Cartas para mi maestro

Cartas para mi maestro “La educación no es un montón de datos, números, hechos, habilidades, y talentos. La educación está en hacer visible lo que est

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Cartas para mi maestro “La educación no es un montón de datos, números, hechos, habilidades, y talentos. La educación está en hacer visible lo que esta tan escondido como una semilla”. Thomas Moore, Introducción a la filosofía de la educación.

SAHARA MERCADO*

* Ha trabajado como maestra de preescolar, y primaria por trece años. Egresada de la Licenciatura en Educación, Plan 94, por la Universidad Pedagógica Nacional, en Guadalajara, en el año 2003. Obtuvo una maestría en el programa “Teachers of english to speakers of other languages” / Profesores de Inglés para hablantes de otras lenguas (TESOL, por sus siglas en inglés) por Grand Canyon University en Phoenix, Arizona en 2010. Actualmente trabaja como maestra de 4o grado en una primaria pública en Yuma, Arizona.

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ADVERTENCIA: MI FORMACIÓN MEXICANA EN LA UPN No aprendemos a ser maestros, nacemos para ser maestros. Curse la Licenciatura en Educación Plan 94 en la Universidad Pedagógica Nacional en Guadalajara, México. Durante los años de mi carrera universitaria en UPN, trabajaba como educadora en un preescolar privado, y durante las tardes tenía un taller infantil de arte, dos veces por semana. Mis profesores en UPN me enseñaron el oficio de la reflexión sobre mi propio quehacer docente. Durante la clase debatíamos sobre teorías pedagógicas, su uso y propósito en el salón y la conexión real que existía o no existía entre la teoría y la práctica. El profesor Armando Martínez Moya, a quien recuerdo especialmente, siendo también un maestro natural, siem-

pre avivaba las discusiones con más preguntas y con anécdotas remarcables que a la vez enseñaban una lección y le devolvían al trabajo del maestro todo su valor y su carácter enriquecedor. Finalmente, todos éramos ya maestros en nuestras propias escuelas, y lo que buscábamos era algo que nos reiterara la promesa de que después de un largo día de trabajo, todo nuestro esfuerzo y afán serviría al alumno y daría los frutos del deber cumplido. Mi creencia es que la reflexión es el ejercicio más efectivo para desarrollar prácticas docentes efectivas y relevantes para el alumno, pues el verdadero maestro nunca deja de aprender y sorprenderse a sí mismo. Me enorgullece ser egresada de UPN y con gran cuidado y dedicación es que he decidido poner el nombre de mi

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alma mater muy alto a donde quiera que mi labor docente sea requerida. PRIMERA CARTA: EN LA ESCALA DEL UNO AL DIEZ, INDIQUE SU CALIDAD DE MAESTRO

Son las ocho de la noche en un viernes. Con todos mis quehaceres terminados y mis lecciones preparadas por adelantado, me apresuro a terminar de calificar sesenta exámenes. Treinta de matemáticas, treinta de Lectura. Rápidamente calculo, con bastante desanimo, las seiscientas preguntas que tendré que “hacer grade” –como dicen mis alumnos– en los próximos 60 minutos. Si lo logro, tendré tiempo de leer El Soñador, de Pam MuñozRyan cuando menos por una hora antes de dormirme. La idea me devuelve un poco el ánimo, y pienso que en realidad seiscientas preguntas no son tantas. Tres mil seiscientos segundos, entre seiscientas preguntas... seis segundos por pregunta. Contabilizarme el tiempo, como dinero, nada más y nada menos, es una costumbre que he tenido que adoptar desde que vivo en Estados Unidos. Después de calificar a mano, deposito los resultados de cada alumno en una tabla de resultados en Power School. Así todos los papas, y los administradores, tendrán acceso inmediato a los “scores” en línea. Esos resultados se acumularan en un banco de datos, y serán usados para diseñar y adoptar programas e intervenciones para ayudar a los alumnos que requieran apoyo adicional en algún área académica. ¿Alguien sabe que significan cada uno de esos números? Signi-

fican treinta niños en un salón de 4° grado, con una maestra que no solo instruye y facilita el aprendizaje, también llena cientos de formas y repasa datos como un analista. Esa maestra viene de un país extranjero. El inglés es su segunda lengua, y la aprendió de niña porque sus padres hicieron un gran esfuerzo para que asistiera a un colegio bilingüe. Veintinueve de los treinta niños a los que sirve esta maestra, son de origen hispano y una es indígena americana de la tribu de los cucapah. Ella enseña en inglés, planea en inglés, califica, discute, disciplina, informa, describe, en inglés. Pero todavía sueña en español. Quizás la mayor y más obvia diferencia entre ser maestro en México y en USA, específicamente en Arizona, es que en este último el enfoque está en lo que el maestro hace o no hace. El sistema educativo hace responsable al maestro de casi todo lo que sucede en el salón. Existen protocolos de observación que los directores utilizan para evaluar el proceso de enseñanza, métodos de disciplina y manejo de grupo que el maestro utiliza. Basado en el recuento de los puntos obtenidos en esas observaciones, los maestros reciben una evaluación anual, y el administrador del plantel puede decidir si ese maestro necesita un plan de mejoramiento, o se le extiende una buena recomendación para el contrato del siguiente año escolar. En otras palabras, los legisladores de la educación viven en la utopía de que si un maestro sigue “buenas prácticas de enseñanza” el alumno invariablemente tendrá que producir buenos resultados en las pruebas de conocimientos.

Esto último suena como una fórmula matemática, perfecta, precalculada. Pero la realidad es otra. Las variantes son infinitas. Los niños tienen diferentes niveles de fluidez en el idioma, y se les enseña en inglés. Muchos vienen de familias disfuncionales y de pobreza extrema, y la mayoría de los maestros están en completa desconexión lingüística, social, y cultural con la población a la que sirven. Por fin he terminado. Las nueve veintitrés. La próxima vez me daré menos descansos entre exámenes para terminar más rápido. El tiempo es oro, y el oro vale mucho, y en este país vale más que en cualquier otro... pues aquí hasta el dolor esta medido en números.

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SEGUNDA CARTA: EL OFICIO DE MAESTRA NO CONOCE FRONTERAS

“No quiero ser demasiado chicano, porque los mexicanos me dicen que quiero ser blanco...” Stella Pope Duarte: Let their Spirits Dance. Con cincuenta pesos en mi bolsa y el tanque de gasolina en rojo, maneje desde Plan de San Luis hasta Libertad. Tenía que fumar y beberme un te antes de llegar a mi casa a hacer mas tarea. Al dar la vuelta desde Chapultepec para estacionarme, vi a mis amigas en “La Estación de Lulio”, y de repente las extrañe. ¿Cuántas tardes habíamos pasado ahí, perdiendo el tiempo, en un solaz inicuo, a veces sin hablar, simplemente estando? Era octubre de 2003, y yo tenía menos de 4 meses para terminar la tesis, pasar mi examen profesional, preparar mi boda, y despedirme de todo lo que había sido mi vida hasta entonces. Te-

nía poco tiempo y espacio para guardar en unas cuantas maletas mi vida personal, y mudarme a mi hogar de casada, en otro país. Dicen que las mentes brillantes trabajan mejor bajo presión, y en ese tiempo la mía pareció ser brillantísima, sin la debida modestia. Esa mañana les pedí a mi familia y amigos que no asistieran a mi examen profesional, y esa tarde llegué a la casa con la noticia de una mención honorífica y el inmenso agradecimiento con todos aquellos que habían sido mis maestros a lo largo de mi vida. Luego empaqué mis cosas. Unas semanas después me casé, y baile toda la noche como si nunca antes hubiera bailado, y por último abracé a mis amigas, tratan-

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do de disipar mi nostalgia con la ilusión de unas próximas vacaciones en Manzanillo, pronto. No sabía que pasarían muchos años antes de volvernos a juntar todas. Lo primero que añoré en San Antonio, fue mi idioma. El español cotidiano, mis regionalismos, las palabras que constituían todos los significados en mi vida. Al comenzar a colaborar como voluntaria en la Unidad para Niños de la Biblioteca Central de San Antonio, me enfoqué en hacer talleres literarios para niños en español, y pase largas horas seleccionando el cuento de la semana para el “Dial-a-story” (Marque una historia), donde narraba el cuento en una grabación telefónica. Además participé en

eventos para fomentar la cultura mexicana a través de celebraciones como el Día de Muertos. Esas pequeñas tareas me devolvían un poco la certeza de volver a estar delante de un grupo, de ser la “teacher”. Pero conforme pasaba el tiempo, me di cuenta de había que salir de ese refugio emocional que me proporcionaba el estar en contacto con mi lenguaje nativo y mi cultura. Mi primer trabajo fue como auxiliar en un preescolar privado, donde con el tiempo me convertí en la maestra de español. El sueldo de un maestro de colegio particular, tal como en México, es meramente simbólico, y todas mis compañeras de trabajo me doblaban la edad y algunas estaban retiradas, de modo que el dinero no era una preocupación para ellas. A pesar de eso, yo sabía muy bien que estaba reaprendiendo mi oficio en otro idioma, y fue una de las experiencias más enriquecedoras que tuve. En San Antonio, fui más alumna que maestra. Aprendí que existe una cultura que nació de la mezcla de elementos icónicos entre México y Estados Unidos. El idioma, la comida, la música, el arte, la literatura tienen la clara remembranza de una antigua raíz mexicana, y al mismo tiempo los elementos tejanos son tan inherentes que se mimetizan perfectamente en un complejo tejido que tiene sus propios colores y sabores. Estos méxico-americanos tienen un ancestro al que nunca conocieron, que vino del “Sur” pero no saben de dónde. Son chicanos y sus sentimientos están muy divididos. Sienten un gran patriotismo por la bandera americana, pero siguen comiendo tortillas de

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harina hechas en casa, elogian y se sorprenden en inglés, pero se enojan y maldicen en español. Conocí también a esos México-americanos que nunca cruzaron la frontera, sino que la frontera los cruzo a ellos, y de ellos conservé varias y profundas amistades, que me mostraron fotos de sus bodas donde sus abuelas llevaban de tocado mantillas de encaje blanco, y pude ver encima de un viejo piano, cajitas musicales con cubiertas hechas de auténtica concha de tortuga carey donde guardaron por años y años, rosarios traídos desde algún lugar de España. Aprendí también que la tarea de un maestro nunca termina, independientemente de la materia que se enseñe. La historia de dos países se entrelaza tan íntimamente en la frontera que comparten, que es absurdo pensar solamente en México cuando se escucha mariachi, y solamente en angloamericanos cuando se escucha la palabra tejano. Cuando dejamos nuestro apartamento en el centro de San Antonio, y dimos el último paseo por el Paseo del Río, pensé, tal como pensé aquella tarde que vi a mis amigas esperándome en el café, que lo iba a extrañar. Iba a extrañar el aroma de juníperos y la misa de una en la Catedral de San Fernando, donde también aprendí que algunas iglesias recolectan la limosna dos veces. El 23 de agosto de 2005, mientras manejábamos hacia el Oeste por la carretera interestatal 10, podíamos ver cómo el cielo detrás de nosotros se oscurecía de un gris que hacia estremecer el corazón. El huracán Katrina había alcanzado las costas de

Yuma, Arizona, 2008, durante una entrevista para nominados a Maestro del Año: Miembro del Jurado: “Piensa en tu carrera, y cuéntanos una historia que hable de triunfo...” Maestra: “De cómo llegué a ser maestra en Estados Unidos... esa es una historia de triunfo”. Miembro del Jurado: “¿En serio?... Cuéntanos...” Maestra: “Es una larga historia…” Al llegar a Arizona, me encontré con que mi título de Licenciatura en Educación no era suficiente para tramitar mi certificado de maestra. Por 230 dólares, envié mi plan de mis estudios universitarios y mi título de licenciatura a un traductor certificado para el oficio, 33 dólares por hora de tra-

bajo, y es que las traducciones de inglés a español resultan en 20% más palabras, según fui asertivamente informada por la secretaria, además el consumo de tiempo es mayor para traducciones académicas. Lo que me pareció una explicación muy conveniente, y pensé que un día volvería a usar ese mismo argumento para mi propio beneficio. Luego, contacté a la agencia especializada en credenciales extranjeras, donde se desplegaría una revisión exhaustiva para probar la legitimidad de mis documentos, 190 dólares. Después de algunas semanas, me contactaron para avisarme que el siguiente paso sería corroborar que mi alma mater estuviera entre las universidades “acreditadas” por el Departamento de Educación de Estados Unidos, y esa búsqueda tenía un costo, dependiendo del país, 85 dólares por ser México. Pasaron unas cuantas semanas más cuando me llegó una carta por paquetería, informándome que en efecto mi universidad estaba acreditada por el gobierno de los Estados Unidos. En una cartita adjunta me preguntaron si deseaba que realizaran una correlación temática para determinar el equivalente de mi calificación mexicana, en estándares estadounidenses, o si, por lo contrario necesitaría tomar algún curso para complementar los conocimientos que se le requieren a un graduado de la carrera de Educación. Por supuesto, había un costo: 139 dólares. Mientras todo esto sucedía, me entrevistaron en dos escuelas, y me contrataron en una de ellas. Sin embargo a causa de mis “deficiencias” y mi certificado “provisional”, el contrato en el dis-

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Luisiana... pensé en las fotos de nuestra luna de miel en Nueva Orleans que venían en la cajuela. Tal vez un día, les podría enseñar a mis alumnos esas fotos de la ciudad antes del huracán. Una vez más, planeando en mi mente una lección acerca del barrio francés, la calle Canal, los tranvías, y el Café Du Monde; mi oficio de maestra no había terminado. TERCERA CARTA: LA TRAVESÍA DEL MAESTRO-TEACHER “Ventana abierta. The postman’s two-note whistle, the cow bells for basura, dry briskness of the morning brooms, church bells, taco smells”. (“Ventana abierta, el silbido en dos notas del cartero, la campana de hojalata del basurero, la seca frescura de escobas por la mañana, las campanadas de la iglesia, el aroma a tacos”) Michael Hogan, Imperfect Geographies.

trito escolar me nombraba como una auxiliar de maestra y recibía un salario de alguien que realiza menos de la mitad del despliegue de actividad que una maestra titular. Ni más ni menos, trabajando tiempo completo con sueldo de medio tiempo. Todos estos trámites culminaron en un documento oficial que me acreditaba un Grade point average (Grado promedio) de 4.0, lo que equivale a una Mención Honorífica en México. Cuando lo vi, me sentí orgullosa, pero también resentida. Quería que alguien me pidiera disculpas por todos los inconvenientes causados, por todo el dinero que había pagado, para que me dijeran lo que yo ya sabía. Lo supere pronto, pero también pronto me enteré de que no estaba más que a la mitad del camino. Todavía me hacían falta cuatro exámenes para obtener mi certificado permanente como maestra, “altamente calificada”, por el Departamento de Educación del estado de Arizona. Los exámenes costaban alrededor de 125 dólares cada uno. Uno acerca de la Constitución de USA, otro de la Constitución de Arizona, otro de conocimientos académicos y uno más de conocimientos profesionales. Una mañanita de sábado, me presenté a tomar dos de los cuatro exámenes. Con muchos lápices afilados y una botella de agua grande, me dirigí al salón asignado con un código de barras, como quien se dirige a una batalla. “Nada de lo que me preguntaran sería nuevo para mí, ese tipo de exámenes son completamente situacionales”, pensaba. Luego de sentarme en mi banca –asignada también– no me

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levanté hasta que hube completado todas las preguntas de opción múltiple. En verdad eran todas situaciones para probar el juicio del maestro bajo diversas circunstancias. Por momentos parecía no haber respuestas incorrectas, pero apelando a todo mi esfuerzo como lectora en mi segunda lengua, puse toda mi energía en el examen. Después de tres horas y media, salí del salón. Sentí el aire caliente del desierto y olí en él, el aroma de septiembre: terregoso, seco y con una lejana esencia de humo. Me senté bajo un gran mezquite que seguramente habría sobrevivido cientos de veranos bajo el impío sol de Arizona, a comerme mi refrigerio de frijoles de soya. Regrese al salón y seguí con el segundo examen. De igual forma ataque las preguntas de conocimientos académicos, pero para ser sincera, diré que esta vez lo hice desde una posición de alumna y no de maestra. Y fue en este segundo examen donde recordé lo que mi papá dice acerca de “reconocer las propias limitaciones, aunque duela en el alma”. Había preguntas acerca

de “sightwords” (palabras monosilábicas) mezclas fonéticas y sus reglas, y fechas –icónicas para cualquier norteamericano medianamente culto– como el inicio de la Guerra Civil, o la Declaración de la Independencia. Finalmente había una pregunta que requería un ensayo corto acerca de estrategias para involucrar a la comunidad en actividades escolares. Al llegar a mi casa esa tarde, me quedé dormida hasta medio día del día siguiente. Cuando recibí mis resultados algunos días después, me enteré de que había reprobado el segundo examen. Y aunque la noticia no me sorprendió, lloré. Había sido tan largo este proceso, había puesto tanto afán en esas pruebas. Me sentí sola y extrañé a mis amigas, quería abrazar a mi mamá y escuchar el camión del gas, y perderme en la sensación de perder el tiempo, aunque fuera tan sólo por esa tarde. Dos meses después volví a tomar –y a pagar– el examen. Esta vez la calificación fue de aprobada. En el transcurso del año escolar, tomé dos cursos universitarios para prepararme para

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los exámenes de las dos constituciones, y a mediados de Mayo, los presenté y también los aprobé. La larga –y cara– travesía para recuperar mi profesión en un país extranjero había terminado. Por el momento. Como era la regla, recibí mi certificado. Pero siempre que la recuerdo, pienso en todos esos maestros y otros profesionistas que han de terminar por abandonar sus vocaciones porque los requisitos para revalidar sus títulos son increíblemente difíciles de llenar. En verdad, es una larga historia, una historia de triunfo personal, pues de haber tenido que abandonar la profesión que tanto amo, hubiera tenido que vivir con un vacío en mi corazón que solo lo pueden llenar el griterío de niños en el patio, el aroma de los libros de texto, y la experiencia inicua de saber que las palabras propias tienen una resonancia en la vida de otros seres humanos: Los alumnos. CUARTA CARTA: LA EDUCACIÓN EN MÉXICO, VISTA DESDE LEJOS “Es probable que los americanos no sepan casi nada de historia, cultura general, geografía, biología, etc., pero están perfectamente adiestrados en los principios básicos de la convivencia social que permiten que la sociedad funcione de manera ordenada y pacífica... Existe la pretensión de hacer de México un país de universitarios… el universitario promedio se convierte en parte de la enorme masa mediocre que pretende dirigir el país aunque no controla ni siquiera su propio destino”. Gustavo Villalobos, Diferencias del modelo educativo

Probablemente la transición más notable y el desafío más doloroso que enfrenté al adaptarme sistema educativo norteamericano, no fue mi acreditación, ni fueron los exámenes, o el idioma, ni siquiera el hecho de que gran parte de la educación se mida en números y estadísticas. Lejos de todos esos retos cotidianos, y requerimientos burocráticos, el mayor desafío fue darme cuenta de las deficiencias educativas que existen en México. Tan irónico como pueda parecer, enseñar en Estados Unidos, me dio una perspectiva más clara de lo que nos hace falta en México. En México tenemos planes de estudios que abarcan una gran cantidad de conocimientos académicos. Los niños inmigrantes que llegan de México a las escuelas norteamericanas están a un nivel más avanzado en Matemáticas, Ciencias Naturales, y Sociales. Debido a que tienen como idioma nativo el español, entienden el manejo de destrezas fonéticas y sonidos de letras y significados de palabras. Sin embargo, muchos ignoran por completo los principios básicos del Civismo. Con gran tristeza me encuentro frecuentemente con que nuestros niños, de origen mexicano, se involucran con alumnos conflictivos y reinciden en actos de mal comportamiento. No comprenden que las reglas y los procedimientos establecidos sirven un propósito de funcionamiento. Me da la impresión de que como alumnos mexicanos tenemos la creencia de que somos más inteligentes, si somos capaces de desobedecer una regla y pasar inadvertidos. Para muchos de estos alumnos, la disciplina no es una herra-

mienta para lograr metas, sino un estorbo a su libertad, impuesto por el sistema. A la mayoría de mis niños de origen mexicano les angustia pedir disculpas, aceptar su responsabilidad en un incidente, pedir ayuda, preguntar cuando no saben, y hablar de sus sentimientos. En conocimientos académicos, nuestros niños en México reciben una gran cantidad de cultura general, y conocen cuando menos como eventos aislados partes de la historia del país, y de otros. Y aquí cabe mencionar el ejemplo de un alumno que tuve hace tres años, que tenía serios problemas de comportamiento, hábitos de trabajo, pero fue capaz de explicar durante una lección la diferencia entre los estados “rojos” y “azules” en un mapa que ilustraba la Guerra Civil norteamericana. Tenía altas calificaciones en todas las materias, pero no pasaba un día sin que se involucrara en una pelea o en un acto de rebeldía o vandalismo en la escuela. Al principio yo creía que esas situaciones obedecían a su condición de inmigrantes, pero al platicar con los padres de esos alumnos, me enteraba que en sus escuelas anteriores en México, habían enfrentado los mismos problemas. Así pues, esta fue la mayor revelación y la más dolorosa que tuve como maestra mexicana en el extranjero. Que nuestro sistema está descuidando la enseñanza de valores y principios civiles en las escuelas de educación básica. No basta con hacer honores a la bandera los lunes por la mañana, ver la escolta pasar, saludar, cantar el himno y retirarse a su salón. La ceremonia es más

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un convencionalismo para crear un orgullo nacionalista que de nada sirve si no sabemos llevar una convivencia sana con nuestros compatriotas. Las escuelas primarias en Estados Unidos llevan un currículo que básicamente enseña matemáticas, lectura, gramática y escritura. Y seguramente no todos llegaran a obtener un título de educación superior. Pero durante esos años y a temprana edad las escuelas tienen un sistema de disciplina consistente. Se habla cuidadosamente al tratar temas de disciplina. No se usa el término “castigo” sino consecuencia. A nivel preescolar se le da más énfasis a educar al niño en temas de civilidad, y cumplimiento de sus deberes. La literatura infantil abunda, y se le conceda gran importancia a la lectura como un medio de entretenimiento y aprendizaje. Las bibliotecas son

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instituciones vivas en edificios funcionales, donde se prestan servicios de lectura, uso de computadoras gratuito, ayuda y asesoría en la búsqueda de un texto. Y la gente sabe que tiene que regresar el libro que pidió prestado, porque saben que la biblioteca les pertenece a todos, y que al no regresar un libro, se le cobrara una multa que tendrán que pagar si quieren seguir haciendo uso de este útil servicio. Tal vez tome varias generaciones para que en México alcancemos este nivel de cortesía, y verdadera libertad. Como educadora, yo creo firmemente que las escuelas tienen el poder inmenso de hacer o deshacer una nación. Tenemos el deber de cambiar nuestra propia manera de ver la vida, para educar a esos niños que lleguen a nuestro salón para ser mejores ciudadanos, para valorarse a sí

mismos, no basados en su rendimiento académico solamente, sino en por sus talentos y aptitudes personales. Me cuesta mucho platicar con mis amigas maestras que todavía viven en México cuando trato de explicarles que un título universitario no es sinónimo de éxito. La verdadera realización personal es encontrar aquello en lo que somos diestros, y que amamos hacer. Aquello que le queremos dar al mundo porque a nosotros mismos nos hace felices. Al valorar y premiar el esfuerzo por encima del logro, estaremos mandando el mensaje de que el trabajo honesto vale la pena y nos hace personas de gran estatura moral. He de decir sin embargo que el doloroso desafío de aceptar que esa es la realidad de mi México, no se compara con el reto que siguen teniendo los maestros en mi país de origen.

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