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“Saulo, respirando aún amenazas y muerte contra los discípulos del Señor, vino al sumo sacerdote, y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, a fin de que si hallase algunos hombres o mujeres de este Camino, los trajese presos a Jerusalén. Mas yendo por el camino, aconteció que al llegar cerca de Damasco, repentinamente le rodeó un resplandor de luz del cielo; y cayendo en tierra, oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Él dijo: ¿Quién eres, Señor? Y le dijo: Yo soy Jesús, a quien tú persigues; dura cosa te es dar coces contra el aguijón. El, temblando y temeroso, dijo: Señor, ¿qué quieres que yo haga? Y el Señor le dijo: Levántate y entra en la ciudad, y se te dirá lo que debes hacer. Y los hombres que iban con Saulo se pararon atónitos, oyendo a la verdad la voz, mas sin ver a nadie” (Hechos de los Apóstoles 9.1–7, RVR60)

Introducción “Pero no hallándolos, trajeron a Jasón y a algunos hermanos ante las autoridades de la ciudad, gritando: Estos que trastornan el mundo entero también han venido acá” (Hechos de los Apóstoles 17.6, RVR60) Antes de las persecuciones de Saulo de Tarso, la iglesia se encontraba concentrada en Jerusalén. Los Apóstoles, los recién nombrados Diáconos, las Mujeres, y todas las expresiones del ministerio estaban dedicadas a la atención de los creyentes que habitaban Jerusalén, y la comunidad alrededor de estos. Si bien es cierto que los de “el Camino” habían pasado de ser unos 120 a varios miles, su campo de influencia era muy reducido desde el punto de vista geográfico, y en tales condiciones no podían cumplir por completo el vasto y majestuoso llamado de Cristo: alcanzar “lo último de la Tierra” con el testimonio de Él, haciendo a las naciones discípulas de sus enseñanzas. El efecto de las persecuciones no repercutió únicamente en Samaria y otras provincias de Judea. Como resultado de las persecuciones, el mismo perseguidor rabioso, Saulo de Tarso, fue convertido también y es por causa de su ministerio que en pocos años los judíos de Tesalónica afirmaban que su comunidad había sido alcanzada por los que “trastornan el mundo entero”. En pocos años de ministerio, el mundo entero fue alcanzado por ese joven fariseo, discípulo de Gamaliel, ahora convertido en creyente y siervo de Cristo, Saulo de Tarso, mejor conocido como Pablo, el apóstol. ¿Cuál es el secreto para tener un ministerio tan fructífero como el de Pablo? En esta mañana, partiendo del origen de su llamado mismo, conoceremos cuatros aspectos vitales del llamado del Señor, necesarios si queremos ser fieles y llevar fruto.

Desarrollo El llamado de Dios no depende de méritos humanos (9.1-5) Desde el punto de vista humano, especialmente hebreo, la conducta del joven Saulo es intachable: “… circuncidado al octavo día, del linaje de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo de hebreos; en cuanto a la ley, fariseo; en cuanto a celo, perseguidor de la iglesia; en cuanto a la justicia que es en la ley, irreprensible” (Filipenses 3.5–6, RVR60) Sin embargo, en la vida de Saulo se evidencia lo que ocurre con el corazón del hombre apegado a la vida religiosa y al cumplimiento de la ley: carente de amor, se convierte en juez, y muchas veces en verdugo. El pasaje nos dice que Saulo respiraba “amenazas y muerte” contra los creyentes en Cristo, afirmando él mismo en su discurso ante una tuba airada al ser apresado en Jerusalén por predicar el evangelio que antes negaba y perseguía: “Perseguía yo este Camino hasta la muerte, prendiendo y entregando en cárceles a hombres y mujeres” (Hechos de los Apóstoles 22.4, RVR60) Este es el peor de los pecados que pudiera cometer cualquier hombre: creerse justo y, por tanto, tomar el papel de Dios como Juez. Las palabras de Jesús al encontrarse con Saulo son claras: Saulo no se opone a la iglesia, se opone al Señor mismo: “… y cayendo en tierra, oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Él dijo: ¿Quién eres, Señor? Y le dijo: Yo soy Jesús, a quien tú persigues; dura cosa te es dar coces contra el aguijón” (Hechos de los Apóstoles 9.4–5, RVR60) Es evidente la condición de Saulo al ser llamado: enemigo del Señor. Si habremos de ser exitosos en nuestro servicio, y como resultado del llamado divino, no será por nuestras cualidades personales, pues no somos dignos del llamado que recibimos.



El llamado de Dios demanda sometimiento y obediencia (9.6-9) Al confrontar a Saulo el perseguidor, el Señor no le ruega, tampoco le pide favores. Está claro quién lleva las de perder en este “enfrentamiento”: en palabras del Señor, ¡la actividad de Saulo se asemeja a quien patea un clavo con los pies descalzos! Siendo que uno es el Señor, su acercamiento a Saulo no puede ser diferente: el escenario, la luz que resplandecía más que el Sol (Hch. 26.13), la voz que se escuchaba proveniente de la luz, la perplejidad de todos los que le acompañaban, capaces como eran de escuchar la voz más sin poder ver al Señor que las profería, ¡Oh, que sorpresa! ¡Cuánto temor debía sobrecoger el corazón de Saulo al escuchar las palabras: “Yo soy Jesús, al que tú persigues”! Aquel que su sola mención disgustaba a los fariseos, a quien consideraban muerto, ¡vive! Entendiendo todo esto, Saulo se humilla. No discute, no duda, tan sólo somete su voluntad a la autoridad del Señor que le hablaba, diciendo “Señor, ¿qué quieres que yo haga?”. El someterse y disponerse a obedecer es la mejor evidencia de ser siervo, fiel a quien le llamó. Siendo que la obra es del Señor, y nosotros sus siervos, debemos estar dispuestos siempre a preguntarle “Señor, ¿qué quieres que yo haga?”, y tal como hizo con Saulo, el Señor no nos dejará sin respuesta: “El, temblando y temeroso, dijo: Señor, ¿qué quieres que yo haga? Y el Señor le dijo: Levántate y entra en la ciudad, y se te dirá lo que debes hacer” (Hechos de los Apóstoles 9.6, RVR60) Saulo no se hizo de rogar, y sin importar el quedar ciego a causa de la luz, se somete y es llevado por otros a Damasco, donde pacientemente esperará las instrucciones para lo que debe hacer (vv.7-9)

El llamado de Dios es espiritual, no lógico (9.10-14) No era posible para los hermanos entender el plan de Dios al rescatar al perseguidor Saulo (9.21, 26). Aún Ananías, el siervo que el Señor comisiona para sanar y evangelizar a Saulo, expresa su gran temor ante la tarea que le asignara el Señor: “Entonces Ananías respondió: Señor, he oído de muchos acerca de este hombre, cuántos males ha hecho a tus santos en Jerusalén; y aun aquí tiene autoridad de los principales sacerdotes para prender a todos los que invocan tu nombre.” (Hechos de los Apóstoles 9.13–14, RVR60)

¿Qué habría ocurrido si Ananías se resiste a cumplir la tarea asignada por el Señor? Sin duda Saulo habría sido asistido por alguien más, pero Ananías se reprocharía toda la vida el no haber sido parte del engrandecimiento del reino de Dios por medio de ministrar a quien llegaría a ser el más fructífero de los apóstoles. No siempre entenderemos los métodos ni las herramientas de Señor, pero ¡Maravilloso es saber que eso no importa! Si somos obedientes, con eso es suficiente. No somos quienes para cuestionar ni porfiar con el Sabio y Todopoderoso Dios. Mientras nosotros observamos el presente y evaluamos el pasado, el Señor conoce el fin de todas las cosas, y lo que del llamado nos luce sin sentido ante Él no es más que un eslabón más de la cadena que construye para atraer el futuro que quiere para nosotros. Precisamente por todo lo anterior debemos encomendar nuestros ministerios, nuestro llamado, al Señor y no confiarnos en nuestra propia prudencia.

El llamado de Dios nos llevará a padecer (9.15, 16) El Señor tiene una tarea especial para Saulo: no sólo hablaría el evangelio a sus hermanos judíos, pero sería el comisionado para llevar el evangelio ante la mayoría de los habitantes de la Tierra: los gentiles, y con ellos también sus gobernantes. Tan gran privilegio es, sin duda, el sueño de muchos autonombrados ministros, apóstoles, patriarcas. Para muchos el éxito del mensaje depende de la calidad del auditorio. Si esto es así, Saulo tendría el honor de presentarse ante muchos encumbrados e ilustres hombres (y mujeres) para compartirles el mensaje del evangelio, por lo que su éxito estaría garantizado. Sin embargo, aquí se pone nuevamente a prueba la fe de Saulo, debiendo tragarse su orgullo e ir a compartir a Cristo con los gentiles, los idólatras gentiles, dándoles esperanza de arrepentimiento, y quitando el juicio que por siempre colocaban los judíos sobre los que no lo eran. Esteban, el primer mártir de la fe, había iniciado a predicar el evangelio a los judíos helénicos mientras Felipe evangelizaba a un etíope funcionario de Candace, y es Saulo, uno de los verdugos de Esteban, el responsable ahora de predicar a los gentiles. La obediencia de Saulo no le aseguró ventajas materiales, pero sí mucho dolor y sufrimiento: “Puesto que muchos se glorían según la carne, también yo me gloriaré; porque de buena gana toleráis a los necios, siendo vosotros cuerdos. Pues toleráis si alguno os esclaviza, si alguno os

devora, si alguno toma lo vuestro, si alguno se enaltece, si alguno os da de bofetadas. Para vergüenza mía lo digo, para eso fuimos demasiado débiles. Pero en lo que otro tenga osadía (hablo con locura), también yo tengo osadía. ¿Son hebreos? Yo también. ¿Son israelitas? Yo también. ¿Son descendientes de Abraham? También yo. ¿Son ministros de Cristo? (Como si estuviera loco hablo.) Yo más; en trabajos más abundante; en azotes sin número; en cárceles más; en peligros de muerte muchas veces. De los judíos cinco veces he recibido cuarenta azotes menos uno. Tres veces he sido azotado con varas; una vez apedreado; tres veces he padecido naufragio; una noche y un día he estado como náufrago en alta mar; en caminos muchas veces; en peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi nación, peligros de los gentiles, peligros en la ciudad, peligros en el desierto, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos; en trabajo y fatiga, en muchos desvelos, en hambre y sed, en muchos ayunos, en frío y en desnudez; y además de otras cosas, lo que sobre mí se agolpa cada día, la preocupación por todas las iglesias.” (2 Corintios 11.18–28, RVR60)

Servir al Señor no es fácil, no es sencillo, no es barato. Servir al Señor es difícil, es complejo, y cuesta nuestra vida, con todas sus implicaciones. No podemos servir al Señor en espera de ganancias y bienes materiales. Debemos servirle porque es el Señor. Las ovejas fallarán, el sustento escaseará, pero Jehová siempre estará de nuestro lado, y como el salmista diremos “mi porción es Jehová”.

Conclusión “Pero no hallándolos, trajeron a Jasón y a algunos hermanos ante las autoridades de la ciudad, gritando: Estos que trastornan el mundo entero también han venido acá” (Hechos de los Apóstoles 17.6, RVR60)

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