días. Verá, quisiera llevarle un regalo a mi madre, unas perlas, zafiros..., no sé, algo apropiado para una señora de su edad, ella sale poco, sabe?

El atraco ¿Lo has entendido? Sí. Cómo dices. Que sí, joder, que lo he entendido. Qué te pasa. Nada. Cómo que nada ¿Por qué no me miras? Estoy nervios

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El atraco

¿Lo has entendido? Sí. Cómo dices. Que sí, joder, que lo he entendido. Qué te pasa. Nada. Cómo que nada ¿Por qué no me miras? Estoy nerviosa, y asustada. Yo también estoy nervioso, ¿y qué? No puedes estar asustada, tienes que estar segura, ¿lo entiendes? Segura, muy segura, si no la vamos a joder. ¿Qué dices? Nada. Cómo que nada. A ver, ¿lo tienes claro? Que sí, coño, que sí, que lo tengo claro. A ver... Aparcamos en la esquina, justo al final de la acera, para que no pueda estacionar ningún coche delante. Entro en la joyería. Sola. Tranquila. Sí, ya sé, muy tranquila y sonriente, muy segura. Poso la maleta. Buenos días. Buenos 1

días. Verá, quisiera llevarle un regalo a mi madre, unas perlas, zafiros..., no sé, algo apropiado para una señora de su edad, ella sale poco, ¿sabe?, algo bueno pero discreto. Con perlas tenemos trabajos preciosos, ¿quiere verlos? Por favor. ¿Ha pensado en cuánto quiere gastarse? Pues no, la verdad, enséñeme algo y ya veremos. Saco del bolso el espejito, me retoco el maquillaje, ausente, segura. Sí, ya sé, muy segura, no me lo repitas por favor. Entras tú. Buenos días. No reacciono, sigo mirándome en el espejito. Buenos días caballero, enseguida estamos con usted. No te miro, guardo el espejo en el bolso. Paseas observando las joyas expuestas. El joyero se dirige al fondo para avisar al otro empleado. Sacas la media del bolsillo de la americana, te cubres la cabeza con ella para impresionar y me sujetas por detrás con el filo de la navaja en mi cuello. Agarro tus manos para defenderme y hago explotar la primera bolsa de sangre. Corre por mi cuello. Bajo las manos hasta el primer botón de la blusa y explota la segunda bolsa, estoy empapándome en sangre. No grito, casi susurro: No, por favor, no me mate. Miro directamente a los ojos del joyero. Le suplico ¡Por favor, por favor, que no me haga daño! Sin soltarme, coges la maleta que está a mi lado, la colocas sobre el mostrador, la abres, sacas todo de su interior esparciéndolo por el suelo. Observo asustada, dolida por mis cosas tiradas por ahí. Impresionamos al joyero. Le ordenas que no se mueva ¡O la mato aquí mismo! El otro empleado debe hacer lo que dices. Recogerá todas las joyas de los expositores y las colocará en la maleta vacía. Lo miraré todo 2

con los ojos desorbitados, asustada. De vez en cuando al joyero, con súplicas. ¡Que no me haga daño! ¡Por favor, que no me haga daño! Coloco una mano en el pecho para que la sangre la cubra, respiro apresuradamente para aturdirlo, y lo miro fijamente a los ojos. No se moverá. Me arrastras hacia la puerta del fondo. ¡Las llaves, vamos las llaves! Entren ahí. ¡Vamos, deprisa! Los encierras en la trastienda, los dejas amordazados y tirados en el suelo. Coges la maleta mientras me cubro con el chal el cuerpo lleno de sangre. Salimos rápidamente pero sin correr y huimos en el coche. Lo habíamos dejado abierto y con las llaves en el contacto.

Se fue animando mientras repasaba en voz alta el plan. Y vistiéndose. Él se dio cuenta de que estaba preciosa. Tenía clase. Como a él le gustaba. Una chica valiente y con clase. Se lo había oído decir a su madre, Una mujer no vale nada si no tiene lo que hay que tener, si no está dispuesta a todo por ti, pero sin perder el orgullo de ser mujer. Y ahora era más mujer que nunca, con el pecho sofocado bajo la blusa de seda blanca, retenido en el encaje inmaculado del sujetador. Él no pudo evitar abrazarla y lo hizo desde atrás rodeándole con un brazo la cintura. Luego bajó la mano hasta los muslos sin perder la piel apartando los pantys transparentes. Ella no dijo nada. Siguió respirando profundamente como si la meciera el fuerte vaivén de su pecho encorsetado. La deseó tanto que 3

creyó que iba a derramarse entre sus muslos. Se abrazaron hasta el suelo y la poseyó con locura, como cuando era un chiquillo y temblaba entre las piernas de la Dori. Le hizo el amor con urgencia, trastornado, electrizado por bocanadas de placer que lo ahogaban, sin reconocerse.

Ahora se vistieron deprisa, como intentando guardar bajo la ropa aquel olor de sus cuerpos. Ella cogió la maleta y se retocó ante el espejo, él guardó el revólver a la espalda sujeto por el cinto, junto a los riñones, y salieron.

Casi no oyeron las sirenas con el ruido del motor. El coche rugía como si fuera a reventar. No les dio tiempo de hablarse y ya estaban paralizados por el miedo. Les seguían de cerca un par de coches, luego se fueron uniendo otros de la policía local. No sabían hacia dónde huir. Él sólo pisaba el acelerador a fondo y se agarraba con todas sus fuerzas al volante. Un decorado desconocido y cambiante se deslizaba ante el parabrisas a tal velocidad que ella creyó que iba a vomitar. No pudo esquivar el quiosco. Ocupaba el borde de la acera en la curva. El cuerpo de ella rebotó contra el salpicadero y volvió a acomodarse en el asiento, como una pluma ensangrentada. ¡El cinto! ¡Ponte el cinto y agárrate fuerte! Ella le hizo caso y abrochó el cinto con un movimiento automático mientras el sonido de las sirenas y de los neumáticos de los coches aturdían su mente. El coche 4

alcanzó la autopista y él creyó de repente que el mundo se abría ante ellos y que iba a parar de sudar, pero los otros coches estaban cada vez más cerca y los gritos anaranjados de las sirenas lo transportaron a un espacio sin control, donde no existía nada conocido, y nada hizo cuando el coche voló desde el puente. Todo se detuvo en un instante, sólo rubíes, brillantes y perlas rodaron un tiempo por el suelo. Vio la cabeza de ella descolgada sobre el pecho, rota, y cómo una corriente de sangre inundaba su cintura y bañaba sus muslos descolocados. Una sangre cierta se mezclaba ahora con la otra fría de las bolsitas de efectos especiales que guardaba bajo el encaje del sujetador. La miró a los ojos y supo entonces de la ausencia que no podría soportar. Cogió el revólver que se le pegaba a la espalda y antes de que le alcanzaran las miradas de los hombres armados que le apuntaban parapetados alrededor, disparó. Lo último que sintió fue algo parecido a una oleada de calor, a pesar del frío del acero del cañón de su revólver en el cielo de la boca. © Manuel López Rey, 2009 Mal momento, Mil Libros Narrativa, 2009

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