamente. No creo que haya duda es que cada persona tiene distinto “reloj” biológico y es importante adecuar la actividad a las horas más propicias.

Me he ido del tema pero no del todo, porque la teoría (peregrina) que yo quería desarrollar parte de la base de que la vida de una persona es como un día a lo bestia. Es decir, amanece (se nace), pasa la mañana (adolescencia y juventud), la tarde (madurez) y la noche (vejez) y uno se duerme (y “palma”). O sea que en la vida también hay biorritmos propicios (épocas doradas en las que a uno casi todo le sale bien) y otros no tanto (rachas malas), y que en ambos casos hay que saber estar preparado para lo contrario. Pero es difícil porque uno piensa, (normalmente por falta de experiencia vital) que lo bueno durará siempre y lo malo pasará pronto, practicando eso que está tan de moda del optimismo antropológico. Esto no deja de ser un recurso de la naturaleza humana para su supervivencia, porque si no estaríamos todos tristes, enfadados y cariacontecidos deseando abandonar este mundo asqueroso y nuestro pesimismo no nos dejaría vislumbrar apenas un resquicio de algo por lo que mereciera la pena vivir. Está demostrado que los optimistas viven más y mejor, así que ¡fuera complejos y malos rollos! que para cuatro días que vamos a vivir -y dos lloviendo- merece la pena aprovechar lo bueno de la vida. Pero eso sí, sin perderle el ojo a lo malo. Y ahora sí que trataré de justificar todo el “rollete” anterior. Porque, qué duro se hace después de una época gloriosa (¡allá la humildad de cada uno!), ser consciente de que los tiempos pasados no volverán y que hay que adaptarse a las nuevas circunstancias y rebajar los humos y tratar de continuar viviendo (me refiero a la vida deportiva, pero también a cualquier otra) de la forma más digna posible, y seguir corriendo de otra manera, con otros objetivos y otras miras. Y cuanto menos usemos el retrovisor mejor, y si lo hacemos que sea para disfrutar con los recuerdos, no para sumirnos en la frustración pensando que “cualquier tiempo pasado fue mejor”, que además de una solemne tontería es mentira. Eso le pasaba a Norman Bates (Anthony Perkins) en la película “Psicosis”, de Alfred Hitchcock, cuando en los momentos en que lograba ser “una persona normal” hasta se figuraba enamorado de Janet Leight. Pero su doble personalidad de psicópata se lo impedía y volvía una y otra vez a visitar a su madre muerta y momificada en aquella siniestra habitación del primer piso, donde una bombilla oscilante proyectaba sus muecas espeluznantes sobre las paredes. Si la “psicohistoria” se apodera de nosotros, estamos perdidos porque acabaremos dando cuchilladas a todo lo que se mueva detrás de la cortina de la ducha. Y eso me pasaba a mí (y supongo que a casi todos en algún momento de su vida) en los años del señor de 1.997 y 1.998, donde seguía corriendo como un autómata, sin sentimiento y sin objetivos. Me pasaba como al “barquito de papel” de Serrat: sin nombre, sin patrón y sin bandera. El automatismo de correr era porque ya lo tenía incorporado a mi “praxis” rutinaria y como equilibrante tabla de salvación del ritmo de trabajo y de los exigentes objetivos profesionales asignados y que zumbaban continuamente por tu mente. Esto de los objetivos y su consecución era como correr maratones esprintando. Siempre a tope y la meta allá en el horizonte, inalcanzable. Pues eso, que transcurrieron los dos años en estado de somnolencia, sin competir (solo una carrera de 15 km cuando cumplí los 50 años) y dejándome llevar por la rutina de correr, pero sin alma y procurando no volver la vista atrás, no fuera a ser que la psicohistoria se apoderara de mí. En 1997 sólo cabe reseñar que, ya trabajando de forma regular en el Banco, me permitía correr a las tardes con cierta continuidad. Salvo convocatorias de reuniones a deshoras o algunos viajes a Bilbao o a Madrid con motivo de cursillos o Comités Regionales, a las siete y media de la tarde ya estaba libre. Recuerdo que este año, salía mucho a correr con Ramón Múgica y nos íbamos, como las cabras, siempre por Berio, Aiete, Chapa, nuevo Tenis, etc. y conseguimos un estado de forma envidiable. Hacíamos progresiones y miniseries sin parar y Ramón siempre me lo recuerda como “su año”. El 1 de junio, domingo, salimos a correr lloviendo. Cuando llegamos a Anoeta diluviaba de tal forma que por Koipe teníamos que ir por el centro de la carretera, ya que las aceras estaban inundadas. Aquello cada vez se ponía peor y a la vuelta íbamos buscando cualquier trozo visible de asfalto porque la inundación era generalizada. Cuando conseguimos llegar a Ondarreta era imposible pasar a la zona de las villas. De Igeldo bajaba un auténtico río. Ya en casa, desde la terraza fui viendo como se inundaba toda la Avenida de Tolosa y lo que fue Cervezas El León (todavía no estaba construido Antiguo Berri). Cayeron 100 litros por metro cuadrado en una hora. La hora precisamente en que estuvimos corriendo. Otra experiencia. Y cinco días después celebramos en Amara una cena de los korrikalaris del Club, cosa que desde hacía un par de años venía siendo habitual. Cena opípara elaborada por los “chefs” Ignacio Mendizabal y Rafa Errasti como primeros espadas y varios ayudantes. Creo recordar que fue en la ikastola Ikasbide y los elogios fueron abrumadores por la calidad y presentación de los platos. En ese mes también corrí como era costumbre en el Moncayo donde, de nuevo, subí a la cima con los colegas de siempre. En la bajada me pasé de listo y creyendo atajar me adelante en solitario y me perdí, bajando mucho más de lo debido y muy alejado de la borda donde pernoctábamos. Anduve tres horas más que el resto, pero eso no era problema. Entonces todavía no teníamos móviles o sea que los tuve preocupados un buen rato. A finales de septiembre estuve tres semanas sin correr. El motivo era un viaje a Egipto para celebrar las bodas de plata y el resto de vacaciones en Almería donde no entrené ni un solo día. Y a la vuelta, se conoce que por el contraste entre las altas temperaturas y la sequedad de Egipto y Almería y el tiempo que nos encontramos en Donosti, lluvioso y frío, cogí una bronquitis asmática que duró bastante tiempo, aunque no dejé de correr. A final de año contabilicé 197 días de entrenamiento y 2.640 km recorridos, o sea, prácticamente igual que en el año 1.989 cuando bajé de tres horas en la maratón. Sólo que ahora ya no corría maratones.

Y 1.998 se presentaba con el mismo cariz de encefalograma plano. Insisto, a fuer de pesado, en que yo seguía corriendo bastante, pero sin objetivo alguno, sólo para encontrarme bien físicamente. En enero, uno de los días corrí con mi hijo, cosa ya rara, y en otro par de ocasiones salí en compañía de Javier Herrero y José Ramón Arriarán (por separado). Lo digo porque antes eran asiduos y ahora se les ve, por diversas circunstancias, de forma muy esporádica. Ya en primavera lo clásico de todos los años: Moncayo y Gredos. Esta vez rumbo a Candeleda donde la ida se hace fácil pero la vuelta, sin parecerlo, es subida continua y el último repecho el peor. Había optado por correr en la carretera, donde lo permitía un pequeño arcén, en lugar de ir en coche hasta el embalse de La Rosarito, donde además de la pérdida de tiempo vienes sudado y mis bronquitis estaban permanentemente al acecho. Agosto una vez más en Almería, aunque unos pocos días. Había reservado dos semanas de vacaciones en Alfaz del Pí, en octubre, donde el Banco tenía una residencia fantástica y además salía muy barato. Y precisamente el día 18 de ese mes corrí mi última carrera en serio antes de la “retirada estratégica”. Fue la Clásica Popular de 15 km que organizaba la Federación Guipuzcoana. Fuimos juntos hasta el final, José Mª. Iturrioz, Patxi Zubiri y yo. Patxi era muy bravo corriendo y tiró desde el principio. Hacia el km 7, José Mª, como el que no quiere la cosa, se puso en cabeza y había que esforzarse para seguirle, y en el 10, por la Concha, vi que la cosa flaqueaba y empecé a tirar yo. Y ellos conmigo a un palmo por detrás. Entramos juntos con la seguridad de haberlo hecho bien. Mi tiempo de 58’ 18’’ supone correr a 3’ 53’’ por kilómetro. Ocupé el puesto 195 de 1.300 y colgué mentalmente las zapatillas. Había cumplido los 50 años y dije adiós a la competición, pero no a seguir corriendo, porque al día siguiente puse rumbo a Alfaz del Pí, donde por el camino del faro (precioso lugar) de Altea entrené 9 días a tope y en cuestas. Esto quiere decir que internamente barajaba la posibilidad de correr de nuevo la Behobia, pero no fue así. Y además ignoro los motivos más allá de mi decisión de no volver a competir. Pero estoy seguro de que lo pensé. Y hablando de pensar. Que poco pensaba yo al terminar el año que un mes mas tarde mi destino profesional sería Bilbao. Y esa fue la puntilla deportiva. Pero eso ya lo he contado antes. Sólo apuntar que terminé el año con 206 días de entrenamiento que totalizaron 2.741 km. Para ser un año “tonto”, no creo que este nada mal. Ahí queda el dato.

Capítulo 22. Carros de fuego. 12-08-2010 Esta formidable película, narra la selección, entrenamiento y competición del equipo de atletismo británico en unas olimpiadas en los años 30 del pasado siglo. Su banda sonora es música obligada en la megafonía de muchas carreras en las que participamos y en cualquier otra competición deportiva. Ganó varios Oscar y todo aficionado a correr seguro que la recuerda con agrado. Vi la película en el cine Rex de la Avenida de Madrid. Nada más terminar fui a casa a cambiarme y salí a correr con la sensación de que iba más ligero que lo habitual. Este título no podía faltar en este relato, así que me ha parecido muy oportuno incluirlo en este capítulo por las razones que expongo a continuación. Yo en 1.992 no gané ningún Óscar pero fue otro año que tampoco olvidaré nunca. Fundamentalmente por dos cosas: las Olimpiadas de Barcelona y mi récord en la maratón. Pero, como dijo Jack el Destripador, vayamos por partes. En junio cumpliría 44 años y prácticamente tenía tomada una decisión profesional que tendría repercusiones importantes en mi vida. La compañía de seguros para la que trabajaba había sido vendida por mi banco (BBV) a una gran mutua aseguradora inglesa: Norwich Unión (ahora Aviva). En vísperas del 92 con la Expo de Sevilla y la Olimpiada de Barcelona, España estaba de moda y muchas empresas extranjeras se estaban posicionando en nuestro país. Así que yo trabajaba para una compañía inglesa pero dependía de un banco nacional, situación a todas luces incongruente que tenía que resolver sin demora. Me propuse terminar ese año en la compañía de seguros con la decisión de volver al banco el 1 de enero de 1,993. Trataron de que continuara con ellos ofreciéndome un contrato blindado tan habituales en aquellos tiempos, pero rechacé la oferta. Así que el resto del año trabajé con más calma ante la inminencia de mi dimisión, lo que me permitió tomarme algunas libertades y disfrutar algo más de lo que realmente me gustaba: viajar y hacer deporte. Después del espléndido año anterior continuaba en estado de gracia prácticamente sin lesiones y con unos registros que cuando los compruebo ahora, casi ni me los creo. De hecho, el 7 de Enero tengo otra anotación de 8 km en 30’. No estaba nada mal para afrontar la San Hilario 5 días más tarde. Este fue el primer año en que se celebró en Miramón, cantando en la salida, como siempre se hacía entonces, lo que le dedican los mozos a San Fermín, con los periódicos enrollados, justo antes de los encierros de Pamplona. Sustituíamos Fermín por Hilario y a correr. Y nunca mejor dicho. No creo que a ellos les importase mucho. Los 8 km (4 vueltas de 2 km) son duros como todo el mundo que ha participado sabe, además de que la salida es vertiginosa. Hice un tiempo de 29’ 55’’ que me dejó muy satisfecho. ¿O fue el caldo y el pincho de chorizo? Ya no me acuerdo, pero si que acabé contento. Y febrero me deparó la bronquitis invernal de todos los años lo cual no impidió que mantuviera el ritmo de entrenamientos que era

bastante alto para esta época del año. En el primer trimestre entrené 51 días y totalicé 768 km. Una nueva edición de la Subida a Ulía se celebró a finales de abril, y el resultado fue muy bueno. Quedé el 37 de 325 con un tiempo de 34’ 29’’ que era mi mejor marca en esta carrera hasta ahora. En mayo, como casi todo el mundo, nos dimos una vuelta por Sevilla para visitar la Expo. No corrí pero sí sudé. A Merche se le clavaban los tacones en el asfalto semiderretido. Y sólo estábamos en mayo. Y llegó julio con la Olimpiada, cuyas entradas tenía compradas desde hacía dos años. El problema mayor fue conseguir hotel porque Barcelona estaba de bote en bote y meses antes ya estaba todo reservado. Además, como buenos catalanes habían montado un sistema de reservas único y fuera de ahí no había manera de conseguir nada salvo en casas particulares u hoteles piratas. Conseguí por fin reservar dos noches al precio astronómico -entonces- de 37.500 ptas. por noche en habitación para tres, porque íbamos la familia completa. Al final por el mismo precio resolví la situación de otro modo más satisfactorio. No había más remedio. Tenía claro que yo no me quedaba sin ver semejante espectáculo teniendo las entradas compradas. El ambiente de la ciudad era formidable y el anillo olímpico una pasada. Recuerdo que presenciamos ganar la primera medalla de oro en el atletismo español. Por la pantalla gigante veíamos como se acercaba al estadio el marchador Plaza (creo que era él. Mi memoria es frágil) y la entrada triunfal por el foso con todo el estadio puesto en pie. También presenciamos la llegada de la maratón femenina con un reguero de cadáveres arrastrándose en los últimos 400 m de pista. Finalizar en el estadio suponía en los últimos kilómetros subir Montjuit con casi 30º de temperatura y humedad del 80%, o sea que era la crónica de una muerte anunciada. Y la final de los 100 m lisos que ganó Lindford Christie, y otro montón de pruebas de todo tipo. Además, en Mataró también vimos una eliminatoria de balonmano entre Corea del Sur y Yugoslavia porque mi hijo ya estaba metido de lleno en ese deporte. En fin, que fueron unos días muy agradables y además comienzo de vacaciones porque a continuación viajaríamos a Almería donde pasaríamos los 23 días restantes, ya del mes de agosto. De los 23 días corrí 21 y además hice series. Terminé el mes en Donosti con 24 entrenamientos y un total de 350 km (24 de ellos en series), corriendo en tres ocasiones 20 km con tiempos entre 1h 23’ y 1h 25’. Septiembre del 92 fue el mes que más entrené de todo mi historial deportivo. Nada menos que 548 km más 31 en series en 25 días. Mejor no hacer cálculos para no marearse. Ahora a lo único que aspiro es a poder hacer la mitad de eso sin lesionarme. Y el 11 de octubre la maratón. Día nubladillo con buena temperatura. Como siempre con Juanjo Mariezkurrena a mi vera y los de Lerín detrás. Félix no andaría lejos. En la media maratón a la altura del Paseo de Errondo Juanjo abandonó su mutismo para decirme que aflojara un poco, que aún quedaba mucho. Semejante prudencia era algo sorprendente en él que corría hasta reventar. El caso es que íbamos volando y un poco con el freno echado. En el km 20 habíamos pasado en 1h. 16’ 44’’ y las mejores sensaciones. En el km 30 (en el comienzo de la Avda. de Navarra) el tiempo de paso fue de 1h 56’ 34’’ y yo me asusté un poco porque íbamos a 3’ 53’’ y aún quedaba lo peor. El caso es que le dije a Juanjo que si quería irse que lo hiciera, que yo iba a aflojar algo. Para entonces el numeroso grupo que nos seguía ya se había hecho añicos. Y a partir de entonces a sufrir, pero más por temor a lo que pudiera pasar que a una causa justificada. Como en todas las maratones que he corrido al final siempre he bajado un poco, así que entré en solitario con un crono de 2h. 47’ 24’’, que supone correr los 42 km a 3’ 59’’. Había conseguido por tercera vez consecutiva bajar otros 5タ?? con respecto al año anterior. ¿Dónde estaba el límite? Por cierto, Juanjo llegó 1 minuto antes que yo, así que “chapeau”. Os podéis suponer la satisfacción. Cualquiera del mundillo korrikalari te paraba por la calle para darte la enhorabuena. Mi hijo en Marianistas sacando pecho y mi mujer diciéndome que estafa afilado y con los ojos de loco. En fin, lo normal. Y sólo quedaba ya la Behobia, justo un mes más tarde, con una afluencia creciente año tras año y que ya contabilizaba 5.528 participantes. Llegué exactamente con el mismo tiempo del año anterior: 1h. 18’ 43’’ y recuerdo que junto a mí en la carrera venía Juan Mª. Lujambio, a la sazón patrón de la trainera de San Juan (creo), famosísimo en los pueblos por los que pasábamos: Irún, Lezo, Pasajes, Trintxerpe. Yo ya estaba un poco harto de escuchar durante toda la carrera: ¡aupa Lujambio!, ¡aurrera Lujambio! Solamente al coronar el Alto de Miracruz empezaron a escucharse algunos gritos de ¡venga Fernando!, que se fueron incrementando por la Avda. de Navarra, Zurriola y Boulevard, donde se apostaban algunos incondicionales míos año tras año. ¡Toma castaña! decía yo por lo “bajinis” mientras le superaba en el sprint final. Estaba llegando a su fin el segundo año glorioso de mi humilde historia atlética, y no es falsa modestia. Diciembre se me presentaba plagado de despedidas y comidas de trabajo por la Navidad. Ponía fin a ocho años de actividad en el sector asegurador que me habían supuesto un enorme avance en el nivel profesional y el económico, sólo comparable con el derroche de trabajo que yo desarrollé partiendo de cero en la profesión. Época emotiva porque dejaba atrás muchos compañeros y afectos. Volvía a mi casa madre sin saber lo que me iba a encontrar y con la incertidumbre de mi destino concreto. Lo que sí sabía con seguridad es que sería en San Sebastián, pues eso estaba perfectamente atado en mis condiciones de vuelta. El día de la Lotería de Navidad, 22 de diciembre se desplazó a Bilbao la totalidad del equipo directivo de la compañía y a la cabeza su Presidente, Directores Generales, etc., donde se celebró mi despedida oficial (suena raro eso de “se celebró”, pero no lo voy a

cambiar) en un prestigioso restaurante. Al final de los discursos me impusieron la insignia de oro de la compañía que lo único que demostraba era que no lo había hecho tan mal. El año siguiente -1.993- tenía que afrontar nuevos retos: empezaba de nuevo a trabajar en el Banco y además se celebraba en Donosti la COPA DEL MUNDO DE MARATON. ¿Que pasaría?, porque lo que estaba claro es que el mundillo atlético donostiarra estaba esperando el evento como agua de mayo, dispuesto a darlo todo en la prueba.

Capítulo 23. La caída del imperio romano. 14-08-2010 Hoy es la víspera de la Virgen y espero a mi hermano José Luis (el que me echó de su lado en la Behobia) y su mujer para pasar el comienzo de la Semana Grande. Se hace raro eso de que el primer día sea la víspera, pero el calendario manda. A la tarde iremos a los toros y cenaremos esta noche por ahí cualquier cosa porque mañana domingo mi hermano quiere salir pronto a correr y lógicamente le acompañaré, con permiso del inoportuno dolor que desde el lunes me está dando guerra en la pierna derecha. Y me centraré en lo que hace nada dejé pendiente: el año 1.993. El 2 de Enero comencé a trabajar de nuevo en el Banco. Pero en un banco prácticamente desconocido para mí porque ocho años no pasan en balde (sobre todo en el aspecto tecnológico) y porque el nuevo era fruto de una fusión entre el Vizcaya y el Bilbao. En realidad no tenía nada que ver con lo que yo dejé. De cualquier manera, fui muy bien recibido y me adjudicaron un puesto de bastante responsabilidad en Donosti (y mucho mejor de lo que yo esperaba) que me obligó a esforzarme seriamente y ponerme al día de la forma más rápida posible. Pero como los fundamentos de la banca seguían siendo los mismos de siempre no me encontré con demasiados problemas. El Banco estaba embarcado en una actividad frenética orientando su negocio a las economías particulares una vez superados los importantes problemas que surgieron en la fusión. Estaban necesitados de gente comercialmente activa y que supiera manejar y coordinar equipos de trabajo orientados a la venta. Precisamente lo que había hecho yo durante ocho años en un sector mucho más competitivo y agresivo que la banca, así que no me duelen prendas en reconocer que me encontré como pez en el agua. Cuando digo que fue fácil, me refiero exclusivamente al periodo en que yo ya supe exactamente cual iba a ser mi nuevo cometido. Todos sabemos que los mayores temores son a lo desconocido. Y ahí fue -en diciembre- donde yo estaba de los nervios, porque los principales puestos de dirección del banco en Gipuzkoa estaban en manos de gente del Bilbao que eran los que cortaban el bacalao (ha sido pura casualidad lo de Bilbao y bacalao, pero aprovecho para recomendar a los que, de vez en cuando, se den una vuelta siempre recomendable- por el Botxo que vayan a comer al Bola-viga un bacalao Club Ranero, o mejor, media ración del anterior y otra media al pil-pil, para poder comparar. Me lo agradecerán), siendo yo un perfecto desconocido para ellos, así que me temía lo peor. Como muchas veces en la vida, la casualidad hizo que conociera al “jefazo” máximo en un restaurante y fuera de cualquier protocolo oficial. Creo que este “conocimiento” previo fue fundamental pues me permitió colarle un par de nombres a los que podía pedir información de como y quién era yo en mi anterior etapa bancaria. Así lo hizo con tiempo suficiente para que cuando yo empezara a trabajar ya estuviera todo decidido de forma muy favorable para mí. Me quedaría en San Sebastián como director de la oficina principal del antiguo Banco de Vizcaya, en la Avenida nº 10. Exactamente la misma oficina en la que yo empecé a trabajar 27 años antes recién aprobadas las oposiciones, pero esta vez en el despacho forrado de madera, con cuadros de firmas importantes en las paredes y que tanto respeto me imponía cada vez que el director de entonces me requería o permitía mi acceso. Nunca pensé que mis posaderas ocuparían el butacón sinfonier de piel giratorio que usaba el imponente director que yo conocí en mi ingreso. Su gran tamaño y su aspecto hosco eran justo el prototipo de lo que se suponía que debía ser cualquier director bancario de los de entonces que se preciara. Marcaba el canon al uso. Sus maneras dictatoriales también se correspondían con las que entonces se “llevaban”. Nada que ver con lo de ahora, donde había que “convencer, no vencer” y “sacar lo mejor de cada uno para que se reflejara luego en la calidad de su trabajo” y, por supuesto, dar el “callo” como el primero para poder exigir después, y no como entonces, donde el peso de la “faena” gravitaba de forma inversamente proporcional a la categoría. Cuanto más “currito” más “curro” y a más categoría, la insoportable levedad del ser, que diría Kundera. Todo esto lo cuento porque mi nuevo destino me iba a permitir con cierta estabilidad entrenar sin sobresaltos de viajes y reuniones no programadas, además de comidas, comilonas y desayunos de trabajo. Estas no faltarían pero no con la frecuencia asfixiante de la situación anterior, donde era lo habitual. Pero vayamos a lo realmente importante, después del inmejorable año anterior, hablando siempre en términos deportivos. Era inevitable que desde comienzo de año la Copa de Mundo de Maratón a celebrar el 31 de Octubre sobrevolara permanentemente sobre el mundillo atlético y en el fuero interno de cada cual el hacer un buen papel en esta prueba era el objetivo del año. Pero yo no lo empecé con buen pie porque la primera quincena de enero la palabra definitoria fue “bronquitis”. Una más de las que con frecuencia me asaltaban en invierno. Mencionaré un par de anotaciones de aquellas fechas para ponernos en situación: -Día 31 de enero: Carmelo/Peine y vuelta, con Fisher. Fuerte y bien. Casi me descuelga. 16 km, tiempo 73’. -Día 27 de febrero: Errondo-S.Juan de Dios-Peine y vuelta. Con José Manuel (Pinceles). Frío, granizo. 20 km, 93’.

En febrero, casi todos los días mi recorrido entre semana contemplaba subir a San Juan de Dios en Errondo y ese recorrido lo hacía habitualmente solo. La compañía era para el llano. Las cuestas en solitario. Totalicé el primer trimestre con 690 km de entrenamiento en 46 días. Bastante menos que cualquier otro año de los últimos aunque los quince días “bronquíticos” de enero pesaban lo suyo. Abril también fue atípico porque solo corrí 17 días aunque el kilometraje no estuvo mal. Supero los 18 km diarios y en siete ocasiones la distancia fue de 20 km. Los primeros días de mayo fueron bastante buenos. El día 3 lunes corrí muy fuerte 15 km en 60’. Entre el sábado y domingo había entrenado 43 km. y el martes otros 15 km en 63’. O sea que en cuatro días consecutivos “cayeron” 73 km sin ninguna prueba a la vista. Esto puede dar una idea de la seriedad con que me tomaba la gran cita. También puede no ser cierto, porque la supermaratón estaba a cinco meses vista. Lo que pasa es que después de escribirlo no lo he querido borrar, porque, ¿quién puede saber mi intención en aquellos días de entrenamientos tan intensos? Seguramente como casi siempre influiría la Copa del Mundo pero también mi predisposición deportiva: correr por correr, porque me gusta. Así de simple. Lo que pasa es que ahora tengo que interpretar con los datos que manejo lo que pasaba por mi cabeza en aquellos tiempos, y así lo reflejo. En junio sólo citaré que volví a correr en los aledaños del Moncayo, y que los días 12 y 13 corrí 21,5 km cada uno de ellos, con tiempos de 1h. 30’ y 1h. 25’ respectivamente. Cuando ahora veo estos registros me entran escalofríos y pienso que me podía equivocar en las distancias o en el cronómetro, pero por otra parte sé que los recorridos los tenía perfectamente medidos y contrastados de forma reiterada y en el reloj es difícil errar. Tampoco tiene mucho sentido querer engañarme a mí mismo, dado que las anotaciones no tenían ningún otro destinatario y sería absurdo hacerlo, así que las tengo que dar por buenas. El segundo trimestre había aumentado bastante el nivel de entrenamiento: 55 días y 915 km. Más de 300 km por mes. Y julio todavía más. También empecé a incluir series un par de días por semana, que incrementé en agosto y septiembre. En este segundo trimestre batí mi marca personal de entrenamientos en tres meses: 1.216 km más 93 en series en 66 días. Sale a más de 19 km día. Si alguien del mundillo korrikalari actual pone en duda lo que aquí reseño, no me sorprendería. Lo que ocurre es que los métodos de entrenamiento en 17 años han cambiado tanto que sería muy difícil para alguien que ahora tenga 30 años, por ejemplo (en el 93 tendría 13), imaginarse lo de entonces. El lema era meter kilómetros entre semana y meter más kilómetros el fin de semana. Y poco más. Circulaba una teoría según la cual para hacer los 42 km en menos de 3 horas, tenías que entrenar esa distancia multiplicada por diez al mes, es decir: 420 km en cada uno de los tres meses de preparación. Y esa era nuestra meta: 100 km a la semana. Ya me hubiera gustado a mí una preparación científica a base de úes, pulsaciones y de unos 80 km semanales. Pero eso era lo que había y a eso nos dedicábamos con fruición. Recuerdo que por estas fechas yo rodaba por la alfombra verde del mini-estadio de Anoeta a menos de 2 minutos la vuelta de forma incansable y con bastante comodidad. Y venga vueltas y vueltas. Así que no es de extrañar que el gemelo izquierdo se cansara de tanta tabarra y protestara de la única forma que sabe hacerlo: con dolor. Fue el primer aviso de que las cosas podían no ir bien, aunque afortunadamente duró poco. A los días ya estaba otra vez en marcha, pero con precaución. El día 10 de octubre teníamos un aperitivo de -voy a seguir llamándola así- la gran cita: los 20 km Adidas con casi mil participantes. Llegué el 168 con un tiempo de 1h 17’ 14’’, que no estaba mal, pero que me dejó algo decepcionado porque esperaba más. Me consolaba diciéndome que el trabajo ya estaba hecho para el día D, tres semanas más tarde. Parecía que el tiempo iba más lento que de costumbre y que el día 31 no iba a llegar nunca, pero siempre llega. Los días previos a la carrera ya veíamos por la Concha como grupillos de africanos delgadísimos y transparentes trotaban sin tocar el suelo, y otros, de cualquier país del mundo, no tan transparentes pero que tampoco tocaban el suelo. Había ambiente para un acontecimiento que no se iba a repetir fácilmente. Los corredores locales preparados como nunca para dar el do de pecho ante su propio público. La prensa de Donosti, desde hacía días venía elevando la temperatura con artículos de posibles participantes, ediciones pasadas de la Copa del Mundo, etc. En las fotografías que ilustraban estos artículos y que conservo con esmero, son perfectamente localizables ilustres miembros de Donostiarrak, y otros no tan ilustres, que participábamos habitualmente en las competiciones locales. En fin, que todo el atletismo donostiarra bailaba al son que marcaba la Copa del Mundo. Un par de domingos antes de la carrera me llamó mi amigo Iñaki Anza, fisioterapeuta de la Real Sociedad, para decirme si podía entrenar con nosotros los últimos quince días, ya que también participaría en la prueba. Accedí encantado. A raíz de estos últimos “test” (yo le veía muy en forma) quedamos para salir juntos en la maratón. Mi objetivo secreto era bajar de 2h 45’, es decir, mejorar unos 2 minutos mi marca del año anterior, con lo que sería la cuarta mejora anual consecutiva. Había que correr a 3’ 56’’ los 42 km, es decir, bajar 3’’ el ritmo del pasado año. Para eso había entrenado más y mejor, o por lo menos eso era lo que yo creía. El circuito que se había diseñado ya estaba homologado por los jueces agrimensores. Constaría de tres vueltas: una pequeña, otra mediana y otra tercera más larga. Los atletas pasaríamos por el interior del estadio de Anoeta en dos ocasiones para terminar,

asimismo, en Anoeta donde estaría situado el arco de meta, con la inscripción: IAAF World Marathon Cup. Precisamente en Anoeta, pero en el Velódromo, celebramos la comida de la pasta. Conservo una foto en la que estamos Txomin Arizmendi, Miguel Domínguez, Javier Imaz, Gabi Lasaga, Iñaki Eizaguirre, Nano López, Rafa Errasti, José Mª. Iturrioz, Iñaki Peñagaricano, Ignacio Mendizabal, Iñaki Arregui y yo, con ropa ya casi de invierno. Y llegó el gran día con 3.300 participantes, pocos para la categoría del evento y más o menos el mismo número que en la última edición de 2009. Salí con Iñaki Anza como una flecha, haciendo el primer kilómetro en 3’ 45’’. La verdad es que íbamos muy rápido haciéndonos hueco entre la gente. Yo estaba obsesionado con los 3’ 56’’ por kilómetro que me había propuesto hacer. En un avituallamiento, otro corredor me caló la zapatilla derecha con el agua de un botellín. Alrededor del kilómetro 15, Iñaki Anza me dejó porque yo no podía seguir su ritmo, y al pasar por segunda vez por el estadio me estaba molestando mucho una arruga que con el calcetín mojado se me había hecho en la planta. En el 26 mi hijo Aitor en el Pº. de Vizcaya a la altura del avituallamiento que allí había me preguntó que qué tal iba y le contesté que muy bien. Pero los que conocen el paño de este negocio saben que en cualquier momento la cosa cambia. Al pasar el Puente Hierro hacia el Pº. del Urumea -km.27 más o menos- comprobé que ya no podría hacer el tiempo propuesto, a pesar de que en el 25 había pasado con 1h 37’ 30’’. No sé lo que me pasó por la cabeza, pero seguro que un intenso cabreo y un ataque de soberbia, porque sin pensármelo dos veces decidí retirarme. Juro por mi muñequera portallaves que la decisión fue instantánea, sin reflexión alguna. Soberbia pura. Podía haber continuado sin problemas y terminar en 2h. 50’ ó 55’ en el peor de los casos. No se me olvidará jamás encaminarme hacia mi casa en Carlos I cruzándome con los corredores que continuaban la prueba y buscando el camino más oculto porque la cosa ya no tenía remedio y huía como Judas después de la traición. La espada flamígera del ángel vengador me perseguiría el resto de mi vida. Era la primera y última vez que me he retirado en una carrera y bien que lo pagué. Una vez duchado en casa me sobraba tiempo para acercarme al estadio y seguir bebiendo las hieles de la derrota mientras veía entrar, exultantes, a todos mis colegas. En aquella grada me juré no volver a retirarme jamás (salvo caso de fuerza mayor). Los ecos de los días siguientes en la prensa siguieron hurgando en mi herida, que ya no cicatrizaría nunca. Cada vez que algún compañero me preguntaba qué me había pasado, era como si derramara vinagre en mi úlcera virtual, cuya quemazón duraba todo el tiempo que yo tardaba en explicar lo inexplicable. Solo obtuve un beneficio de mi abandono: aprender lo que se siente al morder el polvo y procurar no morderlo más. El tonillo melodramático -a propósito- de la narración, viene al pelo para comentar el título del capítulo y de la película, que también fue un drama sobre todo para los romanos. Esta película de 1.963 dirigida por Anthony Mann cuenta el desplome de un imperio que parecía eterno e inexpugnable para el enemigo exterior. Todo el montaje se diluyó como un azucarillo ante el ímpetu de los bárbaros (aunque en realidad duró varias decenas de años). Eso más o menos me pasó a mí, que entré en un periodo de caída libre, abandonado a mi suerte y lamiéndome las heridas. Lamentaba sobre todo el no haber tenido la serenidad suficiente como para calibrar la tontería de no terminar pudiendo hacerlo. No sé que me creería yo en aquella época, pero seguro que me tenía por más de lo que valía, deportivamente hablando. No era más que un aficionado que corría para disfrutar y por una tontería estaba pasándolas canutas. Un error, un inmenso error. Pero dejemos el psicoanálisis a los argentinos y volvamos al lío. Quedaba por correr la Behobia dos semanas más tarde, pero ya sin ilusión ni ganas. La participación ya ascendía a 6.000 de los que 5.200 se clasificaron. Ocupé el puesto 747 con un tiempo muy mediocre: 1h.23’05’’, y terminé el año arrastrándome como alma en pena y pensando seriamente en mi retirada definitiva de la participación en carreras. En diciembre corrí en Madrid un par de días por el parque Juan Carlos I próximo al recinto ferial de IFEMA casi pegando a Barajas. Quien tenga oportunidad, que lo visite porque es un sitio inmejorable para trotar. Y antes de Navidad pasamos una semana en Córdoba a donde llegamos en el AVE inaugurado tres años antes. También recomiendo el hotel Meliá ya que está en medio de dos amplias avenidas con un parque a su alrededor, ideal para correr. Por supuesto que también troté por los rincones más insospechados de la ciudad. Averroes ya casi me saludaba al pasar ligero cerca de su pedestal. Y aquí acaba la historia del año 93, tremenda, terrorífica y estremecedora que entenebreció el recinto a veinte leguas de Pinto y a treinta de Marmolejo, que diría mi añorado Jorge Llopis, líder indiscutible de la poesía humorística.

Capítulo 24. Buenos días, tristeza. 18-08-2010 Hoy viernes de Semana Grande he salido a comprobar lo mal que sigue mi pierna derecha por la dichosa lesión de abductor que me sobrevino hace 12 días. El problema podría solucionarse parando del todo una semana, pero se me hace muy duro quedarme en casa en pleno agosto. Mientras corría he tenido tres encuentros, cosa rara porque los viernes es día de descanso generalizado para el grupo. El primero en la Universidad con Mª. Jesús, multifacética y correosa como pocas, en bicicleta de montaña y ataviada para una travesía con compañeros del Club. Un poco más tarde en la rampa de Ondarreta con Agustín, el bergarés que nos visita todos los veranos y que parece incansable. Cuando después de correr a buen ritmo hora y media, por ejemplo, dice que seguirá un poco más y se va hasta Igeldo. Trotando un poco con él ha salido en la conversación María, una corredora que no pertenece al Club, alta y muy delgada que se la

puede ver haciendo series en cualquier sitio. Fue la vencedora de una edición de la Carrera de Primavera que organiza el Club y hace un par de años se la solía ver con un entrenador tunecino (yo creía que era argelino, pero Agustín me rectifica), y el buen estilo que la caracteriza. Y hablando de estilo hemos divisado de frente, desde el túnel del Antiguo hacia el Peine del Viento, a otra corredora que venía fuerte y con muy buenas maneras. Como el sol nos daba de frente no hemos reconocido a Nerea que adelantaba unos metros a Olga, ambas jóvenes y recientemente incorporadas al club que pretenden hacer por primera vez la Behobia y que han empezado a correr este año. A las dos les auguro un futuro prometedor. Este ha sido el tercer encuentro que me sirve para hablar un poco de los diferentes estilos de correr que se pueden ver por ahí y su eficacia. Como siempre, mi opinión es solamente mi opinión, sin contrastar con nadie y espontánea, como aquel que en el “spot” publicitario le regalaba flores a una desconocida y lo llamaba impulso. Pues eso, que los estilos son absolutamente personales y no quieren decir prácticamente nada en cuanto a si son mejores o peores. Creo que, fundamentalmente, se reduce a una cuestión estética en la forma de correr y caracterizan a cada corredor como su nombre o su cara. De hecho, la mayoría de los que solemos andar por ahí trotando, nos reconocemos a lo lejos simplemente por la forma de correr. Desde mi terraza suelo ver pasar a gente entrenando que identifico por “su estilo”, antes que la distancia me permita reconocer sus facciones, y no me suelo equivocar. La silueta, el escorzo y el gesto son como la huella digital de cada cual. Hay estilos no muy armoniosos que demuestran una eficacia tremenda y otros estilos redondos y que habitualmente levantan mucho las piernas hacia el trasero que son más aparentes que otra cosa. Es decir, que parece que son más rápidos de lo que son realmente. Con respecto a este asunto de dar casi con los talones en el culete, en cierta ocasión, mi viejo y veterano amigo Javier Imaz, comentó a una tercera persona -por quien me enteré del asunto- que yo nunca haría una buena maratón por la poca economía de mi paso que representa un consumo de energía inútil para carreras de larga distancia. Él, por contra, tiene una buena zancada y levanta muy poco los pies del suelo. Está curtido en mil batallas (no hace mucho seguía participando en Campeonatos de España de Veteranos en 800 mts.) y su opinión tiene su peso, pero me parece que en este tema de los estilos no estaba acertado. De hecho, mi marca en la maratón es mejor que la suya y otros maratonianos (¡Dios me libre de las comparaciones!) como Gebrselassie baten una y otra vez su plusmarca mientras se van sacudiendo talonazos en el culo y levantan bastante sus rodillas. Paula Radcliffe, corredora de casta y pundonor, ganadora de la maratón de Nueva York y con medallas olímpicas y mundiales, corre como si se le fuera a salir la cabeza y el cuello del cuerpo y una zancada más bien corta. Parece siempre al borde de la extenuación pero ya, ya... Otros como Bekele, etíope ganador de casi todo tiene el estilo perfecto en la estética y en la eficacia. Corre como sin esfuerzo, armónico y redondo. Sus brazos y piernas equilibran el conjunto de forma que parece que más que correr se desliza. Sus cambios de ritmo apenas modifican su figura y traspasa la meta igual que empezó. Ya he comentado el estilo de algunas otras figuras como Carl Lewis que en los 100 y 200 m parecía un guepardo tras una gacela de Grant. O el maratoniano luso Carlos Lópes cuadrado y sólido. Y hablando de cuadrado y sólido, recuerdo un cross de Lasarte, hace años, que en la larguísima recta de llegada, por el centro y con barro hasta las orejas, avanzaba como un blindado alemán de la 2ª guerra mundial, eliminando rivales a diestro y siniestro y entrando ganador en la meta un tal Constantino Esparcia. Era de una generación de atletas duros e infatigables como Antonio Prieto, de corta estatura y piernas graníticas a quien también conocí en Lasarte y con el que mi hijo tiene una fotografía. Otra foto tiene también con Rosa Mota, diminuta corredora portuguesa de peso pluma que animaba el cotarro la víspera de la Maratón de Nueva York en el edificio de la organización. Parece mentira que organismos aparentemente tan frágiles puedan derrochar tal cantidad de energía en carreras de larga distancia. Y que decir del estilo estéticamente impecable de los medio fondistas británicos Sebastián Coe y Steve Crawn, que en el 1.500 fueron imbatibles durante varios años. Así que no creo que un estilo bonito sea más eficaz que uno que no lo es. Lo que sí creo es que intentar cambiar el modo de correr natural de cada uno forzando otra postura u otra forma de echar los pies es un error. Quizás algún pequeño detalle pero nada más. Antes de que se me olvide y a propósito de Paula Radcliffe, de un año a otro cambió absolutamente de aspecto, perdiendo bastantes kilos y quedándose como la radiografía de un silbido, cambio que también se aprecia en otros atletas. Supongo que tiene que ver con un cambio de entrenador y por ende, de dieta. No sé hasta que punto estos cambios bruscos de anatomía mejoran su rendimiento físico, pero doctores tiene la santa madre iglesia. ¿Y cómo evoluciona el estilo en uno mismo con el paso de los años? Hablo por experiencia propia. Durante muchos años mi estilo natural me permitía correr casi de puntillas e inclinado hacia delante. Prácticamente no tocaba el suelo con los talones y la cabeza iba muy por delante del cuerpo. Poco a poco la inclinación de la columna que me permitía correr así ha ido enderezándose (fosilizándose, más bien) con lo que la cabeza también está más recta y la pisada utiliza más “suela”. Ahora corro recto y pisando con toda la planta, a talonazo limpio, con lo que la energía que me proyectaba hacia adelante ahora solamente me permite botar y aprovechar algo la inercia para avanzar.

No sé si lo estoy explicando bien pero el proceso me recuerda la secuencia que ha experimentado el hombre desde la prehistoria para convertirse en el homo sapiens-sapiens. Desde el australopitecus al homo erectus, homo hábilis, neanderthal, homo sapiens, etc. Seguro que no es ese el orden, pero sabéis a lo que me refiero. Pasa lo mismo que en una maratón. En la salida la figura y el braceo son los correctos. A medida que los kilómetros van acumulando fatiga, el cuerpo se va quedando como un reloj de Dalí, la zancada se acorta y el braceo se convierte en algo así como una metáfora de las ganas que tenemos de llegar al final. Entramos en la meta como sentados en un sillón, con el culo hacia atrás y las manos apoyadas en el reposabrazos. Ya sé que exagero y alguien podrá decir que eso me pasa a mí, no a él. El problema es que con el tiempo también le pasará a él. Todo esto lo cuenta muy bien mi “fisio” de Donosti, Ramón Vega que en estos temas es un pozo de sabiduría y experiencia. Y con esta introducción peculiar llego al año 1.994 con una sensación extraña. Una especie de apatía muy cercana a la “tristeza del corredor” que decía Murakami. En plan pasota y con la decisión tomada de no correr más maratones. Me había venido abajo de una forma estúpida y la espada vengadora de la diosa Némesis seguía dándome mandobles de vez en cuando. Por eso me dejaba llevar por la rutina sin plantearme nada más que seguir corriendo porque sí, sin el valor añadido de la motivación. Por eso he titulado el capítulo con el de esta película de Otto Preminger filmada en 1.957 y basada en una novela de Francoise Sagan. Se desarrolla en la Riviera en un ambiente que va desde la displicencia y la buena vida a la languidez y hastío con que vive la gente adinerada. Protagonizada por David Niven, Jean Seberg y Deborah Kerr, a quien por cierto pude conocer “en vivo” en un Festival de Cine, en el Astoria donde salió a presentar la película a concurso por ella interpretada. Lo que sí recuerdo muy bien es que quedé saturado de correr por los puentes y los aborrecí durante bastante tiempo. Conocía cada metro, cada bache y cada inclinación, así como los tiempos de paso. Tuve que “desengrasar” por otros itinerarios menos conocidos para afrontar el 16 de enero la San Hilario que se desarrolló en Miramón con mucho frío y lluvia sobre una distancia de 7,75 km. Hice un tiempo de 28’ y como siempre el pintxo de chorizo y el caldo fue el mejor pretexto para pasarlo bien con los colegas. Antes, el día de Año Nuevo salí a correr como viene siendo mi costumbre ininterrumpida durante muchos años, pero llevaba desde el 23 de diciembre sin entrenar. Ocho días en seco sin motivo aparente dicen bastante de mi estado de ánimo. En febrero seguía la misma tónica. Entre un fuerte catarro y los carnavales pasé doce días sin correr. El virus de la desidia se me estaba apoderando. Se aprovechaba de que la guardia estaba baja. A finales de mes corrí en Getxo-Neguri por el espigón del puerto y aledaños. El día 6 de marzo tengo registrada una anotación que por lo insólita la reproduzco: “Carmelo-Peine-Carmelo. 70’. Con Barace. Fuerte y bien, Juanjo (Mariezkurrena) detrás”. Algo le pasaría a “Tintín” para no llegar primero. A mediados de mes empecé a encontrarme más animado. La “culpa” podía ser de una nueva carrera de medio maratón que iba a disputarse en Azkoitia. Se trataba de la Azkoitia-Azpeitia que desde la primera edición ha tenido siempre muy buena acogida. Incrementé algo los entrenamientos y en el fin de semana del 19 y 20 de Marzo ya hice 37 km. El día 27 se celebró la carrera que me pareció bastante dura por las revueltas iniciales por Azkoitia y las cuestas de la carretera que había que afrontar varias veces. Desconozco si ahora el itinerario es distinto. El caso es que la terminé con un tiempo de 1 h. 23’ 59’’. Participamos 700 y quedé bastante satisfecho del resultado. No todo iban a ser tristezas. De vez en cuando una alegría servía para recuperar la fe en el ser humano y sus circunstancias. ¿Sería posible salir del “atontamiento” en que me encontraba? Seguro que sí. El tiempo todo lo cura. Pero los estragos de la última maratón eran evidentes: en el primer trimestre corrí solamente 43 días un total de 574 km. La cifra más baja de los últimos cinco años. Lo que sí hice a finales de marzo y primeros de abril es pasar la Semana Santa como tantos otros años en Poyales (Ávila), corriendo por el embalse de La Rosarito. Muy cerca de Candeleda se encuentra el Santuario de Nª. Srª. de Chilla, virgen que tiene muchos devotos por aquellas tierras. Yo ya lo había visitado en coche y había que subir unas cuestas tremendas, de esas que en algunas curvas de 180º la variación del eje es de un metro de altura. De vez en cuando veía un cartel anunciando una carrera para el Domingo de Resurrección desde Candeleda hasta el santuario y pensaba que “esos romanos estaban locos”, como decía Obelix. Así que el día antes de la carrera se me ocurrió precisamente subir hasta allí. Salí con mi hermano José Luis, quién en las primeras rampas se dio la vuelta. Yo seguí, más por cabezonería que por otra cosa, pero con unas dificultades tremendas porque la subida cada vez era más pronunciada. Llegué extenuado y casi escalando. En 10 km tardé nada menos que 64’ y gracias por haberlo conseguido. No quise ni imaginarme lo que tenía que ser la carrera. Que la Virgen de Chilla les acompañe, porque lo que es yo... En el viaje de vuelta troté en Miranda de Ebro por la carretera de Orón, escenario ampliado de mis andanzas infantiles, con esa sensación de ver lo pequeños que son los sitios que recuerdas de tu infancia. Y el resto del mes de abril, corrí casi todas las veces en el miniestadio de Anoeta, pero sin series ni nada parecido. Trote puro y duro por la alfombra verde. Mayo se presentó con mejor cara. En tres ocasiones corrí 21 km y el día 23 tengo la siguiente anotación: “Anoeta-Arzac. Bien. Cansado al final y después de 8 días sin correr 13 km, 53’. Hay que ver lo bien que sienta a veces un descanso. Pero la mejoría era un espejismo, como demuestra esta otra nota de mi cuaderno de bitácora del día 13 de junio después de mi acostumbrado “stage” en el Moncayo: “2 vueltas puentes. Después de 15 días sin correr. Crisis, crisis, crisis”. Así, por triplicado. En el

total del mes 104 km en 9 entrenamientos. Desastre total. Nada que reseñar de julio y agosto salvo mis vacaciones en Almería, donde me dediqué a viajar por la provincia, Cabo de Gata, Mojacar, etc. De todas formas, en agosto ya entrené 21 días con un total de 268 km. El día 23 de este mes anoto lo siguiente: “Anoeta-Aquarium. Bronquitis. Bisolvón. Agotado”. En septiembre corrí en 15 días 227 km y curiosa anotación la del día 18: “21 km. Suave y bien. Los últimos 5 km con Barace en 21’ “. La primera quincena de octubre sirvió para un corto viaje a París de donde me fui sin salir a correr, cosa de la que siempre me he arrepentido. Supongo que con las palizas a andar en plan turístico que nos dábamos ya sería suficiente. Y a mediados de mes empecé a hacer series de cara a la Behobia que se celebraría el 13 de noviembre. Pero nada que ver con lo años anteriores. Salía un día de cada dos y los tiempos registrados no tenían nada que ver con otros de años anteriores. Así que esto se reflejó en la carrera. Terminé con un tiempo de 1h. 20’ 25’’, que no está mal, pero tampoco lo bien que los últimos años. Ya la participación había ascendido a 7.800, siendo 7.145 los clasificados. Ocupé el puesto 480. Mi tiempo de paso por el km. 10 fue de 41’ 04’’. Y terminé el año como lo había empezado, sin pena ni gloria y con esa sensación de que lo mejor de mi carrera deportiva ya había pasado, y que tendría que encarar el futuro con otra disposición, por supuesto, menos competitiva. Fue el “año tonto” por excelencia. Se puede apreciar que no he mencionado ni de pasada la maratón que se celebró en octubre. Yo con “esa señora” ya no me hablaba, así que el mejor desprecio es no hacer aprecio. Lo que en realidad me pasaba era como a la zorra con las uvas que veía en el fondo del pozo: decía que no las quería porque estaban verdes... Pero esa es una apreciación mía desde mi punto de vista actual. Entonces es posible que no las quisiera de verdad.

Capítulo 25. Casablanca. 23-08-2010 Voy a comenzar este capítulo con dos referencias al inmediato anterior y luego entraré de lleno en el meollo de 1.995, año que marca un punto y aparte de muchas cosas, que trataré de explicar un poco más adelante. Hoy hemos ido a comer con unos amigos y mientras esperábamos en la parada del Hotel Codina el autobús para ir a la Parte Vieja, he visto pasar corriendo a Txomin Arizmendi, mi viejo amigo y maestro. Tiene algunos años más que yo y le vengo oyendo decir desde hace tiempo que se va a jubilar del todo. Pero creo que todavía sigue en activo porque la hora de correr (la una y media del mediodía) con una temperatura de 25º no es la que escogería un jubilado. Le he comentado a mi mujer el estilo impecable que aún conserva e internamente he pensado que ya me gustaría a mí a su edad seguir corriendo con ese estilo. Bueno, me olvido ya de los “estilos” y paso a aclarar el porqué del titulillo. No tiene nada que ver con esa leyenda urbana que remedando una frase de la “peli” dice eso de “tócala otra vez Sam”, como rápidamente habrá pensado alguno con sentido del humor y de reflejos rápidos, tipo Koteli, por ejemplo. Nada de eso. El título tiene que ver con (¡jopé, que difícil me va a resultar explicarlo!) mi viaje a París del pasado octubre. Yo ya conocía la ciudad de una visita relámpago anterior, pero mi mujer no. Así que disfrutamos de lo lindo “apatrullando la ciudad” que diría Torrente, y fisgando rincones poco transitados por la multitud turística omnipresente (la solitaria Plaza de los Vosgos, por ejemplo, próxima a la Ópera nueva). Lo pasamos muy bien y nos prometimos volver. El caso es que en mi situación de apatía deportiva, una vez que voluntariamente ha tirado uno todo por la borda, “siempre nos quedará París”, que diría Humphrey Bogart, cuando también él renuncia a todo. El todo era nada menos que Ingrid Bergman. Bueno ya está dicho. Es una relación traída por los pelos, en sentido subliminal y muy alambicada, pero yo ya me entiendo y cualquiera que pueda leer este rollete, que seguro que será una persona inteligente, también. En este año, 1.995, se produjeron dos hechos importantes en el devenir deportivo de este humilde corredor y aprendiz de escritor. Y ambos en el mes de enero. El día 12 de ese mes nos trasladamos a vivir al Antiguo, dejando nuestra casa de Carlos I en Amara Berri donde habíamos permanecido durante 20 años nada menos. Esto en principio no tenía por qué afectar a mi afición a correr, pero ¡vaya que sí afectó! La primera consecuencia fue que me alejaba mucho del miniestadio de Anoeta escenario de casi la totalidad de las series que yo hacía en las épocas de entrenamientos intensos. Así que desde entonces las series que yo he hecho han sido prácticamente marginales. Y más que series lo que hice a partir de entonces fueron aceleraciones o cambios de ritmo en carrera, pero series, series, cronometradas y con su correspondiente recuperación, muy pocas. Bastante tiene uno que esforzarse en las mismas, como para hacerlas de cualquier manera y en cualquier otro sitio público. Si ya corriendo normal mucha gente piensa que se te ha ido la pinza, si te ven haciendo series avisan directamente a los loqueros (o a los bomberos por el sofoco). Así, que ¡hala, castigado sin series!, por malo. Lo que ocurre es que hacer series es un buen remedio para evitar o por lo menos retrasar el acortamiento biológico de la zancada. No solamente mantienes o incrementas la velocidad de carrera, sino que evitas acostumbrarte al paso cómodo y pachanguero. En fin, que una consecuencia directa del cambio de domicilio iba a ser dejar de ser

rápido. Es lo que tiene el efecto mariposa. Y otra consecuencia directa fue el cambio de itinerarios. Dejé los puentes, Anoeta, los Hospitales y San Juan de Dios, y empecé a correr por la Concha, Miramar, Universidades, Berio y Aiete. ¡Ah!, y la Chapa, que descubrí por aquella época, aunque este cambio tiene mucha menos importancia. Y también en enero se produjo un hecho trascendental para el Club Donostiarrak: nada menos que una cena colectiva en una sidrería de la Plaza de los Marinos, junto a Isabel II. Dicha cena había sido organizada boca a boca porque en la sobremesa se trataría de elegir un modelo de equipación para los corredores del Club. No sé de quién partió la idea pero lo cierto es que tuvo mucha aceptación porque nos juntamos más de treinta. Las libaciones durante la cena fueron abundantes y recuerdo con nitidez las explicaciones de Imanol, el Profe Chiflado, para hacernos partícipes de la emoción que siente el cazador justo antes de disparar a la pieza. Algo parecido al éxtasis de Santa Teresa cuando levitaba. En fin que la cena fue un éxito y lo pasamos divinamente. En la sobremesa, Macu, única mujer del grupo, ofició de modelo de pasarela (usamos para ello la mesa) con los diferentes equipos que alguien se había encargado de pedir, creo que a Deportes Zubeldia. Para los peor pensados diré que el “pase” fue muy recatado y aplaudido, eligiendo al final el que sería el primer uniforme oficial del Club Donostiarrak (que yo sepa), y que aún conservo para cuando tengamos un local propio y en algún rincón del mismo instalemos un embrión de museo (esto me lo habréis oído decir bromeando en alguna ocasión, pero ahí queda la idea). No solamente conservo ese atuendo blanco y azul con algo amarillo en los costados, sino todos los demás modelos que se han ido eligiendo, con la excepción de la camiseta a rayas verticales blancas y azul marino que le regalé a Osmar el brasileño al finalizar la “corrida”, como él decía. No me resisto a publicar la lista de los 32 componentes del Club, todavía sin estatutos y que funcionaba por adhesión, que solicitamos el nuevo equipo. Puede que esta sencilla decisión fuera la argamasa que sentó las bases de lo que algún año más tarde dio lugar a la fundación institucional del Club, con sus correspondientes Estatutos y Junta Directiva. La relación de los solicitantes del equipo es esta (están indicadas las tallas pero las omito para evitar algún disgusto a alguien): Gabi Lasaga, Imanol Glez. de Audicana, Joxemari Insausti, Félix de Miguel, Fernando Antúnez, José Ramón Arriarán, Ramón García Labayen, Ramón Mújica, José Ramón Hospital, Mikel Arzac, José Ángel Urbistazu, Javier Castelruiz, José Luis Zubiaurre, Javier Irazusta, Juanjo Bueno, José Manuel Vicente, Juan Carlos Arregui, José Luis Ostolaza, Miguel Domínguez, Fernando Calvo, Ignacio Mendizabal, Rafa Errasti, Iñaki Alcorta, Gorka Fernández, Iñaki Eizaguirre, Nano López, Carlos Benito, Antxon Etxeberria, Juanjo Mariezkurrena, Joxemari Iturrioz, Patxi Zubiri y Gabi Beldarrain. El orden es el mismo que el que figura en la relación y supongo que alguno más que no figura en la lista también lo pidieron, como pueden ser Macu y Joserra, por ejemplo. De los 32 citados y con un par de dudas, creo que 8 han dejado de correr, pero es que han pasado 15 años nada menos. El estreno oficial de la equipación se produjo en la Azkoitia-Azpeitia que se celebró el 26 de Marzo de ese año. Uno, que es muy previsor, se ocupó de inmortalizar el momento del estreno llevando a la prueba una cámara fotográfica. En una de las escasísimas fotos que conservo aparecemos Gorka, Juan Carlos Arregui, Juanjo Mariezkurrena y yo antes de la salida. Algunos más que fueron llamados a gritos para “posar” fueron traicionados por los nervios previos a la prueba y salieron trotando hacia Azkoitia ajenos a la trascendencia de la instantánea. Así que ya éramos un Club serio. Con mucho “cachondeo” pero serio, porque a partir de entonces los “modelitos” se sucedieron con bastante rapidez. Recuerdo que el siguiente fue de color azul marino con detalles en los costados con los colores de la ikurriña. Más tarde el citado de rayas verticales azul marino y blancas que parecía de plástico y después todos han sido ya muy parecidos al actual con las conocidas rayas horizontales blancas y azul Donosti, aunque variando la anchura de éstas. Algunos heterodoxos, como José Manuel Pinceles, imprimían el Donostiarrak en otros modelos ajenos a la “oficialidad”, sorprendiendo al respetable con conjuntos favorecedores que dejaban al resto de la plantilla a otro nivel de elegancia. Y hablando de equipaciones, hay que ver como han evolucionado los tejidos de las prendas deportivas y concretamente las de los corredores. Durante muchos años el dogma oficial era que como las prendas de algodón ninguna. Y así era porque de lo que existía era lo mejor. Pero empezaron a aparecer los tejidos de fibra y en poquísimos años se hacía muy difícil ver a alguien con las viejas camisetas de algodón. Algún espontáneo, o esporádico, o nostálgico, pero pocos pocos. Y dentro de las fibras las porosas y que permiten la circulación del aire, las antiadherentes, las... caras. Porque algunas de no ser por el “marketing” no podrían justificar su precio. Y esto del “marketing” me hace recordar la salida al mercado de otros “productos milagro” cuya novedad se extiende como el aceite y que en poco tiempo han pasado de moda, poniendo en duda la utilidad del mismo. Me refiero, por ejemplo, a la pinza en la nariz para facilitar la respiración. Recuerdo un Campeonato de España de Cross en la “tele” en el que casi la totalidad de los participantes iban “pinzados”. Ahora prácticamente nadie la lleva. Se nos ha ido la pinza. Otro ejemplo es el de las medias relajantes hasta la rodilla, por cierto carísimas, que tras una aparición con éxito regular han desaparecido del panorama. O las tiras de colores para las diferentes lesiones, a las que no he sido ajeno en una ocasión muy señalada. En fin que creo que en algo tan simple como el correr, casi todo está inventado salvo lo que tenga que ver con el calzado cuya evolución y mejora ha sido evidente. Aunque también aquí hemos “picado” algunos con aquella famosa burbuja de aire en la

amortiguación que más que elevarnos la zancada elevaba el precio de la zapatilla. Como el resto de burbujas, la tecnológica, la inmobiliaria, etc., ésta también ha pinchado. Y por desconocimiento no me quiero meter mucho con los cronómetros, pulsómetros, GPS’s y otros artilugios tecnológicos de dudosa utilidad salvo que uno sea un curioso de estos temas. Hay quien ha pasado varios meses intentando entender el funcionamiento de algún supercronómetro (y no miro a nadie) que al final te dice que has hecho el kilómetro a 5’ 15’’. Como los demás. Pero bueno, todo esto da “vidilla” al grupo de corredores. De algo hay que hablar, que no todo va a ser correr. Por lo que a mí respecta, soy reacio a “cargar” con cualquier cosa que no sea lo imprescindible: zapatillas, camiseta, pantalón y cronómetro-pulsómetro de los más sencillos del mercado. Si llueve o hace viento, gorra con visera, que será el producto más útil y mejor diseñado para la función a la que se destina. Y para de contar. En Almería donde no hay fuentes en los largos recorridos he intentado llevar algún cinturón portabotellas pero no he podido acostumbrarme. Tampoco a gafas de sol, cintas en la frente, radios, MP3 o cualquier otra cosa que suponga un engorro. O una distracción como, por ejemplo, los cascos de música para evadirte. Personalmente lo que yo no quiero es evadirme de lo que estoy haciendo: correr. Me gusta fijarme en la gente y lo que pasa en la calle y oír la respiración de alguien que quiere pasarme y, en definitiva, sentir que estoy corriendo. Y no quiero dejar el tema sin comentar algo sobre los calcetines. Durante años he perseguido los calcetines sin costuras, al principio gruesos, luego más ligeros y finalmente muy finos y a la altura del tobillo. He encontrado en un mercadillo de Almería los que mejor me van a un precio irrisorio, y duran y duran... Esta es la prenda que más llama la atención cuando se ven fotografías antiguas y digo antiguas de hace sólo 10 ó 12 años. Altísimos calcetines cubriendo media pantorrilla y rematados por una o varias rayas horizontales de colores en contraste con los minicalcetines actuales que apenas asoman de la zapatilla. Desde un punto de vista estético, mucho mejor ahora que antes. Igual que cuando nos vemos con pantalones campana y camisas ajustadísimas de los años 70 (¡Jesús, qué tiempos!). Y para rematar este extenso comentario sobre la indumentaria y accesorios, diré que siempre que salgo a correr en compañía o en grupo pienso que, además de un hecho deportivo, es un acto social y como en todos los actos sociales procuro ir “en condiciones”, es decir, presentable y con el aspecto mínimo exigible a cualquier otro acto homologable. Amén. Como suele decir “Blasa”, personaje de José Mota el humorista: ¡ay Señor, llévame pronto! Pues eso, que me he enrollado demasiado y aún tengo que contar todo el año 1.995 y “esto se me va de las manos”, en otro guiño al Mota citado y recordando a los “Almandoz Brothers” en Praga. Al grano. El 12 de Enero empezamos a vivir en el Antiguo, cerca de la playa de Ondarreta y cumpliendo un sueño que desde que llegué a Donosti había tenido. Justo en la explanada en la que yo aparcaba el coche cuando vivíamos en Amara y los sábados y domingos veníamos a la playa. Como el que más y el que menos ha tenido que trasladarse de casa, ya sabe lo que eso supone. Ingentes cantidades de ropa, libros y cachivaches varios acumulados durante veinte años y que puestos en hilera darían la vuelta a Euskadi. Además de todo el “bricolage” necesario para acondicionar el nuevo hogar, que diría el cursi. En fin, un latazo solo compensado con la ilusión del estreno de la casa y del nuevo entorno que tendría que ir midiendo para calcular los kilómetros de los entrenamientos, aunque más o menos ya estaba todo “agrimensurado”. En estas fechas empecé a coincidir con Gorka, cuñado de Juanjo Mariezkurrena, que vivía muy cerca. Y con Ramón Múgica, también con su casa justo al lado. Nada reseñable hasta el 26 de marzo que corrí la 2ª edición de la Azkoitia-Azpeitia. Tengo que decir que esta carrera me pillaba siempre algo descolocado en cuanto a entrenamientos. Mi fuerte era a partir de julio así que en el primer trimestre solamente cumplía. De todos modos la carrera salió a pedir de boca. Hice el 144 de un total de 1.000 participantes y el tiempo ligeramente inferior al del año pasado: 1h. 23’ 26’’. Por debajo de 4 minutos el kilómetro que no está nada mal. En aquellos tiempos creo que todavía llegaba por delante de, por ejemplo, el Tximbo o Cocoliso. Pero eso duraría poco. Totalicé en el trimestre 53 entrenamientos con 623 kilómetros, pero ni una sola serie. Parece que la “neura” de 1.994 se me estaba pasando y corría con algo más de alegría. Creo que empecé a darle la vuelta a mi “huida” de la maratón y pensando, pensando decidí que mi última participación en los 42 km no podía ser una retirada. Me lo debía a mí mismo. Así que fue tomando forma la idea de correr “la última” pero honrosamente y como Dios manda. Lo digo porque los kilometrajes empezaron a ser normales, o mejor dicho, como los de antes. El 2º trimestre sirvió como siempre para correr dos días en Candeleda (cada vez que me acuerdo del santuario de la Virgen de Chilla, chillo o grito), y otros dos en el Moncayo, como siempre. Para los amantes de las efemérides, anotaré que el 9 de mayo se inauguró la playa y el paseo de la Zurriola, y allí estuve yo, corriendo hasta Sagués. Total en el 2º trimestre: 49 días por 646 km, siguiendo la misma tónica del primero. En julio tuve una experiencia desagradable. Al día siguiente de llegar de vacaciones a Almería sufrí un lumbago fortísimo que me duró nada menos que 15 días. Prácticamente todas las vacaciones, y sin coger la baja. Corrí el primer día y me dio el achuchón, entre otras cosas por el viaje del día anterior. Más de 11 horas al volante acaban con cualquiera (ahora pasan ligeramente de 9). Con cualquiera de cierta edad, porque antes no me había pasado nunca. El caso es que estuve de un humor de perros, con relajantes y

antiinflamatorios, pero casi sin poder ponerme los calcetines y mucho menos correr. ¡Con lo bien que yo hacía los deberes en Almería! Lo que sí podía es andar, así que en una ocasión hice la travesía a pie desde el pueblo de Cabo de Gata hasta la playa de Monsul, cerca de San José, escenario de infinidad de películas y “spots” publicitarios, y de una belleza natural impresionante. Se lo recomiendo a todos. Quién me iba a decir que 9 años más tarde esos parajes del Parque Natural me iban a servir de entrenamiento para afrontar los 100 km andando de Madrid. Sólo corrí en julio 11 día porque el 30 me sacudió otro latigazo el lumbago. Pero esta vez se limitó a un día. En agosto, ya repuesto, decido definitivamente correr la maratón y con ese objetivo empiezo a incrementar los entrenamientos, incluyendo series. Hice 25 km en tres ocasiones y entrené 25 días un total de 384 km. Y septiembre más de los mismo: en 24 días 422 km más 30 en series (iba corriendo hasta el estadio de Anoeta para recordar viejos tiempos). Y el 15 de octubre muy tranquilo y con la serenidad que da el trabajo realizado y mi despedida maratoniana, llegó el día de la prueba. Corrí bastante bien hasta el km 30 en el que un dolor en la pierna derecha me empezó a molestar bastante, y mucho al final. Terminé en 2h. 57’ 46’’ con la satisfacción de volver a bajar sin apuros de las 3 horas, pero los parciales dan una idea de lo que sufrí al final, como siempre. La media por kilómetro hasta el 30 fue de 4’ 04’’. Del 30 al 35 subí a 4’ 18’’ y del 35 al 42 nada menos que a 4’ 47’’, lo que quiere decir que llegué bastante tocado. Pero como era la última... De 900 inscritos nos clasificamos 761 y llegué en el puesto 203. Una semana más tarde corrí en Miranda de camino a la segunda parte de las vacaciones que íbamos a pasar en Alfaz del Pí, en la residencia del Banco. Muy cerca, como es sabido, está Calpe con su famoso Peñón de Ifach, así que un día sin pensármelo dos veces subí hasta la cima en medio de gran cantidad de gaviotas inmóviles y ajenas a la presencia humana. Acordándome de la película “Los Pájaros”, saqué unas cuantas fotos y bajé pitando, por si acaso. Pero fue una experiencia muy recomendable porque las vistas desde arriba son espectaculares. Me entrené muy fuerte por la subida al faro que ya he mencionado en alguna otra ocasión y la verdad es que me encontraba muy bien. Corrí allí 12 días e hice series muy temprano por el paseo de las estrellas (de cine, como en Hollywood) de la playa de Altea con el inconveniente de que al ser de mármol, resbala mucho con la lluvia. Pero no tenía otra solución más a mano. El día 12 de noviembre corrí mi mejor Behobia y no bajé de 1h. 18’ (hice 5 segundos más) porque uno es un caballero y en el puente del Kursaal, viendo que venía una chica flanqueada por los escuderos que siempre rodean a una chica, me aparté galantemente y me puse a su zaga en lugar de esprintar como era mi obligación. Pero uno es como es. Cuestión de carácter que diría el alacrán. Así que batí mi récord y fue mi tercera Behobia con tiempo de 1h. 18’. Quedé el 399 de 8.237 clasificados (inscritos 9.011). Corrí a una media por kilómetro de 3’ 54’’, pero del 15 al 20 fui a 3’ 48’’. ¡Ah!, y subiendo Gaintxurizketa le pasé a Juanjo Mariezkurrena. ¡Qué gozada! El año se había arreglado bastante bien y el enfurruñamiento del 94 era ya agua pasada, afortunadamente. Cerré el año con 216 días de entrenamiento que a una media de 14 km día dan la friolera de 3.020 km. Y aquí termino el año en que lucimos por primera vez en la camiseta ese nombre, ahora ya mítico, de Donostiarrak.

Capítulo 26. De aquí a la eternidad. 25-08-2010 Este será el último capítulo. Contaré el año 1.996 y me despediré con algunas consideraciones de orden filosófico y otras más pedestres. Llevo escribiendo desde hace tres meses y casi se ha convertido en una costumbre. El caso es que me ha gustado la experiencia, sobre todo porque me ha permitido revivir muchas cosas relacionadas con personas a las que aprecio y porque me he puesto al día en algunos episodios de mi vida que la memoria olvidadiza iba convirtiendo en borrosos. Y alguna sorpresa como la que surgió ayer cuando recopilando datos, fotos y fechas de este último capítulo, encuentro (mejor dicho, no encuentro) que tres semanas, de finales de febrero y hasta mediados de marzo, se han volatilizado, o permanecen ocultas en algún lugar ignoto que no logro encontrar. El 17 de marzo tengo anotado: “Infierno-Ondarreta. Suave. 3 semanas sin correr. 6 km 30’ “. He revisado álbumes de fotografías, he recordado mi situación profesional de esos días, he consultado con Merche y soy incapaz de “situar” porqué estuve tres semanas sin correr. No me doy por vencido y seguiré investigando. ¡Pues bueno soy yo para estas cosas! Archivaré este caso junto con la teoría de los agujeros negros o la conjetura de Poincaré para aclararlos cuando me haga mayor, no pueda salir a correr y tenga tiempo de sobra para dedicarlo a las pesquisas necesarias El caso es que en febrero sólo corrí 4 días, cosa insólita, como el total del 1er. trimestre: 33 días por 361 km, incluyendo dos días de marzo que corrí pisando nieve en el Moncayo. Cifras paupérrimas para lo que venía siendo habitual. Hasta mayo no empiezo a correr en serio porque la Azkoitia-Azpeitia se celebraba este año el 30 de junio. Lo sorprendente es que el día anterior a la prueba corrí 16 km con Txomin Arizmendi. De cualquier manera, la carrera salió bien. Otra vez por debajo de 4 minutos el kilómetro: 1h. 23’ 53’’. El puesto 132 de 700 inscritos y 581 clasificados. En julio fuimos unos días de vacaciones a Almería y estuve desconocido. En plan “pasota” total. De hecho el peor julio de la última

década en cuanto a entrenamientos: 12 días por 158 km Y en agosto me entoné un poco. Las cifras del tercer trimestre no engañan: 52 días por 734 km, en los que incluyo tres días que corrí muy fuerte en Sanxenjo y otro día en Las Arenas, con mi hermano Chuchi, que reside allí. El 10 de noviembre una nueva edición de la Behobia, cuya participación ya había alcanzado los 10.200. Volví a mi registro de 1h. 18’ 50’’, y entré el 485, con lo que prácticamente puse fin a mi participación en carreras. Tuve que esperar dos años para volver a correr una de 15 km en serio. Terminé el año con 199 días de entrenamiento y 2.639 km en total. De esta forma tan sencilla pongo fin a datos concretos de carreras, tiempos, clasificaciones, etc. Ya sé que en esto me he puesto un poco pesado pero lo he tenido que incluir para que esta narración me sirva también de resumen de datos que tenía reflejados en un montón de papeles guardados. Además este escrito es para uso personal e intransferible por lo que no me debería preocupar mucho si he sido reiterativo y pesado en “mis datos”. Pero no hay que descuidar la posibilidad de que por uno de esos azares de la vida, caiga en manos de algún cazatalentos y se convierta en un “best seller”, así que, por si acaso, pido disculpas por hablar tanto de mis “cifras”. Ya dijo Marcel Proust: “A la mala costumbre de hablar de sí mismo y de los propios defectos, hay que añadir como formando bloque con ella, ese otro hábito de denunciar en los caracteres de los demás defectos análogos a los nuestros”. Pero ¡qué le vamos a hacer si es un relato autobiográfico! De todas formas, al atreverme a escribir estas líneas, tuve en cuenta lo que el maestro Miguel Delibes decía sobre lo imprescindible para escribir una novela: “un hombre, un paisaje, una pasión”. No se trata de una novela, pero los tres condimentos básicos están representados, siendo obvio que las carreras de fondo son el paisaje y la pasión mi afición a correr. Y ¿qué sucederá en el futuro? Tengo claro que intentaré seguir corriendo aunque el declive sea cada vez más evidente. Woody Allen, en una de las últimas revistas semanales del Diario Vasco, decía más o menos que: “La vejez no trae nada bueno. Aconsejo a todo el mundo que evite envejecer. No es nada recomendable”. ¡Qué tío! El caso es que cada vez acuso más las lesiones que ya se han convertido en compañeras inseparables. En esta situación voy desarrollando un instinto observador minucioso de cualquier anomalía o dolorcillo. El cuerpo humano es un delicado mecanismo y encontrar su puesta a punto perfecta una tarea sin fin. Y tengo la sensación de que si sufro (¡Dios no lo quiera!) una lesión importante que me aparte de los ruedos una buena temporada, no tenga fuerzas para volver empezando de cero. Aunque también estoy seguro de que lo volvería a intentar. Acabaré como esos viejos paquidermos (¡menos risitas por la comparación. No tiene nada que ver con el tamaño!) que se separan de la manada para buscar su reposo definitivo en el cementerio de elefantes más próximo. Al hecho de no poder correr hay que añadir otros daños colaterales, como la pérdida de contacto con mucha gente que estimo. He observado que cada vez que alguien deja de correr, se aparta paulatinamente del grupo. El nexo de unión necesario ha dejado de existir y por tanto el hilo conductor de infinidad de temas de conversación. Ahora pienso que se me haría duro prescindir de los desayunos del Eceiza (y de las pastas y galletas de Rafa). Echaría en falta el reproche de Aitor cuando llego tarde y le pido un cortado. Las bromas de Koteli o de Juantxo, las conversaciones ilustradas con Macu, Joserra, Juanjo, etc., y al resto de contertulios habituales, Fisher, Luismi, Belén, Joseba, Marian, Bego, Mariaje, Amaia, Idoia, Eva, José Luises (Rotring y el Pelucas), Pedro Miguel, Félix, Mikel, Marcos, Jesús, Iñaki, Roberto y todos los demás que de vez en cuando aparecen y que lamento no incluir. Intentaría seguir andando y jugando al golf, y, cada vez que me cruzara con alguien que viniera corriendo, me seguiría fijando con envidia en su estilo, velocidad, soltura, etc., en fin, que lo catalogaría mentalmente. Deformación profesional inevitable. Creo que me estoy poniendo un poco sentimental con cierta anticipación porque aún tengo algo de cuerda, pero no puedo evitar el tonillo nostálgico de algo que se acaba. Calculando a tanto alzado los kilómetros que he recorrido en los más de 30 años como corredor de fondo creo que superarían con creces los 60.000, que servirían, por ejemplo, para dar vez y media la vuelta al mundo por el ecuador. Hubiera tardado más de 200 días corriendo sin parar las 24 horas a un ritmo de 5 minutos por kilómetro. Y ¿el Club?, ¿por dónde irá? Tengo claro que su continuidad está más que garantizada por la gran cantidad de jóvenes incorporaciones y el buen hacer de las sucesivas juntas directivas, pero sospecho que cada vez albergará más actividades deportivas, además de las ya existentes de triatlón, bici de montaña, montañismo, etc., por ejemplo natación (o petanca para los que nos vayamos jubilando). En cuanto al correr, creo que el crono seguirá siendo importante pero mucha gente optará por otro tipo de carreras más variadas: de montaña, ultrafondo, travesías, campo a través, etc. No hay que olvidar que el conseguir un local propio debe ser objetivo irrenunciable y tampoco desechar la colaboración de un patrocinador importante, pero sin perder la independencia en la orientación exclusivamente deportiva del Club. Creo que su principal seña de identidad es que está compuesto por “buena gente”, respetuosa y con buen humor. Siempre ha sido así y así seguirá siendo. Estoy seguro. También tengo la seguridad de que Miguel Domínguez seguirá ahí dando caña, como ejemplo para futuras generaciones y de que en las cenas anuales en el Tenis o donde sea, Miguel Delgado, Iñaki Eizaguirre y Julián Puerto como director del coro de voces blancas amenizarán las sobremesas hasta que nos den las 10 y las 11, y las 12 y la 1 y las 2 y las 3, como diría Sabina en el plagio permitido de “Ojos de gata” de los hermanos Urquijo.

En cuanto al Club de Almería, en el que una persona -Florencio- es el “alma máter”, le pediría que, aunque deje de correr, no nos abandone, porque supondría la desaparición del mismo salvo que algún otro valiente (¿Manolo?) se pusiera manos a la obra. Todos se lo agradeceríamos, Enrique, Ángel, Pepe Díaz, Pepe Yague, Miguel, Paco, Roberto, Iñaki, Ramón, Diego y algún otro que en este momento no recuerdo. No quiero seguir dando a este final un tono testamentario, pero es inevitable, como así ha sido la elección del título de la película, que suena bastante trascendente. De cualquier manera, es un peliculón que dirigió Fred Zinneman y protagonizaron Burt Lancaster, Deborah Kerr y Frank Sinatra. Está basada en la novela del mismo título de James Jones y consiguió 6 Oscar. La escena tórrida y erótica de los dos principales protagonistas en la playa no deja indiferente a nadie. Ya solo me queda pedir disculpas por la osadía de escribir este relato y, de paso, por alguna opinión u omisión que a alguien haya podido molestar. Nada más lejos de mi intención. Quien me conozca lo sabe bien. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado. Pero no sin antes dedicárselo a mi mujer, Merche, quien ha tenido que aguantar todas mis “neuras” deportivas, además de privarle de un montón de cosas que podíamos haber compartido, en las numerosas horas en que he priorizado el correr en lugar de otras más importantes para ella. ¡Ah!, y por las toneladas de ropa que siempre he tenido a punto para salir a entrenar hecho un pincel. Gracias, Mori. Título: MI SOLEDAD COMO CORREDOR DE FONDO Autor: Fernando J. Calvo de Juan El autor nacido el 27 de Junio de 1.948 en Jaén, residió desde los 5 hasta los 17 años en Miranda de Ebro (Burgos). Posteriormente, por motivos laborales, se trasladó a San Sebastián donde vive desde hace 44 años. Empezó a correr a los 28 años y desde entonces ha participado en numerosas carreras de fondo, sin dejar esta práctica deportiva en los últimos 32 años. Más amigo de correr porque sí, que de participar en carreras, cuenta en tono desenfadado y lenguaje coloquial el devenir deportivo de su trayectoria de atleta aficionado con anécdotas, opiniones y datos de este largo periodo que tantas satisfacciones le ha proporcionado. Su intención es reflejar sus recuerdos ligados a muchos compañeros de fatigas y los datos de sus entrenamientos y carreras que minuciosamente ha ido anotando con rigor de amanuense durante tantos años. Como él confiesa, la idea parte del libro “De lo que hablo cuando hablo de correr” del escritor y corredor japonés Haruki Murakami, con quien descubre muchos paralelismos vitales y deportivos. Y el título se lo proporciona, en plagio descarado, como él mismo dice, la obra “La soledad del corredor de fondo”, de Allan Sillitoe.

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