DE DELITOS Y CULPAS A PROPÓSITO DE PENSAMIENTOS, SENTIMIENTOS Y ACCIONES

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DE DELITOS Y CULPAS A PROPÓSITO DE PENSAMIENTOS, SENTIMIENTOS Y ACCIONES Oscar Alvarez - Psicoanalista ¿Son acciones la expresión de pensamientos o sentimientos? Si son opiniones expresadas no son, estrictamente, contenidos de la conciencia de quien las sustenta puesto que la trascienden, o al menos trascienden el ámbito de ese sujeto para acceder a los otros, sus destinatarios. ¿Sería el “acto de expresión” el que confiere a un contenido de la conciencia, íntimo, su condición de conducta, de acto de intercambio humano? Quizá sea legítimo afirmar que, en tanto que expresados, los contenidos de la conciencia no son una pertenecen exclusiva de su poseedor. Serían “públicos” no sólo en el sentido de ser conocidos públicamente, sino en el de incorporarse de algún modo al ámbito colectivo: a otros incumbe, al menos en tanto que les afecta, por ejemplo, conmoviéndolos. Así, y en un ámbito restringido, mis expresiones “te amo” o “la amo a ella”, ocasionan efectos en ti, tienen una realidad fáctica, son acciones que contienen y transportan sentimientos que promueven otros sentimientos, pensamientos y, eventualmente, acciones en ti. ¿Y la expresión “Dios no existe”?, ¿acaso no viene promoviendo a lo largo de la historia las acciones más contundentes de otros, conmovidos? Acciones criminales si son consideradas al margen de las intencionalidades adjudicadas, de quien se expresó, luego hizo, y quien respondió haciendo: la palabra dicha y el asesinato perpetrado. Convendrá explorar la entraña del apasionamiento en que parece resolverse una conmoción. O la expresión del deseo, el “acto de amor” de una mujer con quien no es su esposo. De nuevo la conmoción en los otros y la acción que en éstos se desata, al parecer, irresistiblemente. De la expresión del deseo al acto de lapidación. La invocación de la Razón o la Ley que legitimarían dicho acto no opera sino como encubrimiento, como andamiaje ideológico para poder hacer. En el plano subjetivo supone el intento de hacer razón de un acto que es pura pasión, pura transpiración emocional: La “Razón de castigo” invocada encubre un incontenido impulso vengativo. Venganza de los otros que persigue anular la conmoción que el deseo de la mujer promovió, ese oscuro abismo imaginario de deseos, anhelos posesivos, temores y celos; venganza que restaura la vivencia de control al reafirmar la identificación masculina y el poder ante la mujer. En el plano político, el abuso de poder como ejercicio de dominación busca legitimarse invocando la Ley. Mas es una Ley de raigambre divina que se acreditaría en la tradición. Pues al operar con una lógica de tipo mítico, queda impedida la reflexión racional sobre la Ley, y queda así velado el abuso de poder

ejercido en el acto de lapidación. El procedimiento consiste en de hacer salir del ámbito humano de reflexión ética el juicio moral y la consideración de un acto como delito, para que retorne luego a los hombres en forma de un mero mandato de ejecución de la Ley. Les propongo ahora un acercamiento distinto a la cuestión del delito, la culpa y la vergüenza a propósito de pensamientos, sentimientos y acciones. Será en el ámbito subjetivo de la comprensión y tratamiento clínico del daño y el sufrimiento. Un joven de 17 años abusó sexualmente a una niña de 5, y al hacerlo quebrantó su dinamismo psíquico alienando su corporalidad vivida, al convertirla en mera cosa-procedimiento para una descarga, un desahogo. No sólo pensó hacer, permaneciendo en los laberintos del deseo, además hizo. Más allá de los motivos de “ese impulso que se hizo” y su posible desvelamiento, brota en la niña el sufrimiento: temor, culpa, vergüenza. Ahora bien, somos los otros quienes significamos ese abuso como delito al invocar la Ley. Y esa Ley habría también de “hacerse”, en el sentido de su cumplimiento, para posibilitar un nuevo pasaje, un retorno ahora desde el acto al pensamiento. No cabrá anulación, en el sentido de alguna especie de mágico deshacer, sino un trabajo de restitución y reparación. Pero ¿cómo hacer para llegar, para retroceder digamos, al escenario del joven que, solitario, se masturba en el juego deseante de la imagen de una niña? ¿Cómo acompañar a la niña para que pueda recrear su mundo imaginario al abrigo de la corporalidad sexuada de un hombre? Tratemos de seguir el proceso en ambos sujetos. El quebrantamiento de la niña viene sellado con un doble cierre, de culpa y vergüenza. Son obra del abuso, que no sólo seguirá perpetrando daño con el desbordamiento de su imaginación angustiada y que trastorna su vivencia e identidad corporal sexuada. El abuso transportó la culpa y la vergüenza del agresor, que ahora son y están en la niña, añadiendo daño, operando como parásitos, como intrusos representantes del agresor que se vuelven una y otra vez contra ella perpetuando el trauma. No hay salida. Como una herida infectada, cosida de culpa y maquillada de vergüenza. Haría falta humanizar el quebrantamiento. Hará falta la disponibilidad de otro ser humano para ser testigo, restaurar la Ley y acompañar con su presencia, su escucha y sus palabras lo traumático, atendiendo así los dos órdenes del daño: Restablecer la verdadera topografía de los sentimientos de culpa y vergüenza. Ayudándola a comprender que su agresor abusó de su cuerpo físico y

dañó el interior imaginario de su cuerpo, dejándola llena de miedo, y que también lleva en ella la culpa y la vergüenza que su agresor arrojó allí. Que le pertenecen a él y que debe devolvérselas; que sufre al no desprenderse de ellas y conservarlas dentro. Ayudarla a comprender que la Ley obliga a restituir a cada cual aquello que legítimamente le pertenece. Y acompañar a esta mujer-aún-niña escuchando y poniendo palabras a sus desquiciadas vivencias, para que pueda asirse a un ser humano y no perderse en el laberinto imaginario poblado de espejos deformantes y angustiosos de su identidad corporal sexuada. (Esta mujer-aún-niña tiene naturaleza de sujeto deseante; el trauma no consiste en crear o despertar precipitadamente el deseo, sino en desquiciar el desenvolvimiento imaginario del mismo; más adelante abordaremos esta cuestión). Y poder restablecer el tiempo histórico, que había regresado a una lógica mítica de eterno retorno, donde “ahora”, “ayer”, “en algún momento”, se confunden, y a través de esa confusión el quebrantamiento psíquico infantil se perpetúa contaminándolo todo. Está en juego que pueda, como niña, restablecer un imaginario corporal no dañado y recuperar el orgullo de su identidad femenina; que pueda como mujer amar sin angustia al hombre, vivir sin temor, sin la amenaza o convicción de mutilación simbólica, su femineidad y su fecundidad corporal o social. También la restitución al agresor del temor, la culpa y la vergüenza hará posible su pendiente trabajo de reparación. Es una restitución requerida por la Ley. Pero que acaso no pueda cumplirse sin la disponibilidad de otro ser humano que no lo juzgue y repudie, sino que sea testigo del cumplimiento de esa restitución, y que con su contención de escucha y palabras lo acompañe en los miedos, culpa y vergüenza que retornan a él. Que retornan desde la víctima y a través de “los otros”, y que resultan trastornantes. Sí. Estar junto al agresor ahora que retornan a él la culpa y la vergüenza. Y acompañarlo, no dejarlo sólo ahora, abandonado en una biografía en la que yacen otros miedos, otras culpas por acciones o sentimientos, propios y de otros, otras humillaciones y vergüenzas sufridas y ejercidas. Es preciso ayudar a comprender, ayudarle a sentir pesar por el daño que hizo a otro y que a ese otro trastorna, aunque no pudo sentir culpa o vergüenza porque las puso y olvidó en la víctima, y que ahora retornan a él. Que comprenda y acepte que al cumplir su condena, es decir, al hacer efectiva la prohibición de esa libertad de hacer y la irremediable asunción de su vergüenza y el reproche moral de los otros por el daño que hizo, quedan también -es más, deben quedar- saldadas su culpa y vergüenza. Porque la impunidad promueve una compulsión a la repetición, un mortífero círculo vicioso. La vergüenza y la culpa trastornantes que retornan al agresor dispararán la acción para reubicarlas de nuevo en el otro, tanto más cuanto que contará con reencontrar el plus de placer que el abuso aportó.

Pero podemos considerar otro orden de impunidad, que acaso aclare ciertos puntos oscuros. Aparece cuando la conciencia moral continúa, insaciable, mortificando al sujeto, no por sus actos, sino por sus pensamientos, deseos o intenciones hacia los otros. En el ámbito íntimo del sujeto, el conmovido superyo vuelto contra el yo por dar expresión al deseo, acosándolo e infligiendo un sufrimiento cual si sufriera la agresión de un otro, como hace el agresor con la víctima. Conciencia trastornada y trastornante en el atolladero de un malentendido, presa en un remordimiento que no cesa al tomar por acto el anhelo de expresión del deseo. Es un tipo de impunidad que atormenta a muchos sujetos neuróticos, especialmente al atravesar estados de melancolía o depresión. Este tipo de impunidad puede, también, atrapar al agresor que afronta reparar el daño realizado, cuando la vergüenza y la culpa retornan a él. La aludida presencia continente, humanizadora, de ese otro -llamémosle terapeuta- que acompaña el proceso, ayudará a “poner las cosas en su sitio”, es decir, a reparar lo que la realidad exige y no lo que la imaginación o la trastornada conciencia persigan. Quizá estemos vislumbrando ahora la cuestión que se nos planteaba al inicio, acerca de la entraña del apasionamiento en que parece resolverse una conmoción. Retomemos, pues, la consideración de ciertos actos de expresión, acciones que contienen y transportan pensamientos, sentimientos, deseos que conmocionan a otros, y la apasionada y en apariencia irresistible reacción que dicha conmoción desencadena. ¿Cómo situar los límites? ¿Qué legitimidad invocar? Aclaremos primero las condiciones de partida para situar luego los límites. Los seres humanos somos sujetos de lenguaje (animales políticos que tienen palabra, dicho con otros términos) y sujetos de deseo. Esta doble cualidad nos constituye, nos atraviesa. No podemos, no está en nuestra naturaleza de mujer u hombre, suspender el deseo. Deseo de, con, contra, ante, frente, para, por,... los otros. Deseo encarnado, arraigado en nuestra corporalidad, que anima -y requiebrala razón, late en el pensamiento, la opinión, los intercambios con los otros, que se viste y trasviste de emociones, anhelos, fantasías, que transpira e impregna todo el ser y el hacer del ser humano. Ser humano irremediablemente arrojado e intermediado por los otros, condenado como está por su pertenencia a la comunidad de lenguaje a decir, lo quiera o no, lo sepa o no: condenado a decir y a ser dicho. No, no puede el ser humano suspender ni el deseo ni el lenguaje. O no puede hacerlo sin que imponga una mutilación a su dinamismo vital, un quebrantamiento alienante de su humanidad. ¿Puede acaso un hombre suspender su mirada deseante hacia una mujer? ¿Y hacia una niña? ¿O suspender ésta su actitud deseante hacia

un profesor? ¿Puede una mujer anular sin quebranto su orgullosa femineidad deseante? Mirar sin ser visto, pensar sin ser oído, decir sin ser escuchado, tocar(se) sin tocar. Confinar pensamientos y emociones a resguardo de los otros, en el inescrutable fuero interno. ¿Pero es que acaso sin su manifestación expresa, dejarían esos pensamientos, esas emociones, de promover efectos sobre los otros? ¿No impregnarían la conducta, no hallarían el modo de llegar al otro, siquiera de un modo velado, incluso desapercibido para la consciencia de ambos? Al postular la dimensión inconsciente del sujeto venimos, de un lado, a complicar las cosas, pero de otro a promover una aproximación de sentido a los vínculos e intercambios humanos que, lo queramos o no, son complejos. Pero, ¿dónde situar los límites: en la cualidad de la expresión del uno, en la reacción que la conmoción promueve en el otro? ¿Debe una mujer suspender, anular su deseo, o deben suspender los otros hombres, no sus conmociones, empresa imposible o acaso idealización inhumana, pero sí su acción vengativa y reafirmadora? ¿Seremos incapaces de señalar y sostener una topografía de legitimidades y transgresiones acordes con lo humano? ¿No habríamos de situar los límites, señalar la prohibición, para unos y otros, ahí donde la acción (de expresión o reacción) entrañe una mutilación, un quebrantamiento del dinamismo vital del otro? Claro resulta tener que reconocer la complejidad, las contradicciones y el conflicto como consustanciales de lo humano, y abandonar decepcionados la idealización del hombre y la mujer y la infancia, buenos por naturaleza: humanos son el amor, la amistad y la piedad, pero no más que la envidia, el apoderamiento o la crueldad. Pero la conmoción de un sujeto no lo mutila, no quebranta su vitalidad; es cierto que lo cuestiona, que interpela sus anclajes ideológicos y sentimentales, ¿pero acaso no lo confirma, entonces, como humano? ¿es que no lo revela, precisamente, atravesado de deseos y arrojado a decir y ser dicho por los otros? Si nos fijamos en el proceso evolutivo, la criatura humana no sabe, no puede tratar con el otro sino con el lenguaje del cuerpo a cuerpo, un lenguaje de acciones, un pensamiento sensorio-motor. Agarrar para sí, chupar con deleite, mirar -sin pudor-, morder, arrojar; donde el otro no puede ser concebido sino como mirado, agarrado, atraído, palpado, lamido, mordido, poseído, arrojado; como objeto de deseos y acciones que comprometen su dinamismo vital. Sólo con el avance de la socialización, el asentamiento de la naturaleza cultural humana, ciertas acciones abusivas podrán ser sustituidas por el gesto, el ademán de hacer que apoya la palabra que dice esa acción, con el surgimiento de emociones de temor, amor, vergüenza, culpa, compasión hacia el otro, que inhiben o restringen la realización del deseo en acción. Hacer, hacer pensando, pensamiento de hacer.

Volviendo sobre el joven que abusó la sexualidad de la niña. Es porque no renunció al primitivo lenguaje del cuerpo a cuerpo de un hacer quebrantador, por lo que la vergüenza, la culpa y la anulación de su libertad de hacer así, se ciernen sobre él. Y podría haber abrigado el deseo en todo su recorrido imaginario a través del pensamiento e incluso su asomo expresivo en los ojos y la constatación de que otros ojos registraban su deseo. Ese era el límite. Límite doble que lo protegía a sí mismo para no quedar mutilado en su humanidad (de deseo y lenguaje), y que simultáneamente protegía a la niña, para que su naturaleza, también deseante y expresiva, no resultaran desquiciadas. Ese habría de ser el límite en los intercambios humanos. Porque el conflicto y la contradicción, porque márgenes de conmoción, temor, pesar, engaño y desengaño, no pueden suspenderse sin degradar o mutilar lo humano. Más allá de esos límites, marcando una transgresión, aparece el daño, el quebranto, y a él debe señalar el delito. Y aún así, también la esperanza de un trabajo de reparación. Más allá de las consideraciones subjetivas que unos y otros tengan (a tenor de sus “biografías” de emociones y convicciones y de las “sociografías” que las hayan presidido) alrededor de la culpa y su reparación, la vergüenza y la restauración de la propia imagen, corresponde a la colectividad señalar los límites del delito, su condena y el procedimiento para su efectiva reparación. Ahora bien, se hace preciso deslindar el discurso de la sociedad democrática, como comunidad de ciudadanos, del discurso del poder. Éste acometerá el abuso quebrantador porque puede, esgrimiendo su ley o razón, puro andamiaje ideológico o sentimental para poder hacer, y ya sea éste un hacer colectivo ritualizado lapidando a la adúltera o mutilando genitalmente a la niña, o un hacer privado golpeando a la esposa o desquiciando el imaginario corporal sexuado de la niña o el niño. Corresponde a la sociedad desvelar el discurso del poder y señalar con su propio discurso los límites del delito en los intercambios humanos. Aunque, desde luego, esa tarea sobrepasa los límites de esta reflexión.

Madrid, abril de 2010. Oscar Alvarez [email protected]

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