Consejo de Ministros que se le autorizara para iniciar conversaciones con España en las que se buscaría un acuerdo dentro de esa fórmula escalonada

CONCLUSIONES Una recapitulación de las páginas de este trabajo puede permitirnos extraer una serie de conclusiones sobre las características del proc

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CONCLUSIONES

Una recapitulación de las páginas de este trabajo puede permitirnos extraer una serie de conclusiones sobre las características del proceso de acercamiento español a Europa durante los primeros años de existencia de la Europa comunitaria. A lo largo de dichas páginas se han ido analizando las dificultades que aquejaron a las relaciones entre España y la Comunidad Económica Europea y las causas de las mismas, durante el período que culmina con el inicio de las negociaciones que desembocarían en el Acuerdo Preferencial de 1970.

Desde los comienzos del proceso de integración europea, la actitud oficial de España ante el mismo estuvo condicionada por diversos factores de orden económico y político. La política económica autárquica y el régimen totalitario que regían en España, en claro contraste con el liberalismo y el sistema democrático europeo, mostraron explícitamente el distanciamiento existente entre España y la Europa Occidental. El atraso económico y la carencia de democracia hicieron imposible la participación de España en el origen del proyecto unitario europeo. De hecho, el gobierno de Franco no intentó participar en la primera de las comunidades europeas: la CECA. A la grave dificultad que suponía la asimetría de España con respecto Europa se unió el gran escepticismo con que se contempló desde nuestro país el proyecto comunitario determinando la ausencia de España en el principio del mismo. Habría que esperar a que la consolidación de la Europa Comunitaria fuera una realidad indiscutible para que el gobierno español se decidiera a intentar una aproximación a la nueva Europa de los Seis.

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Uno de los hitos más remarcables en el acercamiento español a la Europa Comunitaria fue el primer mandato del Consejo de Ministros de la CEE a la Comisión, que permitió iniciar las negociaciones con España que desembocaron en un acuerdo preferencial entre ambas partes. El antecedente inmediato de esta primera apertura a Europa se encuentra en una carta del Ministro de Asuntos Exteriores español, Fernando María Castiella, de 9 de febrero de 1962, dirigida al entonces Presidente del Consejo de Ministros en ejercicio, Sr. Couve de Murville, con la que se solicitaba la iniciación de negociaciones para establecer una asociación susceptible de llegar en su día a la plena integración con la Comunidad. La petición española fue contestada por el Consejo de Ministros de la CEE con un mero acuse de recibo por carta de seis de marzo de 1962. Consideraciones de orden político motivaron que la solicitud española no fuera objeto de tratamiento y decisión por parte de la Comunidad.

Transcurridos casi dos años desde dicha contestación, el embajador español ante la CEE, conde de Casa Miranda, recordó a la Comunidad por carta de 14 de febrero de 1964 su petición del año 1962 y manifestó que el gobierno español consideraba el momento oportuno para iniciar conversaciones con la Comunidad con el fin de estudiar las consecuencias que para España se derivaban de la progresiva realización del Mercado Común. A esta petición contestó el Consejo con fecha de dos de julio de 1964 autorizando a la Comisión para que iniciara conversaciones exploratorias para estudiar con España los problemas que le planteaba la creación y evolución del Mercado Común, y sus posibles soluciones.

Las conversaciones exploratorias se iniciaron el 9 de noviembre de 1964 con una primera reunión plenaria en la que la Delegación española expuso y entregó una amplia declaración que contenía una visión de conjunto sobre el desarrollo de la economía española y de sus relaciones con los países miembros 453

de la CEE. La Comisión solicitó diversas aclaraciones a la declaración española, que se recogieron en un amplio cuestionario que fue entregado a la Delegación española el 10 de febrero de 1965 y al que contestó el gobierno español en la primavera y verano de 1965.

Las conversaciones se vieron interrumpidas por la nueva crisis que la Comunidad sufriría durante el último semestre de 1965. Resuelta la crisis, España realizó una serie de gestiones a lo largo de la primavera de 1966 para reiniciar su caso. Parecía que las conversaciones exploratorias no iban a ser fáciles de concluir al no aceptar España como solución la fórmula de un acuerdo comercial puro y simple y carecer la Comisión de la necesaria autorización para poder proponer soluciones de mayor alcance. Dificultad que fue superada cuando, gracias a la contundente labor de los diplomáticos españoles, el Consejo de Ministros de la CEE solicitó a la Comisión la elaboración de un informe sobre las conversaciones exploratorias con España ateniéndose sólo a consideraciones técnicas. Como consecuencia de ello, la Comisión invitó a la Delegación española a una reunión el día 19 de julio de 1966 con la que se cerraban las conversaciones exploratorias. En dicha reunión el representante español, el embajador Ullastres, señaló que su gobierno no estaba interesado en la conclusión de un acuerdo comercial y que lo que deseaba era asegurar una integración progresiva y global de la economía española con la comunitaria.

Terminadas las conversaciones exploratorias la Comisión elaboró y sometió al Consejo de Ministros de la CEE de 23 de noviembre de 1966 un detallado informe sobre las mismas en el que reconocía como justificada y conveniente la petición española de integrar la economía española con la comunitaria. Para realizar dicha integración se inclinaba a favor de una fórmula que condujera a una unión aduanera a través de un proceso que comprendía dos etapas, la primera de ellas con un contenido muy limitado y referido tan sólo a productos industriales. Al terminar el informe, la Comisión sugería al 454

Consejo de Ministros que se le autorizara para iniciar conversaciones con España en las que se buscaría un acuerdo dentro de esa fórmula escalonada.

La petición de la Comisión no fue atendida por el Consejo de Ministros lo que motivó que este Organismo, en colaboración estrecha con el Comité de Representantes Permanentes y los Grupos de Trabajo creados ex profeso estudiara durante el primer semestre de 1967 las relaciones de la Comunidad con España y finalmente aprobara el once de julio un mandato de negociación con España muy elaborado y definido. El mandato recogía la idea de las dos etapas que proponía el informe de la Comisión y preveía la negociación de un acuerdo preferencial que tuviera como objetivo la supresión progresiva, dentro del respeto de las disposiciones del GATT, de los obstáculos a lo esencial de los intercambios entre la Comunidad y España.

Con el mandato se contaba por fin con el elemento imprescindible para comenzar negociaciones propiamente dichas entre la Comunidad y España. En esto radicaba la importancia del documento. Después de cinco años y medio de intensa labor diplomática se había conseguido que la Comunidad diera un paso en firme para abordar en una mesa de negociaciones el problema del establecimiento de relaciones con España. Transcurrida una década desde la creación del Mercado Común España podía empezar a negociar con las autoridades comunitarias el establecimiento de relaciones entre ambas partes.

El problema de la inserción de España en el proceso de integración europea se había planteado por parte de las autoridades españolas a partir de la creación del Mercado Común. Hasta fines de los cincuenta el proyecto de construcción europea había sido contemplado con mucho recelo por el Régimen español. La posición inicial sobre la integración europea que mantuvo España fue de clara desconfianza. La idea integradora era ajena a la propia cultura política del pensamiento nacionalista español imperante en aquellos momentos. 455

La existencia de un proyecto de Europa unida que se sustentaba en sólidas bases democráticas suponía un riesgo para un Régimen que, como el español, carecía precisamente de legitimidad democrática. Una Europa unida bajo el signo del respeto a los derechos y libertades individuales suponía una amenaza para la supervivencia de un Estado autoritario. Pero el Régimen tampoco podía sobrevivir sumido en el aislamiento y en la autarquía.

Precisamente la creación del Mercado Común vino a coincidir con el agotamiento de la política autárquica en España y con la evidencia de que la supervivencia del régimen franquista pasaba por un cambio radical en la política económica. Así, a partir de 1959, el gobierno español puso en marcha una política de liberalización que implicaba una franca y progresiva apertura de la economía hacia el exterior y que buscaba preparar la integración económica con el resto de la Europa Occidental. Al empezar a desaparecer las barreras que antes dificultaban los intercambios, la economía española fue integrándose espontáneamente con la Europa de los Seis. Pero esta integración espontánea, sin cauces jurídicos ni racionalmente ordenada, podía suscitar dificultades sobre todo para el más débil de los sistemas económicos. La intensificación de los intercambios comerciales con la CEE hizo necesaria la búsqueda de mecanismos adecuados que resolvieran, en beneficio de ambas partes, los problemas que de tal proceso se podían derivar. Precisamente sería la necesidad de imbricarse económicamente con Europa la que haría que el Régimen contemplara la Europa de los Seis con otra perspectiva desde fines de los cincuenta. La aparición del Mercado Común supuso para el Régimen de Franco una realidad ante la que no era posible cerrar los ojos. Desde entonces se siguió atentamente el devenir del proceso comunitario aunque sin tomar una posición oficial ante el mismo hasta cinco años después cuando, en febrero de 1962, el gobierno de Franco solicitó la asociación a la CEE.

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Lo cierto es que en ese momento la Comunidad no contaba con una política de relaciones con países terceros perfectamente delimitada y acabada. Ello era consecuencia de que la Comunidad Económica Europea tan sólo contaba entonces con unos pocos años de vida, durante los cuales se había dedicado fundamentalmente a afianzar su propio establecimiento. Ahora bien, el Tratado de Roma preveía tres posibilidades para establecer relaciones con un tercer país: la adhesión, la asociación y el acuerdo comercial.

Las disposiciones que contemplaba el Tratado de Roma en materia de relaciones con terceros países constituían una base jurídica que se iría completando con el transcurso de los años a medida que la Comunidad se enfrente con la necesidad de resolver casos concretos, ante los cuales irán surgiendo distintas teorías y aplicaciones. La resolución del establecimiento de relaciones con la España de Franco viene a ser un claro ejemplo de ello.

No resultó una tarea fácil para la Comunidad definir los vínculos a establecer con un Estado europeo no democrático como era el franquista. La solicitud española abrió el debate en el seno de la Comunidad sobre la necesidad de definir la política asociativa. Cuando España solicitó la asociación a la CEE, ésta ya había concluido con Grecia y con las antiguas colonias africanas acuerdos de asociación de diferente contenido y alcance, que ponían de manifiesto que la fórmula asociativa era flexible y ambigua. En realidad, la fórmula de asociación no había sido estrictamente definida en cuanto a su naturaleza, su alcance práctico o sus modalidades de funcionamiento. La definición que de ella se daba en el Tratado de Roma permitía negociar el contenido, los compromisos, derechos y obligaciones a concluir entre ambas partes, ofreciendo un marco en el que cabía un acuerdo que podría ir desde la vinculación casi simbólica hasta una forma de integración muy cercana a la adhesión.

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A falta de una doctrina oficial de la Comunidad sobre la asociación se fueron perfilando los contornos de esta modalidad a través de manifestaciones, declaraciones e informes que dieron como resultado una filosofía sobre la misma. En este sentido tuvieron gran trascendencia para el caso español el informe del socialista alemán Birkelbach, a favor de impedir la admisión plena a la CEE de países no homologables democráticamente, aunque no otro tipo de relaciones,

y el Memorándum Saragat, que extendía también dicho

impedimento en la fase de asociación.

El caso español planteaba serias dificultades para la Comunidad que debía dar una respuesta a una petición de un país europeo que pretendía, con el tiempo, llegar a ser miembro de pleno derecho de la Comunidad. En principio esta posibilidad encajaba con los criterios que sobre la asociación contemplaba el Tratado de Roma y también con la doctrina Birkelbach (aprobada tan sólo tres semanas antes de que España solicitase la asociación a la CEE), ya que esta última entendía que la fórmula asociativa podía ser utilizada como una etapa previa a la adhesión por aquellos países europeos que necesitaban una fase de transición para superar las especiales circunstancias que les impedían entrar directamente como miembros de pleno derecho, es decir, aquellos países a los que les faltaba alguna condición exigida para la adhesión.

Las carencias españolas eran tanto de orden económico como político. En ambas facetas España sufría un importante distanciamiento en relación a los socios comunitarios. Desde un punto de vista económico, aunque a fines de la década de los cincuenta España había iniciado una política económica de signo liberalizador que le había ido acercando progresivamente a los modos y formas de la economía europea, aún le quedaba mucho camino por recorrer para alcanzar los niveles de desarrollo de los países comunitarios. Ahora bien, si en este terreno la evolución sufrida hacia prever que España podía ir acortando 458

distancias, en el campo político ocurría todo lo contrario. El Régimen no había experimentado ninguna evolución hacia formas representativas, seguía una línea inmovilista que marcaba una profunda diferenciación con una Europa unida que se construía bajo el signo de la democracia. Esta falta de homologación política condicionará decisivamente las relaciones entre España y la Comunidad.

El caso español era un caso más entre los que la Comunidad tenía que resolver en sus relaciones con terceros países, pero era un caso complicado y especialmente polémico ante el que los socios comunitarios se encontraban divididos. Las dificultades se derivaban de los distintos puntos de vista que los Seis mantenían sobre el alcance que debería tomar el acuerdo a concluir con España que, como es sabido, había solicitado la apertura de negociaciones para asociarse a la CEE. Para que un Estado fuera aceptado como miembro asociado era necesario que la candidatura fuera aprobada por unanimidad en el Consejo de la CEE, previa consulta al Parlamento. Condición que exigía a los miembros de la Comunidad alcanzar un consenso sobre el trato que se quería dispensar al candidato. Y aquí estaba el problema. No todos los socios comunitarios estaban dispuestos a aceptar las pretensiones españolas de asociación. Sólo cuando los Seis alcanzaron un compromiso aceptable para todos, que se encontró en la fórmula del acuerdo preferencial, se pudo acelerar el proceso tendente a la apertura de auténticas negociaciones.

Desde una óptica comunitaria, la candidatura española nunca fue contemplada como un problema prioritario en el desarrollo de sus relaciones con países terceros. Durante el período en que se desenvuelven las conversaciones hispano-comunitarias la prioridad absoluta para la Comunidad en relación a terceros países la constituyó la candidatura británica. En comparación a la demanda inglesa el resto de solicitudes, entre ellas la española, no eran más que pecata minuta para la Comunidad. El caso español 459

corrió paralelo a la problemática que desató la candidatura británica en la vida comunitaria así como a la de otros muchos países que, al igual que España, habían expresado el deseo de estrechar sus relaciones con la CEE. De hecho, durante este tiempo, la Comunidad actuó como un fuerte polo de atracción, de manera que hubo de atender a las demandas de numerosos países como Gran Bretaña, Irlanda, Dinamarca, Noruega, Portugal, Austria, Suiza, Suecia, Turquía, Israel, los países del Mogreb y Nigeria. De todos ellos sólo el caso británico y, en menor medida, los de los países del Mediterráneo interfirieron en la evolución del español.

La candidatura británica repercutió profundamente sobre las relaciones de España con el Mercado Común. De hecho fue uno de los factores decisivos que precipitó la resolución española de solicitar la apertura de negociaciones a la CEE, actuando entonces como un fuerte estímulo para la definición de España ante la CEE. En cambio, más adelante, la evolución de la solicitud británica ralentizó la discusión del caso español por las autoridades comunitarias. Éstas, en un primer momento, se volcaron en exclusiva en las difíciles negociaciones con Reino Unido supeditando el resto de solicitudes a la resolución de la problemática británica. La ruptura de las negociaciones con Gran Bretaña provocó en la CEE una fuerte crisis que bloqueó muchas actuaciones inmediatas. Se suspendió el estudio de las solicitudes de admisión de Noruega, Dinamarca e Irlanda al igual que las de asociación de los tres neutrales (Suecia, Suiza y Austria) y las de España y Portugal.

Después de la ruptura de las negociaciones de Bruselas, la Comunidad tardaría unos meses en recobrar sus contactos con países terceros pero entre ellos no estaría España. La razón de fondo de este trato discriminatorio respondía a que la Comunidad no estaba interesada en introducir casos polémicos, como era el español, en un momento en que trataba de superar la atmósfera glacial en que se había visto envuelta tras el brusco veto francés a 460

Gran Bretaña. Los esfuerzos debían dirigirse a restablecer la confianza entre los socios y en ningún caso a suscitar nuevas diferencias. Desde entonces, una de las dificultades con que España se enfrentará en los intentos por reabrir su caso será la argumentación, sostenida sobre todo por Bélgica e Italia, de que no convenía examinar el problema español hasta después de resolver el de las relaciones de la CEE con el Reino Unido. Sin embargo, esta cuestión no fue un impedimento para otros países que como Austria iniciaron durante este lapso de tiempo conversaciones con la Comunidad. Este último país no retiró su candidatura después del fracaso de las negociaciones de Bruselas sino que, muy al contrario, persistió decididamente en ella. También España mantuvo su solicitud e insistió sobre la misma, aunque es cierto que tardó mas en hacerlo y es posible que lo hiciera con menor vehemencia. Pero más que a la actitud de España ante la CEE, el distinto trato aplicado a ambos casos respondió a que la candidatura austríaca no levantaba tantas suspicacias y recelos como la española en el seno de la Comunidad y, sobre todo, a que desde un principio Austria estuvo apoyada con gran entusiasmo por Alemania que no dudó en apostar enérgicamente por el país vecino. Sin duda, un abogado firme e interesado en defender su causa fue lo que le faltó a España en esos momentos. Así, cuando en abril de 1963 España solicitó a Alemania que incluyera su caso en el programa que se preparaba para la acción futura de la CEE recibió una clara evasiva. Una de las razones que argumentó Alemania fue precisamente que no existiría una atmósfera adecuada para tratar el caso español hasta que la CEE no hubiera resuelto sus relaciones con Gran Bretaña.

De hecho, la no resolución de la demanda inglesa vino a interferir indirectamente durante el resto de las conversaciones entre España y la CEE. Y fue así porque en diversas ocasiones tanto italianos como holandeses y belgas, por razones de diversa índole, apuntaron la idea de condicionar el ingreso de 461

España al de Gran Bretaña. Pero lo cierto es que estas actitudes carecieron de trascendencia durante el período en que no existió una posición definida por parte de Gran Bretaña ante la CEE, ya que en esa coyuntura el paralelismo de ambos casos quedaba en el terreno de las meras conjeturas. En cambio, desde que, a principios de 1967, los británicos mostraron su interés por presentar de nuevo su candidatura de adhesión a la CEE el asunto podía pasar al terreno fáctico y en consecuencia complicar el caso español. Por entonces, la Comunidad estaba discutiendo el contenido y el alcance del mandato que debía elaborar para poder iniciar negociaciones con España, y a su vez España trataba de conseguir un mandato lo más amplio y provechoso posible. Precisamente sería el miedo a la posible interferencia del caso británico lo que determinó a España a renunciar a conseguir un mandato plenamente satisfactorio y conformarse con uno que le permitiera abrir negociaciones. Este cambio de táctica precipitó la adopción del mandato. De nuevo ahora, al igual que ocurriera al principio, la candidatura británica impulsaba a España a tratar de abrir negociaciones con la CEE lo antes posible. Quizá de no haberse producido en ese preciso momento la segunda solicitud británica, España hubiera tardado más en conseguir un mandato pero éste, posiblemente, se hubiera acercado más a los deseos españoles, lo que hubiera podido suavizar las fuertes críticas con que la opinión publica española juzgó el fruto de las conversaciones preparatorias que se habían desarrollado durante cinco largos años.

Las relaciones que mantenía la Comunidad con los países del área mediterránea influyeron también, aunque en menor medida que el caso británico, en el desarrollo de las conversaciones de España con el Mercado Común. En este caso repercutirán tanto en el ritmo como en el contenido de las mismas pero, a diferencia que en el caso inglés, lo harán siempre en sentido restrictivo. Las dificultades derivaban del choque de intereses en el ámbito agrícola. Los intereses de los países mediterráneos en la Comunidad coincidían fundamentalmente en la defensa de su agricultura de exportación y en 462

consecuencia afectaban directamente a la política agrícola común. Para la Comunidad, otorgar preferencias en este terreno a un país mediterráneo, significaba que después tendría que hacerlas extensibles al resto de los países de esa misma área. Por ello la CEE se mostraba firme y examinaba minuciosamente cualquier preferencia a conceder en este campo. Así, no hubo ninguna dificultad en aceptar la idea expuesta por Italia de tener en cuenta a la hora de establecer un acuerdo con España que éste podía repercutir en el resto de los contactos que la CEE sostenía con los países del área mediterránea. En razón de este criterio era necesario englobar el caso español en una perspectiva de conjunto que tuviera presente los intereses de la Comunidad en dicha zona y viceversa. En la práctica, esta teoría se tradujo, con respecto al caso español, en una maniobra dilatoria que retrasó el consenso necesario para aprobar la apertura de negociaciones con la CEE. Pero, además, tuvo otra grave consecuencia que fue la exclusión en el mandato de ofertas relevantes en el ámbito agrícola. Deficiencia que causó una gran decepción en la opinión pública española ligada a dichos ámbitos que criticó gravemente esta importante carencia. El ritmo de las conversaciones hispano-comunitarias también se vio afectado por la propia evolución interna de la Comunidad. En el transcurso de dichas conversaciones la CEE sufrirá dos graves crisis que paralizarán sus contactos con países terceros durante algún tiempo. Ya se ha señalado que tras la ruptura de las negociaciones con Gran Bretaña quedaron bloqueados, durante unos pocos meses, los contactos con países terceros y que posteriormente no se iniciaron conversaciones con España por ser éste un asunto polémico que no interesaba a nadie introducir en la mesa de negociaciones en una coyuntura de crisis. De hecho, la situación de crisis fue utilizada por la Comunidad como razón ante España cuando ésta reclamó que se atendiera su caso. Táctica que también emplearía el gobierno español para explicar a la opinión pública la ausencia de diálogo con la Comunidad. Así, la 463

crisis de 1963 serviría a unos y a otros de excusa para justificar el largo silencio de la Comunidad con respecto al caso español. La realidad demostraba que la crisis sufrida a principios de 1963 no había impedido a la Comunidad concluir acuerdos (caso de Turquía e Israel) o iniciar conversaciones (casos de Austria, Irlanda, Dinamarca, Mogreb y Nigeria) con países terceros a lo largo de dicho año. La situación de crisis por sí sola no explicaba el retraso que sufría el tratamiento del caso español aunque sí supuso un problema de coyuntura que lo dificultaba aún más.

En cambio, la crisis de julio de 1965, conocida como “crisis de la silla vacía”, sí repercutió directamente en el ritmo de las conversaciones entre España y la CEE. Cuando estalló dicha crisis la Comunidad ya había tomado la difícil decisión de comenzar a dialogar con España en forma de conversaciones exploratorias y éstas, que ya estaban prácticamente finalizadas, quedaron irremediablemente interrumpidas, al igual que el resto de contactos que la CEE mantenía con países terceros en esos momentos. Costó graves esfuerzos a los diplomáticos españoles reiniciar su caso, pero en esta ocasión contarían con el firme apoyo tanto de Francia como de Alemania. Sin embargo, ahora, las mayores dificultades emanaron de un órgano comunitario: la Comisión. Ésta se mostró muy reacia a superar las instrucciones que el Consejo de Ministros le había dado sobre la dirección que debía tomar el informe-propuesta sobre las conversaciones exploratorias con España y en esta actitud tenía mucho que ver la significación de la crisis de julio de 1965. El problema de fondo de dicha crisis había sido la oposición francesa ante el avance de la supranacionalidad, y la consecuencia fundamental de la misma, es decir, el refuerzo de lo intergubernamental. Al ser la Comisión el órgano supranacional por excelencia, si superaba las instrucciones del Consejo, órgano que representaba el poder intergubernamental, corría el riesgo de suscitar de nuevo una fuerte tensión en el seno de la Comunidad. Por ello la Comisión no tenía más opción que ofrecer a España la solución de un acuerdo comercial, ya que no podía ir más lejos sin 464

levantar una nueva polémica sobre el reparto de poderes en la Comunidad. Proponer al Consejo un acuerdo global, tal y como solicitaban los españoles, sin sobrepasar las instrucciones que los ministros le habían dado, resultaba imposible

sin

provocar

nuevas

controversias.

La

conclusión

de

las

conversaciones exploratorias no pudo llegar hasta que el Consejo dio nuevas directrices a la Comisión sobre el caso español. Para entonces había transcurrido un año desde que la crisis de julio de 1965 había interrumpido bruscamente las conversaciones exploratorias.

Ahora bien, si todos los factores señalados repercutieron con mayor o menor alcance en el ritmo de las prenegociaciones entre España y la Comunidad, la razón fundamental que explica la larga duración de las mismas fue, como se indicaba al principio, la falta de consenso entre los Seis sobre el alcance del vínculo que podía establecerse entre ambas partes. El problema de la inserción de España en el Mercado Común fue planteado por la Comunidad en una vertiente claramente política y tenía su origen en el carácter, también político, de la solicitud española. Si España, desde un principio, hubiera solicitado el establecimiento de relaciones puramente económicas seguramente no hubiera encontrado apenas resistencia por parte de la Comunidad para atender su demanda. En cambio, solicitó la asociación e insistió hasta el final en este ambicioso objetivo lo que situó la cuestión española en el terreno del debate político.

Italia y Bélgica se encargaron de que así fuera. En estos dos países los socialistas jugaban un importante papel en el gobierno y su peso se dejó sentir en la presión que ejercieron en el seno de la Comunidad para tratar de impedir que las aspiraciones de asociación españolas llegaran a hacerse realidad. Así, la actitud del gobierno belga fue siempre manifiesta y públicamente contraria, y su razón fundamentalmente política. El gobierno socialista presidido por Henri Spaak no toleró nunca que la CEE se planteara negociar un vínculo estrecho, 465

como era el asociativo, con un país europeo no democrático. La naturaleza y características del régimen franquista constituyeron el argumento principal de la oposición belga, y fue así porque Spaak sostuvo firmemente que la asociación debía conducir forzosamente a una total integración tanto económica como política, para la cual España se encontraba inhabilitada al no participar de la naturaleza democrática de los Seis. En este punto de vista sobre la asociación, el gobierno belga venía a coincidir con el italiano, como pondría de manifiesto la doctrina recogida en el Memorándum Saragat que, en coincidencia con la postura belga, sostenía que para los países europeos la forma asociativa no podía ser admitida más que a título temporal y como etapa intermedia para llegar a una plena adhesión. Según el punto de vista italiano, el hecho de que se tratara de una asociación en vistas y en función de la adhesión hacía necesario que el Estado solicitante reuniera las condiciones políticas indispensables para acceder a esta última; y, desde luego, España no las cumplía.

Estas ideas sobre la asociación trataban de configurar y delimitar la aplicación de la fórmula asociativa que, como es sabido, era contemplada en el Tratado de Roma de forma mucho más amplia y genérica. La filosofía de la asociación que se intentaba definir ahora iba dirigida, en buena parte, contra las posibilidades de España y determinó que el Régimen de Franco no pudiera alcanzar, como deseaba, el rango de país asociado a la CEE. Ni Italia ni Bélgica estaban dispuestas a concedérselo. En cambio, Francia y Alemania se mostraron siempre favorables a integrar a la España de Franco como un país asociado a la CEE. Tampoco Holanda y Luxemburgo se singularizaron oponiéndose expresamente a la asociación de España. Por parte de las autoridades gubernamentales de estos dos últimos países no existió una posición oficial ni opuesta ni favorable. De esta suerte, el Ministro de Asuntos Exteriores holandés, Luns, llegó a expresar su simpatía por el caso español pero señalando a su vez que no podía olvidar la existencia de un voto de la Cámara Baja de su país contrario a la apertura de negociaciones con España. Esta actitud 466

indefinida se transformó en la realidad en una tendencia reluctante, al dejarse arrastrar tanto Holanda como Luxemburgo por la postura mantenida por Bélgica, aunque en ninguno de los dos casos alcanzó la misma resolución y vehemencia de aquélla.

No había duda de que los socios comunitarios divergían en cuanto a la posibilidad de aceptar a España como miembro asociado a su “club” pero tampoco de que coincidían en que debía de buscarse una solución al caso español. El verdadero interés de la Comunidad por negociar con España respondía a razones de carácter económico. Ciertamente, debían de resultar muy atractivas las posibilidades que ofrecía un país vecino que estaba experimentando un fuerte despegue económico. Desde un punto de vista económico, sólo la posible competencia de suministros agrícolas españoles podía hacer antipática para algún país, como Italia, la candidatura española, pero los intereses agrícolas no podían hacer olvidar las sustanciosas ventajas que, para todos, ofrecía la necesidad de equipamiento de la industria española.

Sin embargo, la conveniencia económica chocaba con dificultades de orden político. De hecho, cada vez que el tema español iba a ser objeto de tratamiento por parte de la Comunidad se suscitaba una fuerte oleada de protestas por parte de la izquierda europea. Sindicatos, socialistas y comunistas no cejaron en su empeño de imposibilitar la integración de España en el Mercado Común. Argumentaron reiteradamente ante la Comunidad que ésta no debía entablar diálogo alguno con un Régimen autoritario que no respetaba las libertades y los derechos individuales. Las autoridades comunitarias no podían hacer oídos sordos ante estas manifestaciones pero tampoco podían ignorar indefinidamente una respuesta a la solicitud española. El silencio de la Comunidad no podía durar eternamente. Todos los gobiernos comunitarios mantenían relaciones diplomáticas y económicas con España; negarle una contestación hubiera sido un contrasentido. El problema era qué contestar y 467

cómo encarrilar las discusiones. Sólo cuando los Seis alcanzaron el compromiso de que la finalidad del diálogo con España podía contemplar exclusivamente aspectos económicos pudieron iniciarse las conversaciones exploratorias.

La decisión de iniciar conversaciones económicas con España fue, sin duda, el punto que marcó la inflexión entre las relaciones de España con la Comunidad. La gran decisión estaba tomada, se podía dialogar con el régimen de Franco pero sólo a nivel económico. Con la limitación económica, la CEE conseguía negar implícitamente la asociación a España y con ello excluir del diálogo oficial entre ambas partes cualquier cuestión relativa a la naturaleza y características del régimen político español. La determinación de no conceder la asociación a España se había sustentado precisamente en la ausencia de democracia, y una vez resuelta esta cuestión carecía de sentido discutir más sobre los condicionamientos políticos del régimen franquista. De hecho, a partir de entonces, en la marcha de las conversaciones hispano-comunitarias, no alcanzarán ninguna repercusión significativa acontecimientos tan importantes de la vida política española como fueron la Ley de prensa de Manuel Fraga o la presentación a las Cortes de la Ley Orgánica del Estado. Si éstas contenían o no suficientes aspectos evolutivos y democratizantes pareció no importar nada a las autoridades comunitarias. Sin duda, desde que se tomara la decisión de negociar un vínculo exclusivamente económico, había quedado prejuzgada la finalidad de las relaciones a establecer con España.

Las conversaciones exploratorias se dedicarían a definir y concretar la forma que debería adoptar ese vínculo económico. El acuerdo a concluir entre ambas partes no podía ser el de asociación, debido a las dificultades políticas que ello conllevaba, pero tampoco podía ser el de un mero acuerdo comercial porque España lo rechazaba. La única solución pasaba por encontrar una fórmula intermedia que pudiera ser aceptada por ambas partes. Ésta se halló, después de numerosas discusiones, en un acuerdo preferencial. 468

En la larga búsqueda de un acuerdo con la Comunidad, España se mantuvo siempre inflexible en estimar inaceptable la solución de un mero acuerdo comercial y así lo expresó reiteradamente ante las autoridades comunitarias. La aspiración máxima española fue siempre obtener un acuerdo de asociación y hasta el último momento insistió en ello. Conseguir el rango de país asociado a la CEE suponía una cuestión de prestigio político para el Régimen de Franco y por ello no fue fácil que el gobierno español renunciase a obtenerlo. Ahora bien, a medida que se fue constatando la imposibilidad de conseguir la asociación no hubo más remedio que ir cediendo terreno.

Desde la carta Castiella, en ningún documento español presentado ante la Comunidad volvería a aparecer explícitamente la palabra asociación. Esto no significó que España renunciara a obtener la misma, puesto que siguió insistiendo en ella a través de múltiples manifestaciones. Incluso, al final, mantuvo ante su opinión interna que se había conseguido dicho objetivo al sostener que la finalidad del acuerdo que se iba a negociar era una unión aduanera y ésta no era otra cosa que una modalidad de la asociación. Lo cierto es que el gran éxito de la diplomacia española durante toda la fase previa a la negociación fue conseguir que la Comunidad no aclarara expresamente que el acuerdo a negociar con España no era el de una asociación, tal y como su gobierno había solicitado. Esto posibilitó que desde España se hiciera una lectura amplia del resultado y se pudiera presentar ante la opinión pública el acuerdo alcanzado dentro del marco de la perseguida asociación.

Si algo puso de manifiesto la fase preparatoria que precedió a las negociaciones del Acuerdo Comercial Preferencial de 1970 fue que para el gobierno franquista era tan importante la presentación formal del acuerdo que se trataba de alcanzar como el contenido del mismo. Y esto era así porque el acercamiento al Mercado Común, lejos de ser una cuestión exclusivamente 469

económica, fue sin duda para el Estado franquista una cuestión de gran significación política. La inserción de España en el Mercado Común podía suponer la total aceptación del Régimen en Europa rompiendo definitivamente el aislamiento al que fue sometido tras la Segunda Guerra Mundial. Por ello tenía gran importancia el mayor o el menor alcance del acuerdo: a mayor alcance, mayor reconocimiento y legitimación de la situación política española.

La lectura política de la inserción de España en la Europa comunitaria era nítida para la oposición interna y externa al Régimen. Así se explica que la izquierda europea desatara una campaña opuesta a las aspiraciones del gobierno franquista cada vez que en la Comunidad se debatía la candidatura española. Así mismo, la oposición interna, sobre todo tras la represión practicada a los participantes en el IV Congreso Europeo de Munich, se aglutinó alrededor de la idea democrática europea procurando que se negara al Régimen la convivencia en el proyecto comunitario. La oposición pretendía con ello poner en evidencia la ausencia de libertades en España y el distanciamiento político con la Europa Occidental. A su juicio, la inserción de España en la Comunidad no haría otra cosa que afianzar el Régimen perpetuando el sistema antidemocrático y privando con ello al pueblo español del establecimiento de un gobierno legítimo por más tiempo. En cambio, el discurso oficial que los diplomáticos españoles defendieron ante las cancillerías europeas sostenía que la inserción de España en Europa haría evolucionar políticamente al Régimen hacia formas representativas. Es posible que un sector aperturista del gobierno, entre ellos el propio Castiella, llegara a creer que a la larga ocurriría así, pero lo cierto es que Franco nunca estuvo dispuesto a cambiar su sistema de gobierno y mucho menos en función de la integración europea.

La trascendencia política de la petición de asociación al Mercado Común también explica que las autoridades españolas estudiaran con gran detenimiento todos aquellos pasos que dieron en su acercamiento al Mercado 470

Común. Siempre preocuparon las consecuencias de una posible negativa, de un rechazo o de un mero desaire por parte de la Comunidad. Cualquier reacción adversa podría poner en evidencia la falta de credibilidad política del Régimen en Europa echando por tierra los logros obtenidos en este sentido a nivel internacional. Este temor determinó la cautela con que se desarrollaron todas las actuaciones relacionadas con la CEE.

Aunque la decisión de solicitar la asociación a la CEE fue meditada y estudiada minuciosamente por las autoridades competentes, lo cierto es que existió cierta precipitación en su presentación puesto que, además de no tenerse preparada la postura negociadora, se desconocía el grado de aceptación que podía alcanzar dicha petición entre los socios comunitarios. A pesar de ello, se dio gran publicidad a la carta Castiella despertando un gran entusiasmo en la opinión pública española que miró esperanzada y optimista hacia Bruselas confiando en una rápida y positiva respuesta comunitaria. Pronto sus expectativas se vieron frustradas por la fría y distante contestación de la CEE. La ausencia de diálogo con la Comunidad instaló la decepción en la opinión pública que pudo constatar el poco interés que Europa tenía por atender las demandas españolas.

En adelante, no volvería a cometerse el mismo error. Así, antes de dar un nuevo paso ante la CEE los diplomáticos españoles desarrollaron minuciosas labores de exploración, tanteo y presión cerca de las autoridades y gobiernos comunitarios. Medían y calculaban de antemano las posibilidades de éxito de cualquier actuación para no correr riesgos innecesarios. Se temían las repercusiones que, tanto a nivel interno como externo, podía acarrear un nuevo contratiempo. La desilusión sufrida tras la carta Castiella fue una experiencia más que suficiente para las autoridades españolas que, desde entonces, se cuidaron mucho de suscitar nuevos entusiasmos en la opinión pública. De este modo, no se volvió a dar publicidad a ninguno de los documentados 471

presentados ante la Comunidad ni se informó del desarrollo de las conversaciones

hispano-comunitarias hasta

que

la

presión del

sector

empresarial y de la prensa obligó a hacerlo.

Aunque desde un principio la sociedad española estuvo interesada en el proyecto

comunitario

(como

demuestra

la

existencia

de

numerosas

agrupaciones de signo europeísta y la realización de múltiples actividades en torno al tema comunitario desde fines de los cincuenta) la calculada falta de información y de debate público provocaron que las conversaciones exploratorias pasaran prácticamente inadvertidas ante la opinión pública. En 1962 existió un consenso en la sociedad española que celebró gustosa la decisión gubernamental de solicitar la asociación a la CEE. Cuatro años después, cuando terminaron las conversaciones exploratorias, la situación era otra bien distinta. Precisamente cuando el objetivo de la integración tomaba visos de verosimilitud empezaron a oírse las primeras voces disonantes quebrando el aparente consentimiento general al respecto.

En el verano de 1966 el sector empresarial desató una fuerte polémica sobre la forma y el fondo de los contactos hispano-comunitarios. Por primera vez la administración se enfrentaba a una dura crítica sobre su actuación ante la CEE. Un sector que se suponía tan interesado en la integración como era el empresarial no sólo demandó participación e información en las conversaciones que se estaban desarrollando en Bruselas sino que puso en tela de juicio la conveniencia de la ansiada asociación. Objetivo que ahora consideraba respondía a una política de prestigio y no a los intereses económicos reales del país. Tras la crítica empresarial se escondía el miedo a no poder aguantar la fuerte reestructuración que se avecinaba si España conseguía asociarse al Mercado Común. No en balde, el gobierno venía anunciando que la integración en la Europa de los Seis supondría grandes esfuerzos para las empresas españolas que debían adecuarse a la nueva realidad. 472

Lo cierto es que la reestructuración de la economía era el objetivo prioritario del Plan de Desarrollo Económico y Social y, en consecuencia, la ejecución del mismo conllevaba necesariamente la realización de cambios profundos en el sector económico. Aunque dichos cambios pretendían llevarse a cabo tanto si se conseguía la integración en Europa como en caso contrario, sin duda resultaba más cómodo culpar a las exigencias comunitarias de las graves transformaciones que tendrían que desarrollarse, y que no gustarían a muchos, que a una mera resolución propia. De este modo, el objetivo de la integración sería usado por la Administración española para justificar la necesidad de reestructurar la economía del país con el fin de adaptarla a la fórmulas económicas que se practicaban en la Europa comunitaria.

Ciertamente, integración y desarrollo eran cuestiones íntimamente relacionadas. De hecho, en el Plan de Desarrollo Económico y Social se recogían los criterios orientadores que en el momento imperaban en el Mercado Común y en el mercado mundial, sobre la base de que en un plazo más o menos largo España se ensamblaría con ellos. Así, la solicitud de asociación al Mercado Común se sustentaría, tanto ante la opinión pública interna como ante las autoridades europeas, en la necesidad de orientar la economía española hacia la comunitaria para asegurar el desarrollo económico y social del país. La consecución de dicho objetivo podría verse facilitado por una aproximación a Europa ya que los reajustes necesarios para la integración podrían estimular los cambios internos. A la larga la integración en el Mercado Común no podía más que favorecer la política liberalizadora y desarrollista que se perseguía.

Desde un punto de vista económico, la integración de España en el Mercado Común era una pieza necesaria para garantizar el éxito de la política desarrollista. Por razones geográficas, naturales y de vinculaciones económicas, gran parte de la economía española se encontraba ligada espontáneamente a la 473

Europa de los Seis. El ámbito europeo constituía el mercado natural para las exportaciones españolas y precisamente el aumento de la exportación era una de las claves para lograr el desarrollo económico deseado. Si se conseguía insertar la economía española en la comunitaria en condiciones adecuadas se encontrarían facilidades para el crecimiento de la exportación. Por tanto, las autoridades españolas se esforzaron por regular el intercambio con el exterior intentando alcanzar un acuerdo con la Comunidad Económica Europea que facilitara el acceso de la producción española a los mercados europeos. En definitiva, las exigencias del desarrollo imponían la inclusión de la economía española en el Mercado Común constituyendo esta razón económica, junto con la política, la base de la demanda española de negociaciones con la CEE.

La estrecha relación entre desarrollo e integración explica que se suscitara, en un principio, una rivalidad entre la Comisaría del Plan de Desarrollo y el Ministerio de Asuntos Exteriores por controlar y dirigir la preparación de las negociaciones con el Mercado Común. La resolución de dicho conflicto de competencias, que se saldaría a favor de Exteriores, con la creación

de

la

Comisión

Interministerial

preparatoria

para

nuestras

negociaciones con la CEE, cuya Secretaría recaería en éste último Ministerio, vendría a demostrar que el alcance de la inserción de España en el Mercado Común superaba la mera vertiente exterior de la política económica desarrollista. Las claras implicaciones políticas que conllevaba el acercamiento de España a la CEE hacían del Ministerio de Exteriores el departamento más adecuado para dirigir tal operación.

La preparación de la postura negociadora de España ante la Comunidad estuvo siempre liderada por el Ministerio de Asuntos Exteriores, cuyos funcionarios llevaron el peso de las conversaciones hispano-comunitarias, determinando, decidiendo y ejecutando la mejor estrategia a seguir en cada momento. Ahora bien, en esta tarea los diplomáticos españoles no estuvieron 474

solos, contaron con el apoyo del resto de la Administración. Castiella juzgó importantísima

la

colaboración

y

coordinación

del

conjunto

de

la

Administración para conseguir el éxito en el acercamiento de España al Mercado Común. De hecho, en más de una ocasión, se consiguió que ésta actuara a favor de tal objetivo ejerciendo medidas coercitivas sobre distintos intereses económicos que tenían en nuestro país los socios comunitarios opuestos a la integración española en la CEE. Además de esta ayuda, los Ministerios técnicos competentes en la materia prestaron una valiosa colaboración a través de la recopilación y aportación de los datos económicos necesarios para poder preparar adecuadamente la postura negociadora. Pero lo cierto es que todas estas colaboraciones las desarrollaron a remolque de las solicitudes o iniciativas del Ministerio de Asuntos Exteriores que desempeñó un papel emprendedor y activo en contraste con el del resto de los Ministerios. De hecho, muchas de las reuniones de la Comisión Interministerial se convirtieron en casi meras sesiones informativas en donde los funcionarios de Exteriores ponían al corriente al resto de los departamentos de la situación en que se encontraban las conversaciones con el Mercado Común, limitándose el resto de los participantes a asistir y escuchar tales explicaciones sin apenas aportar nuevos puntos de vistas, opinar o decidir. El Ministerio de Asuntos Exteriores entendió el acercamiento español a la Comunidad desde una perspectiva profundamente política que contrastó con la visión más pragmática del resto de los departamentos interesados en el mismo. Para Exteriores la integración de España en la CEE no sólo suponía una solución para el crecimiento económico español sino que significaba la definitiva inserción de España en el sistema regional europeo, aspiración que podía verse culminada si la Comunidad aceptaba la demanda de asociación española. El liderazgo del Ministerios de Asuntos Exteriores en la preparación de las negociaciones con la CEE determinaría, en buena medida, la naturaleza

475

política que caracterizó la fase previa a las negociaciones técnicas que culminaron con el Acuerdo Preferencial de 1970.

Durante dicho periodo se discutiría en el seno de la Comunidad el alcance del vínculo que debía ligar a la España de Franco con la Europa de los Seis. La significación política de tal resolución explica gran parte de las graves dificultades con las que España hubo de enfrentarse para conseguir la apertura de negociaciones con la CEE. La falta de consenso de los socios comunitarios ante el tema español, la enconada actitud de la izquierda europea y de la oposición interna al Régimen ante la candidatura española a la CEE, el discurso evolucionista sostenido por los diplomáticos españoles ante las cancillerías europeas, los graves esfuerzos realizados en torno a la terminología que etiquetaría el acuerdo, la enorme cautela que precedió a cualquier actuación oficial por parte del gobierno español ante las autoridades y gobiernos comunitarios o el secretismo con que el Régimen envolvió el transcurso de las conversaciones son claros ejemplos del alcance político que conllevaba el acercamiento de la España franquista a la Europa comunitaria. Tantas dificultades se pudieron superar gracias al interés mutuo por alcanzar un acuerdo que garantizara el estrechamiento de vínculos económicos entre ambas partes. Precisamente la solución política al caso español se encontraría en la apertura de unas negociaciones cuya finalidad era puramente económica. Aunque dicho desenlace no respondía a las máximas aspiraciones españolas, el mero hecho de abrir negociaciones con la CEE, independientemente del tipo que fueran, suponía un espaldarazo político para el Régimen de Franco nada despreciable. A fin de cuentas, tras superar muchos obstáculos, España iniciaba el camino de su difícil inserción en la Europa comunitaria.

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