Carlos Vázquez Cruz Angelical

Carlos Vázquez Cruz Angelical En el altar, un libro de Kardec, el santo rosario, un escapulario… precariedad de inventario espiritual coronada con el

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Carlos Vázquez Cruz Angelical En el altar, un libro de Kardec, el santo rosario, un escapulario… precariedad de inventario espiritual coronada con el azul marino de la Caridad del Cobre: la más grande. Una copa rebosante de cristal, como ojo vigilante, escrutaba al artista desde su lupa transparente que engrandecía el vientre de la Virgen. Ante el escritorio improvisado por necesidad en el rudimentario juego de comedor con una sola silla, el joven esbozaba líneas y figuras prometedoras con su grafito 2H, mas –de allí al cumplimiento- sólo prometer sabía. Frente a él, un vaso frágil de plástico –como la botella– casi acabados de vino barato. A su lado, un componente mudo que nada componía. The Ways of Seeing y Las lágrimas de Eros, el último encima del anterior, le tentaban el pulso hacia… “El plagio”. “Mala palabra”, pensó. Corrigió: “la copia… para practicar”. Extendió los dedos, relajó las palmas y las colocó sobre su insipiencia creativa mientras tasaba hasta la minucia su paupérrima galería de carboncillos propios adheridos con tape a una pared, y un lienzo estéril apoyado en el trípode único manchado a multicolores por viejos intentos. Hacia dicho espacio desolado de arte, llegaban a verse hebras solares que le enraizaban aún más en el corazón la ira contra Dios. Oró por el sentimiento, esperanzado en magnificarle al canvas cualquier cosa que asomara a la página, y tan letal emoción fue desvaneciendo. Escasas luces se lucían en la sala. Ángel sabía muchas oraciones de memoria. Estaba convencido de que el Señor le había confiado talentos dignos de reproducción; de que a él lo habían cortado con la misma tijera que a Él, a quien nadie cortó, lo cual le generaba preguntas “originales”. Con miedo a que la infertilidad en lo poco significara inutilidad en lo mucho, el impotente volvió a rezar. Rezó, contempló, maldijo y les reprochó a los Espíritus que –a su mano– no le dieran… una mano. Un súbito olor a flores le ofreció alternativas: misticismo o migraña. Consciente de su historial pecaminoso, se dirigió de inmediato al botiquín incrustado en el impoluto baño color hospitalario que apaciguaba su incesante intermitencia de salud mental. Dos pastillas. Un buche de agua. El gotereo insistente de la ducha sonó, resonó, latigó sus sienes a la vez que anunciaba un lago recién nacido en la bañera tupida. —Lo arreglaré en cuanto me pase el dolor por venir —se propuso. Corrió la cortina para atenuar el ruido agudo, minúsculo, ensordecedor, pequeña cosa inoportuna, y retornó a la sala: —Tiempo de trazar.

Se echó a un lado del 2H, del papel, de la imaginación. Miró atemorizado, de soslayo, respetuosamente. Los libros. —Modos de ver. Perspectivas —pronunció. Pensó en mostrar parábolas para aquellos que, viendo, no ven y, oyendo, no oyen ni entienden. Sin embargo, temió que su dibujo fuera luz bajo el celemín. Optó por la ordinariez; ser más… gráfico. Infructuoso. Estiró la mano un poco más allá de la hoja para encender la radio e inducirse al recreo musical que, sin duda, activaría los impulsos neuronales por donde viajaba la frágil línea de su inteligencia. Dixit Maria ad Gabriel gravitaba clásica en voces blancas desde WCVC en su Hora Renacentista. Ángel bajó el doble telón de los párpados para soñar la gracia de una virgo sanctissima cuya incursión en la maternidad le tocó con el Hijo de Dios. —Yo también quería uno. Ser coautor con Jehová de una obra carnal y espírita, de un semidiós —reflexionó el pintor siempre incipiente, consciente de que, para tales menesteres, advino al mundo con pequeños, esenciales, desperfectos de fábrica—. ¡Basta de fantasear! —se increpó. Hizo la luz para sus retinas. Arrastró hacia sí la miseria artística que llevaba. Prestó sombra al papel para explorar, revisar, avergonzarse, abanicar el lápiz entre el pulgar y el índice, insertar el tope cromado en el oído, por si emergía –entre tanto caos cerebral- el cosmos de alguna valiosa idea. Mientras rascaba el suelo con la suela de un zapato, lo distrajo la facilidad del deslizamiento. Echó la silla hacia atrás. Bajó la vista. Devolvió a los santos su mirar. Dirigió las pupilas al cáliz acuoso dispuesto ante el útero vestido de yeso azul de la Caridad, pero sólo el propio rostro reducido desde un centro distante de vidrio y potabilidad, enfocó de vuelta su mirada. Se sospechó receptor de una bendición extraña. Se arrodilló. Comenzó a amontonar las hojas, los pétalos, las flores que –entre perfume paradisíaco y humedad de selva- yacían bajo la mesa coloreando su casa, augurando alergias a su delicado sistema respiratorio. El recogido parecía interminable. En cuanto regresaba de la cocina, envanecido de la pulcritud que su vocación de conserje había abonado al piso, orgulloso de haber referido tanta belleza a la basura, hallaba el área tapizada nuevamente de naturaleza, y el mercurio malva ascendía por sus tubos capilares de termómetro sanguíneo. Ángel limpiaba con denuedo. Accedía a la prueba de seguro divina que le habían impuesto los santos. Trémula, la famélica cuerda de su paciencia. Durante la tercera ocasión, se supuso mucama de los dioses: displicente sugerencia de humillación o servidumbre. —Quizás es mi potencial lo que está en tela de juicio —especuló, y exploró mañas más que fuerzas para manejar el conflicto. Ángel provocaba efectos rítmicos con la escoba y el recogedor en inmaculado afán. La frecuencia de sus estornudos se intercalaba en un canon leggero, guiada por la reverencial pieza de Leo Hassler. Preñó otra vez una bolsa plástica recriminando hacia el altar aquella ofrenda divina que, humano al fin, él estaba en la obligación de calificar “milagrosa”. Desplegando capacidad estratega, sustrajo sus pertenencias de la mesa y la viró al revés. —Boca arriba —se dijo—, cual noche cortazariana —aunque no pudo resistir argumentarse que no existe biología mobiliaria—. Que me dé por debajo lo que no puedo darle por encima —declaración que despidió decepcionado, conmovido, trastocado por la confrontación de su fallo como creador y la hermosura

suprema que manaba desde un objeto tan ordinario, envuelta en colores cálidos, a la que tallos y follaje esmaltados en cromáticos verdes servían de base. Para prevenir ronchas o enrojecimiento de la piel –tras dejar los desechos al lado del zafacón ubicado ante la estufa con su apertura atacuñada de desperdicios-, el baño constituyó su destino forzoso. Ángel se lavó las manos con requerimiento de quirófano. Abrió el botiquín. Cautelosamente, eligió tres píldoras: —Ésta para la ansiedad, porque estoy sufriendo un trauma. Ésta para la reacción alérgica que tendré si no me la tomo. Esta otra para el estómago, porque las voy a bajar con iced tea de la autoridad de acueductos. Después, aire puro y playa. Paisaje y despojo —concluyó. Una gota cayó densa del grifo a la bañera. El sonido grave, como suero decantado por la línea abierta de un paciente encamado, que azota el charco de su enfermedad, minó la reflexión de Ángel. —Esto se va a desbordar —anunció pleno de certidumbre—. Hay que destaparlo —sentenció—. ¡Ahora! —y descorrió la cortina presagiando el embrión diluviano que se gestaba en el cascarón semiabierto de fiberglass. Efectivamente, faltaba la gota que colmaría la copa. Sin embargo, la tina no hubiera estado tan llena de no haber sido por Ángel, quien –circunspecto, atónito- se reconoció desdoblado –soñando despierto o plácidamente muerto- con inundación acompasada ondulando entre las pestañas. —Espíritu que estás en este cuerpo, bienvenido seas; Dios Todopoderoso que lo habéis enviado, bendito seas —rogó por aquella alma tan como él, que sufría cautiverio de carne: el transitorio estado de la encarnación. Meditó con liviandad cuando lo vio desnudo: —La verdad es que no estoy tan mal —mas recogió su libido al considerar acercar su rostro y recordar que, por belleza, mueren los Narcisos. —Quiere ahogarme. Lo sé todo… —y se abalanzó sobre el hombre con cara de sí que lo observaba pacífico e inerte desde la quietud acuática. Con rigidez y determinación, Ángel lo tomó por los molleros y, de un halón, venció el peso corpóreo aumentado por el sumergimiento. Extrajo abruptamente a su quizás homólogo, tal vez homónimo, ciertamente homosexual. De un abrazo, le inutilizó el torso. Aquel ser de la profundidad se contorsionaba, se mareaba, fallecía. Se ahogaba de aire. Ángel arrastró a Ángel hacia la sala. Un camino líquido dejaba su estela interrumpida hacia la pila, medio llena o medio vacía de vida. Su lago silenciaba vestigios de violencia a cuyo alrededor protagonizaba la radiante blancura del impoluto baño color hospitalario. El Hodie Christus de Marenzio evanescía. WCVC Radio se tragaba el ...natus est. La voz grave del locutor despedía la hora del Renacimiento. Ángel vio en la mesa invertida la tumba de Ángel. Dispersó las hojas, los pétalos, las flores que –entre perfume paradisíaco y humedad de selva- yacían sobre el inferior de la superficie. Lo levantó en brazos, lo posó en su fosa frondosa verde de nube, espinosa, en el altar sacrificial o ataúd santificado plantado para él. Y al Ángel vivo le afloró la piedad mientras era depositado el asesinado por él mismo asesino. Envuelto en solemnidad, el artista dirigió las pupilas al cáliz acuoso dispuesto ante el útero vestido de yeso de la Caridad, pero sólo el propio rostro minúsculo desde un centro distante de vidrio y potabilidad

enfocó de vuelta su mirada. El llanto y el amor nublaron sus perspectivas. —Los médiums han recibido el don gratuito de ser los intérpretes de los Espíritus para la instrucción —recordó, y sentirse tan cercano de sí despertó presentimientos—: Dios Todopoderoso, siento romperse los lazos que unen mi alma al cuerpo... Resuelto a dar el postrer vistazo al cadáver antes de salir hacia la playa, con benevolencia, buscó un semblante fúnebre entre los cuatro pilares emergentes a las esquinas del tablero. Empero, sólo quedaba un buqué de raíces, pistilos y clorofila que lo había arropado naturalmente con su sábana verde-monte y emprendía la retirada para hundirse en la madera sin dejar apenas rastro. Aromas a espesura de jungla se apagaban en la sala. —Libre de mí —articuló Ángel; caviló acerca de su futuro pintoresco—. Ahora, Virgen del Cobre, dame caridad para que no se me destierre a las tinieblas exteriores, en donde sólo hay llanto y crujir de dientes. Se desvistió, se secó, se cambió de ropa. Preparó un bulto. Se encaminó. A su salida, lo despedían los clics de dos cerrojos, el cuerpo cuasi engullido por un espejo de árbol, y un solo de mezzo que –desde el Barroco neonato en otro programa de WCVC-, con voz oscura, solemnizaba el Tecum Principium de Vivaldi: …in die virtutis tuae in splendoribus sactorum: ex utero ante luciferum genui te. Sin odio ni resentimiento, resolvió disfrutar de algún escenario tropical en que el sol, como ojo poderoso de un Dios cíclope –“o peor”, pensó, “de uno que espía”- lo ligara mientras se bañaba envuelto en la rabia marina del oleaje… Deidad que lo tornara en su objeto de deseo y le engendrara el nefilim de su inmensurable capacidad hacedora. ***** Palmas. Arena suelta que el viento alborotaba con su mero aliento. Ondas apacibles, caricias a la orilla que, mojadas, se alargaban y recogían: longitud de cabellera suelta según el capricho de Yemayá. El vaivén hipnótico del mar llamaba. —Ecce ancilla Domine —entonó Ángel como mantra, filtrando memorias melódicas de su matutina afición a la Hora Renacentista—. Fiat mihi secundum verbum tuum… Acabada la oración, amparado por el panoptismo divino y la blanda arena lamida por el mar, que marcaba una ruta hacia las profundidades, sus pies angelicales desfilaron más allá. A cada paso, el artista, ensimismado en el despojo promisorio de su exoneración como criminal, soltó botones, relajó la cremallera, sacó brazos, piernas… dejó atrás la vestimenta que nombraba su humanidad. De espaldas, siete veces. Una idea, una resolución, un desamarre, una liberación… Un significado para todas ellas: anhelo de unicidad. Flotó con los ojos abiertos, borracho de vino, fármacos y espiritualidad, entregado a los brazos cálidos, cadenciosos, de su cama de agua. El sol clavó la vista. —Radiante que está —razonó Ángel—. Debe tener radiación —aseguró un centelleante intelecto lineal y frágil—. Eso es abstracto —sentenció hechizado por rojos, anaranjados, amarillos, verdes…: la paleta alucinante, armónica, móvil, que firmaba el firmamento. Lamentó no haberse embadurnado en bloqueador solar. Valoró esa oportunidad de zafarse de las propias restricciones. Erradicó el reproche mental. Bajó el doble telón de los párpados para restringir el paso a la enceguecedora luz solar, aunque calor y claridad tocaban a las puertas de esa entrada dual sellada para soñar.

El festejo acompasado e hipnótico de las olas lo mecía, lo ador-mecía. Cambió su manera de ver, de ver-se. Hijo de dioses en la cuna transparente del océano que celebraba su advenimiento. Ser nuevo que, tras desatarse, se levantaría, evolucionaría la raza. Se hospedó un segundo en aquel rincón de infinito… y fue feliz. Entonces, decidió volver al hogar, trascender hacia la vida ilimitada del creador. Evocó una de las tantas oraciones que conocía de memoria. —…haced que resplandezca a mis ojos la luz divina para que reanime mi fe… Los abrió. La insoportable blancura lumínica lo devolvió al impoluto baño color hospitalario. Un estremecimiento lo asaltó cuando sus propios brazos lo arrebataron de las aguas para asfixiarlo de aire. Perfume paradisíaco y humedad de selva vaticinaban su muerte. El Hodie Christus de Marenzio evanescería. WCVC Radio se tragaría el ...natus est, y la voz grave de un locutor despediría su hora del renacimiento.

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