CONCLUSIONES Un pequeño ensayo sobre la moral y la contingencia

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CONCLUSIONES Un pequeño ensayo sobre la moral y la contingencia

“Las prácticas judiciales y sobre todo policiales están siempre un escalón por debajo de las leyes, aunque sea sólo porque éstas reflejan modelos del «deber ser», mientras aquellas están sujetas, además, a imperativos de eficiencia contingentes que inevitablemente chocan con los primeros, percibidos a menudo como embarazosos obstáculos antifuncionales (…)”. Luigi Ferrajoli, Derecho y Razón, Editorial Trotta, Madrid, 2005. “Por contingente, entiendo aquello que no es necesario ni eterno, sino aquello cuyo contrario hubiese podido acaecer en el mismo momento en que ello acaece. Así puedo en el mismo instante, actuar de una manera y poder actuar de otra (o no actuar en absoluto)”.Giorgio Agamben, “Bartleby o de la contingencia”, en Preferiría no hacerlo, Ed. PRE-TEXTOS, Valencia, España, 2005)

Hasta aquí se ha recorrido el despliegue y funcionamiento de la justicia de menores desde la faz prescriptiva hasta la realizativa, revisando los discursos tanto orales como escritos y las prácticas judiciales de los agentes que intervienen en el campo de la administración judicial para personas menores de edad. Se intentó así responder a la pregunta acerca de cómo se juzga a los jóvenes que han cometido delitos en nuestro país, con nuestro ordenamiento legal, con nuestros procedimientos y con nuestros agentes del campo jurídico, necesariamente inmersos en la realidad social.

El estudio de estas prácticas judiciales llevó a la construcción de una cartografía que conllevó el calificativo de “moral” ya que resulta imposible prescindir de esta dimensión para comprender el dictado de justicia: las prácticas de los jueces guardan correspondencia con la atribución de sentido conferido por ellos mismos y este sentido está atravesado por múltiples determinaciones que –tal como quedó demostrado- remiten a valoraciones morales, entre las cuales las actitudes constituyen una dimensión privilegiada de análisis. En las valoraciones de los jueces emergen cosmovisiones preexistentes sobre el bien, la moral, lo bueno, lo correcto, lo normal y las actitudes que deben acompañar las acciones para ser valoradas positivamente: disciplina, respeto, obediencia, arrepentimiento, voluntad de modificación de conductas, esfuerzo, compromiso.

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Estas cosmovisiones marcan pautas de distribución en torno a la norma. Y para que la moral sea tan predeterminante, la escasa regulación de la ley en un sentido taxativo ayuda enormemente. A lo largo de la revisión y análisis de los distintos corpus seleccionados para esta investigación, pudo comprobarse que las prácticas judiciales en la justicia de menores se parecen mucho más a prácticas morales que a prácticas legales; orientadas, por lo tanto, más hacia la normalización y la moralización de los sujetos que al reproche jurídico. “(…) son moralmente defectos, sin ser patológicamente enfermedades, ni legalmente infracciones”334 y a lo largo de todo el arco en que la norma se distribuye, no es la taxativa ley ni una fuerza superior la que determina, sino un cúmulo de factores.

Por otro lado, aquí se atenderá a otro eje de análisis: las contingencias encontradas que dibujan por sí mismas el mapa cartográfico real. Que si las dimensiones morales tiñen lo legal y procedimental, una verdadera lectura muestra un mapa bastante más complejo en que la “omnipotencia de los pensamientos del juez” es atravesada, además, por la coyuntura, la cotidianeidad y la urgencia.

Entonces, la cartografía moral efectivamente construida se compone de múltiples dimensiones. Se van a sistematizar aquí sólo aquellas consideradas relevantes a los efectos de mostrar los múltiples modos en que se expresan e inciden la moral y la contingencia en las efectivas prácticas judiciales que llevan a cabo los jueces.

El recorte, que se presenta culminando la investigación, responde a la inquietud original y central. Se trata de una decisión razonada: poner en foco lo novedoso de la perspectiva asumida. Si se pretendiera tratar con la misma profundidad todos los temas surgidos de la investigación, probablemente el verdadero núcleo del trabajo quedaría desdibujado. Las conclusiones, entendidas como emergencias enriquecidas por la interpretación y el análisis, seguramente se han identificado a lo largo de todo este trabajo. Es éste un correlato esperable conforme a la perspectiva teórico-metodológica escogida que a través de la inducción analítica extrae, infiere, de los datos teoría y a su vez realimenta la teoría preexistente con nuevos datos y emergencias. La interpretación consiste en encontrar el significado de las inferencias, el significado empírico, histórico y local y el significado teórico La

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Cf. Foucault, M. Los anormales. Clase del 8 de enero de 1975, p. 33, Editorial FCE, Argentina, 2000

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responsabilidad del investigador es tejer una red que haga inteligibles las principales emergencias.

Hay muchos modos de realizar esta tarea: 

hilvanar un relato en el que se integren las principales conclusiones con un hilo conductor descriptivo.



orientar el relato llevándolo a los ejes y las claves con que debe ser leído.



realizar una síntesis superadora en la que las ideas principales que se desprenden de cada capítulo sean integradas en una teoría sustantiva.

Entre la última alternativa, como aspiración de máxima, y la primera como una aspiración de mínima, la segunda parece la más razonable si lo que se pretende es, como alguna vez dijo Todorov (1991), buscar el diálogo, como instancia de comunicación con el lector entre los dos extremos del monólogo y la guerra.

El mapa cartográfico construido ofrece referencias que, al modo de puertos, permiten contextualizar las ocurrencias, asignando coordenadas en el tiempo y en el espacio. Los puertos en que estas conclusiones recalan son aquellos que dan encuadre a la cartografía judicial: quiénes son los jóvenes seleccionados por el sistema penal y cuáles son los delitos más frecuentes registrados en las estadísticas judiciales; cuáles son las conductas que activan los dispositivos de persecución de las agencias de control social sobre los jóvenes; luego, el marco legislativo con que se los juzga, sus márgenes, sus posibilidades, sus límites. En cada uno de estos puertos se condensan las referencias múltiples que surgieron de las variadas formas en que se exploraron los corpus. Así, aquello que durante el desarrollo del trabajo apareció como resultado parcial, se integra ahora en una versión multifacética en la que la percepción de los jueces es contrastada –confirmada o desmentida- por las estadísticas judiciales, las sentencias efectivamente dictadas y los debates contemporáneos acerca de la ley, la reforma legal y el fin de la pena.

La contingencia es una constante, registrada a lo largo del proceso de administración de la justicia de menores, cobrando fuerza en la medida en que todas sus dimensiones pueden ser desagregadas. En cada puerto aparecen nuevas expresiones de la contingencia, dibujando diferentes configuraciones legales, administrativas, morales, técnicas y/o jurídicas. Sobre cada configuración es posible reconstruir las posiciones principales y la distribución en torno a 333

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ellas. No hay conclusiones absolutas: sobre cualquiera de los temas explorados, emergen las contingencias como factor que anuncia la imposibilidad de dictaminar unánimemente sobre la verdad de la justicia de menores. Por cierto, aparecen“verdades”, así en plural: pequeñas verdades que, aunque contradictorias, coexisten, mostrando una faceta madura de la justicia de menores, paradójicamente capaz de integrar las contradicciones subsumiéndolas en dualidades. El operador de esta faceta, nuevamente, es la contingencia: su descubrimiento, así como los relativos, los grises, las zonas tenues y de fronteras borrosas, en donde “lo que sucede y lo que no sucede, pero tal vez podría suceder” resulta más rico que el descubrimiento o confirmación de regularidades, peligrosamente cercanas a una verdad única en la que nadie cree ya.

De allí la apelación a la contingencia, como factor explicativo. Concepto útil ya que permite inscribir en el campo de las prácticas de la justicia de menores ocurrencias que no podrían ser explicadas apelando a una lógica estricta, aquella que prescribe un ordenamiento previsible entre conductas legales y sus consecuencias jurídicas. Como quedó demostrado en los Estudios de Caso, “en menores suceden cosas que nunca podrían suceder en mayores”: absoluciones imposibles o sentencias condenatorias que requieren de una imaginación jurídica, colonizada exitosamente por la ficción del relato judicial. Así, el concepto de contingencia es superador de los conceptos de discrecionalidad y de arbitrariedad, calificativos tantas veces atribuidos a la justicia de menores. El concepto de contingencia no desmiente a los otros, sino que los complementa al incorporar la dimensión del azar en el dictado de justicia. No restringe las decisiones judiciales al ámbito de la voluntad y la intencionalidad de los jueces y otros actores del campo jurídico, sino que suma la no-lógica, la paradoja y la contradicción, muchas veces en función de urgencias o imperativos de la cotidianeidad o sensibilidades sociales exacerbadas, todos ellos jueces ad-hoc que hace que las decisiones sean menos previsibles aún. Si la discrecionalidad y la arbitrariedad son peligrosas, la contingencia lo es más ya que su lógica inherente desafía a la razón entre necesidad e ineluctabilidad del destino. La voluntad, única capaz de dirimir entre dos contrarios, oscila entre el querer y el no querer.

Esta voluntad se expresa en los votos de los magistrados que, tal como se ha visto en los últimos capítulos, destinados al análisis de las sentencias y estudios de caso, pueden verter argumentos disímiles para condenar, reducir, suspender o absolver aún cuando el sustrato de intervención –la causa, el hecho delictual que configura su fundamento- sea similar. 334

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Si de perdonar se trata, el verdadero perdón es un imposible y los perdones que se distribuyen no son otra cosa que valores de intercambio con la moneda de la prebenda moral: así, la promesa más que su realización y la intención más allá del acto efectivo son variables contempladas por los jueces al momento de “otorgar” o “denegar” perdones o beneficios.

Estos jueces ad-hoc con los cuales los soberanos-jueces tienen que negociar cotidianamente constituyen obstáculos insalvables. En esta ardua negociación participan y se superponen voces que disputan protagonismo. Así la voz del miedo al delito, siempre rodeada de un halo de espectacularidad encuentra aliados en la inseguridad ciudadana y el miedo subjetivo. La voz de la ley y orden amplifica a la voz del miedo reclamando castigo y pena, legislación más dura, haciéndose eco de las demandas de la sociedad, convirtiéndose en su legítima intérprete. La voz de la legalidad y justicia le discute con fervor, asumiendo una posición políticamente correcta de respeto a las garantías ciudadanas, a la par que exhibe la letra de las convenciones internacionales y tratados firmados por el país y ratificados en la Constitución Nacional, como prueba de suprema voluntad estatal. En tal sentido, confrontan con la voz del miedo, con la voz de la inseguridad ciudadana y con la voz de la ley y el orden. La disputa se agrava cuando entran en escena los jóvenes, de la mano de la peligrosidad y demonización socialmente atribuidas; pero los jóvenes como tales no son invitados al recinto de las discusiones a expresar su voz. Y, cual diálogo de sordos, cuando nadie se escucha irrumpe imperativa la voz de la cotidianeidad, convertida en comensal habitual de cualquier reunión e impetuosamente asociada a la voz de la urgencia, configurando intervenciones tan intempestivas como espectaculares.

La voz de la cotidianidad exhibe los fueros de una legisladora que impone respeto, establece prioridades, arguye implacablemente, prescribe soluciones, de urgencia o compromiso, pero siempre necesarias, siempre impostergables. Dentro de la justicia de menores, tal como señalan a repetición los magistrados, hay tantos vacíos, tantas cuestiones no prescriptas que terminan siendo cubiertas por la emergencia, la costumbre o la buena voluntad, otorgando así especial espacio a la voz de la cotidianidad, siempre escuchada atentamente y no pocas veces convertida en musa inspiradora de las decisiones. La voz de la urgencia, fiel a su esencia no espera... Así, la cotidianidad y la urgencia marcan el ritmo de los debates: los tiempos son los tiempos de la urgencia, y las formas son las formas de la cotidianeidad. Cualquier debate ideológico acerca de «si», «porque», «cuándo», «cómo» y «para qué» castigar, juzgar y 335

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prohibir, se interrumpe bruscamente: cada minuto de deliberación se traduce en una demora en la acción y el juez implacable de la urgencia pasa sin titubear la factura con intereses exorbitantes. Para esta actuación, se vale de otra voz, la de la prensa, la de los medios de comunicación, sensacionalistas por esencia y por mandato del mercado, voz que conviene conservar amiga porque enemiga puede resultar letal. La voz de la prensa, cuando saca la discusión del recinto judicial y con la declarada misión de brindar testimonio, va pasando el micrófono a todas las voces, sabiendo que la del “miedo” es irrefutable; conocedora que “la de las víctimas” es incontrastable y conciente que con “la inseguridad ante el delito” no se juega, aunque se pueda jugar con otras inseguridades siempre ocultas como la laboral, la educativa, la sanitaria y otras, derivadas de riesgos ambientales. Estas inseguridades quedan reducidas al orden inapelable de la naturaleza, incontrolables, por lo tanto. En cambio, se asignan a la esfera estatal, orden falible si lo hay, los problemas “de las oleadas de pánico moral”. Entonces, la voz de las leyes y las normas se fragmenta. Objeto siempre de interpretación, expresa un juego que le es inherente, en un arco pluralista en donde la cultura política marca un péndulo continuo entre lo que puede ser y lo que no puede ser, ya que nunca debería suceder pero aún sí, sucede, o lo que debería suceder, pero aún así, no sucede. En esta pérdida de unidad, también pierden fuerza como voz: ya no hay voz, hay voces, todas tienen sus voceros y hay públicos gustosos para todas las melodías.

A continuación, se presentan las referencias que permiten construir el mapa cartográfico prometido: tipos de delitos y determinados portadores de atributos, los estereotipos negativos, las modalidades de resolución de las causas y su desenlace, la sentencia. Todo atravesado por los ejes que estructuran la administración real de justicia para menores de edad en la Ciudad de Buenos Aires: la moral y la contingencia.

Delitos y delincuencias: construcción de los estereotipos desviados Dado que el sistema penal es selectivo, por ende, “distribuye artificialmente penalidades e inmunidades” (Pavarini 1994) y el delito es una construcción social que varía histórica y socialmente, las estadísticas deben ser leídas en clave de medir la voluntad de las agencias de control social en capturar y perseguir a determinados tipos de delitos y determinados portadores de atributos. En ese sentido, las estadísticas judiciales sólo proporcionan

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información sobre aquello que oficialmente es perseguido y registrado y no sobre aquello que “realmente” sucede.

El termómetro del pánico social y el miedo ciudadano inciden en la persecución policial y en la sensibilidad punitiva. El registro sobre la selectividad del sistema penal, que habla “no de los delitos que se cometen, sino de los que el sistema selecciona”, configura el imaginario social acerca de la delincuencia juvenil, imbricado recíprocamente con la persecución policial, que “encuentra” y “aprehende” lo que en realidad ya había sido previamente definido como desviado. La persecución de las agencias de control social legitiman el estereotipo delictivo, fortaleciendo una de las máximas de la teoría del “labelling aproach” o “teoría del etiquetamiento” (Becker 1963): el control social crea la desviación y no al revés, por ende los procesos de definición adquieren relevancia. Y en estos procesos de definición, el Estado a través de la tarea de “significación” y producción legislativa, la cristaliza reservándole un lugar relevante.

Tal como quedó demostrado en los Capítulos 6 y 7, el proceso de desviación (Matza 1969) tiene una secuencia inapelable: la prohibición, la aprehensión y la penalización. La aprehensión es la bisagra que permite articular la conformación de una identidad suficientemente desviada, como inepta para la vida ciudadana y la reclusión en instituciones de encierro, con un status de desviado ya consolidado. Luego, entra en escena el proceso de criminalización secundaria (Lemert 1967) y se consolida definitivamente la identidad desviada. Las historias de los jóvenes que pasan por los tribunales dan cuenta de la repetición de este ciclo: realización de actividades definidas como ilegales, reacción social, aprehensión policial, apertura de una causa judicial, medidas correccionales que pueden incluir reclusión en instituciones, ciclos de alternancia entre egresos-libertades-fugas, nuevas aprehensiones, nuevas capturas, nuevas medidas restrictivas… Mientras tanto, la justicia hace su tarea de instruir, responsabilizar, penalizar y castigar. Durante estos ciclos que tienen duraciones variables (en muchos casos se prolongan por varios años) se va construyendo eso que Lemert (1967) definió como desviación secundaria, es decir, las desviaciones posteriores a la reacción social (criminalización secundaria) que configura medios de adaptación -mediante el ataque, la defensa, o la aceptación- a la nueva situación de “desviado”. Las evaluaciones de los tratamientos tutelares que en esta investigación se configuran como relatos ficcionales, construyen y modelan sujetos y subjetividades. En los estudios de caso queda demostrado

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como el relato y ficción jurídica, aspectos indiscutidos de la criminalización secundaria contribuyen a la construcción y la consolidación de la identidad desviada.

Contrastadas las estadísticas con la percepción de los jueces acerca de la evolución de la delincuencia juvenil y los delitos, se observan coincidencias en señalar los cambios que sufrió la delincuencia juvenil en los últimos años, tanto cuantitativamente (cantidad de delitos) como cualitativamente, en referencia al tipo de delito y la modalidad delictual. Una lectura en serie, desde el año 1993, sobre la evolución de las causas de ingreso al sistema penal muestra que, siguiendo la tradición histórica, los delitos contra la propiedad constituyen la materia privilegiada de intervención de los tribunales orales de menores. El crecimiento de las causas por robo es exponencial y, dentro de la amplitud de la categoría “robo”, se registran los robos cometidos mediante uso de armas, marcando una diferencia no sólo cuantitativa sino también cualitativa, habida cuenta que el uso de armas califican al robo como agravado y esto explica su elevación a la instancia de Tribunal Oral.

Las causas por robo resultan tan significativas en porcentajes que una mirada rápida a la distribución estadística deja la sensación que el resto de lo sucedido en los tribunales de menores no amerita mayor atención. Según los datos proporcionados, sólo entre los años 2000 y 2005, se duplicaron los expedientes ingresados por Delitos contra la Propiedad y si se toma como referencia el año 1995, se sextuplicaron.

Sin embargo, si se consideran las categorías que más sensibilizan a la opinión pública, aquéllas que despiertan la sensibilidad punitiva, como los homicidios y los delitos contra las personas, es evidente que éstas exhiben un crecimiento en los primeros años posteriores a la implementación de la reforma judicial, aunque se estabilizan en los últimos. En el caso de los homicidios, las fluctuaciones desde 1999 fueron muy leves. En cambio, en el caso de los delitos contra las personas, las fluctuaciones fueron más significativas, expresando una tendencia que parece consolidarse. En la percepción de los jueces la disquisición sobre los homicidios es polémica: para algunos, decididamente, aumentaron; para otros, aumentaron las tentativas, donde si bien es cierto que las víctimas corren riesgo de vida, no resultan en desenlaces fatales. En el abanico de posiciones se cuelan las discusiones incluso dogmáticas que los jueces tienen sobre la figura del homicidio: si se lo asimila brutalmente a eso que Durkheim llamaba “crimen”, no habrían aumentado demasiado; si en cambio se lo asume como consecuencia de una acción de robo, el aumento que expresa la estadística de 338

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homicidios no sería más que una consecuencia de la violencia y del empleo de armas, aunque el objetivo primario fuera el de robar y no el de quitar la vida. En este contexto, lo que habría aumentado son los delitos contra las personas y en esta apreciación hay coincidencia entre los reportes estadísticos (capítulo 2) y las percepciones de los jueces (capítulo 5).

El aumento de la violencia es otra coincidencia que merece destacarse. De un escenario anterior –en los tempranos ’90- en el cual el delito típico era el robo de pasa casettes, se pasa a un escenario en que la agresividad, las drogas y el fácil acceso a las armas, condicionado necesariamente por la connivencia policial, son el distintivo del período en estudio, constituyendo emergentes comunes en la reconstrucción que los jueces hacen sobre el período posterior a la puesta en marcha de la reforma judicial de 1992.

La selectividad del sistema penal en la clasificación legítima de actividades y de personas como desviadas y pasibles de ser convertidas en objetos adecuados de vigilancia y control (Matza 1969) explicaría la escasa presencia de adolescentes mujeres en el fuero penal. Históricamente y conforme a estereotipos, la justicia penal no captura mujeres por los mismos delitos que a los hombres. La delincuencia femenina expresa otros rasgos, estando más vinculada a lo sentimental, a los crímenes pasionales y no ya a los parámetros de la delincuencia contra la propiedad. En la investigación se corroboró la existencia de “retóricas de control diferenciales según género” (Elizalde 2005). La invisibilidad del género femenino también se expresa en el estereotipo de joven peligroso que se construye socialmente, siempre comandado por lo masculino, que ubica como patrón de identidad transgresora juvenil al joven, varón y pobre, quedando lo femenino en un lugar casi oculto en el campo del delito y la desviación. El estereotipo de la joven peligrosa se desplaza al ámbito de la sexualidad, más bien a su ejercicio precoz y “descontrolado” y a la retórica de la moral. En los casos analizados a través de las sentencias judiciales esta retórica puede rastrearse fácilmente. En el aspecto cualitativo y discursivo se constata que la retórica de la moral en aspectos que atañen a los “mandatos femeninos” sobre la reproducción, la maternidad, el repliegue en lo doméstico y la moralización de su sexualidad, “ejerciendo la misma en regla” (esto es al interior de una pareja consolidada y no ocasional) son todos aspectos que los jueces consideran expresamente, diferenciando las valoraciones que realizan sobre sus pares varones en las que la retórica del trabajo, la capacitación y la aspiración de “forjar” un futuro mejor lo que cuenta.

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A la hora de juzgar conductas transgresoras, el papel de la mujer aún está teñido del estereotipo tradicional: mujer que acompaña a la pareja en las acciones de robo, como facilitadora, acompañante y encubridora, pero no genuinamente “delincuente”. No pocas veces, sus acciones son despojadas del carácter delictual y sus conductas consideradas como una entidad distinta que exige intervenciones normalizadoras más que punitivas, el reproche de “un buen padre de familia” más que un castigo ejemplar. Pero, la moral se expresa con fuerza en los casos en que son las mujeres las imputadas y el peso del género incide diferencialmente en las decisiones tomadas por los jueces, tal como quedó claramente demostrado en el capítulo 6. Así, el imaginario delictivo se mantiene inalterable, pese a que en los últimos años, a través de la infracción a la ley de drogas ha cambiado el mapa de las aprehensiones delictivas de las mujeres.

El perfil de jóvenes dibujado a través de las sentencias judiciales muestra un colectivo de jóvenes generalmente coautores de delitos (el 87,7%) que tuvieron al menos, una declaración de responsabilidad penal en su contra, aunque no es infrecuente encontrar chicos con hasta dos y tres declaraciones de responsabilidad penal. El 40% de los jóvenes tenían otras causas abiertas al momento del dictado de la segunda sentencia, en el mismo o en distintos tribunales, en muchos casos de otras jurisdicciones; más de la mitad de este colectivo, ya tenía sentencia firme.

La agrupación y codificación de los hechos delictuales, confirma la distribución estadística en orden a la preponderancia de tipos delictuales. El aporte de esta reconstrucción está en la incorporación de la figura del “concurso” de delitos –ignorada en las estadísticas judiciales- y la materialidad de las acciones, esto es si sólo resultan tentadas o consumadas. La proporción de hechos consumados es considerablemente más significativa. Efectivamente, casi el 60% de los delitos contra la propiedad fueron consumados, porcentaje que se eleva al 62% si se toma la distribución total.

Los jóvenes peligrosos: del estereotipo a la reforma legislativa Los adolescentes y jóvenes son demonizados por ser portadores de atributos negativos de peligrosidad. La asimilación de los sintagmas “peligrosos-violentos-enfermos-drogadictos” y extensivamente, “indeseables-incorregibles-incurables-inservibles”, son lugares comunes, aún a través de los cambios históricos, los contextos y las modas. Esta juventud “negativizada” se corresponde con el estereotipo de joven potencialmente cliente del sistema 340

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penal: jóvenes que no integran las estadísticas del ministerio de educación ni los registros de empleo y, justamente por esa falta de adscripción son “peligrosos”. Estos jóvenes peligrosos constituyeron durante la década del ‘90 la personificación de la “inseguridad ciudadana” y el miedo al delito. La demanda de ciudadanización a través de leyes que estipularon la exigibilidad de sus derechos se mostró a contramano de las representaciones sociales que reclaman con voces estentóreas punición, represión y castigo.

El movimiento pro-reforma de la ley 22.278 hizo desfilar en el Congreso Nacional muchos proyectos de ley: algunos debatidos con mayor o menor suerte y otros prescriptos sin siquiera haber suscitado debate. Cíclicamente, oleadas de pánico ciudadano reclamaron la baja de la edad de imputabilidad penal. Con la misma frecuencia, el tema ya instalado en la agenda legislativa y en la opinión pública, apareció y desapareció, generando la interposición de proyectos de ley de signos distintos que propusieron ya fuera bajar la edad de imputabilidad penal, ya fuera la instauración de un régimen penal juvenil. En ese contexto, los jueces disconformes con la ley vigente se erigieron en “legisladores por vocación” y se animaron a proponer innovaciones que por sustrato y legitimidad tenían su “saber práctico”, contrapunto muy fuerte a la hora de confrontar lo que sucede todos los días con esa “verdades consagradas” sobre los temas de justicia juvenil, hechas carne en las organizaciones de la sociedad civil. Se distorsiona así la distancia entre lo que los propios jueces hacen y saben y lo que otros actores “ajenos” leen…y a partir de una lectura parcial se consideran habilitados a proponer, sin consultar a los propios interesados.

En el capítulo 4 se analizan los proyectos de reforma legislativa en tres períodos diferentes: los correspondientes a los años 2002, 2004 y 2007. Si bien con el transcurso de los años los proyectos innovadores que auspician un régimen de responsabilidad penal juvenil se impusieron sobre los proyectos que sólo pretendían modificar el régimen penal de la minoridad en los artículos atinentes a la edad de punibilidad, la tan esperada reforma legislativa en la esfera penal no asoma. Distintos motivos podrían explicar esta circunstancia que excede el análisis del correlato de fuerzas favorables. Es un escenario complejo en el que se dirime un debate de carácter ideológico más profundo entre aquellos que siempre propiciaron un poder punitivo estatal restringido, constituido por un derecho penal mínimo, con el quantum de máximas garantías para aquellos más desfavorecidos socialmente y aquellos que “compran la seguridad a cualquier precio y en cualquier envase”, aún si el precio se cotiza en mayor castigo, mayores restricciones y vulneración de garantías. En ese 341

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marco, los legisladores se ven tensionados entre la imperiosa necesidad de adecuar la legislación nacional a las prerrogativas de las convenciones internacionales y los tratados firmados y ratificados y la urgencia de dar respuesta a la paranoia ciudadana. Y el conflicto se plantea ante la exigencia de una tranquilidad lograda a costa de la supresión de garantías y derechos, bajo situaciones concretas de vulnerabilidad (Zaffaroni, 2004)

Los jueces, simultáneamente agentes del campo jurídico y actores sociales, enfrentan el mismo dilema: el clamor de orden y la seguridad que sacrifica garantías y derechos o el fervor garantista que gana adeptos con su prédica sensible a la reducción de daños para los más desfavorecidos socialmente, interpelando a los magistrados como garantes de la legalidad y no sólo del orden social.

¿Qué hacer, entonces, cuando irrumpe un joven violento, peligroso, irredento, despreciable como El Chacal de esta investigación? ¿Invocar la prédica de un derecho penal mínimo y aplicar por “regla” la reducción punitiva, y aparecer como disociado “de la sociedad en que vivimos” o aplicar un castigo ejemplar, dictado conforme a las previsiones de la ley pero legitimado por una moral social cuya “conciencia se vio herida en sus estados fuertes y definidos” por la acción culpable?

¿Con Jean Genet, qué hubieran hecho nuestros jueces? Y con tantos otros, más anónimos aún, pero no esencialmente distintos. Tal vez, conforme a la obligación que le confiere su función, velarán porque el cumplimiento de la pena se ejecute en un marco de respeto a la dignidad y a la integridad física, cuestión que tampoco podrán cumplir. ¿Hacerse eco de la sensibilidad punitiva es moralmente reprobable? ¿Hacer oídos sordos a la sensibilidad punitiva es jurídica y legalmente deseable?

Aún así se sabe que no será suficiente. Que la voluntad política de legislar debe estar acompañada por la voluntad política de asignar recursos presupuestarios y formular políticas públicas acordes define un desafío que sigue en pie…

El Régimen Penal de la minoridad: sus aspectos más controvertidos Si un aspecto de la ley merece destacarse aquí es, precisamente, la falta de regulación taxativa de este marco legal sobre el cual los jueces reconocen que no se ha reflexionado lo

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suficiente y que las soluciones ensayadas provienen más de la experiencia que de la prescripción.

Se registran airadas quejas de los magistrados sobre la ley 22.278. En un extremo se ubican aquellos que resaltan su bonanza en relación al contexto de origen. En el otro extremo, los que la consideran como una ley “muy voluntarista”, como “aquella que se aplica porque está en vigencia a pesar de que la Convención sobre los Derechos del Niño tenga rango supraconstitucional”. Entre el principio rector de legalidad y las apreciaciones sobre su utilidad, conviene desagregar los argumentos por los cuales esta ley es “apreciada” como voluntarista. Evidentemente, quien lo connota le asigna un sentido específico, pero el rango de interpretaciones podría ampliarse: así, “voluntarismo” podría migrar de cualidad de la ley a cualidad de los autores encargados de aplicarla y en esta acepción se ubicarían los jueces que hablan de la “amplitud” de la ley y de la falta de regulación de un procedimiento estandarizado.

La calificación de “voluntarista” podría aludir también a los aspectos más controvertidos que contiene la ley y que son objeto de interpretación, “materia opinable”; y, precisamente por eso, son los que concitan la mayor cantidad de intervenciones de los magistrados. Sobre las cuestiones de procedimiento podría decirse que los jueces coinciden que al ser una ley tan amplia da cobertura a un sinnúmero de situaciones, de modo que lo que podría llamar la atención a un observador extraño no sería más que parte de su naturaleza.

En la ley 22278 hay márgenes de discrecionalidad, habilitados por la misma letra de ley. Tal como se manifiesta analíticamente en el capítulo 4 y prácticamente en los capítulos 6 y 7, la ley contiene en su artículo 1º un margen generoso para la discrecionalidad judicial en la facultad de disposición tutelar de los jueces bajo la atribución de peligro moral o material. En la evaluación de la “situación de riesgo o peligro” hay, por cierto, indicadores de carácter objetivo –situaciones críticas de pobreza, de violencia, de vulnerabilidad social-, pero también e indudablemente, la lente de la moral aumenta o mitiga sus implicancias y transforma en judicializables cuestiones que bien podrían ser abordadas desde otros modos de intervención. El peso de la moral en las decisiones, por su mismo carácter personalísimo e intransferible, repercute en medidas diferentes dictadas en casos similares: depende de qué juez, depende de qué delegado tutelar haga los informes, depende de qué Defensora pública de menores e

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incapaces toque, el abanico de respuestas va ir de soluciones más intrusivas a soluciones menos intrusivas, aunque no por ello más garantistas.

La cuestión de la edad de punibilidad a partir del cual una persona es susceptible de reproche jurídico estatal también es materia opinable, sea desde una decisión de política criminal que ubica en los 16 o en los 14 años el límite de punibilidad (que también podrían ser los 15, los 13, o los 12 en una perspectiva de legislación comparada), sea desde las doctrinas de la imputabilidad en sentido estricto (modelo de discernimiento), para las cuales el menor es equiparado al alienado mental, sin facultades plenas para entender y querer. Esta es una perspectiva más tutelar que entiende que para la protección no hay barreras político criminales y que la defensa del supremo interés de los “menores de edad” no puede tener obstáculos legales ni jurídicos. Coherente con la evolución del debate en términos doctrinarios e ideológicos resulta ahora poco frecuente encontrar jueces alineados con las taxativas posiciones de bajar la edad de imputabilidad o de mantenerla en el límite actual -16 años- sino que la edad aparece como una variable más, no determinante a la hora de pensar en el cambio de la ley.

La mayoría de los jueces han colocado por encima de la discusión sobre edad, la imperiosa necesidad de instaurar un régimen de responsabilización penal para los jóvenes que los dote de garantías procesales. Y, en el terreno de las garantías procesales, también aparece una división de aguas: algunos jueces entienden que las garantías deben ser pre-requisito de cualquier proceso penal, independientemente de la edad de persona imputada de la comisión de un delito. Del otro lado, están los jueces que creen que el escudo de la protección es una salvaguarda contra los abusos jurisdiccionales y, por lo tanto, las garantías pueden limitarse. Un juez en tanto buen padre de familia, siempre tomará las decisiones adecuadas que velan por el bienestar de los “menores tutelados”. Nuevamente, es la moral del juez, y los agentes del campo jurídico quienes, según su saber y entender, determinan las decisiones más adecuadas. En una posición intermedia, están los jueces que creen que las cuestiones referidas al suministro de garantías procesales para los menores deberían estar escindidas del debate sobre la edad de imputabilidad. El resultado de voluntades disímiles no puede dar por resultado otra cosa que también respuestas divergentes sobre “fondos de intervención” similares. La contingencia completa los deberes inconclusos que dejó la moral.

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Pero hay otros aspectos de la ley 22.278 en los que resulta interesante detenerse: los modos de resolución y los márgenes de discrecionalidad que habilitan; la falta de regulación también sobre aspectos procedimentales, como la modalidad de dictado de la segunda sentencia, que incide en el ensayo sui generis de cada tribunal sobre “el mejor modo posible” y también sobre los desenlaces que posibilita el controvertido artículo 4º del régimen penal de la minoridad, conocido también como “perdón judicial”, es decir como la facultad soberana del juez de proceder en forma indulgente, “perdonando” atendiendo a consideraciones de madurez, o sea atendiendo a la persona y no al acto en cuestión .

Sobre todos estos temas se reconstruyeron las posiciones emergentes: tantas variantes como subjetividades judiciales. No hay posición, hay posiciones. No hay un modo de resolución: hay distintos modos posibles. La contingencia y la moral siguen constantes.

Modalidades de resolución de las causas Toda causa que ingresa al Tribunal Oral de Menores (TOM) debe tener alguna forma de resolución. Entre las modalidades de resolución, algunas están dictadas por el código de procedimientos: si se dirimirá la responsabilidad de los imputados mediante audiencia de debate, juicio abreviado o se suspenderá apelando al juicio a prueba o probation; y otras modalidades que son las que prescribe el propio régimen penal de la minoridad, que subsume en su artículo 4º los desenlaces típicos: absolución o eximición de pena, condena, y condena con la reducción prevista para la tentativa. Una mirada esquemática, tal como la que se presenta en los reportes estadísticos, da cuenta de que en el mismo reporte se conjugan los desenlaces con los procedimientos; por ende, la estadística describe los modos en que una causa puede terminar y dentro de ese espectro abarca tanto las causas que prescriben, las causas en que los autores son sobreseídos, aquellas que se suspende el proceso en virtud del artículo 76 “Suspensión de juicio a prueba” (procedimiento), aquellas que se resuelven en virtud a través de un acuerdo de juicio abreviado (procedimiento) y aquellas que se dirimen en una audiencia oral y pública o, como acertadamente señala un juez en el caso de menores, “semipública y reservada”. También hay causas en que los autores están rebeldes, otros a quienes sus causas les prescriben, otros a quienes se les declara la responsabilidad penal o se le impone una pena, o se lo absuelve (en estos últimos casos, se trata de modos de resolución en tanto “desenlaces” de las causas).

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Una breve reseña de estos modos de resolución, da cuenta que las prescripciones se producen en los casos que van quedando postergados para su resolución y, según el reporte de los jueces, “son chicos que andan bien y que no hay ninguna situación procesal que exija rápido pronunciamiento”, tal como las causas en que hay mayores privados de libertad. Cuantitativamente, las prescripciones son pocas, como también lo son los sobreseimientos. Algunos jueces piensan que el dictado de sobreseimiento debería aplicarse en los casos que ha pasado un tiempo prudencial de tratamiento tutelar, “chicos que andan bien y no es necesario continuar observándolos”. Además, “no corresponde continuar un proceso sino hay expectativa de pena”.

Los casos de “suspensión de juicio a prueba”, previsto en el artículo 76 bis del Código Penal en los Tribunales Orales de Menores son casi residuales ya que recién a mediados del año 2005 el Procurador instruyó a los Fiscales para que solicitaran la aplicación de este instituto a las personas menores de edad. Sobre este tema hay un intenso debate entre los jueces: hay quienes están de acuerdo y hay quienes sostienen que como la ley de menores es más benévola en general, debe aplicarse ésta.

El Juicio Abreviado Respecto a las distintas modalidades de Resolución que aplican los tribunales orales de menores puede observarse que, a pesar de las fluctuaciones observadas a lo largo del período, la prevalencia del Juicio Abreviado –desde su implementación, en 1998- respecto a la resolución mediante Audiencia oral es evidente. La estadística judicial lo confirma: dos de cada tres causas se resuelven de este modo, manteniéndose constante esta proporción.

Sin embargo, la adopción de esta modalidad no va en detrimento de las audiencias de debate, sino que los abreviados fueron la variable de ajuste del sistema para no aumentar aún más el déficit estructural. Las audiencias fluctuaron en un rango de entre 165 (2001) y 207 (2004) y los Juicios Abreviados lo hicieron entre 361 (2004) y 412 (2001). El argumento de que “para los menores no implica la imposición de pena”, es reiterativo entre los jueces. Y esto, justamente, conlleva el riesgo de que a menudo los abogados defensores –sobre todo particulares- recomienden la aceptación del acuerdo en términos de conveniencia, soslayando la cuestión de la responsabilidad del joven en la cuestión.

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A pesar de manifestar distancias, desacuerdos y opiniones al estilo de “es antijuicio oral” o “juicio denegado”, los magistrados igual lo aplican, aunque variando de un tribunal a otro de acuerdo a las apreciaciones de los jueces que lo integran. La resolución de los juicios abreviados no siempre responde a la convicción de ser la mejor alternativa posible o de un acuerdo con la concepción que lo sustenta. Hay jueces que aún estando “filosóficamente” en desacuerdo, consideran que es una opción válida; otros lo aceptan como el mal menor y otros miran la cuestión en términos pragmáticos: lo consideran apropiado en algunos casos y no apropiado en otros. Las críticas más duras sobre el juicio abreviado, acerca de la perversión del pacto (Ferrajoli 1989; Donna 1998) están ausentes en los discursos de los jueces.

El pragmatismo acerca de la administración de justicia rige prescripciones acerca de qué hacer y en qué oportunidad, aconsejando selectivamente sus preferencias de cuando sí y cuando no. Así, el tema de la verdad queda relegado en pos de otras prioridades. Se trata de articular ese delicado equilibrio entre la mejor solución posible con el menor costo, sin sacrificar la reconstrucción de los hechos.

El cálculo del beneficio no puede estar ausente, marcando otra diferencia con los tribunales de mayores: en los TOM en la mayoría de los casos hay más de un imputado por causa y es necesario que “todos acuerden” intereses casi siempre contrapuestos. La posición de los Defensores Letrados y de los Fiscales condiciona la realización de juicios abreviados. Según configuren sus respectivos pisos para la negociación, se mide la factibilidad de acuerdos. Usualmente, las posiciones recíprocas son conocidas por cada uno de los actores que, cual jugadores de ajedrez, ponen en marcha la partida cuando creen que podrán hacer “tablas” y que la solución de cara al Tribunal será beneficiosa. Esta partida contiene una paradoja, señalada por los jueces “que los tribunales duros tienen muchos juicios abreviados y los blandos no” que remitiría a un trasfondo extorsivo la decisión de abreviar y no atendiendo a la convicción sobre la culpabilidad, ni sobre la verdad.

Audiencia Oral Con matices, son éstas las posiciones respecto al juicio abreviado que contraviene, indudablemente, la esencia de un juicio, de “poner en escena” a los actores y de reconstruir el momento de los hechos con testigos, con imputado/s y víctimas. Esta reconstrucción es la que se produce durante la audiencia oral y pública, otro procedimiento por el cual se dicta sentencia en los tribunales de menores. 347

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La peculiaridad del juicio pone al chico en escena, lo ubica y, estrechamente vinculado a esto, a partir de la reconstrucción de lo que sucedió, le da una verdadera oportunidad ya que “todo el mundo se da cuenta en el juicio oral de la verdad. Esa es una gran ventaja”, dice la Jueza 9, reforzando: “Un juicio permite ver bastante la realidad”.

Los jueces valoran positivamente la introducción del modelo acusatorio en la administración de justicia, si bien entienden que en el caso de menores el valor de la oralidad está en la puesta en escena, en el ritual. Coinciden que para los jóvenes es importante confrontarse a las consecuencias de sus acciones y para los damnificados no es irrelevante el encuentro con sus “agresores” y, mucho menos irrelevante aún, el pedido de disculpas o el intento de reparación. A diferencia del juicio abreviado, “del otro proceso”, en que hay lugar para la especulación en el que un joven puede admitir participación en un hecho en el que no estuvo sin perder la expectativa de absolución, en el juicio oral esto no sucede.

Las valoraciones positivas de los jueces sobre la Audiencia Oral aparecen en tres categorías que remiten a órdenes cualitativamente diferentes: 1) cambian las cosas; 2) se puede discutir, hay debate, hay contradicción, no está todo jugado de antemano, 3) el papel de la defensa cobra relevancia y 4) el valor de la instancia ritual

Así, la modalidad de audiencia resulta favorables desde el modelo de justicia subyacente, pero tambalea un tanto al analizar el funcionamiento real en que las cosas nunca suceden tal como se espera: factores ajenos de la obstinada realidad, conspiran contra las expectativas más atinadas; la anomia, “ese faústico mal del infinito”, como pronosticaba Durkheim, subvierte todo lo toca…

Entre los problemas identificados, aparecen en primer lugar las cuestiones de tipo operativo: la falta de un testigo o la imposibilidad de hacer comparecer a un tiempo a todos los actores, hacen de la sola realización del juicio un logro importante. Pese a todas las bondades expresadas por los magistrados, la audiencia de debate no es un procedimiento típico para resolver las causas de los tribunales. Sopesando las convicciones y el contexto de realización, emerge nuevamente la cotidianeidad, como la jueza “ad-hoc” que apuesta sus cartas al pragmatismo de la eficiencia judicial… y gana.

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Suspensión de juicio a prueba o Probation Respecto al tercer modo de resolución, la probation, se constatan variaciones en las percepciones de los magistrados desde que se empezó a aplicar. Los jueces entienden que el encuentro entre el imputado y la víctima, a los efectos de que el primero proponga una reparación o resarcimiento del daño causado, provoca más acercamientos que rencores. Y así como ya ponían de manifiesto que en “las audiencias, pasaban cosas, y las cosas cambiaban”, los testimonios de los jueces acerca del encuentro entre víctima y victimario no dejan de sorprender.

La discusión sobre la entidad de los delitos susceptibles de ingresar en probation es sustantiva: reedita el debate que se produce cuando se habla de mediación penal, cuando las propuestas abolicionistas del sistema penal reenvían a lo civil la discusión sobre conflictos o “eventos problemáticos” y en donde pareciera que las propuestas reparatorias directas tendrían más sentido que el castigo legal que en nada repara a la víctima. El límite definitivo sobre qué conductas pueden ingresar es siempre el mismo: la violencia sobre la persona, el daño irreversible a través de lesiones, mientras homicidio o violación no son, ni pueden ser materia de mediación penal ni objeto de probation ya que es casi como decir, aunque suene tautológico, que lo “irreparable no tiene posibilidad de reparación alguna”.

Entonces, el contexto de interacción entre víctima y victimario tiene que estar regulado por un espacio de posibilidad en que “algo pueda hacerse”. Que luego aparezcan ofertas de ayuda espontánea, catarsis identificatorias entre los jóvenes victimarios –hasta entonces los irremediables otros- y los jóvenes hijos –los nosotros- ya pertenece a otro tipo de explicaciones que remite a cuestiones de orden moral y ya no legal. Durante la investigación emergieron algunas explicaciones que exigen futuras exploraciones en la medida que la práctica de la probation logre consolidarse. Por ejemplo, la importancia de que también la víctima interactúe y conozca en un espacio socialmente regulado como el tribunal, con la garantía de sentirse preservado en su vida y en sus bienes, a esos otros que tantas veces deshumaniza al demonizarlos, sin siquiera conocerlos. A veces, más allá del resarcimiento económico, se valora el efecto reparatorio simbólico condensado en el reconocimiento del hecho y el pedido de disculpas.

Hay otros casos en que la probation aborta porque el damnificado pretende asimilar la reparación ofrecida a la indemnización por el daño sufrido; en estos casos, dado que la oferta 349

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de reparación no está regulada por un intercambio de equivalentes, sino que es “voluntaria” no es factible arribar a acuerdos. Entre lo que una parte ofrece y la otra acepta no hay regulación taxativa: los intercambios quedan regulados por el imperio de la voluntad con el guiño de la moral y la concepción de justicia propios de cada uno.

Segunda sentencia, o Sentencia del 4º: la contingencia y la moral La modalidad del dictado de la segunda sentencia se convierte en materia opinable ante la ausencia de procedimientos establecidos por la ley 22.278: “Lo que dice la ley es que para decidir si condenás o no, tiene que haber estos requisitos, pero no dice ni dónde se hace, ni cómo se hace”, responde uno de los jueces inquirido al respecto. Y esto conduce a que los distintos tribunales, haciendo ecuaciones de posibilidad y tiempo, adopten modalidades diversas.

Muchos juristas y jueces interpretan la ley alegando que la audiencia de debate se hace a los efectos de resolver las cuestiones de hecho y prueba y, en tal sentido, los papeles desempeñados por el fiscal y el defensor letrado son los esperables y comunes tanto a “menores” como “mayores”. Lo distintivo en este juicio especial está relacionado con la privacidad o reserva del debate (al que sólo cuando resulte imprescindible debe asistir la persona menor de edad el tiempo estrictamente necesario) la factibilidad de escuchar a los padres, tutores o guardadores y la obligatoriedad de presencia del Asesor Público, so pena de nulidad. Pero nada se agrega sobre replicar el esquema a la hora de la segunda sentencia o la sentencia del 4º. Como toda materia opinable se vuelve polémica, ameritando interpretaciones por parte de la Cámara de Casación que estableció que la segunda sentencia se debería dirimir en una audiencia en la cual se pasara revista a la evolución del joven en cuestión.

Algunos Tribunales realizan una pequeña audiencia y allí resuelven. Otros jueces adecuan la modalidad de dictado a la entidad de la causa, reservando las audiencias para los temas más complejos. Los más sencillos se resuelven por escrito, sin perjuicio de preferencias personales. En esta ponderación el “factor tiempo” es determinante: muchas veces explica la decisión de obviar la audiencia y optar por el procedimiento escrito para el dictado de la segunda, previo pasar vista al Fiscal, a la Defensoría Pública y a la Defensoría Letrada. El

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modo de resolución es controvertido ya que desvirtúa la previsión normativa y vuelve a asemejarse peligrosamente al procedimiento escrito anterior a la reforma judicial.

Sin embargo, la discusión jurídica zanjada una vez más por la cotidianeidad, la urgencia y el pragmatismo tiene un trasfondo complejo: si para el dictado de la segunda sentencia, en que se dictamina sobre la conducta posterior al hecho, sobre la evolución del joven con arreglo a ese eufemismo que se llama “tratamiento tutelar”, es necesario el debate y si, coextensivamente, corresponde que las partes tomen vista.

En la segunda sentencia lo que se evalúa es el tratamiento tutelar que combina una ideología “correccional” y “terapéutica” con pretensiones de “protección” y “pedagogía”. Para su seguimiento se examinan aspectos de la vida de los menores susceptibles de ser medidos con parámetros valorados como positivos socialmente: la escuela, la familia, la actitud respecto a las normas y el trabajo. Estos aspectos son tamizados por el delicado filtro de la moral de cada uno de los jueces.

La discrecionalidad habilitada por el sistema es puesta de manifiesto en este estudio al demostrar el modo en que los jueces efectivamente valoran los procesos de los jóvenes. En los capítulos 5 y 6 se brinda un panorama acabado de la administración real de justicia que practican de ordinario los jueces, tomando las dimensiones privilegiadas de aquello que hacen las sentencias y cómo cuentan aquello que dicen que hacen los discursos. En el Capítulo 7 de Estudio de Casos, el despliegue del accionar judicial se muestra con todo esplendor: las etiquetas con que se “bautizaron” los casos no son sino el correlato lógico de la construcción de los relatos ficcionales que se construyen a partir de la reconstrucción de los considerandos de las sentencias judiciales. De este modo, a las formas de resolución típicas de una sentencia judicial se le añaden matices específicos.

Modalidades de resolución de sentencias en tanto desenlace. Formas típicas: Absolución, condena con reducción o condena sin reducción La declaración de

responsabilidad penal pronunciada en la primera sentencia no es en

absoluto determinante a la hora de dictar la segunda. Los jueces, dependiendo de su criterio y

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estimación sobre los “favorables” o “desfavorables” resultados del tratamiento tutelar, pueden absolver, reducir pena o imponer la pena prevista de acuerdo al delito imputado.

En esta decisión no hay parámetros fijos; esto lo señalan los jueces en forma permanente “(…) Porque no hay regulación legal, y eso nos dificulta bastante. La única regulación legal que tenemos es, ¿le vamos a imponer una sanción o no? ¿O se la vamos a reducir”? Y dentro de ese acotado menú de opciones, la ausencia de estándares comunes también es puesta de manifiesto por los magistrados: “(…) no hay un criterio firme, la 22.278 tiene dos renglones… no hay un criterio firme de cuando hay que absolver y de cuando hay que condenar. Esto forma parte de las reglas no escritas; entonces, sí esta el criterio de que el que esta declarado penalmente responsable y comete un delito como mayor, no tiene derecho a la absolución”.

La escasa regulación que presenta la ley 22.278 para resolver con parámetros más o menos homogéneos habilita un alto margen de discrecionalidad en la toma de decisiones. Esta discrecionalidad, multiplicada por la diversidad de jueces, a la luz de contextos sociales variables, nutre a la ya rebosante contingencia de las prácticas judiciales.

Al revisar la cosmovisión de los jueces sobre la sentencia del 4º, las posiciones muestran un arco ideológico –moral muy amplio. Respecto al beneficio absolutorio que está previsto en el régimen penal de menores, se dividen las opiniones entre aquellos que afirman que es un derecho y aquellos que le otorgan el carácter de perdón judicial. El límite entre el perdón, el beneficio y la absolución como derecho aparece tenue y resbaloso.

El extremo de los que creen que el beneficio absolutorio conserva la esencia del perdón, afirman que ese carácter lo otorga el hecho de que no se trata de una absolución dictada por falta de mérito, sino por “gracia” del juez, en tanto soberano. Los Fiscales denotan esto en forma recurrente y solicitan año a año, en sus informes al Congreso, que se nomine como “perdón judicial de la pena” a la mal llamada “absolución” del artículo 4º. En el otro extremo, están aquellos que consideran que “la absolución es un derecho y no una gracia del estado, por la sencilla razón de que si el chico hace todo bien y lo condenás, esa condena es arbitraria, por lo que la absolución es un derecho”. Un enfoque más jurídico es el de otro juez que plantea que aplicar una figura indistinta es injusta para aquel que es inocente; “ése, se pregunta un juez- por qué va a tener una absolución por perdón si él no fue? 352

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Si el dictado de una sentencia absolutoria, otorgamiento del beneficio absolutorio, exención de la aplicación de pena –para abarcar las variantes posibles- es concedido en virtud de un don soberano y en esta concesión hay un cálculo económico sobre los créditos obtenidos (aceptación de pautas del tribunal, obediencia a las recomendaciones y advertencias realizadas, actitud conforme a las normas, no recaída en el delito, actitudes frente al esfuerzo, trabajo legal, estudio o capacitación, familia) podría entonces hablarse de perdón en un sentido puro… o habría que ubicar la absolución del 4º en una acción de soberanía, condicionada, impura? ¿A los jóvenes, cuando se les dicta absolución, se los está realmente perdonando o solamente se los está premiando? ¿La justicia de menores, distribuye perdones, distribuye premios y castigos, o garantiza derechos?

El análisis cualitativo de las sentencias del cuarto, realizado con la inquietud de reflexionar sobre el tema, permite arribar a una respuesta luego de revisar los argumentos esgrimidos: el perdón judicial es un perdón impuro, condicionado, circunscripto a las reglas de intercambio. Se otorga en la medida en que sea solicitado –en el caso de los jóvenes a través de sus representantes legales- y como contrapartida de una oferta, proporcional a lo que debe ser perdonado, mensurable en un quantum de arrepentimiento, de conciencia de la falta, de promesa de transformación y de compromiso para evitar el retorno del mal; es decir, se trata de una transacción económica. Cuesta pensar en algo distinto y cuesta creer que los magistrados perdonen al culpable en tanto tal, aunque permanezcan tan irreversiblemente como el mal, como el mal mismo, sin mejora, arrepentimiento ni promesa. Más bien, la falta de estas tres condiciones mensurables a través de indicadores vuelca la balanza del lado de la aplicación de pena. En el caso de los jueces de menores, éstos tienen la facultad soberana de proceder en forma indulgente, “perdonando”, pero siempre con expectativas, condicionando el perdón a la atención que merecen especiales consideraciones de madurez de los jóvenes: se atiende así a la persona y no al acto. Aun con estas consideraciones y reparos, la exención de pena, beneficio absolutorio o perdón judicial, es el desenlace prevaleciente en los tribunales de menores a la hora del dictado de la segunda sentencia.

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La investigación realizada en los Tribunales Orales de Menores permite demostrar: 1) Según las fuentes estadísticas 

Las declaraciones de responsabilidad penal no reconocen grandes fluctuaciones durante el período, aunque desde el punto inicial de la serie, 1998, parecen descender.



Las sentencias condenatorias, luego de un incremento fuerte en el año 2000, parecen conservar cierta estabilidad, sin fluctuaciones significativas. No se podría afirmar que el 2005 inaugure una tendencia más punitiva porque sería prematuro adjudicar el carácter de tendencia a la sensibilidad punitiva traducida en leyes más represivas. Esa medición recién podría hacerse si las sentencias condenatorias continúan en alza por un período más largo y sin existir otra variable interviniente.



Las sentencias absolutorias que aparecen en un todo global, sin discriminar entre mayores y menores fluctúan en forma pareja hasta el año 2002. En el 2003, se registran menos absoluciones, aunque esta disminución no va en ganancia ni de las sentencias condenatorias (que registran una disminución), ni de las imposiciones de pena (que sí registran un aumento). A partir del 2004 la evolución es errática. No se puede hablar de tendencias.



Respecto a las imposiciones de pena, esta medición (superando los problemas de notación que inducen a confusión y sólo permiten confeccionar una serie a partir del 2003) permite

afirmar

que entre los años 2003 y 2004 se verifica una

variación porcentual importante, elevando las imposiciones de pena de 88 a 142, para bajar en el año 2005 a 136. Sin embargo, resulta prematuro hablar de una incipiente tendencia penalizadora hacia los jóvenes.

2) Según el relevamiento realizado en el Libro de Sentencias del 4º para los años 2002, 2003 y 2004 en uno de los Tribunales Orales de Menores (N = 286 sentencias): 

en orden a la distribución y frecuencia, puede decirse que los dictámenes respecto al tratamiento tutelar, mayoritariamente no consideran necesaria la aplicación de pena. En todo el período, 65,77% de los dictámenes fueron absolutorios, y 32,7% condenatorios. El restante 4,03% correspondió a sentencias de unificación, es decir que las dos terceras partes del colectivo de jóvenes con causa penal termina absuelto.

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La mayoría de las absoluciones (167) se dictaron para quienes no tenían otras causas en su haber; sin embargo, cabe destacar que la inexistencia de otras causas no exime automáticamente de la aplicación de pena.



En la medida que la distribución en torno a la norma en el fuero de menores obedece a motivos pragmáticos y contingentes, no prescriptos ni taxativos, se pueden rastrear sentencias condenatorias en casos similares. Es decir, diez casos que aún no teniendo otras causas, igualmente reciben condena. Pudiendo no ser, fueron; los jueces “prefirieron no” absolver.

En la muestra intencional de sentencias del cuarto del Capítulo 6 (76 sentencias), se agrega información que refuerza lo anterior. La construcción de Modelos de jóvenes muestra que la exención de pena es aplicable tanto en los casos denominados “blancos” como en los casos “grises” –que bien podría haberse aplicado condena-, como en el caso de las jóvenes, a quienes culturalmente cuesta condenar con una pena legal, aunque cueste poco restringirles derechos a través de una “pena tutelar” y una disposición prolongada.

Más compleja se presenta la situación con las sentencias condenatorias ya que, a la falta de regulación normativa se añade una discusión jurídica vinculada a la aplicación de la reducción punitiva. La reducción punitiva abre una rotunda división entre los camaristas que integran el tribunal: hay jueces que la asumen como norma en las sentencias condenatorias y la asimilan a un beneficio automático y otros que la supeditan a otros elementos que operen como “indicadores objetivos” de merecimiento. En consonancia con las posiciones acerca del perdón judicial, aquí se ubican los que consideran al joven como acreedor del beneficio de la reducción, que también sería una “reducción condicionada” al cumplimiento de pautas del tratamiento tutelar, a una conducta ejemplar o a una voluntad de enmienda. En cambio, la existencia de una gran cantidad de causas abiertas con posterioridad a la DRP, hace suponer que hay “proclividad al delito” y, por ende, el beneficio de la absolución no procede.

La posición que entiende que la reducción punitiva debe ser la regla y no la excepción inscribe la reducción obligatoria en la esfera de la Convención de los Derechos del Niño y no en las pautas de mensuración de los artículos 40º y 41º del Código Penal: nuevamente, se trata de un derecho y no de un beneficio. Esta posición, con el Fallo Maldonado de la Corte Suprema de Justicia se convirtió en hegemónica.

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A través del análisis cualitativo de sentencias, las posiciones en torno a la reducción punitiva pueden profundizarse y la clasificación optimizada distingue tres subgrupos de jueces: los que se oponen a la reducción, sustentándose en la norma; los que contemplan la reducción como beneficio, fallando con dominio de la moral y la contingencia y los que adhieren a la creencia de que es un derecho, sin otras consideraciones. 1) los decididamente contrarios a la reducción punitiva, cuyo tipo puro es el juez que considera de que si no se ha hecho acreedor a la absolución en virtud de alguna acción clara e inconfundible de recuperación, es necesario imponer una sanción acorde a la solicitada oportunamente por el Fiscal. Las variaciones en los montos de la condena respecto a la solicitud fiscal varían dentro de la escala penal y se administran con las gradaciones del artículo 40 y 41 del Código Penal. 2) Los que consideran que la reducción punitiva es un beneficio y, en tal sentido, admiten que otorgarlo es un reconocimiento a méritos suficientes. Pero, la subjetividad resulta determinante a la hora de considerar cuáles son los méritos necesarios y suficientes. La línea divisoria es endeble, de allí que sea la franja más gris, en la que pesan tanto la ideología como los valores y la cosmovisión de los jueces acerca de la utilidad de sanción, del castigo o de la pedagogía correccional. Así, estas variables conjugadas producen constelaciones más o menos definidas. En uno de los tribunales, la constelación de los valores de los tres camaristas resulta en una mayor cantidad de sentencias “sin ninguno de los beneficios que otorga la ley 22.278”; en cambio en el otro, hay mayor cantidad de sentencias condenatorias con reducción. Esta regularidad responde a lo explicado en el apartado de Disidencias que cobra aquí mayor sentido: en el TOM Nº3, ninguno de los camaristas es taxativo en su posición: respecto a la reducción punitiva, ninguno es reacio a ultranza, ni militante activo. Pero, en el caso del TOM Nº1, coexisten ambas caracterizaciones. 3) Los que consideran a la reducción punitiva como un derecho y, como tal, de carácter obligatorio: solamente por el hecho de ser menores de edad, deben tener un quantum menor de pena que sus pares adultos. Para estos jueces, casi todos los jóvenes son “reductibles”. Tratan de escindir el derecho de la moral, ubicando en la perspectiva jurídica la acción de reducir, sustrayéndose de la acción de evaluar las aristas deficientes del tratamiento tutelar como indicadores de “desmerecimiento”.

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Sobre las sentencias condenatorias, el relevamiento de 286 sentencias realizado en los años 2002 a 2004 expresa335: 

El 32,7% de las sentencias dictadas a jóvenes que cometieron delitos siendo menores de 18 años resultaron condenatorias. En la mayoría de los casos las condenas dictadas fueron de monto inferior a tres años (55,76% en el año 2002 y 60% en el año 2003, 72,42% en el año 2004) que habilitan la ejecución condicional, según ciertas condiciones, siempre y cuando este monto no hubiera estado unificado con otro producto de los cómputos que realizan los jueces cuando deben unificar sentencias.



En el año 2002, casi una cuarta parte de las sentencias condenatorias dictadas estuvieron comprendidas entre los 5 y los 10 años de privación de la libertad. Esto significa que 1 de 4 jóvenes condenados transitó la ejecución de su condena en prisión ya que el monto de la condena le impidió el beneficio de la excarcelación.



Las condenas superiores a 10 años fueron poco significativas, aunque adquirieron relevancia cuando se trata de unificar penas



En los montos unificados, variaron las proporciones, ya que los condenados a más de 5 años ya representaban más de un tercio del universo de las condenas y otro 40 % se llevaban las condenas de más de 3 y menos de 5 años. De este modo, casi el 75 % de las condenas ya suponían cumplimiento efectivo, quedando igualmente por debajo de la alta proporción del año anterior (80%).



El rango de condenas osciló entre las penas mínimas de 15 días (usualmente compurgadas con el tiempo de detención ya sufrido) y las penas máximas, de 17 años



En el año 2002 y en los semestres revisados de los años 2003 y 2004 no se pronunciaron sentencias a condena perpetua a menores..



Una lectura cruzada de las sentencias condenatorias y los delitos atribuidos a los jóvenes requiere otros elementos de análisis a considerar. Por ejemplo, la existencia de otras causas en trámite y la preexistencia de otras sentencias condenatorias en otros juzgados o tribunales. De otro modo, no podría explicarse que se exprese tal heterogeneidad de montos según la causa en el TOM Nº1. Valga como ejemplo: por el delito de robo simple se registran 7 casos condenados hasta 2 años de prisión, 1 caso condenado a más de tres años y 1 caso condenado a una pena comprendida entre los 5 y los 10 años. Lo mismo ocurre con los delitos de robo cometidos en poblado y en

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Veáse Capítulo 3.

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banda. En los delitos concursados, usual y previsiblemente, las condenas son más altas. 

Hubo 118 pronunciamientos sobre jóvenes que ya tenían otras causas penales; 1 en otros dos y también casos de más de 3 causas abiertas. Sin embargo, en 26 casos esto no impidió que fueran dictadas las absoluciones aun cuando la existencia de otras causas suele ser un elemento de valoración preponderante para los magistrados. De éstos 26 casos, 15 aún tenían las causas en trámite (presunción de inocencia) Se detectan otros 7 casos con condenas en firme.

Tanto en los 10 casos de sentencias absolutorias que, conforme a los criterios instituidos por los jueces, no configuran “la frecuencia esperada” como en estos 26 casos en los cuales era esperable la sanción y, sin embargo, no la hubo, una vez más, hay que acudir al altar de la contingencia para arrojar un poco de luz. Los jueces pueden preferir no castigar. Estas reflexiones proceden de la fórmula “preferiría no hacerlo” de Baterbly, el escribiente, de Melville que tanto ha dado que hablar. Dice Gilles Deleuze en el ensayo “Bartleby o la fórmula”: “Lo desolador de la fórmula es que elimina tan despiadadamente lo preferible como cualquier no preferencia en particular. Anula el término al que afecta y rechaza, pero también al otro, aquel que aparentemente conserva y se torna imposible. De hecho, convierte a ambos términos en indistintos: erige una zona de indiscernibilidad, de indeterminación, incesantemente creciente, entre las actividades no preferidas y la actividad preferible. Toda particularidad y toda referencia, quedan abolidas”

Jóvenes condenados: estudios de caso Para los estudios de caso, se seleccionaron los paradigmáticos de cada posición respecto a la reducción punitiva, mostrando el funcionamiento real de la justicia un comportamiento paradójico en el que las contradicciones tratan de ser absorbidas y resignificadas. Al fin y al cabo que la ley no cumpla acabadamente su función, muchas veces implica un beneficio: la indefinición de criterios taxativos para el dictado de una absolución otorga cierto margen para que un menor de edad que ha cometido un delito grave resulte finalmente absuelto, algo inusual en mayores (“paradójicamente, termina beneficiando a los chicos que cometieron hechos graves”). Y situaciones que no hubieran ameritado un reproche jurídico grave, en virtud de la facultad que tienen los jueces de “disponer definitivamente” de la persona menor de edad si la “entienden en peligro moral o material”, terminan generando largas y penosas 358

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intervenciones. Los principios rectores que podrían brindar alguna previsibilidad serían aquellos que se establecen como criterios impuestos a expensas del ejercicio judicial y habría criterios razonables, pero aún aceptados, con márgenes discretos de interpretación.

Privación de libertad Respecto a la institucionalización, tópico cuantificado en el capítulo 2, la referencia carecería de sentido si no se enriqueciera con la información emergente de las sentencias donde aparecen los circuitos institucionales: los ingresos, los modos de egreso y las modalidades de tratamiento prescriptas en las sucesivas restricciones de libertad.

Así, mediante las

estadísticas judiciales, es factible demostrar que las tasas de privación de libertad de los Tribunales de Menores son más elevadas con respecto a los Tribunales Orales Criminales: los Tribunales de Menores tienen una cantidad mayor de personas detenidas que sus pares ordinarios si se suman los campos de detenidos e internados. En el caso de las mujeres, la relación es más o menos pareja; pero en el caso de los hombres, la relación es muy dispar si se consideran los años 2003 y 2004. En el año 2005, se observa paridad, pero es el caso Bosca el factor explicativo. Luego del pedido de jury a los integrantes del Tribunal intervinientes en el caso, se revisó el listado de las personas privadas de libertad, egresando a muchos internados y excarcelando a muchos detenidos. Baste decir que en el TOM Nº1 la cantidad de menores internados bajó de 95 a 49 entre el 2004 y el 2005, mientras los mayores lo hicieron de 59 a 38. El TOM Nº2 acompañó la tendencia, bajando también en forma significativa los índices de internación y encarcelamiento.

Del relevamiento de 286 sentencias, se desprende que: 

un 71% de los jóvenes estaba en libertad al momento de serles dictada la segunda sentencia; un 28% estaba privado de libertad; del 1% restante no se tiene ninguna referencia.



Las proporciones entre los jóvenes que conservaron su libertad y aquellos que estuvieron privados y restringidos, no se mantuvieron constantes durante el período. Así el año 2002 resultó el año “más duro” y el 2003 el “más blando”, tomando como indicador la proporción de jóvenes que estuvieron libres (68,6% en el 2002, y 74,6% en el 2003) respecto a los que estuvieron presos 29,72% en el 2002 (44 personas) y el 23,9% en el 2003 (17 personas). El año 2004 mostró un registro intermedio, con el 72 % en libertad y el 25,3% privado de libertad.

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La mayor cantidad de personas privadas de libertad transitan su situación en unidades del servicio penitenciario federal. Pocos jóvenes, al momento de serles dictada la sentencia, estaban alojados en institutos de seguridad dependientes del entonces CONNAF; varios de ellos lo estaban en Unidades del Servicio Penitenciario Bonaerense en aquellos casos que fueron aprehendidos por otro delito en jurisdicción provincial. En este colectivo había procesados y condenados.



Los 21 casos que, pese a la sentencia condenatoria dictada fueron dejados en libertad, se correspondieron con tipos delictuales leves. Con el paso de los años, se elevó el piso de tipos delictuales a los que les cabía la excarcelación, traduciéndose esta modificación en privaciones de libertad.

No se puede detectar un factor que explique las fluctuaciones en el dictado de medidas restrictivas de la libertad. Conforme al escenario de pánico social y la sensibilidad exacerbada ante el delito, puede suponerse la expectativa de incrementos crecientes de prisionalización. Sin embargo, no resulta así. Entre los factores que podrían explicar esta inconsistencia se encuentran algunos ya enunciados: la fuerte instalación del discurso de derechos que concibe a la pena de privación de la libertad como un recurso de última ratio, la apelación a dicha medida sólo en casos extremos, la deslegitimación sufrida por el encierro en instituciones, una vez denostada su finalidad resocializadora. También, la falta de vacantes institucionales, que si bien podría considerarse un criterio del orden administrativo y/o burocrático, merece incluirse en tanto las propuestas de construir más cárceles y más espacios de encierro no son una alternativa política viable ni legítima. Además, debe tenerse en cuenta que ciertos episodios de gravedad inusitada (incendios y muertes de menores en Comisarías bonaerenses) y el fallo de la CIDH por el caso Bulacio pusieron en foco la integridad de las personas menores de edad y, coextensivamente, la responsabilidad por su protección.

Estas circunstancias determinaron la toma de recaudos adicionales antes de privar masivamente de la libertad a los jóvenes: la discrecionalidad quedaba acotada por la vigilancia de organismos de derechos humanos y comisiones de seguimiento. Los efectos de las reformas “Blumberg” no se manifestaban aún para el año 2004. En el año 2005, el Caso Bosca colocó un contrapeso, generando el efecto contrario: aumentaron los dictados de libertad, los egresos de institutos y las excarcelaciones en casos de prisiones preventivas.

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Nuevamente, fueron razones externas y contingentes, y no razones pro desinstitucionalización las que explicaron el descenso de las tasas de internación, en un contexto atravesado por la demanda de punición a los jóvenes.

La cartografía moral de las prácticas judiciales En la cartografía moral de las prácticas judiciales esbozada en el capítulo 6 se desagregaron todas las dimensiones del tratamiento tutelar susceptibles de interpretación moral. Dado que los jueces evalúan su resultado según parámetros más o menos estándar (la educación, el trabajo y la actitud frente a las normas) la aplicación del método comparativo permite construir indicadores de tipo vitales, conductuales, actitudinales, legales y afectivos. La medición de cada conjunto de indicadores implica valoraciones de tipo moral, derivadas en prerrogativas tanto de los jueces como de los fiscales, los defensores, los asesores, los delegados tutelares y demás profesionales auxiliares. Cada uno de estos indicadores presenta matices. El análisis de las sentencias es el espacio donde se conjugan entre ellos, generando infinitas combinaciones, producto de todas las cuestiones de interpretación que configuran “materia opinable” y, por ende, impredecible.

Una lectura atenta a los fragmentos que hacen referencia a los mismos, muestra que en la evaluación los indicadores se desplazan permanentemente entre la persona y el hecho origen de la intervención, conjugando el “antes” con el “después”: si cometió otro hecho en forma posterior, el tipo de hecho y el modo de comisión. El efecto más evidente de este desplazamiento continuo es la confusión de parámetros, con el riesgo de extrapolar una actitud de violencia en algún tiempo determinado a una esencia atemporal. Otro efecto es de la proyección de la historia familiar que opera generalmente como un atenuante en relación directamente proporcional a su dramatismo, pero que logra actualizar episodios anteriores, sin peso formalmente admitido en la decisión de la segunda sentencia.

La procedencia de hogares desintegrados, de tristes historias familiares de abandono, enfermedad y muerte resultan comunes a toda la población cliente de los tribunales de menores. La carencia de referentes positivos en el seno familiar y la correspondiente ausencia de orientación en cuanto a las conductas, son esgrimidos unánimemente como atenuantes, al igual que la juventud, la escasa experiencia de vida y los limitados recursos personales para revertir situaciones.

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La existencia de otras causas penales y otros tratamientos tutelares proporcionan más elementos para evaluar el único que debería ser evaluado, aunque es habitual que los jueces cedan a la tentación de consultar los expediente tutelares de los chicos que permanentemente se exponen a situaciones de riesgo y que, también permanentemente; son puestos bajo custodia estatal.

La criminalización secundaria Es posible constatar extrapolación de los actos a las personas: si el acto fue violento, la persona seguramente lo es. La violencia ya juzgada y sancionada a través de la declaración de responsabilidad penal, se actualiza a la luz de lo que la persona hizo después y la violencia anterior, si no fue redimida, se castiga: castigando lo posterior, también se castiga lo anterior. La alternativa de prescripción es el cambio personal y que, por ende, “ya no sea el mismo sujeto culpable, sea alguien distinto y mejor”, cosa que difícilmente sucede.

La criminalización secundaria hace mella en los jóvenes tocados por el sistema penal y es difícil salir indemne de este pasaje. En los casos en que la transformación se realiza, es posible rastrear patrones de posibilidad, entre los cuales la red familiar y afectiva cotiza alto. En otros casos, una acertada intervención terapéutica y la predisposición a realizar un tratamiento inciden favorablemente. Por cierto, existen antídotos en la medida que el rótulo de desviado no se haya consolidado; pero una vez consolidado “la esencialidad del ser se da a través del hacer”, como sugiere Matza (1969) al describir al ladrón esencial de Jean Genet, muy poco queda por hacer: cualquiera que ha sido aprehendido cometiendo un robo, es un ladrón y, como dice Genet, “ese descubrimiento va a condicionar mi vida entera”.

Valores sobreestimados El trabajo y la educación son aspectos siempre observados en la evaluación de los resultados del tratamiento tutelar. Aparecen como inescindibles y resulta difícil considerarlos por separado,

incluso analíticamente. Formal o informal, más o menos precario, el trabajo

representa el reaseguro de que es posible que la persona se mantenga alejada de la actividad delictiva, teniendo medios lícitos para “ganarse” la vida. Es justamente en este punto de intersección entre la legalidad y la sobrevivencia en que debe leerse la importancia dada al trabajo: el trabajo sigue conservando en su faz simbólica ese papel de gran ordenador del tiempo, del espacio, y de la disciplina. Se podría decir que el trabajo, no como actividad

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regulada por el mercado, pero sí como actividad reguladora del tiempo, conserva absoluta vigencia.

Cuando no es el trabajo, es el estudio y las actividades dedicadas a la capacitación las que suplen la ausencia de trabajo, mostrando que, en realidad, es el uso productivo del tiempo lo que está en juego y la productividad no solamente se mide en un valor de retribución económica sino de inversión hacia el futuro.

El poder de la ficción, de la moral y de la contingencia en la administración de justicia de menores Además de poner de manifiesto la construcción ficcional de los relatos judiciales y las historias que elaboran los jueces sobre los jóvenes, los estudios de caso apuntan a connotar aspectos lingüísticos, lógicos y argumentativos de los textos judiciales. Es a partir de este análisis que puede comprenderse a fondo la moralidad intrínseca de la administración de justicia de menores por parte de los magistrados y de los otros agentes del campo judicial.

¿Quién dijo que dictar sentencia era un acto de voluntad, o solamente un acto de voluntad? A la luz de todas las voces que intervienen en el debate judicial, dictar sentencia es casi un acto político, en el que se delibera, se sopesan alternativas, se negocian y se consensúan decisiones, valorando los hechos a la luz de su contexto. Por eso, el juez que navega exitosamente en las aguas de la justicia es un juez estilo Hermes que, como dice Ost (1993), “está a la vez en la tierra, en el cielo y en los infiernos (...) Hermes es el mediador universal, el gran comunicador. No conoce otra ley que la circulación de los discursos con la que arbitra juegos siempre recomenzados (...)”. En síntesis, el ejercicio judicial y la acción del juez al dictar sentencia, poco se parece a la tarea de aquel típico juez jupiteriano, restringido a la ley y al Código derivado por los legisladores que, aplicando la norma a un caso, superaba todo conflicto de interpretación ya que la ley, dotada de ese poder superador de las diferencias, permitía la aplicación de soluciones universales. Tampoco la labor judicial se podría asimilar estrictamente a la de un juez Hércules; aunque, por cierto, apostar a la singularidad de los casos apuntando al dictado de una sentencia justa y “equitativa” y, por ende, a la verdadera función de “invención” que implica, evoca esa imagen.

En definitiva, los jueces tratan de hacer más previsible y calculable lo que no es ni puede ser: la justicia, a través del ejercicio más previsible del derecho y de la aplicación de la norma.

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Apelan a la racionalidad del sistema jurídico, pero como se pregunta Marí (2000) “¿Y que otra cosa es la racionalidad del sistema socio-económico, del que el jurídico es una instancia decisiva? La libertad creativa del juez está sometida al hecho de que sus fallos y decisiones no quiebren la racionalidad estructural de una sociedad asentada en un determinado tipo de economías y propiedad; en nuestro caso, la racionalidad de la sociedad capitalista”.

Es muy difícil imaginar jueces atravesados por esta cultura que logren prescindir de la lógica de intercambio de los premios y de los castigos y las prebendas de la moral y que, además, prescindan de la justificación de sus acciones en aras de una finalidad trascendente o útil. El poder de perdonar y el poder de castigar, son igualmente soberanos…

Y la justicia de menores constituye un ámbito en el que disociar el derecho de la moral resulta sumamente dificultoso y la propia ley invita a esta dificultad cada vez que reclama la focalización en las personas y su evolución. Los hechos delictivos que estuvieron en el origen de las intervenciones judiciales - sobre todo si han sido graves- no pueden dejan de arrojar alguna sombra, como tampoco dejan de hacerlo los nuevos hechos delictivos, aun si sobre ellos pende la presunción de inocencia. Resulta fácil en términos discursivos consensuar en torno a las finalidades especiales preventivas de la pena respecto a adolescentes y jóvenes que llegan a los tribunales de menores, pero resulta extremadamente difícil e ímprobo despojarse de la inserción en el mundo y desconectarse de “la sociedad en que vivimos” por parte de los jueces.

Finalizando…. Se pretendió aquí sistematizar el camino de las contingencias y de las dualidades que humanizan el dictado de justicia, dotándolo de las inquietudes morales y sociales de quienes lo personifican, atravesados por la “modernidad líquida” ésa en la que no hay certezas, sino sólo provisorios puntos de referencia, “horizontes artificiales” alimentados por “ficciones jurídicas” que, más allá de su carácter de verdad o de mito (Mari 2000; Degano 2005), sirven para seguir avanzando cuando la brújula de la ley se vició con tanta legislación de excepción y de emergencia, costándole encorsetaste en los códigos, en la jurisprudencia y en las modalidades aceptadas o aceptables de resolución instituidas por la fuerza de la tradición y la costumbre.

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