Cincuenta años de inauguración del Concilio Vaticano II

Concilio Vaticano II Cincuenta años de inauguración del Concilio Vaticano II El silencio de la Iglesia institucional salvadoreña. La UCA sí ha hecho

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Concilio Vaticano II

Cincuenta años de inauguración del Concilio Vaticano II El silencio de la Iglesia institucional salvadoreña. La UCA sí ha hecho un esfuerzo por recordarlo. El 5 de septiembre hubo un panel con teólogos jesuitas de toda América Latina. Las últimas Carta a las iglesias lo han recordado. Y está por salir un número de la Colección Centro Monseñor Romero, de 163 páginas sobre el Concilio. Ahora publicamos tres textos, muy verdaderos y por ello también críticos. En conjunto evalúan muy positivamente al concilio, pero son críticos del modo de mantenerlo en nuestros días.

Réquiem por un buen Concilio José Ignacio González Faus -¡Qué bonita es la primavera! - Pero dura poco...Este diálogo de “El séptimo sello” de Ingmar Bergman reverdece hoy, 11 de octubre, a los cincuenta años del comienzo del Vaticano II y su fugaz primavera. Un florecer preparado por años de estudio lento, en los llamados movimientos bíblico, patrístico y litúrgico, más la adopción de filosofías distintas de la aristotélica (hegeliana y heideggeriana sobre todo), como instrumental filosófico para la reflexión sobre la fe, por el relieve dado a la historia y a la experiencia personal. Veamos rápidamente las enseñanzas fundamentales de aquel Concilio. 1.- Lo que llamamos “revelación” no es un puñado de verdades inconexas sino una donación o comunicación personal de Dios. Por eso hay una jerarquía en las verdades reveladas, que deben formar todas entre si un conjunto orgánico.

2.- La Iglesia no es una sociedad de desiguales sino una comunidad de iguales. Debe llamarse pueblo, pero pueblo “de Dios”, reflejando así la comunión igualitaria que define al Dios “Unitrino” según la fe cristiana. La palabra comunión es una de las más frecuentes en los textos conciliares sobre la Iglesia. 3.- La autoridad eclesiástica no está por encima de la Palabra de Dios, sino para servir y obedecer a esa Palabra. 4.- La Iglesia no es la curia romana ni la llamada “jerarquía” sino ese pueblo de Dios: los laicos. La misión que define a la Iglesia (el apostolado) forma parte de la tarea del laicado. Los laicos no existen para que “la iglesia” (entendida ahora como jerarquía) tenga algún campo sobre el que ejercer su poder sagrado. 5.- Precisamente por eso, la Iglesia no es un “poder sobrenatural” superior a este mundo, sino una “señal eficaz” de esa comunión plena a la que también el mundo aspira. Ni pretende a ser escuchada apelando a una autoridad divina exterior a ella, sino por lo que ella misma significa. 6.- La Iglesia quiere actuar en la historia como colaboradora íntima de todo el género humano:

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sabiendo que no tiene respuesta para todo y que ha aprendido y puede aprender mucho de la historia humana (creyente o increyente). Pero también que tiene algo muy importante y decisivo que aportar a la humanidad. 7.- La liturgia como alma de la Iglesia ha de ser, por eso, más participativa y más asequible para el pueblo de Dios. 8.- Los derechos humanos no son una pretensión orgullosa contraria a los derechos de Dios, sino la forma como Dios quiere que se realicen sus derechos divinos. 9.- En su servicio al mundo la Iglesia sabe que éste aspira también a una comunión plena e igualitaria. Ello significa limitaciones importantes tanto en la concepción de la autoridad como en el llamado derecho de propiedad. 10.- Precisamente por eso, la libertad religiosa es verdad fundamental para el cristianismo: porque Dios quiere de los hombres la bondad; y no puede haber bondad si no brota de la libertad. No todo es ahí perfecto. Faltan dos puntos importantes: que la Iglesia es “Iglesia de los pobres”, y la necesidad de una profunda reforma de la curia romana, que la asamblea conciliar se cansó de reclamar en vano. Pero, sin ser perfecto, era una prometedora aurora, abortada por el último punto evocado: la curia romana se negó a reformarse. La pelea, fraterna y tácita, que atravesó todo el concilio entre el episcopado universal y la curia, se resolvió a favor de ésta: “los obispos se irán, la curia se queda” había dicho un monseñor cuando los debates conciliares iban desmontando, sistemática y respetuosamente, todo lo preparado por la curia. Para esta infidelidad manifiesta sirvieron de excusa los años inmediatos al Concilio: las aguas tanto tiempo reprimidas se desbordaron por las brechas abiertas, rompiendo a veces la presa y provocando una breve inundación de descontrol. La sabiduría bíblica y la fe en el Espíritu Santo habrían reclamado de la autoridad eclesiástica un poco de calma: esperar que las aguas volvieran a sus cauces y acelerar la puesta en acto de las enseñanzas conciliares. En vez de eso se culpó al Vaticano II de aquel desconcierto; el nuevo Código de Derecho Canónico enterró la colegialidad (concreción práctica de la comunión antes citada); y las reformas conciliares que habían comenzado a ponerse en marcha quedaron desleídas en meros retoques de fachada de eficacia dudosa (caso del sínodo de obispos, por ejemplo).

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Cincuenta años después, el resultado es la profunda crisis actual de la Iglesia, principalmente en Europa, porque el Concilio había sido todavía demasiado eurocéntrico. “Si oís Su voz, no endurezcáis el corazón” rezaba el salmista, desobedecido en los cincuenta años siguientes. Hacia 1969 comenzaron a oírse voces que denunciaban el peligro de una infidelidad o un “invierno eclesial” y una “marcha hacia el gueto” (K. Rahner). Y este mismo 2012 aparece un volumen- antología de textos de todo el mundo (desde 1969 a 2006), que avisaban sobre el rumbo anticonciliar que iba tomando la iglesia oficial y los peligros que esto podía suponer. El libro (“Clamor contra el gueto”) lleva un apéndice redactado por los editores: “Crónica de una crisis anunciada”. Es todo cuanto se podía decir. Ojalá pues volvamos a oír Su voz y no endurezcamos el corazón...

¿De veras se abrió la ventana? Cristina Lacroix, Hermanita del Evangelio

En la UCA se dio una charla sobre los aportes de Vaticano II y sus implicaciones en la vida eclesial de América Latina. Se habló del tema de la opción por los pobres, el cual no fue, en el Concilio, un tema prioritario. Me puse a pensar después acerca de lo novedoso que trajo este acontecimiento del Concilio para la vivencia católica post-conciliar. Me parece que lo más relevante fue la nueva visión sobre la Iglesia apegada más al Evangelio y la nueva articulación entre sus miembros en vista al proyecto prioritario de Jesús: el Reino que Él hecho a andar. Lo que conlleva un nuevo papel del laicado llamado ha ser protagonista más activo y no “consumidor” de actos religiosos. En los años de la apertura del Concilio, en la prensa, circulaba un dibujo tipo caricatura que presentaba el anciano Papa Juan XXIII, con una larga sonrisa de bonachón que abría una ventana. La cuña decía: “Abramos la ventana de la sacristía para que entre el

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aire fresco de afuera. Aquí se huele a moho”. Mensaje claro que expresaba este desafío: la Iglesia ha de abrirse al mundo, al vasto mundo donde está inmersa. ¿Y quién hace parte de este mundo sino el inmenso pueblo de los seglares, más de 95% de las fuerzas vivas de la Iglesia? Aquí en América Latina son muchos los que profesan su fe católica y quieren trabajar por su Iglesia. Por lo tanto ¿a qué se debe que los principios cristianos no son motor de una praxis cristiana? Como lo subraya el Concilio (G.S.# 43) “La separación entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considera como uno de los mas graves errores de nuestra época”. Las iglesias están llenas, los movimientos religiosos de toda índole hoy en auge. Los hermanos separados proliferan con mucha visibilidad en el espacio público. Se puede decir que los laicos, muy solicitados por sus respectivas Iglesias, están al pie del cañón para comprometerse en “las cosas de la Iglesia”, como dicen. ¿Qué ponen atrás de esta expresión? Se empeñan en talleres, cursos, ministerios de alabanza, retiros, largas vigilias, múltiples actividades de venta para recoger fondos a favor de dicha Iglesia. Este gran celo para actuar en general propiciado por los pastores es ciertamente admirable. Además nuestros católicos se vuelven orgullosos de andar como los evangélicos la Biblia bajo el brazo. Hay una tremenda competencia entre grupos religiosos para ocupar el espacio público. Se abre la ventana de la sacristía y queremos que la gente venga donde nosotros y esta ventana vamos a cerrarla después. ¡Hay tantos peligros en el mundo de hoy! Es el movimiento contrario al movimiento que el Concilio quería proponer: ir hacia fuera para transformar la realidad de afuera y no tanto para mejorar la sacristía y que se la viera bonita. Ciertos seglares muy generosos se ven tan comprometidos en “las cosas de Dios” que no hay noche que no se los jalen para una reunión de la Iglesia. ¡Qué tiempo les queda ( algunos incluso estudian y trabajan) para el sano esparcimiento con su familia, para convivir en el barrio, para participar en los eventos no-religiosos y sin embargo tan importantes para la vida ciudadana. Casi se culpabilizan si un día no pueden asistir a algo en la Iglesia porque tienen un asunto de familia o de salud. Siempre me ha impactado el hecho de que Jesús haya dedicado treinte años a no estar aparentemente en las cosas de su Padre (salvo en el Templo de Jerusalén que narra Lucas 2,49 “Tengo que preocuparme de los asuntos de mi Padre”). Es un largo tiempo “perdido” según los criterios que a veces se manejan hoy día en las parroquias. Sin embargo “Jesús quiso llevar la vida de un trabajador de su tiempo y de su región” (G. S. # 32). Vida común, sencilla que nos llama la atención. El estaba

en el mundo, fuera de la sacristía, aun se cumplía con los ritos normales de los judíos religiosos. Pero El, nunca perteneció al mundo de los sacerdotes, de los escribas y de los doctores de la ley…Era un seglar de Nazaret. Treinte años mezclado en la vida de sus compatriotas, en la sociedad civil donde quería dignificar a la persona humana. Con Jesús se terminaba lo de afuera y lo de adentro (con su muerte se rasgó la cortina del Templo). Como buen seglar que era Jesús, amaba la vida, tenía amistades, comía con ellas, conversaba, sabía festejar los buenos momentos…etc. Nada de un religioso las 24 horas en la “sacristía”. Claro que Jesús en su parábola famosa nos invita a trabajar en su viña, a no quedarnos ociosos. Pero su viña tiene las dimensiones del mundo entero y todo trabajo haciendo el bien por amor, entra en los planes de Dios con tal de que este trabajo sea generador de vida y que se siga “dilatando el Reino”. Un padre o una madre de familia que “pierde” tiempo en escuchar a sus hijos en la casa, en orientarlos, está cumpliendo su tarea en la viña del Señor. ¡Cuántos hijos de seglares comprometidos en las parroquias se quejan que sus padres los descuidan! Esta desviación en lo prioritario de un compromiso seglar, Juan Pablo II la señala hablando de “las tentaciones a las que no siempre han sabido sustraerse los seglares, la tentación de reservar un interés tan marcado por los servicios y las tareas eclesiales de tal modo que frecuentemente se ha llegado a una practica dejación de sus responsabilidades especificas en el mundo profesional, social, económico, cultural y político; y la tentación de legitimar la indebida separación entre fe y vida, entre la acogida del Evangelio y la acción concreta en las más diversas realidades temporales y terrenas” (introducción a la exhortación de Juan Pablo II “Christi Fideles Laïci”). El compromiso del laicado es pues ante todo de “índole secular” como lo recalcaba con nitidez el documento del Concilio L.G.# 31. Además hay el riesgo que se corre en algunos lugares de ver a seglares tan entregados al compromiso parroquial que se convierten en “seudo-clérigos” acumulando los compromisos, estando en todo, sacrificando por lo tanto la vida intrafamiliar. El # 23 de C.F.L. estigmatiza esta desviación cuando habla de esta “tendencia a la clericalización de los fieles laicos y el riesgo de crear de hecho, una estructura eclesial de servicio paralela a la fundada en el sacramento del orden”. Es de notar que el liderazgo asumido con mucha generosidad en la Iglesia compensa, a veces, la ausencia del liderazgo que la sociedad civil ofrece a los pobres. Pero no puede estar la sociedad civil fuera del mundo de Dios, fuera del Reino. Evangeli Nunciandi de Pablo VI, posterior a los textos del

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Concilio Vaticano II Concilio martilla lo siguiente: “El campo propio de la actividad evangelizadora de los laicos es el dilatado y complejo mundo de la política, de la realidad social, de la economía así también de la cultura, de las ciencias y de las artes”- # 70. En Europa, los fundadores de la Unión Europea después de tantas guerras fratricidas fueron valientes cristianos. Son los retos del juicio final en Mateo 25 donde la praxis cristiana es “la fuerza de transformación del mundo tal un fermento que obra la verdadera santificación” (L.G. # 31). En fin si el Concilio abría de par en par las puertas de la Iglesia para que entren los seglares “cada cual con su taburete”, no es para que ellos se conviertan en ovejas sumisas a la autoridad eclesial solamente aptas para ejecutar sin discutir lo que se les pide. Obedecer no es sumisión ciega. ¿Quién más que Jesús sabe escuchar, proponer y no imponer? El Espíritu Santo no debería estar secuestrado en la Iglesia (Ex.18,20), es propiedad de todos los bautizados que comparten la misma dignidad bautismal : “Para ustedes soy el obispo, con ustedes soy el cristiano” dice San Agustin. Cuando Jesús pidió a Pedro apacentar a sus ovejas, el requisito fue “¿me amas más que estos?”. No es un yugo que se añade a todos los yugos pesados que muchos pobres ya cargan sobre sus hombros. La Iglesia, como en la parábola de Jesús que habla de un árbol donde vienen anidar los pájaros, debe ser un lugar de respiro y vivencias de esperanza y alegría. A veces Jesús ha disuadido a algunos que querían seguirlo más de cerca “Vuélvete a tu casa y cuenta todo lo que Dios ha hecho por ti”(Lc 8,38), dice el Señor al endemoniado curado por El. Los Prisca y Aquilas (Rm 16,3) que elogia Pablo cuando habla de “mis cooperadores en Cristo Jesús” son hoy día más que nunca indispensables. ¡Pero hay tantas maneras de obrar para que se haga realidad el Reino! Cooperar con todas las personas de buena voluntad se vuelve tarea “original, insustituible e indelegable para el bien de todos”, C.H.L:#28. “¡Venga tu Reino Señor!”

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¿Renovación o conversión? Carlos Ayala Ramírez Es lugar común reconocer que la reunión marcó una época nueva en la vida de la Iglesia católica. Uno de los obispos conciliares, monseñor Léon Arthur Elchinger, lo planteó de forma magistral en una de las plenarias donde se discutía el primer esquema de la Constitución sobre la Iglesia (Lumen gentium). “Ayer la Iglesia era considerada sobre todo como una institución; hoy la vemos muchos más claramente como comunión. Ayer se veía sobre todo al papa; hoy estamos en presencia del obispo unido al papa. Ayer se afirmaba el valor de la jerarquía; hoy se descubre el pueblo de Dios. Ayer la teología ponía en primera línea lo que separa; hoy lo que une. Ayer la teología de la Iglesia consideraba sobre todo su vida interna; hoy es la Iglesia vuelta hacia el exterior”. Hablar de recepción del concilio es ponderar cómo se han procesado estos cambios en las distintas realidades eclesiales y sus respectivos contextos históricos. El teólogo Yves Congar define la recepción como el proceso mediante el cual un cuerpo eclesial hace verdaderamente suya una determinación que él no se ha dado a sí mismo, reconociendo en la medida promulgada una regla que conviene a su vida. No se trata, pues, de una actitud predominantemente pasiva de asimilación y obediencia, sino que implica un aporte propio de discernimiento y enriquecimiento de lo recibido. Leonardo Boff habla de la recepción creativa, en la que los destinatarios son coautores en la medida en que insertan el mensaje en los contextos vitales en que se encuentran. Si ocurrió en América Latina: “El Vaticano II dejó perfectamente claro que no es el mundo el que está en la Iglesia, sino la Iglesia la que está en el mundo como signo sacramental de salvación y de unidad. En América Latina se ha hecho la siguiente pregunta: ¿cuál es el mundo en el que debe estar preferentemente la Iglesia como sacramento de salvación? Y la respuesta es: el mundo de los pobres (…) El Vaticano II habla muchas veces del misterio de salvación; y aquí se ha entendido concretamente la salvación como el proceso de liberación integral (…) El concilio habló de la pobreza en el mundo y de los pobres; y aquí, en América Latina, se

Concilio Vaticano II ha dado contenido político a la pobreza, que no es algo inocente ni natural, sino algo producido por mecanismos económicos y políticos”. Medellín representa uno de los mejores ejemplos de recepción creativa. No buscaba solo una aplicación, sino una relectura de los documentos del Vaticano II, desde la propia realidad latinoamericana. La recepción y puesta en práctica implicó no solo un proceso de adaptación y puesta al día, sino, sobre todo, un hondo proceso de conversión de toda la Iglesia en aspectos sustanciales de la vida eclesial. Citemos tres ejemplos. Primero, frente a una Iglesia triunfalista, el Vaticano II proclamó una Iglesia servidora de la humanidad (Gaudium et spes, 40-43), que sigue el camino de Jesús pobre y humilde (Lumen gentium, 8). La Iglesia no es el Reino de Dios, sino solo su semilla en la tierra (LG, 5), atenta a los signos de los tiempos (GS, 4, 11, 44). Segundo, frente a una Iglesia clerical, el Vaticano II introduce el concepto bíblico de pueblo de Dios, pueblo de bautizados que tienen la misma fe, una misma Escritura, se nutren de la eucaristía y poseen pluralidad de carismas del Espíritu (LG, 12). El hecho de poner en la Lumen gentium el capítulo sobre el pueblo de Dios antes de hablar sobre los distintos ministerios y carismas fue una gran revolución eclesiológica. La jerarquía se inscribe dentro del pueblo de Dios, no al margen ni por encima. Tercero, frente a la concepción de la Iglesia juridicista, el Vaticano II destaca la dimensión de ministerio (LG, 1), Iglesia de la Trinidad que nace del Padre, está animada por el Espíritu (LG, 4) y refleja la luz de Cristo (LG, 1). El axioma clásico “fuera de la Iglesia no hay salvación” queda reformulado desde otra perspectiva: la Iglesia es el sacramento universal de salvación. Sobre este punto —y desde nuestra propia realidad—, en la Segunda Carta Pastoral de monseñor Óscar Romero (“La Iglesia, Cuerpo de Cristo en la historia”) encontramos una recepción creativa e historizada de la Iglesia como “signo” (sacramento). La Iglesia, afirmaba monseñor Romero, está en el mundo para significar y realizar el amor liberador de Dios, manifestado en Cristo. Por eso, él siente preferencia por los pobres (LG, 8). Porque ellos son los que ponen a la Iglesia latinoamericana ante un desafío y una misión que no puede soslayar y al que debe responder con diligencia y audacia.

Monseñor Romero entendió la persecución de la Iglesia como una consecuencia que le sobreviene al pueblo de Dios, cuando por fidelidad al Evangelio busca transformar un mundo dominado por la injusticia, la mentira y la muerte. Él lo expresó en los siguientes términos: “Mientras la Iglesia predica una salvación eterna y sin compromisos en los problemas reales de nuestro mundo, la Iglesia es respetada y alabada, y hasta se le conceden privilegios. Pero si la Iglesia es fiel a la misión de denunciar el pecado que lleva a muchos a la miseria, y así anuncia la esperanza de un mundo más justo y humano, entonces se la persigue y calumnia”. ¿Cómo debemos celebrar los 50 años de este concilio? Ofrecemos dos pistas. El papa Pablo VI señaló en su momento que la tarea del concilio ecuménico no había quedado totalmente concluida con la promulgación de sus documentos. Estos representaban más un punto de partida que una meta alcanzada. En consecuencia, hay que releer, interpretar e historizar desde los propios desafíos. Por su parte, Juan Pablo II, en el marco de la celebración del jubileo del año 2000, planteó en la carta apostólica Tertio Millennio Adveniente, la necesidad de un examen de conciencia que evaluara la recepción del concilio. Y propuso algunas interrogantes. ¿En qué medida la Palabra de Dios ha llegado a ser plenamente el alma de la teología y la inspiradora de toda la existencia cristiana, como pedía la Dei Verbum? ¿Se vive la liturgia como “fuente y culmen” de la vida eclesial, según las enseñanzas de la Sacrosanctum concilium? ¿Se consolida, en la Iglesia universal y en las iglesias particulares, la eclesiología de comunión de la Lumen gentium, dando espacio a los carismas, los ministerios y las varias formas de participación del pueblo de Dios? ¿Se siguen las directrices conciliares —presentes en la Gaudium et spes— sobre el estilo de las relaciones entre la Iglesia y el mundo? ¿Son relaciones de diálogo abierto, respetuoso y cordial? La celebración del quincuagésimo aniversario del Concilio Vaticano II es una buena oportunidad para que los hombres y mujeres de la Iglesia respondan con honradez a estas y otras preguntas, a fin de retomar el camino de una fecunda vivencia de la fe cristiana. Esto significa no solo dar continuidad a la renovación, sino algo más de fondo: entrar en un proceso de conversión.

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