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Introducción

En la actualidad, ocurren numerosos cambios, se presentan oportunidades pero también dificultades, y todo eso se condensa en una palabra clave: globalización. Sin embargo, una mirada abierta a nuevas vivencias se abstiene de reducir esta palabra a los mercados económicos y financieros. Muy por el contrario, advierte que los tres puntos de vista de la globalización –los procesos de progresiva supresión de límites, sus estrategias y el resultado que así se obtiene: una globalidad creciente– tienen lugar en tres dimensiones: en una “comunidad global de violencia”, en una más rica “comunidad global de cooperación”, y en no menor medida en una “comunidad global de riesgo, carencias y sufrimiento”. La razón reside en que desde hace tiempo el crimen organizado y el terrorismo, amén de los problemas ambientales y climáticos y de los grandes movimientos de emigrantes y refugiados, han hecho explotar los límites nacionales e incluso los continentales. En las tres dimensiones existe una necesidad global de acción que exige actores de competencia global. En el estudio Demokratie im Zeitalter der Globalisierung [La democracia en la era de la globalización] (Höffe, a) se analizan en especial las instituciones y las organizaciones competentes, así como su contexto –un orden jurídico global–. Para lograr una feliz convivencia, en primer lugar dentro de las comunidades y luego entre ellas, se necesitan, además –tal como lo indico allí en algunas aproximaciones al tema–, sujetos responsables, en particular ciudadanos, y la “sociedad abierta” que ellos promueven: la sociedad civil. Si se deja de lado a estos sujetos, la política aparece sobre todo como una puja de intereses y de poder que tiene lugar en las constituciones y dentro de las instituciones estatales, así como en el interior de los sistemas sociales. No obstante, también las personas juegan un papel importante en las grandes disputas de los últimos años, como es el caso, por ejemplo, de la

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guerra en Irak y con anterioridad en Kosovo, y también, aunque de manera distinta, en los debates sobre ética médica. Sobre todo en las democracias, estas personas son los ciudadanos, además de los políticos –quienes ejercen el veto o dan su aprobación– y los intelectuales que toman la palabra de manera comprometida. Cuando aún no existe democracia, ésta sólo puede surgir con una correspondiente disposición por parte de los ciudadanos: si la democratización comienza desde abajo (como en el caso de la caída de la ), incluso cuando es promovida por unos pocos ciudadanos, debe asegurarse rápidamente el apoyo de muchos. Si la democratización, empero, es impulsada desde arriba –o quizá también desde afuera, como en Afganistán o en Irak–, necesitará de una adecuada predisposición de la población. En los dos tipos de casos, se logrará la democratización sólo si se desarrolla una sociedad civil diversificada por fuera de las instituciones estatales. Las siguientes reflexiones no se complacen, por ende, en la simple contradicción “ciudadanos en lugar de instituciones y sistemas”, sino que buscan la complementación, a la vez que una mediación a través del concepto de sociedad cívica,* pues ésta forma instituciones propias y no estatistas. Según la idea básica, las instituciones y los sistemas sociales “objetivos” de la democracia liberal necesitan una correspondencia “subjetiva” –la responsabilidad del ciudadano–, y aquella “virtud” que, en el sentido original de aretï, se refiere a una elevada capacidad y disposición para el trabajo. Aquí debe entenderse “necesitar” en dos niveles de modalidad distintos. Para el surgimiento de la democracia liberal y su permanencia en medio de las amenazas de la época se necesita un mínimo. Sin embargo, para que ambas partes –la liberalidad y la democracia– prosperen, es menester mucho más que el mínimo. Allí donde florecen las virtudes cívicas y la sociedad cívica, la comunidad deja de ser la totalidad de recursos públicos de los que se valen los ciudadanos para sus intereses privados, y los poderes públicos dejan de manifestarse como una autoridad pública. Los seres humanos, que hasta entonces son ciudadanos sólo en el sentido del derecho público, aunque siguen siendo súbditos en el sentido político-social, se transforman en ciudadanos en el sentido enfático, en ciudadanos del Estado que colaboran activamente en la formación de su comunidad. Es claro que esta transformación penetra en la estructura de la comunidad. Las instituciones políticas pierden el dere* Acerca del uso del concepto de “sociedad cívica” en lugar de “sociedad civil”, véase la sección . –“Sociedad cívica o sociedad civil”– del capítulo  de esta obra. [N. del E.]

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cho exclusivo y quienes ejercen el poder pierden el monopolio, pues de ahí en adelante comparten con los ciudadanos la esfera de lo político. El hecho de que éstos comiencen a desempeñar un papel constructivo en la sociedad y en la política no debilita la democracia, aunque probablemente se relativice la (supuesta) separación entre Estado y sociedad. Puesto que los ciudadanos también se articulan en organizaciones no estatales, el resultado puede denominarse “sociedad civil”, si bien en el sentido de una civic society, una sociedad cívica, y no en el sentido de una civil society, una sociedad civil en el sentido del derecho y del Estado. El fortalecimiento simultáneo del carácter democrático es aun más intenso cuando el costado representativo se enriquece con elementos de democracia directa, con lo que la comunidad se torna más claramente una res publica, un asunto general y a la vez público. En esta república en el sentido enfático –una comunidad de libres e iguales no sólo jurídico-estatal sino también político-social–, los ciudadanos disponen, al menos parcialmente, de la competencia doble del ciudadano de la Antigüedad: tanto de la capacidad de gobernar como de la de ser gobernados. Es que tienen competencia (de manera directa o a través de representantes) tanto en los cambios de las reglas como en el reconocimiento de las reglas jurídicas existentes. El sujeto de esta comunidad es el ciudadano político en el sentido estricto de la palabra, el ciudadano del Estado, el citoyen. Sin embargo, no alcanza con los ciudadanos del Estado altamente comprometidos para lograr la prosperidad de una comunidad. Una aversión muy difundida contra un segundo rol del ciudadano, el que se concentra en su oficio, el bourgeois, “olvida” las condiciones materiales y financieras: que los funcionarios quieren manutención; que, cuando no degeneran en funcionarios, los citoyens con compromiso cívico trabajan ad honórem, por lo cual, como consecuencia, tienen que procurarse ellos mismos el sustento; al fin y al cabo, éstos deben “producir” aquel valor agregado que, en forma de impuesto, financia las tareas públicas. El ciudadano económico, que resulta así necesario, relativiza por segunda vez las instituciones políticas, ahora no en favor de las personas, sino que relativiza toda la esfera política en favor de un espacio prepolítico, aunque no necesariamente apolítico. La necesidad global de acción desafía finalmente un tercer papel, aquí tampoco como alternativa, sino como suplemento: el cosmopolita, el complementario, no exclusivo, ciudadano del mundo. Por el contrario, el debate reciente en torno de los ciudadanos y de la virtud cívica se concentra en el rol principal, el de ciudadano del Estado, y pierde de vista no sólo al funcionario sino también, y por sobre todas las cosas, al ciudadano del mundo y al ciudadano económico (cf. Rawls,

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: cap. ; más tarde MacIntyre, ; Becker y Kymlicka, ; Nussbaum, ; Boxx y Quinlivan, ). Por lo demás, prácticamente deja de lado el complemento institucional –la sociedad cívica–, cuya discusión (por ejemplo, Zöller, ; Meyer y Weil, ; Möller, ), por su parte, ignora las capacidades y las disposiciones de los ciudadanos –sus virtudes–, como si estuviesen impregnadas del fuerte sabor de una moral ajena al mundo. No obstante, el ciudadano actual ejerce en realidad los tres papeles; por lo general, integra en su persona lo que muchas teorías de la sociedad dividen de manera simplificadora. Tomando por caso al ciudadano económico, a pesar de la elevada tasa de desempleo, la mayor parte de los ciudadanos se gana su propio sustento. En tanto ciudadanos del Estado, ejercen influencia en las condiciones económicas marco.Y ambas, la economía y la política, forman parte hace ya tiempo de una misma trama global, sin que por ello deban abandonar sus raíces regionales. A diferencia de la teoría de la globalización (en un principio, fundamentalmente globalista), la unificación actual, que ella preveía, ha acontecido de manera limitada. Los factores regionales –e incluso, parcialmente, los factores locales– desempeñan un rol en la economía misma, en la ciencia y hasta en la política y la cultura, lo que brinda apoyo a mi teoría de que se está conformando un marco global de civilización aunque no presenta homogeneidad en todo el mundo (véase aquí la sección . y Höffe, a: sección .). Es sabido que Grecia, y en especial Atenas, fueron para la política un laboratorio acaso único en la historia mundial, en el que la praxis de lo político suele adelantarse a la teoría: la Orestíada de Esquilo, por ejemplo, lleva a escena la ya largamente realizada transición de la venganza de sangre a la potestad pública de juzgar, y la democratización bajo Solón y Clístenes se adelanta cronológicamente a la filosofía política de Platón y de Aristóteles. Si, como se hace con frecuencia, se mira sólo en dirección a la filosofía, salta a la vista en el tema del ciudadano un doble contraste con el presente (acerca de la democracia ateniense véase Bleicken, ; Hansen, ; Pabst, ). Contraste : Mientras que la filosofía política de la Edad Moderna se reduce cada vez más a instituciones y sistemas sociales, para Aristóteles y para Platón (en tanto se asocien en él la República y Las Leyes) se da por sentada una doble teoría de lo político, una teoría tanto de personas como de instituciones. En Aristóteles, incluso la teoría de las personas –la ética– y las constituciones y las instituciones –la política– están íntimamente ensambladas una con otra. La perfecta virtud de carácter –la justicia universal– tiene como meta la felicidad de la comunidad política (Ética a Nicómaco:  ) que, sin

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embargo, no se entiende como algo separado de la felicidad de los individuos.Y no es un hombre exitoso sino el modelo de político soberano –Pericles– quien es tenido aquí como prototipo de la virtud intelectual de la que dependerá tener una vida feliz, la sensatez ( , b). Suele objetarse que la necesidad de virtudes cívicas y de mando depende de singularidades de la Edad Antigua, por lo que dicha necesidad habría pasado de moda en la Edad Moderna. Pero basta echar una mirada a la historia de Atenas para moderar dicho reparo. Por ejemplo, mientras que Solón, con sus reformas, busca promover la conciencia política y la virtud cívica, las reformas tardías implican fundamentalmente una isonomía, esto es, un orden de estricta igualdad: a través de una red de instituciones, deben evitarse las supremacías personales y las camarillas políticas, al tiempo que el derecho y la justicia deben resguardarse de manera casi exclusivamente institucional. Con frecuencia no se toma nota de que Platón y Aristóteles desarrollan su teoría de las personas y las instituciones en contra de las falencias de un resguardo únicamente institucional, lo que hace de su doble teoría de lo político algo moderno y actual. Contraste : Atenas –el lugar en que se desenvolvieron Platón y Aristóteles– parece cumplir con los mejores requisitos para una teoría amplia del ciudadano que enfatice sus tres roles: las reformas políticas de Solón y Clístenes abren para el ciudadano del Estado un gran campo operativo. La economía le permite a Atenas vivir un apogeo en diversos órdenes, que abarca también la cultura. Y la república-Estado, hegemónica en su esplendor, mantiene relaciones internacionales reguladas por contrato no sólo con otras comunidades griegas, sino también, por ejemplo, con Persia y Cartago. Sin embargo, acontece un doble estrechamiento. En la ejemplar teoría aristotélica de la Constitución legítima, el ciudadano es un ciudadano del Estado de manera mucho más abarcadora e intensa que hoy, aunque por ello paga el precio de casi no ser ciudadano económico y de no ser en absoluto ciudadano del mundo. Por un lado, la antropología política de Platón (por ejemplo, República: , -) y Aristóteles (Política:  ) reconoce al quehacer económico como irrenunciable. No obstante, es desterrado al mundo del mero (sobre-)vivir (zïn) y no se le da ningún lugar en la buena vida de logros y felicidad (eu zïn; véase la sección .). Por otro lado, en el aspecto “internacional”, Atenas es una fuerte potencia intermedia, y en lo cultural es incluso una potencia mundial. A pesar de ello, Platón y Aristóteles no acotan el ser-ciudadano del Estado-nacional –acaso hasta nacionalista–, el rol de ciudadano de la polis, en dirección al ser-ciudadano del Estado-del mundo, el rol de cosmopolita. Su filosofía política no trata siquiera de manera significativa

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la comunidad panhelénica, pese a su necesidad tanto para la supervivencia de cada polis (habida cuenta, por ejemplo, de la amenaza de Persia) como también para la vida exitosa, para la cohesión religiosa, lingüístico-cultural y a veces jurídica. Un ser-ciudadano según niveles políticos: no se analiza el hecho de que se sea –antes de los posteriores estados confederados dentro de Grecia– en primer lugar ateniense o espartano, en segundo lugar griego y en tercer lugar el que se mantengan relaciones económicas y culturales con otros pueblos. Por lo tanto, la crítica al particularismo extremo de los griegos comienza fuera del pensamiento político: Heráclito invoca un orden mundial, el sofista Antifón apela a caracteres biológicos comunes, y Demócrito recurre a la razón común a todos los hombres, con la que se sale adelante en cualquier lugar del planeta (cf. Höffe, a: cap. ..). Tomando ciertos recaudos, es posible hacer una generalización: casi todas las comunidades tienen vecinos con los cuales se entra inevitablemente en contacto y con los que se coopera y se compite, en parte pacíficamente, en parte belicosamente. Es por ello que estas dos dimensiones que los griegos descuidaron tienen raíces antropológicas: el ciudadano económico, porque el hombre mismo debe conseguir los recursos para satisfacer sus necesidades, y el ciudadano del mundo, porque mantiene contactos económicos y políticos con sus vecinos de manera casi indefectible. El núcleo argumentativo de las reflexiones de Aristóteles acerca de la naturaleza política del hombre (Política:  ) es, sin embargo, válido para las raíces antropológicas de la dimensión intermedia, independientemente de las culturas y de las épocas: el ser humano es político, en el modesto sentido de la palabra, porque, en tanto hombre y en tanto mujer, tiende a la convivencia, no sólo en el quehacer económico, sino también en la relación entre padres e hijos. Y es político en todo el sentido de la palabra por su interés en vivir bien, lo que sólo puede ocurrir en una comunidad de derecho. El siguiente estudio se inspira en el primero de los contrastes mencionados y complementa la teoría de las instituciones y los sistemas con una teoría del ciudadano y de la sociedad cívica, no por cierto en su forma antigua sino en la actual. Por el contrario, este estudio encuentra en el segundo contraste un déficit temático: que el ciudadano sea en primer lugar ciudadano del Estado pero no ciudadano económico en la misma medida, y ni siquiera ciudadano del mundo en forma parcial. Algunos ven la tercera dimensión como una utopía; en verdad, se trata de la realidad vivida hace ya mucho. La prueba de esto último no la constituyen solamente los comunes global players, los asesores de empresas y

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los altos ejecutivos líderes, los políticos, los científicos y los artistas que viajan por el mundo en jet, o los líderes de empresas medianas que abastecen desde sus regiones el mercado mundial. También Galsan Tschinag, un nómade del pueblo turcoparlante de los tuwa, encarna el tridimensional ser ciudadano: en tiempos de la  llega a Leipzig para estudiar germanística, luego se gana la vida como traductor, periodista, docente y escritor. Incluso llega a financiar una enorme mudanza: el fascinante regreso de su pueblo a la tierra donde había vivido durante generaciones (Tschinag, ). Como jefe de su pueblo él es, además, ciudadano “del Estado”, incluso con un cargo destacado. Como escritor en lengua alemana, como docente de alemán en una universidad de Mongolia y como jefe en un cargo que traspasa fronteras, él es finalmente ciudadano del mundo, no sólo en términos de un sentimiento cosmopolita, sino, como puede inferirse de lo ya dicho, en razón de la vida que vivió. Y a diferencia de los ciudadanos del mundo, últimamente tan numerosos, él no sólo vive en distintos continentes, sino incluso en diferentes épocas: “Cada vez que vengo a Europa, atravieso durante el vuelo siete horas solares. Son el umbral que debo cruzar cuando salgo de la primitiva sociedad en la que aún vive mi pueblo, para entrar en las postrimerías del siglo ” (Schenk y Tschinag, : ). Si bien de manera no tan espectacular, aunque de forma suficientemente visible y comprobable, también el ciudadano común vive en la tercera dimensión: tanto el entrelazamiento económico como el político han llevado al ser-ciudadano-económico y al ser-ciudadano-del Estado a formar parte de relaciones globales que se incrementan en gran medida, por ejemplo, mediante el turismo y la internacionalización de los sistemas educativos y de formación, y así también de la cultura y de los medios. Este estudio trabaja con objetivos cambiantes. A fin de enfocar su vasto campo temático, adiciona un objetivo gran angular que incursiona por igual en todas las particularidades y de manera no enciclopédica, aunque en alguna oportunidad se aproxime más con un teleobjetivo, con ayuda de ejemplos, a algunos puntos de vista o a ámbitos de casos. Comenzamos con la dimensión normativamente elemental, el bourgeois, que en parte como ciudadano económico común, en parte como empresario, crea las condiciones materiales y financieras para la comunidad (Parte ). No obstante, el primer rol atañe no sólo a la subsistencia. A diferencia de la separación marxista entre reino de la necesidad y reino de la libertad, el ciudadano económico se abre a la buena vida. La esfera del trabajo, por caso, no está separada de la esfera de la comunicación y de la interacción, sino vinculada de variadas formas con ella y, por ende, con el mundo de la autorrealización y la estima mutua.

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La segunda dimensión, la del citoyen o ciudadano del Estado, es responsable de la buena vida, aunque en rigor lo sea sólo para sus condiciones marco (Parte ). Aquí argumentamos en favor de un incremento de la participación ciudadana a través de una sociedad cívica altamente desarrollada y con elementos de democracia directa. Además, planteamos algunas virtudes cívicas y valores para un sistema de educación democrático. La necesidad global de acción, que sigue creciendo, hace finalmente necesario el tercer papel, el cosmopolita o ciudadano del mundo, nuevamente no como alternativa, sino como complemento (Parte ). La vista bosqueja una tarea importante para la globalización que la filosofía política relega, gustosa, a un segundo plano, dado que reconoce la ciudadanía (tridimensional) al tiempo que la supera. Es el ámbito de la ciencia y la investigación, explicado aquí de manera ejemplar con ayuda de las ciencias humanas (Parte ). El estudio trata metódicamente de enlazar los tres puntos de vista: la antropología con la ética y un diagnóstico material y temporal. Las reflexiones antropológicas ya indicadas se completan, pues, con las de una ética normativa. Por otra parte, nos versamos en la realidad social y política e interrogamos a tal fin a las distintas ciencias de este ámbito –como, por ejemplo, la economía, la politicología y el derecho (internacional)–, y también a las reflexiones de la literatura sobre la experiencia vivida y vivenciada. A modo de aporte a una ética eminentemente práctica y política, este estudio completa sus reflexiones básicas con interrogantes de constante actualidad, como, por ejemplo: ¿se necesita un juramento hipocrático para los altos ejecutivos?, ¿pueden unirse la democracia representativa y la democracia directa?, ¿qué tiene para decir la tolerancia en la disputa por el derecho de las mujeres musulmanas a usar velo?, ¿es Turquía ya un país europeo?, ¿hegemonía de los Estados Unidos o un orden mundial justo? He presentado algunas de estas reflexiones en ponencias, como durante el “Curso Magistral de Filosofía” en el Instituto de Investigación Filosófica de Hannover, mientras que otras aparecieron en periódicos de alcance nacional. Agradezco a los alumnos y a los oyentes, así como a mis colaboradores, por su elevado compromiso de siempre, en especial a Dirk Brantl M. A., Roman Eisele, al doctor Wolfgang Schröder y el apoyo financiero de la Fundación Fritz Thyssen. Tubinga, junio de 

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