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Demasiado orgullosa
Ingresé en el orfanato cuando tenía cuatro años. «Demasiado orgullosa» habían escrito en mi expediente. Era la explicación que había dado la familia que me había adoptado antes de devolverme a la Asistencia Social. Al releer el expediente, me pregunto: ¿qué es el orgullo a los cuatro años? No lo sé ni siquiera ahora, que soy madre y abuela. Por culpa de ese orgullo, me encontré un día de verano sola en un enorme patio desierto. Nada de orgullo aquel día, sólo lágrimas, desamparo y un inmenso vacío. Hacía sol; había matorrales de alteas rosas y malvas; en la mano tenía un trozo de pan y un higo seco; y lloraba. A mi alrededor se alzaban los edificios que iban a ser toda mi vida durante seis años: el dormitorio, la capilla, las aulas, el comedor, un tejadillo donde se aventaban los colchones y un extraño cuarto que olía a legumbres cocidas y agua de fregar. Mi primer orfanato, «el convento», como lo llamaban para evitar la vergonzante palabra. Sería mi prisión, pero también mi fortaleza, pues, como descubriría más adelante, lo que había fuera de aquellos muros, en casa de mi madre, en casa de mi abuelo, era aquello de lo que escapaba... Más o menos. Así pues, lloraba de humillación (eso lo comprendí más tarde) y sobre todo de abandono. Llevaba mi higo seco en la mano y no tenía ganas de comérmelo. Luego, tras un momento largo como toda una vida, una extraña criatura me indicó por señas que la siguiera: un rostro recortado y pegado en medio de una tela blanca, tan apretada que las mejillas parecían a punto de desprenderse, prolongado por grandes picos blancos, un busto plano, acartonado, un delantal negro y varios kilómetros de falda. Sor Marie des Anges, hermana de la Visitación de Blois. En adelante, me criarían por caridad. Y no habría de olvidarlo.
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Sor Marie des Anges
Durante los seis años que viví en el orfanato de Fleurance, mi universo lo trazaron, conformaron y vigilaron aquellas extrañas criaturas de negro y blanco que llamábamos hermanas. Eran doce. La única a la que quise de verdad fue a sor Marie des Anges. Sor Marie des Anges cumplía siempre sus promesas. «Suzanne, esta noche te toca a ti. Podrás raspar el fondo de la olla.» Naturalmente sus promesas eran muy sencillas. Nada de vestidos bonitos ni de grandes pasteles. Sin embargo, cuando ella me decía que tenía derecho a raspar la papilla caramelizada del fondo de la olla, sabía que cumpliría con su palabra. Era antes de cenar. Todas las noches, sor Marie des Anges ponía a calentar sémola en una olla enorme con azúcar y leche, que se sacaba de los grandes cántaros alineados en la despensa. Sor Marie des Anges no necesitaba agua de Colonia: olía a leche y azúcar. Cuando terminaba de remover la olla, cogía un cucharón y llenaba una a una nuestras escudillas de hojalata, dispuestas sobre la mesa de servir. Cincuenta escudillas. En 1947, alimentar cincuenta bocas sin dinero o casi sin dinero era toda una hazaña. Por eso no se comía carne más que en Navidad y Pascua, y por eso, para cenar, no teníamos más que gachas, fuera cual fuera nuestra edad, de los cuatro a los catorce años. A mí eso no me importaba; me encantaban las gachas. Y sobre todo los restos quemados en el fondo de la olla. Todas teníamos derecho a rasparlos por turno. Mientras sor Marie des Anges llenaba y vaciaba el cucharón con un ruido metálico amortigua-
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do por el espesor de las gachas, yo acechaba el momento por su expresión; me gustaba mirarla. Se parecía a un ratón de campo. Tenía la nariz puntiaguda, los ojos risueños, las mejillas lisas, la barbilla pequeña. Era, además, lo único que podía ver de ella; el resto, incluso la frente y las orejas, estaba eternamente oculto por el apretado velo de la toca, y su cuerpo enterrado bajo la montaña de las telas reglamentarias del hábito de las religiosas de la Visitación de Blois. Para cocinar, llevaba sobre el delantal negro habitual otro más grande y blanco. Y se sujetaba las grandes alas de la toca por encima de la cabeza con un prendedor, formando una especie de gran arco que arrojaba una sombra sobre sus ojos, su nariz, su boca. Con ayuda de dos imperdibles, se sujetaba en los hombros las largas mangas de franela del mismo color crema que nuestras gachas, lo que, sin embargo, nada revelaba de ella, ya que, por debajo, llevaba un traje de tela blanca estrechamente abotonado que le llegaba hasta las manos. En las demás hermanas, todas aquellas capas amontonadas eran como una protección contra nosotras. El hábito hablaba; decía: «soy inaccesible, no conseguirás encontrar mi corazón jamás». En sor Marie des Anges, el revoltijo de telas le confería el aire de llevar encima un montón de blandos nidos, en el hueco de los codos, de las caderas, sobre la cabeza, para acoger a toda clase de pájaros perdidos. El pájaro que era yo, vigilaba sobre todo el movimiento de sus manitas enrojecidas que llevaban el cucharón de la olla a las escudillas. Las escudillas no eran todas iguales. No porque hubiera favoritismos, sino por azar. Algunas tenían la nata. Las que tenían la nata, esa película espesa que brillaba en la superficie de las gachas cuando habían estado cociéndose mucho rato, eran las afortunadas. Las demás se decían que quizá mañana... Pero el colmo de los colmos de la suerte era tener el derecho a raspar el fondo. «Ya está, he acabado, Suzanne. Ven a raspar el fondo... se ha pegado.» Entonces yo sí que era rápida. Me encaramaba al banco que había delante de la mesa de servir, me echaba sobre el borde de la olla, tan alta que me llegaba a los codos, y atacaba. Mi cuchara era firme y mi juego de muñeca excelente. No dejaba nada. Ni un grano de sémola escapó jamás a mi ojo depredador. Incluso daba la vuelta a la cuchara para lamer lo que hubiera podido quedar en
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ella. Sabía muy bien que era un pecado; la glotonería hasta ese punto incluso es indecente. Y aún más mis suspiros de satisfacción. En presencia de otra hermana, habría adoptado el aire de hacerlo por sacrificio, dirigiendo una plegaria muda a Jesús para darle las gracias por mantenerme con vida. Con sor Marie des Anges no hacía falta. Le daba igual oír mi cuchara raspando la hojalata, ver mi lengua en el hueco de la cuchara, mi nariz levantada para aspirar una vez más el olor a leche azucarada. Se afanaba en torno a la mesa con sus andares ratoniles sin prestarme atención. No tenía necesidad de sonreír ni de adoptar una expresión enternecida, ni ninguno de esos gestos de los adultos cuando quieren mostrarse cariñosos. Era cariñosa. Nosotras lo sabíamos y eso bastaba. De todas las religiosas que he conocido en mis orfelinatos, sor Marie des Anges fue la única que me hizo llorar lágrimas que no eran de cólera. Era distinta a las demás. ¿Se trataba de una cuestión de corazón o de inteligencia? Quizá simplemente tenía esa clase de sentido común que se resiste a toda sujeción, incluso a la de una toca. Su idea de lo que se debía o no se debía hacer no procedía de una norma.
Estábamos obligadas a comer cosas asquerosas desde el momento en que alguien nos las servía en la escudilla. Eso decía sor Rose du Rosaire. Así pues, debía comer la grasa de buey en la que se cocía la col del mediodía. Para obligarme, las hermanas estaban dispuestas a soportarlo todo. Es decir, a soportarme a mí, mi cabeza de mula, mis labios apretados, mis puños cerrados, mi endiablado orgullo que me impedía «dejarme llevar por el amor de Cristo». Y yo permanecía con la nariz baja, el cuello rígido, sin moverme, tan petrificada en mi rechazo como la grasa en mi escudilla. Podía estar así durante horas. Una vez, duró hasta la merienda. Sor Rose du Rosaire me había llevado al fregadero con la escudilla llena y helada. El fregadero era donde se lavaban los platos. Había dos grandes cubos de hierro, uno para los desperdicios, lleno de legumbres pasadas y de trozos de grasa podrida, y otro para los platos sucios. El fregadero apestaba, me parecía que olía a vejez; era el olor que respirábamos cuando sor San José nos llevaba a pasear al asilo para sacerdotes que había al final de la larga avenida de arces, cerca de la iglesia parroquial. Mi escudilla
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despedía un olor parecido. Sor Rose du Rosaire se quedaba a mi lado hasta que lo comía todo. Me consolaba la certeza de que para ella era aún más duro que para mí. Otra vez, estando sola en el refectorio frente a mi escudilla, tuve una idea. La col estaba allí, cerca de mis ojos, no veía otra cosa. Blanquecina e informe en la grasa atravesada por filamentos de sangre, como un ectoplasma. Un ectoplasma de viejo sacerdote difunto. Me miraba con una paciencia que nada podía mermar, lo sabía. La paciencia de la col frente a mi obstinación. Entonces mi mirada se deslizó y vi el tirador del cajón. Debajo de la mesa, cada una tenía un cajón para guardar los cubiertos, el vaso metálico y la servilleta. Lo abrí del todo e incliné la escudilla; bastó una pequeña sacudida para que el ectoplasma se deslizara sin ruido hasta su escondite. Se lo agradecí. Cerré el cajón. Y entonces, tuve verdaderamente la convicción de que había dejado de existir, de que mi col había desaparecido para siempre; tenía cinco años. Y así, cuando sor Rose du Rosaire entró en el refectorio con el ceño fruncido y la cabeza baja como el toro en la plaza, exclamé: ¡Ya está, hermana! ¡Me lo he comido todo!» Una chispa de alivio iluminó sus ojos pequeños como canicas y yo salté para ir a reunirme con las demás en el patio del recreo. Recuerdo que, aquel día, fabricamos un vestido de princesa con durillo. Al poco rato, no pensaba más que en sujetarme en la cintura las guirnaldas de hojas que formarían la cola. Pero la col con su grasa no había dejado de existir, la muy traidora. Incluso empezó a existir cada vez con mayor insistencia. Su presencia en el fondo del cajón acabó por invadir todo el refectorio. La peste era realmente fuerte. Una vez descubierto el cadáver, fue fácil relacionarlo con mi prisa por abandonar el lugar el día del crimen. El asunto concluyó con confesiones, un juicio y la pena máxima en vigor en el orfanato: una tunda en el trasero aplicada con la escoba de la cocina; sentencia ejecutada en público. He olvidado el dolor. Recuerdo cincuenta miradas posadas en mí, pero no los golpes. Si sor Marie des Anges hubiera estado de servicio aquel mediodía, aquello no habría pasado. Ella no me obligaba a engullir cosas repugnantes. En lugar de hablarme de la suerte de poder comer grasa de buey en lugar de nada, se inclinaba sobre mí y me ayudaba a elegir. Lo que era comestible de un lado, lo que era infame del otro.
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Sor Marie des Anges infringía las reglas. Fue la única que me abrazó durante el tiempo que pasé en el orfanato. Las demás monjas no abrazaban jamás. No daban la mano jamás. «No debemos encariñarnos –decían–. No amamos más que a Dios y no debemos amar a nadie más que a Él.» Creo que con eso querían decir que estaban casadas con Dios, y que si nos hubieran amado a nosotras, Él habría tenido celos. Pero nosotras no estábamos casadas con nadie, y tampoco Dios vino nunca a nuestras camas a abrazarnos. Sor Marie des Anges sí venía a abrazarme. Todas las mañanas, a las siete, una monja nos despertaba. Recorría nuestro enorme dormitorio a paso vivo, dando palmadas y clamando con un ritmo supuestamente alegre, pero en realidad más bien militar: «Viva Jesús, viva su Cruz...» Era la señal. Entonces teníamos que saltar de la cama inmediatamente y ponernos de rodillas para recitar el Padrenuestro. No era el mejor momento del día. Jamás hubo ningún tipo de calefacción en el dormitorio. En invierno, las ventanas quedaban completamente veladas por el hielo; a eso se le llama hojas de acanto, un bonito término para designar la intrusión del hielo en una casa. Así que dormíamos sin quitarnos la ropa, echándonos el camisón por encima. Como éramos veinte y sólo había un cubo para hacer las necesidades, y como estábamos demasiado entumecidas por el frío para levantarnos durante la noche, a menudo las sábanas estaban mojadas por la mañana. Cuando oía la llegada de Jesús y de su Cruz, no pensaba más que en taparme las orejas. Pero eso no bastaba. Entonces puse en marcha una estrategia. Obedecía muy deprisa y, una vez de rodillas en el suelo de madera, esperaba a que la hermana pasara por delante de mi cama; en cuanto me daba la espalda, yo retrocedía y me volvía a meter debajo de las mantas. Como dormíamos dos en cada cama, pies contra cabeza, aún estaba un poco tibia a pesar de todo, y a mí me encantaban aquellos minutos de duermevela mecida por el Padrenuestro de las demás. Un sexto sentido me avisaba del regreso de la hermana que me encontraba siempre en mi lugar, con las manos juntas y en actitud recogida. Cuando era sor Marie des Anges la que nos despertaba, mi estratagema era inútil. En lugar de clamar su fe al paso de un
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ejército en campaña, se acercaba a nuestra cama, nos acariciaba la mejilla y susurraba: «Vamos, es la hora», o se inclinaba hasta aventurar ese beso del que aún conservo la sensación en la piel, mezclada con su perfume a leche azucarada. Su mano estaba muy fría, pues hacía ya mucho rato que se había levantado, pero a mí me gustaba incluso aquella frialdad. Quería más. Fingía seguir dormida para recibir otra caricia, otro beso. Entonces la oración no era ya igual. La perplejidad que me inspiraba ese Padre que estaba en el cielo pero no en la tierra era la misma, pero yo la recitaba por sor Marie des Anges, por el amor que ella le daba. Si ella Lo amaba tanto, Él habría hecho algo para merecerlo, ¿no? Creo que sor Marie des Anges también me amaba a mí. Me gusta creerlo. En cualquier caso, ella fue la primera en darse cuenta de que yo era diferente. No sólo por mi mala cabeza, sino por mi cabeza a secas. A los cinco años, sabía leer de corrido. Había aprendido con el libro de catecismo; no conocía otro. Era a la vez el manual de lectura, de historia y geografía, el libro de moral, de cuentos... Ya hacia la mitad de mi primer curso escolar, lo sabía de memoria. En la clase de las «mayores», que agrupaba a las niñas de diez a catorce años, había muchas que no lo conocían tan bien como yo. Por eso sor Marie des Anges me consideraba diferente. Un día de invierno de 1947, al finalizar la clase, la hermana me indicó que me quedara. Eran las cinco, y en las ventanas el color empezaba a cambiar hacia el añil; era el momento de ir a buscar nuestro higo seco para merendar. Se había desatado el acostumbrado alboroto: chirridos de los bancos sobre las baldosas de tierra cocida, golpes de las tapas de los pupitres, arrastre de zuecos1, charlas y gritos... Yo me quedé esperando. Recuerdo que sor Marie des Anges también esperaba; detrás de ella, veía la estufa y la puerta del depósito donde se guardaba el carbón y la pizarra negra donde se leían los ba-be-bi-bo-bu en letra inglesa. Estábamos en la clase de las «pequeñas», las de cuatro a diez años. Cuando 1
Téngase en cuenta que no se trata de los zapatos de madera de una pieza, sino de zapatos de cuero con suela de madera. (N. de la T.)
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salieron todas las demás, sor Marie des Anges se acercó e inclinó hacia mí su nariz de ratón. Las grandes alas de su toca se doblaban al ritmo de sus palabras mientras me susurraba la noticia: se había tomado la decisión de incluirme entre las que harían la primera comunión en primavera. El catecismo fijaba la edad de razonar a los siete años. Era también la edad de hacer la primera comunión. Yo no tenía más que cinco, pero sor Marie des Anges había pedido una dispensa a la madre superiora y al capellán: como sabía leer, cantaba bien, y hacía preguntas, ¿acaso no era capaz de recibir el sacramento? La hermana se arriesgaba. La madre superiora debió de advertírselo: el privilegio que me otorgaba agravaría aún más ese carácter endiablado que me envenenaba la vida... y la de los demás. Pero sor Marie des Anges lo había meditado bien: era preferible que me sintiera orgullosa de mis conocimientos más que de mi capacidad para permanecer una tarde entera delante de un trozo de col rancia bañada en grasa. Viví los preparativos para la primera comunión como otros viven el examen de ingreso en la Escuela Normal Superior. Jamás uno solo de esos alumnos se concentró tanto como yo. Era capaz de recitar los Diez Mandamientos: «Amarás a Dios sobre todas las cosas/Honrarás a tu padre y a tu madre para que se prolonguen tus días» (las hermanas habrían podido ahorrarse este mandamiento, pero creo que la idea no se les ocurrió jamás). Sabía cuáles eran las tres virtudes teologales y los siete pecados capitales. Sabía cuál era la diferencia entre un pecado mortal y un pecado venial. Conocía a la perfección, en latín y en francés, todas las oraciones que marcaban el día: el ángelus, la oración de la mañana al pie de la cama, la oración de la tarde en la capilla. Me sabía de memoria todos los cánticos; cantaba en la misa, en las vísperas y en la bendición del santo sacramento. Sin embargo, había un punto que seguía oscuro. ¿Qué debía hacer con mis dientes? Había comprendido que iba a recibir el cuerpo de Cristo por primera vez en mi vida; me lo repetían todos los días. Ese cuerpo se presentaba en forma de un objeto llamado hostia, que yo debía tragar. Tragar, pero no tocar, ni con los dedos ni con los dientes. «Si tocáis con los dientes, o peor, si masticáis la hostia –explicó
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el capellán con el dedo levantado a modo de advertencia–, tocáis y masticáis el cuerpo de Jesús. Es un sacrilegio.» Ahora bien, yo sabía que si se cometía un sacrilegio y uno moría sin haber tenido tiempo de confesar, se iba uno derecho al infierno para toda la eternidad. Terror divino. ¿Cómo evitar la cólera del Ofendido, sabiendo que Él no me concedería ni siquiera el tiempo de explicar que no lo había hecho adrede? ¿Tendría que sacar la lengua al cura para asegurarme de que no rozaría mis dientes (de leche) por descuido? ¿Y cómo guardar en la boca un trozo de Jesús sin masticarlo, si no era líquido? ¿De qué materia estaba hecho? ¿Era blando? ¿Era resistente? ¿Y si sabía mal? Para afrontar lo desconocido, no hay nada como la previsión. Así que me puse a practicar. Todos los días, en la comida del mediodía, me esforzaba por tragar sin masticar todo tipo de alimentos. Dados de remolacha, rodajas de zanahoria, mendrugos de pan, e incluso me tragaba el papel entero. Finalmente, antes de que tuviera tiempo de destrozarme el estómago, llegó el día. Sor Marie des Anges me despertó a las ocho de la mañana. Aquel domingo me habían dispensado de la misa de las siete, ya que debía estar en ayunas hasta las once. Me puso un vestido de organdí blanco con mangas de farol, y en la cabeza una corona de pequeñas rosas de la misma tela. El vestido me estaba demasiado grande de sisa –la hermana lo guardaba de un año para otro–, pero me encontraba tan guapa que no me fijé. Habría podido decir que fue el día más bonito de mi vida, de no ser por el asunto de los dientes. Al fin y al cabo, las grandes alegrías tienen siempre su parte de angustia. La ceremonia se desarrolló en la iglesia del pueblo, durante la misa mayor. Nos mezclamos con los niños del pueblo, formando en total una decena de niños y niñas. Al son del armonio, recorrimos lentamente la nave entre las hileras de los habitantes del pueblo, que nos miraban con cariño. Por supuesto miraban a sus hijos, pero la ilusión era perfecta, y yo estaba segura de que se fijaban en mí, que era una cabeza más baja que los demás. Nos sentamos en el primer banco. Nunca había estado tan cerca del altar y jamás la iglesia había estado tan bonita. Había montones de azucenas y cirios casi tan altos como nosotros. El
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sacerdote brillaba a la luz de las pequeñas llamas. Su casulla era tan dorada que estaba rígida. Los monaguillos, vestidos de blanco y rojo, pataleaban en su banco. Yo los envidiaba porque ellos sabían qué hacer con los dientes. Miré la estatua de san José que había sobre un pilar a la derecha del altar. Tenía una azucena blanquísima en una mano y la otra mano se posaba sobre el hombro de Jesús Niño. Jesús, al que no se debía roer, y menos aún masticar. El cuerpo visible era de yeso y yo no había probado a tragar yeso. Los cánticos resonaron bajo la bóveda. Como estaba sentada en la primera fila y no veía cantar a nadie, pensé que descendían de la bóveda y, por lo tanto, del cielo. De no ser por aquel problema de la hostia, aquel día habría podido convertirme en una auténtica creyente. Al llegar el momento, recorrí con los demás el espacio que nos separaba del altar y me arrodillé; coloqué las manos bajo el mantel bordado que lo cubría, cerré los ojos y abrí la boca tanto como en las revisiones médicas. Adiviné que el monaguillo me colocaba la patena bajo la barbilla y oí al cura pronunciar unas palabras en latín. En cuanto sentí una cosa en la lengua, volví a meterla en la boca enseguida y me la tragué de golpe, glup. Estaba segura de que no la había tocado con ningún diente, ni con los incisivos, ni con los caninos, ni con los molares. Me levanté con las manos juntas. Seguía con los ojos cerrados y no los quería abrir. Era una cosa que había observado en la misa: la gente volvía siempre a su banco con los párpados bajos. En el catecismo no nos habían hablado de eso, pero yo quería mostrar mis conocimientos. El problema era que no me había dado cuenta de la diferencia entre párpados bajos y ojos cerrados. Yo los tenía cerrados herméticamente. No dejaban pasar ni el más leve resquicio de luz. Avancé en lo que creía que era la dirección de mi banco. Pero ¿cómo conseguía la gente evitar los pilares, los candelabros, las estatuas, las sillas? Yo no conseguí evitar nada. Me golpeé una vez, dos veces. «¿Qué hace?», musitó una voz. «¡Suzanne, mira por dónde vas!», ordenó otra. Empecé a pensar que aquello acabaría mal pero no quise renunciar. Habría sido como renegar de mi diferencia. Sin embargo el problema no se resolvía. Me daba perfecta cuenta de que me alejaba de mi objetivo; unas risas ahogadas
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me llegaban cada vez desde más lejos. Tal vez me había desviado hacia la sacristía... Estaba a punto de admitir mi fracaso cuando, de pronto, noté que una mano se posaba en mi hombro. Reconocí el perfume a leche y azúcar: sor Marie des Anges. No dijo una sola palabra, pero me guió y yo la seguí cobijada entre los pliegues de sus amplias faldas. Con una ligera presión, tan suave como la de la pata de un animal pequeño, me indicó que podía sentarme. Sólo entonces abrí los ojos y canté, grité con los demás: He aquí el dulce cordero El verdadero pan de ángel Descendido para nosotros del cielo ¡Adorémosle entre todos! Sor Marie des Anges se quedó cuatro años conmigo. Después me dejó. Fue por la noche. Habíamos acabado las gachas; las escudillas estaban vacías, los estómagos llenos, se había raspado el fondo de la olla. Sor Marie des Anges se quitó el alfiler de la toca y los imperdibles de las mangas. Se colocó detrás de la mesa de servir y alzó las manos para imponer silencio. Aquello no era normal. — Tengo algo muy importante que anunciaros. Tuve un presentimiento. Su voz era extrañamente grave y sus ojos no reían. Enseguida todo el mundo se calló; la hermana no tuvo necesidad de repetir la frase. Esperó unos segundos y volvió a hablar: — Mañana por la mañana me voy. No volveré a veros. Nadie quiso comprenderlo y decenas de voces preguntaron: — ¿A dónde va? ¿Hasta cuándo? ¿Cuándo volverá? — Se acabó, me voy del orfanato para siempre.
«Irse para siempre»: palabras crueles. La hermana no quiso engañarnos, ni suavizar nuestro dolor. Habría podido decirnos: «Vendré a veros», o más vagamente: «Volveremos a vernos, estoy segura», que es lo que dicen los adultos en esos casos para evitar
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las lágrimas. No, ella decidió ser cruel. Por honradez. O porque su herida estaba en carne viva, como la nuestra. — ¿Y qué pasa con nosotras? –preguntó una niña de diez años con los ojos desorbitados. — Hay que encomendarse a Dios y rezar. Yo rezaré mucho por vosotras. Os lo prometo. Por primera vez, una promesa de sor Marie des Anges carecía de significado. Sabíamos que la cumpliría, pero eso no cambiaría nada. Ni siquiera ella parecía creer que sus plegarias tendrían el poder de anular la separación. Parecía sentirse muy mal. Hizo que nos levantáramos y cantáramos las gracias, y luego abandonó el refectorio. Para siempre. Nunca he sabido por qué la obligaron a marcharse. Las demás hermanas permanecieron toda su vida en el convento de Fleurance.
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Lo que yo sabía de los hombres
Hasta que cumplí siete años, mi concepción del mundo exterior era muy simple: había dos cosas, lo que estaba «bien» y lo que estaba «mal». Lo que estaba bien: el convento, la iglesia, las damas de la caridad, las niñas modestas y las señoritas a las que se podía definir como antiguas niñas modestas y futuras damas de la caridad. Lo que estaba mal: el resto. La madre Madeleine de la Croix du Christ lo llamaba «el mundo», como si ellas, las monjas, estuvieran fuera del mundo, suspendidas en el camino del Cielo. Lo que yo sabía de los hombres entraba dentro de ese esquema. Estaban los que formaban parte del «bien». Llevaban sotanas. Y estaban los que formaban parte del «mal». Llevaban pantalones. Entre unos y otros no había nada. Las demás niñas de mi edad, las que vivían en el pueblo, sin duda tenían una concepción de las cosas más precisa. Ellas sabían que sus padres podían pertenecer al «bien», a pesar de los pantalones, el aperitivo en el café y la lectura de L’Huma. Pero a mí la educación en un convento me convertía en una niña rara. Ignorante y sabia a la vez. Sabía leer y escribir mejor que los hijos de los campesinos; conocía de memoria la vida de santa Teresa de Lisieux y la de Bernadette Soubirous, pero creía sinceramente que los sacerdotes y las monjas no tenían sexo, como los ángeles.
Mi conocimiento de los hombres con pantalones era fragmentario y repulsivo a la vez. La mayor parte de los que veía se encontraban al borde de los caminos cuando íbamos a pasear; sucios y sudorosos, cavaban, arrancaban, escupían; hablaban con frecuen-
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cia el dialecto regional, y nos miraban mal. Ni siquiera durante la misa conseguían ocultar su naturaleza maligna: llevaban trajes negros y lustrosos, pero mal planchados, y cuellos blancos vueltos del revés, y sus manos eran grandes y gruesas como el cuero. La única de estas personas que vivía entre nosotras era el jardinero. Era un soldado alemán hecho prisionero durante la Liberación, que purgaba no sé qué condena en el huerto de las monjas. A nuestros ojos, su propia existencia era la imagen de un pecado original, cuya redención no podía lograrse más que lo más cerca posible de un convento. No era necesario prohibirnos que nos acercáramos a él; el miedo era instintivo. No obstante, estos breves acercamientos quizá no habrían bastado para confundir en mi cabeza el mal con los pantalones, de no ser porque tuve una experiencia directa. La razón por la que creía plenamente en lo que nos decían las hermanas era mi abuelo. Mi madre no tenía derecho a visitarme: el tribunal de Montauban se lo había prohibido, en el juicio de febrero de 1945. Pero mi abuelo y mi abuela sí tenían derecho a que yo los visitara; nadie podía prohibírselo. Por eso, de vez en cuando me enviaban a su casa. Para la mayoría de la gente, la palabra abuelos evoca dulzura y compotas, calceta y bricolaje. A mí me evoca mal olor. No como el del fregadero, sino aún peor. Mi abuela tenía la piel agrietada y un moño mugriento. La especie de carretilla grande en la que me metía para recorrer los cinco kilómetros que separaban el orfanato de su pueblo estaba cubierta por una película de tierra grasienta. Su casa era una choza de madera de dos habitaciones, tan sombría por fuera como por dentro. No había retrete, sólo un agujero al aire libre en el patio de atrás. A la abuela no le importaba; meaba de pie, con las piernas separadas, bajo sus gruesas enaguas negras. El abuelo era menos repugnante que la abuela; habría podido parecerme casi amable con su aspecto de venerable anciano de ojos azules, pero por las mañanas, cuando la abuela no estaba, abandonaba su cama para venir a tumbarse en la mía y me pedía que le metiera la mano en el vientre, en fin, en lo que yo creía que era su vientre. Cuando intenté contárselo a sor Rose du Rosaire, ella me respondió que no era necesario hablar de ello, que era un «vicioso». De golpe dejé de hablar de ello, pero siguió ocurriendo. Para colmo, el abuelo se ganaba la vida fabricando ataúdes; en mi recuerdo, su oficio y su cuerpo eran semejantes: olían a muerte.
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Afortunadamente un día, las hermanas dejaron de decir que era un capricho mío negarme a ir con la abuela. ¿Por qué aquel día y no los anteriores? No lo sé. En cualquier caso, no volvieron a permitir que me llevaran a su casa. Entonces la imagen del abuelo se fue borrando lentamente, no del todo, pero casi, para convertirse en «aquello de lo que había escapado» y nada más. Es fácil comprender que no mejorara mi opinión sobre los hombres con pantalones. De los hombres con sotana, mi experiencia era muy distinta. Eran a la vez más numerosos, más familiares y más inmateriales. Vivían en dos grandes parques medianeros del orfanato, cada uno destinado a un asilo. Uno estaba concebido para la especie con hábito blanco, el otro para la especie con hábito negro. No se podía decir que se reprodujeran, no, pero se renovaban. Cada vez que íbamos allí, faltaban algunos y había otros nuevos. La especie con hábito negro era la más habitual. La sotana los cubría desde la barbilla hasta los pies, cerrada por delante con una interminable hilera de minúsculos botones. Muy ajustada en el busto, la sotana se ensanchaba para disimular la mitad inferior del cuerpo; sólo sobresalían las puntas de los gruesos zapatos más o menos limpios. El talle lo llevaban ceñido por un largo cinturón cuyos dos extremos flotaban en un costado. En invierno no se veía mucho a los del hábito negro; se escondían en la casa. Sus siluetas se dibujaban tras los cristales, encorvadas, débiles, como hechas de una materia a punto de disolverse; estaban más cerca del Cielo que cualquier otro, eso se veía. En verano era más fácil observarlos. Daban vueltas incansablemente por los senderos más cercanos a su morada, con un breviario o un rosario en las manos. La especie de hábito blanco era más misteriosa, y también más hermosa. Era la de los misioneros. Su asilo estaba en el centro de un parque magnífico al que íbamos a pasear los domingos después de las vísperas. Grandes árboles formaban un paisaje boscoso cubierto de hierba silvestre y los senderos estaban bordeados por setos de boj, cuyo aroma contribuía a la extraña atmósfera del lugar. Los hábitos blancos creaban un bonito efecto bajo aquellas frondas majestuosas. Tenían algo más de solidez, de «suciedad», y menos solemnidad que los negros. Muchos llevaban una larga
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barba, tan blanca como el tejido de su traje; algunos lo coronaban incluso con un enorme casco colonial. De su gran cinturón de cuero colgaba un rosario que resonaba a cada paso. A menudo iban con los pies desnudos, calzados solamente con sandalias de tiras de cuero como las de Jesús. Esta especie era mucho más activa que la negra. Se veían yendo de un lado a otro por entre los árboles con movimientos despiertos, sin miedo al cansancio ni a las zarzas, fuese la estación que fuese. Parecían menos impacientes por ir al Cielo que los otros, y no temían hablar con nosotras. Las historias que nos contaban nos hacían poner unos ojos como platos. Papúes y zulúes, mujeres con discos y mujeres jirafa, pigmeos y patagones, reductores de cabezas y caníbales... Tenían el don de transportarnos sin esfuerzo muy lejos de Fleurance, e incluso del Tarn-et-Garonne. El que más talento tenía era el padre Jean de Dieu. Relataba aventuras en las que el héroe era siempre él mismo y el malo era un brujo negro que quería impedirle llevar el evangelio a los pobres negritos. Ante serpientes que el brujo adiestraba para matarlo, el padre Juan de Dios no tenía más armas que su cruz de madera, pero siempre ganaba. — Imagináoslo, hijas mías... La serpiente se desliza bajo mi sotana mientras duermo; su roce me despierta y veo surgir sobre mi pecho, junto a mi barba, una cara pequeña y plana dispuesta a morderme. ¿Qué puedo hacer? Me mira fijamente, alzándose sobre sus anillos relucientes. Yo sostengo su mirada de reflejos verdes y dorados. No me muevo; ruego a Nuestro Señor Jesús que ayude a ese pobre brujo pagano que no lo conoce y, en todo ese tiempo, no desvío la mirada del Maligno... — ¿Y después, padre? — Nuestro Señor Jesús me envió su fuerza. La fuerza del espíritu, contra la fuerza del odio. Al verme inmóvil, adivinando el poder de mi paz, la serpiente volvió lentamente junto a su amo... Hace un mes recibí una carta de mi sucesor en la aldea de Konakué; me decía que el pobre pagano había recibido el bautismo en Navidad. ¿Cómo imaginar a un campesino de Fleurance rogando a Nuesto Señor Jesús que ayudara a «un pobre pagano»? Sin duda era la prueba de que las monjas tenían razón: los hombres con sotana eran santos. Nos lo repetían después de cada visita:
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«Son hombres santos. Han consagrado su vida a Dios. No son como los demás.» Mi visión del mundo, tan simple, sufrió una brusca sacudida un jueves de primavera, el año que cumplí siete años. Los jueves pasábamos la tarde en el obrador. Se trataba de una habitación grande, cuyas ventanas daban al patio por un lado, y al sendero de las moreras por el otro. En el centro, sobre dos mesas, se alineaban unas canastas de mimbre llenas de ropa blanca. Nuestro trabajo de los jueves consistía en coger las piezas una por una, buscar los agujeros, coserlos, y planchar las piezas remendadas antes de colocarlas en las alacenas pegadas a las paredes. Todas teníamos que trabajar. Sólo las más pequeñas, incapaces de sostener una aguja, estaban dispensadas. Instaladas a nuestro lado, jugaban al «enano amarillo»2 mientras las demás cosíamos. El material se encontraba sobre una tercera mesa, pulcramente ordenado en cajas: tijeras, agujas, dedales, hilos, lanas de todos los colores, huevos de madera para los calcetines, agujas de punto, ganchillos. Había dos máquinas de coser cerca de las ventanas, pero sólo las mayores tenían las piernas lo bastante largas para llegar a los pedales. Gracias al obrador, aprendí a hacer de todo... o casi. Zurcir el codo de una prenda de punto, remendar un desgarrón con pequeñas puntadas, tejer un calcetín, cortar un vestido, bordar... También esto nos hacía diferentes a las niñas del pueblo. Ocurría además que trabajábamos para ellas, para las señoritas de Fleurance. Era una misión que el pueblo reservaba al orfanato: coser el ajuar de las futuras esposas. Noble misión en la que no participaban más que las más hábiles de nosotras, ya que exigía delicadeza, precisión y rapidez. El dinero que se recaudaba, gracias a nuestros deditos, servía para llenar las escudillas. Cuando se preparaba una boda, la madre de la novia suministraba metros y metros de tela, bien protegida entre otra blanca. A nosotras nos tocaba cortar sábanas, fundas para almohadas, toallas 2
El Nain Jaune: Antiguo juego de cartas popular en Francia, similar al Pope Joan inglés y el perejila español. (N. de la T.)
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y manoplas. Después de cortarlo todo y hacer los dobladillos, venían los bordados. Dibujábamos las iniciales enlazadas de los futuros esposos a punto de festón, bordábamos flores y estirábamos los hilos para hacer los calados en las sábanas y las servilletas. A mí me encantaba aquello. Dar forma lentamente a unos objetos que llevarían un poco de mí. Eran momentos de una intensa felicidad. Mientras manteníamos los ojos fijos en los arabescos de hilo blanco que cubrían la sábana de una futura noche de bodas, sor Bernadette de l’Inmaculée nos leía. Exclusivamente historias de mujeres puras y sufridoras. Nos contaba que María Goretti había preferido la muerte a los besos de un joven, nos describía a Germaine de Pibrac durmiendo sobre paja en medio de sus corderos, o bien detallaba el martirio de Marthe Robin, cuyas manos y frente transpiraban sangre por el amor de Cristo. Curiosamente, toda aquella violencia dejó en mí el recuerdo de una gran dulzura. Estaba nuestro silencio, el olor a ropa limpia, la voz de sor Bernadette que se derramaba como un zumo de melocotón, las flores candorosas que se abrían bajo nuestros dedos. En aquellos momentos nos hallábamos verdaderamente fuera del mundo. En cuanto a las narraciones de sor Bernadette, no tuvieron más efecto que el de protegerme firmemente contra la tentación de ser pura y sufridora. Aquel día de mayo de 1949, no había bordados que realizar; sólo calcetines que apañar –palabra que se usaba allí para zurcir– sobre un huevo de madera. El tiempo era apacible, por la mañana había visto cómo los pétalos de las peonías reventaban sus capullos; ardía en deseos de respirar la primavera, de sentir el aire en la piel. Volvía de los armarios. Desde el pie de la escalera, oía el zumo de melocotón abordando un capítulo de la vida de Catherine Labourée. Despacio, de puntillas, me dirigí a la puerta y salí al sendero que llevaba a la iglesia del pueblo. No tenía ninguna meta en concreto. Me senté en la hierba, bajo un gran arce que había junto al sendero. Un pito real hizo notar su presencia. Aferrado al tronco, lo golpeaba con el pico como quien llama a la puerta de un vecino que se niega a abrir.
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Me divertí imaginando un debate furioso entre el que quería entrar y el otro, que permanecía parapetado, sin duda un desdichado gusano acurrucado en el fondo de su agujero. Finalmente, me cansó; era tan repetitivo como la tarea de zurcir los calcetines; cogí una flor de arce para hacerme unas gafas. Era difícil: tenía que despegar lentamente las membranas de las dos aletas sin romper el corazón, para poder ponérmelo en el caballete de la nariz. Tan enfrascada estaba, que no oí los pasos en el sendero. Di un respingo. Una gran silueta se acercaba a mí. Al principio no tuve miedo. Era un sacerdote. Vi su sotana. Pero cuando llegó a mi altura, ciertos detalles sospechosos me pusieron sobre alerta: aquel sacerdote no tenía los cabellos blancos ni grises, sino castaños. Era raro. Sus andares también eran raros. Tenía los hombros anchos como los hombres del pueblo, no tenía ni el vientre abultado ni los hombros encorvados, y avanzaba a paso vivo, resuelto, dominador incluso, según me pareció. ¿Dominador? ¿Y por qué no agresivo? Aquel hombre tenía aspecto de tramar un asalto al orfanato. Me aplasté contra la hierba; tenía miedo de que me descubriese. Y allí, al bajar los ojos, lo vi. Desde mi posición a ras de suelo, tenía los ojos al nivel del dobladillo de su sotana: no podía ocultarlo... Bajo la sotana llevaba pantalones. Unos pantalones marrones. Otra que no fuera yo habría deducido quizá que las hermanas nos habían engañado: existía un mundo intermedio en el que vivían hombres con sotana y pantalones; o bien, yo no había visto nunca lo que había debajo de las sotanas... Pero yo no era como las demás, sin duda por culpa del abuelo, y aquella visión no socavó mi creencia de que, bajo la sotana de los sacerdotes, no había otra cosa más que la nada. Por el contrario, me convenció de que aquel desconocido era un impostor. Era evidente que aquel hombre ocultaba su naturaleza de pantalón bajo una apariencia de sotana. Por lo tanto, la sotana la había robado; por lo tanto, sus intenciones eran malvadas; por lo tanto, era una amenaza para el orfanato, puesto que hacia él se dirigía. Me incumbía a mí, que lo sabía, la tarea de proteger a las criaturas inocentes que Dios había reunido en aquel convento indefenso. De golpe, la sangre de las grandes santas se despertó en mí; estaba dispuesta a inundar la ciudad con una lluvia de rosas para salvarla de los bombardeos alemanes, como santa Teresa de Lisieux, a enfrentarme a Atila yo sola, como santa Genoveva.
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Me levanté de un brinco, transfigurada; salté al sendero y corrí a la velocidad que me permitieron las piernas, teniendo en cuenta que tenía siete años. No huía, no, corría valientemente hacia el obrador para salvar a sor Bernadette de l’Inmaculée del peligro que la acechaba. Desde luego yo tendría que haber estado bajo el arce a aquella hora del día, pero como iba a salvar el mundo –al menos el de Fleurance–, mi falta podía considerarse justificada y sor Bernadette sin duda lo comprendería, pensé. Pasé en tromba por delante del falso sacerdote –¿se preguntaría si era aquélla la educación que recibían las huérfanas?– y llegué a la puerta del obrador sin resuello: — ¡Hermana! ¡Un bandido! ¡Allí, en el sendero, he visto un bandido! Asombro, preguntas, exclamaciones. Tuve que entrar en detalles: — Sí, lo he visto en el sendero; viene hacia aquí; tiene que ser un asesino; ¡va disfrazado de sacerdote para engañarnos! ¡Lo sé, estoy segura, he visto sus pantalones debajo de la sotana! Gritos de horror de las pequeñas, ataques de risa de las mayores, y reacción inmediata de sor Bernadette de l’Inmaculée. Dos bofetadas pusieron fin a la aventura. Después de aquello, inclinada sobre los innumerables calcetines agujereados que obtuve con mi escapada, reflexioné largamente sobre la naturaleza masculina, pero sin más resultado que una serie de interrogantes: nadie me explicó jamás el misterio que había visto. Tuve que aclararlo por mí misma, cosa que me llevó cierto tiempo.
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La mantequilla
Cuando tenía ocho años, mi madre obtuvo del tribunal la suspensión del destierro y, tras hacer montones de promesas al fiscal, la autorizaron a visitarme. Fue un grave acontecimiento. Para la ocasión, me llevaron al despacho de la madre superiora. Sólo entré allí dos veces: aquel día y el día en que nos anunciaron a todas que el orfanato de Fleurance iba a cerrarse. Era un lugar sagrado, señorial, silencioso. Había una gran penumbra y olía a cera, como en la capilla. La propia elección de aquel lugar me advirtió de la importancia del suceso. Por supuesto, a menudo había imaginado a aquella mujer que iba a visitarme. Por lo que me había dicho el abuelo era una mujer guapa, rica, que llevaba joyas y chaquetas con botones de oro. Así la imaginaban también las demás, las niñas del orfanato. Para ellas, tener una madre era un signo exterior de riqueza, aunque un Tribunal la hubiera condenado. Mi madre era guapa, en efecto, pero de una belleza que no era la que las monjas nos habían enseñado a admirar. No tenía nada que se pareciera a una virgen. Morena, de pelo rizado y sujeto con peinetas, llevaba un vestido de flores y zapatos con plataforma. Sobre todo se veía que le encantaba gustar; por eso su belleza era peligrosa, maléfica. Sin embargo, el abuelo no me había mentido: su chaqueta tenía botones dorados. Además, tenía que llamarla «mamá», porque realmente era mi madre. Esto tendría que haber sido evidente para mí. Tendría que haberme sentido feliz de tener por fin a alguien a quien llamar mamá. Pero la verdad es que estaba hecha un lío. Hasta entonces,
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había tenido una «mamá», la señora que había querido adoptarme, la señora Luvinou, aunque había renunciado al título al devolverme al orfanato. Después había tenido una «madre», la única a la que me había dirigido así: «madre», es decir, la madre superiora, ¡y era ella la que me ordenaba que llamara «mamá» a la visitante! «Tenemos por madres a más de doce hermanas, pero no tenemos más que un padre, y es usted, monseñor», entonábamos cuando nos visitaba el obispo, monseñor de C. Para unas huérfanas, era mucha familia. Así pues, no tenía nada de extraño que mis ideas anduvieran un poco embrolladas, y que no supiera qué decir a la persona que entró en el despacho. Detrás de ella, en un segundo plano, estaba mi «madre», la madre superiora, negra y austera, como una estatua inmóvil, plantada en el suelo enlosado como queriendo bloquear con su cuerpo la entrada del pecado al convento. Con aquel espectro como fondo del decorado, aunque hubiera sentido algo por «mamá», habría sido difícil demostrar mis sentimientos... Pero eso no tenía demasiada importancia. En cualquier caso, aun sin vigilancia, la escena no habría tenido nada de melodrama desgarrador. ¿Qué me preguntó ella aquella primera vez? — ¿Te dan suficiente pan? Lo que, pensándolo bien, es una pregunta muy extraña por parte de alguien a quien un tribunal había condenado por, entre otras cosas, haberme privado de alimentos. La tranquilicé sobre ese punto; pan tenía de sobra, mucho incluso, y por suerte, ya que era el alimento esencial de nuestra dieta, e incluso llegaban a decirme, si no me acababa mi pedazo: «¿Te parece que tiene demasiada harina?» No, no quería pan; quería mantequilla. Ella dijo que sí, y me prometió que volvería. ¡Ah, la mantequilla! La mantequilla era entonces el objeto de todos nuestros deseos. No por el recuerdo que tuviéramos de ella, pues no la habíamos probado jamás, ni siquiera en sueños. Yo sabía de su existencia de oídas, y sobre todo por los enfermos convalecientes de la casa de reposo que lindaba con el orfanato. Su refectorio compartía la cocina con el convento; en fin, digo
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cocina en el sentido instrumental del término: compartíamos las cacerolas, los cucharones y las cocineras; en cuanto a la comida... Por la noche, nosotras las huérfanas, comíamos gachas. Gachas y más gachas. Las señoras de la casa de reposo tenían derecho a comidas de verdad, indispensables en su estado. Nosotras no veíamos nunca esos festines, aunque atravesaban nuestro refectorio tres veces al día. Las hermanas legas los llevaban en bandejas que pasaban por encima de nuestras cabezas. Yo no veía nada más que la parte inferior, pero olía los aromas. Y se me hacía la boca agua. No obstante, los platos no podían ser muy refinados; estábamos en plena posguerra y la carne aún escaseaba, incluso fuera del orfanato. Aquellos aromas nos excitaban. ¡Qué no habría dado yo por saborear uno de aquellos platos cuyos olores atravesaban el refectorio! Me habría gustado estar enferma también para conseguir uno de aquellos platos, al menos una vez. La mantequilla era lo más inaccesible. Pasaba en las bandejas de la mañana. Ni yo ni las demás la habíamos visto nunca. Sin embargo, conocía su nombre. Debía de ser un alimento delicioso, puesto que era tan raro, reservado a grandes personajes y servido con mucha ceremonia. La palabra era tan dulce... Mantequilla... Tan tierna, tan untuosa... Sonaba maravillosamente a nuestros oídos; no podía ser más que prodigiosa para nuestras bocas, para nuestras lenguas. Nuestro desayuno consistía en café con leche y pan solo. El 21 de noviembre, día de la Presentación de la Virgen de Blois, y el día de Navidad, teníamos derecho a tomar chocolate, bueno, a algo bautizado como chocolate y que no eran sino restos de café con leche a los que se añadía un poco de cacao en la cocina. Pero ni hablar de mantequilla, ni siquiera en aquellos días. Por supuesto, si las demás niñas del orfanato se hubieran encontrado en mi lugar, delante de mi madre, habrían hecho lo mismo que yo; habrían pedido mantequilla. Y era normal que yo, que era rica porque tenía una madre rica con botones de oro, disfrutara de ese privilegio. Por eso pedí mantequilla. Mi madre volvió como había prometido. Esta vez, no hubo supervisión. A menos que la madre superiora estuviera al acecho desde su despacho... pero eso yo no lo supe.
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Esperaba sola en el patio. En aquel patio, reservado a las visitas del exterior, había hortensias azules y las columnas de un claustro. Hacía buen tiempo; yo llevaba una falda plisada de cuadros rojos y una blusa blanca. Todas las demás niñas tenían la nariz pegada a las ventanas del obrador, en la primera planta del ala opuesta. Querían ver a «la madre», y la mantequilla, por supuesto. Mi madre entró en el patio por el otro extremo y yo no me moví; no sentía el menor impulso de acercarme a ella; me impresionaba, eso era todo; a ella no debía de disgustarle, y menos aún si adivinaba todas las miradas que convergían en ella. Estaba tan guapa y tan elegante como en la primera visita, y también yo me alegraba de saber que las demás estaban al otro lado de las ventanas apretando la cara contra los cristales para verla. Y por supuesto estaba la mantequilla, que yo esperaba recibir. Me dio su regalo. No recuerdo si me sonreía; sólo recuerdo el paquetito. Al principio me sorprendió su tamaño. Esperaba algo parecido a los grandes pasteles que veía en el escaparate de la pastelería a la salida de la misa dominical. ¿Y qué fue lo que descubrí? Un cuadrado minúsculo y amarillento de unos centímetros de lado, cubierto por un papel transparente. Aquella cosa tenía apenas un centímetro de grosor y, además, se veía que la habían cortado de un trozo más grande. Abrí el papel y di un mordisco al contenido. Era graso, sin ni siquiera azúcar, ni crujiente ni aromático, ¡puaj! Tendría que haber sido cien veces mejor que el «chocolate americano» que me había dado un soldado un día, negruzco y con estrías grises. La mantequilla era peor... Se parecía a la grasa de buey cuajada de mi escudilla. Me sentí muy decepcionada. Traicionada. Y aquel sentimiento se mezcla en mi memoria con el de la mujer morena con botones de oro.
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