Clase N 2: La tríada autor-obra-lector

UNRN – Sede Andina CARRERAS: Licenciatura en Letras – Profesorado en Lengua y Literatura ASIGNATURA: Introducción a los Estudios Literarios EQUIPO DOC

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UNRN – Sede Andina CARRERAS: Licenciatura en Letras – Profesorado en Lengua y Literatura ASIGNATURA: Introducción a los Estudios Literarios EQUIPO DOCENTE: Jorge Luis Arcos (Profesor) – Fabián H. Zampini (Auxiliar) E-MAIL: [email protected] BLOG: www.estudiosliterariosunrn.wordpress.com AÑO ACADÉMICO: 2011

Clase N° 2: La tríada autor-obra-lector. Clase elaborada por el Profesor Jorge Luis Arcos La clase de hoy se centrará en la tríada autor-obra-lector, pero hará hincapié en su primer componente, llamado por Foucault función-autor. Si nos remontamos a su exponente clásico, Homero, el autor de la Ilíada y la Odisea, ya encontramos un primer problema: la crítica contemporánea ha puesto en duda la identidad del autor –rapsoda o aeda– considerando, por ejemplo, que por las diferencias de concepción de ambos poemas épicos o narrativos, es muy probable que hayan sido compuestos por dos autores diferentes y en tiempos diferentes. Asimismo, acaso Homero sólo sea el nombre simbólico de un grupo de poetas que cantaban, acompañados de música, estas historias míticas que se trasmitían oralmente. Pero, además, al inicio de la Ilíada el poeta dice explícitamente: “Canta, oh Musa, la cólera del pélida Aquileo…”, por donde se atribuía a una diosa la autoría del canto. El rapsoda o aeda sólo sería el trasmisor de una historia. Apela a la Musa para recibir su inspiración, su entusiasmo, que en griego antiguo significaba estar “lleno de dioses”, esto es, el poeta, como una suerte de chamán, sólo sería el medio de trasmisión de la historia. La Musa lo poseería y a través del aeda cantaría/narraría la historia mítica que, de esta manera, halla su legitimación en una autoría superior. En el libro de Robert Graves, La Diosa Blanca, el autor inglés realiza una interesante y polémica investigación sobre el período matriarcal, en donde una diosa (no un Dios) era la figura rectora. Graves trata de probar que esta relación primordial entre esta Diosa y el poeta se ha mantenido de alguna manera presente a través del tiempo. La historia misma de los cantos homéricos, además, no es literalmente creada por el aeda. La historia preexiste a su trasmisor. Es por eso una historia mítica cuyo origen se confunde con la cosmogonía de un pueblo. Una sugerente recreación del autor Homero puede leerse en el cuento de Jorge Luis Borges “El inmortal”. Una segunda fase dentro de la cultura griega antigua nos remitiría al llamado período clásico, cuando floreció la Tragedia griega. En estas obras, ya se reconoce a un autor concreto (Sófocles, Esquilo, Eurípides), pero, según la concepción de la Poética de Aristóteles, que es el primer intento conocido de configurar una suerte de teoría literaria desde la filosofía, estos autores (en este caso ya personalizados) sólo darían forma a través de un género (en este caso la tragedia) a una historia también preexistente, una historia mítica, donde el papel de los dioses griegos será determinante en el origen y en el desenvolvimiento mismo del argumento, equivalente a la historia mítica de la obra. El autor trágico sólo será el responsable de la modelación formal del mito o historia representada a través de las convenciones genéricas y formales de la tragedia. Es decir, aunque ya en estas obras el rol del autor se acerca bastante a la función-autor moderna, todavía existe un condicionamiento mítico bastante poderoso. Según la Poética de Aristóteles (que se estudiará detenidamente en 1

la próxima clase) el autor trágico o poeta se relaciona con la figura del loco: es decir, un autor poseído por un entusiasmo sagrado, donde persiste, pues, la antigua concepción chamánica o mediúmnica del autor mítico. Este autor mítico/trágico se considerará superior, por ejemplo, tanto al narrador del poema épico tradicional como, sobre todo, al poeta lírico, donde la referencia a la subjetividad del poeta/autor era considerada una limitación o un grado inferior con respecto a la llamada imparcialidad u objetividad trágica del autor trágico, que no debía ser estorbada por intromisiones de la subjetividad del autor. Pero acaso el representante supremo de la función-autor en el mundo griego antiguo sea Platón (que sirve de referente modélico al mismo Aristóteles). Es muy interesante como ya Aristóteles establece una relación con este importante autor precedente, el cual había realizado con su filosofía una síntesis de todo el pensamiento del mundo antiguo. Había, incluso, expulsado simbólicamente de su República ideal al poeta, a la poesía misma, por considerarlo perjudicial para la comunidad. Es muy interesante observar cómo ya Aristóteles realiza una suerte de “mala lectura” o “desvío” de la concepción platónica (acaso como también Platón había realizado previamente con los filósofos precedentes: Sócrates y los llamados filósofos presocráticos). Si para Platón el mundo sensible es una ilusión, una ficción, con respecto al mundo de las llamadas ideas o universales platónicos, entonces la ficción de la literatura ¿qué sería sino una ficción o imitación o representación de otra ficción (la realidad del mundo sensible)? Aristóteles, en cambio, al conferirle una cierta validez material, objetiva, al mundo sensible, desde su concepción materialista y racionalista filosóficas, diferente al idealismo platónico, ya disminuye al menos en un grado la relación entre la ficción (mímesis: imitación, representación de lo real) del argumento mítico y la realidad mítica de la trama o argumento de la tragedia. En este sentido, el papel de la función-autor, aunque sea sólo como modelador formal de un contenido mítico preexistente, se aproxima más a una actividad recreadora. Un segundo momento de la función-autor la encontramos en el Antiguo y Nuevo Testamento. En el comienzo del Antiguo Testamento, el Génesis, se narra la creación del mundo y del hombre por Dios. Su parte mítica, cosmogónica, ya refiere al verdadero Creador o Autor: Dios. Desde esta perspectiva teológica, el poeta no será nunca el verdadero creador o autor. Como es conocido, el primer texto bíblico, el Antiguo Testamento, no tiene un autor concreto. Es, al igual que los cantos homéricos, el compendio mítico e histórico de los orígenes cosmogónicos y de la historia del pueblo judío. Por ejemplo, una parte del Antiguo Testamento, los cantos del Rey Salomón, o “Cantar de los Cantares”, es en realidad un compendio de poemas breves anónimos de contenido profano y erótico que luego se condensaron en un solo texto, se atribuyeron al rey Salomón, y eran leídos en clave divina, es decir, con una lectura ya teológica. Estos textos, pues, pueden compararse con los posteriores romances españoles medioevales, también de autores anónimos y, en este caso, trasmitidos oralmente a través del canto y acompañados de música. Ya en el Nuevo Testamento se reconoce la autoría de los llamados apóstoles, a través de sus distintas versiones de la historia de Cristo. Pero existen también los llamados evangelios apócrifos (como los encontrados en los manuscritos hallados en el Mar Negro), esto es, otras versiones que la institución de la Iglesia católica no consideró canónicos. El último ejemplo que queremos exponer ante ustedes, antes de pasar a la consideración de la función-autor en la época moderna, lo podemos hallar en la Comedia de Dante Alighieri, conocida como La Divina Comedia. Como es conocido, Dante realiza con su obra una síntesis de todo el pensamiento precedente: el mundo antiguo y la Edad Media. 2

La obra puede soportar varias lecturas simultáneas: desde la estrictamente personal, biográfica (la búsqueda de su idealizada pero real Beatriz, de quien el poeta se enamoró en su juventud), hasta otras lecturas teológicas, alegóricas, anagógicas, incluso históricas y cosmovisivas. El pasaje que queremos destacar es el referido en el Canto IV, cuando Virgilio, su guía, y Dante arriban al Limbo, donde moran las almas que nacieron antes de Cristo, y que, al no haber sido bautizadas, no pueden entrar al Paraíso (como es el caso de su guía, Virgilio, el poeta latino, Publio Virgilio Marón, autor de La Eneida). Allí se nombra a Homero, Horacio, Ovidio, Lucano y, contando al propio Virgilio, escribe Dante: “Mayor honor me hicieron lisonjeros; / y dándome un lugar en compañía; / el sexto fui, contado entre primeros”, por donde, simbólicamente, el propio Dante (o la función-autor Dante, o el sujeto lírico –para decirlo en términos modernos- o narrador del poema (que no es exactamente el autor Dante ni la persona Dante) se inscribe en un orden canónico inmortal. Es este, acaso, el primer ejemplo, de cómo un autor refuerza su función autoral al punto de autocanonizarse o inmortalizarse como autor, así sea simbólicamente… Con este ejemplo de expreso énfasis autoral, Dante, ya a las puertas del Renacimiento, es decir, de la época llamada Moderna, en donde a la cosmovisión mítica antigua y a la teocéntrica propia del Medioevo sobreviene una cosmovisión antropocéntrica, se aproxima, así sea como en un umbral, a la concepción moderna de la función-autor, la cual irá configurándose a partir del Renacimiento hasta el Romanticismo, donde alcanza su plenitud la concepción moderna del Autor. Si bien todavía en el Renacimiento -que consistió, entre otras cosas, en el afianzamiento de una visión antropocéntrica de la realidad-, se tendió a recuperar el sentido de la mímesis clásica o aristotélica, y se tomaron como modelos el arte y la literatura griegas clásicas, por donde la función-autor se mantenía todavía hasta cierto punto demediada por las concepciones aristotélicas, ya en el Romanticismo, como reacción al clasicismo y al neoclasicismo anteriores, y como, hasta cierto punto, rescate de la estética del Barroco, la función autor conocerá una transformación radical. Por un lado, el desarrollo de la imprenta, con la consiguiente reproducción de la obra literaria, la consolidación del sentido de propiedad autoral o derecho de autor, y la comercialización con el status de mercancía de la obra dentro de los mecanismos capitalistas de producción, distribución y comercialización, contribuyen a individualizar la figura de la llamada por Foucault función-autor. A esta nueva realidad material de la obra literaria, que ya presuponía también la realidad material de un público receptor o lector, como consumidor y/comprador de la obra, se añade un cambio de índole cosmovisivo y estético en la concepción misma del autor. A la mímesis o imitación aristotélica sucede el mito de la originalidad romántica, el mito del genio individual, el mito del hombre como creador, el mito del estilo como una emanación de la subjetividad (“El estilo es el hombre”). Se refuerza como nunca antes el papel de la personalidad. A la uniformidad, racionalidad y objetividad de la poética clasicista sucede una furiosa atomización que trae consigo una proliferación de poéticas individuales. El papel del Yo, del Ego, de la subjetividad, de la individualidad, pasa a un primer plano. Ya la Naturaleza, como creación divina, no será la medida de todas las cosas, sino que se convertirá en un eco o reflejo subjetivo del alma del hombre. La identidad ideal entre el hombre y la naturaleza –típica, por ejemplo, de la poesía clasicista- es alterada a favor del hombre. Se desarrolla también otra contradicción que enfatiza todavía más el papel de la individualidad, y es la contradicción entre el individuo y la sociedad, típica del capitalismo. Como parte del desarrollo del género narrativo surge la novela llamada realista – la Comedia humana, de Balzac, por ejemplo. El narrador omnisciente, en tercera persona, 3

sustituye a Dios. El Autor juega a ser Dios. Su perspectiva es absoluta. Es el tiempo también en que se desarrolla mucho el género biográfico. El mito del héroe, encarnado en Napoleón Bonaparte, atraviesa todo el siglo XIX, desde Las ilusiones perdidas, de Balzac, hasta La cartuja de Parma y El Rojo y el Negro, de Stendhal, hasta Crimen y Castigo, de Dostoievsky, y La guerra y la paz, de Tolstoi. Sin embargo, la frase de Nietzsche: “Dios ha muerto”, como la muerte simbólica del Dios cósmico, y de toda una cosmovisión del mundo basada en la idea de un Dios Absoluto y creador, o en la equivalente construcción de sistemas filosóficos totalizadores, como ejemplos de Grandes Discursos o de Grandes Relatos, apunta a la fragmentación de la idea del Autor, porque la desaparición de la supremacía de la idea de Dios en la percepción de la realidad, cambia asimismo la perspectiva sobre su criatura, que ya no puede siquiera suplantar a un dios muerto. Porque, simbólicamente, el antiguo hombre ha muerto también. Es por eso que una discípula de Nietzsche, la pensadora María Zambrano, llega a hablar del suicidio de Adán. Los románticos habían asumido el mito del poeta como ángel caído, Satanás, que pierde los atributos divinos o angélicos. Satanás como el poeta que intenta convertirse en demiurgo, simulacro de Dios. Con posterioridad, a partir de la ruptura de la Vanguardia –en cierto modo una radicalización del espíritu romántico-, comienza a perder terreno la supremacía de la función-autor. La multiplicidad de perspectivas, por un lado, provenientes de la experiencia de la plástica; la mezcla o ruptura de las fijaciones genéricas; la escritura automática como remedo de una suerte de inconsciente colectivo, relativizan la función autoral. Si los románticos habían descubierto el papel del sueño como portal hacia el otro mundo, ahora los vanguardistas acentúan el papel de lo onírico, de lo irracional, de la metáfora mágica en la percepción del mundo: un mundo cada vez más fragmentado y relativizado. La creación del poderoso imaginario de Freud y sus descendientes acentúa todavía más el papel del inconsciente. Es como si la revelación de este otro mundo –invisible, oculto, misterioso, individual y colectivo a la vez– suplantara no sólo el otro mundo de Dios, sino al del propio Autor, que tampoco podría domeñarlo, porque se convertiría en un misterio para sí mismo. Simultáneamente, el formalismo ruso y el estructuralismo, ponen el énfasis en el estudio de la obra, en detrimento del papel del autor, e incluso del contexto y del referente. La llamada “falacia intencional”, que alude al estudio de la obra literaria en función del papel decisivo del autor: intenciones del autor, papel de su personalidad, ideología, etcétera, o el estudio de las poéticas autorales, pasa a un segundo plano. De esta tendencia, finalmente, surge la idea de la muerte del autor, tal y como se analiza en el texto clásico “La muerte del autor”, de Roland Barthes, o, al menos, su relativización en la famosa conferencia de Michel Foucault, “¿Qué es un autor?”, es decir, su aprehensión relativizada al lado de otros discursos. En el texto de Barthes se insiste en la idea del tiempo de la enunciación y del sujeto de la enunciación, como un tiempo instantáneo, un aquí y un ahora donde nace y muere el autor. En última instancia, parece prevalecer aquí la idea del lenguaje como un orbe inconsciente, gobernado por sus propias leyes, imposible de dominar por el propio autor. Pero a la muerte del autor, Barthes agrega la idea de la muerte del crítico: del crítico ligado a la idea de la supremacía del autor. Hay acaso una exagerada profecía acerca de los límites de la crítica, la cual se concibe como más descriptiva que valorativa. Asimismo, se acentúa entonces el papel del lector: una suerte de idealización de un lector ideal, único estrato desde 4

donde la obra, al actualizarse, alcanzaría la plenitud de todos sus sentidos posibles. Pero ¿quién es ese lector ideal? ¿No hay sólo lectores particulares? En todo caso, esos lectores particulares sólo se identificarían a partir de la asunción (o no) de determinados imaginarios epocales. Y ¿acaso el lector no es también un crítico en potencia? Críticos o lectores que, de cierta forma, al actualizar con su lectura la obra, la reescriben, por lo que son, también, autores potenciales. Autor, Obra, Lector: tres momentos que constituyen la unidad compleja y dialéctica de la naturaleza de la literatura. Del énfasis que se haga en cada uno de estos componentes se deriva la variedad de los métodos de análisis de la literatura. Pero Autor, Obra y Lector no son realidades ontológicas, dadas de una vez y para siempre: mutan constantemente y soportan una historia, una evolución. Y esa mutación, esa historia y esa evolución condicionan también la de los métodos de análisis. Porque, en última instancia, ¿no responden a la mutación, la historia y la evolución del hombre mismo: el sujeto que mira, que percibe la realidad a través de la literatura para mirarse a sí mismo?

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