Como es sabido, el Concilio Vaticano II aprueba lo que, probablemente,

Iglesia Viva Nº 257, enero-marzo 2014 pp.133-138 © Asociación Iglesia Viva ISSN. 0210-1114 SIGNOS DE LOS TIEMPOS Reforma de la curia y concilio Vat

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Nº 257, enero-marzo 2014 pp.133-138 © Asociación Iglesia Viva ISSN. 0210-1114

SIGNOS DE LOS TIEMPOS

Reforma de la curia y concilio Vaticano II Jesús Martínez Gordo. Facultad de Teología de Vitoria-Gasteiz.

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omo es sabido, el Concilio Vaticano II aprueba lo que, probablemente, es una de sus aportaciones eclesiológicas más importante: los obispos son “vicarios y legados de Cristo” y “no deben ser considerados como los vicarios de los pontífices romanos”. Justamente, por ello, han de gobernar sus respectivas iglesias locales con la autoridad de Cristo “que ejercen personalmente” en su nombre, es decir, de manera “propia, ordinaria e inmediata, aunque su ejercicio esté regulado en última instancia (“ultimatim”) por la suprema autoridad de la Iglesia”1. La expresión “en última instancia” (“ultimatim”) ha sido objeto de diferentes interpretaciones en el postconcilio La que, finalmente, ha acabado imponiéndose es la que ha favorecido la relación entre el primado del Papa y el colegio episcopal a partir de un modelo centrípeto y autoritativo. Y la que, como consecuencia de ello, ha impulsado una curia vaticana sobredimensionada en sus atribuciones y competencias. Sin embargo, una buena parte de los teólogos no ha dejado de reivindicar la interpretación colegial y sinodal. Probablemente la persona más autorizada es G. Philips (el relator principal de la Constitución Dogmática “Lumen Gentium”) quien, explicando e ilustrando el pasaje citado, señala que los padres conciliares entienden que el obispo de Roma no puede estar interviniendo continuamente en la administración de todas las diócesis del mundo. Su responsabilidad, 1 LG 27

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como sucesor de Pedro, se ciñe a repartir las encomiendas, a ser la instancia de apelación “en última instancia” (“ultimatim”) con el fin de proteger –cuando sea necesariotanto a los obispos como a sus diocesanos y a cuidar, de manera particular, la comunión y la verdad2. Esta interpretación, la mayoritariamente compartida por los padres conciliares, se funda en la común recepción del episcopado (por parte del sucesor de Pedro y de todo el colegio) como “plenitud del sacramento del Orden”3. Como consecuencia de dicho fundamento sacramental se invalida “de facto” la doctrina de la separación entre el “poder de orden” y el “poder de jurisdicción”, se recupera el canon sexto de Calcedonia contra las ordenaciones absolutas y se propicia un gobierno colegial, presidido –obviamente– en la fe y en la caridad por el sucesor de Pedro. 1.– La tímida (pero importante) reforma de Pablo VI Pablo VI, en aplicación de esta aportación doctrinal de primer orden, reconoce en la Carta Apostólica “De episcoporum muneribus” (15.VI.1966), la autoridad “propia, ordinaria e inmediata” de los obispos en sus iglesias locales y, citando el Vaticano II, recuerda que “tienen el sagrado derecho y el deber de legislar”4 y “la facultad para dispensar en casos particulares de las leyes generales de la iglesia a los fieles (…) cuantas veces lo estimen conveniente para el bien espiritual de los mismos fieles, salvo que la suprema autoridad de la iglesia haya establecido una reservación especial”5.

2 G. PHILIPS, “La iglesia y su misterio en el Concilio Vaticano II”, 1, Barcelona, 1966, 436 3 LG 26: “El Obispo, por esta revestido de la plenitud del sacramento del Orden” 4 LG 27 5 CD 8b

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Esta última salvedad le lleva a enumerar las competencias en las que puede intervenir cada prelado y aquellas otras que, a partir de la publicación de esta Carta Apostólica, quedan reservadas al Papa: la obligación del celibato para sacerdotes y diáconos; la negativa a ejercer el presbiterado a los casados que hayan recibido el orden sagrado sin la dispensa de Roma; la prohibición de que los presbíteros ejerzan la medicina y la cirugía, asuman oficios públicos que comporten el ejercicio de jurisdicciones civiles o administrativas, sean senadores o diputados donde esté prohibido por el Papa o ejerzan el comercio personalmente o por persona interpuesta; la imposibilidad de interferir en las leyes generales referidas a los religiosos; la prohibición de eximir de toda una serie de irregularidades e impedimentos para recibir las ordenes sagradas o para contraer matrimonio válidamente, etc.6 A este primer gran documento le sucede el Directorio para los obispos “Ecclesiae imago” (1973), el texto más logrado –jurídica y pastoralmente– de todo su pontificado: además de abundar en la comprensión del episcopado como presidencia de la diócesis (parroquias, arciprestazgos, diferentes consejos, sínodo diocesano), en su relación con el Papa, con el colegio episcopal y en los concilios particulares, se adentra en la corresponsabilidad eclesial instituyendo diferentes órganos para hacerla efectiva. Los sínodos, particularmente, los diocesanos son uno de los frutos más interesantes de este Directorio ya que van a posibilitar la recepción del Vaticano II y canalizar muchas demandas de las diferentes diócesis al Papa y a la curia vaticana.

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PABLO VI, Litterae Apostolicae Motu Proprio Datae “De Episcoporum Muneribus. Normae Episcopis impertiuntur ad Facultatem dispensandi spectantes”, 1966, nº 10 (AAS 58 (1966), pp. 467-472)

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2.– La disolución de la colegialidad episcopal Con la publicación de este Directorio se cierra la tímida revalorización del episcopado y de las iglesias locales para entrar –a lo largo del pontificado de Juan Pablo II– en otro tiempo presidido por la recuperación de la centralidad de la Santa Sede al precio de la colegialidad y de la sinodalidad. La reforma de la curia vaticana en la que actualmente está inmersa la Iglesia Católica, por iniciativa del Papa Francisco, no puede obviar esta prevalencia de la interpretación marcadamente centrípeta y autoritativa ni descuidar el aparato jurídico y teológico que ha propiciado a lo largo de los últimos decenios. Hay, concretamente, cinco decisiones (pero podrían ser más) que es preciso desac­tivar, bien sea derogándolas formalmente, bien sea superándolas por vía práctica. En su superación se juega, en buena medida, la credibilidad de dicha reforma7. 2.1.– El Directorio “Apostolorum succesores” (2004) A partir del Directorio “Apostolorum sucesores” (2004), el ministerio episcopal ya no se cimenta en la misión al frente de una iglesia local (como venía siendo habitual desde Calcedonia), sino en la pertenencia a un cuerpo específico. En coherencia con esta singular interpretación (manifiestamente involutiva), las Conferencias Episcopales tampoco se fundan en la colegialidad derivada de la misión, sino en la pertenencia al colegio episcopal en cuanto tal: simplemente, existen para canalizar el llamado “affectus collegialis”8. 7 Cf. J. MARTINEZ GORDO, “Los contextos: del Vaticano II a nuestros días”: UNIVERSIDAD PONTIFICIA DE SALAMANCA – INSTITUTO SUPERIOR DE PASTORAL, “Recibir el Concilio 50 años después”, Estella (Navarra) 2012, pp. 13-57 8 CONGREGACIÓN PARA LOS OBISPOS, “Directorio para el ministerio pastoral de los obispos, “Apostolorum succesores”, 2004, nº 28

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Como consecuencia de esta “refundación” del ministerio episcopal, vuelve a aparecer el peligro de las ordenaciones absolutas: obispos ocupados en tareas administrativas (por ejemplo, en la curia vaticana), sin comunidad que presidir, y a quienes se “envía”, para salvar la formalidad jurídica, a diócesis inexistentes. En este Directorio también se limita sustancialmente la capacidad para impartir magisterio “auténtico” de las Conferencias Episcopales: se requiere “unanimidad” o los dos tercios con “recognitio” de la Sede Primada9 . Y se favorece la relación personal de cada prelado con la Santa Sede, con serio menoscabo de la colegial, tan necesaria (o más) que la personal. En definitiva, este Directorio concreta jurídicamente la interpretación centrípeta de la colegialidad que vincula a los obispos dispersos por el mundo con el sucesor de Pedro. Y lo hace en sintonía con la Carta Apostólica “Apostolos suos” (1998) de Juan Pablo II. Muy probablemente, esto es algo que se incubaba en la firma por parte de Pablo VI de los diferentes documentos conciliares como “obispo de la Iglesia Católica” y no como “obispo de Roma”. El Papa Montini se atribuía un título que, desconocido en la tradición, abría las puertas a una concepción del papado no como presidencia en la comunión y en la caridad del colegio episcopal, sino como el obispo del mundo que corre el riesgo de hacer delegados suyos a sus hermanos en la sucesión apostólica. Años más tarde, Avery Dulles justificará este imaginario argumentando –en nombre de la unidad de la fe– lo que pensaba una buena parte de la minoría conciliar. 2.2.– Una regulación restrictiva de los sínodos. La celebración de los diferentes sínodos (nacionales y diocesanos) fue, en la inmensa 9 Ibíd., 31 iviva.org

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mayoría de los casos, una excelente ocasión para ponerse al día teológicamente, diagnosticar la situación de la iglesia y de la sociedad, experimentar la comunión y la corresponsabilidad, proponer los objetivos pastorales más importantes para los próximos años y formular algunas de las cuestiones necesitadas de una profundización (y, en su caso, revisión) por parte del gobierno eclesial: la posibilidad de que las mujeres accedieran al sacerdocio, la elección de los obispos, el celibato de los presbíteros, el uso de los preservativos, la comunión a los divorciados casados civilmente en segundas nupcias, la moral sexual en general, etc. La gran mayoría de los obispos elevaba tales peticiones a la Santa Sede. Sin embargo, en el sector mayoritario de la curia Vaticana se va abriendo camino la convicción de que la celebración de los sínodos, las reclamaciones que se formulan y su canalización a la Santa Sede por medio de los respectivos obispos está generando “la idea de una soberanía eclesial popular en la que el pueblo mismo establece aquello que quiere entender con el término iglesia”10. Consecuentemente, lo que se está cuestionando “de facto” vendría a ser la estructura jerárquica de la iglesia, esto es, su apostolicidad, uno de los puntos constituyentes y constitutivos de la comunidad cristiana. El “boom” de peticiones que llegan y la entidad de la sospecha que se va formulando explican que la Congregación para los Obispos y la Congregación para la Evangelización de los Pueblos prohíban en 1997 pronunciarse (incluso bajo la forma de un simple “voto que transmitir a la Santa Sede”) sobre cualquier tema que implique tesis o posiciones que no concuerden con la doctrina perpetua de la iglesia o del magisterio pontificio, o que afecten a materias disciplinares reservadas a la autoridad eclesiástica superior. Literalmente: “Teniendo presente el vínculo que une la Iglesia particular y su Pastor 10 J. RATZINGER, “Mi vida. Autobiografía”, 2006, 159

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con la Iglesia universal y el Romano Pontífice, el Obispo tiene el deber de excluir de la discusión tesis o proposiciones –planteadas quizá con la pretensión de transmitir a la Santa Sede «votos» al respecto– que sean discordantes de la perenne doctrina de la Iglesia o del Magisterio Pontificio o referentes a materias disciplinarias reservadas a la autoridad suprema o a otra autoridad eclesiástica”11. Esto quiere decir que las iglesias locales no pueden proponer un testimonio de fe que difiera, en su expresión, mínimamente del magisterio pontificio. La misma regla rige en el cuadro de los sínodos con el Papa, comprendidos los continentales. Es así como nos encontramos con la eclesiología vigente la víspera del concilio en el que una concepción absolutista del primado sofoca la comunión de las iglesias locales –como sujetos que son de derecho e iniciativa– en el seno de la comunión de la iglesia entera. La Santa Sede, desde el pontificado de Juan Pablo II hasta nuestros días, si no se reserva el monopolio de la interpretación de la fe cristiana en todas las culturas del mundo entero, ejerce, cuando menos, un control estricto y actúa como si fuera la guía inmediata, conservando –y si es el caso, reclamando– la iniciativa en este campo. 2.3.– El juramento de fidelidad de los obispos (1987) Según el canon 380, “antes de tomar posesión canónica de su oficio, el que ha sido promovido al episcopado debe hacer la profesión de fe y prestar el juramento de fidelidad a la Sede Apostólica, según la formula aprobada por la misma Sede Apostólica”. Y la fórmula del juramento de fidelidad vigente desde el 1 de julio de 1987 es la 11 CONGRETATIO PRO EPISCOPIS – CONGREGATIO PRO GENTIUM EVANGELIZATIONE, ����� “Instructio de Synodis diocesanis agendas”, n IV, 4 (AAS 89 (1997) 706-727).

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siguiente: “Juro permanecer siempre fiel a la Iglesia católica y al obispo de Roma, su pastor supremo, al vicario de Jesucristo y al sucesor de Pedro en el primado así como a la cabeza del colegio de los obispos. Obedeceré el libre ejercicio del poder primacial del Papa sobre toda la Iglesia, me esforzaré por promover y defender sus derechos y su autoridad. Reconoceré y respetaré las prerrogativas y el ejercicio del ministerio de los enviados del Papa, que le representan. Salvaguardaré con sumo cuidado el poder apostólico transmitido a los obispos, en particular, el de instruir, santificar y guiar al pueblo de Dios en comunión jerárquica con el colegio episcopal, su Jefe y sus miembros. Favoreceré la unidad. Daré cuentas de mi mandato pastoral a la Sede apostólica en las fechas fijadas de antemano o en las ocasiones determinadas y aceptaré muy gustosamente sus mandatos o consejos y los pondré en práctica”12. Este juramento de fidelidad lo han de prestar aquellos candidatos que hayan sido elegidos para ser obispos, precisamente, por haber respetado escrupulosamente toda una serie de criterios en los que la curia vaticana cifra la ortodoxia y la disciplina desde entonces hasta nuestros días. Forman parte del primer capítulo de criterios “la convicción y devota fidelidad a la enseñanza y al magisterio de la Iglesia. Particular concordancia del candidato con los documentos de la Santa Sede sobre el ministerio sacerdotal, la ordenación de las mujeres, sobre el matrimonio y la familia, la ética sexual (especialmente la transmisión de la vida según la enseñanza de la encíclica “Humanae vitae” y de la carta apostólica “Familiaris consortio”) y sobre justicia social. Fidelidad a la verdadera tradición eclesial y compromiso en favor de la verdadera 12 SACRA CONGREGAZIONE PER LA DOTTRINA DELLA FEDE, “Formula qua iusiurandum fidelitatis ab iis dandum erit qui episcopi dioecesani nominati sunt, 1972, EV S1, 450-453; REspDCan 32 (1976) 379.

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renovación impulsada por el Concilio Vaticano II y de las subsiguientes instrucciones papales”13. Los criterios referidos a la “disciplina” que han de respetar y promover los candidatos al episcopado son la “fidelidad y obediencia en la relación con el Santo Padre, la Sede Apostólica, la Jerarquía; observancia y aceptación del celibato sacerdotal tal y como viene propuesto por el magisterio eclesiástico; respeto y observancia de las normas –generales y particulares– concernientes a la prestación del servicio divino y en materia de vestido sagrado”14. ¡Qué lejos estamos de Calcedonia y de toda la teología que tradicionalmente recurría al imag����������������������������� inario matrimonial para referirse a la relación del obispo con su diócesis! La relación de un obispo con el Papa –y, lo que es más sorprendente, con la curia vaticana– es, a tenor del canon 480, análoga a la de un vicario con su obispo. Según el canon traído a colación, “el vicario general y el vicario episcopal deben informar al obispo diocesano sobre los asuntos más importantes por resolver o ya resueltos, y nunca actuarán contra la voluntad y e intenciones del obispo diocesano”. 2.4.– La reducción de los obispos a simples difusores del magisterio pontificio. Es particularmente llamativo el comentario de Angelo Amato en el balance que ofreció de la declaración “Dominus Jesus” (2000) sobre el relativismo en el diálogo interreligioso, a los dos años de su promulgación. Si bien es cierto, indicaba, que la publicación de observaciones críticas de algunos obispos católicos es señal de libertad y serenidad de espíritu, plantea, sin embargo, el problema de la recepción de los documentos magisteriales por parte de los pastores de la Iglesia15. 13 Cf. J. MARTINEZ GORDO, o. c. 38-39 14 Ibíd., 39 15 Cf. A. AMATO, “’Dominus Jesus’: recezione e iviva.org

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Como se puede apreciar, durante el postconcilio ha reaparecido la doctrina preconciliar sobre la separación entre la potestad de orden (entregada por la consagración episcopal) y la de jurisdicción (supuestamente conferida a los obispos por el Papa), a pesar de haber sido explicita y formalmente superada por el concilio Vaticano II. 2.5.– Un silencio (sorprendente) en el actual código de derecho canónico Y la quinta –pero no, por eso, última y sorprendente decisión– es que el actual código de derecho canónico ha silenciado el texto anteriormente citado de LG 27, es decir, aquel en el que se recuerda que los obispos son vicarios de Cristo y no legados o vicarios del Papa. Y no deja de seguir sorprendiendo que hayan reservado al Papa los títulos de “jefe del colegio de los obispos, vicario de Cristo y pastor de toda la iglesia”16. A la luz del concilio Vaticano II, es evidente que la universalidad de la iglesia no pasa por la supeditación de los obispos a la curia, sino por visualizar con mucha más claridad la relación sacramental que existe entre el Papa (sucesor de Pedro) y el colegio de los obispos (sucesores de los apóstoles) dispersos por el todo el mundo. Conclusión Es cierto que Juan Pablo II sostiene en la Carta Apostólica “Pastor Bonus” (1988) que es “inconcebible que la Curia Romana impida o condicione, como un diafragma, las relaciones y los contactos personales entre los obispos y el Sumo Pontífice”17. Pero problematiche. Una prima rassegna”: Path 1 (2002) 79-114. 16 CIC 313 17 JUAN PABLO II, Constitución Apostólica “Pastor

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también lo es que en la primera jornada del Sínodo Extraordinario de 1985, reconociendo la posibilidad de tensiones entre los obispos diocesanos y la curia, las achaca a una insuficiente comprensión de los mutuos ámbitos de competencia18. Una observación, ésta última, que hay que comprender en el marco de la interpretación marcadamente centrípeta (y escasamente colegial) del primado que abandera K. Wojtyla. Puesto que, al parecer, los impulsores de la reforma de la curia no tienen intención de remozar la Carta Apostólica “Pastor Bonus” (actualmente vigente), sino de redactar una nueva, sería deseable que se recuperara y desarrollara en el posible nuevo documento la aportación dogmática de LG 27 sobre el ministerio episcopal y el primado del Papa en su interpretación colegial y sinodal y que, a su luz, se prestara la debida atención a los derechos (y no sólo a los deberes) de las iglesias locales. Una vez fijada esta verdad dogmática (y desarrollada jurídicamente) es muy probable que ya no habría excesivas dificultades para desarrollar la condición subordinada de la curia vaticana a la colegialidad episcopal. Y de todas las curias del mundo a la sinodalidad y corresponsabilidad bautismal. No está de más recordar que una decisión de este calado, además de recuperar el parecer mayoritario de los padres conciliares, estaría canalizando –por paradójico que pueda parecer– el deseo del mismo Juan Pablo II cuando pidió buscar juntos y “encontrar una forma de ejercicio del primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial de su misión”, se abriera “a una situación nueva”19. Bonus” (1988), nº 8 18 Cf. M. ALCALÁ, “Historia del sínodo de los obispos”, Madrid, 1996, 280. 19 JUAN PABLO II, Carta Encíclica, “Ut unum sint” (1995), nº 95.

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