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1 ©M. Servera
Trastornos emocionales: depresión y retraimiento social,
9.2 Los trastornos emocionales: depresión y retraimiento social. La depresión infantil hasta hace aproximadamente 25 años era un trastorno que había recibido muy poca atención en psicopatología. Las causas de este abandono hay que buscarlas, al menos inicialmente, a la fuerte influencia de la perspectiva psicoanalista ortodoxa (Petti, 1989). Hasta mediados de la década de los años setenta había prevalecido la idea freudiana original de que en la depresión el superyo “castigaba” al yo. Puesto que el desarrollo del superyo no ocurre hasta la adolescencia es imposible que se dé antes la depresión infantil. La principal línea aperturista dentro del propio enfoque se orquestó alrededor del concepto de “depresión enmascarada”. En esta perspectiva se aceptaba la posibilidad de un estado depresivo en el niño, diferenciado del trastorno en adultos, pero “enmascarado” en una sintomatología exteriorizada del tipo de hiperactividad o agresividad. Así, era el clínico quien debía inferir esta posibilidad atribuyendo el comportamiento alterado observable a un problema emocional y afectivo. En los años setenta la evolución del modelo conductual con las aportaciones más cognitivas significó, en la clínica infantil, una total apertura a la depresión infantil y, ya en la década de los ochenta, una gran auge de la investigación en todas sus facetas. En la actualidad, como señalan (Wicks-Nelson e Israel,1997) los conocimientos evolutivos y epidemiológicos han ido a la par con el desarrollo de instrumentos de evaluación y procedimientos de intervención. En términos generales el término “depresión” se entiende como la experiencia de un estado de ánimo generalizado de infelicidad. La tristeza o disforia son la base clínica del trastorno. Sin embargo, tanto en adultos como en niños son muchas más las características definitorias asociadas. En niños y adolescentes estas características pueden ser tan o más relevantes que la propia disforia; retraimiento social, pérdida de placer, baja autoestima, incapacidad para concentrarse (con importantes repercusiones en el rendimiento académico), sintomas somáticos y alteraciones biológicas en el dormir, comer o la eliminación. De todas ellas sin duda es el retraimiento social y los problemas de relación entre iguales las más relevante. Hasta el punto que se ha producido un gran equiparación entre los términos depresión infantil y retraimiento social (Petti,1989). En la actualidad, se acepta que la depresión clínicamente es muy compleja, y normalmente se da con solapamiento de sintomatología que en sí misma ya resultaría relevante. Por ello, recientemente algunos autores, véase, por ejemplo, Wicks-Nelson e Israel (1997), abogan por manenter como entidades diagnósticas separadas la depresión infantil y los problemas de relación entre iguales. Ellos mismos reconocen que en la infancia separar depresión de déficit en habilidades sociales resulta polémico, aunque, según su revisión de la literatura especializada, justificable desde el punto de vista de la investigación y el tratamiento. De todos modos, esta postura aún no es mayoritaria y, en todo caso, sería más probable su aplicación en la adolescencia. En la infancia, tanto desde el punto de vista de la evaluación como de la intervención, depresión y retraimiento social son dos alteraciones difíciles de separar. La depresión infantil puede tener una prevalencia que oscila entre el 2 y el 5 por ciento (véase el estudio en nuestro país de Polaino-Lorente, 1986), que en poblaciones clínicas puede ser hasta cuatro veces superior. Uno de los aspectos clínicos claramente diferenciadores de la depresión infantil es que no existen diferencia de prevalencia por sexos. Ésta empieza a verse inclinada hacia el sexo femenino a partir de los 12-13 años, y ya en la adolescencia presenta su habitual diferencia 2:1. De hecho lo que también ocurre es que los índices de prevalencia de la depresión infantil aumentan claramente con la edad; es un trastorno infrecuente antes de los 9-10 años, y paulatinamente se va incrementando con la edad, siendo la adolescencia una época especialmente vulnerable. Se estima que uno de cada cuatro adolescentes experimenta un trastorno depresivo en algún momento de su vida (lo mismo podría decirse de cualquier persona adulta). Kazdin (1994) y Tarullo et al. (1995) coinciden en resaltar que el diagnóstico de los trastornos emocionales resulta particularmente difícil porque, por ejemplo, cuando se han utilizado métodos distintos como criterios diagnósticos (DSMs), cuestionarios o entrevista para padres los índices de prevalencia han variado mucho. Tal vez con estos tres métodos de evaluación la definición de “depresión” no sea la misma o quizás los distintos informadores den versiones diferentes, pero en cualquier caso la descripción del trastorno y sus características es una cuestión prioritaria. En primer lugar se parte de una idea de consenso: hoy en día no se duda de que los niños puedan experimentar “tristeza” en intensidad y duración significativas, pero, en segundo lugar, se duda de que conlleve asociada las características de la depresión mayor de los adultos (a nivel somático, cognitivo y comportamental). De hecho, en términos de Kovacs (1989), probablemente la depresión es donde los
2 ©M. Servera habituales términos psicopatológicos enfrentados de síntoma/conducta y síndrome/trastorno se han visto envueltos de más confusión. Ello ha supuesto, por ejemplo, que algunos diagnósticos se basen fundamentalmente en la experiencia fenomenológica “sentirse triste” o “aparentar tristeza”, cuando la depresión, como síndrome, requiere mucho más que un estado de ánimo distímico. Kovacs (1989) apunta, además, que toda esta sintomatología deberia quedarse en el apartado de “síndrome” salvo si persiste a lo largo del tiempo y provoca un claro deterio social. En este caso es cuando pasaría a ser un “trastorno” propiamente dicho. Trastornos emocionales: depresión y retraimiento social,
A finales de la década de los noventa estas cuestiones no están resueltas, ni siquiera todos los autores están de acuerdo en que sea necesario realizar diagnósticos de depresión infantil. Los estudios evolutivos basados en conductas o síntomas habituales del trastorno (como la pérdida de apetito, alteraciones del sueño, retraimiento social, lloros, etc.) han demostrado gran variabilidad en la población normal y cambios en la función de la edad. Si más del 30% de los niños entre 6 y 7 años presentan un apetito insuficiente es difícil asumir que ello forme parte de ningún diagnóstico. De todos modos, como señala Kovacs (1989), es necesario distinguir conductas estudiadas de modo asilado a través del ciclo vital de síndromes donde estas conductas juegan un papel en interacción con otras. Hasta el momento los defensores de la depresión infantil como síndrome diferenciado de la depresión mayor en adultos no son mayoritarios. El DSM-IV sigue fiel a la tradición iniciada en su primera versión y no mantiene criterios diagnósticos separados para niños y adolescentes en los trastornos afectivos. Eso sí, se reconoce la posibilidad de distintos síntomas en función de la edad: en prepúberes las afecciones somáticas y especialmente el retraimiento social pueden ser el principal indicativo del trastorno, mientras tanto en niños como en adolescentes la irritabilidad puede substituir al estado de ánimo depresivo (tal vez una concesión a la “depresión enmascarada” esta vez con más apoyo clínicoexperimental). En lo que respecta a la “manía” y los trastornos bipolares los niños quedan al margen, en primer lugar porque su diagnóstico es hasta ahora muy complejo y, en segundo lugar, porque los conocimientos clínicos hasta la fecha son muy limitados, si bien se acepta su presencia en adolescentes. Wicks-Nelson e Israel (1997) no consiguen, en su revisión de trabajos de investigación, decantarse por una depresión infantil diferenciada o equiparada a la adulta. Aconsejan prudencia y más esfuerzo en un trastorno donde en niños no sólo no se han demostrado las mismas diferencias entre sexos que en adultos, sino que hay más diferencias en el ámbito de la sintomatología, los correlatos biológicos y la eficacia de la psicofarmacología. En lo que respecta al tema de la evaluación de la depresión infantil, y en función de algunos datos ya comentados, cabe concluir que está poco desarrollado y es conflictivo. La mayoría de diagnósticos se producen fundamentalmente por “ojo clínico”, y sería deseable mayor objetividad. En la propuesta de evaluación de Del Barrio (1997) se expone la posibilidad de realizar tres tipos de medidas biológicas en casos de depresión infantil: la hormona del crecimiento (GH), el cortisol (otra hormona) y la melatonina (un derivado de la la serotonina). En los tres casos el problema es la falta de niveles basales medios bien definidos a lo largo del ciclo evolutivo. La utilización de registros de observación en la depresión infantil es mucho más complicada que en los trastornos externalizados, especialmente en todo lo que hace referencia a la conducta emocional, puesto que la motora es más fácil. En niños muy pequeños los afectogramas han resultado particularmente interesantes. Se centran en los movimientos de la musculatura facial y se recogen hasta 10 categorias distintas: interés, alegría, sorpresa, tristeza, ira, disgusto, desprecio, miedo, vergüenza y dolor. La técnica de observacion estructurada (SOT) de Laike (1995) va más allá; evalúa cuatro componentes básicos de las emociones (activación, intensidad, orientación y control) en cuatro fases diferentes: identificación de las conductas que se relacionan con cada componente básico, determinación del peso de cada conducta en esos componentes, observación en la vida real del niño y fiabilidad en diferentes contextos. Desde un punto de vista más general los distintos registros propuestos se suelen centrar en la frecuencia e intensidad de la actividad social (hablar, jugar, participar en grupos, interacciones..), la conducta solitaria (actividades que realiza en esta situación) y, por supuesto, en el afecto (sonrisa/placer, lloros/tristeza, ira..etc.). En cualquier caso, no es muy habitual que los registros de observación correlacionen de modo muy elevado con los cuestionarios para la depresión infantil.
3 ©M. Servera Los sistema de evaluación de lápiz y papel: entrevistas, autoinformes, escalas para adultos y escalas para compañeros son muy habituales. Sin entrar en detalle en los muchos instrumentos existentes podemos citar, en el caso de las entrevistas estructuradas dos que ya hemos analizado brevemente en el caso de la ansiedad: la “Diagnostic interview for children and adolescents” (DICA) y la “Escala para la evaluación infantil de los trastornos afectivos y la esquizofrenia” (K-SADS). Entre los autoinformes existen coincidencia en que el más utilizado es el “Inventario de Depresión para Niños” (CDI) de Kovacks y Beck. En su última edición de 1992 de María Kovacks incluye cinco subescalas: humor negativo, problemas interpersonales, ineficacia, anhedonia y autoesimta negativa, pero en nuestro país su uso de popularizó a raiz del amplio estudio epidemiológico dirigido por el profesor Aquilino Polaino-Lorente (1986). Los datos psicométricos de la prueba son bastante buenos, con alguna excepción (es destacable que uno de sus niveles más bajos de convergencia lo presente con el famoso CBCL-D de Achenbach y Edelbrock). También existen numerosas escalas que miden aspectos claramente relacionados con la depresión infantil, como la autoestima, la desesperanza o la conducta social (en este caso destacan los inventarios para compañeros), pero pocos adaptados o desarrollados en nuestro país. Son una excepción la Escala para la Evaluación de la Depresión para Maestros de Domènech y Polaino, y la adaptación de la “Preeschool Symptoms Self-Report” realizada por Moreno y Domènech. Trastornos emocionales: depresión y retraimiento social,
Como se puede deducir, en toda el área de la evaluación de la depresión infantil subsisten, a pesar de los instrumentos mencionados, problemas relativamente graves que ahora pasamos a resumir en estas cuestiones: • La capacidad de instrospección del niño en los autoinformes. El debate continua abierto a la hora de aceptar si los niños tienen la suficente “capacidad” para autoobservar y autoevaluar de manera fiable y válida las emociones que sienten. • La falta de concordancia entre las distintas fuentes. Algunos autores se han mostrado especialmente beligerantes con este hecho, sin embargo la mayoría coincide en la necesidad de mantener la evaluación por distintas fuentes, e interpretarlo como información complementaria. • Los puntos de corte en autoinforme/criterios diagnósticos. Los niños “deprimidos” a partir de criterios clínicos puntuan más alto que los normales en los autoinformes (como el CDI) pero no “mucho” más. Es decir, estadísticamente puede que realmente las diferencias sean pocas, de modo que los puntos de corte no están establecidos. • Las relaciones entre el análisis funcional y la evaluación psicométrica. Kratochwill y Morris (1991) remarcaron que dentro del esquema habitual que sigue el análisis funcional del comportamiento (E-O-R-K-C) en el caso de la depresión la evaluación se ha centrado mucho más la O (y por métodos psicométricos), dejando de lado las respuestas, los consecuentes y las relaciones de contingencia. La terapia de conducta infantil debe recobrar el pulso al análisis funcional puesto que ofrece más garantías para el tratamiento que la evaluación psicométrica. Los factores implicados en la instauración y mantenimiento de la depresión infantil se hallan claramente influidos por los problemas en los métodos de evaluación ya señalados. Tal vez por ello la mayoría de modelos explicativos derivan de la investigación con adultos, donde la evaluación parece más sólida. Así, los factores biológicos implicados en la depresión infantil son reflejo de los amplios conocimientos obtenidos en la depresión de los adultos (Wicks-Nelson e Israel, 1997). En primer lugar cabe señalar que desde hace tiempo se ha aceptado la influencia genética en la depresión. La magnitud de esta relación, sin embargo, no está clara. La mayoría de estudios son familiares y retrospectivos; en ellos se observa la mayor probabilidad de padecer depresión si padres o familiares cercanos también la han padecido, pero no es fácil separar la influencia de los genes de los factores ambientales. En uno de los estudios más amplios y completos sobre el tema Rende et al., (1993) analizan a 707 parejas de hermanos adolescentes, considerando prácticamente todas las combinaciones posibles (gemelos mono y dizigóticos, hermanos completos, medio hermanos, adoptados..etc, y todo en función del sexo). En términos generales se observó una influencia significativa de la genética sobre la depresión, pero tomando por separado el subgrupo de adolescentes con el trastorno en su grado más extremo dicha influencia desaparecía totalmente. La hipótesis sugerida baraja la posibilidad de que la influencia genética opere sobre factores de personalidad y temperamento que afectan a toda la gama de sintomatología depresiva (como la emocionabilidad y la sociabilidad en términos eysenckianos). Sin embargo, el comportamiento depresivo más duro o extremo puede verse modelado por la influencia de
4 ©M. Servera variables socioambientales. En este sentido, la influencia de una madre depresiva sobre sus hijos es uno de los factores más relevantes. Trastornos emocionales: depresión y retraimiento social,
La bioquímica de la depresión en los últimos tiempos ha recibido un fuerte impulso. De modo esquemático se puede afirmar que los estudios bioquímicos de la depresión en adultos descansan en el papel asignado a cuatro neurotransmisores: noradrenalina, dopamina, serotonina y acetilcolina. La verdad es que, como afirman Wicks-Nelson e Israel (1997), las conclusiones sobre su influencia derivan más de los resultados obtenidos con ciertos antidepresivos sobre la disponibilidad o receptividad de estos neurotransmisores que por datos directos. Aunque en los últimos años se ha dado un gran avance en las técnicas de investigación, que actualmente permiten la visualización dinámica del metabolismo cerebral, de la función receptora y transportadora y de la composición de la membrana (véase Friedman y Thase, 1995). La vulnerabilidad neurobiológica que se supone que interactúa con sucesos estresantes de la vida para provocar estados depresivos afecta a cinco sistemas neuroconductuales bien delimitados: la facilitación conductual, la inhibición conductual, el grado de respuesta al estrés, los ritmos biológicos y el procesamiento ejecutivo cortical de la información En la facilitación conductual la primera implicación bioquímica deriva de determinados tractos dopaminérgicos en el caso de la pérdida de placer, y de su interacción con la serotonina para estados sobreactividados implicados en la mania. Tampoco se descarta la vía noradrenérgica en la disminución de conductas dirigas a objetivos. En la alteración del sistema de inhibición conductual la mayoría de trabajos coinciden en las vías serotoninérgicas y en su interacción con el canal del GABA. La responsividad alterada al estrés está mejor documentada a través de los ejes hipotalámico-pituitarioadrenocortical y el simpaticoadrenomedular. La perturbación del ritmo biológico más que probado es inferido a partir de los ritmos circanuales y de algunos circadianos (ciclos hormonales y de sueñovigilia). Finalmente, la disfunción neurocognitiva se centra en los problemas de razonamiento, resolución de problemas y capacidad de aprendizaje El metabolismo cerebral tiene su función disminuida en el hipocampo y toda la zona de la corteza prefrontal, especialmente en depresiones severas. Todos los datos corresponen a muestras de adultos, por tanto a la complejidad inherente de las interrelaciones entre el sistema endocrino, los neurotransmisores, los neuromoduladores y el sistema de los segundos mensajeros, en niños hay que añadir una actividad bioquímica en continuo cambio y evolución. Se han obtenido resultados contradictorios cuando se han comparado parámetros biológicos de la depresión infantil y adulta, ello puede suponer que realmente dichos parámetros sean diferentes, o simplemente se hallan alterados por factores relacionados con la edad y la maduración (Wicks-Nelson e Israel, 1997) En cuanto a la influencia de los factores psicosociales ha sucedido algo muy similar: se ha generado un buen número de investigaciones, pero la mayoría de conclusiones al respecto “siguen basándose en teorías derivadas del trabajo realizado sobre adultos deprimidos” (Wicks-Nelson e Israel, 1997, p. 151). En cualquier caso, entre estos factores la “pérdida por separación” se considera un factor clave. Aunque ciertamente ha sido el enfoque psicoanalítico quien más lo ha desarrollado, los modelos conductuales de Fester (1974) y Lewinsohn (1974) también lo contemplan: la pérdida de una de las principales fuentes de reforzamiento (que podría ser cualquier persona especialmente relevante para el niño) puede inducir a estados depresivos. En los estudios correlacionales se ha demostrado la estrecha relación entre pérdida de seres queridos y probabilidad de desencadenar un estado depresivo, pero no de forma directa. Más bien son los cambios en las relaciones familiares, sociales o económicos derivados de la pérdida los responsables de la depresión (West et al., 1991). Los modelos explicativos de la depresión desde la perspectiva cognitivo-conductual son muchos y complejos, pero como indican Wicks-Nelson e Israel (1997) y Kaslow, Brown y Mee (1994), contienen conceptos afines y solapados. Los modelos más estrictamente conductuales de Fester (1974) y Lewinsohn (1974) definen la depresión en función de una “baja tasa de reforzamiento positivo contingente”. La ecuación de Lewinsohn explica esta tasa por la suma del número de actividades potencialmente reforzadoras que hace un individuo, el número de eventos reforzantes presentes en el medio y el repertorio de conductas que genera el sujeto para captar los reforzadores. Desde el punto de vista experimental existen datos fundamentalmente sobre este tercer aspecto; más concretamente a favor de un déficit en el funcionamiento social de la persona deprimida (Kaslow, Brown y Mee, 1994). El modelo de indefensión aprendida de Seligman (1977) y sus distintas reformulaciones es uno de los más interesantes y que más investigación ha generado. Las sucesivas reformulaciones,
5 ©M. Servera desde la de Abramson, Seligman y Teasdale (1978) hasta la de Abramson, Metalsky y Alloy (1989) han interrelacionado el estado de indefensión con las atribuciones de causalidad y los acontecimientos vitales. En este sentido, la percepción de incontrolabilidad sólo sería particularmente inductora de estados depresivos si el niño presentase un estilo atribucional “negativo” y, además, indefensión y estilo atribucional ejercerían su influencia sólo ante la presencia de acontecimientos vitales particularmente traumáticos para el niño. Aunque existe abundante evidencia experimental de ambas condiciones, todavía los patrones evolutivos a lo largo de la infancia y la adolescencia no son lo suficientemente conocidos como para realizar afirmaciones rotundas. Trastornos emocionales: depresión y retraimiento social,
La tríada negativa de Beck (1976) es otra teoría cognitiva muy relacionada con la depresión. Según el autor, la instauración de esquemas cognitivos desadaptativos (esquema tiene aquí una interpretación similar a los constructos kellyanos) inducen a la persona a un sistema de procesamiento de la información sesgado, que actúa particularmente ante eventos estresantes o negativos. La tríada negativa resultante se basa en una visión negativa de uno mismo, el mundo y el futuro y se mantiene como patrón de funcionamiento cognitivo por una serie de errores lógicos en la interpretación de los acontecimientos: errores de inferencia arbitraria, abstracción selectiva, sobregeneralización, etc. Los individuos deprimidos son, según Beck, proclives a desarrollar este tipo de pensamiento distorsionado. Hammen (1992) ha revisado varios estudios que muestran una clara relación entre las distorsiones cognitivas y la depresión en niños y adolescentes, lo cual no presupone aceptar la causalidad. Rehm (1977, véase Rehm, 1981) profundizó en la dimensión de controlabilidad cuando expuso su teoría explicativa de la depresión basada en distintos déficits asociados a las tres fases implicadas en el autocontrol: autoobservación, autoevaluación y autorreforzamiento. Como señalan Wicks-Nelson e Israel (1997) últimamente se ha extendio mucho la creencia que la depresión infantil y juvenil está muy influida por déficits de autorregulación o, para ser más precisos, se cree que las conductas deficitarias en autorregulación que pueden presentar padres y personas relevantes para el niño (especialmente al enfrentarse a situaciones conflictivas) son modelos de aprendizaje poderosos. En esta línea, el estudio de las madres con trastornos depresivos ha sido uno de los temas centrales y es uno de los principales factores de riesgo para que se dé la depresión infantil (véase Zahn-Waxler, 1995). Este especial vínculo es mucho más intenso en la depresión que con cualquier otro trastorno infantil y, lo que aún resulta más llamativo, los hijos de padres con depresión tienen mucha más probabilidad no sólo de desarrollar este problema sino cualquier otro tipo de alteración comportamental. Los mecanismos por los cuáles se ha intentado explicar esta relación, dejando de lado la cuestión genética, tienen que ver con el modelado de estilos cognitivos y estrategias de afrontamiento. También influye el aprendizaje social: el estado de ánimo deprimido le permite a uno librarse de situaciones no deseadas y, a veces, conlleva un reforzamiento social potente. Así mismo, en una familia con algún miembro con depresión los conflictos y los acontecimientos vitales estresantes son habituales, lo cual puede influir directamente en la pautas de crianza, especialmente en todo el repertorio de interacción social. En definitiva, la depresión infantil se explica, en la mayoría de casos, desde una perspectiva multicausal, y en un marco biopsicosocial complejo. Del Barrio (1997) ha presentado un modelo de interacción que refleja el estado de la cuestión, y que nosotros presentamos en la figura 9.2
6 ©M. Servera Figura 9.2. Modelo de interacción sujeto-factores de riesgo y depresión (basado en Del Barrio, 1997). Trastornos emocionales: depresión y retraimiento social,
ACONTECIMIENTOS VITALES
FACTORES:
SEPARACION MUERTE
familia
- BIOLOGICOS
ENFERMEDAD
- TEMPERAM.
DESASTRES
- COGNITIVOS
CAMBIOS
- Percepción
RUPTURAS
- Atribución
FRACASO ESCOLAR. FRACASO SOCIAL
RESPUESTA
SUJETO
comunidad
- Creencias - Expectativas... - DEMOGRAF.
recursos
- COGNITIVA - Inferioridad - Desesperanza - Indefensión - Autoestima
coping
- AFECTIVA - Ansiedad - Ira..
experiencia
- CONDUCTUAL - Disciplina - Antisocial...
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Trastornos emocionales: depresión y retraimiento social,
Como puede observare, el trastorno depresivo en la infancia normalmente viene precipitado por un acontecimiento estresante, el cual es amortiguado o potenciado por las relaciones familiares y de la comunidad del niño. A continuación, el impacto del acontecimiento está modulado por factores propios de la persona, de carácter genético, de personalidad, cognitivos o demográficos. Por último una serie de mediadores, tales como los recursos del niño, sus estrategias de afrontamiento y la experiencia pasada, determinan el tipo de respuesta cognitiva, afectiva y motora que se puede observar. El tratamiento de la depresión infantil no ha deparado, hasta el momento, ninguna técnica específica o especialmente novedosa. Prácticamente todas son adaptaciones de las que se utilizan con adultos. Los psicofármacos están muy extendidos en el tratamiento de las personas mayores, sin embargo en la depresión infantil y juvenil su uso sigue siendo polémico. Entre los fármacos estudiados están principalmente los antidepresivos tricíclicos (imipramina, amitriptilina, etc.), pero también disponemos de datos de los inhibidores selectivos de la recaptación de la serotonina (“prozac”). Realizar conclusiones sobre su grado de eficacia no es fácil dadas las controversias. Por ejemplo, en el libro de Méndez (1998) se afirma rotundamente que “aproximadamente dos de cada tres niños con depresión mejoran con la administración de estos medicamentos (antidepresivos)” (p. 252). En la revisión de Del Barrio (1997, p. 134) ya se es más prudente y se indica que “el éxito de este tipo de intervención tiene una estimación variable”, con tendencia a ser pobre. Y, finalmente, en la revisión de Wicks-Nelson e Israel (1997) se destaca que, aunque hay problemas metodológicos en el diseño de los experimentos, los antidepresivos no han sido superiores al placebo ni en niños, ni en adolescentes. Se apuntan problemas en la dosificación o en el tipo de medida para tomar con precaución este dato, pero la realidad es que si a ello sumamos el desconocimiento de los efectos secundarios a largo plazo la psicofarmacología no parece de primera elección en casos de depresión infantojuvenil. Finalmente, en lo que sí parece haber mayor acuerdo es que, en caso de mejorías, éstas son más evidentes con la imipramina (“tofranil”) que con inhibidores de la monoamina oxidasa o de la recaptación selectiva de la serotonina. La intervención cognitivo-comportamental es (algún alumno ya añade la coletilla de “como siempre” al oir esta frase en clase) multicomponente, pero en este caso en grado extremo. Y todo ello, como señalan Wicks-Nelson e Israel (1997), sin apenas disponer de evidencias sobre eficacia diferencial al abundar sólo estudios de caso único. Por tanto, no es extraño que algunos autores, como Kratochwill y Morris (1991), aboguen por “árboles de decisión”, en donde la evaluación preliminar permita detectar claramente los diferentes déficits, o el déficit principal, para no descargar sobre el niño una bateria de terapias sino sólo las más ajustadas a su problema. El orden de menor a mayor complejidad de la terapéutica se basa en lo que sería una intervención puramente conductual, de carácter operante, y las más cognitivas en sus distintas variantes. Como ya hemos apuntado, a pesar de que Wicks-Nelson e Israel (1997) hacen una apuesta de futuro para separar la depresión infantil del retraimiento social, en la actualidad aún parece difícil, al menos en niños no adolescentes, dibujar esta línea. El retraimiento social es si no la principal sí la más acusada de las características en muchos casos de depresión infantil, y el tipo de intervención que requiere es básicamente conductual. Ello incluye tres estrategias: en primer lugar una reestructuración ambiental para provocar los cambios necesarios en el entorno del niño que le permitan tener un mayor acceso a relaciones sociales y a reforzadores en general. En segundo lugar un programa de incremento de actividades en el que recupere las antiguas que le eran satisfactorias o se integre en otras nuevas. Finalmente un entrenamiento en habilidades sociales, normalmente en grupo, con un fuerte componente de modelado, ensayo conductual y reforzamiento social. Kratochwill y Morris (1991) entienden que sólo en el caso de que no se registren mejoras sustanciales en la depresión del niño, o que la evaluación funcional haya detectado distorsiones cognitivas de distinta índole, se avance hacia las terapias cognitivas. En este caso disponemos de distintas alternativas. En primer lugar, como señala Méndez (1998), se suele empezar con programas de educación emocional. Su objetivo es que el niño aprenda a detectar emociones y situaciones que las originan (el “radar emocional”) y a cuantificarlas de alguna manera, aunque sea de modo gráfico (el “sistema métrico emocional”). Aprender a diferenciar estados emocionales, en cantidad y calidad, asociados a actuaciones concretas es un paso fundamental para la recuperación del estado de ánimo deprimido. El entrenamiento en autocontrol también se ha adaptado a la depresión infantil, y se considera uno de los mejores ejemplos de la integración de principios operantes y estrategias cognitivas para la mejora comportamental (Del Barrio, 1997). Los objetivos básicos que se persiguen son enseñar al
8 ©M. Servera niño a monitorizar las verbalizaciones asociadas a determinadas actividades (o las actividades en sí mismas). El niño debe incrementar estas actividades y las autoverbalizaciones positivas asociadas a estados de ánimo agradables. Se le enseña también a distinguir entre consecuentes inmediatos y lejanos asociados a sus conductas. Ello incluye aprender a ser más “realista” y a fijar objetivos más asumibles. El niño debe aprender también a detectar atribuciones negativas y a cambiarlas por otras más adaptativas, ante éxitos y fracasos. Finalmente, debe incrementar el autorreforzamiento abierto y encubierto, y controlar la autodispensa de estimulos aversivos. Aunque no existan demasiados trabajos, Del Barrio (1997) apunta algunos en favor del uso de esta técnica en casos de depresión infantil y juvenil. Trastornos emocionales: depresión y retraimiento social,
Si se detectan en el niño estados de indefensión, las técnicas de elección son el “reentrenamiento atribucional” y el “entrenamiento en resolución de problemas”. La estructura básica de la primera consiste en presentar situaciones conflictivas al niño, reales o simuladas, en las que a continuación se le pide que explique la causa de sus resultados. Ante el estilo atribucional negativo el terapeuta propone diferentes alternativas que discute con el niño, esperando poder llegar a cambiar las expectativas. El cambio se apoya en actividades reales en donde el niño se apercibe de su cambio de pensamiento y de resultados. El tratamiento puede incluir “enriquecimiento ambiental” y “entrenamiento en resignación” (no siempre uno puede salir exitoso de todas sus acciones). Por su parte, el entrenamiento en resolución de problemas sigue sus fases habituales con la intención de maximizar las posibilidades de escoger la mejor alternativa para afrontar los problemas más habituales del niño, y que normalmente resuelve mal. La intervención cognitiva en sentido puro, es decir, con menos aportación operante, viene representada por tres técnicas: la terapia cognitiva de Beck, la terapia racional emotiva de Ellis y las autoinstrucciones de Meichenbaum. La llamada “reestructuración cognitiva”, al menos en su versión más ortodoxa, se basa en la aplicación conjunta de estos tres procedimientos y fundamentalmente se utiliza con adolescentes. La “terapia cognitiva” tiene como objetivo la detección y eliminación de las distorsiones que sustentan la tríada negativa. Ello implica reconocer la relación entre afecto, cognición y conducta; monitorizar los pensamientos negativos automatizados; reflexionar sobre los elementos a favor y en contra de estos pensamientos; generar nuevos pensamientos más acordes con la realidad; y aprender a modificar creencias disfuncionales dicotomizadas. La “terapia racional emotiva” intenta recuperar la autoestima y la autoaceptación del niño, además de mejorar su capacidad de razonamiento. Son muchos los autores que dudan de su aplicación en el ámbito infantil dado el elevado nivel madurativo que exige, y sin embargo algunos estudios han aportado resultados positivos (Del Barrio, 1997). El “Coping with depression course for adolescents” (CWD-A) (Clark y Lewinsohn, 1986, citado en Del Barrio, 1997) es un buen ejemplo de la adaptación de la reestructuración cognitiva en casos de depresión en adolescentes, que además ha proporcionado buenos resultados. Lewinsohn et al. (1990) la modificaron añadiendo las técnicas conductuales que hemos apuntado al principio y, según los autores, ello puede ser el sistema más completo y eficaz para tratar la depresion infantil y juvenil. Sin embargo, hay que insistir en que si el trastorno depresivo se relaciona, muy directamente con problemas en la interacción entre iguales (como ocurre con mucha frecuencia) la intervención escalonada, empezando con las técnicas operantes y el entrenamiento en habilidades sociales parece mucho más recomendable, tanto para el niño como para el terapeuta.