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CULTURA CONTEMPORÁNEA Unidad 3
Aproximaciones a la cultura somática contemporánea
A lo largo del siglo XX el culto al cuerpo se ha extendido progresiva y masivamente, convirtiéndoselo en un objeto sobre el cual concentrarse en forma obsesiva no quizás como fuente de placer, sino como blanco de responsabilidad y esmero.
Hoy en día se “es” prácticamente la imagen del cuerpo que se posee y el sacrificio y la dedicación encaminados a “trabajar” la propia exterioridad se han constituido en un requisito de aprobación social, éxito interpersonal y en una medida de lo moralmente valioso. En forma contemporánea, las sociedades occidentales han generado formas inéditas de socialización que privilegian el cuerpo y en donde lo corporal es la única forma de anclaje, lo único que puede darle certezas al sujeto. En tiempos de primacía del individualismo, de atomización de los sujetos y del reinado de una sensibilidad narcisística, el cuerpo en cierto modo se constituye en valor último, lo que queda cuando el resto se esfuma y disgrega lentamente y cuando las relaciones sociales se vuelven cada vez más precarias. Entonces, sería la pérdida de la carne social la que invita al sujeto a preocuparse por su cuerpo y darle carne a su existencia. El cuerpo en resumen, se ha convertido en expresión y síntesis de la cultura moderna. El cuerpo se exhibe, se vende, se transforma, se mutila y a través de ello expresamos hoy en
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día
–en
gran
medida-
nuestras
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angustias,
frustraciones,
sensibilidades, miedos,
inseguridades. La nuestra suele ser llamada “la civilización o cultura del cuerpo”. No se trata tan sólo del aspecto supuestamente revolucionario de una nueva sensibilidad corporal liberadora de la vida sexual, reivindicadora del hedonismo frente al ascetismo. Se trata de una vivencia de la corporeidad como dimensión esencial del ser del hombre, una concepción del cuerpo que se es (y no que se tiene), un imperativo moral asimilado a la dignidad de la persona humana.
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El cuerpo como construcción histórica y social
El cuerpo es una construcción simbólica, no es una realidad en sí mismo. De ahí la gran cantidad de representaciones que han buscado darle un sentido y su carácter diferente o contradictorio de una sociedad a otra. Por eso, es conveniente aclarar que el cuerpo parece algo evidente pero nunca es un dato indiscutible, sino el efecto de una construcción social e histórico-cultural. a) En primer lugar, me referiré al cuerpo como un constructo social. P. Bourdieu ha señalado que cuando se destaca la dimensión social implícita en las significaciones atribuidas al cuerpo se alude al hecho que la “naturalización” de ciertas propiedades corporales habitualmente nos hace olvidar algo que es harto evidente: que las propiedades corporales consideradas como legítimas o de referencia son un producto social. El cuerpo, en tanto forma perceptible, es de todas las manifestaciones de la “persona” la que menos se deja modificar tanto de modo provisional o definitivo y es por ello considerada socialmente como la que expresa del modo más adecuado el “ser profundo” o la “naturaleza de la persona” al margen de toda intención significante. El cuerpo funciona entonces como un lenguaje de la naturaleza, que delata lo más oculto y, al mismo tiempo, lo verdadero ya que se trata de lo menos conscientemente controlado. Ahora bien, P. Bourdieu afirma que este lenguaje de la identidad natural es –sin embargo- un lenguaje de la identidad social la cual se ve naturalizada (apareciendo alguien como “naturalmente vulgar” o “naturalmente distinguido”). Sin embargo, es necesario enfatizar que el cuerpo en lo que tiene incluso de más natural (su apariencia), es decir en las dimensiones de su conformación visible, es el resultado de lo social. La distribución desigual de las propiedades corporales entre las clases se realiza a través de diferentes mediaciones tales como: las condiciones de trabajo (con las deformaciones, enfermedades, mutilaciones, envejecimiento prematuro que conlleva) y los hábitos de consumo, que en tanto dimensiones del gusto, pueden perpetuarse.
Las diferencias mencionadas se ven acrecentadas mediante el conjunto de tratamientos aplicados a todos los aspectos modificables del cuerpo y, en particular, mediante el conjunto de marcas cosméticas o de vestimentas que, dependiendo de medios económicos
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y culturales, son marcas sociales que traducen el fenómeno de la distinción y que intentan marcar una distancia en relación a la naturaleza. No obstante, dichas marcas parecieran encontrar su fundamento en la naturaleza misma: cualquier modo de distinción “aparece” como una “naturaleza cultivada”. En ese sentido, todo se interpreta como si no existieran signos propiamente físicos y, entonces, un adorno o las expresiones del rostro son leídos inmediatamente como indicadores de una fisonomía moral.
El fenomenólogo francés L. Boltanski (1) ha señalado que la cultura somática y la percepción del cuerpo personal se dan en función de la posición y el papel que se juega en el orden técnico y productivo. Es fácil pasar por alto la simple observación de que la gente que vive de su cuerpo en trabajos manuales y no cualificados habita esos cuerpos y los viven de una forma muy diferente a los de otras clases sociales. El interés y la atención que los individuos atribuyen a su cuerpo, es decir, por una parte a su apariencia física y, por otra, a sus sensaciones físicas, de placer o displacer, aumentan a medida que se sube en la escala social o sea, a medida que disminuye la resistencia física de los individuos. En ese sentido, las prácticas corporales son prácticas socio-culturalmente situadas. Por ejemplo, en los sectores populares la idea de fuerza que expresa lo fundamental de una imagen mecanicista del cuerpo, constituye el principio de coherencia de todo un conjunto de actitudes aparentemente independientes. La inhibición de la expresión de las sensaciones físicas (por ende su percepción) es el resultado de la regla positiva de que el cuerpo debe utilizarse durante el mayor tiempo y la mejor intensidad posible; asimismo, la valoración de la actividad física y de la fuerza física, correlativa a una relación instrumental con el cuerpo sobre-determina el grado de interés y de atención que conviene prestar a las sensaciones mórbidas (de allí el silencio que precede al asalto abrupto que implica cualquier enfermedad) y en general a las sensaciones corporales y al cuerpo mismo. Por otra parte, cabe destacar que las propiedades corporales en tanto productos sociales, son aprehendidas a través de categorías de percepción que también son una construcción social: las taxonomías tienden a oponer las propiedades menos frecuentes entre los que dominan (las más raras) y las más frecuentes entre los dominados. Así, la representación social del propio cuerpo con la que cada agente social puede contar desde que nace para elaborar la representación subjetiva de su cuerpo es el resultado de la aplicación de un sistema de clasificación social cuyo principio regulador es el mismo que el de los productos sociales a los que se aplica.
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En este sentido, los cuerpos tendrían la posibilidad de recibir un valor estrictamente proporcional a la posición de sus propietarios en la estructura de las otras dimensiones de la vida social, sino fuera porque la autonomía de la lógica de la herencia biológica no siempre coincide con la lógica de la herencia social. Esto significa que a veces recaen en los más desfavorecidos (en su inserción en la escala social) las propiedades corporales más raras, la belleza (precisamente a veces se llama “fatal” porque subvierte el orden establecido) y, a la inversa, los accidentes de la biología no privara en ocasiones a los que dominan de los atributos de legitimidad (piénsese en las taras de las nobleza). Por lo expresado, la posibilidad de experimentar el cuerpo en términos de torpeza, y la experiencia opuesta, la soltura, se presentan con posibilidades desiguales a los miembros de las diferentes clases sociales. Dichas experiencias suponen agentes que concediendo un mismo reconocimiento a la representación de la conformación y mantenimiento corporales legítimos, están desigualmente provistos para adecuarse a esa representación. El ejemplo más demostrativo de ello es la experiencia pequeño-burguesa del mundo social: se caracteriza por la timidez y la torpeza de quienes se sienten traicionados por su cuerpo y el lenguaje. Se efectúa entonces una práctica constante de auto-corrección, se mira al propio cuerpo con los ojos de los otros, en una vigilancia permanente, llegando al extremo de hipercorregirse y entonces, la desmesura revela la ilegitimidad de su procedencia. La soltura, por el contrario, es una especie de indiferencia a la mirada de los otros, supone la seguridad de poder imponer las normas de percepción del propio cuerpo. Precisamente, el encanto y el carisma designan el poder que posee un agente social para apropiarse del poder que detentan otros agentes sociales y para apropiarse de su propia verdad. Dicho de otra manera, el encanto y el carisma expresan el poder de imponer como representación objetiva del propio cuerpo y del ser propio la representación que un individuo se hace de ellos, logrando que el otro, como sucede en el amor o la fe, abdique de su poder genérico de objetivación. b) A lo largo de la historia, las representaciones del cuerpo y los saberes acerca del cuerpo, han sido tributarios de una situación social, de una visión del mundo y, dentro de esta última, de una definición de la persona. De allí, la gran disparidad histórica de concepciones y significaciones atribuidas al cuerpo en las diferentes sociedades. La valoración subjetiva y social del cuerpo, al igual que cualquier otra atribución de valores, está generalmente determinada por la cultura. Una cultura puede determinar los criterios de la valoración, concretamente los concernientes a la estética corporal pero, por supuesto, no puede conseguir que todos sus miembros moldeen sus cuerpos de acuerdo
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con aquellos criterios. Los desfases entre el modelo corporal legitimado por la cultura y el cuerpo real de cada individuo ha sido –en diferentes sociedades- fuente de malestar, pero sin asumir la radicalidad que se expresa en la cultura contemporánea. Voy a esbozar someramente los principios de valoración atribuidos al cuerpo femenino en el pasado y que pueden servir de punto de partida para la comprensión de la concepción de los cuerpos como mercancías en la sociedad de consumo. Los estudios clásicos de Antropología Cultural revelan que en las sociedades tribales el atractivo y las características físicas de las mujeres recibían mucha más consideración social que los manifestados por los varones, cuyo atractivo dependía más de sus habilidades y poderes que de su complexión y aspecto físico. En dichas culturas, la mayor preferencia las concitan las mujeres con pelvis amplias y caderas anchas. El atractivo sexual-social de la mujer gruesa no puede separase de su condición procreadora. Durante siglos, un cuerpo de mujer abundante, bien dotado, fue signo de prosperidad y lujo. Implicaba, además, unas entrañas fecundas e incluso una recolecta abundante. En tiempos en que las hambrunas eran frecuentes, la delgadez era un mensaje de muerte. En líneas generales podría afirmarse que, históricamente, el valor social de las mujeres ha estado ligado a sus cuerpos. Su función social se ha identificado con y se ha expresado a través de sus cuerpos: en la maternidad, en la satisfacción de las necesidades sexuales de los hombres y en el cuidado de las necesidades emocionales y físicas de los niños y de los hombres.
De modo que, el control sobre la mujer siempre tendió al control de su doble condición reproductora: bienes para el consumo del grupo y mano de obra que trabajara en el futuro para la supervivencia de ese grupo. Por lo tanto, durante la etapa preindustrial, la estimación social de las mujeres depende en gran medida de su cuerpo productor y nutricio. La función reproductora de las mujeres será afectada por las nuevas condiciones sociales y materiales de la industrialización. Una pluralidad de factores: la inserción social y política de las mujeres, la difusión de nuevos valores de femineidad por los movimientos feministas más radicalizados,
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el papel de la moda los avances de la medicina y la biología, etc.- confluyen para la difusión de nuevos modelos de corporalidad ya no atados a una sexualidad reproductora.
Los ideales de cuerpos delgados que tibiamente se van afianzando con el correr del siglo XX, encontraran un momento propicio para sentar las bases de su primacía en la década de los años `60. Es la etapa que se conoce como los inicios de la juvenilización de la cultura. Por una parte, allí confluye esa tendencia que empieza a manifestarse desde fines del siglo XIX (con los baños de mar, por ejemplo) que hará que la superficie femenina progresivamente quede expuesta a la mirada del otro. Con los artificios de la moda (la bikini y la minifalda) el cuerpo público y el cuerpo privado, el cuerpo representado y el cuerpo íntimo se funden en uno. Pero, paradójicamente, la liberación de los yugos indumentarios lleva consigo una nueva coerción -tal vez más poderosa que la antigua-: el cuerpo aflora a la superficie, salta a los ojos, se pone en escena, pero sin disfraz. En esta lógica del desnudamiento creciente, en que el cuerpo debe afrontar cada vez más las miradas sin la intercesión de artificios indumentarios, hay que dominar cada vez más la apariencia, modelarla, esculpirla. Por otro parte, el llamado proceso de juvenilización de la cultura alude –entre otras dimensiones- a un movimiento que tiende a unificar la femineidad en una única imagen diferenciada, juvenil y prematernal. En las sociedades tradicionales, la femineidad suele reconocer varias edades correspondientes a diferentes funciones sociales: la joven, la mujer fecunda, la edad madura a la que sucede la vejez. En ninguna sociedad anterior se impone el mismo modelo corporal a diferentes edades y papeles sociales. En este sentido, son los años `60 los que parecen haber constituido un viraje capital. En el primer mundo, las generaciones del boom demográfico de posguerra llegan a la adolescencia en esta época y se convierten en la parte más activa, más dinámica de la sociedad. En el espacio de unos años se afirma una verdadera cultura juvenil-adolescente con ciertos
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valores que se oponen a los viejos valores de la sociedad adulta con sus prácticas sociales y sus costumbres, con sus cánones estéticos. El renaciente movimiento feminista, los movimientos estudiantiles, la cultura hippie influenciaron el surgimiento de un ideal rebelde y natural que ponía énfasis en la juventud. El símbolo de la moda de la época era una colegiala blanca inglesa llamada Twiggy, cuya extremada delgadez expresaba los valores vinculados con lo juvenil y daba un nuevo significado a la imagen de lo etéreo, entonces de moda. El camino recomendado para conseguir el cuerpo femenino ideal parecía implicar que había que deshacerse de él. Para las mujeres jóvenes que habían crecido junto a madres frustradas en su lucha por conciliar su mayor conciencia con la falta de poder real que tenían, el cuerpo aniñado suponía también un seguro para no ser definidas a partir de su capacidad reproductora. Su inmaterialidad prometía la libertad de alcanzar niveles nunca antes logrados por las mujeres.
Son algunas de estas tendencias -las que por razones necesarias de síntesis sólo pueden ser esbozadas- las que se irán exacerbando a partir de la década del 70 y harán eclosión en los 80 para configurar nuevos patrones de valoración estética y moral corporal que constituyen una de las marcas paradigmáticas de la cultura contemporánea.
1 - Boltanski, L. (1975) Los usos sociales del cuerpo. Editorial Periferia: Buenos Aires.
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Cuerpos: imagen y medios de comunicación
Como no podía ser de otro modo, la centralidad de lo corporal ha sido tomada por la cultura mediática, la cual parece fascinada por las formas corporales como así también por las más diversas fantasías ligadas a ellas.
Es posible señalar en la cultura de la imagen contemporánea, una oposición entre dos series extremas de construcciones corporales: por una parte, el llamado cuerpo ideal, sustentado en la poderosa industria de fabricación de aspectos, propalado por publicistas, terapeutas, diseñadores de moda y la industria cultural en general, son los cuerpos “artificiales”, los cuerpos de la legitimidad; y,
por otra parte, la presencia del cuerpo desgarrado, destruido por la guerra, el cuerpo arrasado, el cuerpo en los límites, el cuerpo autoconsumido en las novedosas formas de los trastornos alimentarios, el cuerpo con las huellas que dejan las enfermedades emblemáticas de nuestra época ( recuérdese las imágenes sobre el SIDA en la publicidad de Benetton), el cuerpo mutilado Es posible afirmar que los medios audiovisuales han potenciado y han expresado acabadamente la colisión entre dos elementos de una dualidad que no es específica de nuestra época: la oposición entre lo bello y lo monstruoso en el dominio de lo corporal. En los dos casos de la serie mencionada, en el tratamiento de lo corporal en el sentido de la belleza o en el sentido de la degradación, la imagen que construye la cultura mediática es la presentación de cuerpos fracturados, por lo cual pareciera que la imposibilidad de concebir la totalidad –que fue el sueño perdido en la modernidad- nunca ha encontrado una expresión más adecuada en la lectura que la cámara hace de los cuerpos. Cada fragmento del cuerpo, cada músculo, cada zona erótica debe ser aislada, como en una minuciosa actividad analítica o quirúrgica. El cuerpo –y la publicidad lo ha entendido muy bien- es considerado como un “objeto” desarticulable, como un rompecabezas (el proceso industrial de la fotografía comercial apela al mecanismo de sustitución y ensamblado: se recurre a un repertorio de partes incorpóreas a fin de construir la apariencia de la
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integridad, lo cual pone de manifiesto su distancia con la experiencia real), cuerpos desmontables en múltiples piezas donde ciertas partes tienen un valor especial (sólo esas partes jerarquizan el “todo”) y pueden ser sometidas –en una cuidadosa operación de disección- a cuidados, manipulaciones, correcciones. Ello es fácilmente evocable en el trabajo de escultor realizado por la moda del body-builder, que trabaja y desarrolla por separado cada uno de los músculos o la cirugía plástica que hace lo propio con otros medios. La otra forma de fracturar los cuerpos que tiene la imagen, no nace de la operación de montaje o ensamblado como la citada, sino por el contrario se trata de la marginación del acople, de la focalización detenida del detalle exacerbado para el ojo ávido del voyeur que atentamente asiste a la violencia espectacular del cine de terror, la novedosa carnalidad de la noción visual de robot (con la máxima expresión en la figura acerada de Arnold Schwarzeneger y fundamentalmente, en las múltiples expresiones que categorizar las formas de lo monstruoso, figuras que revelan de manera privilegiada que el cuerpo es a principios de siglo también el sitio de la violencia y la mutaciones (médicas, deportivas, etc.). Quizás nadie como el cineasta canadiense David Cronenberg ha situado como acontecimiento central del relato cinematográfico –como lo hace en “La mosca”- la descomposición y caída del cuerpo, la degradación de lo humano, la degradación de la carne, pero con un tratamiento visual en el cual no quedan dudas en que la calidad de lo monstruoso no reside, en última instancia, en lo humano o animal, sino en la mutación de la imagen, de la imagen del cuerpo. Nuestra cultura contemporánea no en vano ha grabado en el imaginario que se trata primordialmente de la cultura de la imagen del cuerpo. Dos visiones y percepciones diferentes de la corporalidad: como la parte maldita de la condición humana que la técnica y la ciencia intentan reciclar para liberar al hombre de su incómodo arraigo carnal y, al mismo tiempo, como la tragedia de la mutación irreversible de la carnalidad; y, por otra parte, como el camino de la salvación por medio del cuerpo, a través de lo que este experimenta de su apariencia, de la búsqueda de la mejor seducción posible y de la obsesión por la forma. Paradojas de nuestras sociedades mediáticas donde lo visual se expande y aumenta su incidencia en los procesos cognitivos, donde se alimenta la cultura de los cuerpos construidos para la mirada del otro (a propósito de ello anexo a continuación dos breves artículos de mi autoría referidos a la temática y que fueron publicados en la Revista Viva), y al mismo tiempo se expulsa a los márgenes de la sociedad a cuerpos imposibilitados de reconocerse en su propia imagen. La ética del espejo En las últimas décadas se han intensificado formas inéditas de socialización que adoptan al cuerpo como eje convocante. Pareciera ser que en tiempos de extrema disgregación social, cuando ciertos valores y certezas han desaparecido, el cuerpo es lo que queda, algo de que aferrarse frente a tanta incertidumbre. De allí, que a través del cuerpo se expresen en parte las
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sensibilidades, angustias y deseos de la cultura contemporánea. En ese orden se inscribe la tenencia de los cuerpos esculturizados de los últimos tiempos. Cuerpos que se muestran como objetos del placer y sin embargo, lo son del sacrificio, la abnegación, de la autodisciplina obsesiva, de la proporcionalidad muscular. Anatomías que brillan en las superficies envaselinadas de su falsedad, cuerpos hiperreales que acaban siendo no una simulación sino una parodia efébica. En tiempos donde ciertos valores de la masculinidad están ciertamente jaqueados, no sorprende el disfraz que adoptan aquellos hombres que quieren sentirse y parecer poderosos: la exacerbada apariencia de lo que la cultura reconoce como viril. Son cuerpos de las clases medias urbanas que se reflejan en las campañas exhortatorias de la publicidad y se inscriben en el territorio de la salud y la naturaleza, aunque son construidos afanosamente en la liturgia puritana de los gimnasios cerrados. La ética del espejo nos habla de corporalidades que se pueden leer como una repuritanización de las conductas, como anatomías del orden, de una hedonismo posmoderno maquillado como subvertor pero plenamente normalizado.
El culto del mironismo La llamada nueva cultura somática no es sino la traducción de ciertas tendencias actuales donde el protagonismo del cuerpo es la síntesis y expresión de ciertas expectativas y sensibilidades de la sociedad contemporánea, pero también de sus temores y angustias. En ese sentido, el exhibicionismo mercantilizado de los shows de desnudez masculina es una nueva vuelta de tuerca de la inversión del cuerpo como valor de cambio en el contexto de una sociedad regida por la moral del mercado, en el marco de la hiperdesocupación y de la movilidad social descendente. Si vivimos en la sociedad del espectáculo, esto es, el reinado de una sociedad mirona por excelencia, con la deprivación de la experiencia de lo concreto que ello implica, el culto del voyeurismo podría hablarnos de líneas de fuerza epocales que, tras la huella en la memoria de los cuerpos en consunción por las plagas postmodernas (el sida en especial), promueven que los cuerpos ya no se oculten, aunque si que se les tema. El espectáculo de la desnudez de clones de supermarchos, en una primera lectura, en aquello que tendría de subvertor, pareciera indicar que las mujeres han accedido a la posibilidad de “objetivar” a los hombres, de considerarlos como objetos placenteros, volviendo caduca la tradicional diferencia de género entre erotismo visual y erotismo emocional. Pero más allá de lo controversial de estas consideraciones, sí es importante destacar que estos acontecimientos que
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viabilizan y dan soporte al mironismo femenino, van en la dirección de prácticas y retóricas culturales que acentúan las distancias de los cuerpos. Tanto en el caso que nos ocupa, como en las líneas eróticas telefónicas, en el amor mediado por una pantalla, en el voyeurismo del peeshow donde se paga por ver a través de un vidrio el despliegue de la carnalidad de otros, en las múltiples formas de la seducción que conlleva “el mírame pero no me toques”, en todo ello, el peligro está exorcizado. En el caso de los strippers, el cuerpo es sólo simulación, cuerpo-máscara, cuerpo fetiche, cuerpo sólo preparado como mercancía para el deseo del cliente, cuerpo espectáculo y, por lo tanto, cuerpo distanciado. En este simulacro de una nueva economía erótica femenina, con mujeres que desean objetos, y hombres que desean ser objetos, tras esta pátina de trasgresión light, el “como sí...” de una práctica de gratificación erótica trasuda un clima cultural donde la fisicidad de la experiencia se ha sustituido por su simple representación.
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