Dos matrimonios acababan de celebrarse al mismo tiempo en la

LOS DOS MATRIMONIOS CUENTO I Dos matrimonios acababan de celebrarse al mismo tiempo en la pequeña iglesia de Gléni, junto a la Châtre. María acababa
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MATRIMONIOS ( a )
MATRIMONIOS 1843-1844 (11-11-1843 a 25-05-1844) FECHA NOMBRE EL 11-11-1843 ULIPIANO MANUEL FRANCISCO 22 21 16-12-1843 FRANCISCO PABLO JUAN IGNA

4. Tiempo: dos sesiones de 45 minutos
13. COSAS DE GAUCHOS PATRÍCIA DÍEZ DOMÍNGUEZ UNIVERSITÀ SUOR ORSOLA BENINCASA DE NÁPOLES FICHA DE LA ACTIVIDAD 1. Objetivos a. Sociocultural: conocer

Entre los anexos es de resaltar el glosario, por directo y al mismo tiempo completo
HISTORIA DEL COMPUTADOR Capitulo I II III IV V INDICE Contenido INTRODUCCION Historia del Computador; Generaciones y Caracteristicas Sistemas Operat

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LOS DOS MATRIMONIOS CUENTO I

Dos matrimonios acababan de celebrarse al mismo tiempo en la pequeña iglesia de Gléni, junto a la Châtre. María acababa de casarse con Ives, y su prima Blanca con Luis, hermano de Ives. Las dos primas habían perdido a sus padres; las madres vivían todavía y no se parecían. La madre de María se llamaba Juana. La madre de Blanca se llamaba Rosina. Cuando volvieron de la iglesia, los prados estaban cubiertos de rocío, y los pájaros saltaban en las zarzas, gorjeando bajito: era por la mañana. Blanca era rubia, pequeña, un poco gorda; tenía la nariz fina, los ojos grandes, los labios fuertes, y la sonrisa un poco maliciosa. María era más alta que Blanca, esbelta y morena. Su cara era seria, y sin ser bonita, agradable. Se conocía que era discreta en su manera de sonreírse. Aun cuando era de la misma edad que Blanca, le hablaban todos como a una mujer, y trataban a Blanca como a una niña. Habían nacido el mismo día también, y con dos hermanos.

II

María e Ives se divirtieron aquel día de fiesta. Seguidos de tres o cuatro amigos, ganaron el bosque vecino. La primera, la mejor de aquellos amigos era Juana, la madre de María. Aquella mujer, aunque vieja, era joven, porque era alegre, y su felicidad era grande porque era la misma de su hija. Los recién casados y su pequeño cortejo se aventuraron por estrechos senderos; después de andar unos pasos, oyeron un ligero ruido, se volvieron, y vieron un amigo que llegaba trotando, sin haber sido invitado a la fiesta. Era el asno gris de la casa. Se había escapado muy alegre de la cuadra, sin brida ni baste; libre, por primera vez, desde el día en que lo separaron de su madre, se le permitió que fuera feliz con los

demás, y cuando llegó al gran raso del bosque, partieron con él las fresas que cubrían el césped. María miraba a su asno gris, el lirio blanco, los árboles verdes, las fresas rojas, con la felicidad indecible y muda que parte del fondo del alma y se extiende sobre la naturaleza, sobre los detalles de la vida, para iluminarlo y alegrarlo todo: la alegría y el regocijo nacían bajo los pasos de la familia en todo tiempo y lugar. María gozaba de todo, compartía todas las alegrías, hasta la de su asno. El dulce animal trotaba por los senderos, mostrando la bella raya negra en cruz obre el lomo y los brazuelos. Juana con los ojos húmedos de felicidad contemplaba a su hija y a su hijo con cariño de juventud: daba a su hija a un hijo a quien amaba; se la daba alegremente, y al dársela la encontraba. El mismo día, a la misma hora, Rosina, la madre de Blanca, miraba a su hija con irritación mal contenida; no daba a su hija; la vieja Rosina la cedía contrariada; pensaba perderla, por el solo hecho de creerlo así, porque los celos se enajenan todas las voluntades: queriendo guardarlo todo para sí, lo perdió todo: queriendo tenerlo todo, nada tuvo. Juana educó a su hija María al objeto de que se convirtiese un día en esposa y madre. Rosina educó a su hija Blanca para que continuase siendo muchacha y no se convirtiese en otra cosa. Por ese procedimiento Juana había detener siempre en María una hija y una amiga. Rosina había de tener pronto en Blanca una enemiga o una víctima. No tuvo en ella más que una cómplice, que detestó a Rosina y a Luis. Blanca, Luis, Rosina y muchos invitados comieron juntos en la posada más famosa de la aldea. Se rieron mucho durante la comida, pero nadie se divirtió, nadie llevó alegría interior, nadie salió de allí contento. Cuando volvieron a casa, la vieja Juana se echó al cuello de Ives, a quien quería como a un hijo, siendo querida de él como una madre. Nadie perdió nada: todo el mundo salió ganando.

Cuando volvieron a casa, la vieja Rosina lanzó sobre Luis una mirada violenta. Le reprochaba interiormente el haberle robado a su hija. Juana, abrazando a su hijo, le recomendó que hiciera feliz a su hija. Rosina no abrazó a su hijo, y, al abrazar a su hija, le hizo adivinar que le pesaba el tener yerno. La anciana mujer se retiró inmediatamente, no por discreción, sino por mal humor. Se retiraba, no por dejar solos a Blanca y a Luis, sino para tener el derecho de decir que había sido echada, para prepararse ella misma una queja contra el matrimonio. Luis comprendió que no era recibido como hijo, ni como amigo, ni tampoco como amo. Hizo a Blanca esa observación, ésta se echó a llorar. Terminó la jornada con frialdad, con desconfianza, con violencia y lágrimas. La anciana Juana se durmió diciéndose: “No sé yo si he desempeñado bien mi papel de madre. No sé yo si he sido bastante buena para ellos. Me uniré a Ives para proporcionar la felicidad a mi hija. Consultaré, desconfiaré de mí misma, y María será feliz.” La anciana Rosina no se durmió sin haberse dicho veinte veces que había cumplido todos sus deberes y que era irreprochable. “Con juicio acertado y recto como el mío, pensaba ella, no hay necesidad de consejos de sacerdotes, y yo tengo la conciencia tranquila.”

III

Al

día siguiente de la boda los dos matrimonios y sus familias

pensaron en las visitas de rigor. “Vamos cuanto antes a visitar al viejo Bertham, dijo Rosina a Blanca. Quizá tu marido trate de impedirlo. Desconfía de los amigos que quiera darte. Continúa fiel a los antiguos amigos de tu familia. Bertham tiene experiencia y juicio recto. Sabe él lo que se debe a la ancianidad, y si tú tuvieras la tentación de olvidarlo, te lo recordaría.” Vivía Bertham en los alrededores de Gléni, en una cabaña, y podía vérsele siempre sentado a las orillas del camino,frente a la

cabaña,durante el día,trenzando esteras,y por la noche,viendo cómo jugaban los chicos en la calle. Llevaba trajes destrozados; los pies y las manos enormes le caían flácidos sobre los débiles miembros; la cara alargada, de color de cobre, surcada por enormes arrugas, aparecía sombreada por los cabellos negros y crespos; las amplias orejas las tenía aplastadas y descoloridas; las cejas y las pestañas blancas, y los ojos amarillos. Parpadeaba en cuanto alguien le dirigía la palabra. La boca de labios delgados aparecía guarnecida por dientes blancos, apretados y puntiagudos como los de los lobos. Tenía aquel hombre algo de fantástico y de sombrío que llamaba la atención. Rosina y Blanca tenían simpatía por él, mientras que a Juana y a María les inspiraba una secreta repulsión. Bertham parecía inofensivo, hablaba poco y pensaba menos todavía. María se negó a acompañar a su prima a casa de Bertham. Rosina y Blanca entraron solas, conversaron con el anciano, contemplaron con curiosidad la cabaña. La vieja butaca de Bertham tenía hundidas las patas entre mondaduras de legumbres. Aquellas legumbres eran el alimento habitual de dos conejos. Los conejos roían en medio de una docena de gallinas conducidas por un gallo negro muy celoso de su autoridad, que se pavoneaba por todos los rincones del tugurio. Aquel desorden era horrible. Blanca lo tocó todo riéndose a carcajadas, y terminó por poner la mano sobre una vieja caja oculta tras las cortinas de la cama. Al momento, el anciano palideció y avanzó vivamente para quitársela de las manos. Aquel movimiento tan brusco no era necesario, pues Blanca acababa de depositar la caja en una tabla, con terror inexplicable. —El viejo tiene un tesoro, dijo Rosina a su hija, en cuanto salieron de la cabaña. —No, madre, dijo Blanca; la caja era ligera. Sin embargo, todo se propaga en las aldeas. Bertham adquirió la enorme importancia que da a los ojos de los campesinos un supuesto tesoro; por eso compadecían a María y enviaban a

Blanca, porque Bertham nunca se arrimaba a la casa de la primera, y pasaba días enteros en casa de la segunda. Cuando Blanca y Luis estaban en el campo, Bertham y Rosina solían conversar. Por la noche, Blanca volvía poco antes que su marido. Durante aquel instante, le dirigía paternalmente la palabra, y la reprendía por estar dominada, subyugada por Luis. La mujer, decía Bertham con frecuencia, no debe ser la esclava de su marido. Blanca se excusaba como culpable; temía según decía, hacer desdichado a su marido, provocar grandes desórdenes, comprometer para siempre la paz y la felicidad de su vida. —Pobre niña — replicaba Bertham —, ¡no ve usted que cuanto más obedece la mujer, más imperioso se vuelve su déspota! Vamos pues, tenga usted un poco de carácter y de dignidad, si quiere ser feliz. Poco a poco, Blanca cedía. Bien pronto pasó a sus ojos, y a los de todos, por esclava, por víctima desgraciada, inocente y perseguida. Luis, cuando entraba en su casa, no oía más que teorías confusas y extravagantes. Desertó de casa, volvía solo para dormir. Blanca se entregó a Bertham, que continuaba sus enseñanzas.

IV

La

casa de Juana era feliz y encantadora. Por la mañana y la

noche, la madre y los hijos decían sus oraciones en común. Se reían, se querían, se sentían felices y ricos. Cuando los muchachos volvían, encontraban en el umbral a la anciana y encantadora Juana, quien les recibía siempre con el mismo cariño. Juana solo buscaba la felicidad de los demás, y por consiguiente, hacía la suya. María e Ives, le prodigaban su afecto, y, cuanto más se querían mutuamente, más querían a su madre; mientras que Rosina, apartando a su hija de su marido, la apartó por castigo maravilloso, al mismo tiempo de sí misma. Un domingo del mes de julio, María e Ives iban a la iglesia. María llevaba siempre sus vestidos de campesina. Blanca había adoptado

los de las modistillas de la ciudad. Blanca detuvo a su prima por el brazo. —Necesito hablar contigo—le dijo con aire sombrío. — Me parece bien— contestó María; todavía no han tocado a misa. Ives dará un paseo por la orilla del río. — Mira— dijo Blanca a su prima, con voz entrecortada—, Bertham tiene un secreto. Puede darnos todo el dinero que queramos. Yo parto para París con mi madre. Bertham será nuestro criado. Seremos ricos, ricos, ricos, ¿me oyes? — ¿Y Luis? —respondió María. — Luis está molesto — dijo Blanca —; yo no le debo nada. — ¡Desdichada! Exclamó María—. ¿Cómo te las arreglarás para devolverle a Bertham su dinero? — Tú no me comprendes. Te he dicho que tiene un secreto — exclamó Blanca levantando la voz y, volvió a un tono más mesurado: —Tiene en casa, una caja que vi el día de mi boda. — ¿Y qué?—contestó María que temblaba sin saber por qué. — Pues bien — añadió Blanca en voz baja y precipitada —, las monedas de plata que se meten en esa caja se convierten en monedas de oro. Partimos pues para París. María miró a Blanca fijamente. — Por Dios, y por todos los santos. Renuncia a esa idea y quédate — dijo emocionada. Blanca se separó de María sin contestarle. Dos días después, ya no estaban en el pueblo, ni Bertham ni Rosina ni Blanca. Luis cayó en una desesperación muy próxima a la locura. Ives se lo llevó a su casa, pero Luis permaneció en una especie de atontamiento, y solo se le oía cantar en voz baja una tonada monótona.

V

Juana e Ives eran felices. Trabajaban y se querían sin celos. Se dedicaban al cultivo de la tierra. El trabajo proporciona al hombre las verdaderas riquezas, las riquezas floridas, perfumadas, vivientes, la espléndida abundancia sin la cual todos los tesoros del mundo pierden su valor. Las riquezas de la tierra salen de las manos rudas y vigorosas de los agricultores. María interrumpía el trabajo durante algunos instantes, y apoyada en la pala, mirando a la tierra, decía a Ives: — Somos felices, Ives; nos queremos; trabajamos, porque ésta es la ley. Hemos esquilmado un poco esta tierra sobre la cual vivimos. Le hemos confiado la semilla; podemos volver a casa. Dentro de poco, esta tierra amada y agradecida, estará cubierta de flores de color rosa, de flores azules perfumadas. Destacará entre los frescos prados. Un poco más tarde los árboles se inclinarán bajo el peso de la fruta; los trigos madurarán; no tendremos más que alargar la mano y tomar lo que Dios ofrece, como en esos países de los cuentos de hadas donde las perlas y los rubíes aparecen al alcance de los hombres. Se nos devuelve ciento por uno. Creo que en cambio debemos algo a Dios. Cuando en la iglesia, me dirijo a Él, siento en mi corazón una alegría profunda, como si no pudiera hablar sin recibir al instante la recompensa. Dios nos colma de bienes, ¿qué podemos nosotros devolverle? — Mira — dijo Ives—, ésta es la respuesta. En efecto, llegaba en aquel momento un pobre pidiendo limosna. María fue a su encuentro. — Venga usted — le dijo —, esta es nuestra casa. La reconocerá usted por las rosas que hay en los tiestos de las ventanas. Venga usted a cenar con nosotros todas las noches Al hablar así obedezco a mi marido. El pobre aceptó, y sentado como los demás junto a la chimenea, comió la cena de la familia. Aquel mendigo tocaba la flauta y acompañaba a Luis cuando éste cantaba su tonadilla.

VI

Una noche, Ives, María, Juana, el anciano mendigo y Luis estaban reunidos en la cabaña. Sentada en el escaño de madera que guarnecía la gran chimenea, Juana se había dormido; Luis tarareaba su estribillo; Luis hacía cestas; María contaba en voz baja al viejo músico, convertido en amigo de la familia, la historia de Blanca y de Rosina. Fuera, soplaba el viento con violencia. De repente se oyó un grito desgarrador y terrible. Luis, recobrando su agilidad perdida, saltó hacia la puerta, exclamando: “¡Blanca!”, y desapareció. Todos corrieron a la misma dirección y volvieron a entrar, al cabo de varias horas, sin haber podido encontrarlo. Cuando comentaron lo ocurrido, vieron que un grupo de campesinos llegaba a través de los campos, llevando una camilla. Los campesinos una vez llegados a la cabaña, depositaron la camilla en el centro de la gran cocina, y la descubrieron. Pudo verse entonces a Blanca y a Luis echados el uno junto al otro. Los habían encontrado en la montaña, y los habían traído sin que recobraran el conocimiento; Blanca elegantemente vestida contrastaba con Luis, vestido de aldeano. ¿Qué había ocurrido? Llamaron inmediatamente al médico. Blanca y Luis recobraron el conocimiento, el uno después del otro; pero los ojos de Blanca continuaban fijos; se negó a quitarse sus ricos vestidos, mientras se reía con horrible carcajada; había perdido la razón. Luis la contemplaba desolado: la perdía por segunda vez. Permaneció como anonadado. Ya no cantaba el acostumbrado estribillo. El viejo músico, consternado por la desgracia de sus amigos, se había olvidado de la flauta, y el silencio reinaba en la casa. Una noche, Ives dijo a María: — La alegría ha huido de casa; es preciso que vuelva. Todo el mundo está triste. Reacciona tú porque es preciso que todos reaccionemos. Canta una de esas canciones del país, María; Pedro (éste era el nombre del músico) te acompañará. Volverá a tocar la flauta si tú se lo ordenas.

Grandes lágrimas brotaron de los ojos de María. ¡Hacía tanto tiempo que nadie cantaba en casa! Juana la animó con la mirada y María cantó dulcemente con voz débil y emocionada, la canción de Luis. Luis levantó la cabeza; a los pocos momentos, brillaron los ojos con brillo extraño y desconocido. Blanca temblaba y su palidez era horrible. El anciano Pedro acompañó con la flauta a María. Ésta sin darse cuenta de nada, sentía que ocurría algo extraordinario. Su voz se elevó y se hizo temblorosa. Pedro había echado hacia atrás sus cabellos blancos; se había erguido. De repente, Luis se levantó, corrió hacia una vieja arca, única riqueza que conservaba, y la abrió entre transportes de alegría. Sacó de allí una vieja cofia de encaje amarillo y marchito de la cual pendían todavía algunos capullos de flores de azahar. Sus miembros temblaban, se le doblaban las rodillas. Blanca corrió hacia él, lo rodeó con los brazos y gritó con toda su fuerza: — ¡Juan, María, Ives, Luis, estoy salvada! — Blanca llora — dijo María—, señal de que ya no está loca. Despojándose a toda prisa de los destrozados vestidos de seda y pieles que todavía la cubrían, Blanca sacó del arca sus vestidos de novia. Suspendió del crucifijo de María la corona de flores de azahar, y la cofia amarillenta de su vestido nupcial, que Luis cubrió de besos. Ahora bien, encontraron entonces en el vestido de Blanca una carta concebida así: “La caja que tú sabes se ha perdido. Mañana por la noche iremos Bertham, tú y yo a la montaña donde las fabrican. No faltes a la cita, hija mía. Rosina.” Las gentes encontraron en la montaña dos cadáveres calcinados. Creyeron reconocer en ellos a Rosina y a Bertham.

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