cuentos de la luna llena alianzas Iria G. Parente Selene M. Pascual

cuentos de la luna llena alianzas Iria G. Parente Selene M. Pascual © 2014, EDITORIAL EVEREST, S. A. Carretera León-La Coruña, km 5 - LEÓN (España

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cuentos de la

luna llena

alianzas Iria G. Parente Selene M. Pascual

© 2014, EDITORIAL EVEREST, S. A. Carretera León-La Coruña, km 5 - LEÓN (España) © del texto, Iria G. Parente y Selene M. Pascual © de la ilustación de cubierta, Manuel Barca © de la ilustración de interior: 123rf Dirección y coordinación editorial: Editorial Everest, S. A. Diseño de cubierta: Editorial Everest, S. A. Reservados todos los derechos de uso de este ejemplar. Su infracción puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual. Prohibida su reproducción total o parcial, distribución, comunicación pública, puesta a disposición, tratamiento informático, transformación en sus más amplios términos o transmisión sin permiso previo y por escrito. ISBN: 978-84-441-5140-3 Atención al cliente: 902 123 400

A ti, que nos lees: gracias por formar parte de este cuento.

Prólogo

Lo malo y lo bueno de los cuentos es que nos hacen soñar con que algún día se harán realidad. No sabemos si realmente las princesas de las que hablan existieron o no, si los amantes furtivos pueden tener finales felices o si las brujas son tan malvadas como pueden parecer, pero queremos creerlo. Al final, solo, son una mera distracción para enfrentar una realidad más cruda: las brujas son reinas, las guerras no se terminan con un beso de amor y las princesas encerradas, si las hay, terminan siendo princesas muertas a las que ningún joven príncipe puede rescatar. El mundo real nunca es como dicen los cuentos. La princesa Celeste de Anderia, no obstante, no lo sabía. Ella, en su juventud, en su inocencia, había decidido creer que los sueños pueden hacerse realidad y que como princesa también la esperaría su «felices para siempre» después de una serie de tristes desencuentros. Como todas las princesas de todos los cuentos, ella tenía un enamorado; un muchacho de condición desafortunada, pues su amado servía al reino que desde hacía años batallaba con el suyo: Anderia y Lothaire arrastraban una guerra que, por aquel entonces, ya duraba más de lo inimaginable. Muchos habían sido los caídos, muchas habían sido las desgracias, muchas las lágrimas y mucho el sufrimiento provocado. Mab de Lothaire, reina del país de las hadas, nunca perdonaría a Anderia, país de los humanos, agravios que se confundían en el tiempo entre leyendas y realidad. Mab fue la bruja en este cuento. Celeste y su enamorado fueron solo dos de sus tantas víctimas. El final de esta historia se escribió en una noche en la que, si la vida fuera un cuento, todo habría salido bien. Una de esas noches maravillosas en las que las historias de amor se salvan con una boda a tiempo y un beso a la luz de la luna. Una de aquellas noches en las que la princesa Celeste salía a escondidas de su castillo para ir a 7

encontrarse con Chryses, aquel guerrero del reino contrario que hacía tiempo que le había robado el sentido y el corazón. Una de esas noches en las que los amantes disfrutaban de su romance de espaldas al mundo, pues si alguien descubría aquella unión que parecía burlarse de la guerra misma, habría sido el caos. Por eso Chryses y Celeste se citaban siempre a solas, a oscuras, con la única presencia de las estrellas como testigos de su dulce pecado: ellas allí arriba seguían brillando, siempre observadoras, y parecían las únicas que realmente confiaban en su amor. Celeste, sin embargo, estaba más nerviosa que nunca en aquella ocasión. Asustada, inquieta, temerosa de lo que la esperaría tras aquel encuentro oculto que había decidido que fuese el último. No porque quisiera dejarle, sino porque no quería seguir viviendo su amor de aquella manera. No podía, de hecho, pues había un secreto que debía salir a la luz. Un secreto que sería la unión definitiva para dos almas que se habían amado desde siempre. Celeste había decidido suplicarle a Chryses lo que tantas veces le había ofrecido ya: que huyese con ella, vivir juntos, desafiar a aquella reina que mantenía cautivo a su amor. No dudaba de que en aquella ocasión su amado no podría negarse. Todo debería salir bien: Chryses seguro que huiría de Lothaire después de saber lo que ella tenía que decirle. Se casarían y vivirían en el castillo de la princesa, felices para siempre. Así es como deben acabar todos los cuentos. Ansiosa por que sus deseos se hicieran realidad, Celeste llegó más pronto de lo habitual a su cita. Preocupada, enamorada, asustada, temblorosa, esperó por su amado bajo la foresta en la que siempre se encontraban. Allí aguardaba a ella, con la posibilidad de un cuento hecho realidad entre sus dedos: un cuento prohibido, pero su cuento al fin y al cabo. Y tenía derecho a un final feliz. —¿Celeste? La voz del amante sonó por encima del ulular de los búhos y del silbido del viento. Hizo que el frío desapareciese, que la noche se convirtiera en día y que las estrellas brillasen con más fuerza de la que de por sí tenían. Celeste lo amaba de una manera que rayaba la demencia, que pasaba por la más insólita necesidad. Por eso cuando él apareció en la penumbra de aquel lugar apartado, ella no pudo evitar suspirar de alivio por volver a encontrarlo. El caballero, como un devoto ante la imagen de su diosa, se arrodilló ante ella. El joven no se sentía merecedor de una presencia tan pura, tan brillante, como le parecía la de su enamorada, por eso siempre se postraba a sus pies para adorarla en silencio. Y ella, pese a que era una princesa, 8

siempre caía a su lado para abrazarlo y fundirse entre sus brazos: allí se detenía el mundo, con los suspiros del reencuentro abandonados en un beso que llevaba demasiado tiempo esperando. Cuánto se amaban. —Mi dulce Celeste —murmuró él—. Cuánto te he añorado. Un suspiro. Otro beso. Otros tantos. Las estrellas mismas parecían contener el aliento. —Chryses… —susurró la princesa—. Chryses, vayámonos ahora. No podría haber silenciado las palabras ni un segundo más ni aunque se hubiera esforzado con todo su ser. Ansiaba contarle todo, mas calló, inquieta, cuando él no respondió nada. Los ojos azules de su enamorado, tan claros que batallaban con el cielo del día en su pureza, se entrecerraron apenas perceptiblemente y eso a ella no le gustó. Lo preocupó que en aquel gesto estuviera su rechazo, pero decidió no rendirse e insistir: —Ven conmigo —suplicó en un hilo de voz—. A mi castillo, a tu hogar. Parecía muy sencillo cuando ella pronunciaba aquel ofrecimiento. Parecía lo natural, como si cada cosa vivida hasta el momento entre los dos los hubiera llevado a ese mismo instante. Parecía lo que debía pasar: ambos tendrían que estar juntos, desde entonces y para siempre. Y si bien Chryses también lo creía, sus labios se fruncieron de manera inapreciable, sus manos se alzaron y acunaron ese rostro que tanto quería con una ternura impropia de un guerrero como el que era. —Celeste, mi dulce Celeste… Yo no tengo hogar, princesa. Jamás lo he tenido. Es probable que nunca llegue a tenerlo. En Lothaire solamente soy un prisionero, pero es la tierra que me ha adoptado como hijo desde que tengo uso de razón. Aun así, el único sentimiento que puedo regalarle es el odio más profundo, porque me mantiene apartado de ti. La princesa sufría al escucharlo hablar así. Chryses no tenía memoria desde que un día llegó a Lothaire, hacía ya muchísimos años. No conocía sus orígenes, y probablemente nunca los conocería: solo sabía que el destino lo había apartado de todo y le había mostrado como única alternativa servir a la familia real de Lothaire. Allí estaba el único hogar que había conocido, aunque era solo un guerrero y no se sentía parte de aquel país brillante. —Yo te ofrezco un hogar —murmuró Celeste en respuesta, incansable—. Ven conmigo y podrás vivir a mi lado, en palacio. Podríamos estar juntos el resto de nuestras vidas y… 9

Un dedo sobre su boca la hizo callar. —A tu lado todo parece muy fácil —accedió él—. Pero las cosas no funcionan así, Celeste. AA pesar de que no se me ocurre un lugar mejor para encontrar el hogar que en tus brazos, no puedo hacerlo. No porque no te ame, sino porque lo hago demasiado. Mab enloquecerá si lo descubre, y tu padre nunca lo aceptará. Seamos realistas: no te convengo. No me mires así —pi-dió Chryses al ver la expresión desamparada de su princesa—. Ya lo hemos hablado: esto no puede ser lo que el destino ha dispuesto para alguien como tú. Era cierto. Si Celeste creía en cuentos, su caballero era la voz de la razón, la de la lógica, pero también la del miedo: ambos sabían que aquella relación estaba condenada a ojos de todos. Mab de Lothaire nunca perdonaría tal acto de traición de uno de sus guerreros, más aún teniendo en cuenta que Chryses era especialmente valioso para ella y que su amada era ni más ni menos que la princesa del país que la reina odiaba. Pero Celeste no estaba dispuesta a rendirse: —¿Destino? ¡Yo decidiré lo que quiero hacer con mi vida, Chryses, y si tú no estás en ella sé que no va a tener sentido! La princesa lo abrazó, desesperada, temiendo que él fuera a apartarse en cualquier momento, mas el caballero la sostuvo contra sí. —Celeste, escucha. —Su voz pareció apagarse. Aquello era tan difícil para él como para ella, después de todo—. Escúchame. Mab sospecha. No quiero que te haga nada. Tenemos que dejar de… Ella no pudo soportarlo más. No quiso escuchar otra palabra. Colocó las manos sobre su camisa, para rechazar su agarre. Cerró los ojos con tanta fuerza que sus párpados parecieron teñirse de mil luces brillantes. Una lágrima solitaria se descolgó por su mejilla, temblorosa, asustada por la negrura de la noche y por la incertidumbre de lo que les deparaba el futuro. —No quiero escucharte —rogó—. ¿Tan difícil es entender que me volveré loca si no puedo tenerte? ¡Te amo, Chryses! Yo solo quiero que te quedes a mi lado… Dolida como estaba por aquella conversación que parecía poner fin a todos sus sueños, se apartó de su amado y se levantó, temblorosa, dándole la espalda en un intento de que no viese su sufrimiento y recuperar las fuerzas. Aún tenía tanto que decirle… El caballero no tardó en alzarse del suelo y rodearla desde atrás con sus brazos. La princesa pudo sentir su respiración llena de pesar acariciando su oído. 10

—Escucha, Celeste —susurró—. ¿Crees que yo no te quiero también? —La obligó a girarse y su mano, fuerte pero gentil, acarició su pómulo, borrando las lágrimas—. Te amo más que a la existencia. Y por eso no puedo pensar en nada aparte de salvarte. No te merezco. Tú eres una criatura tan hermosa, tan dulce y buena… Y yo no soy más que un engendro. Un monstruo que no es ni humano, ni feérico, ni élfico… Que no es nada. ¿Acaso eso importaba? Que Chryses no pareciese corresponderse con ninguna de las razas conocidas en aquel maldito mundo que los mantenía separados no significaba que no estuviera vivo. Y aquello era suficiente para que ella lo amase más allá de toda lógica. —Para mí tú lo eres absolutamente todo. Él no supo qué responder a eso, pero de haberlo sabido tampoco podría haber tenido tiempo de convocar las palabras. Antes de que pudiese hacerlo, los labios de su princesa ya reclamaban una vez más su lugar sobre los suyos y lo besaba con el sabor de la esperanza. Sería muy fácil decir que todo acabó con ese gesto. Que Chryses claudicó, que su beso hizo que se rindiese a la evidencia de no poder vivir una existencia sin ella y que su amor triunfó y se sobrerpuso a todas las adversidades. Habría sido muy fácil decir que se casaron y que incluso la guerra se disipó con la emoción de dos enemigos que se amaban. Habría sido un cuento precioso. Pero la vida real no es ningún cuento. Solo hizo falta el silbido de una flecha cortando el aire para romper todos los sueños. Chryses lo escuchó a tiempo: lo suficiente como para precipitarse hacia delante y apartarse de la dirección del proyectil. Él y la princesa cayeron al suelo, enredados en el cuerpo del otro, pero el caballero no tardó ni un instante en alzarse para escudriñar las sombras. Celeste observaba desde el suelo, con el corazón desbocado y los ojos abiertos de par en par: allí donde un segundo antes habían estado ellos, ahora se clavaba una flecha que podría haberlos atravesado sin piedad. —¡Muéstrate! —exigió Chryses desenvainando su espada. Celeste se incorporó, inquieta, pero ni siquiera se atrevió a levantarse. Temblaba, pero el frío de la noche no tenía nada que ver en aquella reacción. Sonaron pasos que a ella le recordaron a un reloj que anunciaba su final. Lentos, pausados. Definitivos. —Esperaba de ti un tiro más certero; ni siquiera los has rozado. Chryses se tensó; Celeste palideció. La princesa nunca había escuchado esa voz antes, pero aun así, la reconoció; era como si la 11

voz de todas sus peores pesadillas se hubiera decidido a mostrarse lejos de un mundo onírico y viniese ahora para atormentarla en la realidad. Mab de Lothaire. Es posible que para la pobre princesa Celeste aquella mujer fuese la bruja de su cuento, pero definitivamente Mab no era nada que se pudiera identificar con una de esas brujas ancianas y de risa estridente. Aquella fue la primera vez que la princesa la vio, arropada por la oscuridad como si las sombras mismas le mostraran pleitesía. Entendió, al observar su rostro redondeado, su piel suave y sin mácula, su sonrisa cruel, que aquel era sin duda el rostro de la guerra y la belleza. Mab de Lothaire, ilustre reina de las hadas, era la criatura más hermosa que ella había contemplado nunca: a su espalda, sus alas extendidas desperdigaban mil iridiscencias y daban luz a aquella escena. El aire mismo estaba preñado de su aura, de su poder mágico. Miedo. Respeto. Devoción. Ella era la razón de la guerra. Su existencia misma, amenazadora, se consideraba un motivo para luchar; una de las razones por la que los hombres se hincaban de rodillas. Incluso la propia princesa deseaba acercarse y rendirle culto. Celeste comprendió que aquella silueta era más peligrosa que el más belicoso de los ejércitos y la más mortífera de las armas. A un movimiento de su mano el mundo entero se destruiría solamente para volver a renacer a su gusto. Nunca había sentido tanto miedo como en el momento en que la mirada de ojos rojos de la reina, del mismo color escarlata que el de la sangre que se derramaba día a día por su causa, se posó sobre ella. —Pensé que preferiríais darles un aviso antes. Acertar le habría restado emoción. Seguro que tenéis en mente un castigo más apropiado para los traidores. Los amantes solo parecieron reparar en la presencia de otra persona cuando esta habló. Al lado de la reina, la silueta de un hombre se recortaba contra la oscuridad. En sus manos llevaba un arco que parecía hecho de plata y Chryses entrecerró los ojos, reconociendo al joven que se alzaba junto a la reina a la que él mismo debía mostrar respeto. Con un gesto de la mano del extraño, la flecha clavada en el suelo desapareció para reaparecer de nuevo entre sus dedos. Chryses decidió no aguardar ni un segundo más: empuñó con firmeza su espada, dispuesto a atacar, pero su arranque de heroicidad no llegó a cuajar. Antes de que pudiera dar un solo paso, un dolor sordo atacó su cabeza: la espada cayó de entre sus dedos y sus rodillas tocaron el suelo cuando algo en su mente, más fuerte que él 12

mismo, lo obligó a postrarse. El poder mental de los feéricos puede destruir incluso la voluntad más férrea; el de Mab de Lothaire en particular podía convertir en arena el pensamiento más firme. Sintió los dedos de aquella reina cruel apretando y retorciendo su cabeza, llevándolo al borde del sufrimiento, y supo que de haber sido un humano cualquiera, o acaso un elfo, o cualquier raza conocida de las que habitaban aquel mundo, aquello lo habría matado. A pesar de eso, no le dio el gusto de emitir el grito de dolor que vivía en su garganta. Escuchó aquella voz que tan bien conocía acercándose a él, o quizá sencillamente la oía directamente en sus propios pensamientos. No podía saberlo. La oscuridad parecía haberse hecho plena a su alrededor. —Me has decepcionado mucho, Chryses. Rayne tiene razón: un castigo es lo mínimo que mereces. Si tanto te gustan los humanos, quizá deberíamos juzgarte como a uno. ¿Qué les hacéis a los que traicionan a su rey, pequeña Celeste? Chryses tembló cuando la reina mencionó el nombre de su princesa. Celeste, pequeña y todavía en el suelo, ni siquiera pudo convocar la voz necesaria para responder. Observaba a aquella mujer, a la que ella consideraba bruja de su propio cuento, e intentaba convencerse a sí misma de que solo estaba viviendo una pesadilla. Sin duda se había quedado dormida antes de acudir a aquella cita en la que todo iba a salir bien y su miedo había traicionado su subconsciente, por eso ahora imaginaba tal crueldad. No podía estar pasando algo así, porque los cuentos acaban bien. Y ella aún tenía algo que decirle a Chryses, algo importante, antes de que se casaran y fueran felices para siempre… Mab observó casi con curiosidad a aquella princesita temblorosa. A aquella niña, pues ni siquiera parecía adulta. Sus dedos rozaron distraídamente los cabellos albinos de su siervo como si solo fuera un perro. —He oído que los quemáis, ¿no es cierto? Los atáis a una estaca, como si fueran animales. Y luego les prendéis fuego, regodeándoos en sus gritos y en su sufrimiento. A la vista de todos, además, para que tomen conciencia de lo mal que está ir contra los mandatos de su rey. ¿También tú disfrutas con ello, Celeste? —se burló. Entrecerró los ojos cuando lo único que hizo la chiquilla fue seguir mirándola, incrédula y temblorosa, y la asqueó comprobar lo insignificante que era—. ¡Responde! La princesa, asustada, solo pudo dejar escapar un sollozo y encogerse sobre sí misma. Qué terrible sonaba su voz, qué terrible su 13

orden y sus acusaciones. Ella no era mala. Ella era la princesa del cuento y Mab la verdadera bruja. Tenía que hacer algo. El príncipe no tenía por qué ser siempre quien salvase a la princesa. Ahora Chryses la necesitaba… —Yo no tengo nada que ver con eso… —se defendió a media voz, sollozante. El hada sonrió, y su gesto era tan bello como escalofriante. —Y sin embargo, a mis ojos eres igual de culpable. —Los ojos rojos se fijaron en Chryses, que ni siquiera podía alzar la vista. De un tirón a sus cabellos, le alzó el rostro y comprobó con satisfacción su mirada enturbiada, sus dientes profundamente apretados—. ¿Y por ella has pensado en traicionarme, Chryses? ¿Por una niña cuya raza se autodestruye? ¿Tan estúpido eres que creíste que yo no me percataría? Nunca he confiado en tu lealtad. No me fío de nadie. Me di cuenta de tu debilidad a tiempo y me exigí paciencia, pues sabía que pronto cometerías algún error. Chryses no respondió, quizá porque no tenía fuerzas, quizá porque no sabía cómo defenderse. Celeste observaba, inquieta, perdida, desesperada. Mab no parecía querer apartar la atención de su amado, y quizá fue aquello lo que la animó a actuar. Sus dedos temblorosos encontraron la empuñadura de la espada que se había caído al suelo y, con miedo, la alzó. Eso también pasaba en los cuentos: todo el mundo es feliz cuando la bruja cae y muere. El bien vence al mal. Pero una vez más, la realidad quiso negarle su cuento. Otro silbido de una flecha volvió a cortar el aire, pero esta vez la sintió en su propia piel: atravesó su brazo y la espada que sostenía cayó tan rápido como había sido alzada. La sangre empezó a brotar y la vista se le nubló al instante. Solo alzó la mirada para observar, consternada, a la figura que se mantenía apartada pero vigilante, sosteniendo un arco de plata y dispuesto a defender a aquella reina de alas brillantes. Su rostro era una máscara inescrutable, o quizá sus ojos ni siquiera conseguían enfocarlo bien. —Gran trabajo, Rayne. Ha sido un golpe muy acertado —felicitó Mab, con alegría infantil, al girarse hacia la princesa. La contempló, tan jadeante y débil, y sintió la satisfacción plena del depredador frente a la presa derrotada—. En cuanto a ti, Celeste, podrías haber salido medianamente indemne de este encuentro, si hubieses querido. Pero tenías que hacerte la valiente. La reina perdió el interés en su siervo y se giró con gracilidad hacia la princesa. Se inclinó con delicadeza, con un baile de luz de sus alas a la espalda, y alzó la espada que ella había dejado caer. La 14

empuñó con facilidad, aunque a Celeste le había parecido pesada, y rozó con el filo la preciosa carita de la heredera de Anderia. En una caricia sinuosa que arrebató la respiración de la princesa, el frío filo rozó su cuerpo con lentitud, hasta que la punta se posó, con anticipación, en su vientre. Celeste palideció y suplicó por su suerte y por la de su secreto. ¿Lo sabría aquella reina? Parecía que nada escapaba a sus ojos, pese a que aquella noticia era solo suya. Ni siquiera había podido decírselo a Chryses… Un solo empujón, una leve presión por parte de la reina de Lothaire, y todo habría acabado para siempre. Sería tan sencillo… —No te atrevas a tocarla. La voz de Chryses parecía de ultratumba. Llamó la atención de ambas mujeres: la mirada de Mab fue casi curiosa, la de Celeste estaba teñida de la más profunda desesperación. El joven luchaba contra sí mismo para alzarse del suelo, movido por el miedo a perder lo que más amaba en el mundo. Era aquello lo único que le daba las fuerzas suficientes para sobreponerse al dolor. —Y aún te atreves, Chryses, a retar a tu señora… Mab miró a Celeste una última vez y sonrió. Dejó caer la espada, pero aquel gesto fue suficiente para convencerla de que lo que vendría a continuación sería mucho peor que la muerte. Los pasos de la reina se apartaron de ella y la princesa solo pudo seguirla con la completa desesperación de la incertidumbre. Le pareció que las estrellas se apagaban una a una, asustadas también por lo que aquella mujer podría llegar a hacer. A cada paso que Mab daba hacia su siervo, Chryses parecía encogerse un poco más sobre sí mismo. Y aun así, luchaba, se mantenía, y aceptaba con desafío la mirada de aquella bruja de alas de luz de luna. El caballero no se dejaría vencer, pues la derrota significaba perder a su amada. Los dedos de la reina se alzaron. Se posaron sobre la mejilla de Chryses y este tembló algo más. Incluso aquel misterioso arquero que la acompañaba parecía contener el aliento y temer por él. Parecía la caricia de una amante y aun así nada tan sencillo había evidenciado nunca tanta desgracia. —Adoro la forma en la que me desafías. Ese fuego, esa pasión. —Su mano se colocó sobre el corazón de él. Celeste se sintió mareada—. Pero has ido demasiado lejos esta vez. Corriste hacia lo inalcanzable y te lanzaste a sus brazos. ¿Por qué ella, Chryses? ¿Tal vez porque odio a su gente? —Hubo un destello. Apenas una chispa que hizo danzar más luz sobre sus alas. Hubo un cambio casi inapreciable 15

en su voz. Apenas una palabra que se pronunció más rápida, o una vocal que no sonó como debía sonar—. Podría habértelo dado todo pero, ¿sabes? Ahora te vas a quedar sin nada: sin mujer, sin felicidad, sin cuerpo. Vivirás por y para mí, porque vivir va a ser para ti peor que la muerte. El silencio que siguió a las palabras de la reina hizo temblar a la propia luna. Un «felices para siempre» se sustituyó por el aullido agónico de un lobo.

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Primera parte Un cuento de príncipes y princesas

D rake Érase una vez una guerra cruel. Un conflicto que dejaba tras de sí ríos de sangre y familias destruidas por la necedad de los reyes. Batallas nacidas para acabar con los reinos sometidos a ellas, para consumirlos por entero y dejarlos en ruinas. Una confrontación entre humanos y feéricos que parecía que nunca tendría fin. Érase una vez una reina malvada. Una bruja desalmada que soñaba, como solo sueñan los mortales, con tener el mundo entero en la palma de su mano. Le habría gustado contemplarlo con una sonrisa y, cuando dejase de gustarle lo que veía, cerraría el puño y construiría uno nuevo a partir de las ruinas que hubieran quedado. Érase una vez un apuesto príncipe convertido en marioneta por la infame mujer que era su madre. Érase una vez dos princesas: una debía casarse con el príncipe para que su reino estuviese a salvo de la amenaza que la malvada reina representaba. La otra… Bueno, no sé exactamente cuál es su papel en esta historia, pero el futuro nos lo desvelará. Érase una vez un encantador trovador que sabía contar las historias más maravillosas del mundo. Hablaba de magia y cantaba con la voz que solamente los hechiceros saben controlar. Las notas de su laúd tomaban forma en el aire y se convertían en caricias en el rostro y vendajes en el corazón. Decían que podía hacer llorar a las piedras y dormir al insomne. Que su música milagrosa traía el sol a la tormenta y calmaba el oleaje y el viento furioso del norte. Ese trovador, por supuesto, soy yo, Drake de Astrea, aunque eso tú ya lo sabes. Lo conoces todo sobre mí y sobre mi país, que es la isla más hermosa que el mar bañará nunca. Astrea es la nación más próspera y la más justa, gobernada desde tiempos inmemoriales por las mujeres más sabias y los hombres más competentes. Tú estás al tanto de todos sus secretos, como yo, y sabes cómo se formó, pues todos los reinos tienen un nacimiento. Según cuenta 18

la leyenda las estrellas miraron una noche sin luna hacia abajo y observaron el mundo triste y oscuro. Lloraron entonces amargamente porque deseaban iluminarlo. Las lágrimas cristalizaron y cayeron sobre el océano, deteniendo sus suspiros. Allá donde se juntó su llanto es donde vino a la vida una nueva tierra, cubierta por flores blancas que brillaban con la luz desprendida del cielo. Muchos no se lo creen, claro, o tal vez no se acuerden ya de la historia, pero yo sé que debe de ser cierto. Al fin y al cabo, no hay pruebas para pensar que los cuentos nos mientan. También eres lo suficientemente perspicaz para saber que incluso cuando digo que mi país es el más justo, eso no es del todo cierto. Aunque hace años lo era, la oscura sombra de la guerra manchó de sangre nuestras manos y de lamentos nuestros rostros. Cuando nos dimos cuenta, y por el egoísmo de un hombre que deseaba usurpar el trono, la lucha se desencadenó y dos bandos se enfrentaron, sin caer en de insensatez que cometían. En esa batalla murieron hechiceros a manos de sus hermanos y hubo padres que sucumbieron a la espada sangrienta de sus propios hijos. El legítimo rey murió. La princesa, heredera por lazos de sangre, dulce y hermosa como solo las muchachas de los poemas épicos saben serlo, desapareció. Muchos fuimos encarcelados. El usurpador se hizo con el trono y Astrea, todavía maravillosa pero ya para siempre triste, se sumió en un largo y profundo sueño. Me gustaría relatarte el modo en el que yo solo… No, de acuerdo: el modo en el que nosotros, tú y yo, encontramos a la princesa, salvándola de las garras de un malvado dragón. Me gustaría decir que recuperamos el trono para ella. Pero no es así. Quizá lo hagamos en el futuro, mas por el momento únicamente soy un trovador y tú, mi inseparable acompañante. Por eso estamos ahora aquí, ¿recuerdas? No camino por estas calles por el simple placer de hacerlo, aunque me guste contemplar las flores que adornan los balcones y se han abierto al sol. Mira qué día más espléndido hace. La suave brisa, las nubes esponjosas, el mar tranquilo que susurra su canción de cuna a los ciudadanos. Creo que me gusta este lugar, aunque a ti no te acabe de convencer. Sí, claro que sé que no te agrada. Lo siento cada vez que te tensas cuando te sujeto entre mis brazos. Está presente en la forma en la que te aprietas contra mi espalda, como si buscases protección. Supongo que intentas advertirme de lo funesto que sería dejarme hechizar. Que no todo es tan maravilloso como parece. Al fin y al cabo, ella es quien manda aquí. 19

Ella. Su nombre se niega a materializarse sobre mi lengua, como si temiera que escuchara mi llamada. Hoy la veremos al fin, después de tanto tiempo. ¿No estás impaciente? Yo siento un leve aletear en el estómago, como si algo intentase escapar. Dicen que es malvada. Que es hermosa. Que es justa con los suyos y cruel con sus enemigos. Dicen que tiene los ojos escarlatas de la sangre vertida durante todos estos años. Pero a nosotros no nos valen todas esas palabras. Tenemos que separar las mentiras de la verdad. Tengo que verla de primera mano para saber qué oculta, aunque tú no estés de acuerdo en que nos acerquemos tanto. Aunque esta misma mañana, en protesta por mi decisión, te quejases con tu voz desafinada cuando intenté hacerte cantar. Me abro paso entre la gente, sujetándote con fuerza para evitar que nos separen. Parece que haya venido todo el reino, curiosos y ansiosos de historias de otros reinos como sé que están. Normalmente me gusta perderme entre la muchedumbre y pasar desapercibido, pero hoy me siento nervioso. Desde mi posición ya soy capaz de ver los estandartes extendidos con el dibujo del lobo, escudo de armas de Lothaire; sus fauces abiertas parecen advertir de lo peligrosos que son y, al mismo tiempo, la figura resulta extrañamente atrayente. Ya casi hemos llegado: mira cómo el palacio se alza majestuoso delante de nosotros. Mira cómo destella con la luz del sol. Sus blancas torres de marfil intentan rascar el cielo, finas como dedos extendidos hacia las alturas. Me deja sin respiración cada vez que lo veo. Es como si hubiera algo a su alrededor, un campo de energía, que me atrajera irremediablemente. Ansío entrar, aunque eso nadie debe saberlo. Quiero recorrer sus pasillos, perderme en las interminables escaleras, buscar en cada sombra… Las conversaciones se apagan poco a poco y yo me cuelo entre los cuerpos congregados para llegar hasta el frente. En poco tiempo, a base de sonrisas y disculpas, consigo una posición privilegiada que me permite observar la llegada de las princesas. ¿No tienes curiosidad por saber cómo son? Vienen desde Veridian y Nryan, los países de los elfos. ¿Crees que serán tan bellas como dicen que son los de su raza? ¿Que tendrán esa elegancia natural, esa aura de superioridad casi pretenciosa? Vuelvo la vista al camino que lleva a la ciudad, el mismo que nosotros hemos tomado para llegar. Sin darme cuenta, los minutos han pasado. Al otro lado, encarando al mar, el bosque es tan espeso, con solo un estrecho camino como guía, que podría detener a un ejército ofensor. La única forma de atacar es por mar, pero Anderia no tiene flota que haga frente a los barcos de Lothaire. 20

Esa es la razón por la que el reino parece inexpugnable, aunque en realidad no lo sea. Al fin y al cabo, nosotros estamos aquí. Los caballos llegan. A sus lomos van los guardas, mirando suspicaces a todos lados, preparados para lanzarse sobre cualquiera que intente acercarse a sus valiosas protegidas: las princesas. Su presencia trae consigo el nacimiento de nuevos murmullos. Desde que el barco ha llegado a la costa, trayendo su precioso cargamento, probablemente las dos muchachas hayan sido analizadas por cada ciudadano que ha hecho reverencias a su paso. Pero, por supuesto, la más preciada imagen no es solo su presencia, sino el momento en el que los futuros novios se vean por primera vez. Ese instante supuestamente mágico en el que sus miradas se cruzarán y… ¿Y qué? ¿Esperan todos que ocurra como en los cuentos? ¿Qué se enamoren con el primer intercambio de miradas? O quizás él se arrodille ante ella, como los caballeros con los que sueñan todas las damas… Sonrío divertido por la probabilidad, aunque sea consciente de que nada de eso va a ocurrir. No son más que dos desconocidos. Vuelvo mi atención a la comitiva. La primera es la prometida del príncipe de Lothaire. La reconozco enseguida, aunque jamás la haya visto antes, porque es tal y como esperaba. Parece sacada de una de las historias que me cuentas al oído: tímida y delicada como una flor enfrentándose a lo más crudo del invierno. ¿No eres capaz de ver lo frágil que es? En cualquier momento podría caerse de su montura. En cualquier instante la brisa podría secuestrarla. Se esconde en su capa como si fuera un refugio y su cuerpo se pierde entre los pliegues y las arrugas, deformándola hasta que toda ella, excepto su cara y sus manos, parece de trapo. Su rostro blanco se confunde con el tono de la tela que la cubre, aunque las mejillas las tiene arreboladas por el frío. Sus cabellos pelirrojos caen en cascada sobre sus hombros, siendo el único contraste de color que vale la pena destacar en su retrato. Tras ella va una muchacha que no parece tener nada que ver con la realeza. Para empezar, su piel está suavemente bronceada por el sol, delatando que ha pasado más tiempo al aire libre que entre las paredes de un castillo. Lleva capa también, para protegerse del frío, pero no va tan envuelta en ella, lo que permite atisbar ropas de hombre por debajo. El pelo castaño y largo va atado en una cola alta, mostrando su perfil con más claridad, así como sus delicadas orejas élficas, terminadas en punta. A su espalda lleva un arco y un carcaj lleno de flechas. No diría que es lo que esperaba. Lo que ninguno de los aquí reunidos esperaba. Y en cambio, hay algo en ella que resulta 21

atractivo. ¿Será la fuerza y la confianza que desprende su pequeña figura? O tal vez su mirada curiosa mientras la posa sobre mí… porque eso es lo que está haciendo. Nuestros ojos se encuentran y yo entreabro los labios, sorprendido. Igualmente, se fija en ti, un segundo de más. Sé que tú también te has dado cuenta, aunque solamente haya sido un instante suspendido en el tiempo. Inmediatamente, su vista vuelve al frente. Lady Eirene de Nryan. Si bien voy a sonreír, el gesto nunca llega a materializarse. La puerta del palacio se abre lentamente, con el sonido de la madera quejándose por el esfuerzo. Cojo aire, pero un rápido barrido por las figuras que se recortan bajo el dintel es suficiente para informarme de que ella no ha salido a saludar a su futura nuera. En su lugar, presidiendo el recibimiento está su hijo, lord Seaben de Lothaire. Frunzo los labios al verlo, tan altivo, noble y orgulloso. Baja los escalones seguido de su compañero y primer caballero, Lowell, y se detiene a los pies del castillo. Fay de Veridian, la etérea prometida, baja del caballo con la ayuda de uno de los caballeros de su séquito y se acerca, con timidez, a saludarlo. Me doy la vuelta y suspiro hondamente, abriéndome paso de nuevo entre la muchedumbre, aunque en este caso para alejarme del palacio. No necesito nada más. De nuevo no he conseguido lo que me proponía y eso me frustra. ¿Qué puedo hacer? Empiezo a cansarme de esperar. Te observo en silencio y tú pareces devolverme la mirada. «Dejémoslo por hoy, Drake», me da la sensación de que contestas, respondiendo a una pregunta que yo ni siquiera me atrevo a formular. Sé que tienes razón. Por hoy lo mejor será aguardar. ¿Qué importan unas horas más o menos? Mañana será otro día. Quizá la suerte se ponga de mi parte entonces. Esta noche ha llovido como si se compadeciese de nuestro estrepitoso fracaso ayer, en la recepción de las princesas. Hoy el día no ha amanecido mejor y solo ahora, que ha dejado de llover, podemos sentarnos en las calles e intentar sacar algo de provecho a este día de invierno. Observo a la gente ir y venir y dejo que tú, acomodada sobre mi regazo, cantes y alivies el peso de sus corazones. En cuanto empiezas a regalarle los oídos con tu música hay sonrisas en los rostros y algunas monedas caen sobre el pañuelo que he extendido en el suelo. Por cada pieza de oro o de hierro que cae sobre la tela 22

yo dedico una inclinación de cabeza, ocupado en sostenerte. A veces me evado. Te escucho y me olvido de todo, dejando que lo que me rodea se hunda en la oscuridad. Puedo fingir que estamos solos. Que estoy en casa. Que cuando los párpados vuelvan a alzarse hay posibilidades de que mi madre me esté mirando y deje una caricia sobre mi pelo, llamándome «pequeño dragón» incluso cuando he crecido y alzado el vuelo en soledad. Suspiro y abro los ojos. Sigo en Lothaire. Sigo en esta calle, sentado en el único trozo de empedrado seco, debajo de un balcón. La gente me mira de vez en cuando, aunque yo presto más atención a las botas y los bajos de los vestidos que a los rostros amables pero desconocidos. Sin embargo, pronto me doy cuenta, sorprendido, de que alguien se ha parado a escucharme, a pesar de que eso solamente suele pasar cuando canto y nuestras voces se mezclan hasta que parecemos parte del mismo organismo. Alzo la vista, algo cegado por la luz, y me percato de que Eirene de Nryan me observa con una sonrisa en el rostro. Viste de hombre, como cuando la vi llegar, y está lejos de parecer una princesa, desprovista de cualquier tipo de joya. Solo veo un colgante en su cuello con la forma de una estrella, y para el caso parece estar partida por la mitad. Mis manos resbalan sobre ti y, molesta, te quejas. La música se esfuma tan rápido como la has hecho llegar y todo se queda en silencio. Mi escaso público da un respingo y yo me siento torpe y ridículo por dejar que su presencia me turbe como lo ha hecho. Nos miramos durante un instante que parece más largo de lo que es. Finalmente, se agacha y deja caer una moneda de oro sobre el pañuelo blanco. No puedo evitar aguantar la respiración al comprobar cómo su mano coloca la pieza entre las demás, mientras me observa por entre las pestañas. Me doy cuenta de que es dinero élfico, el cual tiene incluso más valor que con el que se comercia aquí. —Siento haberos asustado. Era una canción maravillosa. Soy consciente de que la sangre llega a mi rostro, a pesar de que no es el primer halago de esas características que recibo. En un arranque de modestia bajo la vista y hago una reverencia con la cabeza. ¿Debo mostrarme humilde y decirle que sé quién es o será mejor tratarla como una más de las muchachas que se acercan a hablar conmigo y felicitarme? Me muerdo el labio y decido tantear el terreno. —Es la primera canción del día. En realidad era casi un ejercicio de práctica. Podría tocarla con los ojos cerrados. 23

Ella parpadea, pero la estupefacción le dura un segundo. Al instante siguiente su risa resuena en mis oídos como el sonido de una campana de cristal. Estoy preparado para preguntar qué es tan gracioso, pero ella se me adelanta: —Vaya, vaya —comenta, con un brillo casi burlón en sus ojos rosados. Es el color más hipnotizante que haya visto nunca—. Parece que no necesitáis ovaciones, trovador: os bastáis vos solo. Alzo una ceja y miro alrededor. No hay un soldado ni una criada que la guarde. Me pregunto qué hace sola en la ciudad, pero no expreso mis pensamientos. Nadie se fija en nosotros y yo no soy quién para reprocharle que se haya escapado, como todo parece indicar. Quizá no sea malo que nuestros caminos se hayan cruzado. De hecho, cabe la posibilidad de que sea un regalo caído del cielo que pueda aprovechar… Me humedezco los labios y alzo la barbilla. Ella parece a punto de lanzar otra de sus carcajadas al aire. —Sé que soy bueno en lo que hago. No es una cuestión de alabanzas o reconocimiento: es un hecho del que soy consciente. De esto es de lo que vivo, al fin y al cabo. Si no supiera tocar como es debido ya me habría muerto de hambre. La princesa se me queda mirando con esa intensidad que desconcierta. Su cabeza se ladea apenas y entorna los ojos, pensativa. Te estudia durante un segundo y después vuelve la vista de nuevo hacia mí. —Pero no lo hacéis porque se os dé bien. Ni siquiera porque sea vuestro sustento —contesta con más seguridad de la que yo esperaba de ella. De una desconocida. De una mujer que nació con la estrella de ser reina algún día—. Lo hacéis porque necesitáis hacerlo. Para vos es como respirar: se nota en la forma en la que acariciáis las cuerdas o agarráis el laúd. Y en vuestra sonrisa mientras lo hacéis. —Me llevo la punta de los dedos a la boca, sintiéndome traicionado por mi propia expresión, y ella ríe, casi victoriosa—. Hay cariño en todos vuestros gestos. No podéis evitarlo, simplemente, y por eso suena tan bien. No es algo que tenga que ver solo con… la técnica. Por no hablar que alguien que toca sencillamente por dinero no me habría prestado la más mínima atención y habría seguido tocando, en vez de detenerse como si hubiera despertado de algún tipo de ensoñación. Me siento como si me hubiera desnudado. Como si me hubiera abierto a la mitad y hubiera visto dentro de mí. No los entresijos del cuerpo como algo físico, sino algo más profundo de lo que podría esperar de nadie con el que lleve hablando apenas dos minutos. Me abrazo a ti y me escudo tras tu silueta, que no es lo suficientemente grande. 24

—¿Cuánto tiempo lleváis observándome, si puede saberse? —Desde que empezasteis la canción —ríe ella—. Al principio la escuchaba de fondo, mientras caminaba, pero luego quise saber de dónde venía. —¿Y cuánto más pensabais quedaros escuchando? Ella se encoge suavemente de hombros. —Hasta que terminaseis, supongo. Pero no esperaba un final tan brusco. Su sonrisa burlona me desarma de una extraña manera. Cuando quiero darme cuenta, se la estoy devolviendo. Me levanto del suelo, con un brazo a tu alrededor, y recojo el pañuelo con las monedas, que tintinean cuando las meto en la bolsa de cuero que cuelga de mi cinto. A ti te dejo que te cuelgues de mi hombro. Me parece descubrir que estás molesta, pues oigo una nota disonante que se pierde en el aire. Sé que no te gusta que te deje de lado, pero es necesario para nuestra misión. Lo entiendes, ¿verdad? Me limpio la palma al pantalón y extiendo los dedos hacia la muchacha. —Drake. De Astrea. Diría que parece sorprendida cuando revelo mi procedencia y por un momento dudo de haber hecho bien. Sin embargo, tras ese primer segundo, no se lo piensa y estrecha mi mano con sencillez, como si fuera una ciudadana más de esta ciudad. Me percato de que no espera que sepa quién es, que no espera reverencias ni besos en su dorso, y algo me dice que si pretendiese hacer algo así la molestaría. —Ei —dice solamente. Durante unos instantes me planteo no decir nada acerca de su identidad. Es obvio que solamente quiere ser una chica corriente durante el día de hoy. Es la única explicación que le encuentro al hecho de que esté aquí y ni siquiera se haya atrevido a dar su nombre entero, así como a sus prendas. No obstante, mi curiosidad por ver su reacción vence mi batalla interior. —Eirene de Nryan —la completo—. Sí, lo sé. Ella parece algo decepcionada por haber sido descubierta. Me suelta la mano y la veo cruzarse de brazos en un gesto que casi se me antoja cómico. —Ahora es cuando yo debería preguntaros cuánto tiempo habéis estado observándome vos. Intento convertirme en la mismísima imagen de la inocencia. —Aunque no os acordéis, ya nos hemos visto antes. Lady Eirene enarca una ceja, escéptica. 25

—Recordaría a un muchacho con un laúd como amante —replica. Yo te miro de reojo, ruborizándome. —No es solo «un laúd». Eso ha sido muy grosero por vuestra parte, mi señora —te defiendo, con el ceño fruncido, volviendo mi vista a la princesa. —¿Lo veis? Seguro que hasta le habláis. Me tenso. Sé de antemano que no entiende nada. —Pues claro que le hablo. Y es una gran conversadora. Más que muchas personas de carne y hueso. —No lo dudo —responde risueña—. Al menos su voz es melodiosa. Me hincho de orgullo con el halago, como un padre al que han felicitado por la hazaña de uno de sus hijos. —Lo sé —acepto, siempre en tu nombre—. Aunque es una amante exigente, os aseguro que merece la pena. —Miro alrededor, un segundo. Hago un ademán—. ¿Ibais a alguna parte en especial? Niega un poco. Me parece que nos dedica una sonrisa. Una que es toda para nosotros. —A los mejores destinos se llega perdiéndose. Así que eso es lo que pretendía hacer. —¿Os importa si me pierdo con vos? Cuando me quiero dar cuenta ya hemos empezado a andar.

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