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Carta a un futuro bautizado1 Michel Fédou, s.j.
¡El gran día se acerca!: ¡Este domingo vas a recibir el bautismo! La comunidad estará allí para acogerte, y proclamarás lo que tú crees y tres veces el sacerdote verterá sobre tu cabeza el agua bautismal sobre la cual él habrá implorado la bendición de Dios y te revestirán de una ropa nueva y te entregarán un cirio encendido, porque habrás sido iluminado por la luz de Cristo y, en adelante, deberás caminar como ¡un hijo de luz en medio de este mundo! Sin duda ese día será, para millones de humanos, un día ordinario como tantos otros de este año. Pero no te preocupes si ahora ignoran tu secreto. Después, quizá… Has sido largamente preparado para este día, y no te enseñaría nada, pues, si te explicara, también yo, el sentido de tu bautismo. Pero como éste debe marcar de manera decisiva tu entrada en la comunidad cristiana, quisiera decirte al menos algunas palabras sobre esos hombres y esas mujeres a los que estás a punto de unirte. Algunas palabras simplemente sobre la manera en que viven en este mundo y sobre los vínculos que los unen. Algunas palabras sobre lo que son (o deberían ser), sobre la fuente profunda de sus palabras y de sus actos… Si tu quieres encontrarlos en medio de la muchedumbre, verás que, lo más frecuentemente, no se distinguen de los otros hombres ni por su país, ni por el lenguaje, ni por la manera de comer o de vestirse: siguen los usos locales para la comida y el vestido, practican la lengua de la gente que vive con ellos, asumen sus deberes de ciudadanos en las naciones donde viven. Pero fíjate bien: su proximidad misma con los otros hombres, tiene de hecho un gran secreto… Cada uno de ellos reside en su propio país, pero como extranjeros domiciliados. Viven en un lugar dado, pero el mundo entero es su casa. Toda tierra extranjera es su patria, y toda patria es una tierra extranjera… De un lado, en efecto, los cristianos están en el mundo y desean mantener su lugar. Tan noble es el puesto que Dios les ha asignado, que no les está permitido abandonarlo. No rechazan las responsabilidades de la vida familiar y profesional, participan activamente en las tareas de educación que les incumben, se comprometen en las asociaciones, en los sindicatos y en los partidos políticos cuando reconocen en éstos un papel importante para su barrio o para su ciudad, para su país o para el futuro de las naciones. No solamente están en el mundo, pero se interesan a este mundo y tienen sobre él, ante todo, una mirada benévola. Por supuesto, algunos han tenido miedo frente a ciertos progresos de la ciencia –por ejemplo, aquellos que les parecía que cuestionaban los relatos bíblicos de la creación. Pero los cristianos han aprendido a superar sus temores y tú sabes cuánto ellos mismos han contribuido al prodigioso auge de las técnicas y de las ciencias. Sí, están verdaderamente en el mundo; no se quedan pasivos frente a él, y creen profundamente que trabajan junto con otros a su transformación. Aman este mundo, aman lo que es bello en él, desde la magnificencia de un atardecer o la infinita dulzura de
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Este texto fue publicado en Études 392/3 (2000).
una noche estrellada, hasta las obras maestras del arte y las más sublimes creaciones del espíritu… Y sin embargo, están en el mundo, pero no son del mundo. Se comprometen a las tareas que les son confiadas, pero también se desprenden de ellas porque creen que la calidad de una existencia no está basada en primer lugar en el triunfo profesional ni en el crecimiento de las empresas más prósperas ni en los rendimientos más altos de la vida deportiva ni en las más bellas realizaciones de la ciencia y del arte. No desprecian esas cosas, incluso se apasionan por ellas cada vez que pueden, pero rechazan esperar todo de ellas porque a sus ojos existe algo de mayor precio, de un precio incomparable… Respetan a los que no comparten sus puntos de vista, pero quieren ser también respetados en sus propias convicciones. Se alegran de los lazos estrechos que se pueden tejer entre la Iglesia y el conjunto de la sociedad, pero son lúcidos de las hostilidades que quedan, y son vigilantes no dejarse encadenar en las situaciones en las que ya no podrían hablar ni actuar según la voz de su conciencia. No buscan imponer su fe, pero reivindican el derecho de proponerla libremente. Se interesan en las culturas de los diferentes pueblos, aspiran incluso a que su Evangelio sea recibido de manera original en la inmensa diversidad de esas culturas, desean con todas sus fuerzas el desarrollo de las Iglesias que, de América Latina a Asia, asumen los valores más altos de las tradiciones locales; pero no quieren tampoco hacerse esclavos de esas tradiciones, porque saben que todas las culturas, a lado de sus esplendores, están también atravesadas por fuerzas de violencia y de muerte. Denuncian toda actitud de intolerancia frente a otros creyentes, buscan más bien el diálogo con ellos y saben apreciar las riquezas de sus herencias multiseculares; pero no ceden al relativismo ni a la atracción de una ilusoria fusión entre todas las creencias de la humanidad. Están en el mundo, no son del mundo. Me dirás que pinto un cuadro demasiado ventajoso, y que la realidad es otra… Es un tanto verdad, y te lo volveré a decir: nosotros, ¡los cristianos, no somos suficientemente fieles a lo que creemos! Pero, ¿acaso no es solamente contemplando nuestro ideal que, Dios mediante, responderemos mejor a nuestra vocación? De todos modos, los cristianos, hoy como ayer, saben inscribir en su vida las exigencias de su fe… ¿Quieres también conocer la paradoja de su condición? Utilizan el dinero, pero no lo hacen un dios. Ven la televisión, utilizan la computadora y el Internet, pero rechazan sacrificarles todo. Como tantos otros, son invadidos y presionados por las informaciones sobre todas las cosas, pero no quieren estar a expensas de cualquier anuncio, ni siquiera de la más seductora publicidad. ¿Están sin empleo? Reivindican el derecho de trabajar como los otros; pero si se les pide trabajar siempre para producir más, responden que tampoco quieren hacerse esclavos. Aceptan ser elogiados, pero tampoco quieren ser prisioneros de su reputación; y si son injustamente impugnados, se defienden como pueden, pero evitan de responder al odio con el odio y, cuando llega el momento, están dispuestos a perdonar. Se les muestra cuerpos para adorarlos –ya no como otrora, las estatuas de Apolo o de la diosa Afrodita, sino las imágenes de hombres y de mujeres que exhiben su desnudez para la satisfacción de los sentidos; desvían sus ojos, no porque desprecien el cuerpo, mas al contrario, porque lo respetan. ¿Se juzga su moral demasiado exigente? Pero no pretenden condenar a los que no comparten su ideal de vida. ¿Se juzga su moral demasiado conciliadora? Nos recuerdan que no todo está
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permitido, tienen una muy alta idea del matrimonio y piden que los esposos cristianos se comprometan el uno con el otro hasta el final de sus días, y algunos de ellos ofrecen sus bienes, sus cuerpos y su vida entera a la alabanza y al servicio de Dios. No desprecian la vida del espíritu, ni el paciente trabajo de los investigadores, ni el esfuerzo de los sabios y filósofos para penetrar los enigmas de la existencia humana; hijos de Atenas y de Jerusalén, participan a esa labor, convencidos que su fe no es sin razón y que deben dar justificarla con justeza e inteligencia en el mundo de su época. Pero se preocupan también de aquellos que están menos instruidos, denuncian las situaciones que favorecen el analfabetismo y la incultura, se comprometen en la educación de los más desamparados, vigilan que el mensaje de su fe pueda ser escuchado y comprendido por la mayor parte de personas. No hacen acepción de nadie y saben acompañar a aquellos que han triunfado en la vida, a aquellos que detienen más dinero o más poder, a aquellos que están en posición de influir en las sociedades para que sean más humanas y más justas; pero denuncian la injusticia allí donde la encuentran, y reclaman los derechos de aquellos que son víctimas de la inigualdad o de la opresión social. Quieren que las mujeres sean tratadas como los hombres, protestan contra las violencias ejercidas hacia los niños o hacia las personas de edad avanzada, piden que todo ser humano sea respetado en su dignidad, se preocupan especialmente de aquellos que la vida ha dejado sin recursos y que han perdido toda esperanza. Sin duda has escuchado hablar de la Madre Teresa en la India; sabed que numerosos cristianos, solos o con otros creyentes, o incluso con gente que se dice incrédula, consagran una parte de su vida al cuidado de los más pobres y de los excluidos. Se preocupan de aquellos que son débiles a los ojos de nuestras sociedades, de aquellos que corren el riesgo de ser considerados como inútiles o de ser despreciados como los últimos de todos. Algunos asisten a los enfermos, alivian su sufrimiento y les acompañan en su soledad. Otros visitan a los prisioneros y a veces pueden intervenir en su favor. Otros se preocupan de los extranjeros y de su suerte, allí donde nuestras sociedades corren el riesgo de replegarse en ellas mismas y de cerrarse a los llamados que llegan de fuera. En una palabra, nada de lo que es humano les es indiferente, e inclusive aquello que es débil en esta tierra tiene un alto precio a sus ojos. Sí, ¡sorprendente es la condición de los cristianos en el mundo! Ya te han ensenado lo que les da la fuerza de vivir y de perseverar en este mundo. Ante todo esto: escuchan una palabra que les ha sido transmitida. La escuchan el domingo durante sus asambleas de oración, estando reunidos algunos de ellos para compartir los misterios o meditándola en la soledad de una oficina, de un cuarto o de un modesto oratorio, y se nutren de ella como uno se nutre de un pan, sacando de ella la fuente viva de su esperanza. Tú mismo has comenzado a sentirlo así: esta Palabra no consiste simplemente en vocablos, sino que pasa verdaderamente a ti, viene a habitar en lo más profundo de tu corazón, es una presencia que te hace vivir. ¡Oh! Sé muy bien que, ciertos días, la encontrarás árida y que tendrás ganas de zafarte de ella; pero justamente ahí es que tendrás que perseverar y la Palabra volverá a ser para ti una luz en tu noche, un huésped interior que te reconforta, un fuego que te calienta y te abrasa.
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Todavía esto: los cristianos están unidos entre ellos, forman una asamblea que no tiene equivalente en la vida social o política, viven en una comunión que es a la vez visible e invisible, corporal y espiritual, local y universal. Todo el mundo puede ser testigo de ello: celebran muchas fiestas durante el ano, les gusta reunirse especialmente un día de la semana que lo llaman “día del Señor”, y algunos entre ellos se reúnen incluso cada día, porque, para ellos, cada día debe ser un día del Señor. Ahí escuchan la Palabra, traen pan y vino y aquel que preside su asamblea vuelve a decir las palabras que su Maestro otrora había pronunciado, y comulgan en esa comida de acción de gracias, y se guarda un poco de pan para llevarlo a los enfermos que no han podido ir. Acogen con alegría a aquellos que, como tú, se hacen miembros de su comunidad, bendicen los matrimonios, perdonan a los pecadores que se arrepienten, ungen con óleo a los enfermos, oran por los difuntos y reconfortan a sus familias, respetan los cementerios donde descansan los cuerpos. Algunos, entre ellos, han recibido una misión particular para el servicio de todos; la ejercen en vínculo con aquellos quienes los han enviado y quienes suceden, hoy día, a los primeros discípulos de su Maestro. Sus comunidades están presentes en todos los continentes y, según los lugares, muy a menudo, dan a sus celebraciones rostros variados; estas comunidades están también unidas por un mismo vínculo, ¡un vínculo que atraviesa las fronteras más herméticas! Así como estas comunidades se encuentran entre algunos de sus miembros, a veces sus responsables llevan a cabo asambleas extraordinarias, y uno de ellos, encargado de la Iglesia otrora fundada por los apóstoles Pedro y Pablo, es reconocido por muchos como un padre que preside la comunión de las Iglesias extendidas por toda la tierra. Te repito, me podrás objetar que el cuadro que pinto es demasiado bello y que cierro los ojos sobre la realidad… Pero como ya te lo he dicho, ¡no pretendo que estemos a la altura de nuestra vocación! No niego aquello que, en nuestro comportamiento de cristianos, ¡queda aún tan lejos de la perfección esperada! Se podría creer que los bautizados no caen nunca más en los vicios de la soberbia, de la ambición o de la mentira; en lugar de ello, ¡cuántos han experimentado recaídas, cuántos han reconocido su complicidad con el apóstol que, por tres veces, había negado a su Maestro, cuántos habrían zozobrado en la desesperanza si no hubiesen escuchado un día la palabra inaudita del perdón! ¡Y cuántas faltas cometidas en nombre de la verdadera religión, cuántas violencias ejercidas contra los infieles, cuántos odios acumulados contra el pueblo judío! ¿Y cómo no estar herido de muerte por los desgarros de la Iglesia misma, de esta Iglesia de la cual proclamamos la unidad y que lleva nada menos que la marca tan dolorosa de sus divisiones y conflictos? Sin embargo, ¡ama a esta Iglesia a la cual te preparas para unirte! No la juzgues del exterior como si tú mismo no fueses cómplice de lo que le falta y de sus deficiencias, ámala a pesar de sus obscuridades y del pecado de sus miembros, ¡ámala como una madre que cada día te hace vivir y crecer! No ves acaso, de otro lado, que está herida por la conciencia de sus culpas y que ha comenzado a pedir perdón por ello? No ves acaso tampoco los signos de un impulso nuevo hacia la comunión que, espero, terminará reuniendo a todos los cristianos de la tierra? Oso incluso decirlo: si tú no debieses de evitar caer en la tentación de alabarte a ti mismo, si tu orgullo hubiese sido definitivamente vencido en ti, no deberías temer el maravillarte de esta Iglesia que,
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desde hace dos mil años, a pesar de sus debilidades y miserias, ha sabido ofrecer al mundo rostros inauditos de la santidad… Desde los mártires de los primeros siglos hasta los mártires de Uganda y del Japón, de Dietrich Bonhoeffer a Monseñor Romero como a los siete monjes de Tibhirine, los cristianos han ido hasta el extremo de su esperanza y han pagado con su propia vida. De Benito a Teresita de Lisieux, del pobre de Asís a este otro Francisco que se embarcó a las Indias, hombres y mujeres han abandonado todo por amor a su Maestro y por el servicio de sus hermanos. Y quedan todas las santidades que no son conocidas y las que no han podido serlo más que para algunos, en las salas de los hospitales o en las regiones devastadas por la hambruna o las inundaciones, en las trincheras de la guerra o en los campos de la muerte, pero también en la humilde fidelidad de las tareas cotidianas y en el sufrimiento de las pruebas incluso en el más ordinario de los días. Sí, debes maravillarte de esta Iglesia. Me dirás quizás que muchos, fuera del cristianismo, han sabido igualmente dar testimonio de un amor sin límites. ¡Eh! Pues bien, maravíllate aún, figúrate que éstos mismos beberán, misteriosamente, de la misma Fuente de santidad. No eres tú quien deba juzgar, sólo Dios reconocerá a los suyos. Recuerda simplemente que el llamado a la santidad no ha sido vano en la historia y que, como cristiano, deberás esforzarte más que cualquiera para responder a él. Por ahí pasa la esperanza que te habita, esta esperanza que desde hace dos mil años atraviesa los siglos… Era el primer día de la semana. La noticia, transmitida primero por las mujeres que habían ido al sepulcro, se había extendido rápido entre los discípulos del Maestro: ¡Jesús estaba vivo! Aquel que habían seguido en los caminos de Palestina, aquel que les había develado los misterios del Reino, aquel que había dado de comer a muchedumbre y aliviado tantas miserias, aquel que finalmente había sido traicionado, condenado y clavado en una cruz, ¡he ahí aquel que fue arrancado del sueño de la muerte y aquel que estará con los suyos hasta el fin del mundo! El acontecimiento acababa de producirse. Y algunos preguntaban: ¿Por qué tan tarde? Pero tus padres en la fe comprendieron rápidamente que los anteriores siglos ya habían sido visitados por la Palabra de Dios. Incluso antes de que ésta hubiera tomado carne un día de la historia, ya se había comunicado por medio de los profetas y los sabios de Israel, incluso había llegado a hombres y mujeres de todas las naciones que obedecían a la voz de su conciencia antes que a las leyes inhumanas e injustas. Estaba presente en la creación del mundo –ya que creemos que este mundo es creado, no fabricado a partir de una materia preexistente, querido y hecho por Dios como la obra de sus manos (y por lo cual tú no debes forjarte otros dioses en la tierra). La Palabra de Dios estaba presente en Dios mismo como su Hijo eternamente engendrado en el soplo del Espíritu: misteriosa unidad de un Dios que no es solitario, misteriosa comunión de tres que no son más que uno, tal como la raíz que sujeta al árbol y al fruto, la fuente de donde salen el arroyo y el río, el sol de donde proceden sus rayos y la luz que sale de los rayos… Es ese Dios que se ha hecho cercano de nuestro mundo, tan cercano que su Hijo ha compartido todas las cosas de nuestra condición humana. ¿Cómo los cristianos no van a amar esta tierra, cómo no van a respetar el cuerpo, cómo no van a preocuparse por el
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destino del mundo? Su Maestro mismo ha vivido la experiencia de nacer y de crecer, ha tenido hambre y ha comido, ha tenido sed y ha bebido, ha conocido la soledad del desierto y la presión de la muchedumbre que iba hasta él, ha revelado a los suyos que eran la sal de la tierra y la luz del mundo, les ha enseñado la verdadera justicia y el amor a los enemigos, les ha dicho que oren para que se cumpla en esta tierra la voluntad del Padre, ha perdonado a los pecadores, ha liberado a los posesos y ha curado a los enfermos, ha multiplicado los panes, ha sentido la tristeza y la alegría, ha llorado por su amigo Lázaro… Pero, tan inmerso que estuvo en las profundidades de nuestra humanidad, no ha sido nunca cómplice de la mentira ni del odio, ha resistido a las tentaciones del poder, de la vanidad y del orgullo, ha llamado bienaventurados a los pobres, a los afligidos y perseguidos por la justicia, ha declarado a Pilato que su reinado no era de este mundo, y en vez de responder a la violencia con la violencia, ¡se ha dejado llevar al suplicio de la cruz! El ha traído el fuego a la tierra, el fuego de un amor que ha llegado hasta el extremo y que consumirá a sus discípulos a lo largo de la historia. Muchos han creído que su muerte firmaba su fracaso definitivo, pero él había de antemano anunciado que la verdadera vida consistía en darse completamente. Había lavado los pies a sus discípulos, había dicho que el pan era su cuerpo y que el vino era su sangre, había pedido que se vuelva hacer eso en memoria suya, había confesado que nadie tomaba su vida sino que él mismo la daba. Ha muerto, pero su muerte fue ofrecida precisamente por aquellos que se le oponían… ¡por nosotros y por la multitud! Su muerte era la expresión última de su vida, enteramente entregada, enteramente consagrada, y que es el don mismo que sería victorioso sobre la muerte. Y la vida le ha sido devuelta más allá del Calvario: creemos que está vivo y que lo está con nosotros para siempre, esperamos que nuestra muerte nos abrirá a la vida que no tiene fin, ¡ya vivimos de esta vida si nos dejamos abrasar por el fuego que ha comenzado a propagarse por la tierra! El mundo continua, con sus grandezas como con sus dramas y violencias, pero ya no es el mismo desde que Jesucristo ha venido en medio de nosotros. Vientos turbulentos agitan todavía la Historia, pero hoy mismo el Espíritu suscita amigos de Dios y testigos de su Reinado. ¡Qué nuestra Iglesia sea su signo visible! ¡Qué seas uno de aquellos discípulos que dan sabor a la tierra y que iluminan el mundo, qué seas uno de aquellos que velan y escuchan la voz del Esposo y que le abren la puerta! Tendría muchas cosas más para decirte, pero las descubrirás más tarde. No pretendas saber todo ya desde ahora, y sobre todo no te preocupes de lo que será tu vida; ¡tú ya sabes bastante para el día de tu bautismo! Ese día tendrá la apariencia de un día como los otros, pero no será verdad. Ese día, un canto nuevo brotará de la tierra porque habrás respondido al llamado de tu Señor. Será una gran fiesta para ti como para todos aquellos que te acompañarán. Y te digo: Será una gran fiesta para Dios mismo. (Traducción de Manuel Hurtado, s.j.)
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