De amor, magia y angustia : ensayos sobre literatura centroamericana

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Giuseppe Bellini

De amor, magia y angustia : ensayos sobre literatura centroamericana

Índice

A manera de prólogo Significado y permanencia de Rubén Darío José Coronel Urtecho: entre la magia y la angustia Pablo Antonio Cuadra: mitos y realidades de la tierra prometida «Pedro Arnáez»: la vida como problema Invención y moralidad en «Mulata de tal» «Viernes de dolores» o el infierno en la tierra Tres momentos quevedescos en la obra de Miguel Ángel Asturias Asturias y el conflicto de la expresión: un documento inédito 5

A manera de prólogo Reúno aquí algunos ensayos, de varía extensión, dedicados, en diversas ocasiones, a textos y autores de la literatura centroamericana, a partir de Rubén Darío. Poco conocida y estudiada durante mucho tiempo, la producción literaria de Centroamérica ha ido despertando en años todavía bastante recientes un creciente interés, debido, probablemente, al prestigio de Miguel Ángel Asturias, y a la actividad de incansables pionieros entusiastas, como Franco Cerutti, a quien le debe, por ejemplo, Nicaragua, no solamente la difusión en Europa de sus máximos poetas contemporáneos, sino al rescate de toda su literatura del siglo XIX, y Costa Rica el conocimiento de sus mayores expresiones artísticas. Personalmente, las iniciativas de Cerutti han favorecido también mi acceso más atento a la literatura de los países centroamericanos, contactos provechosos con poetas y narradores, que han aumentado mi interés hacia la producción literaria de Centroamérica. Anteriormente, la larga amistad con Asturias había puesto las bases para mayores conocimientos de la realidad cultural centroamericana. Sucesivamente, en Costa Rica, una figura extraordinaria humanamente como José Marín Cañas me animó a escribir sobre su narrativa. Grandes deudas tengo también con Pablo Antonio Cuadra, José Coronel Urtecho, Ernesto Cardenal y David Escobar Galindo. Así, pues, desde un inevitable Rubén Darío, he ido interesándome a la obra de varios autores, aunque 6 Asturias, de todos, queda el que más he tratado y sigo tratando. Lo cual explica su presencia preponderante en estas páginas, que reúno no tanto para «atesorarlas», siendo todo prescindible, como para alentar a ulteriores estudios. Las dedico a los amigos mencionados, especialmente a Franco Cerutti y al recuerdo de don José Marín Cañas y Miguel Ángel Asturias.

7 Significado y permanencia de Rubén Darío En la conocida charla de 1934 al alimón entre Federico García Lorca y Pablo Neruda sobre tema de Rubén Darío, el poeta chileno expresaba en palabras eficaces el particular significado que tenía para él el poeta nicaragüense, diciendo: «Merece su nombre rojo recordarlo en sus direcciones esenciales incandescentes, su descenso a los hospitales del infierno, su subida a los castillos de la fama, sus atributos de poeta grande, desde entonces y para siempre e imprescindible»1. La categoría de maestro que en la misma charla Lorca le reconocía a Darío2 en nombre de una generación que empezaba en Valle Inclán y Juan Ramón Jiménez y llegaba hasta él mismo, es un dato concreto ya, como lo es el significado revolucionario de la poesía de Darío dentro del ámbito de toda la expresión poética de España y de América. Neruda, sin embargo, cavaba más hondo, con sus palabras, en la humanidad del poeta, en cuya existencia

veía manifestarse la nota dramática de la vida. En Darío, Neruda veía al gran poeta y en este sentido sobre todo al hombre, con sus altibajos, su incapacidad radical de imponerse al curso de las cosas, sus ilusiones y desilusiones, sus éxitos extraordinarios y sus fracasos. 8 A distancia de tiempo son estos elementos del Darío humano los que más se imponen a la sensibilidad del lector, rescatando la obra del poeta de toda nota exterior. Su figura de niño prodigio, de hombre «raro», sus experiencias de paraísos artificiales, su gusto por lo erótico, sólo interesan como documento de una época literaria, sin alcanzar nuestra sensibilidad, como algo que pertenece a un pasado ya cristalizado. La lectura de Darío es sólo posible hoy si atendemos a la sinceridad de sus poemas y al significado que tienen como documento humano. Nadie pone en duda, por supuesto, el valor del modernismo3, lo que el verso de Darío significa dentro de la poesía castellana desde el punto de vista de las innovaciones formales, y su significado estético. Sin embargo, hoy sólo es posible pensar en Darío poeta de valor permanente atendiendo a su nota humana. La época artística más valedera de Rubén Darío inicia y concluye en tres libros: Azul, Prosas profanas y Cantos de vida y esperanza4. La producción poética sucesiva a los Cantos, incluso el Canto a la Argentina, está ligada íntimamente 9 al último de los tres libros mencionados. Lo que escribe después es escasamente determinante en un juicio de fondo sobre su obra poética. Hay que admitir en algunos poemas cualidades artísticas no indiferentes, pero en la mayoría de ellos el poeta se sobrevive a sí mismo -lo ha notado acertadamente Anderson Imbert5-, sin que esto quiera decir que se pueda fácilmente prescindir de libros como El canto errante y Poema del otoño, donde Darío repite la nota de su cansancio, en un documento de hondo valor humano, dominado por un clima de añoranza, de renuncia, entre chispazos improvisos de antiguas hogueras, anhelos y deseos sensuales que se presentan patéticos en la falta transparente de toda ilusión. En Azul Darío es el poeta nuevo y deslumbrante que irrumpe en la poesía hispanoamericana con su vitalidad y sus innovaciones. La parte en prosa del libro revela más que la poesía su novedad; se trata de una búsqueda de perfección formal fundada en la gracia, la levedad, la sugestión sensorial, en cuyos orígenes está la prosa artística francesa, Gauthier, Flaubert, los Goncourt, Loti, Mendos sobre todo, pero que Darío recrea originalmente con su sensibilidad, renovando en una pluralidad de sugestiones toda la expresión castellana6. 10 En la poesía de Azul el modernismo aparece menos declarado. Darío sigue ligado a los metros tradicionales, romance, silva, soneto, pero acentúa la musicalidad del verso, la mesura de la composición, mientras su espiritualidad se manifiesta en un pronunciado panteísmo, documentado eficazmente por los poemas reunidos en El año lírico. La novedad que la poesía de Darío presenta en el ámbito castellano es ya visible en Azul, libro en que se manifiesta también ese gusto por la erudición y la mitología que dominará en Prosas profanas. La validez de Azul está en todos estos elementos y en el sutil erotismo con que el poeta da vida a un

deslumbrante mundo mitológico. La pompa colorista no es todavía orgía; hay en Azul una nota reflexiva que se abre paso a través de tanto goce de vivir. Presencia constante en Darío, esta nota va siempre a establecer el perturbado equilibrio entre la euforia vital y la conciencia del límite. Es un sentimiento profundo que se expresa en sincera melancolía y amplía enormemente la dimensión espiritual de la poesía dariana. Azul es un libro de amor, pero ya este amor se manifiesta 11 en añoranza triste, así en Estival como en Invierno; el delirio sensual que claramente anuncia al cantor de Prosas profanas está empapado en notas de melancolía, que no son por nada moda superficial, restos de un romanticismo exterior; al contrario, anuncian ya al poeta experimentado, íntimamente desilusionado, de Cantos de vida y esperanza. Darío ve a la mujer como expresión de una primavera eterna -lo expresa en «Pensamiento de otoño»-, pero se le impone por encima de todo la brevedad del tiempo, la conciencia de que todo sentimiento acaba en una sima triste, el recuerdo, «que languidece en lo inmenso / del azul por do vaga». El carácter reflexivo de la poesía de Rubén Darío se manifiesta por encima de todo elemento exterior. Una lectura apresurada de sus versos, hoy, frente a la extraordinaria algarabía de colores y sensaciones, puede desatender su hondura. Cuando comúnmente pensamos en Darío cantor del amor, la primera imagen que se nos presenta es la de un hombre sensual, perdido en su exotismo. Muy al contrario: Darío es un poeta preocupado, cuyo deseo amoroso va hacia una criatura irrealizable, intensamente soñada y deseada. La intensidad del deseo lleva al poeta a regodearse en la recreación de los elementos exteriores del amor, sin creer ya en él. Así que en su poesía se impone un desaliento que transforma en amargura el himno a Eros, un pesimismo radical, expresión de «aquel sabor amargo que brota del centro mismo de todo deleite» de que habló Juan Valera7, resucitando el lucreciano verso, «medio de frute leporum / Surgit amari aliquid, quod in ipsis floribus angat». En «Venus» esta amargura 12 es más transparente y el deseo amoroso del poeta se purifica en la conciencia del límite. Los poemas que Darío añade a la segunda edición de Azul confirman su vocación americana, ya manifiesta en el Canto épico a las glorias de Chile, pero no añaden nada extraordinario al libro, cuyo valor queda cifrado en los poemas y las prosas de la primera edición; por estos poemas y estas prosas Darío adquiere el significado de uno de los máximos innovadores de la poesía castellana, comparable en importancia, según acertadamente escribió Marasso8, a Boscán, a Garcilaso, a Góngora. La categoría y la originalidad de Rubén Darío se amplían en Prosas 13 profanas, donde su modernismo particular alcanza máximo resplandor. La orgía colorista, musical y erótica se encaja perfectamente dentro de una interpretación panteísta del universo, a la que aporta su contribución el mito, la erudición clásica. En Prosas profanas el modernismo canta su «misa rosada», para emplear palabras del mismo poeta9, en una contaminación significativa de sagrado y profano, de pureza y pecado, sin que ello determine desequilibrio, en una perfección formal que, si procede en gran parte del Parnasse, también le debe mucho a la tradición española. Por la serie de innovaciones métricas -que van, como se sabe, del alejandrino francés moderno, al novenario, a una acentuación original del

endecasílabo, a combinaciones estróficas desacostumbradas, a las formas primitivas de versificación de los Cancioneros-, el modernismo expresado por Darío en Prosas profanas alcanza el mismo significado, para la poesía castellana, que el italianismo del Renacimiento. En Prosas profanas hay, además, una nueva sustancia poética, que vivifiva las innovaciones técnicas, revelando un mundo insospechado en su riqueza, no solamente de orden artístico, sino también de orden espiritual; un mundo mesuradamente melancólico y desilusionado. La tendencia estetizante domina, naturalmente, Prosas profanas, manifestándose a través de un gusto refinado por la pintura, la música y la mitología. La contaminación entre sagrado y profano da lugar a ese decorativismo religioso tan simbolista y decadente10, que responde, sin embargo, a una necesidad sincera de dignificación de la carne, expresión, en realidad, de una lucha constante entre anhelos de pureza y la atracción del pecado. A la misma necesidad de dignificación responde ese filtrar el elemento sensual a través del recuerdo del mundo griego y la Francia del Setecientos, en una síntesis de acentuado erotismo. Pero el mundo griego encuentra correspondencia en Darío sólo mediado por la sensibilidad francesa. Darío lo expresa claramente en «Divagación», donde su sueño múltiple de amor es revelación al mismo tiempo de una insatisfacción radical de más hondo significado. En «Divagación», y especialmente en el «Coloquio de los Centauros», se manifiesta en toda su extensión el panteísmo del poeta. La naturaleza encuentra resonancias cada vez más hondas en él, despierta vibraciones íntimas que llevan 14 siempre a notas reflexivas. En el «Coloquio» la experiencia erótica y espiritual de Darío confluye hacia una visión preocupada de la vida»11. La mitología es ella misma fuente de reflexiones y no sorprende que el poeta perciba, junto con el «terrible misterio de las cosas», la necesidad de la verdad para la «triste» raza humana, la vida oculta de lo que existe, el aspecto humano y divino de las criaturas, el tormento fatal del Enigma, el dominio de Venus divina y perversa, la presencia fría de la Muerte. Son acentos que encontramos especialmente en Las ánforas de Epicuro, que Darío añadió en 1901 a Prosas profanas, al momento de su segunda edición; son poemas que, como «La espiga», «Ama tu ritmo...», «Yo persigo una forma», manifiestan hondas preocupaciones espirituales. La segunda edición del libro tiene, por consiguiente, un particular significado: en ella no encontramos tan sólo al poeta exquisito, cultor refinado de la forma, por ello empequeñecido, según decía Rodó, en su contenido humano y en su universalidad, sino al hombre Darío en toda su dimensión espiritual, demostración de cuánta carne viva había bajo lo que algunos interpretaban como mármol. En Prosas profanas el poeta celebra la misa rosada de su juventud, como él mismo escribió12, cincela las iniciales de su breviario viendo pasar, a través de las vidrieras, las batallas de la vida, pero sin reír tanto de ellas como pretende. Su viejo «clavicordio pompadour» no queda insensible 15 al ritmo de la vida interior, ni el «eterno incensario de carne» lo embriaga únicamente de su perfume. La poesía primaveral de Prosas profanas encierra más de un germen otoñal destinado a manifestarse en forma más visible en Cantos de vida y esperanza. El recuerdo «en sueños» del oro, la seda y el mármol de la corte de Heliogábalo no ha podido

ocultar en el poeta las solicitaciones de una vida interior más seria. Existe, pues, unidad de desarrollo entre Prosas profanas y Cantos de vida y esperanza, una unidad de sustancia artística y de fondo espiritual. El mismo Darío escribió que muchas de las palabras y conceptos expresados en su introducción a Prosas profanas se podían repetir íntegros. Su respeto hacia la aristocracia del pensamiento, la nobleza del arte, no han cambiado, como no ha cambiado su horror por lo mediocre, la «mulatez» intelectual y la «chatura» estética, que entiende posibles de corrección únicamente mediante una razonada indiferencia13. Los años no pasan inútilmente y traen mayor reflexión, una necesidad más rigurosa de seriedad poética. La primavera deslumbrante de Prosas profanas se transforma en los Cantos en «esencia y savia» del otoño14, del otoño del mismo Darío. En este clima el poeta renuncia a la brillantez de las formas, su característica anterior, y crea un mundo de expresión más compleja, que responde a la superación de hondas dificultades, en busca de sencillez y mesura para expresar 16 una materia más recogida, más preocupada, fundada en experiencias directas. En los Cantos Darío manifiesta una filosofía personal de la vida, no empapada de pesimismo, sino penetrada de resignación, cuando no dirigida hacia un ideal más alto, la reconstrucción de la comunidad espiritual de los pueblos hispánicos. El poeta se nos presenta aquí como el hombre que, llegado a su plena madurez, en la hora del balance final ve desfilar ante sí las secuencias de su propia existencia, desde la triste niñez de miseria y la juventud densa de luchas, hasta la apoteosis de gloria. Por encima de todo orgullo por el camino recorrido Darío percibe la amargura de la ausencia de elementos espirituales más positivos, la falta de la fe y de ideales más altos. Se determina en él una crisis cuyo resultado es la vuelta a Dios y el canto del porvenir del mundo americano. En ambos casos no se trata de oportunismo: Dios le es necesario al poeta para reaccionar frente a la amargura de la vida, mientras en el canto del valor eterno de la espiritualidad hispánica encuentra el verdadero significado de su obra, que la rescata de la transitoriedad. El contacto con los escritores de la Generación del 98 puede haber tenido su influencia en esta nueva etapa de Darío, que en la «Salutación del optimista» canta su fe en las «ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda, / espíritus fraternos, luminosas almas», única defensa contra la amenaza del imperialismo que viene del norte. Frente a esta situación del mundo americano Dios es necesario al poeta como fuerza extrahumana contra las «férreas garras» que lo amenazan. A esto responde en el canto «A Roosevelt» la preconizada fusión del mundo hispano-católico en un bloque compacto. Darío es ya poeta netamente comprometido, poeta civil, pero se salva de la oratoria vacía expresando una preocupación 17 sincera por un problema que considera vital. La orientación americana es la que menos responde a la moda modernista, y sin embargo, es uno de los elementos anunciados ya por los iniciadores del movimiento y que a partir de Darío encuentra significativo desarrollo en toda la poesía hispanoamericana moderna. En los Cantos existen, naturalmente, poemas que se escapan a este tema y que presentan mayor continuidad y unidad con la poesía anterior, a pesar de que parecen considerarla, y sinceramente, lejana. En el poema que encabeza el libro Darío recuerda un tiempo que considera acabado para

siempre. Pero perdura en él, a pesar de todo, una dramática sed de «ilusiones infinitas». Con insistencia penetra hasta en los cantos de fe el símbolo erótico del cisne, el recuerdo sensual de Leda. La continuidad con la poesía de Prosas profanas no podría ser más evidente, como en el soneto tercero de «Los Cisnes» y en el poema cuarto. Darío celebra en Leda, con el antiguo deseo, la aventura celeste, y parece volver al pasado olvidando su nueva orientación, revelando una vez más la sinceridad del poeta, en lucha todavía, y más encarnizadamente si es posible, con la carne. En «Carne, celeste carne...» Darío celebra con entusiasmo embriagado de deseo la «celeste carne de la mujer», que es «ambrosía», «maravilla», y lo hace porque siente en el amor el reactivo más fuerte contra la tristeza de la vida, que se le presenta «tan doliente y tan corta». Todo es anuncio, en realidad, de ese otoño que se manifiesta completo en «Yo soy aquél...», y especialmente en la «Canción de otoño en primavera», poema tan penetrado de música, de tristeza, de humanidad sincera. Darío canta en este poema el fin de todas sus ilusiones, con el temprano deshojarse de la juventud. Sin embargo, él tiene la conciencia de que las ilusiones son lentas 18 a morir y que no vale saber que los sueños son imposibles de realizar, porque no pierden nunca su sugestión: En vano busqué a la princesa que estaba triste de esperar. La vida es dura. Amarga y pesa. ¡Ya no hay princesas que cantar! Mas a pesar del tiempo terco mi sed de amor no tiene fin: con el cabello gris me acerco a los rosales del jardín...

Cuando, más adelante, se le abre al poeta en todo su dramatismo el vacío de la existencia, «la miseria de toda lucha por lo infinito», como se expresa en «Oh, miseria...», la dimensión espiritual de Rubén Darío se amplía en su nota humana al canto de temas eternos como la poesía, sobre los que se ha ido construyendo la espiritualidad del mundo. Nacen así los «Nocturnos», el que empieza con el verso Quiero expresar mi angustia..., canto de renuncia total a las ilusiones, y el famoso Los que auscultasteis el corazón de la noche, más preocupado y resignado al mismo tiempo, frente a la consideración amarga de la eterna ilusión del sueño, expresión de nostalgias tristes por un pasado desperdiciado inútilmente y un futuro que ya no tiene posibilidad de realización. En el momento de la caída de las ilusiones la sensibilidad del poeta se afina y le permite alcanzar ese recóndito latido del universo buscado por tanto tiempo: «... siento como un eco del corazón del mundo / que penetra y conmueve mi propio corazón». Si consideramos todos estos motivos, Cantos de vida y esperanza, si por un lado representa un momento de superación 19 de un estado de

desengaño, por el otro es fundamentalmente producto de un otoño espiritual entendido como edad propicia a la reflexión, matizado de honda melancolía15. El mismo americanismo del poeta, sincero y sufrido, se entiende nos proporciona esta nota y la de una extraordinaria seriedad. La conciencia del fracaso de toda una vida conduce Darío a esta acentuada seriedad de temas. El canto errante y Poema del otoño y otros poemas continúan en esta dirección el canto del poeta, destacando la nota íntima, personal, y la nota civil y comprometida. Los dos libros, sin embargo, nada nos ofrecen que no haya aparecido ya, y en forma artísticamente más valedera, en las publicaciones anteriores, si exceptuamos composiciones de amplio aliento americano, como «Momotombo , la Salutaci al Águila», la honda interpretación de una América indígena remota en «Tutecotzimí», o la Oda a Mitre, con su comienzo majestuoso. En El canto errante vuelve a asomar, además, frecuentemente, un chispazo de erotismo visible por ejemplo en «La hembra del pavo real», pero domina esencialmente una nota más preocupada; podemos verlo en el poema «Versos de otoño», donde Darío canta lo pasajero del amor, el deshojarse de las rosas de la primavera; lo confirman, en «Nocturno», la percepción de un silencio en que el alma se pierde, la invocación a Dios en «Sum, la visión de la sima de sus desgracias en «¡Eheu!», mientras en la «Epístola», dedicada a la esposa de Lugones, Darío manifiesta «un ansia de tiempo que de mi pluma fluye». Frente a tanta 20 conciencia de la vanidad de las cosas sorprende más, y adquiere una nota patética, la inútil obstinación con que el poeta persigue a las sombras del pasado, como en la «Balada en honor de las musas de carne y hueso». Poema del otoño y otros poemas acentúa este sentido falso de la realidad: el poeta busca todavía ilusiones en el amor, teniendo como única realidad frente a sí a la muerte. En la primera composición, «Poema del otoño», la fuerza y el calor de la vida que Darío afirma poseer se vacía de significado ante la conciencia de que la meta última es la muerte: «¡Vamos al reino de la Muerte / por el camino del Amor!». Frente a poemas como éste tenemos la impresión violenta de que el poeta intenta sobreponerse a sí mismo, salir de su situación desengañada buscando rumores lejanos en los que, a pesar de todo, no cree. El clima verdadero de esta estación de Darío es el de la «Canción otoñal», el de la «tarde melancólica» que «solloza sobre el mar», o el de la amarga constatación de la brevedad de la vida, expresada en «El clavicordio de la abuela». El Canto a la Argentina es el último poema que rescata a Darío del olvido. El encuentra la fe que ha perdido en sí en el canto del porvenir luminoso de la gran Argentina, de la que admira, en un crisol de razas, el fervor de trabajo proyectado hacia el futuro, en un clima encendido de libertad. La erudición histórica y mitológica le sirve al poeta, en esta composición, para dignificar a un mundo y a un pueblo que él asciende a significado de símbolo en la América Hispana. Choca, sin embargo, a estas alturas, la vuelta a elementos del pasado, y más la retórica de las referencias históricas, que se remontan hasta los romanos. Los demás poemas del último libro de Darío repiten el eco de la tumba, y más sorprende y choca ese «De morir tenemos» 21 , el «¡Requiescat in pace!», de «La Cartuja», con la vuelta improvisa a la atmósfera francesa,

tan superficial, del «Pequeño poema de carnaval», donde asumen, por contraste con la realidad del poeta, trágico significado los versos finales:

Sepa la primavera que mi alma es compañera del sol que ella venera y del supremo Pan.

Y que si Apolo ardiente la llama, de repente, contestará: ¡Presente, mi Capitán!

La decadencia inevitable de Darío, a pesar de momentos valederos artísticamente, se nos presenta así bajo un aspecto hondamente humano. Resiste en él el versificador habilísimo, el músico refinado, pero su creación se hace fragmentaria, pierde vigor, sigue ecos del pasado, en una ilusión ya muerta antes de nacer, dándonos la pálida sombra del gran poeta que se manifestó en Azul, Prosas profanas y Cantos de vida y esperanza, y que, a pesar de muchas fangosidades, ha sabido dar a la poesía castellana nueva vida, comienzo luminoso de un nuevo florecimiento. En ningún momento le ha faltado a Rubén Darío la nota de sincera humanidad que hemos ido destacando. Es esta nota que, por encima de todo mérito artístico, llamaba la atención de Pablo Neruda al pronunciar las palabras citadas al comienzo de este ensayo. No hay quien no vea cuánta afinidad existe, en este sentido, entre el poeta chileno y Darío: 22 su amor a la naturaleza, su panteísmo, la importancia del elemento amoroso, la misma concepción trágica de la vida, iguales grandezas y miserias, la nota del mismo compromiso con el mundo americano, y una necesidad íntima de confesión autobiográfica en la poesía. Es precisamente la presencia constante del hombre en el artista que, como en el caso de Neruda, da a la poesía de Rubén Darío una vitalidad y una hondura que la salvan del desgaste del tiempo y del cambio de las modas literarias, haciendo de ella algo que repercute hondamente en la sensibilidad del lector16.

23 José Coronel Urtecho: entre la magia y la angustia Cuando pensamos en la poesía nicaragüense, junto con el gran nombre de Rubén Darío, se nos presenta el de una tríade que, a pesar de las diferencias generacionales, ha enaltecido singularmente la expresión

poética hispanoamericana. Junto con Pablo Antonio Cuadra y Ernesto Cardenal, José Coronel Urtecho cuenta en ella no solamente como el introductor en Nicaragua de las modalidades de vanguardia, sino como una de las más interesantes expresiones de la poesía de este país. No me detendré aquí en el examen de la actividad vanguardista del poeta, ni en el de su incansable labor de difusión de la poesía norteamericana, sino que me limitaré a subrayar el aspecto «mágico» de su poesía, que da un signo original a la expresión poética de Nicaragua. Ahora, cuando tan frecuente es hablar de «magia», con referencia especialmente, o casi exclusivamente, a la narrativa hispanoamericana, puede sorprender el hecho de que me atreva a aplicar este término, «mágico», a la poesía de Coronel Urtecho. El «realismo mágico» de la novela hispanoamericana tiene su correspondiente, en la poesía, en la «magia», que deja a un lado la pura protesta y en lugar de la denuncia escueta de la «condición americana» va, por caminos más íntimos, abriéndonos visiones singulares en torno a un mundo en el que -a lo menos para nosotros los europeos parecen repetirse las visiones maravillosas de Cristóbal Colón, o las «de encantamiento», que recuerda Bernal Díaz 24 del Castillo, al asomarse al valle de México, frente al espectáculo de la capital azteca, o, en obra de un gran autor americano de nuestro tiempo, Miguel Ángel Asturias, los paisajes verdes, de esplendor, fijados en El espejo de Lida Sal, pero ya presentes como «maravilla» en las Leyendas de Guatemala, y en toda la poesía del escritor guatemalteco, hasta el triunfo mítico -rito, pompa, color- de Clarivigilia Primaveral. Fundamentalmente, a partir de su rechazo -odioamor- de la gran sombra intrigante de Rubén Darío, y a pesar de los virtuosismos sucesivos de la vanguardia -con lo positivo que esta experiencia significa como depuración libertadora de una retórica empalagosa y muerta y como experimentación de nuevos caminos en la poesía- José Coronel Urtecho ha seguido cantando, en variedad singular de formas, un único mundo poético, con el que totalmente se identifica. Cuando traduce «Milagros», de Walt Whitman, el clímax del poema es ya algo suyo, personal, que él ve reflejado en la palabra del poeta norteamericano, para el cual la vida es «un permanente y renovado milagro», según se ha expresado un fino crítico y poeta, Ernesto Gutiérrez17. Como ya es propia de José Coronel la emoción con que Blaise Cendrars canta, en la primera parte de «Far West», que el poeta nicaragüense traduce, las riquezas naturales americanas, en abundancia maravillosa de ríos, valles, frutas, hortalizas, caza tropicales. Nos lo ha advertido el mismo Ernesto Gutiérrez, explicando el subtítulo «Imitaciones y traducciones» 25 , que Coronel Urtecho quiso aplicar a su obra poética -la que «hasta hoy él admite como Obra Poética»18-, que traducción y poesía original no tienen, en realidad, distinción para él: «dice que todos sus poemas han sido sugeridos por algún otro poema de algún otro poeta en alguna de sus innumerables lecturas, y que las traducciones son también parte de su obra, porque al hacerlas, esos poemas de otros poetas se han hecho nuevamente poemas, pero a su manera, o sea, que al hacerlo a su modo, de cierto modo, ha hecho suyos esos poemas»19.

Su misma espiritualidad cristiana, católica, se identifica con la religiosidad de Claudel, de Merton, de San Bernardo, a quienes traduce, con la visión bíblico-quevedesca de la destrucción de James Oppenheim, de quien José Coronel vierte al castellano «Un puñado de polvo»: «Porque el viento esparce por las colinas de la tierra el polvo de las marchitas generaciones, y no hay ni una gota de agua en el mar que no haya sido gota de sangre o lágrima, y no hay ni un átomo en la savia de una hoja o de un capullo que no haya sido savia de amor de un ser humano, y no hay terrón que no haya sido rosada curva de un labio, un pecho, una mejilla [...]»

La religiosidad de José Coronel Urtecho, su concepción cristiana del mundo, sus esperanzados acentos, así como sus más aterradoras consideraciones, llevan a la contemplación, 26 a la creación, o recreación, de un mundo «mágico», centro del interés del poeta. Y ello se realiza en dos planos, que terminan por completarse: la mitificación de una vida que se funda en los valores familiares, bastante cercana de la concepción de Juan Boscán, y la celebración de la naturaleza nicaragüense -y en sentido más amplio americana-, entendida como Edén milagroso que se perpetúa en el mundo actual como región privilegiada. Existe, en efecto, una parte de Nicaragua donde el poeta ve reflejarse un paraíso todavía operante. Es la que corresponde a «La Azucena», «Las Brisas», «El Almendro», «El Tule», «San Francisco del Río», «San Carlos»... La maravilla, la magia del mundo americano, se nos muestra en varias composiciones líricas -largos párrafos en prosa poética-, como «Febrero en La Azucena», a través de una enumeración pormenorizada de animales, peces, aves y naturaleza en flor: «Han florecido todos los árboles de flores. Los corteses están tupidos de flores amarillas y alzan sus copas en el sol haciendo alarde de su amarillo apasionado. Brillan, refulgen a lo lejos como las legendarias cúpulas de oro de las siete ciudades. Los robles están cuajados de crespas flores nacaradas. Laurel y sotacaballo perfuman todo el aire con la fragancia de sus blancos ramilletes. El capirote da flores de un blanco de espuma. El almendro de monte, moradas, el hombre-grande, rojas. Y la caoba lila. Han florecido los matorrales, las orillas de los caminos, las cercas, la humilde escoba da sus florecitas amarillas. Cuando ha soplado el viento el río se cubre de flores y hasta los criques arrastran pétalos. Vuelan abejas y mariposas. Han florecido las yedras y las enredaderas de la montaña. Amapolas. Veraneras.

Han florecido las orquídeas. Polen».

27 Un mundo mítico, que mantiene en el tiempo sus estrechos lazos con el pasado anterior a la Conquista, surge de estas descripciones, en las que, más que la rápida referencia a lo espejismos y devaneos de los primeros conquistadores y pobladores, en la mención de las «siete ciudades», es eficaz el clima suscitado por las repeticiones iniciales, de amplia sugestión, prometedoras de milagro. Se repite en ellas la atmósfera del Popol-Vuh, cuando «todo estaba en suspenso» y todo estaba a punto de realizarse: «Ahora es cuando salen a calentarse en los bancos de arena los lagartos [...] Ahora es cuando bajan las manadas de chanchos de monte de las montañas a los llanos para comer coquitos [...] Ahora es cuando los tigres siguiendo a las manadas de los chanchos amenazan a los ganados que también han bajado a los llanos [...] Ahora es cuando [...] Ahora es cuando [...] Ahora es cuando [...]»

Un tiempo mágico surge de los repetidos inicios sucesivos: «Es el tiempo [...] Es el tiempo [...] Es el tiempo [...]»

La fecundidad milagrosa del mundo americano se afirma. El universo se cubre de frutos, todo produce, sin que intervenga casi la mano del hombre. El paraíso terrenal establece sus contornos, en estas páginas de extraordinario lirismo con que José Coronel Urtecho celebra el mundo americano. Más tarde Miguel Ángel Asturias grabará la visión de 28 un «mundo de golosina», maravilla y resplandor, celebrando, en Maladrón, con la «elegía de los Andes verdes», la unicidad del mundo de América. La magia se repite, en la poesía de Coronel, en el poema «Ciudad Quesada», cuando celebra las praderas, valles, montañas, la diversidad de climas del Cantón, la abundancia de plantas acuáticas de las lagunas, los caños y los ríos donde «pueden pescarse con anzuelo o cogerse con redes o nasas toda clase de peces, como guapotes, bobos, roncadores, mojarras, pepe-machines y guavinas», las selvas «pobladas de árboles gigantescos, ceibas, madroños, cedros, paulinas, begonias, granadillas, platanillos y dalias. / Especialmente se menciona la caoba, como también el guayacán, el hule chiclero, el cocobolo y la vainilla», los «monstruosos helechos fosforescentes», aves y animales, igualmente mencionados con insistida meticulosidad.

El legendario sabor de la crónica, cuando empezaron las primeras descripciones del Nuevo Mundo, se impone con todo su halo mágico en este poema, como en el anterior, y asimismo en ciertos pasajes descriptivos de la «Pequeña biografía de mi mujer», donde en sentido hondamente cristiano José Coronel celebra el trabajo en los dones de la naturaleza, la recompensa al amor hacia ella, que su esposa profesa y enseña a sus hijos: Así les enseñaba mi mujer a mis hijos a amar al campo, la naturaleza, que con tal abundancia de dones paga, gracias a Dios, el trabajo del hombre en algunos lugares de América. Les enseñaba a amar la tierra, y a trabajarla, como ella. A ser como ella y a vivir como ella [...]

29 Es así como el mundo mágico va poblándose de seres humanos y al mismo tiempo míticos, entre los que destaca la esposa del poeta. Ya en los Sonetos de uso doméstico la había cantado José Coronel Urtecho cual centro ideal de su concepción de la vida, en la sencillez del amor seguramente compartido, laboriosa mujer y madre ejemplar: Libre ya del amor que aturde y ciega canto ahora a la dueña de mi casa, cuando atareada en sus quehaceres pasa, cuando rodeada de sus hijos llega.

De esta manera se expresa el poeta en «Mater amabilis», con acentos que nos recuerdan concretamente, y al mismo tiempo con originalidad, a Juan Boscán, en el canto de una dantesca Beatrice de dimensiones reales, caseras. Para José Coronel su esposa es la fuente de todo y el origen misterioso de ese clímax de «compañía y soledad» que caracteriza al mundo amado. Pero ya en «La cazadora» la sencillez del acento poético destaca mejor la originalidad de la concepción del cantor: la mujer se impone en su actitud de agreste Diana cazadora, de tamaño esencialmente humano y doméstico y, a pesar de ello, de grandeza mítica, que en «Rústica conjux» remata el cuadro de la vida campesina: ella espoleando al caballo «en la aurora», aventando «el ganado a la quesera», ordeñando, cuidando los terneros, prensando quesos, quemando potreros, haciendo trabajos de carpintería. La operosidad de la mujer participa y es fuente, al mismo tiempo, del milagro: Diosa campestre como Diana y Ceres,

así realizas todos tus quehaceres desde el principio hasta el final del día

30 En esta condición de fuente y centro de la vida del poeta, se explica el sentimiento de la ausencia que a veces lo atormenta. Si con ella se realiza, para José Coronel, la plenitud del mundo -«Contigo el mundo entero es nuestra casa», expresa en «Ausencia de la esposa»- , sin ella se acentúa la necesidad de su presencia física, porque la ausencia de la esposa introduce el desierto. También Neruda, en el LXV de los Cien sonetos de amor, cantó, de forma intensamente dramática, la angustia originada en él por la ausencia de Matilde, y en varios sonetos el significado positivo de su presencia y su dinamismo. La tersura clásica del verso de José Coronel Urtecho se impone, sin embargo, con singularidad de acentos. El amor nerudiano encierra un drama que en el poeta nicaragüense se resuelve en original compostura, acercándonos en esto también a las dimensiones mágicas y el lirismo que caracterizan al Cantar de los Cantares:

Vuelve a llenar de sol, calor y vida mi cuerpo que se ajusta a tu medida y mi alma que hace veces de la tuya;

Ven a calmar las ansias de mi pecho, y a llenar el vacío de tu lecho para que mane miel y leche fluya.

El mismo concepto desarrolla Coronel Urtecho en el «Soneto para invitar a María a volver a San Francisco del Río». Nótese la sugestión derivada de la insistida mención de los lugares geográficos en toda la poesía de este lírico. El tema clásico de la ausencia se desarrolla, en esta composición, con logrado alarde de habilidad conceptista y adquiere vida nueva a través de las muchas reminiscencias clásicas 31 de que rebosan sus versos, concluyendo con la afirmación de la función vital que encierra la presencia de la esposa: Ven, mi vida, a juntar vida con vida Para que vuelva a ser la vida que era Que la vida a la vida a la vida convida

Concluye el clima «doméstico» el poema finamente humorista «La Paloma», en el que los acentos clásicos, de ascendencia garcilasista, de la segunda parte, rematan la atmósfera mágica del mundo amado. Pero es en la «Pequeña biografía de mi mujer» donde se realiza completa la transformación mítica del personaje, no solamente a través del improviso comienzo deslumbrante -«Mi mujer era roja como una leona»-, sino debido a toda una serie de celebraciones de la esposa, «Maestra en toda clase de oficios», milagrosa en su operosidad, vital en su continuo movimiento, metida en la magia de un paisaje del cual es reina dominadora, con su «mirada verde de reflejos dorados», educadora de sus hijos al trabajo y al amor a la tierra. El ideal «doméstico» de vida familiar se exalta en su personalidad. Su identificación con la tierra es plena. A través de la mujer el poeta también encuentra sus raíces. Neruda mismo, en Los versos del Capitán, llegó a la identificación de la amada con la tierra: «y me incliné a tu boca para besar la tierra», escribe en el poema «En ti la tierra». En la poesía de José Coronel la estatura mítica de su mujer procede de la misma identificación: Mi mujer no comprende su vida sino es para esta tierra Es como si pensara que ella misma es la tierra en que ella y yo vivimos

32 De esta identificación del poeta con su mujer y con la tierra brota y se alimenta el amor. José Coronel Urtecho nos ofrece una original interpretación de este sentimiento en el poema, fusión perfecta con el paisaje encantado que los rodea: Amor es sólo amor y diariamente amor Amor es diariamente una canción de amor que siempre engendra otra canción de amor Amor es otra vez la primera pareja y el nuevo Paraíso del primer hombre y la primera mujer Amor es la pareja que se baña desnuda en algún crique de la selva y ve temblar el reflejo de sus cuerpos en el agua Amor, en ese tiempo, son las noches sin luna en el rancho de Calvo, el hulero, y los días de sol esperando la lluvia, y los días de lluvia riyando la madera a la cabeza de los riyeros Mi mujer trabajaba dondequiera que estaba.

El concepto del amor, que vuelve al estado de gracia de la primera pareja y al Paraíso de los orígenes, va estrechamente unido, en la concepción de Coronel, con el de la actividad, el trabajo, que su esposa siempre ha interpretado «como un acto de amor». De todo ello procede la grandeza mítica y a la par hondamente humana del personaje, del que el poeta destaca, al final del poema, la unicidad: Cuantos han trabajado con ella, cuantos la han visto en su trabajo, nunca la han olvidado Cuentan de ella y no acaban Dicen que no hay otra mujer como ella Una mujer extraordinaria Una mujer como inventada por un poeta Una mujer casada con un poeta Una mujer por eso mismo verdadera Una mujer verdadera mujer Una mujer sencillamente Una mujer»

33 El mundo «mágico» de José Coronel Urtecho se define completamente en la mitificación de su esposa y en la exaltación de la naturaleza nicaragüense. La poesía hispanoamericana afirma en sus versos una extraordinaria originalidad de acentos. ¡Cuan lejos estamos, en la concepción de la mujer-trabajadora, del erotismo cosquilloso de Rubén Darío! Y, sin embargo, ¡cuan cerca del gran poeta por el proceso de exaltación en mito de la mujer! Algo tiene la esposa cantada por José Coronel de esa Diana rubeniana, de relevada gracia, celebrada en «Primaveral» como «real, orgullosa y esbelta», si no «con su desnudez divina», sí «en su actitud cinegética». Y cuan cerca también por la magia del paisaje a la fina sensibilidad colorista con que Darío cantó la naturaleza, a partir de Azul. * * * Prologando la recopilación de la prosa de José Coronel20, Carlos Martínez Rivas pone al comienzo de su estudio introductivo tres epígrafes. Me interesa la sacada de un soneto de Darío dedicado a Cervantes: «Parla como un arroyo cristalino...»; porque bien se acuerda con la tersura de las páginas del escritor presentado, y también porque se puede aplicar muy bien a su poesía. Pero la tersura, el «arroyo cristalino», va arrastrando, escondidas en su fondo, una serie de preocupaciones existenciales, las mismas que, de forma siempre cambiante, han dado motivo a gran parte de la poesía contemporánea hispanoamericana: la angustia del transcurrir humano, el «cáncer del tiempo», de quevedesca memoria. Quevedo, en efecto, ha sido, en este sentido, el gran 34 maestro para muchos poetas de Hispanoamérica, desde Borges hasta Neruda, desde Carrera Andrade hasta

Octavio Paz. Sin embargo, no me atrevería a establecer en la poesía de José Coronel una línea de descendencia directa de Quevedo por el tema. Sus poetas preferidos, entiendo sus lecturas congeniales, son más bien Garcilaso, Fray Luis de León, Boscán y San Juan, y hasta Góngora. Pero en la magia que anima al mundo americano en la obra de este poeta nicaragüense, dentro de la aparentemente tranquila celebración de la «buena medianía», de un ideal de vida patriarcal de boscaniana memoria, el tema angustioso del tiempo insinúa su nota inquietante. La verdad es que si la poesía «engrandece y eleva la realidad» -según verso de Delmore Schwartz en «El reino de la poesía», que José Coronel Urtecho traduce y hace propio-, ella ahonda también, y sobre todo, en la dimensión interior del hombre, investigando lo que hace temblar su existencia, y nos comunica el escalofrío de sabernos perecederos, destinados a la consumación. La inquietud del tiempo empieza como desorientación frente a nosotros mismos. El símbolo del espejo interviene, en la poesía de José Coronel, como elemento que agudiza lo dramático de la situación. Ya en la «Oda a Rubén Darío», el espejo representa la improvisa conciencia del drama, el no saberse reconocer en los cambiantes aspectos, lo que parece afirmar nuestra inexistencia. Pero en «Parque N. 10» el espejo es ya el símbolo de una vida que no encuentra su explicación. El poeta define al objeto, con gongorina metáfora, «Mar de Cristal de la mentira»; su función «reflectiva» se transforma en algo lóbrego, sabe a repeticiones difuntas, que se evidencian en sus «espumas de sonrisas muertas». El espejo es, por fin, denuncia de la vejez del poeta. En «Autorretrato» asoma la angustia del tiempo que transcurre, y se 35 refleja en él, con la repetición de las facciones paternas, denuncia impiadosa del aborrecido objeto que difunde terror: Cuando al mirarme en el espejo Veo en mi cara la de mi padre Absurdamente tengo miedo.

El tiempo está presente como destrucción en los versos citados. La injuria de la edad va denunciada no en la individuación del desgaste físico, sino en la repetición de las facciones de una misma cara, que se eterniza anunciando la muerte. El poema recuerda otro del poeta ecuatoriano Jorge Carrera Andrade, «La alquimia vital», y su ascendencia quevedesca: el soneto en que «Signifícase la propia brevedad de la vida, sin pensar, y con padecer, salteada de la Muerte»21. Sólo que al alquimista «interior» que en el poema de Carrera Andrade va preparando la destrucción del individuo, Coronel Urtecho sustituye la perpetuación destructora de un mismo semblante, que se repite borrando las vidas, destruyendo la juventud y afirmando una misma edad mortífera, la vejez. Junto con este sentido del acercarse de la muerte, se manifiesta en la poesía de José Coronel el sentido del polvo, en una dimensión universal. En su colección de poemas el autor incluye, significativamente, una

traducción de James Oppenheim, titulada «Un puñado de polvo», donde el memento mori y la denuncia de lo dramático del destino humano están duramente presentes: 36 Ven muchacha, camarada, párate junto a mí, tú, la quemada de sol, con tus brillantes ojos alzados, mira este polvo... esto eres tú: esto, de la tierra que pisas, eres tú: ...

Recordemos una vez más la advertencia de Ernesto Gutiérrez en torno a las traducciones de José Coronel: «preguntado del porqué del subtítulo (dado al libro), dice que todos sus poemas han sido sugeridos por algún otro poema de algún otro poeta en alguna de sus innumerables lecturas, y que las traducciones son también parte de su obra, porque al hacerlas, esos poemas de otros poetas se han hecho nuevamente poemas, pero a su manera, o sea, que al hacerlos a su modo, de cierto modo, ha hecho suyos esos poemas»22.

Por ello es fácil encontrar en la adhesión del poeta nicaragüense al autor traducido la afirmación de un tormento personal, como éste de «Un puñado de polvo», frente al destino del hombre. Aunque este tormento no se expresa aquí en sentido negativo, porque el polvo, precisamente en cuanto producto de infinitas generaciones y representación de generaciones infinitas, encierra en sí un mensaje, la presencia de una voz que habla al hombre que todavía vive, la de quien en sus manos tiene a todas las generaciones: Escucha el polvo de esta mano: ¿Quién es el que trata de hablarnos?

37 Asoma así, de esta traducción, un sentido cristiano de lo perecedero, al que plenamente da su adhesión José Coronel Urtecho, y que destruye la angustia clásica proporcionada por el motivo del polvo. El poeta reflexiona ante el misterio de un mensaje divino que da una dimensión más honda al polvo, y al mismo hombre en su condición de ser perecedero. Una quieta aceptación de la limitación humana anima el poema «Idilio en cuatro endechas», significativamente presidido por un verso de Xavier

Villaurrutia: «Cuando la vi, cuando la vid, cuando la vida». En el poema de Coronel Urtecho falta, sin embargo, la angustia que expresa el poeta mexicano en «Nocturno Eterno», al que pertenece el verso citado, el escalofrío de terror que asalta a Villaurrutia considerando su precario existir, el panorama de muerte que rodea al hombre. Y en efecto, en la cuarta de las endechas del «Idilio» de Coronel, la consideración de que la mujer ha nacido «sólo para el olvido / sólo para llorar», proyecta una nota melancólica sobre el amor. Notas de mayor preocupación existencial encontramos, paradójicamente, en los «Sonetos de uso doméstico», donde José Coronel Urtecho celebra a su esposa y al amor que le une a ella, manifestando su ideal de vida sencilla. El tema de la ausencia de la esposa, que el mismo Neruda ha cantado, con dramático acento, en algunos de sus Cien Sonetos de amor23, da dimensiones angustiosas al sentido del tiempo, en el poema «Ausencia de la esposa». El contraste dramático se determina entre presencia y ausencia, entre vida completa -«Contigo el mundo entero es nuestra casa»y desierto -«... el desierto de tu larga ausencia»-; la esposa 38 eterniza el instante: a su vera «el tiempo lento pasa / dándole eternidad a la experiencia». El «vacío de tu lecho» es también fuente de angustia; la presencia de la mujer llena de «sol, calor y vida» el cuerpo del poeta, aquieta las ansias de su pecho, hace que mane «miel y leche fluya». El tema de la ausencia domina también, de forma angustiosa, el «Soneto para invitar a María a volver de San Francisco del Río». El poeta presenta la separación de su esposa como muerte diaria y continuada: «Separados morimos cada día / Sin que esta larga muerte se concluya». Por consiguiente la mujer se identifica con la vida, que sólo en ella adquiere significado. En esta concepción «doméstica» de la vida reside toda la sabiduría de José Coronel Urtecho. Inspirándose, transparentemente, en la poesía horaciana de Fray Luis de León, el poeta nicaragüense expresa, en «Nihil Novum», la eterna igualdad de las cosas, el concepto de que nada ha cambiado en el mundo, desde los tiempos de Salomón. Tampoco ha cambiado la angustia del hombre, su «viejo anhelo», su «desvelo» nocturno, «el mismo palpitar del corazón». Incitando al hombre a que no se deje engañar por los «nuevos continentes», con su aparente novedad de plantas, bestias, gentes, «canciones con un nuevo acento», José Coronel Urtecho expresa su convencimiento de que el hombre es esencialmente un ser limitado, insignificante dentro de la gran máquina del mundo: Todo lo que dice algo ya está dicho: sólo nos queda el aire y su capricho de vagos sones que se lleva el viento.

Estos acentos contrastan de manera evidente con otros 39 muchos de aparente aceptación tranquila de la vida, en una dimensión bucólica y doméstica, cual, por ejemplo, se evidencia en el poema «Vida del poeta en

el campo», donde el sueño parece concluir en total tranquilidad todo el trajín de un día sereno. Sin embargo, el sentido dramático de la vida asoma continuamente. En el poema «A un roble tarde florecido», el improviso despuntar de una flor, «ternura de la primavera», subraya más el sentido desesperado de una vida sin posibilidad ya de ilusiones. El tono reflexivo con que concluye el poema, en un sencillo discurso, realzado, no obstante, por el valor exquisito de las imágenes, subraya más la angustia del destino:

Yo me he quedado un poco sorprendido al contemplar en el roble florido tanta ternura de la primavera,

que roba en los jardines de la aurora, esas flores de nácar con que enflora los brazos muertos del que nada espera.

En «Sol de Invierno» el tema es el de la brevedad de la dicha y la alegría. El paisaje es siempre el punto de partida para llegar a consideraciones de índole metafísica, y aquí se vuelve sombrío, dominado por «la oscuridad, la lluvia, el viento». A este inquieto indagar, a la angustia de considerar la sustancia de la condición humana, se escapa, por fin, Coronel Urtecho, por el camino de la fe. En «Credo», levanta su canto de agradecimiento a Dios, y el mundo vuelve a sus notas positivas, pues refleja la «hermosura» del Creador. Supera así, el poeta, el sentido del polvo, la angustia de la acechanza 40 de la muerte, en la perspectiva de otra existencia, en la que la beatitud consiste en la contemplación del Autor de tanta belleza: Qué importa pues que esta belleza muera si he de ver la hermosura duradera que en tu infinito corazón madura.

Es éste un punto de arribo, pero no el arribo definitivo. José Coronel no deja nunca de ser hombre, y como tal de contemplar y reflejar la angustia del hombre. Ello se evidencia de nuevo en una serie de poemas reunidos bajo el título «Cometa de Ramos Tristes», presididos por el epígrafe de Alfonso Álvarez de Villasandino: «cuando la cometa / con sus tristes ramos». Así vemos en el poema «Líneas escritas en una enfermedad», al

poeta perdido en su «laberinto», sentir el crujir de sus huesos y en ellos «la fibra del quebranto», que le hunde «en la maraña de lo mismo». La angustia provocada por el miedo a la muerte vuelve dramática su invocación al milagro, al «fresco don de la Virgen Pura». Y en el famoso «Retrato de la mujer de tu prójimo» la conclusión nos vuelve a los acentos más lóbregos de Quevedo, cuando Coronel escribe: «Gana el gusano / la batalla de la mano». La vana lucha del hombre desemboca en la muerte; ella domina, sin que el poeta la mencione concretamente, su preocupación, como algo terrible, que siempre está esperando al hombre, al final de la meta, como ya se expresó dramáticamente Neruda, «vestida de Almirante»24. 41 En «Hipótesis de tu cuerpo» vuelve el símbolo del espejo; el poeta se ve reflejado en él, frente a los demás: «Sé que no me creerán como a espejo sin fondo». La angustia existencial se manifiesta en un indefinido contorno. La mujer es «Muerte vida» y al mismo tiempo «Vida muerte». El deseo del amor es experiencia de muerte-vida vida-muerte. Pero el amor es fundamentalmente inquietud, angustia existencial que no tiene solución. La misma angustia que encontramos en «Lo dicho dicho» y que asoma, al final, sobre otro motivo, también en «Te he saludado al río», en la expresión del inarrestable fluir del hombre, río de heraclitiana memoria. Todo lo expuesto no elimina el gozo vital de que es expresión tanta parte de la poesía de José Coronel Urtecho, la magia con que él interpreta al paisaje nicaragüense, paraíso de resplandor, mundo vuelto mítico en su belleza y su dimensión espiritual. Pero sería falso pensar, por ello, en un Coronel Urtecho que no haya sufrido, y no sufra, en su personal angustia, la del hombre de todos los tiempos.

Pablo Antonio Cuadra: mitos y realidades de la tierra prometida En el panorama de la poesía americana la figura de Pablo Antonio Cuadra se ha impuesto desde hace tiempo no sólo como la del poeta de mayor importancia de Nicaragua, sino como uno de los valores de mayor significado del continente. Intérprete de su pueblo y en él del mundo americano, como lo fueron Vallejo y Neruda, como lo fue Asturias, «Gran Lengua» de su gente, el mismo Cuadra cada vez más es el «Gran Lengua» de su pueblo. En este sentido el significado del artista adquiere hoy una dimensión aún más significativa, si tenemos en cuenta el papel que ha desarrollado en el reciente pasado nacional, la larga lucha contra la dictadura de Somoza, hasta la llegada, con la Revolución sandinista, en la que participó, de la libertad. Sin embargo, a las persecuciones del pasado, a los duros ataques del régimen dictatorial y a los largos períodos de cárcel y de exilio, después de un breve triunfo, se han añadido nuevos momentos difíciles en las relaciones con la dirección política de su país, con el rechazo del sometimiento a la ideología dominante, fiel al hecho, Cuadra, de que «El escritor debe cumplir con su obra. Este tiene un reclamo, unas reglas que él debe lograr al máximo con la mayor autenticidad»25. 44 Apegado íntimamente a su tierra, el poeta sigue afirmando un amor

obstinado por su patria, una patria «hermosa y radiante», en donde, como afirma en «Exilio», su corazón «es un rey / que recibe su trono», y que él se niega a abandonar: «No. No me iré de mi patria. Aquí moriré». Su misión es la de reconstruir continuamente: Hasta que canta el gallo y otra vez el amanecer se apodera de mi canto. No. No me iré. Y vuelvo a levantar el muro con las piedras que cayeron.

La fuente de inspiración de Pablo Antonio siempre ha sido la naturaleza, el pasado cultural precolombino de su país, los mitos y la presencia de esa civilización, pero también una participación activa en la política, que en la creación artística se expresa con convicción, pero siempre con atento control. Hacia 1930, junto con José Coronel Urtecho, Luis Alberto Cabrales y otros poetas de su edad, Cuadra inicia una actividad de renovación poética dirigida a liberar la poesía nicaragüense del todavía dominante, y ya desvirtualizado, Modernismo, en el culto perdurante por el numen nacional, Rubén Darío. El grupo de «Vanguardia» inaugura, de este modo, una época de significado insustituible para la historia de la poesía nicaragüense. Es el comienzo también de su participación activa en la vida política, en un primer momento caracterizada por vivas simpatías hacia el culto de la fuerza y el nacionalismo, más tarde, en la confirmada fidelidad a un catolicismo vivido profundamente, orientada hacia la lucha abierta contra la dictadura, que verá peligrosos enfrentamientos, con duras represiones, la cárcel y el exilio, 45 pero que al final llevarán a una crisis irreversible de la dictadura misma y a su caída. Profesor universitario, Presidente de la Academia Nicaragüense de la Lengua, ideador y director de revistas que han marcado positivamente la historia cultural de su país, desde los «Cuadernos del Taller de San Lucas» a «El Pez y la Serpiente», a «La Prensa Literaria», Cuadra ha sido el maestro de varias generaciones de poetas, a cuya disposición ha puesto no sólo periódicos y revistas, sino también una editorial, que ha contribuido válidamente a difundir sus obras, en América y fuera de ella. El mismo Ernesto Cardenal, del cual su particular compromiso político ahora lo ha alejado, a pesar de lo estrechos lazos culturales y familiares, le debe buena parte de su afirmación. Durante años el grupo Cuadra-Coronel Urtecho-Cardenal ha estado fructuosamente unido, en una especie de fraternidad poética, a la cual mucho debe la poesía nicaragüense de su madurez y de su importancia internacional. Cardenal, precisamente, escribió sobre la poesía de Pablo Antonio Cuadra una acertada y cautivadora síntesis: «Bajando al pueblo, el poeta ha bajado a las raíces de nuestra nacionalidad. Se ha remontado en el pasado indio hasta la noche náhuatl y de allí ha extraído extraños sueños nacionales (pesadillas a veces); a la luz de la luna ha visto el jaguar, el caudillo, el

poderoso; también una masa de pueblo quebrando sus piedras de moler y sus tinajas y huyendo al exilio; también sabe el secreto de las niñas charotegas y la intimidad de los amantes [...]»26.

46 Pero el discurso es más complejo. Cardenal nos introduce parcialmente en la sustancia poética de la obra de Cuadra y sus palabras pueden también inducirnos al engaño de un regionalismo que el poeta rechaza abiertamente27, de un juego de recuperación arqueológica o folclórica que no es el suyo, de un intimismo en cierto modo superficial, que siente lejos de sí. Debemos remontarnos a los orígenes, a la definición de una actitud vanguardista que reafirma el valor de un Darío en vano negado, como los hijos niegan a sus padres, para volver a descubrirlos después, más grandes y actuando en ellos más íntimamente. La intencionalidad de la poesía de Cuadra se halla en el ansia misma rubeniana de dar voz al indio que le urgía dentro y que por siglos no había tenido acceso a la palabra. El primer paso consistía en una revolución lingüística. Escribe Cuadra: «... teníamos un indio dentro de nosotros que pedía la palabra. Gran parte de la empresa de nuestra generación y de las generaciones que nos continúan, fue derribar (o acabar de derribar) algunas murallas postizas del idioma, para integrar a la gran ciudad del léxico español los barrios extramuros y marginados del habla nicaragüense»28.

Lo que urgía dentro ha hallado en el verso de Cuadra su vehículo. La suya es una búsqueda constante de las raíces del alma nacional; la poesía se convierte en la expresión de una individualidad que se hace canto coral del mundo americano, a menudo dramático, debido a la situación política. 47 Como antes Neruda por Chile y Asturias por Guatemala, Pablo Antonio Cuadra se eleva así a intérprete autorizado de su gente, puesto que de ella expresa los valores profundos y las aspiraciones, alimenta su confianza en un futuro de signo exaltante, eliminador del oscuro presente. Los Poemas nicaragüenses representan esta línea, se dirigen a la interpretación más íntima de una naturaleza majestuosa y tierna al mismo tiempo, que se hace concreta, de repente, en un árbol secular, resultado e inicio de un inarrestable ciclo vital. Escribe Cuadra en «Sobre el poeta»: Un siglo de ceibo fue iniciado por un pájaro Pero, ¡ved! un árbol ................................ con tanta ley y majestad y células en números redondos fue construido para que una rama sostenga a mediados de abril y mientras canta ¡un pájaro!

Amplia poesía de la sencillez. El reclamo sólo es visual, pero abre una dimensión profunda, que implica el misterio total del universo. Si Darío, para Cuadra, y «sobre todo» Lugones29, abren la poesía de lengua castellana en América -pero no sólo- al lenguaje coloquial, él -y su generación- le dan a ella mucho más: la revitalizan, la hacen respirar: «... Nosotros iniciamos algo más -ha escrito-, la «oralización» de la poesía: devolverle "el habla", desatar la invención 48 de palabras, desatar la lengua, despreocuparla, sustituir los nombres gastados, devolverle a la palabra su fogonazo metafórico, crearle nuevos vínculos expresivos al epíteto, restaurar a la sintaxis en su rango de musa, introducir otra vez la respiración e incorporar la danza al ritmo del poema»30.

Es una vuelta al valor primigenio de la expresión. La palabra adquiere toda su vitalidad, respira. El resultado, por encima de todo, es el abandono de la retórica, el regreso a la sencillez, que en Cuadra sostiene una profunda cultura clásica, de Homero a Horacio, de los griegos a los latinos, a los italianos, sobre todo a Dante, a los grandes líricos hispánicos del «Siglo de Oro», y el hecho de pertenecer a una región muy particular de América, en la que convergen las dos tendencias fundamentales del mundo americano -interpretadas exactamente por el poeta en la orientación de la zona atlántica, donde prevalecen «un reclamo más directo a la herencia europea», pero también las aportaciones africanas, y de la zona del Pacífico, más preocupada «por marcar la originalidad americana, por integrar los valores aborígenes y enfatizar lo autónomo»31-, dándole a Nicaragua una función de «centralidad», de «mediterraneidad» dominante, que funde la materia cultural en expresión de pura clasicidad. De ahí viene la nitidez de la expresión, la esencialidad del lenguaje, un clima abierto, donde corre aire nuevo, no viciado por gastados experimentos. Una especie de nueva Hélade de tiempos modernos, situada en otra latitud, pero que irradia de la misma manera valores y luz. 49 En la sugestión de horizontes misteriosos que ahondan en los orígenes del mundo, Pablo Antonio Cuadra va en busca de los antepasados y los afirma, en una identificación plena. «Poema del momento extranjero en la selva» corresponde en cierto modo al capítulo nerudiano dedicado, en el Canto General, a las «Alturas de Macchu Picchu». Neruda descubre un trágico lazo de unión entre el tiempo presente y el pasado: la explotación del hombre, el hambre, la esclavitud, la sangre; Cuadra, por el contrario, afirma la ininterrumpida positividad del mundo americano, que elimina los elementos que le son extraños, como los quinientos soldados norteamericanos de la expedición antisandinista: En el corazón de nuestras montañas

donde invento el pedernal y alumbro bajo el verde sórdido de las heliconias bajo el hirviente silencio de los manglares sus blancos huesos delicadamente pulidos por las hormigas.

El «momento extranjero» queda de este modo eliminado. El tiempo asume una única valencia actual, la interrumpida armonía vuelve a soldarse. La naturaleza regresa a sus ritos germinativos enterrando a la muerte. Magia y realidad, o magia de la realidad: el mundo poético de Pablo Antonio Cuadra se afirma como un Edén sugestivo por colores y linfas, si bien continuamente insidiado, en su natural felicidad, por la maldad de los hombres. Los episodios de la azarosa historia nicaragüense intervienen para dar razón de la irrealizada felicidad de un mundo tan extraordinario. Cuadra es intérprete acertado, partícipe, vuelto especialmente a la exaltación de las presencias ácueas en Nicaragua. Como en la «Oda fluvial», donde palpita un paisaje que se ha vuelto mítico para la poesía nicaragüense -varios 50 poetas, entre ellos Coronel Urtecho, lo han catado en diversas ocasiones, y vivido-: las orillas del San Juan, las del Río Frío, el Gran Lago de Nicaragua, «de su misma amplitud tan merecido». Aquí, la historia se transforma legítimamente en mito y contribuye a exaltar una geografía combatida, no contaminada, reino del silencio y de la soledad, en su significado más fortalecedor. La «Oda fluvial» lleva otra vez al mundo ácueo de la poesía hispánica del Renacimiento, a los bosques y verdes orillas de Garcilaso, más que a las Soledades gongorinas. La compostura clásica de la poesía de Cuadra se afirma en el rechazo del tono altisonante, en la insistencia en un acento mesurado que exalta la nota dominante, muy íntima, de un «Paraíso» no perdido, sino mágicamente real. Con la «Oda fluvial» la poesía «ácuea» castellana se enriquece con un aporte singular, que, en la sustancia, la distingue de la no menos «fluvial» lírica nerudiana de Residencia en la tierra, «Sólo la Muerte»: lo que en la poesía de Neruda es constatación aterradora de cómo todo confluye hacia la muerte, Almirante que nos espera, a cada uno de nosotros, alta en un puerto final, en cambio, en Cuadra se manifiesta como himno a la vida. La oscura pesadilla de la fin no domina al poeta nicaragüense; para él la tierra es sí una residencia difícil, pero no mortífera. La suya es una poesía vitalista, sostenida por un optimismo de fondo, que tiene su origen en una adhesión ferviente a la geografía de su país. Nicaragua es para Cuadra una auténtica «Tierra prometida», lugar de la salvación, que urge reconquistar. También la muerte se convierte en símbolo vital, debido al amplio sentido panteísta del poeta. Un panteísmo netamente cristiano, que interpreta la creación de Dios, por su voluntad, inagotable. El sol ilumina el mundo y el continuo florecer de las mieses siempre 51 anuncia la resurrección de las «palabras antiguas caídas en los surcos», de las voces que «celebraron el paso de este sol corpulento y anciano / amigo de nuestros muertos, agricultor desde la edad de nuestros padres», como afirma en la

«Introducción a la tierra prometida». Tierra prometida que es, en sustancia, la patria, reconquista del «ayer», partiendo de un «hoy» casi enajenado, olvidadizo, de todos modos, de la sustancia del tiempo transcurrido, llagado por la opresión. Del pasado llega la voz de la libertad y la perspectiva de un retorno feliz. Por ello, el poeta se pone como intérprete y unificador del tiempo, para resucitar un mensaje que parecía perdido, pero que ahonda en los orígenes mismos del nicaragüense: Voy a enseñarte, hijo mío, los cantos que mi pueblo recibió de sus mayores cuando atravesamos las tierras y el mar para morar junto a los campos donde crecen el alimento y la libertad.

El arranque de «Introducción a la tierra prometida» recuerda «Llegada», del cubano Nicolás Guillen, afirmación de la presencia negra y mulata en el mundo americano, por una adhesión originaria a la naturaleza y la afirmación orgullosa del propio pasado. Pero la dura nota polémica del inmigrado por fuerza, frente al poder dominante y a la discriminación racial, no halla puesto en la lírica de Cuadra. Muy al contrario, él afirma la continuidad de un universo racial vuelto armonía. En la distancia de los siglos es el mismo «himno campal» que entonaron los padres «en la juventud de los árboles» y que los hijos repiten «año tras año / como hombres que vuelven a encontrar su principio». La patria se hace una única cosa con el poeta: 52 ¡Oh tierra! Oh entraña verde prisionera en mis entrañas: tu Norte acaba en mi frente, tus mares bañan de rumor oceánico mis oídos y forman a golpes de sal la ascensión de mi estatura, tu violento sur de selvas alimenta mis lejanías y llevo tu viento en el nido de mi pecho, tus caminos, en el tatuaje de mis venas, tu corazón, tus pies históricos, tu caminante sed. He nacido en el cáliz de tus grandes aguas y giro alrededor de los pasajes donde nace el amor y se remonta.

El «amor americano» que Neruda descubre y afirma en «Alturas de Macchu Picchu», tiene su correspondencia vitalista en la poesía de Pablo Antonio Cuadra como «¡Amor nicaragüense!...» Ha escrito Franco Cerutti:

«La Natura, nella sua triplice componente di paesaggio, flora e fauna, senza dimenticare la fauna umana, viene acquistando nelle pagine di Cuadra realtà e dimensioni autonome, in qualche modo (un modo se vogliamo molto pirandelliano, alla Sei personaggi in cerca d'autore) svincolandosi dal proposito iniziale dell'autore, o meglio superandolo, sovrapponendosi ad esso per la propria inarrestabile dinamica. C'è di più. Acquista un carattere, una essenza così panicamente e squisitamente religiosa che varrebbe la pena, a questo punto, riaprire per l'ennesima volta il discorso sul cristianesimo di Pablo Antonio, che, inconsciamente, forse, ma altrettanto sicuramente, s'incammina sul piano inclinato di uno straordinario panteismo tanto più valido e suggestivo in quanto nutrito d'incoercibili umori tropicali»32. 53 Ya he dado mi interpretación acerca del panteísmo de Cuadra, un panteísmo cristiano, pero, no cabe duda, este panteísmo se acentúa, por lo menos hasta el momento en que el terremoto que destruye Managua en 1972 abre un paréntesis de más inmediato, partícipe dolor por las víctimas de tanta desgracia, come lo atestigua el poemario Esos rostros que asoman en la multitud, publicado en 1976. La adhesión del poeta a su tierra se manifiesta en imágenes que se libran entre el rito de un pasado sacrai autóctono y los recuerdos clásicos y contemporáneos de la poesía hispánica. Y en efecto, si el «sol antepasado» envuelve toda la historia espiritual del mundo precolombino, la «procesión sumisa / de las alamedas y las siembras» nos vuelve a las garcilasianas selvas renacentistas, al huerto silencioso de Fray Luis de León, pero también a los panoramas inolvidables de la poesía de Antonio Machado -a menudo evocado y recordado incluso en los epígrafes-; todo con una autónoma originalidad de acentos, puesto que Cuadra no imita, hace sólo que revivan en su obra los fundamentos de su cultura, sus preferencias íntimas, sus poetas predilectos. Nace así una lírica de gran mesura, hecha de profundos silencios, de horizontes mágicos, de ríos y lagos, de selvas y volcanes, pero sobre todo límpida y sencilla. «Introducción a la tierra prometida» es el punto de llegada de una larga y ferviente iniciación, aprendimiento humilde del lenguaje del universo. El anhelo de comunicación se convierte en gracia adquirida, milagro que se afirma en el encuentro con la naturaleza. Pero el diálogo mágico con la geografía patria no elimina, antes implica, la intervención comprometida del poeta respecto de la realidad humana que lo rodea. De ahí su militancia, que lo lleva a subrayar la dura condición del vivir, la 54 injusticia, la opresión, la explotación del hombre, los días amargos y huérfanos de la vida, la humillada situación de la patria, que no significa renuncia a la dignidad, todo lo contrario. En «Patria de tercera» esta dignidad se afirma plenamente, en la indomable actitud de rebelión: Nosotros ¡ah! rebeldes al hormiguero si algún día damos la cara al mundo: con los rasgos usuales de la Patria

¡un rostro enseñaremos!

No se equivocaba Ernesto Cardenal cuando afirmaba que la poesía de Pablo Antonio Cuadra es «tierra que habla»33. Lo que aclara también la concepción especial que Cuadra tiene de la mujer y del amor. Si Neruda encontró en Matilde su amor predestinado, definitivo, sus propias raíces, las que le hicieron posible alcanzar sus mismas fuentes, los antepasados araucanos, en una identificación plena con la historia, Pablo Antonio Cuadra hace de la mujer la concreción de lo que la naturaleza tiene de positivo. Y si el poeta chileno empleará, en los Cien sonetos de amor, «versos de madera», como los más adecuados, en el alusivo significado simbólico que remite al mundo de la infancia -«... Ay, de cuanto conozco / y reconozco / entre todas las cosas / es la madera / mi mejor amiga», escribe en «Oda a la madera»-, para celebrar a la mujer amada, Cuadra interpreta a la mujer como parte del árbol, 55 la ve recortada de él, rama «frutal». Así lo expresa en el poema «Niña cortada de un árbol»: secuencia germinativa que modifica lo afirmado en «Sobre el poeta», donde el árbol nacía de un pájaro, para sostenerlo luego en sus ramas; ahora los pájaros se forman de los árboles, de sus frutos y de sus hojas, se vuelven canto, y la mujer, sobre el árbol, es como un fruto, resplandece vital en una sonrisa que da vida a las cosas: Las aves nicaragüenses se forman de los árboles: de frutas enternecidas por la lluvia de hojas suavizadas por el viento de susurros que la savia amansa y pule en trinos. Mi patria es extendida en vegetales que cantan en primaveras que he besado: en frutales que tú eres cuando me dices desde el árbol ¡adiós! -con mariposas.

En este poema, de estructura perfecta, se afirma la presencia femenina como ligada íntimamente al proceso germinativo de una naturaleza que es la patria misma, un todo con ella. En el pleno ritmo de este universo se insinúa, sin embargo, también sobre el tema del amor, un elemento perturbador: la angustia de la ausencia. En «Un lejano recuerdo criollo» es motivo de ello una realidad que se esfuma, satisfacción y tormento al mismo tiempo. El recuerdo establece distancias fabulosas. El deseo se manifiesta a través de una serie de posesivos apremiantes, que reconstruyen la imagen femenina. La amada es íntima presencia e insatisfacción que atormenta y se afirma en dudas, en la conciencia de que

la lejanía ya es olvido: «Lejano es ya decir olvido». En realidad, la mujer es apariencia, símbolo, y en ella siempre se persigue a la «otra»: 56 Pero voy separándome como si persigo la otra mujer la otra siempre en que tú te ocultas ¡casi innumerable!

Sólo alcanzando a la «otra» se puede llegar a la actual. Incontentabilidad del sentimiento e indescifrabilidad de él. En un ambiente natural apenas sugerido -menciones de distancias vagas: «Desde esta distancia a 125 leguas de recuerdo...»- surge un clima metafísico que califica por su profundidad, además que por su originalidad de acentos, la poesía de Cuadra. Una poesía en la que entra todo el complejo mundo del hombre, centrado en el nicaragüense, pero que trasciende siempre a Nicaragua. Un país, éste, en el que se cruzan los mundos de las dos vertientes americanas, la del Atlántico y la del Pacífico, lugar de la «centralidad», de conciencia mediterránea, como ha afirmado Pablo Antonio Cuadra34, país en el que se acentúa el dualismo, pero que también se anula. Producto relevante de esta centralidad, que ve en la Odisea su arquetipo, son los Cantos de Cifar y del Mar Dulce. Cuadra los publica a medida que los va componiendo, y los va enriqueciendo, hasta reunirlos en 1971; aparecen ulteriormente ampliados en la tercera edición, de 1979, que se puede considerar definitiva. El Canto de Cifar se desarrolla por toda la colección; en él van insertados otros poemas, en los cuales se tratan, precisamente, los temas del «Mar Dulce...», el Gran Lago 57 de Nicaragua, corazón palpitante del mundo nicaragüense. El «Maestro de Tarca» interviene, sentencioso, once veces en la colección. El poema se construye como anhelo a la aventura, desafío a la muerte. «Épica humilde de un Mar Dulce», lo ha definido el poeta35, cantos «homéricos sin aristocratismo», ha subrayado, exactamente, Balladares36, añadiendo: «Cifar mantiene vivo en su pecho el sentido de la aventura, como Cuadra en el suyo el alma infantil que se asomaba al mundo de los fantásticos relatos, abiertos a sus ojos asombrados por los cuentos de Juan de Dios Mora, marinero del Cocibolca, o las primeras lecturas del Divino Ciego de la Hélade...»37.

De hecho, el poeta narra38 que en época remota, en su juventud, un bote volcado en el lago y el cuerpo del navegante muerto, hicieron revivir concretamente el mito de Cifar, ante él, joven poeta «que llevaba en el bolsillo una gastada edición de La Odisea» y que «miraba todo aquello y abría su corazón a lo que veía»39. El Gran Lago es la sede nicaragüense de la aventura. Para Cuadra el Gran

Lago lo es todo: 58 «El Gran Lago tiene, en su grandeza marina de verdadero mar dulce, ese mismo texto homérico dentro de nuestra geografía. Es la tentación de la «hidrys» (de la desmesura) frente a la tierra campesina que lo rodea. El Lago alimenta el sentido de la aventura, da el impulso para arrostrar el peligro y lo desconocido frente a la timidez y la rutina del campesino. Contrapone a lo seguro, lo temerario. Contrapone a lo conocido lo extraño. El agua es destierro; exige un abandono de la seguridad, un desasimiento de lo terrestre para vivir la maravilla de la aventura. El Gran Lago tiene, por eso, una cátedra homérica en la formación del alma nicaragüense. Es el pre-texto de la Odisea. Deposita en el alma nuestra la semilla de Ulises, cargándonos con electricidad odiseica»40.

De esta presencia homérica procede el ritmo amplio, la sacralidad del verso de Cuadra. En «La partida» los conceptos expresados en el pasaje citado se vuelven poesía: frente a la tentativa de retenerlo de su madre, Cifar declara que «el hombre es nave» y corta las amarras: Otra vez un niño salía del vientre de su madre al mundo...

Como el poeta, también su héroe mítico nace a la vida en el «cáliz» de las «grandes aguas» -lo declara en el «Himno Nacional en vísperas de la luz»y gira «alrededor de los parajes donde nace el amor y se remonta», que interpreta, diríamos, religiosamente, como supremos ritos del vivir humano. Así lo es la compleja gama del dolor del 59 hombre; así lo son las destrucciones de la furia del lago, las mitologías, exaltantes o terroríficas, que se forman en su seno. No sin razón Pablo Antonio Cuadra insiste en los contactos con la Odisea41. Cifar es un pre-Ulises real e irreal a la vez, quizá ese Cifar Guevara que, nos informa el poeta, fue un «juglar» y lo llamaban «el poeta del Lago»; un marinero hábil en tocar el arpa, de alma aventurera y bohemia; un revolucionario y un empedernido enamorado; un inquieto navegante que «no pasó de ser un pobre Odiseo frustrado»42. Pero todo es vago, incierto, como lo requiere el mito. La fantasía del poeta actúa libremente sobre los escasos datos de la realidad, partiendo de una emoción, es cierto, de la infancia, y de una larga adhesión espiritual al mundo ácueo de su país. Con razón Balladares afirma que toda la poesía de Cuadra está ligada al mundo de la infancia y que en ello está la explicación, probablemente, de su unidad, a partir de sus versos «primerizos», hasta las líricas de los últimos años43. Pero aquí también debemos entendernos: una infancia que funciona como sede de

valores permanentes, en los que se injertan las muchas experiencias de los años, más o menos identificables concretamente, pero que actúan en lo profundo. También en los Cantos de Cifar y del Mar Dulce la realidad, la experiencia, difuminan sus contornos, produciendo un cautivador clima mítico, en el que se afirman sentimientos eternos, que conviven desde siempre con el 60 hombre. Entre los encantamientos de las sirenas homéricas, se insinúa el reclamo de «La vieja sirena», con su final escalofriante; fúnebres embarcaciones recorren el lago, sin encontrar nunca un puerto; una Circe singular revive en la isla del Carmen; un intenso tráfico se desarrolla, como en la Odisea, en las aguas del Gran Lago de Nicaragua; los hombres transportan en él también dolores y pasiones, odio y bondad. Si bajo las aventuras de la Odisea, como reconoce el mismo Cuadra, se halla un inmenso yacimiento de antiquísimo folclore, en los Cantos de Cifar y del Mar Dulce se halla asimismo un capital inmenso de folclore nicaragüense, que se convierte en viva actualidad, para dar la dimensión más íntima de Nicaragua, dominada por la aventura del hombre entre inseguras olas, a merced de los vientos, siempre frente al misterio. O como afirma el poeta: «Cifar es el viejo deseo de "cosas extrañas", Cifar es el "buscado imposible" rubeniano, pero cada vez más cerrado, cada vez más imposible para el pueblo de América. ¡Sí, cada vez más imposible, pero cada vez más cercano!»44.

Pablo Antonio Cuadra reclama la atención también sobre la veta del amor entre la «gente del lago», porque «esa gente es expresiva de América (es el grito de su plexo solar) y el amor en el que se mueve es germinal, poderoso y oscuro»45. Hay en la mujer de los Cantos un peso terrestre, que la hace extraordinariamente concreta y le da contemporáneamente una dimensión mítica, por la cual retrocede en el 61 tiempo, hasta asumir un significado de eterno e incontaminado, quizá nunca mejor expresado por Cuadra como en «Mujer reclinada en la playa», esa Casandra que profetiza al poeta gloria y dolor, en un clima en el que el presente se junta con un pasado ilustre de cultura, que califica la poesía de Pablo Antonio y la geografía en la que surge por la eternidad: Todo parece griego. El viejo Lago y sus hexámetros. Las inéditas islas y tu hermosa cabeza -de mármolmutilada por la noche.

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«Pedro Arnáez»: la vida como problema Pedro Arnáez es quizá la obra más destacada de José Marín Cañas, uno de los «monstruos sagrados» de la literatura de Costa Rica y seguramente uno de los escritores más válidos de América Latina, dueño de una técnica narrativa y de una expresión lingüística que le confieren categoría de artista original. Lo demuestra la novela de la que me ocupo. Pedro Arnáez fue publicada en 1942. El libro había sido presentado en 1940 al concurso de la casa estadounidense Farrer & Reinhart y había ganado el primer premio «ex aequo» con Aguas Turbias, de Fabián Dobles, y Por tierra firme, de Yolanda Oreamuno, que lo rechazó. La novela de Marín Cañas presentaba características de novedad que luego serán consideradas calificadoras de la «nueva novela» hispanoamericana, la del «boom», para entendemos. Ante todo, en Pedro Arnáez se eliminaba la acostumbrada división en capítulos, expresados por medio de números y títulos; el libro se presentaba como una larga sucesión de hechos, visualizados en numerosas secuencias, exactamente diecisiete, verdaderos capítulos, como seguiré llamándolos por comodidad. El primero de estos capítulos -subdividido, a su vez, en tres parágrafos breves (esta subdivisión, pero en dos partes, se presenta sólo en los capítulos XIII y XV)- tiene la función de destacar una historia ya concluida. El narrador es un médico, que anuncia en primera persona: «Voy a contar 64 la vida de Pedro Arnáez»46. Es la primera frase de la novela y prepara al lector a una aventura humana, le comunica una tensión hacia algo que aún no está muy claro, se entiende, pero que será aclarado pocas líneas adelante, cuando el narrador-protagonista afirma: «lo vi tan pocas veces al borde de la muerte»47. Y aún más, el lector se contagia de la tensión, de la «delirante agonía»48 del narrador, porque percibe que se halla frente al ejemplo emblemático de un momento especial del mundo, del destino inevitable del hombre, víctima más que protagonista, de los acontecimientos: «yo sé que toda esta tensión y esta delirante agonía de contarla, será para que digan los que vengan después: "Fue un momento oscuro del mundo". Pero también comprenderán que los hombres fueron víctimas de las masas y que más que en función de hombres, vivieron como leños arrastrados por la fuerza de las repuntas»49.

La tensión dramática ya es una característica de la novela y se proyecta intensamente sobre las páginas que el lector se apresta a afrontar. Pero quien lee experimenta una acentuación de su tensa curiosidad acerca de la historia, justamente por la imprevista confesión del personaje narrante, explicación y justificación a la vez de su propósito: «Esto me ha tenido de pie, vigilante sobre mí mismo, en una constante desazón»50. En definitiva, la historia de Pedro Arnáez 65 se presenta también como la historia del narrador, el cual emprende el relato a distancia de tiempo de los acontecimientos, en octubre de 1941, en plena segunda guerra mundial, un momento en el que la civilización se presenta en grave crisis: «Estamos en octubre del '41. La civilización ha retrocedido al primer eslabón»51.

Los elementos que presenta el capítulo primero no son sólo los indicados. A través del personaje que narra, el lector alcanza inmediatamente las convicciones del escritor: desconfianza en el mundo tal y como se presenta, «una vieja gabarra destartaladona, agrietada por sota y barlovento, perdiéndose en el vacío, mientras principios, pensamientos y leyes se tiran al agua mansa de los oscuros recodos [...]»52; conciencia de un deseo de fuga que caracterizó a la época, al cual hace derivar la originalidad de las creaciones en poesía, música, arquitectura, en todas las artes, pero que es fruto de una falta radical de fe, sustituida por la «Mística política»53. La orientación de José Marín Cañas es clara y sería incorrecto pretender discutirla. Se basa en experiencias profundas, quizá aludidas en el libro: «A la memoria de la noche del 21 de junio». La novela refleja un estado de desconfianza, confirmado por todo lo que sucede en Europa, donde la guerra siega vidas humanas numerosas y realiza destrucciones aterradoras. De ahí la amarga denuncia: «Nos rodea una desolación espiritual hasta el horizonte [...]»54; y la decisión de hacer del 66 fracaso humano un momento de arranque para el rescate futuro: «Es necesario que nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos sepan la verdad de esta vergüenza y la congoja que nos produce el vivir en una época de horror, en la que, a manera diabólica, hemos llenado la vida de juguetes mágicos que han tenido como misión arrasar ciudades, volar caminos, alejar de las paredes a cuyo cobijo alentó el fuego del hogar, escombros ennegrecidos y muros como muñones»55.

El pesimismo del personaje narrante, y del escritor, estigmatiza a una humanidad de seres «huecos», destinada a perderse en la historia «como un borrón oscuro e inútil»56. De ello deriva la función ejemplar de la historia humana de Pedro Arnáez; el médico-narrador afirma: «Cuento su vida ahora, porque creo que servirá cuando hayan pasado los años y de todo esto quede apenas el recuerdo de su oscuridad y de su horror»57. En el segundo parágrafo del primer capítulo, el narrador-protagonista hace alusión a sus encuentros con el héroe de la historia. El escritor envuelve hábilmente con contornos vagos, en la mente del médico, el recuerdo de los momentos reales de su encuentro con Pedro Arnáez: «Las veces que hablé con él no llegaron a cinco y es posible que tampoco a cuatro»58. En el curso de la narración, en cambio, el recuerdo se hará más neto: al final del capítulo X el médico 67 declara: «Aquél fue mi segundo encuentro con Pedro Arnáez. Creí que sería el último. Dios había dispuesto que nuestras vidas se cruzaran dos veces más»59. Pero la intencionada fumosidad del recuerdo del segundo parágrafo del primer capítulo sitúa hábilmente al personaje principal en una atmósfera que le da dimensiones míticas; mientras que su estatura humana se acentúa con frases significativas, como: «Arnáez fue para mí, más que un caso profesional, un caso humano»60. Y aún: «Llevaba dentro un viejo rumor de río y se le percibía de lejos, aún sin verlo. Su presencia tenía esa ráfaga que trae lo terrible y lo amargo»61. O también: «Siempre que nos encontrábamos fue de noche y en instantes de zozobra. La mayor parte era al borde de la muerte, y su presencia dislocaba las proporciones y el equilibrio de nuestros

pensamientos»62. Ni tampoco tiene importancia que en el mismo párrafo se precise un poco el vago recuerdo de los encuentros, cuando el narrador-protagonista afirma que «en el primero de éstos conoció de Pedro Arnáez el cerebro63, en el segundo la humanidad, y en el tercero, muchos años después», la intensa carga fraterna que todavía vi en él64. Nuevos datos, en el párrafo citado, parecen precisar mejor el tiempo: «Doce años después» del dramático encuentro -pero el lector no sabe cuáles- en el que con una mirada Pedro Arnáez le pidió 68 al médico que le explicase la «inexorable voluntad de Dios». «Días después» de este nuevo encuentro, el narrador afirma: «estuve con él la noche del 10 de marzo»65; un dato temporal que todavía no le dice nada a quien lee. Son anticipaciones indefinidas, sugestivas, de una aventura humana que estimula al lector a conocer. El mismo efecto tiene el clima de grandeza derrotada en el cual el narrador-protagonista sitúa al héroe: «se le adivinaba en el gesto y en la pausa que la antigua cuenta con Dios lo había arrinconado»66. No es menos estimulante y sugestiva la vaga alusión a un final del hombre, no comprobado, en referencias que el lector no descifra aún con claridad: «Muchas veces creí que, muerto en pie, como los árboles, el viento lo había pulverizado y esparcido sobre los caminos del Sur, de donde me dijeron que había venido»67.

En el tercer parágrafo del primer capítulo, el narrador-protagonista empieza concretamente el relato de los borrosos orígenes de Pedro Arnáez. La frecuencia de las referencias a los relatos oídos sobre él en la infancia68, acentúa el clima mágico que rodea al héroe, del cual se reconstruye la tragedia familiar: la muerte de su padre en mar, durante la pesca, y los esfuerzos inútiles del hijo para sustraerlo a los tiburones, y luego la desolación de Pedro, perdido en la soledad de mar y selva. Rápidas notas sobre el paisaje contribuyen a crear una dimensión mágica, presentando un mundo en el 69 que la belleza salvaje de la naturaleza no oculta, sino que exalta, el drama del hombre, el sentido de su insignificancia. Al relato del médico, ligeramente prevalente -nueve capítulos-, se alterna, irregularmente, la intervención directa del escritor omnisciente -ocho capítulos. El médico se refiere, naturalmente, a sus encuentros con el héroe, cuatro fundamentalmente, para los cuales se hallan aislados cuatro momentos, en los que interviene el escritor para llenar los vacíos dejados por el narrador-protagonista en el relato de la vida de Pedro Arnáez. Así, en el primer grupo -capítulos V-X-, el escritor interviene en cuatro capítulos consecutivos, del V al VIII, para narrar la vida de Pedro, antes del segundo encuentro con el doctor; en el tercer grupo, que ve dos encuentros entre el héroe y el médico, a breve distancia el uno del otro, interviene el escritor dos veces, en el capítulo XI y en los capítulos XIII-XIV; en el cuarto grupo -capítulos XVI-XVII-, la voz que narra vuelve a ser la del médico, que concluye así, perfectamente, el proyecto inicial, de relatar una historia humana «ejemplar». El libro termina en forma abierta: de hecho, sobre cómo acaba Pedro Arnáez

se abre el misterio, mientras la naturaleza misma parece ratificar una reconquistada confianza en el futuro; así, por lo menos, parece que quiere hacemos creer el narrador-protagonista: «El valle abría los brazos y se ofrendaba verde y jubiloso. Toqué con las espuelas el caballo y aligeramos el paso por el trillo, bajo el sol, hacia los llanos»69.

Ya he aludido al uso especial que José Marín Cañas hace 70 del tiempo en Pedro Arnáez. En el primer capítulo del libro la indeterminación de un tiempo, que adquiere tonos de «fabuloso», se concretiza en algunos datos, el momento en que el médico decide narrar la historia, bajo el impacto de las destrucciones de la Segunda Guerra Mundial: «Estamos en octubre del '41»70. Luego algunas referencias, concretas más en apariencia que en la realidad: un «muchos años después»71 del primer encuentro con Pedro, cuando se verifica el segundo, un «Doce años transcurrieron», desde el segundo encuentro, y un «Días después estuve con él en la noche del 10 de marzo»72, fecha del tercer encuentro. La aventura de Pedro Arnáez está casi a punto de concluirse; el cuarto encuentro del médico con él será, de hecho, el último -lo sabremos por la evolución de la historia-, y probablemente coincidirá con el último instante de su vida. José Marín Cañas, en estos datos iniciales resume, concentra, toda la historia de su héroe, por medio de anticipaciones temporales que mantiene en la vaguedad, pero que se presentan, en un período todavía impreciso, en serie cronológica ascendente, años remotos, anteriores a 1941. El efecto es de gran tensión en el lector y de estímulo a proseguir la lectura. En el curso de la narración, sin embargo, otros datos temporales, diseminados hábilmente, aclaran mejor los contornos cronológicos de la relación Pedro Arnáez médico-narrador, en correspondencia con una lógica, y sugestiva, recuperación del tiempo por parte de quien narra, de acuerdo 71 con el esfuerzo de la memoria, agudizada por los hechos. En el capítulo III, al comienzo, el médico-narrador vuelve a mencionar la noche del 10 de marzo, que «No sería fácil olvidar»73. Y añade que «por encima de ella han pasado varios años»74. El lector, se comprende, no sabe nada todavía acerca de esa noche, pero por la dúplice mención de ella espera algo particularmente significativo. La habilidad del escritor consigue mantener en ávido «suspense» a quien lee, recargando sabiamente los colores. El doctor afirma, a propósito de esa noche, que «la podría reconstruir totalmente, con minuciosidad extraordinaria»75. Y poco después nos enteramos de que ella significó el cuarto encuentro entre los dos hombres, en una celda de la cárcel, que todavía no se sabe a quién de los dos iba destinada. Con hábil implicación de narrador y héroe, efectivamente, el escritor le hace decir al médico: «Lo que Arnáez me relató aquella noche, lo vi, desde el fondo de la celda en donde me había venido a arrinconar, con una claridad de cosas que se va corporizando»76. De este modo José Marín Cañas legitima, en el plano de una presunta fidelidad histórica, su relato, o mejor dicho, el relato del médico-protagonista, al cual se alterna como narrador omnisciente, para relatar desde lo vivo la existencia de Pedro Arnáez y soldar los eslabones

de una cadena de la que el médico destaca los puntos más dramáticos de ruptura. Para acentuar la tensión vuelve la referencia a «aquella noche», cuando el héroe le hizo una pregunta, por ahora 72 misteriosa, «¿Se salvará?»77. Es una anticipación de la historia futura, dejada intencionadamente, y con éxito, en el misterio; como anticipo dramático es ese vago «Hacía pocos días nos habíamos encontrado por primera vez, y en momentos desesperados»78. Momentos que el lector sigue ignorando, pero que acrecientan su participación en la historia. Al comienzo del capítulo IX otra localización temporal -ya estamos en el centro del drama- aparece en apertura. El médico afirma que Arnáez fue a consultarle «en aquella mañana del año '19»79. A este punto el lector ya tiene bien presente buena parte de la historia del héroe: su infancia ha sido reconstruida a través de las intervenciones directas del doctor y discretas del escritor, en los capítulos I-IV; su naturaleza problemática y el sucesivo encuentro con el amor, en la persona de Cristina, en los capítulos V-VIII. El dato temporal aludido, referido sólo al año, tiene, por ello, la función de anclar la historia a un punto firme, mientras que todo lo que precede a esa fecha queda suspendido en un tiempo sin referencias cronológicas exactas, que se hace fabuloso, no sólo con relación a lo que se refiere a los primeros años de Pedro Arnáez, sino al primer encuentro entre los dos hombres, a través de un subrayado olvido del médico: -«fue él quien me indicó nuestro mutuo conocimiento [...]»80y luego una denunciada distancia cronológica: «hacía muchos años de nuestro primer encuentro [...]»81. 73 Al final del primer parágrafo del capítulo IX, se hace más concreta una referencia: el médico recuerda que «fue el 29 de junio» -evidentemente del año indicado, 1919 cuando le llamaron a la cabecera de Cristina, a punto de dar a luz el hijo de Pedro Arnáez. En el capítulo X queda consignado otro dato cronológico: «Dejé pasar dos semanas [...]»82, afirma el médico, antes de volver a la pensión de Pedro, después de la tragedia, la pérdida de su esposa durante el parto, mientras el hijo sobrevive. En el capítulo XII el médico-narrador, de regreso de México a El Salvador, en casa de unos amigos, en Santa Tecla, da unos datos acerca de la crisis en la producción del café, que se verificó en los años desde el «'24 al '29», alude a la cosecha del '23, a la caída de los precios en el '30, a la catástrofe del '3183. Al final del capítulo, otra indicación aclara mejor el dato cronológico, relativo, evidentemente, al último año mencionado: «Al mediodía del 23 de enero nos llegó la noticia»84. También en este caso el lector ignora, y por eso se siente más estimulado, la sustancia de esa «noticia», aun si puede suponer de qué se trata, por el subrayado contraste entre la riqueza y la miseria campesina denunciada en páginas anteriores, y el pasaje que sigue a la frase indicada: «Fue como un escopetazo en mitad de un círculo de paz y de reposo. Todos vibramos de pies a cabeza y por un momento nos miramos atónitos sin saber qué hacer, qué decir, qué pensar»85. Es la rebelión de los campesinos, la revolución 74 de los desheredados, en la que también Pedro Arnáez, ahora en El Salvador, tomará parte, pero que fracasará frente a las fuerzas del gobierno. En el segundo párrafo del capítulo XIII, se vuelve a aludir al 23 de

enero86, y en el capítulo XV otro dato marca la distancia temporal entre el segundo y el tercer encuentro del médico con Pedro, ahora presente en la operación de su hijo herido en la revuelta, «un muchacho que tendría doce años»87, o sea nos encontramos, aproximadamente, en 1931. Otros datos se refieren, en fin, en las páginas terminales, a la marcha del médico para Costa Rica. En el capítulo XVI él afirma que «Terminaba febrero y comenzaba marzo»88 y que había comprado el pasaje para el 1189, mientras se le iban las esperanzas de obtener la autorización para hablar con Pedro Arnáez, prisionero. Un entramado de referencias a días acentúa la atmósfera de angustiosa espera: «El 9 perdí todas las esperanzas; [...]»90; «En la mañana del 10 recibimos una urgente llamada por teléfono»91. Y aún más, una vez conseguido el salvoconducto para Santa Tecla y para hablar con el prisionero, la identificación de la fecha del encuentro, inolvidable entre todos ya aludido en el capítulo I (p. 18) y al principio del capítulo III (p. 30) -: «No olvidaré nunca aquel 10 de marzo»92. 75 La ulterior proyección de la posible historia de Pedro Arnáez se presenta en el capítulo final -el XVIII en nuestra numeración-, por una acentuada imprecisión de años: «Ya no recuerdo si esto fue en el '34 o en el '35. Sí sé que hace más de tres años, porque aún no había nacido mi primera nieta»93. El médico se refiere a la decisión de su colega y amigo salvadoreño, Jacinto, de dejar la profesión, pero es el preámbulo para introducir un dato nuevo sobre el posible destino de Pedro Arnáez, que «Hace dos años» declara haber tenido la impresión de verlo en un tranvía94. El repentino recuerdo de palabras fatídicas pronunciadas en la noche del 10 de marzo95 subraya la función totalizadora de la referencia temporal, síntesis de una vida dramática. Y todavía una sucesiva localización temporal, «Podría jurar que era el 20 de octubre»96, determina aún más el clima vago en el que es posible la permanencia de Arnáez, en la alusión de un anónimo al «maestro de los indios locos»97, quizá nuestro héroe. La presencia de múltiples datos, ya exactos, ya fumosos, ancla la historia de Pedro, por un lado, a la realidad y por el otro la inserta en un eficaz halo de leyenda. La historia se construye en la dimensión de un «heroísmo» humano cautivador, también por el hábil uso del tiempo; el escritor se sirve de reconstrucciones a posteriori, de sucesiones cronológicas regulares, de saltos temporales, para marcar una cronología vital ascendente, inscrita en una reconstrucción totalizadora a posteriori, condensada, por otra parte, en el 76 primer capítulo sobre todo, en pulsiones temporales, anuncio de toda la historia. Como hemos evidenciado, Pedro Arnáez es el héroe de la novela a la que da el título, pero el médico-narrador termina por ser cada vez más el co-protagonista. Su figura, en efecto, va adquiriendo relieve paulatinamente, implicada como está, espiritualmente más aun que materialmente, en la historia del héroe. Cuando comienza su relato, bajo el impacto de la guerra mundial, de la barbarie triunfante, que hace pensar a los americanos en el final de la Europa de los principios y de los derechos que consideraban inviolables98, el médico está aún, y cada vez más, bajo la impresión de sus encuentros con aquel «caso humano»99 que fue Pedro. Estos encuentros han acentuado la

problemática del personaje. En contacto con Arnáez y con su historia, el médico halla su propia madurez, se abre a una comprensión cada vez más profunda de los problemas que implican desde siempre, dramáticamente al hombre, centrados en el significado de la vida y la muerte. Las primeras experiencias de Pedro -la muerte de su padre, la soledad, la dificultad del vivir- confirman en el héroe una convicción negativa, la de ser, como todos los otros hombres, víctima de algo «que los destrozaba sin misericordia»100, y que, como afirmaban los «boyeros», sus compañeros casuales de viaje, «cada uno llevaba arrastrando una cadena de desgracias y de malaventuras»101. 77 Es éste el núcleo esencial de la ideología de Pedro Arnáez, que confirmará la sucesión de los eventos durante años. José Marín Cañas hace del personaje un ser inolvidable, dominado no por un tedium vitae, inconcebible para un hombre de sus orígenes, sino por una sorda rebelión contra la injusta condición del hombre, y por ello criatura intensamente dramática. Llega así al repudio de Dios, visto como suma indiferencia en el equilibrio del firmamento, en la inmensidad del mar «invencible», que le ha arrebatado el padre, en la naturaleza entera, quieta y violenta, en la ruina de los hombres102. El médico-narrador subraya, en el capítulo inicial, esta falta de fe como el origen de todo mal. Pero el lector participa inmediatamente del drama de Arnáez, y también, de su rebelión contra Dios y la muerte, de su nueva y esperanzadora apertura a la vida, en el momento en que decide ser hijo de sus propias obras103. Partiendo del capítulo IV la historia del médico se mezcla con la del héroe, objeto de la narración. Los entusiasmos juveniles con los que, una vez terminados los estudios, se prepara a desarrollar su tarea «heroica» de médico en la costa atlántica de Costa Rica -mundo de encanto terrible, el «de lo orlado por la muerte»104, pero también cautivador y vital: «El cuadro tropical, lleno de colores, se me presentaba como una gran aventura que contrastaría con aquellos años centrales y decadentes de una Europa supercivilizada»105- son rápidamente truncados por el primer encuentro con Arnáez, 78 ahora hombre de muchas lecturas, realizadas a la sombra del «cacique» don Goyo. Y es la conciencia de una imposibilidad de redención para los hombres de esas latitudes, asediados por la lluvia y por la muerte. El médico declara: «Ya la aventura del trópico había perdido su aspecto de cosa heroica y sentía que detrás de todo aquello, tan lleno de ciencia y de asepsia, había algo humano, a cuyo contacto comenzaba a sentir una congoja nueva para mí»106.

Arnáez tiene la función, como se ve, de introducir a su interlocutor en una problemática acongojante que amplía su dimensión humana. De parte del primero es la negación de Dios, entendido como «creación de los cobardes», que hace falta destruir «porque no nos sirve de consuelo y, en cambio, nos predispone a la humillación y a la fuga»107. Frente a la «perenne presencia de lo terrible»108 el médico confiesa que se siente «derrotista y apenado»109, que ha pensado que todo era inútil, y percibe la distancia

entre un mundo dominado por la muerte y el mundo falso de la ciudad. Sin embargo, en ambos protagonistas existe una apertura a la esperanza: el médico piensa en una acción regeneradora, y Arnáez tiene una «fe» pagana, que deriva del contacto con la naturaleza, aun si justo la naturaleza implica la destrucción para sobrevivir, y por ello la desolada conciencia de que en la muerte se halla el secreto renovador y la angustia de saber «que seremos desplazados, que vendrán otros»110. 79 Las reflexiones del médico frente a los enunciados de Pedro revelan una inquieta adhesión: «Vi que tenía razón»111. La visión negativa de la sociedad y de la época es completa, pero con una recuperación, para el futuro, en el médico, que se manifiesta como fe en el espíritu humano: «Confiemos en el espíritu humano, que crea y destruye, porque él es la fuente eterna y fecunda de la vida»112. La función de Arnáez en la novela es la de representar, en este momento, las ideas que el escritor condena. En el contraste, que ya se configura, entre el héroe y el médico, se acentúa, de cualquier modo, la dimensión interior de los dos, la de Arnáez siempre dominante, y como de apoyo la del médico. El segundo encuentro entre los dos personajes, con ocasión del nacimiento del hijo de Pedro y la muerte de la madre, nos presenta al héroe muy diverso. Con un estudio atento y hábil, José Marín Cañas ha ido preparando, en las páginas que intercurren entre los dos encuentros, la transformación. Del pesimismo al repudio por la ciudad, y por los hombre de la ciudad, que recuerda la postura de ciertos héroes de Pío Baroja -lectura sin duda de nuestro escritor-, Pedro llega, a través del amor, a una concepción diferente de la vida, visible ya desde el período que precede la nueva experiencia afectiva, en el atractivo que ejerce sobre él la afirmación de un encarnizado revolucionario de la pensión en que vive, o sea «Ser libre es sinónimo de "tener alma"»113. Claro que la ideología de José Marín Cañas está muy lejos de la ideología marxista; se le nota particularmente en el capítulo VI, pero su 80 rechazo de una «mística política» sustitutiva de la fe, y del marxismo como redentor de la sociedad, no le impide denunciar, duramente, los desequilibrios de ésta. Su momento de crisis Arnáez lo supera gracias al amor, que le transmite una improvisa necesidad de vivir114, dándole la posibilidad de evadirse por un instante de la «angustia perenne de saber que todo tiene término y que la vida desemboca siempre en el seno oscuro de la muerte»115. El mundo parece transformarse ante él; la mujer, el amor representan la salvación: «El la besó como quien se salva»116. La muerte de Cristina lo hará hundirse en el oscuro torbellino del que acababa de salir, será la anulación de aquella «gran confianza en sí», de aquella «serenidad lenta»117 que el médico descubre en él cuando el segundo encuentro, en el momento en que Pedro espera a su hijo y ve en él su «prolongación», una especie de inmortalización que representa la victoria contra la muerte118. José Marín Cañas, en el capítulo IX, lleno de trépido dramatismo, describe con mucha eficacia la lucha de los médicos contra la muerte, en la tentativa de salvar a la mujer, y recurre con insistencia, pero justificadamente, para acentuar el clima de temor, a la descripción de las

operaciones. Lo mismo hará más tarde, cuando el médico tenga que operar al cerebro el hijo ya grande de Pedro, para liberarlo de un peligroso hematoma. 81 El sentido de la nada humana se afirma en las páginas relativas a la tragedia que afecta a Pedro Arnáez. A continuación, cuando, después de dos semanas de la muerte de la mujer, el médico vuelve a la pensión para tener noticias de Pedro, la casa desierta se le presenta en su más fría desolación. Con finísima sensibilidad el escritor destaca en los objetos abandonados el sentido fúnebre de las presencias desaparecidas. Con tono amargo -también característico de Neruda y de Borges- insiste en la muerte de los objetos que va cubriendo el polvo. Una vez más es para el médico demostración de esa peremnidad divina que Arnáez definía «irritable», frente al nacer y al morir de todas las cosas: «por un momento comprendí que el cuarto seguía aquella inexorable ley fugaz de la vida que era la obsesión de Arnáez. También nosotros pasábamos sobre la tierra, apenas imperceptiblemente, y al desaparecer, todo cuanto había sido "lo nuestro" se cubría de otro polvo»119.

En El Astillero -de 1957 como fecha de composición, pero publicado en 1961- Onetti presentará una figura de médico tan significativa como la que aparece en Pedro Arnáez, igualmente inquieta frente a los grandes problemas de la vida y de la muerte. En el capítulo XI José Marín Cañas vuelve a presentar a Pedro, campesino en El Salvador, temeroso de las «ansias profundas»120, pero ligado íntimamente al hijo lejano, al recuerdo de la patria, a los frutos de la tierra, en rebelión contra 82 una sociedad injusta, explotadora y parásita, con un resabio de amor hacia los hombres, que lo inducirá a tomar parte en la revuelta de los indios. En el relato vuelven a aparecer, en el capítulo XV, los horrores, recurrentes en la novela latinoamericana, de la guerra civil. Para Pedro Arnáez significa la vuelta a la vieja convicción, de que «Destruir era gestar, era engendrar. La muerte traía el secreto de la nueva vida»121. Una esperanza nuevamente defraudada por el fracaso de la rebelión. De la «plenitud del reino de la muerte»122 no brota, evidentemente, para Marín Cañas, la vida. El caos ideológico conduce a la destrucción cobarde y turbia123. Arnáez, herido, en fuga, percibe el fondo de su destino de amargura: «Había soñado con la destrucción total de aquel mundo armado de bayonetas y plagado de cerdos, y ahora le cogía viejo, sangrando, tirado sobre un camino»124.

El lector comprende que está a punto de encontrarse nuevamente ante un momento determinante de la trayectoria interior del héroe, una nueva desilusión. La operación de su hijo, el temor por su vida, hace precipitar la crisis. El que el médico se encuentra, repentinamente, delante, en la

antesala del quirófano, es un hombre no vencido, sino «desangrado y viejo, como desolado»125, que sin embargo aun conserva algo 83 grande y vigoroso: «Se erguía con tal fuerza sobre sus pies que aunque derrotado, parecía más alto»126. Es el momento del regreso a Dios. El medico-narrador afirma: «en el instante de cerrar la puerta tuve la impresión de que Pedro Arnáez estaba rezando en voz baja»127. La vuelta definitiva a la fe tendrá lugar en la cárcel, esperando la muerte, con una aceptación plena de la voluntad de Dios y la afirmación del alcanzado significado de la vida humana: «[...] Vivir no es un ejercicio aislado, sino un movimiento en función de los demás. Debí aprender esto siendo joven y lo vengo a entender cuando ya las cosas no tienen remedio [...]»128. La figura atormentada de Pedro Arnáez se yergue, aquí, en toda su grandeza, que se funda no sólo en la dimensión de los problemas que implica, sino en la conciencia del significado del hombre en la tierra. José Marín Cañas crea con Pedro un personaje inolvidable en la novela hispanoamericana, un héroe de estatura intensamente humana, siempre sincero y aceptable, como sincero y vivo aparece el médico en su posición, sólo en apariencia secundaria. En toda la novela el relato se articula sin caídas de tono, en todo momento tenso y original. El escritor se muestra experto estilista, sin indulgencias al preciosismo académico. A distancia de tiempo la prosa de Pedro Arnáez conserva inalterada su frescura, en un castellano perfecto, al cual una serie mesurada de localismos e indigenismos, vivos sobre 84 todo en la parte ambientada en El Salvador, aportan originalidad. El recurso al habla regional tiene también una función legitimadora, pero la mesura en la que se produce hace que el texto no se vuelva difícil, imitando ostentosamente peculiaridades populares, al fin aburridas y empalagosas. La belleza y la eficacia del estilo se manifiestan incluso en la habilidad con que el escritor integra la narración del médico con su propia intervención, así como en las disertaciones ideológicas, nunca pesadas, y que profundizan siempre una dimensión interior. A ello contribuye también la atención que Marín Cañas presta al paisaje. Su paleta, muy sensible, va desde tonalidades cálidas, vitalistas, hasta tonos de gran transparencia. Bonilla ha subrayado en este libro las cualidades de paisajista del novelista129. En Pedro Arnáez José Marín Cañas consigue sintetizar una amplia área geográfica, que va de Costa Rica a México, incluyendo El Salvador, dándole a esta síntesis una proyección de singular representatividad. Sus notas son siempre mesuradas; él evita las descripciones prolijas y el paisaje es partícipe de la vida de los personajes, de los cuales anuncia, subraya o concluye la historia. El último instante del héroe, cuando evoca, en la prisión, ante el doctor, episodios de su pasado, lo subrayan las notas de un paisaje nocturno de significativos aromas. El personaje narrante afirma: «Me parece que a la impresión que me iba formando contribuían la serenidad del campo oscuro y la fragancia de las cercas floridas»130. 85 Silencios y sombras acompañan momentos de profunda reflexión: «El silencio sonaba espeso como un rumor ancho de la sombra»131. El paisaje vive por

dimensiones interiores, al expresar las cuales se manifiesta la viva sensibilidad del escritor, observador e intérprete atento de la naturaleza: «Ya la noche comenzaba a emblanquecerse con una tenue luz de la amanecida próxima. Cantó un pájaro y revoloteó entre la selva. Las "llamas del bosque" se destacaron en la sombra y tomaron color. Los higuerones fueron contorneándose y un viejo poro se perfiló desnudo y arrugado, al borde mismo del claro del frente. El campo estaba húmedo y se coloreaba tenuemente con el azul de la madrugada. El bosque acallaba sus ruidos oscuros y se encendía en una algarabía de pájaros. Goteaban las hojas el sereno hecho agua sobre el suelo cubierto de hojas podridas por el invierno»132.

La grandiosidad de la naturaleza americana, frente a la miseria del hombre, la subraya Marín Cañas presentando la soledad de Pedro Arnáez, recientemente huérfano de su padre: «La montaña lo circundaba y se encontró sólo y desvalido. También la montaña -como el mar- era otra fuerza puesta inexorablemente allí, indiferente a su pequeñez y monstruosa en su creación y su poder»133.

La primera apertura a la esperanza del joven Arnáez la anuncia el suavizarse del paisaje: «Comenzaba a oscurecer. El azul intenso de la noche perdía su profundidad y se tornaba 86 dulce y amplio»134. Y aún: «La luz suave y el frío celeste de la hora inundaban la algarabía de la montaña con tonalidades verdes y se desparramaban en los valles»135. El segundo momento de fe del hombre en la vida, en vísperas del amor, queda subrayado por una tierna nota nocturna: «Por la ventana se metía la noche, que estaba piadosa y limpia. Le pareció grato vivir»136. Más tarde, la alcanzada, imperiosa, necesidad de vivir va acompañada de un paisaje nocturno en el que los colores y los aromas se vuelven ingrávidos: «Nada sonaba en la noche y a Arnáez le parecía que todo era suave y tocado de gracia. Oreaban su frente los aires vecinos de las montañas desnudas ya de nubes, y había en el ámbito un olor horizontal, como si hubiera florecido el firmamento manchado de estrellas»137.

El amor logrado, la paz interior, quedan subrayados por un paisaje en calma: «Por los campos lejanos, como un vapor que exudaran los campos, ascendía una niebla lenta y quieta»138. Un momento de intensa reflexión, en el que Pedro Arnáez decide participar en la rebelión, lo evidencia un paisaje nocturno cargado de misterio: «Sentado en la puerta del rancho, Arnáez fumaba en la quietud oscura de las noches salvadoreñas»139. Y por contraste, la destrucción y el odio en 87 el que se consume la

realidad de El Salvador durante la revuelta los exalta una intensa fraternidad de la noche: «La noche tibia y estrellada, la majestad de la hora cobalto, el ritmo maravilloso de los mundos, el silencio de los campos dormidos, todo invitaba a caminar en paz»140. Es un ejemplo más de la fina sensibilidad con que el escritor interpreta las notas inconfundibles de la naturaleza centroamericana. Novela de ideas, Pedro Arnáez es también novela de participación en el drama americano. Se equivocaría quien considerase a José Marín Cañas como un escritor dedicado sólo a especulaciones metafísicas. Su compromiso con la realidad de un mundo martirizado, explotado, oprimido por el poder y la miseria, queda evidenciado, en la novela, en la denuncia del protagonista y del médico-narrador, a través de una franca participación por los desheredados, al describir la revuelta campesina en El Salvador: seres sin futuro, que la desesperación induce a la violencia, con la convicción de que «Solamente matando se podía llegar a repuntar»141. En su novela el narrador describe eficazmente cómo va avanzando y creciendo la revuelta; ella asume un significado casi sagrado, como ocurre con frecuencia en Asturias, especialmente en Los ojos de los enterrados, aunque en Pedro Arnáez no existe victoria. Escribe Marín Cañas: «Era la repunta de todos los hombres y también de todos los derechos»142. Es evidente, la derrota es algo transitorio, pero la victoria del derecho podrá producirse cuando los hombres hayan reconquistado la fe, en sí mismos y en sus semejantes. 88 Entre ideología religiosa y rebelión en nombre de los derechos humanos, entre drama del hombre -el protagonista- y de los hombres -las clases desheredadas y oprimidas- el mensaje de José Marín Cañas en su libro es justamente éste: se necesita la fe, que no es necesariamente fe en un Dios confesional, para salvar al individuo y a la humanidad. Sólo así podrá hallarse la solución al terrible problema que es la vida143.

Invención y moralidad en «Mulata de tal» Parece haberse iniciado ya, respecto de Miguel Ángel Asturias y de su obra, un provechoso proceso de revisión, distante del sectarismo y de las puntas polémicas que se manifestaron en el momento en que el escritor recibió el Premio Nobel y que provocaron, entre otras, las intervenciones enérgicas de Gerald Martin144. Escribe exactamente Rogmann que Asturias tuvo la mala suerte de terminar transformado en un personaje mítico, lo que obstaculizó una lectura «desprevenida» de su producción artística, le restó «interés actual» e incluso, amenazó de hacerla parecer poco seria145. Y sin embargo, Asturias ha sido, como otros nunca lo fueron, intérprete sincero y eficaz de su mundo, el indoméstico que caracteriza a Guatemala, alcanzando con ello obras que afirman, contra el paso del tiempo, su cualidad de libros maestros. Bastará con pensar en Hombres de maíz y, en modo especial, en Mulata de tal. De esta novela deseo hablar, con el fin de profundizar 90 una nueva lectura ya bosquejada en otro momento146, para la cual es, a la vez, de

ayuda y de estorbo la serie de apuntes que en su tiempo me proporcionó el escritor. La narrativa de Asturias, que parte de una recreación mítica y legendaria del mundo mesoamericano, las Leyendas de Guatemala, para luego adentrarse en una realidad político social a la que están dedicadas las novelas que van desde El Señor Presidente a la «trilogía bananera» y a Week-end en Guatemala, parece que vuelve cada vez más al punto de partida durante los años más duros del exilio y frente a la amenaza de la vejez. Aunque el mundo mítico esté siempre presente, caracterizante, en todas las novelas asturianas, también en El Señor Presidente, el proceso de una identificación progresiva cada vez mayor con ese mundo toma arranque con la vuelta a El Alhajadito, que Asturias publica en el 1961; si bien Maladrón pertenece también a este proceso, junto con las leyendas de El espejo de Lida Sal, lo cierto es que con Mulata de tal es cuando el escritor guatemalteco alcanza el momento de más profunda identificación con dicho mundo, en un enérgico e irrepetible esfuerzo creador. Mientras va elaborando, en la novela, una realidad mítica, en un fresco monumental de la Guatemala indoméstica, Asturias penetra en una dimensión interior de Mesoamérica, que el juego de la fantasía hace más compleja. Mulata de tal es himno y elegía al mismo tiempo de un mundo que ya no existe, materia angustiosa y juego acertado de evasión; pero sobre todo es fijación en el tiempo de un universo 91 compuesto, de significado permanente positivo, que para el escritor se califica con las características sentimentales de un paraíso perdido, como siempre es para el exiliado la tierra natal, tanto más una «región» como la guatemalteca, en donde realidad y magia conviven y el mito es el alimento de toda una cultura. El propósito de Miguel Ángel Asturias siempre fue el de recuperar la identidad americana a nivel de las mayores culturas occidentales. Para ello él se funda no sólo en las expresiones del arte y de la literatura, sino sobre todo en la permanencia del mito y del animismo. Para la captación de los valores de este mundo y su proyección a través de la obra del escritor, le fue de singular ayuda la experiencia surrealista de los años juveniles parisienses. Aun si, a pesar de no haber renegado nunca de esa experiencia, al contrario proclamándola siempre de vital importancia, Asturias, en los años últimos de su vida, iba subrayando más bien su adhesión a una especie de surrealismo indígena ante litteram, por el cual todo se presentaba en suspenso entre realidad y sueño147. Eso y nada más sería su especial «realismo mágico», del cual el escritor ha ido afirmando, con una identificación quizá excesiva, la adhesión a la mentalidad primitiva india, en el modo de ver la naturaleza y de vivir las profundas creencias ancestrales148. 92 Los apuntes sobre Mulata de tal a los que he aludido, y que Asturias me enviaba, a petición mía, en 1965149, representan una interpretación previa de Mulata de tal desde el interior, por parte de su autor. En ellos destaca la presencia, en la obra, del elemento popular, la incidencia del mito, la función fundamental que asume el escritor de recuperar en el tiempo la memoria de un capital de cultura genuina: ceremonias religiosas, fiestas y ferias, costumbres y creencias, leyendas y supersticiones: en

suma, todo «lo que constituye el mundo popular, un mundo que el escritor ve paulatinamente desaparecer frente a la civilización mecanizada invadente»150. Asturias se asigna, de esta manera, a sí mismo, la función de guardián supremo e intérprete de un mundo de valores positivos, del cual la novela sería una ilustración y un repertorio. Demasiado poco para explicar el valor de Mulata de tal como creación artística, dado que la novela es, en realidad, un pretexto para afirmar una adhesión de dimensiones más profundas al mundo guatemalteco, para la cual no se necesitan otras motivaciones sino la que sale de la intimidad del escritor, desgarrado en el exilio por el recuerdo y la nostalgia. La novela es, por ello, una reinterpretación del mundo guatemalteco desde el interior, con una adhesión total, con un entusiasmo exaltante; un modo, en definitiva, para afirmar la moralidad de ese mundo, frente a la clase dominante-mundo occidentalizado que desconoce los valores profundos, 93 perdidos en la alienación del poder y del dinero. Un pretexto para esta afirmación de moralidad es la historia de Celestino Yumí, quien vende a su propia mujer, Catalina Zavala, al diablo del maíz Tazol, para conseguir riquezas y poder, para obtener así no sólo la provocadora mulata-demonio, sino también la mezquina satisfacción de aventajar en riqueza al compare Teo-Timoteo-Teo. Sobre esta historia Mulata de tal se define como una cautivadora parábola. El tema de la riqueza es recurrente en la obra de Asturias, cuya ascendencia hay que buscarla en Quevedo151. La «conseja popular», antiquísima, de la venta de la esposa al diablo por riquezas agrarias o áureas, la leyenda de la «mujer-luna» o «Mulata de tal» o «Fulana de tal», que jamás se entrega al hombre si no es de espaldas, porque si no engendraría monstruos, recordadas por Asturias152, permanecen en la superficie, constituyendo un puro adorno del texto. La intención del escritor es la de denunciar en el infeliz Celestino Yumí -un doctor Faust degradado-, la abyección de quien lo sacrifica todo por la riqueza. Especialmente, si por ella termina repudiando y vendiendo a los seres más queridos, como su esposa, que luego añorará por el resto de su vida, hasta redimirla de la condena, pero para volver a hallarse en la antigua pobreza. 94 Asturias en el protagonista condena a quien para hacerse rico elimina cualquier escrúpulo. La crítica al poder corruptor de la riqueza alcanza en Mulata del tal tonos muy cercanos al Quevedo de los Sueños, en una visión del mundo de los ricos «desde dentro», donde cualquier principio de moralidad está revuelto, vaciado. Por encima de la mezquina estatura de Celestino Yumí, acentuada irónicamente, difunde su «aire luminoso» la cervantina «autora de los días»153. La imagen, refinadamente barroca, representa de manera particular la condición miserable del hombre. Celestino no está destinado a gozar del «rosicler de rosas» que la citada autora de los días deja caer sobre las aguas del ancho río que fluyen a los pies de la montaña, ni del aire luminoso que ya «iluminaba de naranja las extensiones»154. Tazol, disfrazado de «pajarraco», para convencer mejor al hombre a delinquir, le enseña, desde la cima de un árbol que crece prodigiosamente, en dimensión desmesurada, todas las riquezas agrícolas que está a punto de darle. La fuente inspiradora de este pasaje es, naturalmente, la tentación de Jesús

por el demonio en la montaña. Pero ya se insinúa en Celestino la inquietud por la ausencia de su esposa, la añoranza por su «compañerismo en la pobreza»155, hasta tal punto, que si no lo detuviese Tazol, se ahorcaría en el mismo árbol. Los términos del conflicto son evidentes, y en ellos también la dualidad de la posible solución: pérdida total del 95 hombre, esclavo de la riqueza y del demonio, intermediaria la sanguinaria mulata, o recuperación del afecto y regreso a la pobreza. Asturias elige la segunda solución, con un profundo sentido moral. Después de un período babélico de vida, rico pero infeliz, Celestino siente cada vez más vital la presencia de su mujer y la rescata del «nacimiento» donde Tazol la había encerrado, reducida a una estatuilla minúscula. Con la ayuda de su mujer, ahora «enanita», pero tocada por lo «inefable», Celestino se escapa de la mulata, o sea del demonio, rompe el pacto y se vuelve libre, pero pierde toda su riqueza: un terremoto destruye, de hecho, todas las cosas; el fuego devora los graneros llenos de hojas de maíz-dinero. Destrucción y muerte significan, sin embargo, el comienzo de una vida nueva. Asturias hace intervenir, de nuevo, en este punto, mitos y leyendas, motivos populares y prácticas mágicas, personajes fantásticos como los «salvajos», leyendas «espeluznantes», como la de las «nueve vueltas del diablo», en donde un hombre-diablo se transforma en piedra y luego de nuevo en hombre al final de cada caída. Disimuladamente ahora el demonio intenta raptar a Catalina Zavala pegándosela a los hombros; pero Celestino se la arrebata y en el intento de quitársela a fuerza de tirar la vuelve a su dimensión normal. Los planos de la realidad y de la irrealidad se confunden cada vez más en un clima de magia. La salvación de los dos depende de la evasión «cabalística a través del 9 de los destinos»: el poder mágico del número les devuelve a los protagonistas la libertad, pero al mismo tiempo los vuelve a una edad pretérita, en la que Quiavicús, su pueblo, es irreconocible, como los habitantes, que tampoco los reconocen. 96 Celestino y la Catalina Zavala ya no tienen más deseos, sino tan sólo aprecio por la vida: «la buena vida es la vida y nada más, no hay vida mala, porque la vida en sí es lo mejor que tenemos»156. Es un estadio de previa purificación, desde el cual se puede emprender una nueva y aterradora aventura en Tierrapaulita, «el tenebroso reino de la nueva magia negra»157, como aprendistas «brujos». El complicado mundo guatemalteco exalta, en estas páginas, sus cautivadores, inquietantes claroscuros, en una síntesis eficaz de su sustancia más íntima. Asturias es aquí, una vez más, intérprete profundo de su mundo, o mejor dicho del mundo que él presenta como característico de su país. En la última aventura de Celestino y de Catalina el escritor desea afirmar una moral superior del mundo indígena, que se impone sobre el panorama alucinante, torcido de casas y hombres, de Tierrapaulita, poblado de «brujos» y gigantes, desgarrado por las luchas encarnizadas entre los demonios terrígenas y el demonio cristiano, que ha entrado en América con la conquista. Los dos personajes llegan a la ciudad de la magia en el momento en que la lucha se agudiza, a causa de una concepción diferente del hombre, que para los demonios terrígenas tiene que ser destruido, por

el hecho de que se ha alejado de su función pasiva en el universo, ordenado perfectamente, y se ha hecho amo de sus propias obras, se ha vuelto individualista, egoísta; mientras que para el demonio cristiano tiene que ser objeto de tentación 97 continua, productor incansable de «leña para el infierno», o sea, interminable en la procreación. Y es aquí donde los demonios terrígenas se vuelven moralistas, como sucede con los diablos de los Sueños -nuevo punto que acerca Asturias a Quevedo-; Cashtoc, la divinidad más alta del infierno terrígena, condena al hombre porque ha pretendido fundar la vida en torno de sí mismo, «ajeno a los millones de destinos que se tejen y destejen alrededor suyo»158. Frente al mal, al pecado representado por el demonio cristiano, las infernalidades indígenas se declaran vencidas y dejan Tierrapaulita, mientras una legión de «forjadores de tinieblas, endemoniados y desendemoniados, nigrománticos, astrólogos, alquimistas, magos»159, etc. conquista la ciudad siguiendo a los demonios cristianos. Es un proceso sin apelación a la conquista española, a la imposición de la religión católica, que para Asturias ha introducido en un mundo incontaminado el sentido del pecado. De este modo concluye la segunda aventura de Catalina, ahora «Poderosa Giroma», por haber generado de Tazol a Tazolito; mientras que Celestino se halla, justo castigo, sometido a ella. Asturias afirma todo el poder de su fantasía en la representación de un mundo distorsionado, espacio del pecado, pero también reino del folclore, donde se sobreponen y se confunden, en una gigantesca mezcla, los mitos, las supersticiones, las leyendas, la magia, de los cuales el escritor parecer ser un buen conocedor. El lector transcurre de sorpresa 98 en sorpresa, asistiendo a danzas inverosímiles de «gigantones», a representaciones simbólicas, como la decapitación de San Juan, en donde el catolicismo se confunde con el mito maya-quiché del gigante Zipacnac, uno de los que sostienen la tierra en sus hombros. La realidad se descompone, pierde sus perfiles y cede, impulsada por la magia, el juego desenfrenado de la fantasía, hasta tal punto que el lector se siente subyugado, perdido felizmente en este maremagnum. Un contexto alucinante, del cual se puede liberar, por fin, el viejo cura de Tierrapaulita, que abandona la ciudad siguiendo a los demonios terrígenas, contra los cuales había luchado en vano, pero que se apodera del nuevo «cura», aunque llega armado de poderosos textos exorcizadores, «artillería gruesa contra Satán»160, completamente inútil, «mosquetería» que en la vertiginosa secuela de los títulos recuerda la lista de textos nigrománticos del Sueño del Infierno. El padre Chimalpín, transformado por arte de magia en «araña ensotanada», libra, de hecho, una batalla desigual contra el demonio indígena y el cristiano, en una iglesia torcida, donde la misa misma se convierte en acto de supremo sacrilegio. El «realismo mágico» de Asturias alcanza aquí sus resultados más originales, en una incansable sucesión de novedades creativas, que envuelven irresistiblemente al lector en lo ilógico. Fantasías inéditas proceden de un magma en continua ebullición germinativa, enmarcando un mundo desorientado, distorsionado por el pecado. Porque Tierrapaulita es realmente la ciudad del pecado; en ella se afirma, por encima del delirio creador, de la magia desbordante, 99

la moralidad asturiana. La nueva ciudad infernal está precintada por una muralla infranqueable, por un amplio foso y en ella un mundo cerrado que espera su destrucción. La novela pulula de demonios de todo tipo, representa un espacio sometido a voluntades diabólicas duramente divergentes. Si leyendo Mulata de tal, por un momento, vienen a la mente los Sueños de Quevedo, es para afirmar, en seguida, su absoluta originalidad. La obra nace vigorosa del contexto mesoamericano, del cual subraya, con exuberante arquitectura acentuadamente barroca, la dimensión espiritual profunda y con ella la condición desolada del hombre, arrebatado del concierto de una armonía universal irrepetible. Símbolo de la perdición humana, Tierrapaulita domina la novela con su luz siniestra, afirmando en modo inconfundible su identidad entre la larga serie de ciudades infernales creadas por la literatura. Ciudad única y múltiple, por las recurrentes destrucciones, con estratos subterráneos y planos visibles, que «subían del mar al cielo por terrenos altos, más altos, más altos, piso sobre piso»161, recuerda, por la inquietante arquitectura, la del Bosco en el Jardín de las delicias; el Bosco, pintor preferido por Quevedo, pero también por Asturias, debido quizá precisamente a la influencia del escritor español sobre el guatemalteco. Con la aventura de Celestino Yumí y Catalina Zavala en Tierrapaulita, se podría tener la impresión de que el pasado ha sido olvidado, por una actualidad que lo comprende todo. Pero repentinamente la cuestión demoníaca, dominada por el pacto sacrílego con Tazol, sale a flote de nuevo. Los 100 lazos de unión entre el «ahora» y el tiempo pretérito se reafirman; vuelven a surgir de un olvido aparente personajes del pasado y la cronología de los hechos reanuda su curso. Mientras el grito de Candanga inunda las oscuras noches ciudadanas impulsando al «engendro», la mulata, ahora castigada por no haber sabido resistir al demonio cristiano en el desigual combate de la iglesia, porque enamorada de Celestino, aparece, asexuada y reducida a la mitad de su cuerpo, intenta vanamente a la búsqueda de la otra mitad de sí misma, y ya consagrada a su condena definitiva. Con la introducción de la lucha sexual, la «sexualidad suelta de los días de Semana Santa», explica Asturias162, en climas en los que la fiesta religiosa corresponde al comienzo de la primavera, se consume una orgía de sexo, entendido siempre en sentido sagrado, penetrado por la magia, originando transformaciones increíbles en los personajes. Son los actos finales de la tremenda subversión que concluirá en la catástrofe definitiva. Tierrapaulita, al final, será destruida por un luz terrible: «fue sepultada, quemada con lava blanca, reminiscencia, en la creencia popular, del castigo celeste a las ciudades pecaminosas»163. Un silencio terrible lo llena todo: «...el silencio también callaba entre los cielos y la tierra, mientras iba pintando el día cubierto de plumas de fuego inmensas, sobre las que en estrías aún más luminosas corrían regueros de plumitas de colores que se amontonaban empujadas por quién sabe qué vientos, hacia sitios en que estuvo Tierrapaulita, y está, sólo que soterrada»164.

101 Grandiosa alegoría del pecado, Mulata de tal podría parecer que no prospecta ninguna visión positiva para el futuro. Permanece imborrable la impresión de la luz cegadora que destruye el mundo pecaminoso de Tierrapaulita, después de una noche infernal en la que Candanga parece decidido a no poner término al pecado, y las mentes se hallan tan turbadas que el mismo padre Chimalpín, a horcajadas de una mula que quizá sea el diablo mismo, se hace «pregonero» del demonio cristiano; hasta que, apeado por las orejas, en la subversión final, y a su vez quemado por la luz atómica, lo ingresan en el hospital. Aquí el cura vive su última transformación, navegando en una sucesión incesante de pesadillas, al final devuelto a la salvación por el recuerdo auditivo de los niños que preparaba, en el pueblo arrasado, a la primera comunión: ¡Yo soy feliz, yo nada, nada espero, porque el azul del cielo, es ya mi casa!165

Podría parecer un final de renuncia: en realidad es de victoria. A pesar de todo, ya no más fuga de la realidad, sino inauguración de una perspectiva diferente: sobre la destrucción actuada por el pecado siempre es posible fundar un orden moral nuevo. Un final de paz repentina, contraste eficaz con el nervioso clima de hechos e invenciones que domina la novela. Un mundo en continua ebullición, fusión de mitos y creencias, de realidad e irrealidad, suspendido en un tiempo 102 que es, él mismo, mítico, Mulata de tal afirma un mensaje positivo, el valor intrínseco de una extraordinaria obra de arte, por encima de viejas y nuevas incomprensiones, mirando constantemente al hombre como fin último. Porque el compromiso de Asturias es, en todo momento, con el hombre, del cual denuncia, en la novela, por encima de la orgía inventiva, la grave orfandad, la condición de desposeído de la magia, de condenado a la alienación, en un mundo que, después de haber perdido los lazos con lo divino, se ha vuelto invivible. Magia y mito dan vida, en Mulata de tal, a una realidad de absoluta irrealidad, «choque de fuerzas ciegas, de destinos sin ojos, de seres que no se ven y se los siente batallar por su empeño de destruirse, con una especie de gozo heroico, de aniquilación total»166. Se ha escrito que, leer esta novela es, para quien sea «forastero» a la visión indígena americana, como sentirse perdido ante la realidad circunstante, ante la «incoherencia»167. Pero más que perdido, el lector se siente subyugado y la incoherencia termina haciéndose coherencia perfecta, en el marco de una fantasía que no tiene límites, en un «ensueño de mundos en potencia», «estado coloidal de fantasmas»168, donde lo maravilloso invade toda

expresión vital. Obra de artista extraordinario, Mulata de tal afirma, con la originalidad de su arquitectura, la de la expresión. 103 Una vez más, y justo por eso, es lícito el acercamiento a Quevedo. En su novela el escritor guatemalteco es más que nunca un renovador, un inventor poderoso de la lengua: los innumerables neologismos, el juego incansable con la palabra, la novedad y el vigor de la imagen, le asignan a Asturias un puesto muy especial entre los forjadores del castellano, como ya a Quevedo en el siglo XVII.

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«Viernes de dolores» o el infierno en la tierra De las novelas de Miguel Ángel Asturias la menos estudiata por los críticos es Viernes de dolores169, acaso porque fue la última publicada por el escritor, después de haber recibido el Premio Nobel, en el momento en que se había hecho más fuerte la hostilidad hacia él por parte de los críticos comprometidos y de algunos autores que, sin embargo, mucho le debían170. Debido esto sobre todo al hecho de que el escritor guatemalteco había aceptado en ese entonces, terminado en Guatemala el gobierno de los militares, la representación de su país en París como embajador171, pero a 106 tanta hostilidad no era extraño, hay que decirlo, el haber él obtenido la máxima distinción en el ámbito de la literatura. Por otra parte, como Neruda, pero con efectos de mayores consecuencias negativas para él, menos protegido políticamente que el poeta chileno, Asturias hacía tiempo que había caído en desgracia en los ambientes «casuistas», mientras que García Márquez, más aún que Cortázar, se convertía en su benjamín, lo que se puede comprobar a través de las numerosas afirmaciones del narrador colombiano acerca de su íntima amistad con Fidel172. Aparecida en el 1972, lanzada por la Editorial Losada de Buenos Aires, Viernes de dolores venía a confirmar una vez más la originalidad de Asturias, su plena madurez de escritor, la incidencia extraordinaria del narrador en la peculiaridad de una lengua de la que se hacía fiel intérprete, pero que también inventaba con vigorosa novedad. A la novela, o mejor dicho a la intención de volver a tratar, con mayor «detenimiento», los años de su vida estudiantil -período en el que había ambientado El Señor Presidente-, el escritor había hecho referencia en más de una ocasión, en conversaciones, entrevistas y cartas personales. También había aludido varias veces al título, ya declarando que la nueva novela se llamaría El bastardo, o Dos veces bastardo. A pesar de lo cual siquiera hoy estamos seguros de que estos títulos 107 fuesen, en realidad, referencia exacta a la novela de que tratamos o a la que Asturias dejó incompleta después de haber trabajado en ella hasta los últimos días de su vida, y que ahora parece perdida o en varias manos173. El proyecto de Viernes de dolores, evocación de los años estudiantiles, era bastante remoto, ya que en 1966, en el momento de dar a la imprenta mi libro La narrativa di Miguel Ángel Asturias, podía yo escribir que el narrador estaba terminando una nueva novela -«que tendrá como ambiente el

período de las luchas universitarias, en tiempos de Estrada Cabrera [...]». Decía esto aprovechando las confidencias del mismo Asturias174. En cambio, aparecieron con anterioridad las «leyendas» de El espejo de Lida Sal, en 1967, y la novela Maladrón, en 1969. Así, pues, la gestación de Viernes de dolores fue larga, no sabemos a cuáles causas debido. Por ciertos aspectos me atrevería a afirmar que fue para el autor una larga ocasión de diversión como creación lingüística. Es significativo que la novela concluya prácticamente el ciclo narrativo de Asturias, con un regreso a los orígenes de su propia historia personal. Ya se ha podido ver cómo el proceso de conjunción, una especie de soldadura del círculo, se realiza con El alhajadito, y lo acentúa Mulata de tal, 108 pero también, en parte, Maladrón, por no hablar de las «leyendas» de El espejo de Lida Sal. Desde el punto de vista de la creación lingüística el hilo que enlaza Viernes de dolor con Mulata de tal y Maladrón es más que patente. Nunca como en estas novelas Asturias es inventor original y vigoroso del lenguaje. El período de la acción en la que se funda Viernes de dolores es el 1922, como puntualiza Claude Couffon175, año de los comienzos de la carrera de dictador de Jorge Ubico, no de Estrada Cabrera. Pero Asturias, como ya había hecho en El Señor Presidente, no aclara fechas y hace sólo una vaga referencia a aquel «calmoso mediodía de un día de marzo del año de gracia de mil novecientos veinte y tantos»176, en el que inicia la «Huelga de Dolores», «Huelga y fiesta», pero sobre todo, por contraste, día infeliz, «pues a más gracias y chistes de los estudiantes, más desgracias y tristezas para la patria»177. El signo trágico se halla ya en estas palabras, si no estuviese presente desde el principio, en la lúgubre descripción del cementerio, que marca una realidad de «Cal y llanto», un reino del «silencio sin silencio», «última frontera sin aduanas», «muro que une tantas cosas separando tanto»178, frente a la ciudad y a sus luces, la capital de Guatemala. 109 La «Huelga de Dolores», huelga carnavalesca de los estudiantes universitarios, es el pretexto que pone en evidencia las plagas de toda una sociedad. Es el momento en que el resentimiento, el sufrimiento, la suportación de la injusticia, del atropello, se manifiestan, o mejor dicho se ven representados, reflejados, en el impiadoso teatro, farsa satírica y grotesca de los estudiantes, en los carros alegóricos por ellos armados y paseados, llenos de caricaturas que representan a los responsables de la situación nacional. La función de la «huelga» carnavalesca es justamente ésta: por un día se le permite al pueblo un «desquite», alivio amargo que sólo tiene como resultado avivar los dolores. Escribe Asturias: «Carnaval de carnavales, amargo, explosivo, mordaz, blasfematorio [...], carnaval de todos los disfraces y todas las audacias, cara al fanatismo, cara a la barbarie, la palabra convertida en guillotina, el gesto en mueca de indefenso que bromea por no tener otra arma, la risa estudiantil en carcajada feroz de concubino [...], carnaval con toda la guapería de la denuncia, entre el andar a gatas de la vulgaridad nacional desenfrenada y el granear apocalíptico de la protesta [...]»179.

No olvidemos la parte que tiene el carnaval en la narrativa de Asturias, por lo menos en «Torotumbo», de Weekend en Guatemala, donde la fiesta corresponde a la efectiva liberación del país. En un momento especialmente trágico de la historia guatemalteca -la invasión mercenaria y la caída del gobierno Arbenz-, el escritor, intérprete partícipe de su mundo, formulaba, en aquellos momentos, un mensaje de esperanza en el triunfo de la libertad: 110 «El pueblo subía a la conquista de las montañas, de sus montañas, al compás del Torotumbo. En la cabeza, las plumas que el terremoto no gastó. En sus ojos, no la sombra de la noche, sino la luz del nuevo día. Y a sus espaldas, prietas y desnudas, un manto de sudor de siglos. Su andar de piedra, de raíz de árbol, de torrente de agua, dejaba atrás, como basura, todos los disfraces con que se vistió la ciudad para engañarlo. El pueblo ascendía hacia sus montañas bajo banderas de plumas azules de quetzal bailando el Torotumbo»180.

El caso de Viernes de Dolores es muy diferente. Iber H. Verdugo ha hablado de una novela de la alienación y de la degradación181, definición que es posible aceptar, sustancialmente. A propósito de la «Huelga», Claude Couffon182 informa que este carnaval estudiantil satírico-protestador tuvo lugar por primera vez en 1897. Fue repetido al año siguiente, bajo la dictadura de Estrada Cabrera -el dictador del Señor Presidente- y la manifestación vio sucesos cruentos: la muerte de un estudiante, asesinado por un policía, que a su vez fue asesinado por otro estudiante. El dictador aprovechó lo acaecido como pretexto para prohibir la repetición de la manifestación carnavalesca. Al hecho de sangre se refiere Asturias en el capítulo V, en un pasaje de alucinante ritmo onírico, donde alude a un tranvía arrastrado por dos muías, guiado por un tal Roque 111 Samuel Feler, que circula incansablemente por la ciudad, con el cuerpo de un estudiante asesinado183, y que al final es enterrado «sin luces, sin flores, sin rezos, sin familia y sin amigos», envuelto en una sábana184. Al benemérito «encubridor» del delito se le da un empleo en telégrafos, hasta su «cese» con sueldo. Asturias insiste en el personaje del «encubridor», recurriendo a lo grotesco, a lo ridículo, que es su modo preferido en la técnica, que en otra ocasión he ilustrado185, de destrucción de las figuras negativas, abundantes en la narrativa asturiana. El motivo por el que Feler tiene que jubilarse es que, «por coincidencias fatales e inexplicables en el reino de la razón», siempre le tocaban a él los telegramas de muerte, y la cosa llegó a tal punto que, al solo verlo delante de su propia puerta, las gentes «se descomponían, se desmayaban, les daba ataque. Y por eso tuvieron que cesarle...»186. En 1922 -esta vez bajo Ubico- se repitió la «Huelga», con todo su significado desacratorio y de protesta. Entre los organizadores, Asturias

fue coautor, en parte, de «La Chalana» -«de chalán, hablador, propagador de asuntos en las ferias», como explica la «Chinche»187, uno de los múltiples 112 personajes estudiantiles de la novela, cuyo apellido el escritor evita mencionar, desvinculando hábilmente, también en este caso, la novela de la memoria autobiográfica-; el primer ideador fue Epaminondas Quintana, presente en Viernes de Dolores -Couffon lo identifica188-, como integrante del Comité que se encarga de preparar la manifestación, con el apodo de «Pumus» o «Pumusfunda»189. La música de la canción la puso el maestro José Castañeda, «Joseh» en la novela. Asturias, en el capítulo XVI, reconstruye eficazmente el momento, subrayando el entusiasmo del músico frente al texto. Junto con «La Jorgena», una canción duramente satírica contra Jorge Ubico, «La chalana» fue publicada en el número único del No nos tientes -a menudo en el libro Asturias hace referencia a esta hoja-, periódico satírico editado en ocasión de la «Huelga» por los estudiantes de Medicina, Farmacia y Derecho -en aquel tiempo, Asturias era estudiante de Derecho-, que en aquel año, 1922, contenía un atrevido enfrentamiento político contra el «desgobierno» nacional, titulado «Somos los mismos... ¿Y qué?»190. O sea, los mismos que habían derribado a Estrada Cabrera y se habían opuesto a los sucesivos «desgobiernos». 113 Del periodo estudiantil universitario Miguel Ángel Asturias da un cuadro animado, eficaz, singularmente dinámico. Son numerosas las presencias de compañeros, más de «juerga» que de estudio, cada uno bien definido, sin exceder en las descripciones, más a través del apodo, de la acción y el medio lingüístico, caracterizado por juegos de palabras, localismos, y la típica «jerga» estudiantil. Aunque el «profesorado» ocupa un espacio marginal en la historia carnavalesca, choca el hecho de que Asturias no aproveche la ocasión para presentar figuras características de éste. Lo cual nos induce a pensar que en el escritor quedó grabada, sobre todo, la vida goliárdica, rebelde, protestataria, pero también divertida, no lo que se refería al estudio, puesto que, por lo que yo sepa, Asturias nunca se refirió a ningún profesor del que conservara recuerdo. Viernes de Dolores presenta una estructura que no es fácil desentrañar a primera vista, pero que poco a poco va aclarando su contorno. A los extraordinarios cuadros de los capítulos iniciales I-IV -páginas 7-71 en la edición bonaerense de Losada-, donde los claroscuros son fuertes, como en la pintura de Goya o en los Sueños de Quevedo, sigue, ocupando los capítulos V-XVII -páginas 72-213- la descripción de los preparativos de la «Huelga de Dolores», que estalla en el capítulo XVIII; los restantes capítulos, del XIX al XXIII, y el «Epílogo», están dedicados especialmente a la conclusión de la historia de amor de Ricardo Tantanis, alias «Choloj», con una muchacha de la clase alta, Ana Julia, y a la conciencia recuperada, por parte del protagonista, de la dignidad de su propia condición social. La historia de amor aludida empieza y se desarrolla en la segunda parte de la novela y tiene un claro significado de exaltación del conflicto entre dos mundos, el de una burguesía 114 que se ha hecho con su propio esfuerzo y que convive sin traumas con la clase de origen, popular, y de

una especie de aristocracia latifundista, orgullosa de su historia familiar, que no está dispuesta a aceptar ningún fácil salto de clase, rígida en la defensa, incluso impiadosa, de sus propios privilegios y, naturalmente, muy ligada al gobierno, a la iglesia, y al ejército. La dificultad, para el lector, de aceptar como un conjunto armonioso las diferentes partes de la novela, reside en el contraste entre el predominio de una trama marcadamente novelesca, incluso sentimental -una historia, ésta, que se complica más por la intervención de otra mujer, Simoneta, por la cual también se entusiasma el joven Tantanis-, narrativa, en las partes segunda y tercera, y el acentuado carácter «costumbrista», técnica de pintura al fresco podríamos decir, de la primera parte, en donde el escritor presenta un singular infierno en la tierra, lugar de dolor y de degradación, marcado profundamente por la nota escatológica, por un humorismo macabro, amargo y, a la vez, descarado, visión desorbitada, «esperpéntica» de las cosas. Iber Verdugo ha visto en esta parte de la novela una «crónica presentación del sustrato social condicionante» de todo el libro191, y no anda equivocado. Aunque el elemento lúdico, patente en la creación lingüística, es muy evidente, Asturias ha querido dar, en los capítulos I-V, la visión de una sociedad estropeada, privada de esperanza, embrutecida en la marginación, ya en una especie de pre-muerte, que, por otra parte, el cementerio cercano hace casi concreta. 115 De todos modos, no cabe duda de que, en esta primera parte Viernes de Dolores podría tener vida autónoma y siempre quedaría una de las creaciones más válidas de Asturias. Insertada en la novela, es un punto obligado de referencia, de donde sacar las consecuencias de la motivación profunda que conduce a la «Huelga de Dolores». Por otra parte, el narrador no olvida, en las páginas sucesivas al capítulo IV, este ambiente. Al contrario, evoca lugares, situaciones y personajes. Justo en el capítulo XX aparecen los sitios descritos tan característicamente en la primera parte del libro, las «fondas» de «El último Adiós», «Las movidas de Cupido», «Los Angelitos», «El Quitituy». En el mismo capítulo, una vez terminada la «Huelga», «Choloj» y «Pan» caen en manos de las «locas energuménicas»192, unas «locas lúbricas»193 hambrientas de sexo, y es una escena de extraordinario vigor, en la descripción del furor libidinoso y las más tremendas deformaciones sexuales, de las cuales los pobres e involuntarios «galanes» salen convertidos en «piltrafas»194. La onomatopeya tiene, como siempre, su papel en la obra de Asturias: el grito de «una jamona de entrepierna rajada hasta la espalda, músculos fláccidos, rodillas torneadas como perillas de féretro, pubis alborotado, venas como ríos de varices de mapamundi»195, que agarra a uno de los mal aventurados gritando «¡... abungalampó! ¡... abungalampó!»196, 116 recuerda al «¡Alumbra lumbre de alumbre!»197 con que se inicia El Señor Presidente, y evoca las infernales «pocilgas» quevedescas, dentro de las cuales se consume una humanidad desgraciada. Pero, aún más: en el capítulo XXII, justo al terminar la novela, cuando está a punto de ser «descuartizado» por la furia del pueblo el Judas levantado por «Choloj» encima de su casa, según la tradición -pero esta vez representando al odiado tío de Ana Julia-, aparece un «borrachín»,

típico personaje del panorama de «fondas» y de «briagos» presentado en la primer parte. Es significativo además que también la última ceremonia simbólica del carnaval tenga lugar en la placita donde se halla el terminal de los tranvías, «que iban o volvían del cementerio, tirados por mulas. Subían gentes con flores y bajaban otras llorosas»198. Ello sucede al ir tomando forma la presencia negativa de la policía, una presencia misteriosa e inquietante en la primera parte de la novela, alrededor del cementerio, y ahora concretamente actuando de manera sanguinaria, según su índole, como entiende Asturias. La rebelión contra la «polis» termina en un estrago, en la detención, acusación y fusilamiento del presunto culpable de haber matado a un policía. Vuelve, pues, el lóbrego paisaje inicial; las mismas palabras, repetidas someramente como en una pesadilla, lo evocan: 117 «... el muro del cementerio... si se borrara... si se desapareciera... alto, plomizo, interminable... fuera la vida... dentro, las cruces... une tantas cosas separando tanto... si se borrara... si desapareciera... alto, plomizo, interminable... los gritos de los locos, lejos... las momias del hospital de leprosos... se retorcieron esa madrugada al oír la descarga de fusilamiento... las cruces... las cruces del cementerio... cal y canto... cal y canto... cal y llanto... cal y llanto...»199.

La conexión es perfecta: de la sombra a la luz y de nuevo a la sombra; de la muerte a la vida, un momento falsamente vital, y luego de nuevo a la muerte. Más que de la degradación, Viernes de Dolores es la historia de una tragedia inconclusa, aunque el libro parece cerrarse sobre un despertar positivo de la conciencia, con la renuncia de Ricardo Tantanis a los títulos recién obtenidos de abogado y notario, para no formar parte de un sistema judicial de tipo «policíaco-militaroide», injusto y vergonzoso, negador de todo derecho humano, sometido «al vaivén político y a los caprichos y órdenes del mandamás o dictador de turno...»200. Vista la reacción, el personaje podría parecer un héroe positivo, pero en el fondo no lo es, y por ello no creo, como hipotiza Couffon201, que en Tantanis Miguel Ángel Asturias haya querido representarse a sí mismo, aunque sí es posible que el escritor haya tenido una aventura sentimental como la de Ricardo, sin que su condición social presentara los «desequilibrios» que insidian las relaciones entre el joven y Ana Julia. No cabe duda, Asturias ha querido presentar en su personaje 118 a un hombre tentado por el deseo de ascenso social. La situación económica de sus padres, ricos «cholojeros» -o sea comerciantes de «entrañas de cerdo» y de caballos-, y por eso, el acceso a estudios universitarios, de otra forma imposibles, no consigue vencer en Ricardo, frente al mundo resplandeciente de los «verdaderos ricos», de las familias con historia, el complejo de inferioridad. Exactamente se ha puesto en evidencia202, a este propósito, el contraste que el joven nota entre el jardín de la chica anhelada, «auténtico jardín, sin mezcla de hortalizas»203, y el suyo, donde la lechuga se mezcla con las rosas y falta el sentido de la obra de

arte, a su entender la verdadera belleza. La traición a su propia identidad la consuma Ricardo aceptando servilmente la «forma de vivir, de pensar, de sentir de la gente de Ana Julia»204. Es así como él se avergüenza de su propia casa, de su modo de vestirse, del olor mismo que se desprende de su mansión, mientras que la de los Montemayor «olía a maderas de fragancia antigua, a enredaderas de hojas parpadeantes al menor soplo de viento [...] al frescor del agua en las fuentes, en los primeros patios, y más adentro a manteles guardados, alacenas fragantes como embarcaciones llenas de especias, y más adentro, a velas encendidas, cirios benditos, alcanfor, incienso y ése como olor a humo de vidrio que se despedía de los espejos...»205. 119 Ana Julia representa además el éxito en la profesión y se convierte en medio para el ascenso social y económico206, que es descenso, en sentido moral. Más allá de la atracción por la bella muchacha hay una idealización «alocada» del mundo deseado, que se le presenta al joven siempre en una atmósfera saturada de aromas, perfumes de magnolias, «cascadas de perfume con resplandor de luna a mediodía...»207; un paisaje casi irreal, rezumando poesía, en el que Asturias describe eficazmente las maravillas de su país, mientras delata el estado de ánimo singular del enamorado, el efecto del amor, de la belleza femenina y del ambiente: «La noche tibia. Las casas no parecían pegadas a la tierra, sino colgadas en el aire, Todo sin peso. Aroma de magnolias. El ruido de la ciudad, lejano. [...]»208.

A pesar de todo esto, Ricardo se siente, de repente, también atraído por la belleza de Simoneta, una muchacha que parece recién salida de un cuadro de Botticelli, hija del «artista» constructor del «Judas», de estatuas de santos y de ángeles, en sus costumbres algo «maricón», cuando logra liberarse de sus mujeres. Pero Simoneta no le sirve al joven para el salto de cualidad a que aspira, porque, por muy bella y deseable que sea, siempre pertenece a su misma clase social, a la que se contraponen los idealizados seres, «nobles e incapaces de malas acciones»209. 120 Por todos estos motivos, y por cobardía, el joven Tantanis quita del carro alegórico del carnaval, «Los horrores del Cristianismo», al fantoche del tío de Julia, representante calificado del mundo que idealiza, en realidad, como se expresa la madre de Ricardo, uno que «echa fuego por la boca», «hombre de horca y cuchillo», que «anda con dos pistolas, una atrás y una adelante, y un látigo en la mano»210. Sólo al final, físicamente de cara al personaje, pero fuerte únicamente debido a la inconsciencia de la borrachera, verá al hombre en su verdadera y violenta realidad. Ricardo será su víctima, cuando el prepotente señor lo obliga a devorar un enorme racimo de plátanos y lo destruye como «figura», para atrancarle para siempre las puertas del anhelado «paraíso». Llegará entonces Tantanis a la decisión de defender al negro falsamente acusado de asesino; y será la renuncia luego a los títulos académicos, el regreso a la casa de Simoneta, donde, justo castigo, constatará que un

amigo se le ha adelantado en el corazón de la muchacha. Entonces tomará la decisión de partir: «encontró un pasaje para Liverpool»211. Lo cual nos recuerda que el mismo Asturias, después de licenciarse en Derecho, partió hacia Inglaterra, para escaparse de la persecución política. De todos modos a Ricardo el novelista, como ya a Cara de Ángel en El Señor Presidente, no le permite redención, pues lo considera un traidor de sí mismo, representa una moralidad negativa que sólo el fracaso personal le hará descubrir. Una vez más en la novela se afirma el compromiso moral de Asturias, que es uno sólo con el compromiso político. 121 El escritor interviene directamente sobre el problema en más de una ocasión, no sólo por boca de sus personajes sino con la brutalidad de los acontecimientos, manifestación de un sistema opresivo, del cual es símbolo duramente negativo la policía. Es posible reunir una rica antología de pasajes en los que el policía es presentado en forma grotesca, naufraga en una broma cruel, se hunde en un juego equívoco de palabras, para consignar un rechazo que se afirma en la obra de Asturias a partir de El Señor Presidente212 El narrador destruye al personaje con cualquier medio, acudiendo especialmente a la degradación excrementicia. Valga un sólo pasaje del capítulo XXIII, donde presenta la obstinada intervención de la policía en casa del profesor Saturnino Casayuca, testigo desatendido de la inocencia del negro condenado, ya acostumbrado, por otra parte, a este tipo de intervenciones policíacas: «... el acabóse con los policías otra vez metidos en su casa... llegaron a registrar al sólo pasar el zafarrancho, volvieron en la tarde, al anochecer, y ahora ya estaban de nuevo trastumbando muebles, arrastrándose en los aleros, metiendo las narices en lo armarios, alacenas, la carbonera de la cocina, el retrete [...]»213.

Viernes de Dolores es una extraordinaria galería de personajes, de cuadros de ambiente, de folklore, usos y costumbres. Una vez más, Asturias se preocupa, como sucedía en Mulata de tal, de conservar y transmitir las costumbres y las 122 tradiciones de su país, que ve a punto de desaparecer o ya desaparecidas. Y si en la historia de la preparación, desarrollo y conclusión de la «Huelga de Dolores» domina el «humor», hay colores cálidos, dinamismo y vitalidad, todo está, sin embargo, íntimamente socavado por la inquietante sombra que proyecta sobre todas las cosas el lóbrego panorama del comienzo. Un cementerio sin esperanza, que se extiende sobre la tierra.

Tres momentos quevedescos en la obra de Miguel Ángel Asturias En un trabajo reciente sobre el tema214, que viene a añadirse a otros míos dedicados a estudiar la huella de Quevedo en la literatura hispanoamericana215, puse de relieve algunos puntos en los que la presencia del escritor español aparece evidente en Asturias. También añadía otros datos, referentes a lecturas particulares del escritor guatemalteco, de páginas de la obra en prosa de Quevedo, y publicaba dos

poemas inéditos, los últimos de Asturias, escritos en su lecho de muerte, donde el escritor español del siglo XVII aparece directamente mencionado, y citados algunos de sus versos. Vuelvo ahora al tema para profundizar en la narrativa asturiana momentos en los que la huella de Quevedo me parece más determinante. Repetiré aquí que nunca Asturias reveló su afición a Quevedo sino en época muy tardía, cuando con relación a sus novelas yo había aventurado algunas posibles conexiones216. ¿Por qué este silencio? No sabría explicarlo con seguridad. 124 Aunque me parece cierto que Asturias nunca debió de hacer esta omisión por deseo de ocultar algo. Es posible que le pareciera demasiado imitativo de Neruda hacerlo, en su declarada adhesión al español del Siglo de Oro. O bien le pareció, en su posición comprometida, de «cristiano de izquierda», demasiado pasible de fáciles críticas. O también, es posible que sólo más tarde se diera cuenta de lo que había significado realmente para él Quevedo, autor que en su obra más profunda religiosa y filosóficamente llegaría a ser, en los años finales de su existencia, lectura constante, lección viva y alentadora frente a la enfermedad, preparación serena a la muerte. Coincidencia curiosa: como en el caso se su gran amigo Neruda, Quevedo fue para Asturias compañero fiel hasta el final. Entre los lectores hispanoamericanos del gran autor español, Neruda y Asturias fueron seguramente los que más seriamente lo vivieron. Para los dos Quevedo representó una dimensión vital, no solamente, como se expresó el poeta chileno, la sorpresa de encontrar en él la expresión inesperada de sus mismos «oscuros dolores», que «vanamente» habían intentado formular217, sino el consuelo en los últimos días de su vida. Si consideramos la poesía póstuma de Neruda, Quevedo vuelve en ella, como ya había vuelto en In citación al nixonicidio218, a ser punto de referencia inmediata. En Jardín de invierno, segundo de los libros póstumos nerudianos, el escritor español preside en el poema «Con 125 Quevedo en primavera». La condición del poeta, ya enfermo mortalmente, se hace patente frente a la primavera recién llegada, en un verso que directamente lleva a la poesía de Quevedo, estableciendo el contraste primavera-invierno, vida-muerte: «Solo no hay primavera en mi recinto». Volodia Teitelboim afirmó no hace mucho que a través de los años «varias veces» le oyó recitar a Neruda «ese poema favorito, un melancólico poema de Quevedo, quien cuando tiene la cabeza cubierta de nieve, exclama: "Siento la primavera en mis entrañas"219». Al final de sus días Neruda retoma el tema en su poema «Con Quevedo en primavera». Hace falta una pequeña rectificación: la referencia de Neruda es al verso de Quevedo «Solo no hay primavera en mis entrañas», del soneto titulado «Obstinado padecer, sin intercadencia de alivio»220; y es más tajante, porque aquí también se evidencia el contraste, y no entre un Quevedo ya cano y el amor, sino entre la vitalidad de la que Neruda llama «primavera exterior» y el tormento interior del amor. Escribe Quevedo: Sólo no hay primavera en mis entrañas, que habitadas de Amor arden infierno, y bosque son de flechas y guadañas221.

126 En su poema Neruda expresa la conciencia del fin, cuando el amor es ya inútil tormento, como lo son fugaces regresos vitales; aunque, como anoté en otra ocasión222, este tormento luego se aplaca en un deseo de paz y comunicación. En los últimos días de Asturias la presencia de Quevedo también preside. Lo documenta no tanto el breve escrito donde el guatemalteco menciona al español en su habilidad de representar en una mujer «[...] el reflejo // de la fealdad de la muerte», -referencia al Sueño del Infierno, donde el sueño es «imagen de la muerte»223-, sino la nota que acompaña al soneto que comienza con el verso «Oropéndola en péndulo de oro», y en la cual Asturias recuerda de Quevedo la expresión del soneto en que «Represéntase la brevedad de lo que se vive y cuan nada es lo que se vivió», en su comienzo «¡Ah de la vida! ¿Nadie me responde?» Impresiona Asturias la expresión «[...] y he quedado // presentes sucesiones de difunto». El escritor guatemalteco, con referencia autobiográfica evidente, anota: «y voy quedando / presente sucesiones de difunto». El poema no incluye la expresión anotada de Quevedo, aunque domina en él el concepto que ella manifiesta. Asturias contempla, o sueña, el va y ven de la oropéndola y en ella ve la imagen de la vida que se le va escapando, mientras por contraste cobra valor más amplio el instante en que vive. En su condición el poeta se ve obligado a añorar sea el dolor, sea el gozo, únicos que dan significado a la vida, en «[...] los engaños / del llorar y el reír...», «únicos dones» del hombre «en el combate incierto» de un existir que lo lleva 127 -otro concepto hondamente desarrollado por Quevedo- a la muerte: «[...] que al cabo de los años, / sin consuelo ninguno ni perdones / hará de mí, el consabido muerto». Nunca la vena poética de Miguel Ángel Asturias había llegado a tan honda amargura, en un contacto íntimo con el Quevedo más desengañado. Como ya dije, la presencia de Quevedo en Asturias es remota y se evidencia en gran parte de su obra, como sustancia ética, además que como lección artística y de estilo. Se la nota especialmente en algunas de sus novelas, en temas prolijamente tratados por el escritor español, en arquitecturas estructurales y en expresiones lingüísticas que remontan a la poesía, pero sobre todo a la prosa de Los Sueños. Es así como en la narrativa asturiana encontramos tres momentos que podemos llamar «quevedescos», de singular relieve. Me refiero sobre todo a la representación del infierno en El Señor Presidente, la abominación del dinero y la riqueza, especialmente en Mulata de tal, el triunfo de la muerte en Viernes de Dolores. El primer capítulo de El Señor Presidente representa ya el infierno, con su pórtico de estremecedoras onomatopeyas y la presencia incorpórea de un Luzbel que todo lo domina: «¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre! Como zumbido de oídos persistía el rumor de las campanas a la oración, maldoblestar de la luz en la sombra, de la sombra en la luz. ¡Alumbra, lumbre de alumbre sobre la podredumbre. Luzbel de piedralumbre! Alumbra, alumbre, lumbre de alumbre... alumbra...

alumbra... alumbra, lumbre de alumbre... alumbra... alumbre...»224.

128 Sobre el mundo de los pordioseros incumbe este pórtico, con el significado patente del letrero de la Comedia dantesca: «per me si va nell'eterno dolore, / per me si va tra la perduta gente». Sólo que la «perduta gente» en la novela de Asturias no son los condenados sino los verdugos del Señor Presidente. El clima oscuro, infernal, se impone ya en este primer capítulo; la ciudad está sumida, con sus habitantes, en la oscuridad más angustiosa y en ella velan sólo los centinelas, demonios quevedescos, que cuidan de su Luzbel, el fantasmal dictador, «cuyo domicilio se ignoraba porque habitaba muchas casas a la vez, cómo dormía porque se contaba que al lado de un teléfono con un látigo en la mano, y a qué hora porque sus amigos aseguraban que no dormía nunca»225. La misma oscuridad del infierno quevedesco rodea a las desgraciadas criaturas injustamente condenadas al infierno de la dictadura; y la oscuridad exterior resuena de los «rechinos» de botas militares, a los que responde «el graznido de un pájaro siniestro», mientras la noche se presenta «oscura, navegable, sin fondo»226. En el segundo capítulo de la novela Asturias nos presenta las bartolinas en donde están metidos los pordioseros, a merced de la policía, que con tormentos mira a obtener una falsa confesión, que denuncie la culpabilidad de personajes caídos en desgracia. Son tantas pocilgas quevedescas, cuyo modelo transparente se encuentra en el «sueño» Las Zahurdas de Plutón. Y de nuevo es la pesadilla de la oscuridad. Los compañeros de «El Mosco» «lagrimeaban como animales con moquillo, atormentados 129 por la oscuridad, que sentían que no se les iba a despegar más de los ojos por el miedo [...]»227. Rodea a los infelices presos gente dudosa, policías con «caras de antropófagos», «los cachetes como nalgas»228, de voz tiple, «voz de mujer»229, figuras siniestras como las que encontramos en Los Sueños, especialmente en El Alguacil endemoniado. Un demonio más es el «Auditor de Guerra», quien montado «en un carricoche tirado por dos caballo flacos que llevaban de lumbre en los faroles los ojos de la muerte»230, es alegoría aterradora del clima de la dictadura. En El Señor Presidente los que penan son seres inocentes, mientras que en Los Sueños trátase de pecadores, de culpables sobre los que ha caído la justicia divina. Lo que acerca el infierno de Asturias al de Quevedo es la nota lóbrega y de dolor, la omnipresencia de la muerte; que si en la obra del escritor español se presenta justa, justiciera, en la del novelista guatemalteco es expresión injustificada de violencia, de un atropello constante que el poder ejerce sobre el ciudadano indefenso. Y todo en un juego verbal extraordinariamente vigoroso, que se califica por la inagotable veta inventiva, los juegos de palabras, la onomatopeya, las metáforas inéditas, dominio en el cual Miguel Ángel Asturias válidamente compite con Quevedo. En Mulata de tal damos con otro infierno en la tierra. La contienda entre demonios terrígenas y demonios cristianos se desarrolla en Tierrapaulita, ciudad que los primeros abandonarán luego, viendo con amargura la llegada

de «los que exigirán 130 generaciones de hombres sin razón de ser, sin palabra mágica, desdichados en la nada y el vacío de su yo»231. Es en esta novela donde Asturias desarrolla cabalmente un tema que con seguridad se remonta, en el ámbito de sus lecturas, a Quevedo, el del dinero y la riqueza. Tema de honda raigambre en la obra asturiana, ya en Viento fuerte el novelista denunciaba el efecto deshumanizante del oro, en el poder hiperbólico del «Papa Verde», personaje que, según Lester Mead, «tiene a sus órdenes millones de dólares»232 para hacer cualquier barrabasada: «Dice una palabra y se compra una República. Estornuda y se cae un Presidente, General o Licenciado. Frota el trasero en la silla y estalla una revolución»233.

En El Papa verde, segundo libro de la «trilogía bananera», destacan, con intención bien clara de denuncia, los reflejos de las «muelas de oro» del «senador por Massachussets», que con el secretario de Estado norteamericano está proyectando golosamente la anexión de Guatemala a Estados Unidos234. Chicago, la ciudad donde vive la gente del dinero, la presenta Asturias como «próspera porcópolis, donde en cada puerta había un Papa Verde»235. La representación de 131 esta ciudad tiene un sello surreal y nos recuerda no solamente la pintura del Bosco en su aspecto deformante, sino Los Sueños de Quevedo; por la fuerza de las imágenes desacralizantes y la expresión lingüística. Con el personaje aludido, el «Papa Verde», anteriormente definido, y condenado, como «señor de cheque y bolsillo, gran navegante del sudor humano»236, penetramos en un mundo alucinante, efecto de la fuerza deshumanizante del dinero, donde «las calles hieden a intestinos largos y las bocacallas son como anos cuadrados adonde asoman los transeúntes no suficientemente digeridos por la miseria de la vida, pues se les ve desaparecer por otros callejones intestinales y salir a otras calles [...]»237. Miguel Ángel Asturias trata a sus personajes con la misma técnica destructiva de Quevedo; el rico es un esclavo, es basura, inhumanidad. El mismo Jinger Kind, empleado de la «Bananera», manifiesta su vergüenza por lo que con el dinero están haciendo los norteamericanos en Centroamérica, donde todo lo cubren «con el unto del metal amarillo, oro que hiede a merde, porque eso hemos hecho, transformar el oro en porquería...»238. De modo que resulta justificada la lamentación indignada de Sabina Gil: «Se acabaron las personas [...] y es tal vez más una escoba, que una gente»; porque la gente se ofrece por el oro, «para que barran con ella»239. El poder corruptor del dinero es tal, según Asturias, en Los ojos de los enterrados, que los mismos Lucero, herederos, de pata en el suelo que eran, de parte de las acciones de 132 la Compañía, a más de haberse vuelto «viejos, panzones, con anteojos, canosos y desconfiados»240 -retrato destructivo eficaz del rico-, cierran ya sus oídos a los dolores de los pobres. Y al famoso «Papa Verde», viejo ya, achacoso, en fin de vida, todo ojos y mandíbulas, no vale a prolongarle la existencia el tubo de platino que los médicos le meten por la garganta «a martillazos». Justa condena, por Asturias, para quien del dinero hizo su único dios y el

instrumento de la opresión. Son todos pasajes interesantes, relacionados con la condena quevedesca del «Poderoso caballero / don Dinero». Pero es en Mulata de tal donde la condena de la riqueza llega a su cumbre, y no solamente en el significado general que se desprende de la novela, la punición de Celestino Yumí, reo de haber vendido por la riqueza su esposa al demonio Tazol (una riqueza para ser envidiado, mezquina, fin en sí misma), sino en una suerte de tratado contra la misma, presentado en las primeras páginas del libro. Es el momento en que Celestino Yumí platica con Tazol y se aviene a sus consejos, con tal de enriquecer y hacer rabiar a su compadre Timoteo Teo Timoteo, el más rico, hasta la hora, de Quiavicús, «barrigón de como y tomo»241. Asturias penetra hondamente la situación del pobre, para el cual la riqueza, puesto que nunca tuvo trato con ella, queda algo inconcreto, exterior, sólo una manera para salir de un estadio-de humillación frente a los ricos. Celestino siente el peso del pacto con el diablo, precisamente porque la riqueza la desea sólo por eso, «por capricho, para que todos 133 se fijaran en él, pobre, mal vestido por mucho que se echara mudada nueva, sin buen caballo, sin pisto y sin queridas»242. Por eso en Asturias, a pesar de la condena, hay cierta comprensión humana hacia Celestino Yumí, del cual evidencia el dolor al deshacerse de «Niniloj, su costilla»243. Dimensión que nunca encontramos en Quevedo y que en el escritor guatemalteco procede de una honda comprensión por la pobreza, la ingenuidad que la caracteriza, la que hace de Yumí un ser aceptable, que al final se rescata por el amor a su mujer, diminuta muñequita en el Nacimiento diabólico. Desde el comienzo hay en Yumí una posible disculpa a su acción, debida precisamente a la situación de postergado frente a los que todo lo pueden, los ricos. Estos consideran suyo hasta el río de la aldea, denuncia Asturias, disponen de los árboles, que talan sin piedad, «¡Ingratitud de las ingratitudes!»244. Pero por la riqueza, al fin y al cabo Celestino delinque; Asturias, como Quevedo, denuncia, entonces, el poder corruptor que ella representa: «Y qué no hace uno por ser rico: delinque, mata, asalta, roba, todo lo que el trabajo no da, con tal de tener buenas tierras, buen ganado, caballos de pinta, gallos de pelea y armas de lo mejor, todo para disfrutarlo con quién, con la mujer...»245.

Tazol, demonio sabio, moralista serio a pesar de explicar su función de diablo, pondera ante el iluso Celestino los efectos de la riqueza. Asturias introduce en estas páginas 134 una nota más de denuncia, representada una vez más la condición humana del pobre -«Los pobres procuramos no pensar...»246, se justifica Celestino con Tazol-; según ya había expresado Quevedo en la letrilla satírica mencionada, dedicada al poder del dinero, que «da y quita el decoro / y quebranta cualquier fuero», el demonio explica al acobardado Yumí que «al amanecer rico, como te despertarás uno de estos días, todos afirmarán que entiendes de todo, de finanzas, política, religión, elocuencia, técnica, poesía, y se te consultará...»247. Y a la ingenua observación del pobre, «Por el hecho de ser rico, no porque sepa...», contesta: «Sencillamente...».

248 El demonio Tazol cumple con su deber, tentar al hombre, pero está en la línea de los demonios de Quevedo, moralistas severos frente al hombre, que sí es realmente demonio. Tazol tiene en Mulata de tal la función de denunciar la naturaleza negativa de la riqueza, mientras parece ilustrarle a Celestino sus ventajas. Al aconsejarle que pegue fuego a la casa de su compadre le recomienda que lo haga sólo cuando ya sea rico: «..., pues entonces no habrá juez, policía ni magistrado que imagine, ya no digo que te acuse, que fuiste tú, aunque te vieran con la tea en la mano, porque luego vendrán a tu casa a pedirte dinero prestado, que les acordarás con largueza. [...]249»

135 Y de nuevo Tazol incita a Yumí a no ser «rico pobre», o sea «rico que antes de gastar piensa como pobre, sino rico rico, rico que gasta sin pensar lo que vale lo que gasta»250. A continuación el demonio terrigena denuncia otra calidad negativa del rico; cuando Yumí le suplica que no haga sufrir a su pobre esposa, «porque pensar en eso me amargará la riqueza», le contesta: «-¡No pensarás! ¡Los ricos no piensan en los que sufren!»251. La posición de Miguel Ángel Asturias es mucho más honda y dura que la de Quevedo frente a la riqueza y los ricos. Ello procede de un compromiso sincero con el hombre de su mundo, compromiso que caracterizó toda su actividad y su vida. Con la desaparición de la Catalina Zabala, «arrebatada por el huracán de garras de obsidiana y ulular de búho»252, empieza el desasosiego de Celestino Yumí, su pensar con nostalgia en los tiempos buenos de la pobreza, en el «compañerismo» de su esposa, en la falta de medios, cuando era «alegre y amiga de cantar, como si fuera dichosa, porque su dicha, a decir verdad, consistía en hallarle a todo el lado bueno y a nada el lado malo»253. Es cuando Tazol se ve obligado a intervenir otra vez sin demora, para evitar que Celestino se ahorque de un árbol, y a tentarlo con la visión de las inmensas riquezas que le esperan. Como en el Evangelio el diablo, en la tercera tentación, lleva a Jesús en la cumbre de un monte y le enseña 136 todos los reinos del mundo «con su gloria», prometiéndole que serán suyos si lo adora254, así Tazol, en forma de horrible pajarraco, después de haberle salvado la vida a Celestino picoteándole la soga con que pensaba ahorcarse, le muestra desde la increíble altura alcanzada por el árbol en que está -«no parecía de la tierra»255- la inmensidad de sus riquezas: «Pues bien, desde esa altura dominaba todo el mundo y al solo echar la vista abajo, a sus pies, abarcó con sus ojos tierras cultivadas de maíz, caña, cacao, tabaco, algodón, frutas, un gran río con sus puentes, una casa de pisos, rodeada de rancherías, potreros llenos de ganado, caballadas sueltas, otras en establos, vacas en ordeño, toros magníficos, perros de raza, aves de corral de todas las que hay en la región, y algunas jamás vistas»256.

El pobre Celestino Yumí, al contrario de Jesús, se deja tentar; el pajarraco, a partir de ese instante, «le pareció un ave sublime, un hermoso heraldo de los dioses»257, anota con sorna Asturias, y en un rápido pasaje humano le hace exclamar al tentado: «-¡Entonces, sí se jodió el compadre!». Forma que todavía le salva, en su dimensión de pobre que ve en la riqueza sólo un medio para imponerse a los que siempre lo han humillado. Pero de nuevo Tazol denuncia los poderes negativos del dinero: 137 «... el dinero es el mejor escudo: contra Dios, dinero; contra justicia, dinero; dinero para la carne; dinero para la gloria; dinero para todo, para todo, dinero. [...]»258.

Y contra los ricos: «... Rico quiere decir vago. Vago por el que otros trabajan»259. Es lo que piensa Celestino, contra la necesidad de trabajar que Tazol le impone para que su riqueza no llame la atención tan de repente; y adivinándole el pensamiento, nuevamente moralista a lo Quevedo, el demonio le advierte que «la riqueza, Yumí, es como un nudo corredizo...»260, y que para el avaro «es el peor de los ahorcamientos, y también para el dadivoso, el manirroto...»261. Tazol, demonio terrigena, quiere probar a Celestino por medio de la riqueza sabiendo muy bien lo que ella significa. Y al final se lo manifiesta, como descubriendo de repente su juego: «... al darte la riqueza, como una cuerda, y colocártela al cuello, como la más valiosa condecoración humana, la soga del millonario, de ti depende que te ahorques por avaro o pródigo, avaricioso o derrochador»262.

El demonio de Quevedo, en su infierno, tiene frente a sí sólo criaturas condenadas porque pecaron. La enseñanza moral puede sólo aprovechar al visitante, Quevedo mismo. Tazol tiene frente a sí solamente a un hombre que se dispone a pecar, y cuando lo haga perderá todo aspecto humano, 138 y hasta el esqueleto se le transformará en oro, rematando su condena263. El dominante motivo moral y el prodigioso juego de la fantasía hacen de estas páginas de Mulata de tal las más interesantes en el ámbito de la relación Asturias-Quevedo. La atmósfera de pecado que domina toda la novela, el hervidero de demonios que hay en ella, nos hace remontar irresistiblemente a Los Sueños, aunque el novelista guatemalteco presenta mayor pasión, mayor humanidad que su lejano maestro. Tema dominante en la narrativa de Miguel Ángel Asturias, como en la obra de Quevedo, es el de la muerte. Podríamos formar una amplia antología en este sentido, desde las muertes violentas de El Señor Presidente, hasta las míticas de Hombres de maíz y El espejo de Lida Sal, las de Viento fuerte cargadas de valor simbólico, como la del «Papa Verde» en la novela

del mismo nombre, la patética, por inocente, de Natividad Quintuche en Week-end en Guatemala, la desamparada e inútil del nieto del poderoso señor de la «Bananera» en Los ojos de los enterrados, la heroica del guerrero Mam en Maladrón... Pero la muerte como tema general, como escarmiento universal, a la manera de Quevedo, la trata Asturias en Viernes de dolores. El infierno de Tierrapaulita, en Mulata de tal, entre demonios terrígenas y cristianos, gigantones y enanos, mágicos, brujos, ensotanados y sacristanes, vive en un lugar mítico, distorsionado. En Viernes de Dolores los capítulos iniciales nos presentan otro infierno en la tierra, una extraordinaria danza de la muerte. El cementerio de las afueras de la 139 capital guatemalteca es el teatro de la poderosa representación de la muerte, donde el escritor destaca los símbolos más aterradores de lo que condiciona en todo momento al hombre, clima inquietante de ultratumba, tan cercano del por excelencia cantor de la muerte, Quevedo. Además de una terminología que irresistiblemente nos llama a Los Sueños, uso quevedesco de verbos, toda la lóbrega mitología de la muerte en su significado escarmentador, subrayado con transparente complacencia por el autor castellano del siglo XVII, vuelve a nueva vida en las páginas de Asturias. No importa tanto en la novela la ficción, como las páginas iniciales donde el escritor pinta su inmenso lienzo fúnebre. El lector tiene la impresión de estar metido en un mundo terrible, alucinante. Sin embargo, en estas páginas de Asturias la muerte no se presenta con atuendo quevedesco, como en El sueño de la Muerte, entre medieval y barroca, «muy galana y llena de coronas, cetros, hoces, abarcas, chapines, tiaras, caperuzas, mitras», etc.264. El personaje desaparece en su sentido alegórico, para construirse en la total alegoría de la muerte a través del infinito reino de los muertos, sepulcro inmenso del cementerio, cuyos límites van marcados por el muro: «Cal y llanto. Cal y llanto. Fuera la ciudad. Dentro las tumbas»265. Trátase de un nuevo y original «mundo por de dentro», como lo hiciera Quevedo en el sueño homónimo. Reino de dolor y amargura, va presidido por un quevedesco sentido del tiempo: si la tierra es allí 140 «tierra sin historia»266, las señas de identidad frente al tiempo más confirman «la eterna brevedad del tiempo»267. Es ésta la «última frontera sin aduanas»268 -definición que bien podría ser de Quevedo-, y en acentuado juego de palabras, recinto delimitado por un muro «que une tantas cosas separando tanto»269. Con expresiones que encierran verdades aterradoras, Asturias forma el pórtico al reino de la muerte: «Por la puerta principal entran los que ya no regresan»270. Como los diablos de El Sueño del Infierno el guardián del cementerio, no sin razón apodado Tenazón, gran Carón de la tierra, repite, cada vez que recibe a un nuevo huésped: «Más combustible... adelante... aquí la muerte es natural como la vida»271. Honda filosofía en palabras escuetas. También pone de relieve Asturias como la frecuentación de la muerte transforma a los que todavía viven; entre la barahúnda de flores, Cristos, cruces, retratos, coronas, etc., se les comunica un sentido de provisionalidad, y la gente «parece desorientada, sin saber qué hacer, sin rumbo, sin saber si marcharse a la ciudad en seguida -tranvías, carruajes, automóviles de alquiler-, o quedarse por allí, [...]»272.

La lectura de Los Sueños da frutos originales en estas páginas del escritor guatemalteco, particular hondura en la 141 contemplación de un mundo, el de los vivos, que de la muerte se nutre, dominado por el tiempo que adelanta su lección hasta en un viejo almanaque «hojeado por el viento», porque «Ni en la basura pierde sus ínfulas el tiempo. Marca días antiguos, fechas»273. Las cantinas que rodean al mundo de los muertos llevan nombres eficazmente alusivos: «El Último Adiós», «La Flor de un Día», «Los Siete Mares», «Las Movidas de Cupido», «Los Angelitos»; «Sepulcri» es el nombre del genovés «propietario de la marmolería más importante de por allí»274 -la broma está al servicio del horror-; el mármol presenta manchas que para Asturias son «¡El vómito de los siglos!»275. El extraordinario poder del humor negro y las definiciones califican un mundo ya difunto en vida, el que rodea al cementerio; allí, en sus cantinas, se sirven bebidas de sugestión mortuoria, que se llaman «pésame con sonrisa de marqués»276, y por estar a tono con el ambiente se come «mortadela», «que así la muerte no faltaba ni en sus alimentos»277. Y al levantarse, los sepultureros rezan: «¡Los muertos nuestros de cada día dádnoslos hoy, Señor...!»278. Asturias acude al humor negro, de gran efecto, para pintar su gran mural de la pesadilla. La fúnebre atmósfera cobra así evidencia aterradora, fundándose en la originalidad de las imágenes y la expresión. Doquiera asoman los «efectos de la muerte». El dolor y la borrachera son hermanos. 142 Figuras inolvidables llenan el mundo de los vivosmuertos. Son el borracho «pequeñito y pestañudo, como poney», que -nota viva de humorismo«era del mismo alto sentado que parado»279; borrachines «paralizados, mineralizados casi por el aguardiente que ingerían, más piedra lumbre que aguardiente», quienes despiertan «del sueño despierto, sueño de antesala, en que esperaban no se sabía qué»280. Gente que baila, «más era zangoloteo», en «Los Angelitos», donde se lloran los «tiernos», para no mojarles las alas, no con lágrimas sino con danza, «al compás de la música valseada, que molía un fonógrafo de entraña negra y trompetón de pico de ave marina»281. La gran farsa de la muerte alcanza hasta el dominio de lo erótico. Con hábil soma Asturias denuncia «la curiosidad militar y eclesiástica»282 que se detiene a «fisguear» los retretes abiertos de «Los Angelitos», donde se les da a las damas máscaras para que encubran pudores, en una taza que también remeda grotescamente el luto: «La taza blanca y la tabla como salvavidas negro para traseros de personas de luto»283. El juego alcanza resultados extraordinarios en el humor desquiciado. Muy quevedesco es también el juego soez en la descripción divertida de los defecantes284, como lo es el juego de palabras: «Cagatintas», «Cagaluto», «Cagaaceite», «Cagachín», «Cagarriendo»285. 143 Con evidente deleite y eficacia representativa Asturias denuncia, en este sector, la grafomanía de los anónimos pintores de excusados, más pornografía macabra que otra cosa: «... paredes convertidas en pizarras de locos sexuales sueltos, delirantes, que dibujan, más allá del amor carnal, en el reino del amor óseo, esqueletos y esqueletas poseyéndose: besos, no de labios, sino de engranajes blancos, dientes contra dientes, dedos de manos

radiografiadas en busca de senos y pezones en los vacíos intercostales, piernas entrelazadas como compases, y sobre estas figuras acopladas, esqueléticas, rodillas y codos de varillas de paraguas, la artillería gruesa: calaveras de frasco de veneno, falos en lugar de tibias, y un miembro viril que recorría las paredes, desplegando en su avanzar irrefrenable su nombre, "el filarmónico", escrito con letra de carta, y sexos de mujeres pintados del suelo al techo volando como mariposas entre cortinas de telarañas, [...]»286.

La muerte triunfa con su presencia doquiera, se impone en su poder absoluto, en el «golpe fofo de la argamasa que pegaba sus cachetes a la sepultura ya cerrada»287, en el «frote arcilloso del afinador»288, en el «plin-plin-plan..., plin-plin-plan...» de la cuchara del albañil de los sepultureros289, en el ruido espeluznante del féretro que «a duras se desliza [...] hacia adentro de la tumba con ruido arenoso de arrastre sin mulillas»290, en toda una serie de personajes de última hora: postillones, quevedescamente definidos «jinetes de la muerte, recostados en un gran silencio de sepelio291, aurigas, con 144 juego de palabra llamados «Exequiosos»292, no obsequiosos, que guardan sus distancias de los sepultureros; carpinteros y ebanistas, con metáfora eficaz definidos "grandes sastres del vestido de madera a la medida"293, extraordinarios artistas de la escena, como los "que por las calles céntricas de la urbe representaban el paseo funeral conduciendo carruajes negros, tirados por caballos negros, gualdrapados de negro, enjaezados de guarniciones principescas, [...]"294. En este inmenso cuadro está reunida toda la «funérea aristocracia hedionda a caballeriza y el proletariado sepulcral con olor a tierra de huesos»295. La misma que, como en repetición de un rito, se junta en la cantina «Las Movidas de Cupido» hermanada por la muerte y el alcohol: «Los cocheros, postillones, palafreneros y maceros de pompas fúnebres, enlatados, como conservas de la muerte, en sus cuellos, pecheras, y puños de almidón y pez, charolados, emplumados espejeantes, brindaban, entre nubes de humo de tabaco, con los sepultureros rojizos de polvo de ladrillo de tumba, marmoleados de cal, con los tipógrafos de esquelas mortuorias, con los carpinteros de ataúdes y con todo aquel que algo representaba en la próspera industria funeraria. Caían de paso a tomarse su traguito, sólo de paso, curas de responso y hoyo, notarios de última voluntad, médicos de acta de defunción, oradores fúnebres de voz temblona, periodistas de necrologías, [...]»296.

Por encima de la honda huella de Los Sueños, no cabe 145 duda, destaca en este tema de la muerte la gran originalidad de Miguel Ángel Asturias. La seriedad dramática que la muerte representa se impone en el juego de palabras, el derroche de las imágenes y los conceptos, en un fúnebre escenario donde se representa al vivo la danza gigantesca de la

muerte. Bien pudo firmar estas páginas el gran artista del siglo XVII; pero en ellas vive una humanidad desconocida a Quevedo; muy lejos del dejo de dómine que caracteriza Los Sueños por su acento moralizador, las páginas de Viernes de Dolores representan una honda participación de su autor al drama que envuelve todo lector, sin que el juego del humor y el grotesco dejen de apasionarle. Infierno, dinero, muerte, grandes temas de Quevedo, lo son también de Asturias; él los remoza con su originalidad poderosa, por encima de la adhesión apasionada al maestro.

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Asturias y el conflicto de la expresión: un documento inédito Que Miguel Ángel Asturias, gran forjador del idioma, en este sentido por mí varias veces acercado a Quevedo297, como acabamos de ver uno de sus autores preferidos, haya siempre considerado el castellano que, forzosamente, tenía que emplear para expresarse como escritor, un instrumento valioso, pero inadecuado, aparece en varios de sus escritos. Será suficiente recordar aquí un texto de 1963, argumento de una conferencia sobre La novela latinoamericana como testimonio de una época298. Asturias definía en él la novela suprema aventura de la palabra, una «hazaña verbal», y se empeñaba en demostrar la novedad de la expresión americana, que consistía en no obedecer a regla alguna, presentándose más bien «como la pulsación de mundos que se están formando»299; e insistía sobre el valor de la onomatopeya, aunque sin profundizar definitivamente el argumento: «Es el sonido, es la onomatopeya. Es la aventura de nuestro 148 lenguaje, lo primero que debe rastrearse es la onomatopeya.¡Cuántos ecos compuestos o descompuestos de nuestro paisaje, de nuestra naturaleza, hay en nuestros vocablos, en nuestras frases!»300.

Años después, ya Premio Nobel, con ocasión de entregarle la Universidad de Venecia la laurea ad honorem301, disertaría Miguel Ángel sobre el tema Paisaje y lenguaje en la novela hispanoamericana302. En esta ocasión su pensamiento se aclaraba más y llamaba de propósito la atención sobre la relación de la lengua empleada y «los resabios ancestrales que afloran inconscientemente»303 en la prosa de la narrativa hispanoamericana. Notaba que la lengua castellana «se construye con frases. Es una lengua docta, madura, en la que las palabras encadenadas por una estricta sintaxis, desarrollan los conceptos»304. Al contrario, en el español empleado por los hispanoamericanos la palabra es «entidad absoluta, contiene en sí tanto simbolismo que en una palabra encerramos los conceptos»305. Era una tentativa más de aclararse a sí mismo el problema, 149 dentro de lo posible. Lo que atormentaba al escritor guatemalteco era la conciencia de un sustancial divorcio entre su íntimo indigenismo y el vehículo expresivo, recibido con la Conquista, no nacido del medio americano. Por ello acentuaba las relaciones con la manera de expresarse

indígena, subrayaba que la prosa hispanoamericana era «incisiva, directa, poseedora de una riqueza conceptual, pero al mismo tiempo apretada y sencilla»306. Una prosa «en la que la palabra adquiere valor tan importante, que no depende de las otras palabras, sino de lo que cada una de ellas encierra de fuerza expresiva»307, aludía a un idioma en el cual «parecen ir pesadas por sabidurías antiquísimas, las valoraciones, la adjetivación, el rápido disolverse de lor verbos», las frases y las imágenes308. Naturalmente, no se podía renunciar al castellano. De ello Asturias tenía plena conciencia. Pero había que modificarlo. Afirmaba, pues: «Muchos creen, juzgando a la ligera, que estamos destruyendo el idioma. A mi juicio estaríamos destruyendo el idioma si tratáramos de ajustarnos a la sintaxis castellana imitando la nobilísima lengua de nuestros maestros españoles. Lo que estamos haciendo es inventar, crear una lengua, un vehículo de expresión de lo nuestro, de nuestros sentimientos, de nuestros pensamientos, de nuestra carne, de nuestra naturaleza, de nuestros problemas, de todo lo que sería inexpresable si no llegamos a poseer nuestro propio idioma, ese que se ha movilizado ya, como avalancha, en nuestras novelas»309.

150 A pesar de estas consideraciones el problema no quedó nunca resuelto para Asturias. Hasta lo iba atormentando en los que serían lo últimos días de su vida. Nos lo revela un poema que la amabilidad de doña Blanca, esposa del Premio Nobel, me favoreció hace tiempo, autorizándome -como lo hizo a propósito de otros310 -a publicarlo. Es un documento precioso, desde el punto de vista humano, además de todo. En enero de 1974 Miguel Ángel Asturias había presidido en Dakar, rogado por su entrañable amigo, el entonces Presidente de Senegal, Leopold Sedar Senghor, el Coloquio Internacional dedicado al tema de la presencia de África en la cultura latinoamericana. Al terminar el Coloquio Asturias fue a Canarias, invitado por la Universidad de La Laguna, donde tenía que dictar una serie de conferencias sobre novela de América. En esta ocasión compuso un poema de gran significado, donde pone de relieve, frente al mundo hispánico, el irresuelto conflicto entre sus orígenes indios y el vehículo expresivo, la lengua de los conquistadores. En el poema se aprecia un elaborado proceder; muchas son las tachaduras presentes en el texto -escrito a máquina-, las sustituciones, a veces de mano del propio Asturias, las sucesivas elaboraciones de estrofas enteras. También aparece en la hoja mecanografiada otra escrituras, la de doña Blanca, que como siempre servía de secretaria a su marido. Es el caso de un terceto, en función de epígrafe, al comienzo del poema: 151 Patria de ayer con ojos de hoy oye lo que diré mañana.

El caso es que Asturias debía leer su poema, efectivamente, en el paraninfo de la Universidad. Más que epígrafe estos versos se nos presentan como una invocación a la antigua madre, la Patria remota, cada vez más presente en el desterrado, que ya sentía faltarle las fuerzas, viendo acaso próxima la hora decisiva311. Sus lecturas finales serán La Providencia de Dios y La constancia y la paciencia del Santo Job; precisamente en este último libro de Quevedo privilegiará un pasaje que dice: «las calamidades dan mejor cuenta del seso humano que la prosperidad»312. Los versos arriba citados fueron seguramente puestos a última hora al comienzo del poema. Lo que iba a leer, y a decir, significaba para Asturias algo muy importante: el rescate de un mundo de valor incontaminado, el mundo indio de sus orígenes. En cuanto al poema propiamente dicho, éste presenta cinco cuartetas, formadas por versos de nueve sílabas; de estas cuartetas aparece atormentada en su redacción la última. Sigue una serie de versos que no encuentran exacta formulación en estrofa. El texto del poema es el siguiente: 152 Mineralizo mi conciencia cuando me expreso en esta lengua desnuda, pétrea, sin penumbra, en esta lengua, mi enemiga.

Hablan mis gentes vegetales en un lenguaje que es aroma, polen celeste, espuma verde, clave de símbolo en semilla.

En nuestro idioma, la palabra que los martillos del oído quiebran, golpeándola, es siempre un Dios, un sueño, un amuleto.

Filtros divinos los sentidos, palpan en ella lo palpable, gustan sabores, lo que esconde para la nupcia con el hombre.

No me dan tregua, subyacentes terrenos pudren, el idioma, en que me expreso y que no es mío es más adentro en su sonido.

En las cinco cuartetas hay alguna que otra corrección, pocas en realidad: en el tercer verso de la cuarteta tercera encontramos la sustitución, de mano del propio Asturias, de proteje con es siempre; en la quinta cuarteta, además de una formulación originariamente distinta por lo que se refiere a la segunda parte del verso tercero, y que no es mío, que lo modifica en porque no es el mío -y que no he aceptado en mi reproducción del poema porque sale del número regular de sílabas de cada verso-, el cuarto verso está escrito por la misma mano que escribió el epígrafe. Los versos que siguen a la quinta cuarteta, a máquina 153 siempre, son más bien tentativas de versos y van precedidos de un verso, a máquina, dejado como en el aire, que también hubiera podido ser título del poema: Lengua del indio subyacente; La primera serie de versos aludidos se presenta como sigue: En esta lengua que no es mía hablo mi idioma subyacente, pelo de pluma en arco iris, plumajería en que descansan todas las joyas de mi verbo mezclas verbales tan ajenas, lengua del indio subyacente.

En el texto que acabo de transcribir, siempre a máquina, aparecen tachados los versos tercero y quinto, luego rescatados íntegros a mano -la misma mano del poeta-, con añadidura, siempre a mano, del séptimo verso. El sucesivo grupo de versos es el siguiente: De esta lengua que no es mía y de mi idioma subyacente hago una mezcla, ¿a quién traiciono? mezclo la lengua que no es mía con mi lenguaje subyacente verbal injerto en que subsiste eco de aquella y sangre de éste.

En estos versos, tercera formulación del concepto fundamental expresado en

la quinta cuarteta del poema definitivo, o sea la distancia-proximidad de dos mundos espirituales, que un idioma extraño al mundo indio, a pesar de todo, expresa, hay que subrayar la tachadura y el sucesivo rescate 154 del verso tercero y la sustitución, al final del ultimo verso, del pronombre éste con ésta, de mano del poeta, evidente equivocación de concordancia. En la margen izquierda de la hoja aparece otra prueba del final del poema, de la que sobreviven a las tachaduras los siguientes pasajes: Mezclo /tachadura/ que no es mío con mi lenguaje subyacente, verbal injerto en que subsisten /tachadura/ quel

Por debajo de las tachaduras del primer verso es posible leer un idioma que, de modo que el texto completo sería: Mezclo un idioma que no es mío. Las tachaduras del cuarto verso, incompleto, dejan ver un eco de a, de manera que el verso, en la parte formulada, es: eco de aquel. El poema, cual se presenta en su integridad, ha conservado de las tentativas ilustradas sólo un adjetivo, un concepto, subyacente, insistido, al contrario, en el primer grupo de versos-prueba, donde aparece dos veces, referido al idioma y al indio, y en el segundo grupo, donde aparece igualmente dos veces, referido a idioma y a lenguaje. En el tercer grupo de versos-prueba subyacente aparece una sola vez, referido a lenguaje, pero, ya lo he dicho, aquí se trata de una estrofa inacabada, confusa, que por lo tanto dejamos a un lado. Tanta insistencia sobre el término indicado nos abre el ánimo del poeta, nos muestra su íntimo tormento, y al mismo tiempo su adhesión casi «religiosa», diría, al mundo indio poderosamente operante en él. De este mundo en el primer grupo de versos-prueba destaca la maravilla, a través de una serie de imágenes y valores cromáticos que penetran directamente 155 en el dominio de un universo fabuloso, y nos recuerdan ciertos pasajes de Clarivigilia Primaveral313, el gran poema con el cual Asturias da a la literatura maya una extraordinaria contribución contemporánea en lengua castellana. En el segundo grupo de versos-prueba, el poeta concentra su atormentado pensar sobre el concepto de traición. Si en su personal modo de expresarse, en su lenguaje, entra tanto el mundo indio como el mundo español, ¿a cuál de los dos traiciona? Exactamente, de todos modos, Asturias llega a definir su idioma: eco de aquélla y sangre de éste. O sea, eco de la lengua que no es mía, el español, y sangre del lenguaje subyacente, es decir indio. Quiere decir todo esto que el español es para el poeta un medio obligado, e inadecuado, para expresar lo que en él subyace. ¡Cuán lejos estamos de las primitivas formulaciones del problema expresivo -me refiero a las citas iniciales-, cuando todavía Asturias consideraba capaz el idioma de

los hispanoamericanos de expresar la peculiaridad americana. Volviendo al poema en su redacción definitiva, Miguel Ángel Asturias denuncia en él el carácter de lengua / desnuda, pétrea, sin penumbra, del idioma español, que está obligado a emplear, la falta especialmente, en él, de una dimensión que llamaré «de la sombra», o sea capaz de expresar 156 el mundo anímico que vive más allá de la desnuda realidad. Sigue, en la segunda cuarteta, la celebración casi sagrada del lenguaje indio, que es aroma, / polen celeste, espuma verde, / clave de símbolo en semilla, y en la tercera la insistida identificación del lenguaje indio con el de los Dioses: es siempre / un Dios, un sueño, un amuleto. Quien oye este lenguaje se siente en comunicación con lo divino, lo concreto y lo impalpable al mismo tiempo. Al final del poema, la expresión del tormento del artista por lo inadecuado del medio expresivo, que no ha resuelto el conflicto. En ello está el significado dramático del texto, la última composición acabada que nos dejó Asturias en sus últimos meses de vida. Sobre el tema no volvió.

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