Del monumento a la escultura

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Capítulo 8

Del monumento a la escultura 1. Introducción A modo de introducción al tema indicar que fue Winckelmann, teórico neoclásico, el que fundamentó los principios del movimiento, basándose especialmente en la escultura clásica conocida. Efectivamente, los descubrimientos arqueológicos de Pompeya (1748) y Herculano (1738) permitirán La de de la escultura. Los dos principales maestros neoclásicos son del más distinto origen, italiano Antonio Canova y danés Bertel Thorvaldsen, y ambos dan forma definitiva al estilo en Roma, que continuará siendo –ya por muy poco tiempo-, la capital de la escultura. Ambos son imitadores del arte clásico y dedicados, con sus diferencias, al mundo de los dioses. Houdon, Sergel o Shadow, aunque también interesados por el arte clásico, representan una tendencia más sensitiva y psicológica, centrando su atención en la representación del hombre.

2. La búsqueda del ideal: Cánova y Thorvaldsen Antonio Canova como retratista del Imperio, el recuerdo del barroco Antonio Canova nació en Possagno (Venecia) en 1757, donde comenzó su formación dentro del barroco veneciano de la mano de G. Bernardi. Sus primeras obras venecianas, como Orfeo y Eurídice o Dédalo e Ícaro, están impregnadas todavía del espíritu barroco que reinaba en la ciudad de la laguna, especialmente de los juegos de luces y claroscuros reconocibles en su escultura. Hacia 1780 se desplaza a Roma donde, inspirado en la Antigüedad clásica y poderosamente influido por los principios teóricos de Winckelman y Milizia, definió el estilo que le caracteriza. En Roma se acercó a los escultores del momento y frecuentó muy especialmente el taller de Cavaceppi, escultor conocido por sus copias de la antigüedad y por sus restauraciones; asistió a la Academia de Francia, tomó apuntes de la colección vaticana y visitó las ruinas de Pompeya y Herculano orientando, de este modo, sus intereses artísticos hacia el mundo antiguo. Instalado definitivamente en Roma en 1781 como artista conocido y admirado, inicia

Antonio Canova: Teseo y el Minotauro, c.1781-1783.

una serie de obras de temática mitológica que recrean el arte antiguo siguiendo las teorías neo-clásicas ya comúnmente aceptadas. Sin embargo, aún siendo el más próximo a los ideales winckelmannianos, conserva la gracia naturalística de su formación véneta. Las obras de Canova fueron fruto de una larga elaboración, de una ejecución realizada con un detallismo casi artesanal; forjado a través del estudio y el trabajo, mediante la práctica diaria del dibujo perfeccionó el desnudo y superó las deficiencias de sus primeros estudios anatómicos. De esta etapa romana destacan obras como Teseo y el Minotauro, donde se manifiesta la maestría técnica y la perfección en el acabado y en el pulido que le serán característicos. Realizó Canova también numerosos monumentos funerarios para pontífices, príncipes y personajes destacados, desde Napoleón hasta Catalina la Grande de Rusia, creando una tipología que sería seguida por los escultores del momento y los posteriores. El más célebre fue el de María Cristina de Austria, en la Iglesia de los Agustinos de Viena. Canova encarna el gusto de su tiempo, plasmando la belleza natural en reposo, libre de movimientos espontáneos que contrastan con la etapa precedente. De este modo fija las bases del Neoclasicismo, desempeñando el papel de ideal estilístico de una época al saber moldear la materia, crear la sensación de mórbida carnalidad y jugar con el efecto de la luz.

A.Canova: Mausoleo de Clemente XIII, 1792.

A.Canova: Ángel de la muerte del Mausoleo de Clemente XIII, 1792.

Sus obras reflejan su propia concepción de belleza, que nace de la humanización y vivificación de los modelos ideales de la antigüedad. Así encontramos que tres serán las corrientes principales de la producción artística de Canova: 1. Desnudos de gran sensualidad, traducción aplicada a la escultura del concepto de gracia de Winckelmann. Las tres Gracias encarnan el desnudo femenino en toda su perfección, y en ellas el artista parece querer reflejar algo de su mundo interior.

2. Estatuas o relieves de obras de la antigüedad, a veces reelaboradas y otras corregidas. 3. Retratos realistas, donde, superada la tradición véneta de los siglos XVII y XVIII, trabaja el mármol como si fuera un medio plástico, de precisa factura en los acabados de los particulares crea un tipo de retrato realista e ideal a la vez. Canova, al igual que otros escultores del momento, fue llamado a París también por Napoleón en varias ocasiones; preocupado por rodearse de los mejores artistas empleó también el emperador a los escultores franceses formados en Roma y que habían trabajado bajo la dirección de David. El arte juega en este momento un papel propagandístico de primer orden al centrarse en el culto a la persona de Napoleón: sus retratos se propagaron por todo el imperio, siendo evidente la voluntad de sentirse heroificado, actitud acorde con los ideales neoclásicos.

Canova: Napoleón Bonaparte, 1806.

Canova llegó a Paris en 1802 para esculpir un busto del emperador y en 1806 realiza su Napoleón como Marte Pacificador, que sostiene en una mano el globo con la victoria. La representación es heroica y sublime, el emperador desnudo (como una divinidad romana) sosteniendo la victoria sobre el mundo en su mano derecha que parece no fue del

agrado del retratado. Ya en el ámbito del retrato idealizado –donde se compara al personaje con una divinidad-, de esta época imperial encontramos las obras Leticia Bonaparte, como Agripina sentada, y el retrato de Paulina Borghese Bonaparte como Venus vencedora.

Canova: Paulina Borghese, Roma, h. 1804.

Su fama como artista le abrió numerosas puertas y lo convirtió en un hombre enormemente influyente, a quien el Papado encomendó algunas misiones delicadas,

como la recuperación de las obras de arte expoliadas por Napoleón. Canova fallecería en Venecia el 13 de octubre de 1822.

Canova: Letizia ramolino, h. 1804.

Canova: Las tres Gracias.

El modelo griego de B. Thorvaldsen Es Thorvaldsen junto al italiano Antonio Canova la figura de mayor relieve de la escultura neoclásica, además de la encarnación de sus ideales. Nacido en Dinamarca en 1770 llega a Roma en1797, tras estudiar en la Academia de Bellas Artes con Abildgaard. En Roma se dio a conocer en 1803 con la obra, encargada por Thomas Hope, Jasón; esta escultura es de estatura colosal, 242 cm., a través de la cual se expresa su carácter heroico. Basada en el Doríforo de Policleto, esta obra conquista de inmediato la admiración de todos debido a su nobleza, la perfección de sus formas y el equilibrio de sus volúmenes, que no se va perturbado por la expresión de contenidos pasionales.

B. Thorvalsen: Jasón, 1838.

Define la figura de la estatua según cánones o sistemas de proporciones, sacrificando el movimiento y la luz a un exacto contrapeso de los volúmenes. Sus mármoles afinados, pulidos, tienen cierto encanto de reposo, son lo que podríamos llamar bien dibujados, en ellos no hay errores, pero tampoco ofrecen grandes novedades, son versiones nobles y amables del cuerpo humano.

Intentó hacer revivir la sublimidad de la escultura griega, pero nunca visitó Grecia y basó su admiración principalmente en las copias de la época helenística o romana. Comparado con Canova, sus obras resultan frías, sus esculturas están trabajadas con más lógica y tienen una gran precisión y claridad, pero les falta la sensibilidad de Canova. Sus obras de tema clásico o mitológico son innumerables hasta que se sintió atraído por el arte religioso, en el que buscaba también lo sublime. De hecho sus obras, paganas o religiosas, sólo se diferencian por el tratamiento de las vestiduras y los atributos. Cultivó el género del relieve de acuerdo a un estilo lineal B. Thorvalsen: Júpiter y Gamínedes, 1818.

por influencia de los modelos romanos y de los dibujos de Flaxman; la temática de estos suele ser mitológica, basada en episodios homéricos, o alegórica. En este campo cultivó también la restauración, actuando sobre los mármoles de Egina; esto trajo consigo un alejamiento de los modelos helenísticos admirados por Winckelmann y un acercamiento hacia los más antiguos. El testimonio de su devoción arqueológica hacia el arcaísmo griego queda reflejado en obras como el Autorretrato realizado en 1839.

B. Thorvalsen: Las tres Gracias, 1817-1819.

B. Thorvalsen: Cristo, 1821.

Thorvaldsen, interesado por la escultura griega y la cerámica etrusca, llevó a su extremo el rigorismo clasicista de Winckelman, es decir, no intenta imitar la belleza del modelo antiguo sino traducir la figura humana en forma ideal. Esto le lleva a abandonar todo aquello sensorial o sentimental, de tal manera que sus figuras parecen absortas en la meditación, sin pasión alguna. En su obra Jasón y el vellocino de oro (1803), inspirada en el Doríforo de Policleto, Jasón aparece como un joven con el vellocino en su brazo izquierdo; la flecha apoyada en su espalda, el puñal colgando y el casco nos lo muestran como un guerrero, pero ya no se trata del guerrero activo en plena batalla, sino más bien un héroe victorioso en un momento de reflexión después de la lucha. Su cuerpo desnudo y la cabeza de perfil remiten al mundo clásico, pero no a la etapa helenística, de donde habitualmente se extraían los modelos, sino al siglo de Pericles. En su cuerpo idealizado no encontramos el reflejo de la pasión y el sentimiento, sino la "noble sencillez y serena grandeza" que, según Winckelmann, convertía a la estatuaria griega en la mejor producción de toda la historia del arte. En Ganímedes nos relata la leyenda de “el más bello de los mortales", príncipe de la familia real de Troya y descendiente de Dárdano, que cuando pastoreaba con su rebaño sobre una montaña, cerca de Troya, Zeus lo vio y se enamoró apasionadamente de él. El dios se transformó entonces en águila y se lo llevó por los aires hasta el Olimpo, donde le convirtió en copero de los dioses. Allí

vertía el néctar en la copa de Zeus. El águila que le transportó por el aire fue convertida en constelación. Unos han alabado la nobleza y tranquilidad clásica que emana de sus obras; otros las han rechazado por insípidas y vacías. Su estilo, por tanto, difiere del de Canova por lo que cada uno tuvo sus defensores acérrimos y sus seguidores.

3. Hacia el eclecticismo Canova y Thorvaldsen marcaron la escultura de la primera mitad del s. XIX. Según John Flaxman (1755-1826) los artistas antiguos sublimaron los sentimientos en sus obras. David D’Angers (1788-1856) se situa entre el clasicismo y el romanticismo con su 500 medallones individualizados de escritores y artistas. Su cabeza de Chateaubriand (1829), desea captar la interioridad del retratado, reflejar sus valores, el espíritu del romanticismo. D’Angers también realizó obras públicas como el monumento funerario al General Bonchamps (1822), ejemplo de pervivencia de los modelos griegos. Las experiencias escultóricas del pintor Théodore Géricault (1791–1824) –unos pocos grupos de pequeño tamañopermanecen como los primeros intentos (aunque aislados, desde luego, por la muerte del artista y por lo alejados que quedaban de cuanto entonces se hacía) de extraer de la David D’Angers; Chateaubriand, 1829. materia la expresión se un sentimiento apasionado y violento.

David D’Angers: Monumento funerario al general Bonchamps, 1819.

romanticismo.

El grupo de Ninfa y sátiro (1820), tallado directamente sobre la piedra, es un anuncio del fecundo entusiasmo que habría de suscitar Miguel Ángel entre todos los grandes escultores del siglo: la figura femenina se inclina trágicamente resignada, mientras la inacabada masa del sátiro emerge como una sombra que alcanza un violento dramatismo. La violencia de la relación amorosa es un tema del más exacerbado

Los problemas de la escultura para plasmar el nuevo estilo romántico En el siglo XVIII, el término Romanticismo designaba un ambiente, un paisaje. No era un adjetivo favorable ni desfavorable; nadie suponía que bajo ese nombre se iban a librar grandes batallas en los campos artísticos y literarios europeos. Como sabemos, lo que determina el Romanticismo Théodore Géricault: Ninfa y Sátiro. será la unanimidad de todos sus componentes para adoptar una nueva concepción de belleza. Lo bello, para los románticos, no estará basado en un inventario oficial de caracteres y elementos, sino que será revelado por la emoción siendo, la belleza, algo divino, inmortal. Esta declaración está implícita en el manifiesto del Romanticismo alemán del Sturm und Drang, cuando expone que el principio del arte es una manifestación divina, reclamando –tanto para el artista como para el espectador-, una verdadera devoción, necesaria tanto para componer como para disfrutar de la obra creada. Será el Salón de París de 1831 donde empiezan a presentarse obras escultóricas que insinúan una evolución hacia el espíritu romántico; será este Salón, por tanto, el Primer Salón Romántico en lo que se refiere a la escultura. Entre las obras presentadas destacan Ángel rebelde de Ch. Marochetti; Rolando furioso de Jean Duseignier o la Lucha del tigre y el cocodrilo de Barye. Rude, el gran escultor romántico, presenta en este Salón la escultura Joven pescador napolitano, donde busca la más exacta representación del natural.

J. B. Carpeaux: La danza, 1867.

Uno de los intereses fundamentales de la escultura romántica es su preferencia por dar a conocer la fuerza expresiva. Describir pasiones, movimientos, expresiones como el dolor manifestado por las bocas abiertas y exclamativas o los brazos tendidos y las manos crispadas serán las particularidades manifiestas del estilo, como así podemos observar en las obras de Rude La marcha de los voluntarios o

Marsellesa o en la del también francés J. B . Carpeaux La danza. Sin embargo, y como afirman Dolores Antigüedad y Sagrario Aznar, la escultura está sometida en la mayoría de los casos al más estricto dogma académico no siendo capaz (excepto excepciones) de ofrecer más que obras frías cargadas de un absurdo eclecticismo, a pesar de la cantidad de obras conservadas y admiradas. Estas mismas autoras nos recuerdan como Baudelaire, en su ensayo titulado “Por qué la escultura es aburrida” alude, desde un punto de vista estético, a los peligros que el estilo academicista imponía, convirtiendo a la escultura en algo monótono y rígido que no aportaba nada a la nueva sensibilidad moderna. Y parece que su llamada de atención tuvo resonancia años después: Rodin reivindicando el fragmento inconcluso fuera del pedestal, y después Picasso “dibujando el espacio”, sentaron las bases para que la escultura volviera a jugar un papel imprescindible en la historia del arte. Las mismas autoras afirman que los términos romanticismo y clasicismo son difíciles de usar en un sentido estricto, ya que para la escultura no ha sentido este movimiento como tal, ni en un sentido plástico ni literario. Pero ¿Por qué ocurre en escultura y no en el resto de las manifestaciones artísticas?, la respuesta podemos encontrarla en la propia aplicación del término; en Inglaterra se aplicaba a aquello que poseyera visos de irrealidad o de pintoresco; en Alemania para designar la contraposición entre lo medieval y lo antiguo, reclamando así el estilo gótico como reacción al Imperio napoleónico. Por otro lado existía la convicción de que la escultura había alcanzado la perfección, y por tanto era insuperable, en la antigua Grecia. Además la escultura sólo podía expresar atributos externos como fuerza, serenidad o gracia y no la vida interior como sí podía revelar la pintura, tan importante para los románticos. Por todo ello la escultura romántica se desarrolla bajo los esquemas de la exaltación e las glorias nacionales, la inspiración literaria, los retratos, los monume ntos conmemorativos y los funerarios. Las nuevas aportaciones a estas representaciones las encontramos en el retrato caricaturesco y en el monumento funerario. François Rude (1784–1855) es, sin duda, el escultor más importante del momento. Se dio a conocer con la obra Pescador napolitano, presentada en el Salón de 1831, que determinaría su fama y en la que se hacen evidentes las líneas hacia las que se encaminaría su escultura. En 1807 se trasladó a París, desde Dijón, frecuentando los talleres de P. Cartellier y de François Rude: Partida de voluntarios en 1792 (La Marsellesa), h. 1833.

Gaulle. Tras la restauración borbónica partió para Bélgica exiliado al ser partidario de Napoleón, donde realizó decoraciones en estilo neoclásico y el Busto de Jacques Louis David. Su reconocimiento como escultor vino de la mano del altorrelieve realizado para el Arco del Triunfo de l’Étoile, conocido popularmente como La Marsellesa, y donde se glorifica a la Revolución Francesa. Este trabajo deja ver un estilo totalmente personal en el tratamiento de aquella diosa alada de la libertad que destaca sobre los expedicionarios con un gesto de avance, empuñando la espada con su mano derecha y lanzando un grito de venganza y libertad en sus labios. Otras obras de Rude son el Retrato del mariscal de Saxe (1835) , La Virgen y San Juan de la iglesia de Sant Vicent de Paul de París (1848– 1852) o Juana de Arco (1845) guardada en el Museo del Louvre de París. Pero sus mejores obras son las realizadas durante los años 1836 y 1848 que serán expresión directa de sus ideales políticos. En 1846, por encargo de un antiguo capitán de granaderos bonapartista (Noisot), realiza un modelo totalmente gratis para levantar un monumento al emperador en las tierras que este capitán tenía en Fixin (Côte d’Or); el resultado fue la obra Napoleón despertando a la inmortalidad, un monumento en el que evoca la visión de Napoleón que vuelve lentamente a la vida, desprendiéndose de su mortaja con su brazo derecho, y que se eleva hacia la gloria con su cabeza coronada de laurel. Es esta obra un ejemplo de cómo Napoleón fue, durante el periodo romántico, una importante fuente de inspiración. Antoine Louis Barye (1796– 1875), hijo de un orfebre parisino, comienza su vida artística como pintor siendo discípulo del Barón de Gros e inspirándose en las pinturas de Géricault y Delacroix. Quiso estudiar en Roma sin conseguirlo y comienza a trabajar con el orfebre Fauconnier, momento en el comienza a modelar la escultura animalística a la que deberá su fama. Su formación artística la completa con el escultor F. J. Bosio. Es su especialidad la escultura animalística donde jaguares, tigres, leones…, generalmente en lucha, llenan su estudio; Barye resucita un género que sólo desde la antigua Roma, y esporádicamente con el tardomanierista Tacca, había tenido cierto esplendor. Sus Antoine-Louis barye: León y serpiente, 1832-1835.

Antoine-Louis Barye: León y serpiente. 1832-1835.

grupos de animales están realizados con precisión científica y de sus manos surgen exactas representaciones casi coincidentes con las escenas pintadas por Delacroix.

James Pradier: Odalisca sentada, 1841.

Entre sus obras destacan León y serpientes, Tigre y cocodrilo (1831) y Lobo y cierva, conservadas en el Museo del Louvre de París, o Tigre devorando un ciervo (1834) del Museo de Bellas Artes de Lyon; todas ellas son fruto de la una observación naturalista derivada del estudio de la anatomía y de la disección de animales en el Jardín des Plantes. La escultura de Barye alcanza una gran tensión dramática gracias al vigor de las masas y los efectos del claroscuro, de tal modo que hasta la silueta y el vacío que deja la ocupación de los espacios contribuye a subrayar la fuerza agitada de lo representado.

Barye realizó también algunas obras para ensalzar la memoria de Napoleón. Sus estatuas ecuestres de Ajaccio y Grenoble son muestra de ello. Inspirado en la mitología clásica, Barye esculpió también Teseo luchando contra el Minotauro (1846-1848), conservada en el Museo del Louvre. Juanto a estos artistas que cultivan lo pintoresco también los hay que manipularon el canon clásico para agradar a un público ya no tan interesado por la belleza clásica. James Pradier (1790-1852) con Odalisca sentada (1841) enlaza con las de Ingres, llenas de erotismo. En caricatura destaca el pintor e ilustrador francés Honoré Daumier (1808–1879), cuyas obras están tratadas desde una óptica de muy marcada protesta social. Es Ratapoil, probablemente la caricatura de un político, un personaje flaco y tenso que camina velozmente produciendo una impresión de inacabado aunque lo está hasta los más mínimos detalles. Daumier modela alrededor de cuarenta bustos, en barro crudo pintados al óleo, de los cuales sólo subsisten los treinta y seis que se conservan en el Museo de Orsay, las Célébrités du Juste Milieu (Celebridades del justo medio).

Honoré Daumier: Ratapoil, c. 1850.

Estos bustos le sirvieron a Daumier como modelos para las litografías publicadas en La Caricature y Le Charivari. De este modo, diputados, pares de Francia y también amigos de Daumier conviven en una galería de retratos a veces crueles, pero siempre divertidos, que superan el simple envite de la caricatura.

Edgas Degas y la búsqueda del movimiento La renovación de la escultura en la segunda mitad del siglo XIX tiene lugar bajo el signo de la pintura . Los precursores del nuevo rumbo habían sido pintores como Géricault y Daumier, con sus incursiones en la talla y el modelado, respectivamente. Al final del siglo XIX y comienzos del XX, Degas,

Honoré daumier: Laurent Cunin.

Gauguin y Matisse (así como Renoir y Bonnard) cultivaron la escultura de manera más o menos regular, produciendo muchos experimentos y algunas piezas maestras. Incluso la obra del más grande escultor de la época, Rodin, está impregnada de rasgos pictóricos que lo aproximan a los impresionistas: la búsqueda de efectos de luz y movimiento tendentes a disolver la

forma. Degas llevó a cabo, coetáneamente a sus cuadros de bailarinas, bañistas o caballos, piezas escultóricas con temas similares, aunque sólo en la exposición impresionista de 1881 dio a conocer públicamente una de estas obras, una figura de cera que representaba una bailarina. En su estudio, sin embargo, conservaba muchas más, como El baño, entonces conocidas por unos pocos, que fueron fundidas en bronce después de su muerte. Todas eran pequeñas, en un material tan poco perdurable como la cera y de apariencia fragmentaria y experimental. A pesar de ello, ni en el más amplio sentido podrían merecer el calificativo de impresionistas, pero encierran aspectos de gran interés. Son piezas radicalmente diferentes a las “nobles” esculturas cargadas de contenido que se exponían en los salones exaltando valores permanentes.

Edgar Degas: Pequeña bailarina.

Su ilusionismo, fundamentado en la captación de un instante concreto e, incluso, eventualmente reforzado con elementos reales –pelo, telas-, resulta, paradójicamente, muy provocador, porque obliga a forzar el pensamiento; el instante no puede ser tan duradero como la permanente materia escultórica sugiere, de tal manera que genera una tensión extraña entre la

idea y su forma. Degas había comenzado a modelar estatuillas de caballos y bailarinas para resolver ciertos problemas planteados por su pintura, pero, paulatinamente (y a medida que su vista se hacía más débil) les dedicó cada vez más tiempo y esfuerzo. En una de sis figuras de bailarinas se advierte, como en su pintura, la búsqueda del movimiento instantáneo, sin renunciar a cierto equilibrio clásico. La bailarina de Degas puede compararse con la estatua de Rodin, Iris, mensajera de los dioses, que exhibe en todo caso una expresión más intensa y violenta. En pleno salto de danza (una bailarina de cancán posó para el artista), las piernas abiertas forman un arco en la máxima tensión – el arco iris que une el cielo y la tierra- cuyo centro es el sexo. Igual que Degas cortaba a veces sus figuras en el borde del lienzo, Rodin prescinde de la cabeza y el brazo de la figura, y así concentra la expresión en los miembros restantes.

Auguste Rodin (1840-1917) y la emancipación del monumento Aunque las experiencias de Meunier y Rosso y, probablemente, la misma renuncia de Degas a exponer sus trabajos escultóricos se producen después de que la obra de Rodin fuera conocida públicamente, la personalidad de este escultor es tan grande –sin duda, la mayor del siglo- que sus aspiraciones son mucho más complejas y, como toda figura genial, su obra se proyecta, desde la mejor tradición escultórica occidental, más allá de los iniciales problemas meramente realistas y visuales, hasta enlazar con el Simbolismo. La carrera profesional de Rodin, es decir, su formación, promoción personal y reconocimiento público, siguió un proceso relativamente similar al vivido por cualquier otro escultor francés de su tiempo; es cierto que fracasó en sus intentos de entrar en la Escuela de Bellas Artes y trabajó como ayudante de decoración, al tiempo que asistía a los cursos de dibujo de Barye, pero sus obras más conocidas y populares están estrechamente relacionadas con su respaldo oficial. Ello revela en qué medida un escultor moderno –al menos tan moderno como los impresionistas- dependía de un sistema artístico completamente tradicional (academia, salones, encargos públicos), al que los pintores más avanzados de su generación ya habían renunciado. De hecho, las primeras piezas que Rodin dio a conocer en los salones de los años setenta eran desnudos masculinos que Rodin: Un hombre andando. conciliaban el realismo anatómico con una cierta sensualidad inspirada en Donatello y Miguel Ángel, que era muy familiar para el público de París, aunque en ellos se intuía ya el vigor y la plasticidad del material que habrían de tener sus obras posteriores.

En 1880, el gobierno francés encargó a Rodin las puertas del Museo de Artes Decorativas de París, que nunca se construirían. Algunas de las piezas que inicialmente fueron pensadas como partes de se conjunto, el más importante trabajo de su carrera, se encuentran entre las más populares esculturas de todos los tiempos, de modo que, hasta cierto punto, Las puertas del infierno pueden considerarse una fuente de ideas. Bajo el recuerdo de las Puertas del Paraíso de Ghiberti, Rodin se inspira en el canto del “Infierno” de la Divina Comedia de Dante, aunque probablemente su interpretación tenga más que ver con la trágica visión que se desprende de Las flores del mal de Baudelaire, donde pasiones culpables y deseos insatisfechos arrastran a la desesperante condición Rodin: Las puertas del Infierno. humana; los cuerpos, que parecen hundirse y emerger de un fluido turbulento, se encabalgan como poseídos por un patetismo impotente que los conduce al abismo. Los episodios principales son la pareja enlazada de Paolo y Francesca, a la izquierda, origen del célebre Beso, y las figuras de Ugolino y sus hijos, a la derecha, también conocido de manera exenta, como si el escultor hubiese sucumbido a la tentación de “liberar” de aquel espacio cavernoso a tales criaturas. De hecho, los únicos elementos que originariamente parecen ya tener una concepción claramente independiente son el grupo de Las tres sombras, que remata el conjunto, esencialmente la misma figura interpretada desde distintos ángulos a partir del modelo de Adán, testimonio singular de su modo de trabajar, y El pensador, cuya meditabunda pose se contrapone a la agitada escena del dintel. El poder expresivo de esta escultura, concebida en principio como El poeta, retrato simbólico de Dante que contempla en su pensamiento las escenas que suceden a su alrededor, se transforma sugestivamente al quedar extraída de aquel contexto por el propio Rodin, de modo que su significado se multiplica, aunque también se banaliza, grandeza y miseria de las creaciones simbolistas, y, en general, de todas aquellas obras de arte convertidas en iconos.

Esta conciliación entre lo tradicional y lo nuevo fue segurame nte determinante para que el gobierno francés le encargara Las puertas del infierno, el más importante trabajo de toda su carrera, en relación con el cual se encuentran sus piezas más famosas, como El pensador o El beso. Paralelamente, Rodin se ganó una merecida reputación como retratista tanto por su habilidad en la descripción física como en la psicológica. Sus bustos llegaron, incluso, a trascender la caracterización de seres concretos para convertirse, casi, en prototipos humanos. El prestigio público que Rodin había alcanzado en los años ochenta le facilitó también la realización de varios monumentos conmemorativos que se encuentran entre los más singulares del género. El primero de ellos fue el dedicado a Los burgueses de Calais, en honor de Eustache de Saint-Pierre y sus cinco compañeros entregados al rey inglés Eduardo III durante el sitio de la ciudad. Este grupo de mártires patriotas alcanza su grandeza desde su condición ciudadana, por lo que no necesita pedestal: Rodin analiza cada respuesta individual, al tiempo que las seis figuras –en esencia un fragmento, lejos de la jerarquía impuesta por los tradicionales monumentos- quedan integradas sólo por la emoción derivada de sus actitudes, Rodin: Danaide. paradójicamente más propia de lo privado que de lo público. Su otro gran monumento –al igual que el de Calais, “antimonumental”- fue dedicado a Balzac, al que presenta en pie, como si una extraña energía le despegase del suelo, cuya espectral presencia se impone avasalladoramente. En 1900, al mismo tiempo que se celebraba en París la Exposición Universal, una instalación retrospectiva reunía una gran parte de su obra, lo que sirvió para reforzar su audiencia internacional. Sus conquistar formales, consecuencia de un concepto escultórico nuevo, eran ya patrimonio de todos. Su escultura no obedecía a una descripción plástica pormenorizada, consecuencia de una percepción externa que condujese a un resultado cerrado y completo, sino que como la Danaide, sugiere siempre una constante y sugestiva transformación visual derivada de su condición fragmentaria: la figura emerge de una masa que parece recibir vida desde el interior para irradiarla en el exterior. Pero su renovación fue, incluso, mayor: inició el ensamblaje más o menos aleatorio de piezas previamente modeladas por él, de modo que dejaba intuir las posibilidades de una “construcción arbitraria”, y exploró, conscientemente, el alcance expresivo de la textura, tanto de los materiales en general como del acabado concreto de cada uno de ellos.

La fugacidad de Medardo Rosso (1858-1928) El escultor que más se aproximó a una representación fugaz de las cosas visibles fue el italiano Medardo Rosso. Sus temas, absolutamente intrascendentes, como la La edad de oro, que representa a una madre con su hijo, suponen, en sí mismos, un radical distanciamiento de cualquier teoría escultórica sustentada en la interpretación espacial de objetos tangibles, y, por consiguiente, están lejos de ser concebidos como soportes de un discurso literario. Ese sentido sus obras, también realizadas en cera, están en la misma línea que las de Degas, es decir, son fruto de una visión transitoria.

Medardo Rosso: La portera (arriba), 1883; y Niño enfermo (abajo), 1889.

Sin embargo, Rosso fue mucho más allá en dos sentidos, en primer l ugar, en el modelado, que deja de ser compacto para explorar la posibilidad de destruir, al fina, los límites materiales, intuirlos o desvanecerlos como si la pieza fuera verdaderamente un fragmento de la realidad y no un simple ensayo, y, en segundo lugar, en la transformación perceptiva que supone una variable incidencia de la luz sobre el objeto –lo que, de hecho, constituye el paralelismo más cercano del impresionismo- de modo que la pieza adquiere una cierta inmaterialidad, al menos visual, que llega a sugerir una fusión con el espacio circundante. En Niño al sol, de 1892 la variable incidencia de la luz en la superficie traslúcida de la cera, que parece desvanecerse, constituye un elemento esencial de esta obra.

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