Dadle a una mujer el calzado apropiado y conquistará el mundo BETTE MIDLER

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Dadle a una mujer el calzado apropiado y conquistará el mundo BETTE MIDLER

LAS IMELDAS, AMIGAS A LAS QUE LES ENCANTAN LOS ZAPATOS

Establecer vínculos por medio de los zapatos Sólo existen dos clases de mujeres en el mundo. Las que adoran los zapatos y las que tuvieron la desgracia de nacer sin la capacidad de experimentar la felicidad absoluta al encontrar un par de zapatos de salón del número adecuado, con un diseño perfecto y a mitad de precio. Hay una correlación directa: cuantos más zapatos posee una mujer, mejor persona resulta ser. Cuanto más se obsesiona con el calzado, más normal se vuelve. Aquellas de nosotras a las que nos gustan los zapatos somos unas personas felices, apasionadas y exuberantes. Siempre que nos encontramos, nos reconocemos las unas a las otras con nuestro saludo especial, el hola de las adictas a los zapatos: «¡Ooooh! –exclamamos–. ¡Qué zapatos más monos!». A las amigas con las que voy a comprar zapatos yo las denomino las Imeldas, en honor a la santa patrona del

El hola de las adictas a los zapatos: «¡Ooooh! ¡Qué zapatos más monos!».

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calzado, Imelda Marcos, con su colección de tres mil pares. No obstante, decir simplemente «ir a comprar» es quedarse corto. Ir a comprar implica una tarea eficiente completada, una rápida transacción comercial, un mero intercambio de dinero por artículos. Lo que nosotras hacemos es una especie de meditación en movimiento con un monólogo interior superpuesto, una especie de multitarea de establecer vínculos. Tiempo de calidad. Reconocemos el terreno en nuestras tiendas favoritas, nos ponemos al día con las novedades de cada una, tanteamos nuestras opiniones y continuamos con nuestra búsqueda personal del tacón que tenga la perfecta proporción comodidad-elegancia, y todo ello al mismo tiempo. Deambulamos libremente, deteniéndonos siempre que un zapato nos llama la atención, explorando todos los placeres que cada zapatería nos ofrece. Todos nuestros sentidos satisfechos: toqueteamos sandalias sin talón de tafetán, inhalamos la fragancia del cuero nuevo, probamos unos tacones de aguja de diez centímetros y chismorreamos escandalosamente. No se trata sólo de ir de compras. También es algo relajante, estimulante y productivo; un pasatiempo, una necesidad y un placer, todo en uno. Y comprar à deux es práctico. Te metes en un par de botas de reptil acordonadas de caña corta y te pruebas una personalidad completamente nueva. Pero ¿serás capaz de vivir con

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ella? ¿Se trata de un deseo verdadero o no es más que la miopía de las víctimas de la moda? Una Imelda te lo dirá. O te enamoras de un par de zapatos de puntera vega, pero no estás del todo segura de poder conseguir el estilo que marcan... Una opinión tendenciosa se encuentra de pie, a tu lado, en el espejo de cuerpo entero. En el sistema de camaradería hay concesión de poderes. Si has perdido todo sentido de la perspectiva cuando se trata de unos zapatos con tacón cuña y puntera abierta, una Imelda te ayudará a decir que no. Y no hay como una Imelda para una racionalización rápida, eficiente e instantánea: «La verdad es que, a la postre, te ahorras dinero. Los llevarás siempre. Van bien con todo. Definitivamente necesitas los dos pares». Cuando vas a comprar con una Imelda te aprovechas de años de vital experiencia en calzado («Yo tenía un par de zapatos planos de gamuza color seta como éstos. Fueron el error más grande de toda mi vida. El primer día que me los puse se me estropearon con las gotitas del ambientador»). Aprendes que las sandalias sin talón no están hechas para trayectos de más de dos manzanas, que los zapatos de salón teñidos de azul marino te pueden dejar los dedos amoratados y que en algunas zapaterías permitirán que devuelvas, intactos y sin roces, tus errores. A veces a alguna de nosotras nos invade un poderoso impulso de gastar un montón de dinero que en realidad no

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tenemos. Si mis tarjetas de crédito han sobrepasado el límite («¡Hoy no dejes que me compre nada!»), mirar zapatos es una forma de pasearse por los centros comerciales sin resultar herida. Puedo confiar en que una Imelda me disuadirá de una atracción fatal. En ocasiones, cuando estamos con el ánimo por los suelos, miramos zapatos para aliviar el dolor de un corazón roto y, en general, nos contentamos con andar y hablar, aunque a veces hacemos algunas compras Prozac –betún Kiwi, hormas– para devolver el ritmo normal a las cosas. Hay veces en que vamos a tiendas de saldos, despilfarradoras sumidas en la pobreza, y adquirimos múltiples pares de sandalias de plástico de vivos colores. Comprar demasiado y demasiado barato es el equivalente comercial de ponerse demasiado azúcar en el café. Gastamos dinero, nos ponemos tontas y excitables: es más catártico que el chocolate. Algunas veces somos tres. Recorremos los grandes almacenes, un enredo de chicas que hablan todas a la vez, atraídas por cualquier cosa brillante y colorida. Nos vemos arrebatadas por los zapatos de diseño exclusivo, reafirmamos nuestro gusto por las tiras ultrafinas, chillamos ante un forro de satén rojo, arrancamos un par de zapatos de su pedestal y les damos la vuelta para comprobar su pedigrí, nos abrimos camino, guiadas por algún infalible radar inte-

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rior, hacia los estantes de las ofertas o pasamos instantáneamente a un estado de alerta máxima en busca de nuestro número en concreto. Nos pasamos la mañana asegurando que no necesitamos descanso, comida, ni agua, sólo zapatos, hasta que nos sentimos todas hambrientas al mismo tiempo y nos decimos que el almuerzo nos ofrecerá la oportunidad de decidir si las botas hasta los muslos de pitón color rosa son uno de esos pares «tengo que tenerlos» sin los cuales no podemos vivir, o si, ahora que lo pensamos, lo que de verdad, lo que realmente nos hace falta son los botines estilo elfo en piel de leopardo. Estamos de acuerdo en que los zapatos son la manera más satisfactoria de gastar dinero: son más gratificadoramente públicos que la lencería, son más grandes y se pueden lucir más que las joyas, son más agradables y acogedores que el frío metal de la tecnología. Los zapatos no son simples accesorios. Son el sentido de la vida.

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