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07 PROCEDIMIENTO O MÉTODO DE TOMA DE DECISIONES
FUNDACIÓN
Dr. Carlos Pose Dr. Diego Gracia
Ortega-Marañón Fundación José Ortega y Gasset y Gregorio Marañón
07 PROCEDIMIENTO O MÉTODO DE TOMA DE DECISIONES Dr. Carlos Pose Dr. Diego Gracia
Dr. Carlos Pose (nac. 1971), filósofo y bioeticista, es profesor de Ética en la Universidad Pontificia de Salamanca. Es autor de dos libros, Lo bueno y lo mejor. Introducción a la bioética médica (2008), y Bioética de la Responsabilidad. De D. Gracia a X. Zubiri (2011), y de numerosos artículos sobre temas de filosofía y bioética. Desde 1997 participa en los Seminarios de la Fundación Xavier Zubiri de Madrid, y en los últimos tres años ha estado integrado en un Proyecto de investigación sobre Tecnociencias Sociales y Humanas, dentro del cual ha llevado a cabo investigaciones en torno al papel de los sentimientos y valores en la toma de decisiones ético-clínica y la evaluación ética de tecnologías sanitarias.
Dr. Diego Gracia Diego (nac. 1941), filósofo, médico y máximo representante de la bioética en España, ocupa desde 1979 la Cátedra de Historia de la Medicina de la Universidad Complutense de Madrid, donde ha impartido un máster de bioética durante más de 20 años. Es miembro de la Real Academia de Medicina, Director del Instituto de Bioética de la Fundación de Ciencias de la Salud y miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Es autor de obras de referencia en la bioética internacional, tales como Fundamentos de bioética (1989) y Como arqueros al blanco (2004). Destacan sus esfuerzos por fundamentar los juicios morales desde una ética de la responsabilidad e introducir la deliberación como nuevo modo de analizar los conflictos morales y tomar decisiones prudentes.
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índice INTRODUCCIÓN
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LA CONSTRUCCIÓN DE LA BIOÉTICA
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La experiencia de la obligación moral
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Los contenidos morales
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Los hechos
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Los valores
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Valores intrínsecos y valores instrumentales
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Los deberes
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La bioética como ética de la responsabilidad EL MÉTODO DE LA BIOÉTICA La deliberación moral
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Nota sobre la deliberación en Aristóteles
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La deliberación en la actualidad
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Los problemas en bioética médica y su análisis
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Identificación de un problema moral
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Procedimiento de análisis de problemas morales
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Deliberación sobre los hechos
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Deliberación sobre los valores
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Deliberación sobre los deberes
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Pruebas de consistencia y toma de decisión
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CONCLUSIÓN
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BIBLIOGRAFÍA
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INTRODUCCIÓN La bioética es una nueva disciplina creada como consecuencia de los cambios científicos, tecnológicos, sociales y medioambientales acaecidos en la segunda mitad del siglo XX. En su origen pudo ser confundida con una ética práctica, o con una ética profesional, dado que otra disciplina más antigua y arraigada, la ética o filosofía moral, ya se venía encargando de los aspectos teóricos de la acción humana. Sin embargo, pronto se vio que la mayor parte de los problemas de los que se hubo de ocupar la bioética necesitaban no sólo de una respuesta práctica urgente que la ética clásica no podía ofrecer, sino su propia fundamentación y metodología. Quería esto decir que mientras la ética tradicional podía seguir siendo válida para dar respuesta a algunos problemas morales de carácter interpersonal, dejaba de serlo respecto de los nuevos problemas que se empezaron a desencadenar con el desarrollo espectacular de las ciencias de la vida. Así es que desde entonces la bioética no ha hecho más que crecer en los países desarrollados, dando lugar a un nuevo modo de plantear los problemas morales que tienen que ver con la vida en un sentido muy amplio. Y como, al fin, la vida es el valor más básico o radical de cuantos existen, podemos decir que la bioética se ha convertido en la actualidad en una ética global; su objeto se extiende al ser humano, a las futuras generaciones y al medioambiente. En lo que sigue vamos a presentar un modo de analizar los problemas que tienen que ver con la bioética clínica, eso que suele llamarse método o procedimiento de toma de decisiones ético-clínicas. Para ello vamos a considerar, primero, los tres momentos más importantes de todo acto de decisión moral: hechos, valores y deberes. Esos momentos son los ingredientes, por un lado, de la construcción de los juicios que han de desembocar en una decisión moral, y por otro, los pasos que han de seguirse como procedimiento de toma de decisiones clínica. Tomando unilateralmente los hechos, o los valores, resulta imposible, o sesgado, emitir un juicio moral, y por tanto, tomar una decisión prudente. Y como el procedimiento que proponemos tiene por objeto la toma de decisiones prudente o responsable, no hemos de caer en ningún tipo de reduccionismo moral, sea éste técnico, religioso, jurídico, o de cualquiera otra índole. Si existiera la posibilidad de aplicar algún tipo de reduccionismo a un problema moral, muy probablemente no existirían problemas éticoclínicos ni conflictos de deber. Pero la realidad muestra lo contrario, y por eso es preciso poner en marcha un procedimiento que integre hechos, valores y deberes en un mismo análisis. Ahora bien, el procedimiento que aquí proponemos no ha de verse como un simple esquema o elenco de pasos a seguir de modo pretendidamente mecánico. Frente a esta actitud meramente procedimentalista destacamos el papel de la deliberación en la toma de decisiones clínica. Dicho de otro modo, lo que pone en marcha un procedimiento o método de toma de decisiones es la actitud deliberativa, y no al revés. La deliberación es el modo de alumbrar la mejor solución ante un conflicto de valores y deberes, o el modo de tomar decisiones prudentes en situación de incertidumbre
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LA CONSTRUCCIÓN DE LA BIOÉTICA La experiencia de la obligación moral La ética o la bioética es la disciplina que trata de todo lo que tiene que ver con la experiencia moral. La ética no crea ni produce la experiencia moral. El objetivo de la ética es otro: por un lado, el de analizar esta experiencia moral en lo que tenga de experiencia universal, primaria e irreductible a cualquier otra, y por otro, el de forjar al mismo tiempo un entramado argumentativo que justifique y promueva unos ciertos contenidos morales en un contexto espacio-temporal determinado. La experiencia moral es universal y nos define como seres humanos. Todos consideramos que hay cosas que deben hacerse y otras que deben evitarse. Esta afirmación es fruto de una experiencia universal: la experiencia de la obligación moral. El lenguaje humano recoge esta experiencia en los denominados “verbos de obligación”, tales como “tener que”, “deber”, etc., y en los llamados “juicios imperativos”, que expresan órdenes, como por ejemplo, “no hagas daño”, “cumple tus promesas”, “no mientas”, etc. No hay sociedad humana en la que no existan algunas normas de conducta, trátese de prohibiciones o consejos. Por eso se dice a veces que existen algunos elementos universales e inalterables en la moralidad humana. Ahora bien, si desde el punto de vista experiencial la moralidad es siempre lo mismo, sus contenidos son muy variables, sometidos a factores individuales, sociales e históricos. En primer lugar, el contenido moral ha ido variando a lo largo del tiempo. En la evolución histórica de la humanidad se ha visto cómo las sociedades están cambiando continuamente sus contenidos morales, e incluso en el presente actual, la juventud posee unos patrones de conducta muy distintos de los de la madurez o vejez. Ha habido y hay una evolución en el contenido moral que nos permite hacer estimaciones distintas y actuar también de modo distinto. Hoy nos parecen respetables cosas que en otro tiempo no lo eran, por ejemplo, la autonomía de las personas, su derecho a la intimidad y confidencialidad, etc. Pero, en segundo lugar, el contenido moral también ha estado afectado por el espacio, por el contexto, las necesidades y los deseos que poseen unos individuos de una determinada sociedad. Los contenidos morales no son los mismos en oriente que en occidente, ni resulta posible más que acuerdos generales entre ambas culturas. ¿Es que tan sólo una de ellas reina la verdad? Aunque es evidente que existe un cierto progreso moral en cada sociedad, y que existen sociedades de mayor o menor excelencia moral, también parece cierto que el contenido de la experiencia moral va tomando forma distinta, y consecuentemente distinto nombre, en circunstancias espacio-temporales muy
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distintos. El modo de nombrar la realidad es un modo de percibirla. Por ejemplo, para lo que hoy, en la cultura occidental, nos hemos vuelto extremadamente sensibles, es para el mundo de los valores. Esta es ya una terminología inundatoria. El tradicional mundo de las virtudes y vicios que puso en circulación la ética griega ha recobrado hoy nueva actualidad, y nuevo lenguaje, a impulsos de la fenomenología, con la explosión del mundo de los valores. Es virtuoso quien realiza valores positivos y evita los negativos; y vicioso, el contrario. En tercer lugar, si el contenido moral que hoy manejamos es distinto, si el nombre de eso que tenemos que realizar lo es también, es muy probable que el fundamento de la ética actual sea también muy distinto. Las éticas que hoy representan nuestro modo de pensar y de vivir no son éticas puramente deontológicas (cumplimiento del deber por el deber) ni puramente teleológicas (análisis de puras consecuencias), sino otras que, tomando lo mejor de ambas, se suelen llamar a la altura del siglo XX éticas de la responsabilidad. Bien entendido: ser responsable desde el punto de vista moral no se identifica con la imputabilidad jurídica ni con la culpa religiosa: esa especie de carga (punitiva o de culpa) debida a algo hecho en el pasado. Hoy la responsabilidad moral no mira preferentemente al pasado, sino al futuro, porque el futuro es justo el contexto de la ética. Si algo quiere promover y realizar la ética es futuro. La ética nos indica el futuro como la brújula el norte. De ahí que no podamos vivir sin ella, sin esa pizca de orientación moral hacia el futuro. He aquí el primer fruto del análisis filosófico de la experiencia moral. La experiencia moral es formalmente universal, pero no así los contenidos, que pueden variar entre los seres humanos tanto en el espacio como en el tiempo. En cualquier caso, por variación no nos referimos aquí preferentemente a las variedades estimativas (el hecho de que unos estimen bello lo que otros consideran feo, etc.), sino al hecho de que hay diversos valores, e incluso tipos de valores distintos, que cada sociedad decide realizar en orden y jerarquía distinta, atendiendo pues a parámetros distintos, contextuales. No es que la vida no sea un valor para todos, sino que se trata de un valor que vale más o vale menos en función de otros valores con los que debe confrontarse o medirse en un medio circunstanciado. Lo cual es así, porque, como veremos, no existen valores puros. Pero el análisis filosófico de la experiencia moral produce, además, otro rendimiento. Y es que la ética es una dimensión enormemente práctica. Esto ya lo dijera Aristóteles: no analizamos la experiencia moral para saber más, sino para actuar mejor, para conocernos mejor. Y, en efecto, a todos nos ocurre que la experiencia moral nos genera una especie de desdoblamiento personal que no nos suele dar tregua, que nos dice que tenemos que realizar unas cosas y evitar otras. Es nuestra conciencia moral. Nuestra conciencia se va cargando progresivamente
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de unos ciertos contenidos morales, y a través de ellos está constantemente recordándonos que debemos realizar unas cosas y evitar otras, lo cual es tanto como decir que nos está permanentemente pidiendo cuentas de lo que hacemos o no hacemos en cada situación concreta. La experiencia de la obligación moral no se expresa pues en el vacío, sino a través de ese conjunto de contenidos que han de guiar nuestras decisiones morales. Por eso la cuestión ahora es la de analizar qué forma poseen esos contenidos, qué es eso que nos obliga, o que tenemos que realizar o evitar, dando cuenta de ello.
Los contenidos morales Dar cuenta de algo, tanto en filosofía como en ética, se dice fundar o fundamentar; y fundamentar es siempre ir a la raíz de algo, dar la razón de ese algo o, más sencillamente, responder a un “por qué”. Tomemos, por ejemplo, la obligación de pagar impuestos. Fundamentar este juicio de “deber” (es decir, el juicio “debes pagar impuestos”) es responder a un “por-qué”. Al no familiarizado con una civilización en la que se pagan impuestos no le parece nada evidente que haya que pagar impuestos. Por eso hay que dar una explicación o cuenta de ello. Y la respuesta más sencilla quizá consista en apelar a una serie de “valores”, descubiertos en algunas culturas, que permiten una sociedad mejor ordenada, o que produce mayor bienestar. Es posible que esta explicación no sea suficiente, lo cual no es inusual, dado que los valores siempre son estimación de algo anteriormente percibido que les hace precisamente manifestarse. A eso anterior solemos llamar “hechos”. Los valores siempre están soportados por hechos, y es la fiabilidad y opción por éstos lo que determina una posible línea de construcción o fundamentación de un juicio moral. En el ejemplo propuesto, si nos fiamos y apostamos por la navegación terrestre (hechos), se podría justificar cómo, al pagar impuestos (deber), uno puede recibir ciertos servicios que de ningún otro modo podría; por ejemplo, viajar de una población a otra en coche en un corto espacio de tiempo (valor). Pues bien, de hechos como éste que acabamos de consignar brotan pues valores, por ejemplo, la comodidad de viajar en coche, y deberes, el deber de pagar los impuestos pertinentes para que conducir un coche pueda resultar factible. Este encadenamiento de hechos, valores y deberes es fundamental en cualquier construcción de un juicio moral. Lo único que habría que advertir es que, aunque la fundamentación moral pide llegar al nivel de los hechos, la fase más compleja se desenvuelve siempre en el nivel de los valores. Como se comprenderá más adelante, son los valores los que obligan, no los hechos. Los hechos son imprescindibles porque son los depositarios de los valores, pero eso es todo. De ahí
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que no puedan resolverse los conflictos morales apelando a una especie de reduccionismo técnico o tecnocrático, aunque tampoco axiológico. Por lo tanto, de la comprensión de este esquema teórico y de la adquisición de cierta habilidad práctica para identificar hechos, valores y deberes en cada caso concreto dependerá luego el que nuestras decisiones sean bien fundadas o no. A esto cabría decir que se reduce buena parte del problema de la fundamentación o construcción de juicios morales, es decir, de los contenidos morales. Más adelante veremos cómo desplegar esos momentos en lo que constituirá un procedimiento de ayuda a la toma de decisiones, pero nos interesa ahora describir más a fondo lo que indica cada término y los juicios que formamos en cada caso.
Los hechos Llamamos “hecho” a todo aquello que es dato de percepción, por tanto algo perfectamente objetivo, contundente e impositivo. La percepción u observación de un hecho puede ser directa o indirecta. Es directa cuando vemos, tocamos, oímos, etc. de modo inmediato algo, mientras que es indirecta cuando estas tres sensaciones, o cualquier otra, se obtienen mediante una representación u a través de cualquier otro medio complementario; por ejemplo, puedo percibir un hueso corporal directamente, haciendo una disección en la piel o en el cuerpo, o puedo verlo a través de una radiografía que lo representa sin alterar el estado de cosas, etc. Los hechos son, pues, datos de la realidad. Estos datos, en función del objetivo que con ellos se persiga, pueden recibir distintos nombres, por ejemplo, “signos” objetivos. La ciencia, por lo general, trabaja con signos objetivos. Sin experiencia de estos datos no habría ciencia ni moral, aunque la ciencia y la moral no se reducen a estos datos. Sobre estos datos o signos objetivos hacemos juicios, en concreto hacemos un tipo de juicio que solemos llamar “descriptivo”. Se llaman descriptivos porque se trata de juicios que reproducen lo que la realidad muestra ya como dato perceptivo. En esos juicios lo que se hace es identificar una cualidad real y atribuírsela a un sujeto. De hecho, la estructura habitual de estos juicios es “S es P”. Por tanto, son juicios que se enuncian en presente de indicativo, por ejemplo, “el fémur está roto”. La ciencia se vale de este tipo de juicios para dar a conocer sus hallazgos, pero son también los juicios que hacemos a diario ante cualquier fenómeno natural, por ejemplo, “la mañana está lluviosa”. Ahora bien, ¿qué sucede con este otro juicio?: “robar es una acción injusta”. Aparentemente, ambos juicios muestran una estructura muy similar, por lo que podría parecer que poseen el mismo grado de certeza. Sin embargo, la diferencia es clara: mientras el primero expresa un hecho, un dato de percepción, el segundo expresa un valor, algo
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estimable. No podemos confundir los hechos con los valores, por una primera razón que adelantamos: porque los hechos se perciben, mientras que los valores se estiman. Estimar no es percibir, aunque sin percepción no habría estimación.
Los valores Pocas cosas pueden resultar tan difíciles de definir como un valor. De hecho, se ha dicho muchas veces que son indefinibles. Hay razones para esta opinión, pero esto no significa que sea imposible entender lo que es un valor, y menos mencionar alguno, dada su abundancia. Hay valores religiosos, estéticos, económicos, intelectuales, morales, etc. Si a nadie sorprende percibir hechos por todas partes, tampoco debe sorprender que exista la misma proporción de valores, dado que los hechos, según dijimos, soportan siempre valores. Donde hay un hecho hay al menos un valor, y como todo valor tiene su contra-valor, en cada hecho hay o puede haber ya dos valores, un valor positivo o un valor negativo. Siguiendo con un ejemplo anterior, si digo que “la mañana está lluviosa”, puedo añadir a continuación: “qué alegría, que me quedaré en casa leyendo” o “qué pena, que había quedado con unos amigos para hacer una excursión”. De un mismo hecho percibo valores distintos, al menos dos, pero generalmente muchos más. Así como los hechos son, por así decirlo, únicos (o llueve o no llueve), los valores son diversos, es decir, polares y plurales. Existe lo caro y lo barato, lo agradable y lo desagradable, lo justo y lo injusto, lo elegante, lo bello, etc., etc. ¿Quiere esto decir que cada persona percibe un valor distinto como si en ellos no hubiera nada de objetividad? Cabe responder, ciertamente, que los valores no poseen la objetividad de los hechos, pero aun así son bastante objetivos. Los hechos, en la medida en que se definen como aquello que es observable para cualquiera, son muy objetivos. Los valores, por el contrario, no son tan objetivos, pero tampoco completamente subjetivos. La propia apelación a los valores indica que si no tuvieran algo de objetivo no tendría sentido que se hablara de ellos. Cuando alguien afirma que “las Meninas es un cuadro bello”, no está diciendo únicamente que ese cuadro le gusta o que es bello para sí, sino que la cualidad “belleza” pertenece como atributo al cuadro y que por eso él lo ve bello y siente una especial fruición (gusto) al verlo. Si los valores no fueran parcialmente objetivos sería absolutamente imposible la apelación a ellos. Pero apelamos a ellos, intercambiamos emociones con ellos, tomamos muchas decisiones desde ellos, e incluso vivimos y morimos por ellos. Los valores, quizá no son completamente objetivos ni subjetivos, sino simplemente intersubjetivos, un descubrimiento compartido por mucha gente y avalado, además, por la opinión de los más entendidos.
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De los valores surge un tipo de juicios que se llaman juicios “valorativos”. Los juicios valorativos se montan sobre juicios de percepción o de hecho. Cuando decimos que “el pescado está caro” o “qué bonita mañana” estamos haciendo juicios de valor. Ya hemos visto otros ejemplos anteriormente que nos excusan ahora de mayores digresiones. Lo curioso es que, a pesar de ser juicios fundados en una dimensión de la realidad más endeble y ser percibidos del modo más sutil (preferentemente, por vía emocional), son los juicios más importantes, aquellos en los que se nos va la vida. De ahí que un buen modo de identificar valores, y a partir de ellos hacer juicios, sea a través de un experimento mental o método que propuso Moore y que repite también Ortega: un valor es aquello que si no existiera, faltaría algo importante; un valor es aquello que se nos hace imprescindible. Ahora bien, quizá no todo valor cumple con este criterio. Vamos a ver por qué.
Valores intrínsecos y valores instrumentales Una característica que se ha hecho fundamental en el análisis de los valores es ésta: la distinción entre valores intrínsecos y valores instrumentales. Por valor intrínseco se entiende aquella realidad o aquella cualidad que tiene valor por sí misma, de modo que si desapareciera, pensaríamos haber perdido algo importante, es decir, algo valioso. Así definida, se diferencia de la noción de valor instrumental o valor por referencia, en que éste no vale por sí mismo sino por otra cosa o cualidad distinta, que es la que le otorga valor. Los valores instrumentales se llaman también valores útiles o de utilidad, porque siempre sirven para una cosa distinta de ellos mismos, en tanto que los valores intrínsecos son valiosos por sí mismos. En todo caso, las cosas no suelen ser soportes de valores puramente intrínsecos o puramente instrumentales, sino que comparten en mayor o menor medida ambas condiciones. El fármaco es un valor instrumental al servicio de un valor intrínseco, que es la salud. Pero la salud es también un valor instrumental al servicio de la vida, si bien la salud nunca puede ser reducida a puro valor instrumental. De igual modo cabe decir que la vida es un valor intrínseco, como lo es también la religión o cualquier otro valor espiritual. Todo lo que es valioso por sí mismo, con independencia de cualquier otra cosa, tiene valor intrínseco. Pero la vida, que es un valor intrínseco, tiene una dimensión instrumental, como se advierte al ponerla al servicio de otros valores intrínsecos, por ejemplo los espirituales, el religioso, el patriótico, o el científico, etc. Nada es puro valor, como ya hemos anotado más arriba, y por tanto tampoco puro valor intrínseco o puro valor instrumental. Sobre esta distinción actual entre “valores intrínsecos” y “valores instrumentales”, conviene advertir que no se parece mucho a la clásica descripción de los valores como propiedades intrínsecas de las cosas, que el ser
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humano intuye de modo directo e inmediato. La tesis que ha ido abriéndose paso en las últimas décadas es que hay valores que por sí mismos, o por su propia condición, son estimables por los seres humanos, incluso por todos, y que por tanto pueden llegar a ser formulados de modo universal. Pero estos valores no están intuidos sino construidos, y además tienen carácter relacional, surgen en la relación de los seres humanos con las cosas de la naturaleza y con los otros miembros de la sociedad. Por tanto, el hecho de que los valores estén construidos no obsta para que sean o puedan ser universales. Unos alcanzarán esa condición y otros no. Cuando sucede lo primero, entonces cabe preguntarse si no estamos ante un nuevo modo de identificar valores que pueden considerarse intrínsecos o inherentes a todo ser humano. Hoy no es posible identificar la existencia de valores intrínsecos o valores en sí con la teoría intuicionista, ni cabe considerar que con su hundimiento cayó también definitivamente la posibilidad de afirmar la existencia de tal tipo de valores, de modo que los únicos existentes sean los instrumentales. Lo que ha surgido en el siglo XX es todo un amplio movimiento que defiende el carácter constructivista de los valores, pero a la vez la posibilidad de universalizarlos, y por tanto de considerar que, ésos al menos, son algo así como inherentes a la condición humana. Lo que sucede es que tales valores se interpretan ahora no como cualidades objetivas de las cosas, sino como propiedades intersubjetivas. Los valores, como ya hemos visto, se hallan siempre soportados por los hechos o las cosas. Los valores no están en el aire sino en las cosas. Son ellas las que son bellas o feas, útiles o inútiles, etc. Las cosas, pues, pueden ser soportes de valores intrínsecos y de valores instrumentales. De hecho, siempre son soportes simultáneos de ambos, si bien en proporciones variables. Hay realidades que soportan sobre todo valores intrínsecos, como las personas, y otras que soportan sobre todo valores instrumentales, como es el caso de las cosas. Hasta tal punto puede llegar el peso de unos sobre los otros, que en ciertas realidades los valores intrínsecos tienen carácter definitorio, es decir, sirven para definir la realidad, en tanto que en otros ésta se define por sus valores instrumentales. Lo primero es lo que sucede en el caso de las personas. No hay duda que las personas soportan valores instrumentales, pero la propia cualificación de una realidad como personal se hace en virtud de sus valores intrínsecos. Lo cual significa que en ella éstos tienen carácter sustantivo y definitorio de su propia realidad, en tanto que los otros no. En los instrumentos técnicos sucede exactamente lo contrario: se definen por su valor instrumental, de modo que los valores intrínsecos tienen en ellos condición meramente adventicia, aunque no por ello pierden su condición de intrínsecos. Un ejemplo aclarará esto. Los productos técnicos se definen por su valor instrumental, pero pueden ser, por
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ejemplo, bellos o elegantes. Piénsese en un coche o en un avión. La belleza y la elegancia son valores intrínsecos, pero afectan al instrumento técnico sólo de modo adventicio, no sustantivo. El instrumento técnico no tiene la condición de tal por la belleza de sus líneas, sino por la función que cumple. Las realidades que se definen por sus valores instrumentales y no por sus valores intrínsecos, tienen dos características: una, que pueden intercambiarse por otras que cumplan mejor su función, y otra, que se miden en unidades monetarias. Esta precisión es fundamental y de una enorme importancia para la ética. Un fármaco, por ejemplo, puede cambiarse por otro que cumpla la misma función con ventaja o sin tantos efectos secundarios. El fármaco es una sustancia química que soporta un valor básicamente instrumental, y que además tiene la condición de fármaco precisamente por su valor instrumental. Es también soporte de algunos valores intrínsecos, como por ejemplo la belleza de la píldora o el buen sabor del jarabe, pero tales cualidades no son inherentes a su condición de fármaco. Ello se debe a que tal condición no le viene dada por ese valor intrínseco sino por su valor instrumental de aliviar un síntoma o curar una enfermedad. Lo que define al fármaco como fármaco es, pues, su valor instrumental. Y este valor, precisamente por ser instrumental, tiene las características de poderse permutar por otro que instrumentalmente cumpla mejor su función. Los valores instrumentales son permutables, y por tanto también las cosas que les sirven de soporte. El caso opuesto al fármaco lo constituye el ser humano. No hay duda de que la realidad humana es soporte tanto de valores intrínsecos como instrumentales. Los seres humanos somos instrumentos para muchas cosas. Por ejemplo, un taxista es instrumento para que podamos desplazarnos de un lugar a otro. Todos somos instrumentos para todos. Los brazos son instrumentos que nos sirven para trabajar. Pero el ser humano, por más que sea soporte valores instrumentales, se caracteriza por tener valores intrínsecos muy importantes. Cabe aún decir más, y es que así como el fármaco se define por su valor instrumental, de tal modo que el valor intrínseco tiene en él carácter meramente accidental, en el ser humano sucede exactamente lo contrario, que aquello que le define es su valor intrínseco, la dignidad, en tanto que los valores instrumentales, con ser muy importantes, tienen carácter claramente secundario o adventicio. Pues bien, si decimos que las características básicas de los valores instrumentales es que sus soportes pueden permutarse y que su unidad de medida es monetaria, de modo que pueden comprarse y venderse, en el caso de los valores intrínsecos hemos de afirmar exactamente lo contrario. Y ello por la razón obvia de que cada valor intrínseco es valioso en sí, de modo que el valor intrínseco que soporta una realidad es individual e intransferible, y distinto del valor
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intrínseco que soporta cualquier otra, por más que se trate del mismo tipo de valor. Por ejemplo, la belleza de un cuadro es distinta de la de cualquier otro cuadro, y si se pierde esa belleza, desaparece una parcela del valor belleza que no es sustituible por cualquier otra. Esto que se dice de la belleza de un cuadro, es aún más claro tratándose de las personas. La dignidad de cada persona es distinta de la de cualquier otra, de modo que no es posible permutar una por otra. Cada persona tiene valor en sí, y no cabe despreciar una aduciendo que hay otras. Es posible que esa persona sea una inútil, pero es persona, y en tanto que tal exige respeto y no puede ser permutada por ninguna otra distinta de ella misma. La segunda característica de los valores intrínsecos es que no pueden medirse en unidades monetarias, ni por tanto comprarse o venderse. El dinero es la unidad de medida e intercambio de valores instrumentales, pero no de valores intrínsecos o valores por sí mismos. De ahí la afirmación de que estos últimos valores “no tienen precio.” Los valores instrumentales son intercambiables entre sí. Yo puedo sustituir un coche por otro, siempre y cuando me sirva para trasladarme de un lugar a otro, etc. Ahora bien, los valores intrínsecos no son, en principio, sustituibles, ni permutables. Las personas, por ejemplo, no son permutables, ya que consideramos que cada una es respetable por sí misma. De ahí la frase de Kant de que las personas “tiene dignidad y no sólo precio.” Y lo mismo cabe decir de la belleza de un cuadro. El precio es medida de intercambio, y los valores intrínsecos no son intercambiables, precisamente porque cada uno tiene valor en y por sí mismo. Esta diferencia fundamental es la que expresó magníficamente el poeta Antonio Machado en los versos que dicen: “Todo necio / confunde valor [intrínseco] y precio [valor instrumental].” Visto así, es claro que la distinción entre valores instrumentales e intrínsecos está en la base de toda la teoría ética. Los valores más importantes para el ser humano son los intrínsecos o por sí mismos, dado que los otros no pueden contemplarse más que como meros medios para el logro de aquéllos, razón por la cual siempre han de estar a su servicio. Los seres humanos pueden dedicar su vida a la promoción de uno u otro de estos dos tipos de valores, lo mismo que también pueden hacerlo los grupos sociales. Esto explica que en ciertas épocas históricas se haya producido un gran cultivo de los valores intrínsecos, como en la Grecia clásica, y en otras, como la nuestra, la preferencia haya ido dirigida hacia los valores instrumentales. No hay duda que hoy gozamos de muchos más valores instrumentales que en tiempo de Sócrates (tenemos más instrumentos técnicos que nos permiten hacer muchas cosas que entonces eran imposibles), pero no es tan claro que hayamos progresado significativamente en el cultivo de los valores intrínsecos.
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Los deberes Entramos con esto en la parte más propia de la ética y de la bioética. Ni los hechos ni los valores son dimensiones específicas de la ética. Ya vimos que los hechos son algo muy común en el lenguaje de la ciencia, e incluso en el lenguaje cotidiano, y que los valores no pertenecen exclusivamente a lo moral, sino que los hay de muy distintas clases, económicos, estéticos, religiosos, etc. Ahora bien, lo valores tienen una característica no señalada pero esencial ahora: piden su realización. Y esto sí que es lo propio de la ética: realizar valores. La ética no trata directamente de hechos, como la biología o la medicina en tanto que ciencia, ni siquiera de valores, como la axiología o la medicina en tanto que profesión social, sino de deberes. Ahora bien, el deber se define precisamente como aquello que toda persona tiene que realizar como su más preciado tesoro: los valores. Los deberes, podemos decirlo ya, se fundan en valores que nos piden su realización. La justicia nos pide ser justos, la verdad, veraces, lo sagrado, religiosos; si hemos hecho una promesa, cumplirla, si hemos contraído una deuda, pagarla, etc., etc. No hay valor que no pida su realización, lo cual nos puede plantear un grave problema: ¿y si dos valores me piden su realización a la vez, o estimo que la realización de uno significa dañar parcial o totalmente el otro, etc.? Ésta es la situación típica de la que se encarga la ética y la bioética: el conflicto de valores. La conflictividad es una característica más de los valores. Si los valores no fueran conflictivos sería innecesaria la ética. Si es necesario dar el paso del nivel de los valores al nivel de los deberes es precisamente porque no siempre sabemos lo que debemos hacer en cada caso concreto. Si algo posee la ética, es una misión práctica. Porque una cosa es lo que “debería ser” y otra muy distinta lo que “debe ser”. Este es un punto importante. Mencionábamos antes que nuestra vida está sustentada en un mundo distinto de los hechos que hemos llamado “mundo de los valores”. Estos valores, en la medida en que son descubiertos, pasan a formar parte, por proyección, de un mundo ideal. Toda persona lleva este mundo en su recámara, en el fondo de sí mismo, pero es un mundo ideal porque está compuesto por una elevación o proyección de los valores reales. Si yo descubro la belleza, querría que todo fuera bello; si descubro la justicia, querría que todo fuera justo; si descubro el amor, querría que todos nos amaramos; si descubro la paz, querría que no hubiera guerras, y así hasta extremos indecibles. Todo lo que se nos presenta como valioso lo proyectamos y lo convertimos en un mundo ideal. Pues bien, este mundo ideal es el mundo de lo que “debería ser”, pero no es. Es, si se quiere, nuestro horizonte de vida buena. Nadie puede vivir sin este mundo. Más bien ocurre que la pérdida de este mundo es la pérdida del “sentido” de la vida y por
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tanto del sentido de la muerte. Es la triste situación en la que da igual vivir que morir. Por lo tanto, es inimaginable un mundo sin esta dimensión de idealidad o irrealidad. Ahora bien, esta irrealidad es la que pide realizarse, es la que pide encarnarse en este mundo presente. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿De qué manera? ¿Por cuánto tiempo? Ahora es cuando comprobamos que el mundo ideal, el mundo del “debería” no nos resuelve el problema cotidiano, eso que hemos llamado conflicto de valores. Ahora tengo que hacer otro tipo de proyección, más pegada a los hechos, que me alumbre lo que tengo que hacer en cada caso concreto. Y lo tengo que hacer muy probablemente contando con la opinión de los demás, no mirando únicamente al mundo ideal. Yo sé muy bien que no debería haber guerras, ni homicidios, ni injusticias, ni enfermedades, ni actos inmorales, pero ¿puedo yo, hombre de carne y hueso, evitar todo esto de modo absoluto? El mundo real es muy distinto al mundo ideal, o dicho de otro modo, el mundo del “debería” es muy otro que el mundo del “debe”. Sin aquél yo no podría vivir en éste, y sin éste aquél sería una absoluta ilusión. La opción por uno de estos mundos siempre ha llevado a posturas morales extremas. Resulta inevitable mantener los dos mundos y articularlos según eso que llamaremos “responsabilidad moral”. Lo que tenemos que realizar, los valores, se expresa pues en un tercer tipo de juicios llamados prescriptivos o normativos, es decir, en juicios de “deber”. Los juicios de deber son los que nos ordenan la realización de valores positivos y la evitación de los negativos, por ejemplo, “debes cumplir tus promesas” o “no debes mentir”, donde “las promesas” y “la verdad” son valores positivos. El caso es que son juicios muy peculiares. Así como el lenguaje de la ciencia se expresa en su forma indicativa a través del verbo “ser”, el lenguaje de la ética lo hace en su forma imperativa, es decir, en términos de “deber”. Los juicios morales mandan y ordenan hacer unas cosas y evitar otras; no tienen por objeto conocer la realidad, sino ordenarla. La ordenan además en el futuro, no en el pasado ni en el presente, como suele suceder con los demás juicios. Esto significa que este tipo de juicios, antes de hacerse realidad, impelen a la propia conciencia. En ética esto es lo que se llama “conciencia moral”. La conciencia moral es el tribunal supremo desde el que salen y al que vuelven los juicios morales. La conciencia moral manda y, paradójicamente, asume lo mandado. La inadecuación parcial entre la orden y su cumplimiento no pasa, sin embargo, desapercibida. Tanto es así que la orden tiene un nombre muy distinto del de la recepción, aunque ambos momentos forman parte de la misma conciencia moral. La cuestión es la siguiente. Decíamos anteriormente que los valores piden su realización, y eso es lo que significa “deber”, orden o mandato. Añadimos ahora que piden además su justificación o explicación, y eso es lo que se expresa con otro término
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fundamental: “responsabilidad”. Ya no basta con que tengamos la “buena intención” de realizar valores, incluso “sentir” el deber de hacerlo, sino que hemos de “responder” (de ahí responsabilidad) de por qué hemos de realizar unos y no otros, y de las consecuencias de la realización de cada uno de ellos, etc. Quien percibe el valor “salud” o “belleza” es seguro que se ve impelido por el deber de contribuir a ella; pero, en su puesta en práctica, ha de medir todas las consecuencias. Recordemos que lo ideal sería un mundo donde nadie muriera, donde no hubiera enfermedades, pero la realidad es que la gente muere, etc. No debemos ser ciegos a la realidad por una especie de encantamiento del mundo ideal. Los valores piden su realización, pero piden también su justificación con arreglo a la naturaleza de las cosas y a las consecuencias previsibles. Éste es el tema de la bioética: actuar con responsabilidad, pues si bien cabe partir idealmente de posiciones apriorísticas, convicciones profundas, deberes absolutos, etc., éstas han de ser siempre contrastadas con lo que nos demanda cada situación concreta. No podemos confundir lo absoluto con lo real, y por tanto con lo que se puede y se debe hacer en un caso concreto.
La bioética como ética de la responsabilidad Todo esto explica que fundamentar o dar cuenta de los juicios morales sea tarea harto difícil y de costoso esfuerzo. No sólo se requiere un buen análisis de hechos, valores y deberes, sino también una buena síntesis, es decir, eso otro que se llama responsabilidad. Lo responsable no es analizar desmesuradamente hechos y nada decir de los valores, o estimar mucho éstos sin haber llegado a aquéllos. En ética y en bioética es muy común hacer juicios morales desde posiciones muy fijas e inamovibles, o lo que es lo mismo, poco prudentes y poco responsables. Casi siempre se trata de posiciones reduccionistas que no respetan la especificidad moral de los problemas humanos. Las tres modalidades más frecuentes son el reduccionismo técnico, el religioso y el jurídico, que siempre significan un obstáculo al desarrollo autónomo de la ética y de la bioética. Fundamentar no puede significar aferrarse a alguno de estos tres momentos, sucumbiendo a un reduccionismo del juicio moral, tan peligroso como frecuente. Respetar los tres “momentos” del análisis del acto moral evita muchos errores. Quien actúa privilegiando hasta el extremo un momento a base de anular los otros dos injustificadamente, supone, inadvertidamente, que un juicio moral es del mismo carácter que aquello que lo soporta. Por ejemplo, quien cree que sólo existen “hechos”, entiende que el juicio moral sigue siendo un hecho más; quien considera lo religioso como valor determinante de lo moral, anula la especificidad de esta experiencia; quien sólo
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apela a lo jurídico (al deber que se ha hecho norma legal) para resolver los conflictos morales, desperdicia aquello que sigue siendo lo más admirable de la ética de cualquier persona o profesión: la excelencia moral. Pero todavía resta dar cuenta de otro gran equívoco no menos frecuente aún a día de hoy en los debates éticos. Fundamentar tampoco puede querer decir “demostrar” que determinados juicios morales son siempre ciertos y que todos los demás nunca lo son, aunque sólo sea porque siempre caben opiniones contrarias que debemos respetar, o al menos discutir; o revisiones y excepciones no contempladas más que en el contacto directo e individual con los problemas morales que genera cada caso; etc. Este error tiene su origen en la creencia de que en ética o en bioética existe eso que se ha llamado “racionalidad apodíctica”, quizá atribuida incluso equivocadamente a algunas ciencias teóricas. Más bien sucede que las decisiones morales, por ser prácticas, pertenecen a lo que desde Aristóteles se viene llamando “racionalidad prudencial”. La prudencia es la racionalidad propia de los saberes prácticos; es, por tanto, una sabiduría práctica. En el caso que nos ocupa se trata de una cierta actitud intelectual y a la vez emocional que, teniendo en cuenta hechos, valores y deberes, alumbra juicios morales “responsables” en los casos de incertidumbre, lo cual también es fruto de una cierta experiencia. Por tanto, la actitud prudente, que a la altura del siglo XX se ha preferido llamar “actitud responsable”, es un magnífico criterio moral del que se ha terminado haciendo cargo la bioética. ¿Qué significa aquí responsabilidad? Aunque el tema es muy amplio, quizá lo podemos resumir del modo siguiente: (a) no dirigir nuestra mirada únicamente al análisis de los hechos, pensando que un problema moral es siempre un problema técnico mal planteado, pues nuestras decisiones recaen no sólo sobre hechos, sino también sobre valores que entran en conflicto; (b) no jerarquizar los valores de una única manera, privilegiando siempre unos en detrimento de todos los demás, aunque sólo sea porque en las sociedades plurales y democráticas estos valores son siempre muy diversos y en principio igualmente respetables; (c) no apelar a la ley en un intento de imponer nuestro criterio por la fuerza, o ahorrarnos la fatiga de buscar la mejor solución, o la solución más prudente; (d) no tomar a priori por deber absoluto ningún deber concreto, dado que el único deber absoluto quizá sea el respeto a las personas, y ni siquiera éste nos es dado cómo realizarlo en la práctica; (e) no descuidar el análisis de las circunstancias y de las consecuencias de nuestras decisiones, tanto en lo que afecta ya a la humanidad, como en lo que afecta a las futuras generaciones; (f) en fin, no entusiasmarse demasiado con la presunta capacidad humana de resolver todos los problemas morales desde una racionalidad apodíctica, pues lo más seguro es que terminemos desmoralizados, o en cursos de acción extremos.
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La responsabilidad es hoy una exigencia, y lo es más para la bioética ante el reto que le plantean al ser humano las ciencias de la vida. Puede decirse que es el nuevo criterio de fundamentación moral, o si se quiere, la nueva forma en la que se trasluce nuestra primaria obligación moral, esa que, como hemos visto, brota de la experiencia. La experiencia de la obligación es siempre una dimensión constitutiva del ser humano, pero en cada época y lugar se ha ido tornando en algo canónico que la expresa: la virtud, el bien, el deber, etc. Hoy, sin embargo, sin dejar de creer en la virtud, el bien o el deber, se ha comenzado a fundamentar las decisiones en un nuevo criterio moral, distinto tanto de una presunta idea de bien absoluto, como de un conocimiento universal del deber (sea éste intuitivo o deductivo). Ese criterio es la conciencia de responsabilidad sobre el futuro. A la altura del siglo XX todas las éticas se convierten en éticas de la responsabilidad; o dicho de otro modo, la responsabilidad se eleva en este tiempo presente a criterio de moralidad. Max Weber ha sido su primer expositor, pero a él han seguido los moralistas más importantes del siglo XX. Ya no vale hacer ética de modo puramente abstracto, al estilo de las éticas de la convicción, principialistas y absolutistas (deontológicas). La ética de la responsabilidad tiene en cuenta ciertos principios esenciales, pero sobre todo tiene en cuenta la ponderación de las consecuencias que atañen a la decisión. Se recupera así el doble nivel al que operaban los deberes, tal como hemos podido ver más arriba. Una cosa es el mundo del “debería”, el nivel de los principios, de las convicciones, de los valores que piden realizarse absolutamente, y otra el mundo del “debe”, el nivel fruto del análisis de las circunstancias y de las consecuencias de la decisión. Los deberes del primer nivel siempre son universales y necesarios, o como Kant los llamaba, deberes categóricos, mientras que los del segundo nivel son los que ya han pasado por el filtro de la ponderación y el análisis de la realidad particular y concreta. Éste es el doble imperativo que está en D. Ross como “deberes prima facie” y “deberes reales y efectivos”, pero que está también en Ortega como “deber ser” y “tener que ser”. No obstante, tal y como se deduce de la exposición llevada a cabo hasta aquí, últimamente se tiende a hacer el análisis y la fundamentación de los juicios morales desde el nivel de los valores antes que desde el de los deberes, por una razón básica. Los deberes siempre están soportados en valores que piden su realización, y, por lo tanto, sin la estimación de esos valores, es difícil conocer cuáles son nuestros deberes concretos y cuál nuestra responsabilidad en cada momento. Sí sabemos cuáles son nuestros deberes universales, esos que pertenecen al mundo del debería, que decíamos antes, pero no los que pertenecen al mundo del debe. A todos se nos impone que en una sociedad democrática debe existir un principio insobornable que es la justicia. Pero conocer cuándo ese principio se debe realizar para que se salve, por ejemplo, el valor de persona como ser que tiene dignidad y
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no precio, que exige igual consideración y trato, quizá no sea posible más que a través de un análisis de los valores soportados en hechos circunstanciados. Sin la estimación de estos valores difícilmente podremos saber cuáles son nuestros deberes concretos. Que algunos deberes nos estén dados de modo intuitivo, como dice Ross, no es razón suficiente para prescindir sistemáticamente del análisis de los valores a la hora de fundamentar y ayudar a resolver los conflictos morales. Por lo tanto, tras la crisis de la razón moderna y la dimensión que han tomado los nuevos problemas que han surgido de las ciencias de la vida, parece que no cabe otra alternativa más que responsabilizarse del futuro de la humanidad. A más conocimiento de las cosas, a más poder humano sobre ellas, más previsión de sus efectos. Y a más previsión, más prevención. Esto es lo responsable. La actitud responsable persigue deshacer el conflicto de valores intrínseco a la vida moral, no de modo principialista, sino teniendo en cuenta la opinión de los afectados (dada la crisis de la razón pura) y las consecuencias previsibles (dado el desarrollo de la razón científica). Para ello, ya no cabe razonar apodícticamente, ni absolutizar hechos, valores o deberes (peligro de los reduccionismos o fundamentalismos). El objetivo último de la toma de decisiones no es la deducción ni la imposición, sino la prudencia o la responsabilidad. ¿Hay algún modo de conseguirlo? Si hay alguno, ese modo debe llamarse “deliberación”. La deliberación es, como vamos a ver, el método de búsqueda de la prudencia.
EL MÉTODO DE LA BIOÉTICA Hasta aquí quizá todo ha parecido muy teórico, pero era necesario tener algunas ideas claras en torno a la construcción de los juicios morales. Al final, saber cómo se construyen los juicios morales es poco más o menos lo mismo que saber cómo se fundamentan. Pues bien, si fundamentar consistió en explorar el mundo de los hechos, los valores y los deberes, y sus respectivos juicios, hasta alcanzar la cima, eso que hemos llamado responsabilidad moral, el método consiste ahora recorrer el camino ya trazado, poniendo en práctica lo que vamos a llamar “deliberación”, como modo prudente y responsable de resolver los conflictos morales planteados por las ciencias de la vida. En primer lugar, vamos a ver qué se entiende por deliberación. Como el tema en ética se remonta por lo menos a Aristóteles, aunque el origen del término es anterior, vamos a detenernos brevemente en este autor, para luego analizar una definición actual de deliberación y el motivo de su rehabilitación para la ética o la bioética en el siglo XX. En segundo lugar, vamos a describir un procedimiento para el análisis de los problemas morales; en concreto nos vamos a referir a un procedimiento de aplicación en bioética médica, dado que un método, más allá de su conceptuación teórica, siempre es un procedimiento
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específico para cada área de conocimiento. Esa es la razón por la que restringimos el procedimiento a los conflictos de ámbito médico, aunque a partir de ahí resulta fácil adaptarlo a otras disciplinas prácticas.
La deliberación moral La deliberación surge en la antigüedad griega con la pretensión de dar mayor consistencia a las decisiones humanas. El término griego para deliberación es boúleusis, y tiene un origen político. Se trata de un sustantivo común, directamente relacionado con otro nombre propio, Boulé, una institución muy antigua en Grecia que en la época de Homero significaba el Consejo de los Ancianos, y en la época de Pericles el Consejo de los Quinientos. La Boulé era, por tanto, una instancia de ponderación y consejo de carácter público. Parece que fue Aristóteles el primero en emplear en un sentido técnico la palabra boúleusis para recordarnos por lo menos dos de sus características. La primera, que no hay decisión sin previa deliberación. La segunda, que la deliberación con uno mismo no es sino la forma interiorizada de la deliberación en común tal como era practicada por el Consejo de los Ancianos, por tanto, por los hombres de sabiduría ganada a base de experiencia y tiempo, los llamados “prudentes” (phronimoi). Es pues a Aristóteles a quien hemos de acudir para conocer el sentido inicial que tuvo la deliberación en la antigüedad clásica.
Nota sobre la deliberación en Aristóteles Aristóteles es el gran introductor y sistematizador de la deliberación en la toma de decisiones. Un buen estímulo quizá lo encontró esta vez, no en su maestro Platón, sino en Sócrates. El élenkhos socrático es, muy probablemente, no tanto la teoría cuanto la práctica de la deliberación. La deliberación aquí tiene estructura de diálogo y consiste en un método de evaluación de ideas y creencias aparentemente inamovibles. Lo que con la deliberación se consigue es que el propio portador de esas ideas y creencias las haga conscientes y sobre ellas perciba ciertas incoherencias si son sostenidas más allá de lo prudente y razonable. El sentido de este procedimiento no es pues imponer desde fuera nada (la llamada “refutación”), sino llegar por uno mismo, con la ayuda de otros, a discurrir aquello que parece más sabio (la llamada “mayéutica”). La sabiduría, o mejor, el descubrimiento de los límites de la sabiduría humana es el resultado más llamativo de la deliberación. La vida moral ha de alzarse entonces sobre ideas y creencias nunca demostradas del todo. Siguiendo este razonamiento, la introducción del método deliberativo en ética se debe en Aristóteles al reconocimiento de que existen distintas clases de
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ciencias (teóricas, prácticas y productivas), distintos tipos de conocimiento (científico o demostrativo y opinable o probabilístico), distintos lenguajes argumentativos (apodícticos, dialéctico, retórico y sofistico) y, consecuentemente, distintos métodos (deductivo, inductivo y deliberativo) y distintos grados de verdad (certeza y opinión prudente). Las ciencias teóricas, como la matemática, exigen un conocimiento demostrativo, mientras que las ciencias prácticas, como la ética, tienen que conformarse con lo que es opinable. Unas son, por razón de sus objetos, ciencias apodícticas, en tanto que las otras son ciencias probabilísticas. El tipo de lenguaje que usan ambas ciencias es también distinto. En el primer caso se utilizan argumentos demostrativos o apodícticos; en cambio en el segundo se usan argumentos dialécticos. El lenguaje propio de las ciencias prácticas, y en concreto de la ética, no es pues la demostración sino la dialéctica. La dialéctica es la expresión del diálogo, de la opinión, del intercambio de razones que aspiran a ser prudentes, pero no ciertas. En ética no existen certezas, puesto que las acciones humanas unas veces pueden ser realizables y otras pueden no serlo, o pueden ser realizadas de un modo o de otro, etc. Como dice Aristóteles, aquí siempre cabe el más y el menos. Finalmente, el método propio de las ciencias prácticas es la deliberación, lo contrario de lo que ocurre con las ciencias teóricas, que es la deducción o demostración. Con la deliberación no se busca verdad o certeza, sino prudencia, aquello que se nos presenta como más probable. De lo que no estamos completamente seguros parece más lógico deliberar que deducir, y pedir antes prudencia que verdad. Pero Aristóteles añade una cosa más en el tema del lenguaje argumentativo que emplean las ciencias prácticas. Considera que en la deliberación no se usen únicamente argumentos dialécticos, sino que es necesario echar mano de otro tipo de argumentos, los llamados argumentos retóricos. Los argumentos retóricos buscan persuadir de lo probable, y la persuasión se realiza moviendo emociones. Las emociones no son completamente racionales, pero pueden ser razonables. Las decisiones morales no sólo han de atender a razones, sino también a emociones. Las decisiones morales no pueden ser prudentes si son puramente racionales. La prudencia no está en el orden de las demostraciones matemáticas, sino en el de los argumentos dialécticos y retóricos. Por lo tanto, la deliberación es para Aristóteles un modo de conocimiento práctico, no teórico, en el que se utilizan argumentos dialécticos y retóricos, dado que la ética no es una ciencia exacta. Aquí no caben la apodicticidad ni la universalidad, porque las decisiones morales siempre son individuales y concretas, y eso priva de cientificidad (en el sentido expresado) a los argumentos prácticos. Un argumento práctico nunca es ciencia, sino opinión. Y la opinión no
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alcanza más que el grado de lo probable, no de lo cierto. De ahí que la deliberación tenga por misión tomar decisiones, no verdaderas sino prudentes, en situaciones de incertidumbre.
La deliberación en la actualidad Como acabamos de ver, la deliberación fue un tema clásico en la ética griega, y se puede decir que de un modo más o menos sistemático se remonta a Aristóteles. A partir de ahí pasó por momentos difíciles. Quiere esto decir que la idea de deliberación tal como la presentó Aristóteles probablemente no vuelve a aparecer hasta entrado el siglo XX. La causa de este retorno es sobradamente conocida. En el siglo XX asistimos en el campo de las ciencias teóricas a una crisis de la razón pura, en el campo de las ciencias políticas a una difícil legitimación del poder civil y en el campo de las ciencias de la salud a una rebelión contra el paternalismo médico. La consecuencia de todo ello es que el modo de tomar decisiones ha cambiado de un tiempo a esta parte. Ya no cabe demostrar, sino argumentar, como tampoco cabe imponer, sino exhortar. La exhortación es un objetivo básico hoy de la deliberación, y ello porque ya no sólo pueden deliberar algunos, los mejores, como sucedía en tiempos de Homero o Aristóteles, sino todos. El otro objetivo es conocer más y mejor para actuar. El Diccionario de la Real Academia Española define el verbo “deliberar” en estos términos: “Considerar atenta y detenidamente el pro y el contra de los motivos de una decisión, antes de adoptarla, y la razón o sinrazón de los votos antes de emitirlos”. Esta definición es claramente insuficiente, pero es de la única que podemos partir en la actualidad para enumerar algunas características fundamentales de este concepto. Una primera, como ya nos dijera Aristóteles, es que la deliberación siempre precede a la elección o decisión, o tiene como fin la acción, o el juicio que lleva a la acción. Deliberamos para actuar; por tanto, la deliberación se hace siempre en función de algo práctico que va a pasar o tiene que pasar en el futuro. Además, la deliberación es un examen meditativo, reflexivo, ponderativo, propio de la actividad pensante, acerca de un asunto complejo. En este sentido la deliberación posee carácter cognoscitivo, investigador; es una especie de segunda navegación o de reversión mental sobre un problema más allá de su conocimiento inmediato o espontáneo. Por ultimo, la deliberación recae sobre algo que está inundado de opiniones contrapuestas, cada una de las cuales posee ciertas ventajas, pero también sus inconvenientes. La deliberación se aplica a aquello que no se rige totalmente por las leyes de la necesidad, tampoco de la arbitrariedad o el azar, sino en gran parte de la libertad. Lo que se busca es entonces conocer el mayor número de posibilidades de obrar
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para tomar decisiones prudentes. Como ya advirtió Aristóteles, la prudencia es el criterio moral en las situaciones inciertas o no completamente previsibles. Ahora bien, la deliberación como método práctico cumple todas estas características a través de un proceso evaluativo, y este proceso se hace sobre razones, pero se hace también sobre emociones, sentimientos, creencias, valores, tradiciones, etc. A la altura del siglo XX estamos en condiciones de comprender mucho mejor esto que en el caso de Aristóteles sólo estaba apuntado. ¿Qué ha pasado en el siglo XX para que se pueda rehabilitar la deliberación en este otro sentido, o más allá del uso tradicional? Es a comienzos de este siglo cuando se pone a punto un nuevo método de investigación, la fenomenología, que revolucionó el modo de buscar la verdad de las cosas. Sobre decir que tras la muerte de Hegel ya no es posible entender la verdad como adecuación; tenemos que conformarnos con su desvelación. Esta desvelación es progresiva y afecta a todas las áreas de la realidad. En lo que se refiere a las cosas humanas, la fenomenología permitió descubrir las raíces objetivas del mundo emocional, analizándolo en una dimensión nueva, y sus respectivos objetos, los valores, las creencias, las tradiciones, etc. El sentimiento, que en la época antigua fue considerado como una pasión o como un estado de ánimo, a partir del siglo XVIII cobra rango de facultad, independizándose tanto de la facultad intelectiva como de la volitiva, si bien es cierto que siguió considerándose como una dimensión subjetiva en la percepción de la realidad. Finalmente, en el siglo XX, precisamente gracias a la fenomenología, el sentimiento adquiere las mismas funciones que las otras dos facultades: la de “actualizar” todo un mundo de realidades “objetivas” llamadas “valores” en sentido muy amplio. Esta aplicación de la fenomenología a la vida emocional es de extremada importancia en el tema de la deliberación, porque permite fundamentar las acciones humanas en el mundo del valor. Siempre ha habido creencias, sentimientos, tradiciones, convicciones, etc. pero todo ello pertenecía a un mundo oscuro y subjetivo que había que doblegar y controlar. ¿Por quien? Por la razón, o por aquél que se creía que la tenía, que solía ser el sabio o el gobernante, con el fin de imponérsela a los demás. Lo que ahora sucede es que en las sociedades democráticas ya no caben imposiciones, lo que significa que aumentan los conflictos, y por ello la necesidad de deliberar. La deliberación tiene por objeto discutir sobre los valores que nos diferencian, para ver los fundamentos de nuestras discrepancias y poder llegar a acuerdos razonables. Se trata de volver a lo que hacía Sócrates, él con las virtudes, ahora nosotros con los valores. En el discurrir del diálogo y la discusión, en el intercambio de razones y motivos sin límites prefijados entre las partes, es como
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se consigue la propia aclaración de nuestro mundo interior y la aclaración del de los otros. Este ejercicio de apertura al otro, de escucha de su vida afectiva es aquí un procedimiento de purificación, de catarsis emocional. Si lo que yo pienso es que mi creencia es la correcta y que todos los demás están equivocados, no hay modo de deliberar ni de entendernos. Las sociedades plurales no asumen hoy esta actitud numantina. Es preciso hacer una profunda revisión de nuestras creencias y valores, someterlas a un común proceso de autoevaluación o autoanálisis. En esto consiste ahora la deliberación. Pero esto hace que la deliberación tenga ahora un alcance muy distinto al tradicional. En la antigüedad sólo deliberan los líderes o los gobernantes, incluso en el caso de Homero o de Aristóteles. Dice Aristóteles, por ejemplo, que, cuando tenemos un problema, preguntamos al entendido: si se trata de salud, al medico; si se trata de la guerra, al estratega; etc. La deliberación es una virtud que no está al alcance de todos sino sólo de los mejores, los aristoi. En el fondo, es una deliberación aristocrática. Por el contrario, lo que hoy se piensa es que en el proceso de deliberación deben entrar y tomar parte todos los que vayan a ser afectados por la decisión de que se trate, y no sólo los que tienen el poder de gobernar a los demás, y esto por una razón fundamental que viene propiciada por la objetividad de los valores: puede ser discutible que todos tengan igual capacidad de razonamiento, y por tanto que puedan conocer lo que son las cosas con suficiente claridad, pero de lo que ya no cabe duda es de que todos tienen sentimientos y valores que hay que respetar de algún modo y en algún grado, no imponer. Por eso, la deliberación es ahora un ejercicio de todos, y no sólo de los mejores. En consecuencia, la deliberación se sitúa en el siglo XX más allá de la búsqueda del conocimiento de las cosas para actuar. No tiene una dimensión puramente intelectual, sino también emocional: es un método imprescindible para encontrar la consistencia de todo ese mundo que ha descubierto la fenomenologia como objetivo, es decir, emociones, creencias, sentimientos, valores, tradiciones, etc. El mundo actual no por más democrático es menos conflictivo. Antes bien, la conflictividad ha aumentado, pero se piensa que con ello crece de modo paralelo la calidad de las decisiones. Después de todo, se trata de tomar decisiones prudentes o responsables en situaciones de incertidumbre.
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Los problemas en bioética médica y su análisis La deliberación es, como acabamos de ver, un método de análisis y evaluación de ideas, creencias, valores, etc. de contenido moral en general. La progresiva especialización de los saberes ha ido exigiendo, no obstante, la adecuación de este método a campos prácticos cada vez más específicos, como son la política, la economía, el derecho y la medicina. Ello se ha llevado a cabo de distintas maneras, pero quizá el modo más reciente y de mayor éxito en nuestro entorno es el que se está practicando desde la bioética en el campo de la biomedicina. La bioética médica es precisamente el intento de gestionar los valores relacionados con la salud y la enfermedad de modo responsable y prudente, esto es, evaluando las circunstancias y las consecuencias de la toma de decisiones, y en ello tiene un papel muy destacado la deliberación. Es cierto que la deliberación no tiene por qué ser el único método que haga posible esta tarea, pero es el que más se aproxima al modelo democrático de tomar decisiones. Otra ventaja de este método es que hace frente al desmesurado enriquecimiento de unos saberes médicos que ya nadie es capaz de conocer suficientemente en todas sus perspectivas. Permite, además, tratar con respeto a todos los seres humanos ayudándoles a tomar decisiones más autónomas. Finalmente, contribuye a un reparto más justo de los recursos disponibles en la asistencia sanitaria, y quizá también a un gasto más contenido.
Identificación de un problema moral Podemos definir un problema moral como un conflicto de valores. Parece evidente que un conflicto de valores no es más que una colisión de dos valores, no porque esos dos valores sean siempre opuestos, sino porque en una situación concreta resulta imposible realizar uno sin lesionar al mismo tiempo el otro. Muchas veces conseguir calidad de vida para un paciente puede significar restarle cantidad de vida, o hacerle un bien desde el punto de vista médico puede suponer quitarle autonomía o capacidad de decisión, etc. Siempre que dos o más valores entran en conflicto estamos ante un problema moral. Por lo tanto, todo problema moral tiene al menos tres características. Primero, consiste en un conflicto que desde el punto de vista lógico implica una contradicción; contradicción es lo que se contra-dice, lo que se dice de modo opuesto o contrario. Por eso el conflicto frena nuestra actividad, no nos deja decidir por una cosa ni por la otra; o a la inversa, nos obliga a optar por una cosa en contra de la otra. Segundo, el conflicto lo es siempre de valores. Esto no significa que siempre que sentimos la imposibilidad de actuar percibamos de modo claro cuáles son esos valores que entran en conflicto. Identificar valores requiere esfuerzo y práctica. El conflicto de valores que genera un problema moral a veces se nos manifiesta como cursos de
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acción encontrados. Pero es imprescindible identificar los valores en conflicto que hay detrás, por la sencilla razón de que los deberes (o los cursos de acción) son siempre la realización de valores. Un conflicto de deberes siempre es un conflicto de valores que hay que identificar. Tercero, los valores conflictivos siempre han de ser positivos, no uno un valor positivo y otro un valor negativo, o un disvalor. Esto es esencial para que haya conflicto, que dos valores sean positivos y contrarios.
Procedimiento de análisis de problemas morales. Para deliberar hay que seguir un procedimiento que, como todo proceso de investigación, consiste en ir pasando por una serie de fases hasta alcanzar un resultado final. En el esquema metódico que vamos a ver, adaptado al modo de tomar decisiones en un Comité de Bioética Asistencial (un órgano consultivo existente en buena parte de los centros hospitalarios españoles y constituido por médicos, enfermeras, trabajadores sociales, filósofos, juristas, auxiliares, personas de la calle o pacientes, etc.), se trata de ir recorriendo los tres o cuatro niveles sucesivos que hemos vistos más arriba: el de los “hechos”, el de los “valores” y el de los “deberes”, hasta concluir en el de las “responsabilidades” o decisiones “prudentes”. Estos niveles deberían respetarse siempre en el análisis de un problema moral complejo, paralizante. Aquí la deliberación consiste en un procedimiento de ponderación de los distintos puntos de vista, dadas las experiencias, conocimientos y valores que posee cada participante, para llegar a tomar decisiones prudentes. La decisión prudente es aquella que brota del análisis de hechos, valores y deberes en una situación de incertidumbre.
Deliberación sobre los hechos. Presentación de un problema. Para que surja un problema tiene que haber una historia. En medicina esto es lo que se llama Historia Clínica. La Historia Clínica es el soporte documental del problema, y es lo que hay que dar a conocer. En muchos casos suele ser conveniente añadir a la Historia Clínica la Historia Social y la Historia de Valores para mejor contextualizar el caso. Aclaración de los “hechos” del problema. Si los hechos no están claros, lo que se pide es aclaración. En clínica, cuando nos referimos un paciente, hablamos de diagnóstico (lo que le ocurre), pronóstico (lo que le pasará) y de terapéutica (cómo se tratará); por extensión se pueden utilizar estas mismas expresiones en los demás casos. Hay que tener en cuenta que la aclaración de los hechos tiene por objeto reducir la incertidumbre del problema hasta lo razonable en su dimensión técnica o clínica, no agotar la incertidumbre, lo cual es imposible.
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Deliberación sobre los valores Identificación de los problemas “morales” implicados, es decir, de los posibles valores que pueden estar lesionándose en un determinado caso. Aunque se trata de identificar problemas que de modo general se denominan “problemas de calidad” (para distinguirlos de otro tipo de problemas), enunciar en este punto un problema moral siempre puede resultar oportuno, porque problema moral puede considerarse aquí todo aquello que es problema moral para alguien. Un buen modo de enunciar un problema moral es recurrir a la expresión interrogativa. Por ejemplo, ¿hasta dónde llegan las obligaciones del médico en este caso? Se entiende entonces que un problema siempre es una dificultad o duda. Identificación del problema moral fundamental. Como no es posible discutir todos los problemas morales enumerados, lo mejor es elegir uno o dos fundamentales en cada caso o sesión deliberativa. ¿Quién dice cuál es el fundamental? Normalmente el que presenta el caso, aunque pudiera haber otro tipo de criterios. Identificación de los valores en conflicto que subyacen al problema. Como hemos definido un problema moral como un conflicto de valores, es preciso ahora identificar los valores en conflicto que hay en el interior de ese problema. Esto nos facilitará la corrección de los siguientes pasos que hemos de recorrer. Por eso aquí nos jugamos la orientación del resultado final. Un conflicto mal definido en este punto nos puede llevar por derroteros muy distintos y hasta opuestos. Puede incluso hacernos perder la esencia del caso. Es fundamental centrar en este punto el conflicto de valores.
Deliberación sobre los deberes Identificación de los cursos de acción extremos. Si el conflicto de valores es real y positivo, un curso extremo es aquel que, optando por un valor (de los dos que hemos identificado como conflictivos), lesionamos completamente el otro; de ahí que se llamen cursos extremos. Es importante sacar a luz estos cursos, puesto que son los más imprudentes y, por tanto, aquellos por los que nunca deberíamos optar. Identificación de los cursos de acción intermedios. Cursos intermedios son todos aquellos que se mueven desde ambos extremos hacia el centro. Tiene dos objetivos este paso. Como la prudencia suele ser un término medio, centrar máximamente los cursos de acción, es decir, intentar salvar de la mejor
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manera los valores en conflicto es siempre un objetivo esencial. Por otro lado, es el momento en el que se pasa de interpretar el problema de modo dilemático (caso de los cursos extremos) a interpretarlo de modo problemático. Dar este paso es fundamental. Si un problema no tiene ninguna salida es una tragedia, si tienen dos salidas es un dilema. Un dilema siempre es un problema mal planteado porque en todo conflicto hay por lo general más de dos únicos cursos de acción, que sería lo propio del dilema. Por eso hay que intentar buscar varias salidas, siempre intermedias, para conseguir que un problema no se plantee de modo dilemático, sino problemático. Lo problemático es eso que nos lanza a la búsqueda de varias salidas, entre las cuales es posible la deliberación sin oposición total, enriqueciendo nuestro punto de vista con matices importantes. Identificación del curso óptimo de acción. El curso óptimo siempre es el que lesiona menos los valores en conflicto, aquel que tiene en cuenta las circunstancias y las consecuencias de la decisión y es prudente. Suele ser el mejor de los cursos intermedios, y a veces una sucesión concatenada de los mismos. Éste es un paso específicamente moral, ya que la ética trata de esto, de lo mejor, de lo excelente. Cursos buenos puede haber muchos, pero uno ha de ser el mejor. Y lo mejor coincide con lo más prudente.
Pruebas de consistencia y toma de decisión Pruebas (tiempo, publicidad, legalidad). Para asegurar que la decisión que se va a tomar es prudente o responsable, resulta conveniente someterla a una serie de criterios de contraste. La prueba del tiempo busca, en un ejercicio mental, que la decisión no sea precipitada, que no está motivada por sentimientos inconscientes e irracionales. La prueba de la publicidad tiene por objeto que la decisión se pueda argumentar públicamente, dado el caso; es una especie de prueba de universalización. La prueba de la legalidad sirve para no tomar decisiones que queden fuera de la ley, ante todo, por desconocimiento de ésta, y sobre todo por prudencia. Decisión final. La decisión final, que suele ser la prudente, es aquella que toma el responsable del caso, no la que se decide recomendar por consenso (aunque no se niega que pueda haberlo). Quien pide ayuda al comité tiene la responsabilidad de hacerse cargo del rendimiento de la sesión deliberativa y de tomar la decisión. Su punto de vista debería ser siempre el más rico, dada la posición que ocupa en el proceso. Es que la figura del presentador no debe ser la de un sujeto pasivo, sino la del más activo. Posee una oportunidad única
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de aclarar muchas de sus dudas a través de la opinión de una serie de especialistas en distintos campos. La convocatoria del comité es la mejor consulta posible. En esto consiste el método deliberativo convertido en un procedimiento de resolución de problemas de bioética médica. En cualquier caso, no se puede reducir la deliberación a la aplicación matemática de este conjunto de pasos. Primero, porque ya sabemos que deliberar es argumentar, no calcular. Se argumenta para saber más y actuar mejor, más prudentemente. Sin argumentación no hay deliberación. Y esta argumentación ha de ser dialéctica, y complementariamente retórica. No cabe hacer argumentos de tal fuerza que impidan opiniones contrarias. De ese modo no hay posibilidad de deliberar. Lo cual nos lleva al segundo punto. La deliberación es, antes que un método, una actitud que requiere una serie condiciones de tipo intelectual y emocional que están en la base de cualquier proceso deliberativo. Nos referimos a una cierta catarsis emocional, a una buena disposición al cambio de opinión, a la solicitud de ayuda, a una actitud participativa, al afán de veracidad, a la asunción de alguna dosis de incertidumbre, a una infatigable ansia de comprensión, etc., etc. Ninguna de estas condiciones es natural, sino moral, y por eso es preciso ganarlas a base de una práctica constante del método deliberativo. No es suficiente con conocerlas. En definitiva, deliberar no es fácil. De hecho no es un método que se practique mucho. Ni siquiera se enseña en los lugares en que se debería: escuelas, colegios, universidades, etc. Tampoco a las edades tempranas como correspondería. Se cree más en el olfato moral, ojo clínico, sentido común, etc., que en el propio proceso deliberativo, lo cual es un gran obstáculo a la hora de tomar decisiones prudentes o responsables.
CONCLUSIÓN Desde el inicio, la bioética quiso ser, como su nombre indica, una ética de la vida en un sentido muy amplio y quizá ambiguo; hoy es una ética de casi todo lo humano, un saber que aporta soluciones meditadas o de urgencia a la economía, al derecho, a la política, a la medicina, y a cualquier otra ciencia práctica. Pero además de esta dimensión práctica, la bioética ha tenido que ir dando soporte teórico a sus propias soluciones. En sus cuarenta años de vida puede decirse de modo general que ha contribuido a la fundamentación de los juicios morales que tienen que ver con la vida y la muerte, el cuerpo y la sexualidad, la calidad profesional, la gestión de recursos naturales, y un largo etcétera. Ha contribuido además a que se traten todos estos asuntos desde una perspectiva secular,
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plural, autónoma, razonable, responsable y deliberativa. Secular, porque las obligaciones morales no pueden hoy establecerse de acuerdo con mandatos religiosos, sino desde criterios civiles y racionales. Plural, porque por principio una acción es inmoral cuando no resulta universalizable al conjunto de la humanidad o no es aprobada por todos los afectados. Autónoma, porque el criterio de moralidad no puede venir impuesto desde fuera, sino que ha de ser elaborado por la propia persona desde sí misma, individual o colectivamente. Razonable y no estrictamente racional, porque ya no cabe deducir los principios morales desde la pura razón, sino que se ha de aceptar que el conocimiento humano es siempre abierto y provisional, expuesto a nuevos descubrimientos. La responsabilidad, por su parte, es el criterio de fundamentación o construcción de los juicios morales por el que se está decantando la bioética desde su nacimiento, mientras que la deliberación es, por otro lado, su método. La responsabilidad evita que las decisiones sean meramente estratégicas o convencionalistas, fruto de intereses parciales, pero evita también que sean excesivamente rígidas. La actitud prudente, tan querida por Aristóteles, cobra extrema importancia ahora en la gestión de los nuevos valores que representan a una sociedad democrática, por definición, ésa en la que todos tienen, pueden y deben participar. En este tipo de sociedades avanzadas ya no valen imposiciones arbitrarias, sino la sola deliberación. La deliberación es, en efecto, el nuevo horizonte de análisis de los conflictos humanos. Es también un nuevo método que reaparece a la altura del siglo XX tras largos años de escasa atención. Su puesta en marcha se debe en buena medida a la bioética. Lo habitual es identificar la deliberación con un simple diálogo, o creer que se trata de ayudar a tomar decisiones por consenso. Esto es un gran error. La deliberación es una técnica, un modo de conocer cuáles son los mejores cursos de acción en una situación concreta, y su puesta en marcha requiere seguir unos pasos y afinar la percepción de los valores, además de la asumir algunas actitudes de carácter emocional. Como balance final, cabe decir que la bioética ha supuesto un cambio de rumbo en el modo de plantear los problemas en ética. Ha rescatado los hechos, ha fomentado la estimación de los valores, ha desarrollado los deberes a dos niveles, el ideal y el real, y, en definitiva, ha buscado soluciones prudentes o responsables en la toma de decisiones moral. Formarse en estos pasos puede ser el objetivo básico de la ética médica.
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