Cuento Poesía Imagen Ensayo Diálogo NFIERNOS IMARCO PERILLI. Breve historia de un lugar

Cuento Poesía Imagen Ensayo Diálogo I NFIERNOS M ARCO P ERILLI B reve historia de un lugar www.auieo.mx - ¡Vete al infierno! - Sí, pero ¿adónd
Author:  Sergio Luna Soler

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Cuento Poesía Imagen Ensayo Diálogo

I

NFIERNOS

M ARCO P ERILLI

B

reve historia de un lugar

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- ¡Vete al infierno! - Sí, pero ¿adónde? y ¿cómo llego? y… Cuántas veces omitimos la pregunta tan implícita en la simpatía de una amenaza, de una idea, de un compromiso ineludible con nuestra finitud. Sin embargo, es una cautela que no miente, sólo guarda respeto al genio íntimo de la libertad. Y… Si una cosa, por ser cosa, ocupa espacio, el infierno, sea lo que fuera, es un lugar: del mundo, de la mente, del tiempo. Isidoro de Sevilla, hacia 630, en el libro XIV de las Etimologías, al tratar la tierra y sus partes, concluye enumerando los lugares subterráneos: cuevas, báratros, abismos; y Erebus, Cocytus, Tartarus, la Gehenna. Y del Inferus nota: “Se llama así porque está infra (abajo). Y así como en los cuerpos se observa el orden de su peso y los más pesados ocupan los lugares inferiores, así también en el orden de los espíritus los lugares inferiores son los más tristes. Y por eso el origen de este nombre en lengua griega significa que no tiene nada suave y como que rechina. Como el corazón del animal está en medio del cuerpo, así también el infierno está en medio de la tierra […]”. Muchos siglos después, en la Encyclopedie de Diderot y D’Alembert leemos: “INFIERNO, s. m. (Teología) lugar de tormentos donde los pecadores sufrirán después de esta vida la punición debida a sus crímenes. En este sentido la palabra infierno está yuxtapuesta a la de cielo o paraíso. Los paganos han atribuido al infierno el nombre

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de Tartarus o Tartara, hades, infernus, inferna, inferi orcus, etc. Las principales cuestiones que se pueden formular sobre el infierno se reducen a estos tres puntos: su existencia, su localización y la eternidad de las penas que padecen los réprobos […]”. La Enciclopedia Católica, de 1951, registra: “Es, según la doctrina católica, el lugar en el que son castigados eternamente los ángeles rebeldes y los hombres muertos en pecado mortal […]”. Todos de acuerdo: el infierno es un lugar. Incluso Agustín, quien afirma que nadie conoce su sitio, corrobora la opinión. Desde siempre –siempre: esta fantasía de eternidad– al infierno hay que ir viajando, y superando pruebas, celebrando ritos, sufragando el tributo de una iniciación. Orfeo, Heracles, Teseo, y luego Eneas, Pablo, y cuántos monjes, caballeros, y Dante… fueron, regresaron, recordaron. Experiencia límite del yo, el infierno se frecuenta como perspectiva capaz de atravesar la vocación del ser, midiendo fracasos y talento. Lo veremos: palabra clave es confín, último poste del sentido, donde el instinto se orilla y vislumbra sus espectros. Y ahí, bamboleándose, echa vistazos más allá. El infierno es esta geografía. El primer viaje al más allá lo relata Homero. En el libro XI de la Odisea, “el barco llegaba al confín del Océano profundo”. Ulises sacrifica unas reses para que “los muertos, cabezas sin brío”, aparezcan. “Del Érebo entonces / se reunieron surgiendo las almas privadas de vida”, sedientas de sangre. La Nekya homérica es una aparición, el héroe llega al confín, cumple el rito y los difuntos van

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a él. No baja el vivo, suben los muertos, el infierno es el espacio del diálogo entre generaciones. “No pretendas, Ulises preclaro –le dice Aquiles– buscarme consuelos / de la muerte, que yo más querría ser siervo en el campo / de cualquier labrador sin caudal y de corta despensa / que reinar sobre todos los muertos que allá fenecieron”. Es ésta una concepción de la muerte, y de la vida, más heroica que mítica, más pragmática que religiosa. Nos recuerda Curtius, en su gran estudio sobre Literatura europea y Edad Media latina, que los poemas homéricos fueron obras de emigrantes jónicos que habían dejado atrás los huesos de sus antepasados, y que sustituyeron a los cultos de una sociedad sedentaria con un ímpetu de afirmación personal y de racionalismo. El infierno es sugestión de este ideal, los héroes se llevan su prestigio al más allá, siguen actuando en los roles de gloria mundana. No hay juicio, ni premio ni castigo. Sólo en la última parte del libro, considerada una interpolación posterior, aparece la idea de tormento y la cuestión de la especie de los muertos: ¿qué es lo que percibe Ulises? “Vi a Heracles el fuerte, mas sólo en su sombra, / ya que él de los dioses al lado se goza en festines”. Él se encuentra con los dioses, en tanto que su simulacro aparece en el Hades. Está inscrita aquí, por primera vez, una escisión entre cuerpo y alma, materia y forma, realidad y figura: ciencia órfica y pitagórica que apunta hacia Platón, al hombre encadenado en la caverna y al infierno penal y correctivo. Servio, hacia el año 400, en su comentario a la Eneida, al glosar sub terras ibit imago (la imagen irá bajo las tierras) anota: “Bien dijo imagen: mucho se han preguntado los filósofos qué es lo que llega al mundo subterráneo. Efectivamente, constamos de tres elementos: el alma, que es superior y busca su origen; el cuerpo, que se consuma en la

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tierra; la sombra […]. Ahora, si la sombra es creada por el cuerpo, sin duda muere con él, ni existe algún resto del hombre que llegue al mundo subterráneo. Sin embargo concibieron que existe algún simulacro, hecho a imagen de nuestro cuerpo, que llega allá: y es una apariencia corpórea, que no puede tocarse, como el viento”. Si el más allá ha definido rasgos propios –es un lugar subterráneo, los extintos conservan su índole y personalidad, es posible abrir una brecha entre la vida y la muerte y dialogar con ellos– surge el problema de la naturaleza de sus habitantes: ¿almas, cuerpos o sombras? Cuestión metafísica, resolución moral. Platón inaugura el más allá sujeto a la conducta en esta vida. Al final del Gorgias, un mito escatológico relata el juicio de las almas. Antes, bajo Cronos, y también cuando Zeus tenía el gobierno, seres vivos juzgaban seres vivos; muchos, que tenían almas malvadas, revestidos de cuerpos hermosos, embaucaban a los jueces, seducían a los testigos, al fin humanos, mortales; la justicia erraba. Deliberó entonces Zeus que “debe terminarse el que conozcan la muerte con anticipación, ya que ahora la conocen de antemano. […] Luego, deben ser juzgados, despojados de todo esto; se les debe juzgar cuando estén muertos. Y también el juez debe ser desnudo y haber muerto, contemplando con el alma misma el alma de cada uno, tan pronto como haya muerto”. Que la justicia divina nunca falle, que sea el inframundo una patria de expiación, o recompensa, o castigo perpetuo. Se perfila la doctrina del ciclo de la vida, cuya tesis decisiva es el viaje del alma a través del más allá. Er, al final de la República, aprende, contemplando el huso de la Necesidad, la trama que liga (y que ya no soltaría, en las rutas de Occidente…)

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vida terrenal y vida eterna, bien y mal, el cielo y la tierra y el cosmos y una Providencia que regula y dispone y controla el gran mecanismo universal. He ahí, inherente a la reencarnación de las almas, el misterio más alto, el genio que ofrece al hombre su destino: la libertad. “No será un genio divino quien por vosotras [las almas] tire la suerte, sino que vosotras escogeréis vuestro genio. El primero a quien le toque en suerte será el primero en elegir la forma de vida a la que habrá de unirse irrevocablemente. La virtud, empero, no tiene amo, sino que cada cual tendrá de ella más o menos según la honra o el menosprecio en que la tenga. La responsabilidad es del que elige, porque Dios es inocente”. Las suertes, echadas, presentan los distintos modelos de vida, de todas clases, humanas y animales. “En cambio, no había categorías de almas, por ser forzoso que éstas resulten diferentes según la vida que elijan”. En el más allá escogemos lo que somos acá y cómo un día, purgada mil años nuestra culpa, regresaremos al tiro de la suerte. Luego fue un poeta. El sexto libro de la Eneida relata el descenso del héroe al Averno. Como en la Nekya homérica, el neófito precisa interrogar a un personaje que hienda los velos del futuro: allí el adivino Tiresia, aquí el padre Anquises, quien le vaticina la fama de Roma. El reino de los muertos es dominio de la revelación. Si Ulises llega al confín del Océano, Eneas alcanza el acceso caminando: Cuma, sur de Italia, en un paraje volcánico y sulfúreo que animaba conmociones fabulosas. Eneas también cumple un ritual, y baja, escoltado por la sacerdotisa. Iconos del registro mitológico y alegorías morales, quimeras de la farsa popular y de

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prosapia ilustre: todo concurre a definir el más allá virgiliano como suma de cuanto la memoria había coleccionado hasta entonces. Y como toda suma –así ocurre a la Comedia dantesca con respecto a la Edad Media–, es punto de arribo y comienzo del ocaso. Virgilio muere en el año 19 a.C. La incipiente conversión del hebraísmo y el paganismo por la ecúmene cristiana, falta de un prontuario simbólico propio, se lleva el museo clásico y, sin desecharlo, más bien asimilado y reformado, lo renueva en ese infierno que aún nos inquiere de los frescos en las iglesias. Tratemos viajar con Eneas, ver con él. Al principio hay las fauces del Orco. La puerta del Averno es una boca. En la iconografía cristiana, siglo X al siglo XII, en las miniaturas de Salterios el infierno es una boca monstruosa, con todo y colmillos, que engulle a los malditos. Recordemos que Khaos, en griego, remite a báratro abierto, a una oquedad profunda. Aquí, en el vestíbulo del Orco, encontramos un olmo, cuyas ramas albergan los Sueños. Sueños encontramos al final del recorrido, en el limen de la etérea comarca: “Hay dos puertas del Sueño, una de las cuales –se dice– / es de cuerno, por donde fácil salida es dada a las sombras / verdaderas; la otra luciente, hecha de marfil blanqueante; / mas falsos ensueños envían al cielo los Manes”. Eneas y la sibila saldrán por la puerta de marfil. En la Odisea, Penélope refiere al Huésped, Ulises disfrazado, que no todos los sueños se dejan penetrar: hay dos puertas… y son, le agregaríamos sus lectores, pasajes necesarios del estado mortal al susurro divino, que, es consabido, en el mundo helénico se afina por medio de los sueños, divididos por grado y claror de la verdad que suministran.

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Allende hay un río, el Aqueronte. Virgilio conserva la hidrografía subterránea que describe Platón en el Fedón: Aqueronte, Cocito, la laguna Estigia y Flegetonte; Dante conserva los ríos de Virgilio. Caronte, el porteador horrendo, ausente en Homero y en Hesíodo y reiterado en la pintura vascular, máscara fétida etrusca, casi fuera un ascendiente de los diablos medievales, nos lleva a la otra orilla. Cuando Eneas sube al barco “gimió bajo su peso el esquife”. Ocurrencia que Dante retoma, sinestesia del distingo entre espíritu y materia. La sibila dice a Eneas, cuando él coge la espada: “vidas sin cuerpo volitan bajo hueca imagen de forma”. Recordamos al Heracles de Ulises. Llegados al primer umbral (in limine primo) “se oyen voces y un ingente vagido […], las almas de niños / a quien, de dulce vida privados y robados del seno, / arrebató el negro día, y en la muerte hundió prematura. / Junto a éstos, los condenados a muerte por falsa denuncia”. El limbo cristiano radica en esta orilla (limbus) –cruzado el río de los muertos, antes de sumirse a los “campos llorosos”–. Platón había eludido el tema con una reticencia: Er “en cuanto a los niños muertos al nacer o poco después de haber nacido, refería otras cosas que no vale la pena mencionar”. La apologética cristiana reanuda el argumento. En el Apocalipsis de Pedro, apócrifo del segundo siglo, germen de la literatura visionaria de un milenio y primera exposición meticulosa de las penas, los niños abortados comparten su destino con las víctimas cruentas: éstas denuncian a sus asesinos, aquéllos a sus madres: son ambos elementos y testigos de la máquina infernal. Si todavía la doctrina del pecado no instaura su norma, queda candente la

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pregunta acerca de la suerte de las almas no culpables y sin gracia del bautismo. Siglos más tarde, la respuesta –negativa respecto al principio de bien y de mal absoluto; positiva respecto a la conciencia que iba madurando el individuo– será el Purgatorio. Antes fue el seno de Abrahán, ese lugar intermedio que acogía a los patriarcas del Antiguo Testamento en espera de Cristo redentor. En el mundo pagano que aún convive con el cristianismo primitivo, Plutarco relata la visión de un aspirante a filósofo a quien se le revela la trama universal: venido al borde del abismo, oscuro y circular, escucha jadeos de animales, “vagidos de innumerables niños” y llantos de indistintos hombres y mujeres. El limbo, primer círculo dantesco, que junto a los infantes recibe a los griegos y romanos y árabes gloriosos, fue abolido por la iglesia católica, archivado como “hipótesis teológica”, en abril de 2007. “Después, tristes, tienen los próximos sitios quienes la muerte / con su mano, inocentes, se dieron.” Siguen los muertos por amor y el encuentro con Dido, la amante abandonada y suicida, que oye la defensa del seductor contrito en álgido silencio, y se aleja. El más allá es una cita para el asco y el desasosiego, para exhumar y querellarse; es un plazo de la vida, un capítulo más, una adenda; aún es biografía, historia que divaga en la misma dirección. Será la escatología cristiana el linde que separa efímero e infinito, evento y desenlace, y que a la vida le abona, retrospectivamente, su motivo. Si en la República durante la muerte se reelegía la vida, si en el acto de la reencarnación se consumaba la preferencia de la suerte, la ética cristiana ejercita el libre albedrío dentro de la vida y tan sólo

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la muerte le otorga sentido perenne y ejemplar. Pero, se ha dicho, es un sentido nuevo en un vergel, el surco ya estaba labrado desde antaño. El camino se bifurca: “Éste es el lugar –explica la sibila– donde en dos partes se divide la vía: / la diestra, que a las murallas del magno Dite conduce; por ésta, nuestro camino al Elíseo; mas paga la izquierda / las penas de los malos, y a los impíos Tártaros los manda”. En la República los jueces “luego de emitir su juicio, ordenaban a los justos que tomaran el camino de la derecha, hacia lo alto y por el cielo […] A los injustos, en cambio, les hacían tomar el camino de la izquierda y hacia abajo”. Y el Apocalipsis de Pedro menciona la via arcta (vía estrecha) frecuentada por los justos, y la via larga (vía ancha) transitada por los reos. La herencia es antigua: una lámina órfica discierne un camino derecho que guía a la fuente de Mnemosyne y a los lugares píos, reservado a los iniciados; y un camino izquierdo que conduce a las aguas de Lete, acorde a los profanos. Tradición pitagórica era figurar la vida humana en una Y: un tramo común la adolescencia y un cruce que demuestra la elección de la adultez: hacia la izquierda, por la línea más ancha, la ruta del vicio; a la derecha, por la línea más estrecha, la virtud. También se asociaba, en las prácticas de la ornitomancia, la izquierda a un augurio nefasto y la derecha a un anuncio proficuo. Baste con agregar que en el infierno dantesco la marcha desciende en espiral hacia la izquierda, y en el purgatorio remonta en espiral hacia la derecha.

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Antes de conocer su meta las almas se confiesan. Minos y Radamanto, los jueces de la epopeya griega, inquieren a los novatos acerca de sus faltas. Lo que oculta la vida queda ahora revelado. La confesión representa un drama íntimo y fulmíneo en el coliseo del más allá: el alma, libre del cuerpo, neta, rememora su viaje terrenal, cuyas culpas son estigmas que como sobre película sensible imprimen el diario de su moralidad. Es el único momento, ineludible, de éxtasis del alma, privada de materia, aún no empeñada en la expiación; un momento de ocio y presente infinito, que descifra el sentido de la vida e intuye el de la verdad. La confesión cristiana, que regula el tráfico en las vías del más allá, concentra el peso de los tiempos en ese punto de inaudita soledad: “Un ángel me cogió, y el del Infierno / gritaba: «Oh tú, el del Cielo, ¿por qué quieres / privarme de él, llevándote lo eterno, / porque una lagrimilla me lo quita?»”. Una lagrimilla derramada in extremis –alega Dante– pesa más que todos los pecados y lleva el alma al purgatorio. La psicostasia, o pesado de las almas, con un ángel de un lado de la balanza y demonios del otro, es atributo arcaico, de procedencia egipcia, en la imaginación del más allá. El fulcro es afilado, una pluma alteraría el contrapeso de la gracia. Y el espectro del juicio y sus máscaras persisten en la mente moderna, cuando Thomas Mann, en la Montaña mágica, apoda a los doctores que sentencian vida o muerte a los pacientes Minos y Radamanto. ¿Al fin, qué es el sanatorio Berghof sino un limbo? La reseña de suplicios, en el infierno clásico, es escasa. El inventario de pecados y penas relativas es aptitud cristiana. El propio Sheol hebreo no ha ordenado el mal en jerarquías, sólo coloca la morada

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del horror sempiterno en el abismo. En la Eneida los tormentos se limitan a un sumario de delitos: “No pidas que enseñe / cuál pena, o qué forma o qué fortuna sumergió a estos varones”. Aunque tuviera –comenta la sacerdotisa– cien lenguas y cien bocas y férrea voz, no podría recorrer “todos los nombres de las penas”. Los reos son designados según el código romano, Virgilio no escatima informes judiciales: “fraude contra el cliente”; “los que armas impías / siguiendo, las diestras de sus dueños engañar no temieron”; “vendió éste por oro a su patria”; “éste el lecho invadió de su hija, y los himeneos vedados”. Sin embargo, la pintura se contiene a un desfile de casos, no presenciamos el espectáculo que pronto avivará el más allá cristiano. Las almas se purgan durante mil años, bajo el océano, o en el aire, o en el fuego, y después de un lavacro en el Lete retornan a la tierra para ocupar un cuerpo. Unas voces se alzaron discordes en la latinidad. Lucrecio, enloquecido por un filtro amoroso y muerto suicida en el año 55 a.C., en el De rerum natura refuta todo credo ultramundano y sostiene que el infierno es la angustia de vivir: “Las cosas, cualesquiera que sean, que dicen haber en el profundo Aqueronte, las hallamos todas en la vida. […] Es más bien en vida que los mortales son presa del terror a los dioses y del temor al golpe que a cada uno puede traer el destino. […] Cérbero también y las Furias y la privación de luz y el Tártaro vomitando horrendas llamas por sus fauces, ni existen en sitio alguno ni existir pueden en verdad. […] Es aquí, en fin, que la vida de los necios se vuelve un infierno”. La moral epicúrea, el repudio de la providencia, de la inmortalidad del alma humana, la religión supuesto origen de ignorancia y del

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miedo entre los pueblos, el universo increado, eterno e infinito, hacen de Lucrecio un agudo censor del platonismo, un nihilista ante litteram y, si es lícito aplicar otra etiqueta, un existencialista: un personaje de Sartre, en A puerta cerrada, dirá (riendo): “Así que esto es el infierno. Nunca lo hubiera creído… ¿Recordáis?: el azufre, la hoguera, la parrilla… ¡Ah! Qué broma. No hay necesidad de parrillas; el infierno son los demás”. Un siglo y medio antes de Lucrecio, en los Cautivos de Plauto, el siervo Tíndaro declara: “He visto a menudo pinturas que figuran los suplicios del Aqueronte, pero, la verdad, no hay Aqueronte que se parezca a lo que yo sufrí en las minas, pues aquél al fin es el lugar donde el cansancio se quita del cuerpo trabajando”. Si la comedia porta el infierno a la vida, el cristianismo trasplanta la vida en el infierno. Cuando, al comienzo del poema, Virgilio expone a Dante su misión, ese arduo itinerario que el Cielo le manda, el vivo perdido en la selva confiesa su temor, alegando que él no es Eneas, no es San Pablo. Son ellos, en la Edad Media, los héroes emblemáticos del viaje al inframundo, uno encarnando el mundo clásico, otro el cristiano. Pablo, en la Segunda Epístola a los Corintios, había escrito: “Sé de un hombre en Cristo, el cual hace catorce años –si en el cuerpo o fuera del cuerpo no lo sé, Dios lo sabe– fue arrebatado hasta el tercer cielo. Y sé que este hombre –en el cuerpo o fuera del cuerpo no lo sé, Dios lo sabe– fue arrebatado al paraíso y oyó palabras inefables que el hombre no puede pronunciar”. La alusión fue extendida hasta el grado de relato independiente, y ya en el tercer siglo circulaba una versión despojada de toda imagen paradisíaca, que concentra el rapto paulino en la exploración del infierno. Se conoce

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como Visio Pauli, o Apocalipsis de Pablo, texto apócrifo redactado en griego, luego en copto, armenio, siríaco, y finalmente en latín, que alcanzaría una transmisión que le valió, en la historiografía moderna, la palma de best-seller medieval. La fuente directa es el Apocalipsis de Pedro, primera crónica, ya lo recordamos, de una visión del infierno cristiano. Pero, si en la fuente son las palabras divinas las que suben el telón sobre el infierno, que despejan el arcano, y el infierno, antes que nada, es profecía, en el Apocalipsis de Pablo es el propio personaje el que viaja, que ve y conoce –si en el cuerpo o fuera del cuerpo no lo sé, Dios lo sabe– y que regresa y relata. El arcángel Miguel lo acompaña, contesta sus preguntas, le explica. En una versión tradía del relato, cruzan un río, el Océano, y llegan a un lugar terrible (locum terribilem), sin luz, sólo hay “tinieblas, tristeza y dolor”. El nombre del lugar es Cocito, es un río, y con él fluyen Estige, Flegentonte y Aqueronte… Lo que cambia es la topografía y sobre todo la ocasión. Pablo ve a “una multitud de hombres y mujeres” en un río de fuego, “sumergidos hasta las rodillas; otros hombres, hasta el ombligo; otros más, hasta los labios; pero algunos otros, hasta los cabellos”: y estalla en un llanto, por piedad. El Arcángel le aclara: “Son aquellos que, al salir de la iglesia, se ponen a discutir en pláticas ajenas. En cambio, los que están sumergidos hasta el ombligo, son aquellos que, después de haber consumido el cuerpo y la sangre de Cristo, van y fornican, y no se alejaron de sus pecados hasta el día en que murieron. Los que están sumergidos hasta los labios, son los difamadores, que se reunían en la iglesia. Pero los que están sumergidos hasta las

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cejas son aquellos que se hacen señas para conspirar en contra del prójimo.” Marcamos un hito en los anales del reino infernal: la ecuación culpa-castigo. El castigo es atisbo de la culpa, la muestra, dramatiza su ejercicio, convierte un estado de conciencia en una escena. De ahí a que las penas relaten la vida de los reos el paso es breve. La puesta más tangible y acabada del proceso se halla en el infierno dantesco, en donde la “ley del contrapaso” define secuencia y contornos de la regla: el infierno será entonces un espacio alegórico en tanto que real, físico en tanto que moral. Así como en la vida se dejaron llevar por la pasión, ahora, en la eternidad, los lujuriosos son llevados por una borrasca sin tregua. Así como en la vida vomitaron lisonjas deshonestas, los aduladores son inmersos en un foso de mierda. El trovador provenzal Bertrand de Born, cuya cabeza truncada cuelga como una linterna de su mano, se presenta: “Yo hice al padre y al hijo enemistarse: / […] Y como gente unida así he partido, / partido llevo mi cerebro, ¡ay triste!, / de su principio que está en este tronco. / Y en mí se cumple la contrapartida”. Pablo, azorado, pregunta cuánto es profundo el abismo. Responde Miguel: “El abismo no tiene medida. Más allá de éste, hay otro por debajo y otro que le sigue. Y es como si alguien tomara una piedra y la echara a un pozo muy profundo, y después de muchas horas, cayera al piso; así es el abismo. Cuando son enviadas aquí las almas, difícilmente tras quinientos años llegan al fondo.” Pablo solloza. “¿Por qué lloras? ¿Acaso eres más misericordioso tú que Dios? Como Dios es bueno, y sabe que existen las penas, soporta

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con paciencia al género humano, dejando a cada quien actuar según su propia voluntad, durante el tiempo en que vive sobre la tierra.” El infierno empieza a precisarse como corolario de una doctrina que a horcajadas entre segundo y tercer siglo estaba decretando su canon. Marción († 160), Ireneo († 202) y Orígenes († 254) debaten sobre la naturaleza del Cristo y la autenticidad de los evangelios, razonan de exégesis y escatología. Ireneo glosa la parábola del pobre Lázaro y el rico Epulón, narrada en Lucas: muere el pobre y los ángeles lo llevan al seno de Abrahán; muere el rico y se encuentra en el Hades. Desde ahí, al levantar los ojos, reconoce a lo lejos a Abrahán y a Lázaro en su seno. Pide compasión y agua para refrescarse la lengua, pues la llama lo atormenta. No tendrá reposo. ¿Qué es el seno de Abrahán? La expresión, judaica, remite a la proximidad con el patriarca en el banquete celestial. Lucas opone así un lugar para los reos y un lugar para los justos; se desprende que se encuentran a una distancia relativa, aunque haya en medio “un gran abismo” que no permite pasar de un sitio al otro, y que el alma mantiene apariencia corpórea, puesto que Epulón, al levantar los ojos, reconoce a Lázaro. El lugar destinado a los reos no es la Gehenna, sino el Hades, mientras que el lugar de los justos –única mención en la Escritura– es el seno de Abrahán. No hay paraíso ni infierno, no se habla de penas eternas. El más allá, en el Nuevo Testamento, aún se encuentra en estado de esbozo, de obra negra, donde las moradas no están asignadas, ni fijadas, ni ubicadas en el tiempo y el espacio. La brecha entre la muerte de cada individuo y el juicio final, el destino de los patriarcas y los creyentes en Cristo venidero, la visión apocalíptica de Juan y un presente que clama respuestas acuñan el afán de un desenlace

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inmediato, aunque provisorio, al enigma de la suerte personal. Aquél, entonces, es un lugar de espera, suspendido, quizá la idea inicial de purgatorio. Sin embargo, a la par que en el Apocalipsis de Pablo, el comentario volvió la alusión en una trama, un ambiente, y el seno de Abrahán, dada la evidencia simbólica de su puesta en escena, se establece cual figura predilecta en la iconografía del más allá. En los Juicios que ornan los tímpanos de las catedrales, del siglo XII al XIII, es frecuente el relieve de Abrahán asentado en un trono cargando en su regazo, envueltas en un paño como infantes, las almas de los justos. Otra hipótesis fue la doctrina origeniana del apocatástasis: regreso, al final de los tiempos, a la unidad con Dios. El infierno, el último día, cesará de existir. Cuando apenas estaba marcando sus confines, su política y su topografía, la apelación a la infinita gracia del Eterno lo aniquilaría. La doctrina fue condenada en el Segundo Concilio de Constantinopla, en 553, y el infierno se quedó. Pablo sigue su visita. Ve suplicios, pregunta, llora. “¿Lloras, aun cuando no has visto ni los mayores tormentos? Sígueme, y verás siete veces mayores que éstos.” El ángel lo lleva hacia el norte, hasta un pozo sellado con siete sellos. El pozo se destapa y sale un hedor inconcebible. Pablo ve muros de fuego elevarse: “Si alguien fuera enviado a este pozo del abismo, y éste fuera sellado sobre de él, nunca sería recordado en la vista del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo, ni de los santos Ángeles.” Y dije: “¿Quiénes son, señor, los que son enviados a este pozo?” Y me dijo: “Son todos aquellos que no confiesan que Cristo vino en carne y que lo engendró la Virgen

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María, y todos aquellos que niegan que el pan y el cáliz de la bendición de la Eucaristía son el cuerpo y la sangre de Cristo.” En tan sólo pocas líneas va un desfile de ingredientes: el norte –otras veces el infierno se encuentra hacia occidente; el edén hacia el oriente–, el pozo –o una cueva, o un volcán–, siete sellos –número sagrado en la Biblia, del Libro de la Sabiduría al Apocalipsis; esquema que rige un principio estructural en la Comedia dantesca–, hedor –asociado a la putrefacción, a la materia sin espíritu–. El léxico infernal va afinando propiedad. Además, se consagra un episodio paralelo en la historia de Jesús. El relato de su descenso al limbo, corriente en la Edad Media, deriva de un apócrifo del segundo siglo, El Evangelio de Nicodemo, en el que asistimos al altercado entre Satanás y el propio Hades, aquí hecho personaje, quien reprocha al “príncipe de condenación, jefe de destrucción, irrisión de los ángeles de Dios” haber crucificado al “Rey de la Gloria”, que vuela en mil pedazos las puertas de bronce y entra “en figura de hombre, y todas las cuevas de la Furia [del Hades] quedaron iluminadas” y atraviesa “las profundidades de las más sólidas prisiones, libertando a los cautivos, y rompiendo los hierros de los encadenados”. La fortuna del motivo en la pintura, hasta el Renacimiento, es notoria. Quizá valga le pena recordar que aquel mismo Evangelio de Nicodemo es el germen de otra leyenda de alcurnia, la del Santo Grial. Al escuchar tantos gritos y lamentos, el arcángel se conmueve: “Ahora llorad, y yo también lloraré con vosotros, y los ángeles que están conmigo y con el queridísimo Pablo, si acaso el misericordioso Dios se apiade de vosotros y os dé descanso.” Y Dios fue misericordioso “[y les donó] el alivio eterno por un día y una

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noche, en el día en que resucit[ó] de los muertos”. El motivo de la tregua semanal es de marca judía, aplicando la tradición rabínica el precepto del descanso sabático también al Sheol. El cristianismo lo transpone al domingo y gracias al prestigio de la Visio Pauli cobrará resonancia literaria y popular. Pedro Damián, ascético monje y cardenal del siglo XI, narra que cada sábado y domingo, en los pantanos de Pozzuoli –aquel mismo paisaje humeante que anotamos como puerta del Averno virgiliano– unos pájaros negros volitaban hasta el lunes, cuando, a la llegada de un cuervo, torcían hacia el agua y se eclipsaban. En otra fuente leemos: “Entonces Pablo describió muchas penas; son aproximadamente 144. Si, desde el principio del mundo hubiera cien hombres, y cada uno tuviese la lengua de hierro, jamás alcanzarían referir ni una sola pena del infierno”. Lengua de hierro, los nombres de la penas… un eco de la Eneida, un topos retórico afianzado –el de lo inefable–, acreditan lo que el texto calla. Otros códices indican que las penas son 144,000: reflejo negativo de los convidados al banquete del Cordero en el Apocalipsis de Juan; asimismo, las múltiples variantes con las que el relato franqueó los siglos, aportan detalles o repertorios nuevos, ajustados a la fórmula elusiva y compilatoria de la tradición apocalíptica hebrea, molde poético de ésta y futuras visiones. Mas la trama estaba fijada, y la catábasis del alma, el viaje formativo al más allá, tenía bien diseñada su ruta. El padre del infierno cristiano fue Gregorio Magno. En los Diálogos compuestos hacia el año 594, ángeles y diablos, almas y milagros y

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muertos redivivos se alternan en un escenario que templa ensayo teológico y farsa campesina, plan instructivo y recreo correccional. Figura familiar en los Diálogos es la del “muerto por error”, que llega al infierno, conoce las penas y regresa, pues no le tocaban. Es la ocasión para contar, y de parte de Gregorio elucidar. Un enfermo, en punto de muerte, abandonó el cuerpo; después de un tiempo regresó y narró lo sucedido. Dijo que había un puente que cruzaba un río maloliente. Del otro lado había prados perfumados. Los que trataban pasar caían si eran malvados, llegaban si eran justos. Vio a un tal Esteban queriendo atravesar el puente, mas un pie le resbaló y ya colgaba la mitad de su cuerpo cuando unos hombres repulsivos le agarraron las piernas y lo jalaban hacia abajo. Otros hombres, bellísimos y vestidos de blanco, lo jalaban por los brazos hacia arriba. “De esto se nos da a comprender –glosa Gregorio– el tipo de vida de Esteban, pues en él luchaban los males de la carne con la práctica de las limosnas”. Los tormentos del infierno son exempla, testimonio de las consecuencias de nuestro operar, exhorto y desafío, un manual de vida. “Del aspecto de las cosas llegamos al valor de las causas” concluye el maestro, apuntando al enunciado paulino que fue venero del alegorismo medieval: Videmus nunc per speculum in enigmate, tunc autem facie ad faciem (Ahora vemos en un espejo, en enigma, entonces [veremos] cara a cara). La visión es anuncio de aquella unidad que es fulmínea inteligencia del valor de las causas. La imagen del puente, el pons probationis, será una pieza famosa de la maquinaria infernal. Mucho se ha discutido con respecto al origen del tema: fuentes védicas o celtas, islámicas o hebraicas,

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han sido alegadas al fin de precisar el avance cronológico de un mito. Cierto es que la mención de Gregorio es temprana, y de ahí se propaga en el ámbito latino, instalándose en libros y pinturas. Un manuscrito tardío de la Visio Pauli acoge el puente, divulgándolo a la vez. El mismo Gregorio manifiesta el principio de su inspiración: los justos alcanzan los prados amenos recorriendo el puente porque, nos enseña Mateo, “muy estrecha es la vía que conduce a la vida”. La via larga y la via arcta, la izquierda y la derecha, las dos vías de Platón y Virgilio, la lámina órfica y la Y pitagórica… lo que vibra es el único hilo tensado dentro el laberinto, el vaivén de una evasión a otra, su ósmosis continua de mensajes, pantomima de remotos visionarios que concierta la maqueta de la utopía infernal. Mientras Gregorio consignaba al occidente un modelo de infierno didáctico, casero y familiar, desde Agustín el dilema del juicio después de la muerte había ocupado la mente del cristiano. ¿Adónde va el alma no completamente mala, el alma no completamente buena?, se pregunta el obispo de Hipona. ¿Merece castigo perenne o inmediata gloria eterna? Agustín le asigna receptacula abdita, receptáculos escondidos, idóneos a recibir el alma etérea en espera del juicio final. Es espacio intangible y falto de dimensión local, así como el infierno y el paraíso son sitios materiales designados a celebrar la reunión de cuerpo y alma el día extremo. Se plasma un más allá fraccionado, a medida, ordenado a la índole de cada sujeto. Muchos siglos después, este anhelo se traduce en la creación del purgatorio. En 1274 el tercer reino entra en el canon doctrinal de la Iglesia. Su historia ha sido narrada con maestría por Jaques Le Goff: El nacimiento del purgatorio, publicado en 1981, explora

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el taller del otro mundo que dio vida y función a ese lugar de paso. Sólo recuerdo cómo un acto lingüístico lo marca: el que fue por siglos fuego purgatorio –aún por sugestión de una máxima paulina– hacia 1170 retira el sustantivo y lo purgatorio de adjetivo se vuelve el purgatorio, nombre, cosa. Y al ser cosa ocupa espacio… El XII es el siglo de oro del infierno. A partir de Gregorio, y paralelamente a sus relatos, se matiza el sistema de los siete pecados capitales, integrados en una jerarquía versátil pero firme en su criterio escalonado. La homilética y la catequesis impulsan la fabulación, avivan la ilusión, la demanda del circo alentador, o inhibidor, del más allá. Desde el siglo VI la literatura edificante acompaña el pensamiento teológico y lo ilustra, lo traduce a la tonada del exemplum. Quizá sea ésta la primera literatura en el mundo latino que dialoga íntima y difusamente con un público abierto. Podríamos imaginar lo macarrónico de la declamación, y la actuación del fraile que imita y representa y escucha taimado a su auditorio; mas ninguna otra forma literaria alcanzaría, desde la transmisión oral del ciclo homérico, y la audiencia ciudadana de la tragedia ateniense, una comunión tan somática y orgánica con la sociedad. El infierno es natural de esta pasión. Así, el siglo XII, siglo de los más altos vuelos místicos –Bernardo de Claraval– y racionales –Abelardo–, siglo que inventa el gótico y el romance, cosecha la siembra visionaria de novecientos años. El viaje de San Brandán en 1106 y la Visión de Tundalo en 1149 tocan la cúspide del género; en fin, hacia 1180, El purgatorio de San Patricio: el héroe es un caballero que atraviesa la boca del infierno, corporalmente. Ve, conoce, experimenta. El pons probationis lo cruzará él mismo,

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y resbala, invoca a Cristo, se salva. La innovación es rotunda: la marcha con el cuerpo, viviente y real. Ya no hay vaguedad acerca del carácter de la prueba, ésta no es una visión, es un viaje, una aventura. Decisiva respuesta a la antigua vacilación de Pablo y anuncio del camino dantesco. El hombre, ahora, después de tanto ver, está listo para andar. (El purgatorio de San Patricio se encuentra en Station Island, en el Lough Derg, el Lago Rojo, en el norte de Irlanda. Alrededor de la gruta que constituye la boca del infierno surge un santuario, construido en 1931, que es meta, cada año, del 1° de junio al 15 de agosto, de una peregrinación. Los devotos ayunan por tres días y velan durante veinticuatro horas. El caballero del relato medieval, según el rito, después de un periodo de penitencia tenía que bajar y quedarse allá las veinticuatro horas.) El 8 de abril de 1300, viernes santo, o –según otra lectura– el 25 de marzo de 1301, víspera de domingo de ramos, en la madrugada, Dante Alighieri, florentino, poeta, teólogo y político, a sus 35 años –cumplidos o por cumplir, según la lectura que se adopte– se encuentra en una selva obscura. La geografía, la geología, la cartografía de su Infierno marcan el límite de la representación, y de la expresión. Nueve círculos concéntricos hacia el centro de la tierra, sede de Lucifer, son el calco de la horma espiritual del mundo. Los siete pecados capitales, en todos sus matices y variantes, despliegan esa inclinación, esa vertiente, configuran la proyección ortogonal de la tremenda libertad del hombre. Nunca la identidad entre forma y contenido había sido menos romántica y tan real.

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Después de Dante el infierno fue literatura. De Ignacio de Loyola a Rabelais, de Quevedo a Milton y a Voltaire, de Lautréamont a Rimbaud, a Borges, el más allá es una condición del ser, un espacio retórico y acento personal. En el siglo pasado, o poco más, unas mentes se lanzaron hacia el último umbral. August Strindberg, en 1896, en siete semanas, describe su Inferno: diario, novela, ensayo, es el balance de una licencia de la psique, la taquigrafía de una gnosis en fermentación. En ámbito científico el libro se ha leído como síntoma de esquizofrenia. En 1966, Dino Buzzati, en el Viaje a los infiernos del siglo, descubre el Averno en el subsuelo de Milán: una ciudad igual que la de arriba, un artificio óptico que brinda echar una mirada al más acá. La enumeración de las penas de la Visio Pauli se convierte en repertorio de acciones rutinarias en oficinas y edificios, corrección pronominal al infierno de Sartre: el infierno somos nosotros. Pier Paolo Pasolini, que con la Divina mimesis intentó una reescritura de la Comedia, bajó al infierno del poder en Saló o las 120 jornadas de Sodoma, su película extrema, conjugando Dante y Sade en una espiral de centrípeta furia y cortesía impecable. En una carta fechada 1902, Marcel Proust confiaba al amigo Antoine Bibesco: “Desde el momento en que […] por primera vez he dirigido mi mirada hacia el interior, hacia mi propio pensamiento, yo percibo toda la nulidad de mi vida, cien personajes de novela, miles de ideas me piden que les done un cuerpo como esas sombras que en la Odisea piden a Ulises que les deje beber un poco de sangre para llevarlas a la vida y que el héroe repele con su espada”. Las sombras ganaron la repulsa y el héroe las nutrió. En busca del

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tiempo perdido es una Nekya, el descenso en los abismos poblados del yo, la conquista de una revelación, el retorno a la fachada del mundo para revivirla. El mito resucita con el tiempo, y con el tiempo existe. Dante, en el purgatorio, reconoce a un amigo y quiere abrazarlo: “¡Ah vanas sombras, salvo la apariencia! / tres veces por detrás pasé mis brazos, / y tantas otras los volví a mi pecho”. El poeta rinde obsequio al maestro: Eneas también, en el Hades, quería abrazar a su padre: “Tres veces, allí, intentó dar los brazos en torno a su cuello; / tres veces, asida en vano, huyó de sus manos la imagen”. Virgilio recordaba el abrazo de Ulises a su madre en la Odisea: “Quise al alma llegar de mi madre difunta. Tres veces / a su encuentro avancé, pues mi amor me llevaba a abrazarla, / y las tres, a manera de ensueño o de sombra, escapóse / de mis brazos”. Dante no conocía el texto de Homero, no sabía que lo estaba evocando. Esta ignorancia es la certeza del vínculo insondable entre hombre y más allá, el abrazo que todo errante quisiera recibir, la escucha de algo que viene y que va, remembranza de una vida continua que difumina su pisar, el vértigo que hunde su confín, en una llama eterna.

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NOTA: Las traducciones de las obras citadas son de: José Oroz Reta y Manuel Antonio Marcos Casquero (Etimologías, BAC 2004); José Manuel Pabón (Odisea, Gredos 2000); Ute Schmidt Osmanczik (Gorgias, UNAM 1980); Antonio Gómez Robledo (La república, UNAM 1971); Rubén Bonifaz Nuño (Eneida, UNAM 1972); Vicente Flores Militello (Apocalipsis de Pablo, Auieo 2012); Luis Martínez de Merlo (Divina comedia, Cátedra 2001); Eduardo Valenti, (De la naturaleza, Alma Mater 1961); Aurora Bernárdez (A puerta cerrada, Losada 1948); Antonio María Artola (Segunda Epístola a los Corintios, en Biblia de Jerusalén, Desclée De Brouwer 1998); Edmundo González Blanco (El Evangelio de Nicodemo, en Los Evangelios Apócrifos, CONACULTA 2001). Las otras versiones son mías.

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