Antón Chéjov, En la oscuridad Kate Chopin, El hijo de Désirée Franz Kafka, El silencio de las sirenas Giacomo Leopardi, Diálogo entre un vendedor de

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OTRO
FINAL
DE
LA
OBRA:
 
 
 LA
METAMORFOSIS
 de
FRANZ
KAFKA
 Marina Calvo Brito ÍNDICE: Pág. 1) Introducción y justificación del trabajo…………………………

Story Transcript

Índice

Portada Biografía Prólogo, de Maximiliano Tomas Ryunosuke Akutagawa, Rashomon Leonid Andréiev, La nada Guillaume Apollinaire, El bergantín holandés Ambrose Bierce, Aceite de perro

Antón Chéjov, En la oscuridad Kate Chopin, El hijo de Désirée Franz Kafka, El silencio de las sirenas Giacomo Leopardi, Diálogo entre un vendedor de almanaques y un transeúnte Guy de Maupassant, Pierrot Edgar Allan Poe, Hop-Frog Saki, Sredni Vashtar Robert Louis Stevenson, La piedra de la verdad Mark Twain, El disco de la muerte Nota

Créditos

Biografía Maximiliano Tomas nació en Buenos Aires en noviembre de 1975. Cursó una licenciatura en Historia en la Argentina, un máster en Periodismo en la Universidad de Barcelona y desde hace años es docente de Periodismo Narrativo. Sus crónicas, entrevistas, investigaciones y reportajes aparecieron en medios de Argentina, Bolivia, Colombia, México, España y Suiza. Editó las antologías La

joven guardia. Nueva narrativa argentina y La Argentina crónica. Historias reales de un país al límite. Recibió una beca de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, que dirige Gabriel García Márquez. Entre 2005 y 2012 creó y dirigió el suplemento de Cultura del periódico Perfil. Actualmente es columnista del diario La Nación (Argentina), dicta talleres literarios y dirige el área de Letras del Centro General Cultural San Martín, en Buenos Aires.

PRÓLOGO

Cualquier recorte de la realidad es, si no arbitrario, subjetivo. Elegir, de entre siglos de literatura, unos pocos cuentos, es recortar. Para empezar, hablar de «cuentistas» implica dejar de lado a cientos de escritores; decir «grandes cuentistas» es profundizar aún más en la selección. Y compilar una antología

de cuentos breves de grandes escritores —grandes en el sentido de insoslayables— significa pasar por alto a casi todos. Hasta llegar a lo que hoy conocemos como «literatura moderna», los cuentistas de raza no abundaron; hubo, por cierto, grandes novelistas que no llegaron a dominar la forma del cuento. Otros, en verdad, ni siquiera lo intentaron: recién en el siglo XIX Edgar A. Poe puso por escrito sus reglas y límites, y le dio al género la entidad literaria que venía reclamando. Un siglo y medio después, no se puede hablar

de literatura sin tomar en cuenta las obras del mismo Poe, de Chéjov, Maupassant o Quiroga. Nadie se atrevería a afirmar hoy que el cuento constituye un género menor (para ahuyentar esta idea bastaría invocar los espíritus de escritores más cercanos a nosotros, como Borges, Hemingway, Rulfo, Cortázar, Cheever o Carver). Por eso y para hacer de ésta una antología diferente, ya desde su concepción original, la elección de los cuentos fue aún más arbitraria. Tomando una prudente distancia histórica como

para evitar celos contemporáneos, fueron seleccionados los mejores representantes del género y, de ellos, sus producciones más breves. Sabemos, por la famosa reflexión del escritor español Baltasar Gracián, que «lo bueno, si breve, dos veces bueno». Poe fue más allá en el elogio de la brevedad y la convirtió en una teoría. En su ensayo Filosofía de la composición, el estadounidense definió lo que llamó «unidad de efecto» o «de impresión» de un texto. Lo hizo en referencia a la elaboración de su

inolvidable poema «El cuervo», aunque creía, con razón, que exponer este concepto-idea sería útil para la literatura en general: Si una obra literaria es demasiado larga para ser leída de una sola vez, preciso es resignarse a perder el importantísimo efecto que se deriva de la unidad de impresión, ya que si la lectura se hace en dos veces, las actividades mundanas interfieren destruyendo al punto toda totalidad. [...] Lo que llamamos poema extenso es, en realidad, una mera sucesión de poemas breves, vale decir de breves efectos poéticos. [...] Parece evidente, pues, que toda obra literaria se impone un límite preciso en lo que concierne a su

extensión: el límite de una sola sesión de lectura. [...] Resulta claro que la brevedad debe hallarse en razón directa de la intensidad del efecto buscado, y esto último con una sola condición: la de que cierto grado de duración es requisito indispensable para conseguir un efecto cualquiera.

Hacia allí se orientó entonces la búsqueda: cuentos buenos y breves, que pudieran leerse en una espera, en un viaje corto, de una sentada. Y como a cuentos breves les corresponden prólogos más breves aún, apuntaremos para terminar sólo uno de los porqués de este libro. Una idea que no es nueva pero que quizá

sea, en el mundo de hoy, urgente: pensar la lectura como acto de resistencia. Una resistencia que podrá ser activa o pasiva, sin perjuicio de su validez. La resistencia «pasiva» se corresponderá con el disfrute intrínseco del acto de leer, con la exaltación de la imaginación y el despertar de los sentidos. Esa mínima victoria del principio de placer por sobre el principio de realidad. Se sabe: leer nos acercará o alejará —según lo deseemos— del mundo y de nosotros mismos. La

otra, la resistencia «activa», tiene que ver con la autoconciencia y el saber, por lo que integra a la primera y la extiende: desde los primeros tiempos históricos, los detentadores del poder —político, económico, cultural— se desvelaron por oponer barreras —políticas, económicas, culturales— entre el gran público y el conocimiento. De este modo se sucedió por siglos la propiedad privada del saber y, por lo tanto, del poder (porque poder conocer es poder hacer, que es poder cambiar). Así se llega a estos tiempos de

«pensamiento único», en el que se diseñan estrategias cada vez más modernas, efectivas y universales de sumisión. Éste es uno de los motivos por los que, en nuestras sociedades, es cada vez menor el tiempo que podemos dedicarle al ocio — creativo o no— y a nuestra formación, obligados como estamos a solucionar otros problemas inmediatos. Pero si bien la gente lee menos, también lo hace en donde puede: en autobuses, trenes, colas de banco. Y éste es también un acto de resistencia: aprovechar los pocos

minutos libres que quedan para leer. Tal vez muchos nos hayamos visto obligados hoy a convertirnos en una suerte de «lectores en tránsito» aunque deseemos, en verdad, que se trate sólo de un desvío en el camino que nos lleve a dedicarle a la lectura (de ficción, pero también de filosofía, historia, etcétera) todo el tiempo que se merece. Mientras tanto, nos parece una buena idea compartir estos cuentos fugaces y permanentes, tan breves como eternos.

MAXIMILIANO TOMAS

RYUNOSUKE AKUTAGAWA Rashomon

Ya casi era de noche y hacía mucho frío. El sirviente de un samurái esperaba, bajo el Rashomon, que dejara de llover. No había nadie más bajo el portal. En la gruesa columna, cuya laca carmesí se descascaraba por

todas partes, solamente se había posado un grillo. Puesto que el Rashomon estaba situado en la avenida Suyaku, era concebible que otras personas —gente común con sombreros de paja o nobles con finos gorros— se protegieran allí de la tormenta. Sin embargo, no había nadie alrededor, excepto el sirviente. La ciudad había soportado, en los últimos años, una serie de fatalidades, terremotos, huracanes e incendios, y Kyoto había quedado desolada. Las crónicas de la época relataban que los pedazos rotos de

imágenes y objetos budistas, una vez separadas las láminas de laca, plata y oro, se vendían en los caminos como leña. En esas circunstancias, era comprensible que nadie se ocupara de restaurar el Rashomon. Los zorros y otros animales salvajes construían sus guaridas entre sus restos; los ladrones y delincuentes encontraban refugio bajo el portal. Con el tiempo, se hizo costumbre utilizarlo como depósito de cadáveres. Después de la caída del sol, su aspecto era tan siniestro y espectral que nadie se animaba a

andar por las cercanías. No obstante, bandadas de cuervos llegaban a él desde lugares desconocidos. Durante el día, sobrevolaban en círculos la cúspide del portal. Cuando el cielo enrojecía, después de la caída del sol, se esparcían como semillas de sésamo sobre los cadáveres abandonados. Pero en ese momento no se veía ningún cuervo, quizá por lo avanzado de la hora. Por todas partes, en las escaleras de piedra a punto de derrumbarse, con la hierba brotando entre sus grietas, había manchas de

excrementos blancos. El sirviente, vestido con un quimono azul viejo, estaba sentado en el séptimo escalón, el más alto, contemplando distraído la lluvia. Toda su atención se concentraba en un grano que irritaba su mejilla derecha. Como ya dijimos, el sirviente esperaba que la lluvia cesara, pero no tenía idea de lo que haría después. Normalmente, por supuesto, habría regresado a casa de su amo, pero acababa de perder el trabajo. La antigua prosperidad de Kyoto había declinado rápidamente y, en

consecuencia, su amo lo había despedido a pesar de los muchos años a su servicio. Así, atrapado por la lluvia, no sabía qué hacer o adónde ir. El mal tiempo acentuaba su ánimo deprimido y la tormenta continuaba con toda su furia. Perdido en pensamientos incoherentes y estériles, el sirviente se preguntaba, entre protestas contra tan funesto destino, cómo iba a sobrevivir a partir de ese día. Sin propósito fijo, seguía escuchando el sonido acompasado de la lluvia sobre la avenida Suyaku.

La lluvia cobraba cada vez más fuerza y envolvía el Rashomon con un ruido persistente que se oía a grandes distancias. Alzando la vista, el sirviente vio una nube densa y oscura posada en las salientes del techo del portal. Carecía de recursos, ya fueran honrados o ilegítimos, a causa de su penosa situación. Si optaba por el camino honesto, moriría de hambre en las calles, sin duda, o en las cloacas de Suyaku. Lo trasladarían al portal del Rashomon y lo arrojarían allí como a un perro. Si elegía el

robo... Sus pensamientos, que giraban alrededor del mismo punto, llegaron al fin a la conclusión de que no le quedaba más remedio que dedicarse al crimen. Pero miles de dudas lo asaltaron. Aunque estaba seguro de que no tenía otra posibilidad, no encontraba el valor suficiente para justificar su decisión. Estornudó con fuerza y se incorporó lentamente. El frío de la noche le hacía añorar el calor del brasero. El viento del atardecer ululaba a través de las paredes resquebrajadas del portal. Y

ahora el grillo, que antes se había posado en la columna laqueada de color carmesí, había desaparecido. Hundió la cabeza entre los hombros, mientras miraba para todos lados; se levantó las hombreras del gastado kimono azul que cubría su delgada ropa interior. Tomó la decisión de pasar la noche allí, en cuanto hallara un lugar resguardado del viento y la lluvia. Divisó una ancha escalera laqueada que parecía subir a la torre del portal. No iba a encontrar a nadie allí, excepto a los muertos, si es que había alguno.

Entonces, cuidando que la espada no se desprendiera de su vaina, el sirviente puso el pie sobre el primer escalón. Poco después, desde la mitad de la escalera, vio un movimiento en lo alto. Contuvo la respiración y, acurrucado como un gato en medio de la ancha escalinata, permaneció quieto y alerta. Una luz se filtraba entre los muros y caía sobre su mejilla, iluminando el grano rojo y purulento entre sus gruesas patillas. Había supuesto que sólo encontraría cadáveres en la torre, pero al subir

tres o cuatro escalones había advertido el fuego, alrededor del cual alguien se movía. Vio una luz mortecina, amarillenta y oscilante que por momentos daba a las telarañas del techo un brillo fantasmal. ¿Quién se atrevería a encender un fuego en el Rashomon... y durante una tormenta? Lo desconocido, lo maligno, lo aterrorizaron. Silencioso como una lagartija se arrastró hasta el final de la empinada escalera. En cuclillas, estiró el cuello todo lo que pudo y

tímidamente asomó la cabeza dentro de la torre. Tal como afirmaban los rumores, encontró varios cuerpos desparramados al descuido por el piso. Como el reflejo de la luz era tenue, no alcanzó a distinguir cuántos eran. Sólo pudo divisar cadáveres, algunos desnudos y otros con ropas. Los cuerpos de hombres y mujeres yacían con la boca abierta o los brazos extendidos, y daban menos señales de vida que muñecos de barro tirados al azar. Al verlos sumidos en aquel silencio eterno, el

sirviente dudó que hubieran estado vivos alguna vez. Sus hombros, pechos y torsos resaltaban bajo la luz agonizante; otras partes de los cuerpos se desvanecían entre las sombras. Se tapó la nariz con la mano por el hedor de aquellos cadáveres descompuestos. Pero un instante después dejó caer la mano, asombrado por lo que vio. Percibió una repulsiva silueta inclinada sobre un cuerpo. Parecía tratarse de una vieja macilenta, canosa, de aspecto austero. Con una antorcha de pino en la mano derecha,

observaba el rostro de un cadáver de largos cabellos negros. Sobrecogido y paralizado más por el horror que por la curiosidad, contuvo el aliento por un instante. Sintió que se le erizaban los pelos de todo el cuerpo. Mientras miraba aterrorizado, la vieja encajó la antorcha entre dos tablones del piso y comenzó a desprender uno a uno los largos cabellos de la muerta, tal como los monos despiojan a sus crías. El pelo se soltaba suavemente con el movimiento de sus manos. A medida que caían los pelos,

el temor del sirviente empezó a desvanecerse y en su lugar surgió un fuerte odio hacia la vieja. Lentamente, la sensación se fue transformando en algo más que odio, hasta convertirse en una profunda repugnancia hacia todo lo que representara el mal. Si en ese momento alguien le hubiera recordado sus dudas entre morir de hambre o convertirse en ladrón — cuestión que se había planteado poco antes—, no hubiese titubeado en preferir la muerte. Su aversión hacia la crueldad se encendió como la

antorcha de pino que la vieja mujer había clavado en el piso. No sabía por qué le arrancaba los cabellos a la muerta. En consecuencia, no podía juzgar su conducta como buena o mala. Pero a sus ojos, desprender el pelo de una muerta en el Rashomon durante una noche tormentosa era un crimen imperdonable. No tenía en cuenta, por supuesto, que momentos antes él mismo había pensado en convertirse en ladrón. Concentró toda su fuerza en las piernas, salió de su escondite y,

espada en mano, se plantó frente a la vieja. Ésta se volvió con temor en los ojos y, temblando, se incorporó de un salto. Por un instante permaneció quieta y luego se abalanzó hacia la escalera, pegando chillidos. —¡Canalla! ¿Adónde vas? — gritó el sirviente, cerrándole el paso a la infeliz mujer que trataba de escapar. La vieja intentó zafarse con las uñas. Él la empujó lejos para impedirle que lo arañara..., forcejearon, cayeron sobre los cadáveres y siguieron luchando allí.

No había duda alguna sobre quién dominaría a quién. En un segundo, él la tomó por el brazo y se lo torció, obligándola a caer al suelo. Sus miembros eran pura piel y huesos, sin más carne que las patas de un pollo. No bien se desplomó en el piso, el sirviente desenvainó su espada y puso la hoja, reluciente como la plata, frente a su cara. La vieja guardó silencio. Temblaba espasmódicamente y tenía los ojos tan abiertos que parecían salirse de sus órbitas. Apenas respiraba entre estertores. La vida de la infeliz mujer

estaba ahora en sus manos. Este pensamiento apaciguó su ira y le proporcionó un sentimiento de plácido orgullo y satisfacción. La miró, mientras le decía con voz calmada: —Escúchame, no soy un oficial de la policía. Sólo soy un viajero que pasaba casualmente por el portal. No te ataré ni te causaré problemas, pero tienes que decirme qué haces en la torre. La vieja abrió aún más los ojos y se los clavó en el rostro con la mirada penetrante y rojiza de las

aves de rapiña. Movió los labios, tan arrugados que se le fruncían en la nariz, como si estuviera masticando algo. La puntiaguda nuez de Adán le subía y bajaba por el cuello esquelético. Entonces, un sonido áspero y jadeante similar al graznido de un cuervo salió de su garganta: —Yo saco el cabello..., se lo sacaba... para hacer pelucas. La respuesta desvaneció las incógnitas de aquel encuentro y lo decepcionó. De pronto, ella no era más que una mujer temblorosa a sus pies. Ya no era una arpía, sino una

pobre desgraciada que hacía pelucas con el cabello de los muertos, para venderlas por migajas de comida. Lo embargó un frío desprecio. El miedo dejó su corazón, y regresó el odio que había sentido antes. Ella debió de percibir los sentimientos del sirviente. La vieja, apretando todavía el cabello que había tomado del cuerpo, murmuró con su voz quebrada y chillona: —Seguramente, hacer pelucas con el cabello de los muertos puede parecerte algo muy siniestro, pero éstos no merecen un mejor destino.

Esa mujer, a quien le estaba arrancando el hermoso cabello negro, acostumbraba vender trozos de víbora disecada en la barraca de los guardianes, diciéndoles que era pescado seco. Si no hubiera muerto por la peste, seguiría vendiéndolo ahora mismo. A los guardias les gustaba y se lo compraban: solían decir que ese pescado era muy sabroso. No puede decirse que lo que ella hacía estuviera mal, porque de lo contrario se hubiera muerto de hambre. No tenía elección. Si ella supiera lo que estoy haciendo para

sobrevivir, probablemente lo comprendería. El sirviente envainó su espada y apoyó la mano izquierda sobre la empuñadura. La escuchaba meditativamente, mientras su mano derecha se entretenía con el grano purulento de la mejilla. Cierto coraje iba naciendo en su corazón; el valor que le había faltado antes cuando estuvo sentado bajo el portal. Una extraña fuerza lo llevaba en dirección opuesta a la que había sentido cuando sorprendió a la vieja. Ya no dudaba entre morir de hambre

o convertirse en ladrón. La idea de morir de hambre estaba tan distante de sus pensamientos que su mente ni siquiera la consideraba. —¿Estás segura? —le dijo en tono burlón en cuanto ella terminó de hablar. Apartó su mano derecha del grano y se inclinó sobre la mujer, tomándola por el cuello. Bruscamente, agregó—: Entonces está bien si te robo. Moriría de hambre si no lo hiciera. Le arrancó la ropa y la pateó con rudeza entre los cadáveres, mientras ella intentaba luchar y

sujetarlo de la pierna. En cinco pasos el sirviente se encontró en la boca de la escalinata. Llevaba bajo el brazo el vestido amarillo que le había arrebatado a la mujer. En un abrir y cerrar de ojos, desapareció escaleras abajo en el abismo de la noche. El estrépito de sus pasos mientras descendía resonaron en el hueco de la torre sepulcral; luego, el silencio. Poco después la vieja empujó los cadáveres y se levantó. Gimoteando y gruñendo, se arrastró hasta la escalera iluminada por la escasa luz que aún conservaba la

antorcha. Con el cabello gris cayéndole sobre la cara, se asomó, intentando divisar el último escalón. Más allá, sólo había oscuridad... insondable y desconocida.

LEONID ANDRÉIEV La nada

Agonizaba un alto funcionario. Era ya un hombre viejo, poderoso, y amaba profundamente la vida. Le daba una gran tristeza saber que iba a morir. No creía en Dios ni podía comprender por qué habría de marcharse de este mundo; estaba aterrorizado y daba pena verlo

sumido en tal sufrimiento. Su vida era plena, rica y llena de intereses; tanto su mente como su espíritu estaban siempre ocupados en asuntos importantes y esto le producía grandes satisfacciones. Pero su vida interior estaba exhausta, igual que su cuerpo, cada vez más frío y entumecido. También estaban cansados sus ojos y sus oídos, habituados a convivir con la belleza; este mismo placer ya pesaba demasiado en su viejo corazón. Antes de llegar a la agonía, solía pensar en la muerte, a veces con

cierto deleite. Imaginaba el descanso que experimentaría, libre por fin de aquellos que lo visitaban para mostrarle su aprecio, para abrazarlo y animarlo, lo cual le resultaba un verdadero fastidio. Entonces la muerte le parecía un alivio; pero ahora, mucho más cercana, su alma se hundía en un profundo horror. Deseaba vivir todavía un poco más, tal vez hasta el siguiente lunes o miércoles o jueves... Pero le era imposible saber cuál de los siete días de la siguiente semana sería la fecha verdadera de su muerte.

Y ocurrió justamente que en ese día imprevisible un diablo tosco y vulgar, ordinario como hay muchos, se le presentó de repente. Apareció en su casa con disfraz de sacerdote; pero el anciano se dio cuenta de inmediato de quién se trataba y de que su visita no era casual. Se sintió feliz. «Si el diablo existe —pensó—, no hay muerte y la inmortalidad es real. Aun cuando la inmortalidad no exista, el alma puede ser vendida en excelentes condiciones para prolongar la vida.» Era obvio; tuvo

la certeza de que era así. El diablo parecía indiferente, hasta cansado y aburrido. Durante un tiempo no pronunció palabra algu-na, y miraba el cuarto con desagrado, como si le disgustara estar allí. Daba la sensación de que había ido a parar al lugar equivocado. Tal comportamiento preocupó al viejo; enseguida le ofreció asiento en un confortable sillón para que se sintiera cómodo y se animara un poco. Sin embargo, el diablo, después de sentarse, seguía manteniendo su expresión de

desagrado y tedio. Mientras tanto, guardaba silencio. «¡Vaya! Resulta que éste es el aspecto que tienen —reflexionó el anciano, observándolo con curiosidad—. ¡Caramba, qué hocico tan feo..., ni en el mismo infierno lo considerarán buen mozo!» —No me lo imaginaba a usted así —le dijo al diablo. —¿Cómo? —preguntó el visitante. —... que no me lo imaginaba así. —¡Qué tontería!

Era lo que escuchaba de todos los mortales cuando lo conocían, y estaba harto de esa clase de comentarios. El viejo, inquieto y temeroso de haberlo molestado, se dijo: «Ni siquiera puedo ofrecerle algo de tomar, porque quizá no sepa beber.» —En fin, usted ya está muerto —dijo el diablo, con tono frío e impenetrable. —¿Qué está usted diciendo? — respondió el funcionario, en voz alta y dominado por la ira—. ¡Es evidente que estoy vivo todavía!

—¡Bobadas! —continuó el demonio—. Usted está bien muerto y es tiempo de tomar una decisión sobre qué vamos a hacer ahora. Éste es un asunto muy serio. —Pero... ¿cómo puede decirme que estoy muerto, si le estoy hablando? —¡Ay, Dios mío! ¡Qué paciencia hay que tener! Dígame, si usted va a tomar un tren, ¿acaso no tiene que pasar primero por la estación? Bueno, en este momento se encuentra usted en la estación... —¿En la estación?

—Así es. —Entiendo... pero, entonces, ¿dónde está mi cuerpo? Es decir, yo, ¿dónde estoy yo? —En el cuarto de al lado. Lo están preparando y vistiendo para el funeral. El funcionario sintió un profundo pudor al pensar en su cuerpo envejecido y desagradable, con el vientre abultado de grasa. Para colmo, siempre eran mujeres las que se ocupaban de limpiar y vestir a los muertos. A la vergüenza le siguió un sentimiento de furia.

—¡Esas estúpidas costumbres! —dijo, encolerizado. —Eso no es asunto mío — objetó el diablo, con impaciencia—. No hay tiempo que perder, y dediquémonos a lo nuestro. Sobre todo teniendo en cuenta que empieza usted a despedir muy mal olor. —¿Cómo dice? ¿De qué manera? —De la más común. ¿Qué supone usted? Su cuerpo ya empezó a descomponerse. ¿Cómo quiere que huela? Pues de un modo muy horrible. Pero ¡basta ya de tantas

preguntas! Mi paciencia se agota: vamos al grano y escúcheme con atención, porque no pienso volver a explicarle nada. El diablo, malhumorado y con el tono de aburrimiento de quien se ve obligado a repetir siempre lo mismo, expuso al anciano sus opciones. El anciano tenía dos posibilidades: morir definitivamente era una; la otra implicaba aceptar un tipo de vida algo peculiar que podía crear desconfianza. Era libre de elegir una de las dos. La primera era la nada, el silencio, el vacío eterno...

«Dios mío —pensó el funcionario—, eso es justamente lo que me llenaba siempre de terror.» —Se trata del eterno descanso —dijo el diablo, observando con curiosidad los ornamentos del cielo raso y los dinteles—, del final absoluto, que no deja ningún rastro. Usted no hablará, no pensará, ni deseará cosa alguna; tampoco sentirá nada, jamás pronunciará la palabra «yo»..., sencillamente, se extinguirá. —¡No! ¡No! —gritó desesperado el viejo. —Pero, sin duda, eso sería el

reposo, y no carece de valor. No es imaginable un descanso tan perfecto. —¡No quiero el reposo eterno! —exclamó el funcionario con voz segura y tono firme, mientras que su cuerpo y su corazón agotados clamaban por descansar. El diablo se encogió de hombros —que eran estrechos y peludos— y siguió hablando con una fatiga similar a la de un viajante de comercio al fin de un largo día de trabajo. —Voy a explicarle ahora la segunda opción; se trata de la vida

eterna... —¿Eterna, de verdad? —Así es. En el infierno. No es el tipo de vida que a usted le hubiera gustado, pero es vida al fin. No le faltarán distracciones, podrá conocer algunas cosas interesantes, mantener conversaciones con otros y, más que nada, conservará su «yo». De eso se trata la vida eterna. —¿Y el sufrimiento? —¡Bah! Tanta preocupación por el dolor... —dijo el demonio, con una mueca de hastío—. Cualquier padecimiento deja de serlo cuando se

convierte en hábito. Y, en verdad, es precisamente de eso de lo que se queja la gran mayoría en el infierno. —¿Hay mucha gente allí? —De sobra..., y sus quejas han ido en aumento, al punto de haber creado serios conflictos en reclamos de nuevos tormentos. Como si fueran tan fáciles de encontrar. Pero siguen chillando y protestando contra la rutina. —¡Qué absurdo! —Sí, estoy de acuerdo. Pero conseguir que sean razonables, en fin, no es tan fácil...

Afortunadamente, nuestro Maestro... —Y al decir esto se levantó en señal de respeto, y su expresión se tornó solemne, afeando más su rostro enrojecido. El anciano, acobardado, lo imitó para demostrar su veneración y congraciarse con el extraño personaje. »Nuestro Maestro —continuó el diablo— les ha sugerido que inventen ellos mismos sus propias torturas. —Les ha otorgado una suerte de independencia —comentó con un dejo de ironía el funcionario.

—Algo así... Y ahora son ellos, los pecadores, los que sufren devanándose los sesos en busca de nuevos y mejores martirios, más originales... Pero basta ya de charla inútil. Tiene usted que decidirse. El anciano se puso a pensar, pero como ya se sentía en confianza con el diablo, se atrevió a preguntarle: —¿Qué me sugiere usted? El diablo frunció el ceño: —Ah, no..., no espere eso de mí; no acostumbro dar consejos. —Si es así, no quiero ir al

infierno. —Muy bien, es su decisión. Sólo tiene que firmar aquí. Extendió frente al viejo un papel grasiento y arrugado, más parecido a un pañuelo sucio que a un documento tan relevante. —Ponga su firma aquí —le indicó con su garra—. Ah, no, disculpe, aquí no; este espacio es para los que eligen el infierno. Para la muerte eterna, en cambio, se firma aquí. —Y señaló otra línea punteada. El funcionario, ya con la pluma en la mano, la dejó repentinamente

sobre el escritorio. Entre suspiros y reproches, dijo: —Claro, para usted es muy fácil, un simple trámite, pero para mí... Por favor, oriénteme. ¿Con qué se atormenta en el infierno? ¿Con fuego? —Pues sí, aunque no sólo con fuego —le respondió el diablo con total seriedad—. Y también tenemos días libres. —¡Qué maravilla! —dijo el anciano, con expresión de felicidad. —Seguro. También vale el asueto para los domingos y días

feriados, y hemos adoptado la modalidad inglesa para los sábados: se trabaja sólo de diez de la mañana hasta el mediodía. —Pero ¡qué bien! ¿Y en las fiestas, decía usted...? —No se trabaja en Navidad, hay tres días libres en las Pascuas, y un mes de vacaciones en verano. —Vaya, qué generosos que son. Nunca lo hubiera imaginado —dijo contento el viejo—. Pero..., y le ruego encarecidamente que me conteste: ¿es un mal lugar?, ¿es muy espantoso?

—¡Pavadas! —replicó el diablo. El funcionario se sintió turbado. El diablo estaba de notorio mal humor. Tal vez había pasado una mala noche, o simplemente estaba harto de su tarea, de viejos muriéndose, pobres o ricos, de la nada, de la vida eterna... Observó restos de lodo en una de las piernas del diablo. «No parece muy limpio», pensó. —Entonces —dijo el anciano, en voz alta—, ¿es la nada o la vida eterna?

—La nada o la vida eterna — dijo el diablo, como un eco. El anciano reflexionaba. En la habitación contigua, el servicio fúnebre en su honor había terminado, pero él seguía meditando. Los que prestaban honores alrededor de su lecho mortuorio observaban su rostro, solemne y rígido, sin imaginar los insólitos y extraordinarios pensamientos que circulaban por su mente. Tampoco veían al diablo. La habitación estaba impregnada de aroma a incienso, olor a cirios y a algo más...

En eso, oyó la voz del diablo. Parecía pensativo y entrecerraba los ojos: —Me han pedido (¡ay, tantas veces!) que describa la vida eterna. Suponen, seguramente, que no sé expresarme con claridad. Pero son unos imbéciles. ¿Acaso ellos entienden de qué se trata? —¿Se refiere a mí? —preguntó el anciano. —No, no me refiero sólo a usted. Estoy hablando de todos, sin excepción. Si uno se pone a pensar en esto...

Parecía desesperado. El funcionario se compadeció de él: —No sabe cómo lo entiendo. Es obvio que su trabajo es muy doloroso. Si hay algo que yo pueda hacer para ayudarlo, no tenga reparos en pedírmelo. El diablo se puso furioso: —¡Por favor, no se meta con mi vida privada, o yo mismo lo mandaré al infierno! Me tiene harto. ¡Uf! Sólo tiene que decidirse: ¿la vida eterna o la muerte? El viejo seguía meditando, sin poder tomar ninguna decisión. Por un

lado, pensaba que tal vez sería mejor la vida eterna, quizá porque se le ablandaba el cerebro o porque nunca había sido muy consistente. «¿Qué importa el dolor? —se decía—. ¿Acaso no he sufrido siempre?» Pero sentía un gran amor por la vida. No le tenía miedo al suplicio. Sin embargo, su espíritu estaba exhausto; su corazón le pedía reposo, más y más descanso... En eso, vio que lo conducían al cementerio. Cuando pasaron delante del ministerio donde había desempeñado el cargo de director,

los empleados, compungidos, le dieron el último adiós. Los curas ya habían empezado el oficio de difuntos. ¡Cómo llovía! Se abrieron los paraguas. El agua se deslizaba a torrentes por los paraguas y formaba grandes charcos en el pavimento. «Mi corazón está agotado. Ya ni siquiera le importan las alegrías», seguía pensando mientras lo llevaban a la tumba. «Sólo quiere descansar, descansar, descansar. Tal vez mi alma sea pequeña, pero realmente estoy muy cansado.» Quizá le convendría la muerte

definitiva. Estaba a punto de optar por la nada. En ese momento se acordó de un pequeño suceso. Ocurrió poco tiempo antes de que se enfermara. Había visitas en su casa y todos reían con alegría. Él también reía a carcajadas y se le salían las lágrimas de tanto reír. Pero, de pronto, cuando se sentía absolutamente feliz, lo asaltó un deseo violento, un irrefrenable impulso de estar solo. Y no se le ocurrió nada mejor que esconderse en un rincón alejado, como un niño que tiene miedo al castigo.

—¡Hable de una vez! —lo interrumpió el diablo, entre molesto y disgustado—. ¡El fin está cerca! No debió decir esa palabra. El funcionario ya casi se había decidido por la muerte definitiva, pero la palabra «fin» lo llenó de espanto y quiso alargar su vida a toda costa. Le exigió al diablo que le diera la solución, pues estaba perdido en sus reflexiones y se sentía incapaz de comprender lo que le pasaba. —¿Puedo firmar con los ojos cerrados? —preguntó, débilmente. Los ojos bizcos del diablo lo

miraron con odio, y le respondió: —¡Ya basta, basta de estupideces! Pobre, seguramente estaba aburrido de pedir firmas, de ir de un lado a otro con esos contratos. El diablo se quedó mudo un segundo, dio un profundo suspiro y le volvió a poner el papel grasiento y arrugado, parecido a un pañuelo sucio, delante de los ojos cerrados. El viejo tomó la pluma, sacudió la tinta sobre el papel secante, puso un dedo sobre el documento y..., no bien hubo firmado, abrió los ojos y miró:

—¡Ay, qué hice! —gritó horrorizado, y arrojó la pluma al piso. —¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! —le contestó el diablo, haciéndole eco otra vez. Hasta en las paredes reverberó el lamento. El diablo lanzó una sonora carcajada y se marchó. Y cuanto más se alejaba, más fuertes eran las carcajadas, como si fueran truenos de una feroz tormenta. En ese preciso instante se llevaba a cabo el entierro del alto funcionario. Trozos de tierra húmeda caían toscamente sobre el cajón.

Hacían un ruido hueco, tan hueco, que podía llegar a creerse que no había ningún cadáver debajo de la gruesa tapa..., como si el ataúd estuviera vacío...

GUILLAUME APOLLINAIRE El bergantín holandés

El bergantín holandés Alkmann regresaba de Java, cargado de especias y otros productos preciosos. Hizo escala en Southampton, y se les dio permiso a los marineros para que descendieran a tierra. Uno de ellos, Hendrijk

Wersteeg, llevaba un mono en el hombro derecho, un loro en el izquierdo y, cruzado en el pecho, un fardo con tejidos hindúes que tenía intención de vender en la ciudad, al igual que los animales. Era el comienzo de la primavera, y aún anochecía temprano. Hendrijk Wersteeg caminaba con paso tranquilo por las calles casi brumosas apenas alumbradas por las luces a gas. El marinero pensaba en su próximo retorno a Ámsterdam, en su madre, a la que no había visto en tres años, en

su novia, que lo esperaba en Monikendam. Calculaba mentalmente cuánto dinero obtendría por los animales y las telas, y buscaba un negocio donde vender sus exóticos productos. En Above Bar Street, un señor se le acercó y le preguntó muy correctamente si estaba buscando comprador para su loro. —Este pájaro —dijo— me vendría bien. Necesito alguien que me hable y al que no tenga que responderle, pues vivo completamente solo.

Al igual que la mayoría de los marineros holandeses, Hendrijk Wersteeg hablaba inglés. Fijó un precio con el que estuvo de acuerdo el desconocido. —Sígame —dijo este último—, vivo bastante lejos. Usted mismo colocará al loro en una jaula que tengo en mi casa. Una vez allí podrá mostrarme sus telas, y quizá encuentre alguna de mi gusto. Feliz por la oportunidad, Hendrijk Wersteeg siguió al caballero a quien, con la esperanza de vendérselo también, le alabó el

mono, que pertenecía —según él— a una raza muy rara, cuyos ejemplares soportan bien el clima de Inglaterra y se encariñan mucho con su amo. Pero pronto Hendrijk Wersteeg dejó de hablar. En vano gastaba sus palabras: el desconocido no sólo no le contestaba, sino que ni siquiera parecía escucharlo. Continuaron caminando en silencio, uno al lado del otro. Solos, evocando sus bosques en los trópicos, el mono, asustado por la bruma, lanzaba de vez en cuando gritos similares a los gemidos de un

recién nacido, y el loro batía las alas. Después de una hora de camino, el desconocido dijo bruscamente: —Estamos cerca de mi casa. Habían dejado la ciudad. La ruta estaba protegida por grandes parques rodeados de rejas. Por momentos se veían brillar, a través de los árboles, las ventanas iluminadas de alguna casa de campo, y en la lejanía se escuchaba, a intervalos, el lúgubre llamado de una sirena en el mar. El desconocido se detuvo frente

a una verja, sacó de su bolsillo un manojo de llaves y abrió la puerta, que cerró apenas Hendrijk traspuso el umbral. El marinero estaba impresionado: podía ver en el fondo de un jardín una pequeña quinta de bonita apariencia, pero cuyas cortinas entornadas no dejaban pasar la luz. El desconocido silencioso, la casa sin vida: todo parecía demasiado siniestro. Pero Hendrijk recordó que el caballero vivía solo. «Es un excéntrico», pensó, y

como un marinero holandés no es tan rico como para que alguien pretenda robarle, tuvo vergüenza de su inquietud. —Si tiene fósforos, ilumíneme —dijo el desconocido mientras introducía la llave en la cerradura de la puerta de la casa. El marinero obedeció y una vez en el interior el desconocido encendió una lámpara, que iluminó de súbito un salón amueblado con buen gusto. Hendrijk Wersteeg se sintió completamente tranquilo. Tenía la

esperanza de que su extraño amigo le comprara una buena cantidad de telas. El desconocido, que había salido del salón, regresó con una jaula. —Ponga aquí a su loro —dijo —, no lo colgaré en el gancho hasta que se haya acostumbrado y sepa decir lo que quiero que diga. Luego, después de cerrar la jaula ante el terror del pájaro, pidió al marinero que tomara la lámpara y que pasase a la habitación contigua donde encontraría, según dijo, una

mesa adecuada en la cual podría mostrar sus telas. Hendrijk Wersteeg obedeció, y fue a la habitación que le indicaban. Oyó enseguida que la puerta se cerraba detrás de él y que alguien giraba la llave. Estaba prisionero. Desconcertado, colocó la lámpara sobre la mesa y quiso abalanzarse contra la puerta para tirarla abajo. Pero una voz lo detuvo. —Un paso más y lo mato, marinero. Hendrijk levantó la cabeza y vio, a través de un tragaluz que no

había notado antes, el cañón de un revólver dirigido hacia él. Muerto de miedo, no dio un paso más. No podía defenderse: su cuchillo no le serviría en esas circunstancias, e incluso un revólver le hubiera sido inútil. El desconocido se mantenía a salvo detrás de la pared, a un lado del tragaluz desde donde vigilaba al marinero, y por el cual pasaba sólo la mano que sostenía el arma. —Escúcheme con atención — dijo el desconocido— y obedezca. El servicio forzado que me va a

proporcionar tendrá su recompensa. Pero usted no tiene alternativa. Necesito que me obedezca sin titubeos, o lo mataré como a un perro. Abra el cajón de la mesa... Allí hay un revólver de seis tiros, cargado con cinco balas. Tómelo. El marinero holandés obedeció casi sin pensar. El mono, sobre su hombro, lanzaba gritos de terror y temblaba. El desconocido continuó. —Hay una cortina al fondo de la habitación. Ábrala. Así lo hizo y notó que estaba en una alcoba. Vio, sobre un lecho,

atada de pies y manos, amordazada, a una mujer que lo miraba con ojos de desesperación. —Desate los nudos de esa mujer —dijo el desconocido— y quítele la mordaza. En cuanto llevó a cabo la orden, la mujer, muy joven y de admirable belleza, se arrojó de rodillas ante el tragaluz y gritó: —¡Harry, qué infame emboscada! Me trajiste a esta casa de campo para asesinarme. Pretendiste haberla alquilado para que pudiéramos estar juntos por

primera vez desde nuestra reconciliación. Creí que te había convencido. ¡Pensaba que estabas seguro de que yo jamás fui culpable! ¡Harry! ¡Harry, soy inocente! —No te creo —dijo secamente el desconocido. —¡Harry, soy inocente! — repitió la joven mujer, con voz ahogada. —Ésas serán tus últimas palabras. Las tendré presentes. Me las repetiré durante toda la vida. — La voz le tembló un poco al desconocido, pero pronto recuperó

su firmeza—. Porque aún te amo — agregó—; si te amara menos, te mataría yo mismo. Pero eso me sería imposible, porque te amo... Ahora, marinero, si antes de que cuente hasta diez no le ha disparado una bala en la cabeza a esa mujer, caerá muerto a sus pies. Uno, dos, tres... Y, antes de que el desconocido tuviera tiempo de contar hasta cuatro, Hendrijk, enloquecido, disparó a la mujer que, aún de rodillas, lo miraba fijamente. Ella cayó de cara contra el piso. La bala le había entrado por la frente. En ese mismo instante, un

destello de fuego proveniente del tragaluz hirió al marinero en la sien derecha. Éste se desplomó sobre la mesa, al tiempo que el mono, lanzando gritos agudos de espanto, se escondía dentro de su chaquetón. Al día siguiente, algunos caminantes que habían escuchado gritos extraños procedentes de una casa de campo en las afueras de Southampton llamaron a la policía, que no tardó en llegar para forzar las puertas.

Encontraron los cadáveres de la joven dama y el marinero. El mono, saltando bruscamente del chaquetón de su amo, se arrojó sobre la cara de uno de los policías. Todos se asustaron de manera tal que, dando unos pasos hacia atrás, lo mataron a tiros antes de que se atreviera a hacerlo de nuevo. La justicia hizo el informe. Parecía evidente que el marinero había matado a la dama y se había suicidado después. Sin embargo, las circunstancias del drama parecían misteriosas. Los cuerpos fueron

identificados sin problemas, y todos se preguntaron cómo lady Finngal, esposa de un par de Inglaterra, había estado sola en una casa de campo alejada con un marinero recién llegado a Southampton, apenas el día anterior. El propietario de la casa no pudo dar ninguna información que aclarara el asunto. El lugar había sido alquilado ocho días antes de los sucesos por un tal Collins, de Manchester, a quien, por otro lado, no fue posible encontrar. El tal Collins llevaba anteojos y tenía una

larga barba roja, tal vez falsa. El caballero llegó de Londres a toda prisa. Adoraba a su mujer y daba pena ver su dolor. Igual que los demás, no comprendía nada de lo ocurrido. Después de estos acontecimientos se retiró de la vida pública. Vive ahora en su mansión de Kensington, acompañado únicamente de un sirviente mudo y de un loro que repite sin cesar: —¡Harry, soy inocente!

AMBROSE BIERCE Aceite de perro

Me llamo Boffer Bings. Nací de padres decentes en las más humildes condiciones. Mi padre era fabricante de aceite de perro, y mi madre tenía un pequeño taller en la parte de atrás de la iglesia local, donde se deshacía de los bebés no deseados. Durante mi niñez me inculcaron los hábitos

de la vida industriosa: no sólo llevaba perros a mi padre para que pudiera llenar sus barriles, sino que, además, me encargaba de eliminar los restos que quedaban del trabajo de mi madre. En el ejercicio de esta labor, en más de una ocasión tuve que hacer uso de mi natural inteligencia frente a funcionarios legales de los alrededores que se oponían a que mi madre prestara sus servicios. No habían sido elegidos por el partido contrario, y el asunto nunca había llegado a ser un tema político; así eran las cosas,

simplemente. El negocio de aceite de perro de mi padre era, por supuesto, tenido en mayor estima, aunque algunos de los dueños de perros perdidos solían mirarlo con visible recelo, que recaía, hasta cierto punto, sobre mí también. Mi padre tenía como aliados silenciosos a todos los médicos del pueblo, que pocas veces olvidaban incluir en sus recetas lo que les placía denominar Ol. can. En verdad, no se ha descubierto nunca medicina más provechosa que ésta. Pero pocos son los que están dispuestos a hacer sacrificios

personales por los afligidos, y era evidente que a la mayoría de los perros gordos del pueblo les habían prohibido jugar conmigo, lo que hería mi tierna sensibilidad y, en una ocasión, casi me lleva a convertirme en pirata. Cuando recuerdo esos días no puedo dejar de lamentar a veces el hecho de que, al haber conducido, sin querer, a mis queridos padres a la muerte, fui autor de terribles desgracias que iban a afectar profundamente mi futuro. Una tarde, mientras pasaba

frente a la fábrica de aceite de mi padre con el cuerpo de uno de los niños del taller de mi madre, vi a un guardia que parecía seguir atentamente mis pasos. Aunque era joven, había aprendido ya que toda maniobra de la policía, sin importar el carácter que tuviera, se basaba siempre en los motivos más censurables, y lo evadí escabulléndome dentro de la fábrica por una puerta lateral que encontré entreabierta por casualidad. La cerré de inmediato, y me encontré por fin solo con mi cadáver. Mi padre se

había retirado al terminar el día. La única luz que me alumbraba provenía del horno, que irradiaba un intenso y profundo brillo carmesí desde el interior de uno de los barriles, dibujando destellos rojizos en una de las paredes. Dentro de la caldera, el aceite aún se encrespaba en indolente ebullición, y cada tanto dejaba ver sobre la superficie trozos y restos de perro. Me senté, y mientras esperaba que el policía se fuera, coloqué el cuerpo desnudo del niño muerto sobre mi regazo y acaricié con delicadeza su cabello corto y sedoso.

¡Ah, qué hermoso era! Ya a esa temprana edad tenía yo una apasionada inclinación por los niños y, mientras contemplaba a aquel querubín, me sentí tentado de desear que esa minúscula herida roja en su pecho —obra de mi madre— no hubiese sido mortal. Tenía por costumbre arrojar a los bebés al río, que la naturaleza gentilmente había cedido para tal propósito, pero esa noche no tenía el valor de dejar la aceitería por miedo al guardia. «Después de todo», me dije, «no importaría demasiado si lo

arrojo dentro de esta caldera. Mi padre nunca va a poder diferenciar sus huesos de los de un perro, y las pocas muertes que podrían resultar si se administrase un aceite distinto del incomparable Ol. can. no van a causar gran alboroto en una población que aumenta en forma tan rápida». En pocas palabras, di mi primer paso en el crimen, y atraje sobre mí indecibles sufrimientos cuando arrojé al pequeño en la caldera. Al día siguiente, incluso para sorpresa mía, mi padre, frotándose

las manos con satisfacción, nos dijo a mi madre y a mí que había logrado producir un aceite de la más fina calidad: así lo habían dictaminado los médicos a quienes había entregado las muestras. Añadió que no tenía conocimiento de cómo había llegado a tal resultado, pues los perros habían sido tratados del mismo modo que los anteriores en todo respecto, y eran, además, de raza ordinaria. Consideré que era mi deber explicar los hechos, y así lo hice, aunque quieta se habría quedado mi lengua si yo hubiera

podido prever las consecuencias. Lamentando su anterior estado de ignorancia con respecto a combinar ambos oficios, mis padres tomaron las medidas necesarias para reparar el error lo antes posible. Mi madre trasladó su taller a un extremo de la fábrica, y mis obligaciones en relación con su trabajo terminaron: dejé de ser necesario para la eliminación de los cuerpos de los pequeños indeseables y ya no se me exigía atraer más perros a su trágico destino, pues mi padre los había descartado a todos, aunque los canes

seguían manteniendo su lugar de honor en el nombre del aceite. Fui arrojado de modo tan repentino a la vida ociosa que naturalmente habría sido de esperar que me convirtiera en un depravado o en un libertino: pero ése no fue mi caso. La santa influencia de mi querida madre me protegió siempre para alejarme de las tentaciones que asedian a la juventud, y mi padre era diácono de la iglesia. ¡Ay, que por culpa mía estas dos dignas personas encontraran final tan horrendo! Al comprobar que sus ganancias

aumentaban el doble, mi madre se dedicó al trabajo con mayor esmero que el habitual. No sólo eliminó enseguida a los bebés superfluos e indeseados; fue a las carreteras y a los caminos para recoger a niños mayores, e incluso a tantos adultos como pudo introducir con mañas a la aceitería. Mi padre también, encantado con la excelente calidad del aceite que producía, abasteció los barriles con mayor afán y diligencia. Convertir a sus vecinos en aceite de perro se volvió, en fin, una de las pasiones de su vida... y la

codicia, arrolladora e irresistible, tomó posesión de sus almas y las sedujo en lugar de la esperanza de ganar el cielo (que, por otro lado, también los inspiraba). Tan animosos y emprendedores estaban ahora, que se realizó una reunión pública en la que se tomaron resoluciones de severa censura contra ellos. El presidente de la junta insinuó, incluso, que cualquier otro ataque a la población sería recibido con ánimo hostil. Mis pobres padres abandonaron la reunión abatidos, desesperados y, me parece, no

completamente en su sano juicio. De todas formas, creí prudente no entrar en la aceitería con ellos esa noche, así que me fui a dormir al cobertizo. Alrededor de la medianoche, un extraño impulso me obligó a levantarme y espiar por la ventana del cuarto de las calderas, donde sabía que mi padre estaba durmiendo. El fuego crepitaba con grandes destellos, como si esperara una abundante recolección para el día siguiente. Una de las calderas más grandes parecía «estremecerse» de manera misteriosa y controlada, al

acecho de la hora propicia para desplegar su poder en pleno. Mi padre no estaba en la cama: se había levantado en camisón y enlazaba un nudo corredizo en una cuerda más bien fuerte. Por las miradas que lanzaba a la puerta del dormitorio de mi madre pude adivinar con claridad el propósito que tenía en mente. Quedé estupefacto y paralizado de terror; nada podía hacer para prevenir la desgracia o dar la alarma. De improviso, la puerta de la habitación de mi madre se abrió en silencio, y los dos se encontraron

cara a cara, aparentemente sorprendidos. Ella, también en camisón de dormir, llevaba en la mano derecha su instrumento de trabajo, una larga y afilada daga. Tampoco ella pudo privarse de la postrera ganancia que las acciones hostiles de los ciudadanos y mi propia ausencia le habían dejado como último recurso. Por un instante, ambos se miraron a los ojos, que echaban chispas de ira, y luego cada uno acometió contra el otro con indescriptible furia. Lucharon por todos los rincones de la habitación,

él lanzando maldiciones, ella dando grandes chillidos, los dos peleando como demonios, y así, mientras ella intentaba herirlo con la daga, él pretendía estrangularla con sus propias manos. No sé cuánto tiempo tuve la desdicha de observar aquella desagradable escena de infortunio doméstico, pero finalmente, después de un combate más bien largo, los adversarios se separaron súbitamente. El pecho de mi padre y el arma de mi madre mostraban indicios de contacto. Una vez más se miraron con

fiereza de la manera más inamistosa que se pueda imaginar; entonces, mi pobre padre herido, sintiendo cercana la mano de la muerte, dio un brinco hacia delante sin tomar en cuenta los peligros, tomó a mi querida madre en sus brazos, la arrastró hacia un costado del caldero hirviente, reunió las pocas fuerzas que le quedaban y... ¡se precipitó al fondo con ella! En un instante desaparecieron los dos, y empezaron a mezclar su aceite con el del comité de ciudadanos que había llamado a nuestra puerta el día anterior para

invitarlos a la reunión pública. Con el convencimiento de que estos desafortunados sucesos habrían de cerrarme todas las vías para emprender una carrera honorable en aquel lugar, me establecí en la famosa ciudad de Otumwee, desde donde escribo estos recuerdos con el corazón lleno de remordimientos por ese acto insensato que fue causa de un desastre comercial tan sombrío y tenebroso.

ANTÓN CHÉJOV En la oscuridad

Una mosca no muy grande se abrió paso por la nariz de Gagin, asistente del procurador. Quizá la inspiró la curiosidad, o quizá llegó hasta allí por atolondrada o a causa de un accidente en medio de la noche; sea como fuere, la nariz advirtió la presencia de un cuerpo

extraño e hizo ademán de estornudar. Gagin estornudó, estornudó de manera impresionante, con tal descarga y tal ruido que la cama se sacudió y los resortes traquetearon. La esposa de Gagin, María Mijailovna, una mujer rubia, regordeta y fornida, también se sobresaltó y se despertó. Miró a través de la oscuridad, lanzó un suspiro y giró hacia el otro lado. A los cinco minutos, volvió a girar y apretó los párpados con fuerza, pero ya no podía conciliar el sueño. Después de varios suspiros y de dar

vueltas a uno y otro lado, se levantó, pasó por encima de su marido, se puso las pantuflas y se acercó a la ventana. Afuera estaba oscuro. Apenas podía distinguir los contornos de los árboles y el techo de los establos. Se veía, en dirección al Este, una tenue palidez que pronto quedaría cubierta por las nubes. La quietud del ambiente era perfecta, envuelta en somnolencia y brumas. Hasta el guardián, contratado para alterar el silencio, callaba; incluso callaba el rey de codornices, la única criatura

alada que no huye de la presencia de los veraneantes. María Mijailovna fue quien rompió el silencio. Desde la ventana, con la vista fija en el patio, lanzó de pronto un grito. Le pareció que una sombra salía del vergel del álamo deshojado en dirección a la casa. Por un segundo creyó que era una vaca o un caballo; pero después de frotarse los ojos, distinguió la silueta de un hombre. Notó entonces que la sombra se acercaba a la ventana de la cocina y, después de un momento de

indecisión, ponía un pie en el alféizar y desaparecía en la oscuridad de la ventana. «¡Un ladrón!», pensó, y una palidez mortal le atravesó el rostro. En un segundo, le cruzó por la mente esa imagen tan temida por las mujeres que van de veraneo al campo: un ladrón que se mete en la cocina, y que de la cocina, entra en el comedor... la platería en la alacena... y luego va a la habitación... con un hacha... el rostro de bandido... las joyas... Le flaquearon las piernas y le corrió un escalofrío por la espalda.

—¡Vasia! —gritó, sacudiendo a su marido—. ¡Vasili! ¡Vasili Prokóvich! ¡Ah! ¡Por Dios, no reacciona! ¡Despierta, Vasili, te lo ruego! —Mmm... ¿Sí? —protestó el asistente del procurador, aspirando una gran bocanada de aire y lanzando un gruñido. —¡Por amor de Dios, levántate! ¡Entró un ladrón en la cocina! Estaba mirando hacia fuera y vi que alguien se metía por la ventana. Pronto va a llegar al comedor... ¡Los cubiertos están en la alacena! ¡Vasili! Se

metieron en la casa de Mavra Yegorovna el año pasado. —¿Qué..., qué pasa...? —¡Cielos! No me entiende. ¡Escucha, idiota! Te estoy diciendo que acabo de ver a un hombre entrar por la ventana de la cocina. Pelagia se va a llevar un buen susto... ¡y la platería está en la alacena! —Tonterías. —¡No aguanto más, Vasili! Te hablo de un peligro real y tú te echas a dormir y a roncar. ¿Qué te pasa? ¿Prefieres que nos roben y nos asesinen?

El asistente del procurador se levantó con lentitud, se sentó en la cama y empezó a bostezar. —¡Dios mío, qué criaturas las mujeres! —murmuró—. ¡No te dejan en paz ni por la noche! ¡Despertar a un hombre por una tontería así! —Pero, Vasili, te juro que vi a un hombre entrar por la ventana. —Bueno, ¿y qué? Déjalo que entre... Estoy seguro de que es el novio de Pelagia, el bombero. —¿Cómo? ¿Qué has dicho? —Digo que es el bombero de Pelagia, que ha venido a visitarla.

—¡Peor todavía! —aulló María Mijailovna—. ¡Peor que un ladrón! No voy a permitir tal cinismo en mi propia casa. —¡Vaya arrogancia! ¡Ahora somos virtuosos! ¿No vas a permitir tal cinismo? ¡Como si eso fuera algo cínico! ¿Por qué de repente empiezas a usar palabras extranjeras? Querida, es algo que sucede desde que el mundo es mundo, y la tradición lo justifica. ¿Para qué nos sirve un bombero, si no es para hacerle el amor a la cocinera? —¡No, Vasili! ¡Hablas como si

no me conocieras! Nunca permitiré algo así... en mi propia casa. ¡Debes ir en este instante a la cocina y decirle que se vaya! ¡En este mismo instante! Y mañana le voy a decir a Pelagia que no puede rebajarse de ese modo haciendo esas cosas. Cuando me muera, podrás tolerar toda la inmoralidad que quieras en tu casa, pero hasta entonces, ¡nada de eso! Ahora, ¡anda! —Maldita sea —renegó Gagin, fastidiado—. Usa tu microscópico cerebro de mujer: ¿para qué voy a ir? —¡Vasili! Mira que me

desmayo... Gagin maldijo, se puso las pantuflas, volvió a maldecir y se dirigió a la cocina. Afuera estaba oscuro como el fondo de un barril, y el asistente del procurador tuvo que guiarse por el tacto. A tientas, llegó hasta la puerta de la habitación de los niños y despertó a la niñera. —¡Vasilisa! —llamó—. Anoche te llevaste mi bata para pasarle el cepillo. ¿Dónde está? —Se la di a Pelagia para que ella la cepillara, señor. —¡Qué descuido! Te la llevaste

y no me la devolviste... ¡Ahora tengo que andar por la casa sin la bata! Al llegar a la cocina, se dirigió al rincón donde, en una caja debajo del estante de las cacerolas, dormía la cocinera. —Pelagia —dijo, sacudiéndole el hombro—. ¡Pelagia! ¿Por qué finges? ¡No estás dormida! ¿Quién es el que acaba de entrar por la ventana? —Mmm... Eh... ¡Buenos días! ¿Por la ventana? ¿Y quién podrá ser? —¡Vamos, no sirve de nada que me mientas! Lo mejor que puedes

hacer es decirle a ese bribón que se vaya cuanto antes. ¿Me escuchas? ¡No tiene nada que hacer aquí! —¿Se siente bien, señor, por amor de Dios? ¿Acaso cree que soy tan tonta? ¡Me paso todo el día trabajando, sin un minuto de descanso siquiera, y ahora me viene a hablar así en medio de la noche! Cuatro rublos al mes... además de tener que pagar por mi propio té y mi propia azúcar, ¡y éste es el reconocimiento que recibo por el trabajo que hago! ¡Antes vivía en la casa de un comerciante y nunca me

insultaron de esta manera! —Bueno, bueno, ¡no me vengas ahora con tus quejas! En este momento tu amigo se tiene que ir. ¿Me entiendes? —Debería darle vergüenza, señor —dijo Pelagia, y Gagin podía oír las lágrimas en su voz—. ¡Gente tan elegante y educada, pero sin la menor idea de lo mucho que trabajamos... durante nuestra vida miserable! —Rompió a llorar—. Qué fácil es insultarnos. No tenemos a nadie que nos proteja. —Bueno, está bien... A mí no

me importa. Tu patrona es la que me manda. Puedes dejar entrar al mismo diablo por la ventana, si quieres. ¡A mí me da igual! Lo único que le quedaba al asistente del procurador era aceptar que se había equivocado y volver con su esposa. —Lo que te decía, Pelagia — continuó—, es que tú tienes mi bata y la ibas a cepillar. ¿Dónde está? —Ay, lo lamento, señor. Me olvidé de ponerla en su silla. Está colgada de un gancho cerca del horno.

Gagin fue hasta el horno, tomó la bata y se la puso. Volvió silencioso a su habitación. Cuando su marido salió, María Mijailovna volvió a meterse en la cama y se puso a esperar. Los primeros tres minutos se quedó tranquila, pero luego empezó a preocuparse. «Cuánto tarda», pensó. «No me importa que sea ese hombre... el inmoral ese... ¿pero si es un ladrón?» Y una vez más, le vino a la cabeza la imagen de su marido entrando en la cocina a oscuras... un

golpe con un hacha... muriendo, sin proferir un gemido, en silencio total... un mar de sangre... Pasaron cinco minutos... cinco y medio... por fin, seis... Un sudor frío le corrió por la frente. —¡Vasili! —gritó—. ¡Vasili! —¿Qué tanto gritas? Acá estoy —oyó la voz de su marido y sus pisadas—. ¿Te están asesinando? El asistente del procurador se acercó a la cama y se sentó en el borde. —No había nadie en absoluto —le explicó—. Fue una fantasía

tuya, criatura endemoniada... Puedes dormir tranquila. La tonta de Pelagia es tan virtuosa como su patrona. ¡Qué cobarde eres! ¡Qué...! El asistente del procurador comenzó a burlarse de su mujer. Estaba bien despierto en ese momento y no tenía deseos de volver a dormir. —¡Eres una cobarde! —se rió —. Deberías ir mañana a ver al doctor para que te cure esas alucinaciones. ¡Eres una neurótica! —Qué olor a aceite —lo interrumpió su mujer—. A aceite o

algo así, cebolla, o sopa de repollo... —Sí... Hay un olor... No tengo sueño. Quiero decir, voy a encender una vela. ¿Dónde están los fósforos? Y, de paso, te voy a mostrar la fotografía del procurador del Palacio de Justicia. Nos dio a todos una fotografía con su autógrafo cuando se despidió de nosotros ayer. Gagin frotó un fósforo contra la pared y encendió una vela. Pero antes de que pudiera levantarse para ir a buscar la fotografía, oyó un grito espeluznante a sus espaldas. Se dio vuelta y notó que su mujer lo miraba,

con los ojos muy abiertos, llena de asombro, ira y horror... —¿Te quitaste la bata en la cocina? —preguntó, pálida. —¿Por qué? —Mírate. El asistente del procurador se miró en el espejo y tragó saliva. Sobre los hombros no llevaba la bata, sino el sobretodo del bombero. ¿Cómo podía ser? Mientras trataba de encontrar la respuesta, su esposa comenzó a imaginar una escena muy distinta, espantosa e intolerable: oscuridad, silencio, susurros... y

muchas, muchas cosas más.

KATE CHOPIN El hijo de Désirée

Como era un día agradable, Madame Valmondé decidió ir hasta L’Abri a visitar a Désirée y su pequeño hijo. Pensar en Désirée con un bebé la hacía sonreír. Le parecía mentira que hubiese pasado tanto tiempo desde que Désirée fuera, ella misma,

una criatura; desde que Monsieur, al salir a caballo del portón de Valmondé, la hubiese encontrado dormida bajo la sombra de una gran columna de piedra. La pequeña despertó en los brazos de Monsieur y empezó a gritar, llamando a «Dada». No sabía hacer ni decir nada más. Algunos pensaron que quizá, en forma espontánea, había caminado sola hasta ese lugar, pues ya tenía edad como para dar sus primeros pasos. Otros creían que había sido abandonada por una banda de

tejanos, cuya carreta cubierta de lona, tarde aquel día, había cruzado en la balsa de Coton Maïs, un poco más abajo de la plantación. Con el tiempo, Madame Valmondé dejó de lado todas las especulaciones, excepto que Désirée le había sido enviada por la bondadosa Providencia para que ella la amara, ya que no tenía hijos de su propia sangre. Y la niña creció para convertirse en una joven dulce, bella, cariñosa y sencilla, la predilecta de Valmondé. A nadie sorprendió, pues, que

un día en que Désirée se hallaba recostada contra la columna de piedra —bajo cuya sombra había dormido dieciocho años antes—, Armand Aubigny, paseando a caballo y viéndola allí, se hubiese enamorado de ella. Ésa era la manera como todos los Aubigny se enamoraban, de un certero disparo. Lo increíble era que no se hubiese fijado en ella antes, pues la conocía desde que su padre lo había traído de París, apenas un niño de ocho años, después de la muerte de su madre en aquella ciudad. La pasión que se

despertó en él aquella mañana, cuando la vio en el portón, avanzó igual que una avalancha o un incendio en el bosque, como algo inefable que no se detiene ante ningún obstáculo. Pero Monsieur Valmondé era un hombre práctico y quería que todo fuera debidamente examinado; por ejemplo, el origen desconocido de la muchacha. Armand la miró a los ojos y no le importó. Se le recordó que ella no tenía apellido. ¿Qué podía importar un nombre cuando él podía darle uno de los más antiguos y

rancios de Louisiana? Encargó los regalos de casamiento a París, y esperó impaciente a que llegaran; entonces se llevó a cabo la boda. Hacía cuatro semanas que Madame Valmondé no veía a Désirée y a su hijo. Al llegar a L’Abri, como siempre le sucedía, se estremeció ante la primera impresión. Era un lugar triste, que durante muchos años no había conocido la dulce presencia de una mujer, de una dueña. El viejo Monsieur Aubigny se había casado y había enterrado a su esposa en Francia; y Madame Aubigny había

amado demasiado su tierra como para alejarse de ella. El techo caía en pendiente inclinada, negro como capucha de monje, y bajaba más allá de las amplias galerías que rodeaban la casa de estuco amarillo. A su lado se erguían robles altos y austeros, cuyas largas y frondosas ramas ensombrecían la casa como un paño mortuorio. El joven Aubigny era estricto, además: bajo su mando, los negros llegaron a olvidar la alegría que habían disfrutado en los tiempos plácidos e indulgentes del viejo amo.

La joven madre se recuperaba lentamente y yacía recostada, entre muselinas y encajes, en un canapé. El bebé reposaba a su lado, todavía en sus brazos, donde se había dormido. La nodriza de piel cetrina estaba sentada frente a la ventana, abanicándose. Madame Valmondé inclinó su corpulenta figura sobre Désirée y la besó, mientras la abrazaba con ternura un instante. Enseguida miró al niño. —¡Éste no es el niño! — exclamó en tono sobresaltado. El

francés era el idioma que se hablaba en esos días en Valmondé. —Sabía que te ibas a sorprender —rió Désirée—, por la manera en que ha crecido. ¡El pequeño cochon de lait! Mira sus piernitas, mamá, y sus manos y uñas, uñas de verdad. Zandrine tuvo que cortárselas esta mañana. ¿No es cierto, Zandrine? La mujer inclinó majestuosamente la cabeza cubierta por un turbante: —Mais si, Madame. —Y su manera de llorar —

continuó Désirée— aturde a todos. El otro día, nomás, Armand lo oyó desde la cabaña de La Blanche, que está tan lejos de aquí. Madame Valmondé no le había quitado los ojos de encima al pequeño en ningún momento. Lo alzó en brazos y caminó con él hacia la ventana mejor iluminada. Lo examinó con cuidado y miró inquisitiva a Zandrine, que había desviado la cara para contemplar la campiña. —Sí, el niño ha crecido, ha cambiado —dijo Madame Valmondé, despacio, mientras lo colocaba de

nuevo al lado de su madre—. ¿Qué dice Armand? El rostro de Désirée resplandeció de felicidad. —¡Ah! Armand es el padre más orgulloso del condado, estoy segura. Sobre todo porque es un varón, que llevará su nombre, aunque dice que no..., que hubiera querido igualmente a una niña. Pero sé que no es cierto. Sé que lo dice para complacerme. Y, mamá... —agregó, atrayendo a Madame Valmondé hacia ella y hablando en voz baja—, no ha castigado a ninguno de ellos, a

ninguno de ellos, desde que el bebe nació. Ni siquiera a Negrillon, que fingía haberse quemado la pierna para no trabajar... Armand sólo se rió y dijo que Negrillon era un gran pillo. ¡Ay, mamá, me asusta ser tan feliz! Lo que decía Désirée era verdad. El matrimonio y luego el nacimiento de su hijo habían ablandado la naturaleza arrogante y exigente de Armand en forma notoria. Esto era lo que hacía tan feliz a la dulce Désirée, pues ella lo amaba con pasión. Cuando él arrugaba la

frente, ella temblaba, pero lo seguía amando. Cuando él sonreía, no había para ella mayor bendición del cielo. Pero ningún enojo había desfigurado el semblante moreno y atractivo de Armand desde el día en que se había enamorado de Désirée. Cuando el bebé tuvo alrededor de tres meses, Désirée se despertó una mañana con la sensación de que había algo imperceptible en el ambiente que amenazaba su tranquilidad. Al principio, el sentimiento era demasiado sutil para captar su sentido. Se trataba sólo de

una insinuación inquietante, un aire de misterio entre los negros; apariciones inesperadas de vecinos lejanos que apenas podían justificar sus visitas. Luego, un cambio extraño y terrible en el comportamiento de su marido, que ella no se atrevía a pedir que explicara. Al dirigirse a ella, él desviaba los ojos, despojados del destello amoroso de antaño. Se ausentaba del hogar; y cuando estaba en casa, eludía su presencia y la del bebé, sin ninguna excusa. Y, de pronto, el mismo Satanás parecía poseerlo en su trato con los esclavos.

Désirée se sentía tan desgraciada que deseaba morir. Una tarde calurosa estaba sentada en su habitación, en salto de cama, retorciendo indiferente entre los dedos el largo y sedoso cabello que le caía sobre los hombros. El bebé, semidesnudo, dormía en la cama de caoba de Désirée, un gran lecho semejante a un suntuoso trono, con el dosel revestido en satén. Uno de los pequeños mestizos de La Blanche, también semidesnudo, estaba de pie refrescando despacio al niño con un gran abanico de

plumas de pavo real. Los ojos de Désirée se habían posado con tristeza, distraídamente, en el niño, mientras se esforzaba por penetrar en la niebla amenazadora que sentía cernirse sobre ella. Miró primero a su hijo y luego al niño que estaba de pie a su lado, y de éste a su hijo, una y otra vez. «¡Ah!» No pudo sofocar el grito. Es más, ni siquiera se dio cuenta de que lo había pronunciado en voz alta. La sangre se le heló en las venas y un sudor húmedo le empapó el rostro. Intentó hablarle al pequeño

mestizo, pero ningún sonido salió al principio de sus labios. Al oír su nombre, él miró a su ama, que le señalaba la puerta. Dejó a un lado el abanico, grande y suave, y obedientemente se deslizó, descalzo, por el piso lustroso, de puntillas. Ella permaneció inmóvil, con los ojos clavados en su hijo, mientras su rostro se convertía en la imagen misma del terror. Poco después, su marido entró en el aposento. Se acercó a la mesa y, sin prestarle atención, empezó a buscar entre los varios papeles que

la cubrían. —Armand —lo llamó, en un tono de voz que hubiera desgarrado a un ser humano. Pero él no se dio cuenta—. Armand —repitió. Entonces fue hacia él, tambaleándose —. Armand —dijo, una vez más, con sonidos entrecortados—, mira a nuestro hijo. ¿Qué significa? Dime. Fríamente, pero con suavidad, él desprendió uno a uno los dedos que asían su brazo y le apartó la mano. —¡Dime qué significa! —gritó, desesperada.

—Significa —le respondió, gentilmente— que el niño no es blanco; significa que tú no eres blanca. La comprensión inmediata del sentido de aquella acusación le dio inusitadas fuerzas para defenderse. —Es mentira, no es verdad, ¡soy blanca! Mira mi cabello, es castaño. Mis ojos son grises, Armand. Tú sabes que son grises. Y mi piel es clara —dijo, tomándolo de la muñeca—. Mira mis manos, más blancas que las tuyas, Armand —rió histéricamente.

—Tan blancas como las de La Blanche —replicó con crueldad, y se fue, dejándola sola con el niño. Cuando ella pudo sostener una pluma en sus manos, le escribió una carta desesperada a Madame Valmondé. «Madre, me dicen que no soy blanca. Armand me ha dicho que no soy blanca. Por amor de Dios, diles que no es cierto. Tú sabes, sin duda, que no es cierto. Me moriré. Debo morir. No puedo ser tan infeliz y seguir viviendo.» La respuesta fue breve:

«Mi querida Désirée: regresa a Valmondé, regresa a tu madre que te quiere. Ven con tu hijo.» En cuanto llegó la carta, Désirée la llevó al estudio de su marido y la puso sobre el escritorio delante de él. Ella parecía una estatua de piedra: callada, pálida, inmóvil. En silencio y fríamente, él recorrió con la vista las palabras escritas. No dijo nada. —¿Debo ir, Armand? — preguntó. El suspense en la voz delataba su angustia.

—Sí, vete. —Quieres que me vaya. —Sí, quiero que te vayas. Armand pensaba que Dios había sido injusto y cruel con él; y sentía, de algún modo, que le pagaba al Señor con la misma moneda cuando desgarraba así el corazón de su mujer. Además, ya no la amaba; grande había sido la injuria, por inconsciente que fuera, con la que ella había manchado su casa y su nombre. Ella le dio la espalda como si la hubiesen aturdido de un golpe y

caminó despacio hacia la puerta, con la esperanza de que la volviese a llamar. —Adiós, Armand —gimió. Él no le respondió. Fue su última venganza contra el destino. Désirée salió a buscar a su hijo. Zandrine estaba paseando al niño por la lúgubre galería. Lo tomó de los brazos de la nodriza sin ninguna explicación y descendió los escalones y se alejó bajo las frondosas ramas de los robles siempre verdes. Era una tarde de octubre; el sol

empezaba a hundirse en el horizonte. Afuera, en el campo, los negros recogían algodón. Désirée no se había cambiado el salto de cama, blanco y fino, ni las chinelas que llevaba puestas. Nada cubría sus cabellos, y los rayos de sol arrancaban destellos dorados de sus mechones castaños. No se dirigió hacia el camino ancho y transitado que conducía a la distante plantación de Valmondé. Caminó a través de un campo desierto, donde el rastrojo lastimó sus exquisitos pies, calzados tan delicadamente, e hizo trizas su

camisón vaporoso. Desapareció entre los juncos y los sauces que crecían enmarañados a orillas del profundo e indolente pantano; y nunca más regresó. Semanas después, en L’Abri, tuvo lugar una curiosa escena. En el centro de un patio posterior, barrido con pulcritud, había una gran hoguera. Armand Aubigny se encontraba sentado en el amplio zaguán desde donde dominaba el espectáculo; era él quien repartía, entre una media docena de negros, el material que mantenía vivo el fuego.

Una elegante cuna de madera de sauce, con todos sus primorosos adornos, fue puesta en la pira, que ya había sido alimentada con la suntuosidad de un magnífico ajuar de bebé recién nacido. Había vestidos de seda, y junto a éstos, otros de raso y de terciopelo; encajes, también, y bordados; sombreros y guantes, pues l a c o r b e i l l e había sido de excepcional calidad. Lo último en desaparecer entre las llamas fue un pequeño manojo de cartas; inocentes garabatos diminutos que Désirée le había mandado

durante los días de su vida en común. Quedaba una hoja suelta en la parte de atrás del cajón de donde había tomado el manojo. Pero no era de Désirée. Pertenecía a una vieja carta de su madre dirigida a su padre. La leyó. En ella, su madre le agradecía a Dios por haberla bendecido con el amor de su esposo. «Pero, sobre todo», había escrito, «agradezco noche y día al buen Dios por haber dispuesto de tal manera nuestras vidas, que nuestro querido Armand nunca sabrá que su madre (quien lo adora) pertenece a la

raza que ha sido marcada a fuego con el estigma de la esclavitud».

FRANZ KAFKA El silencio de las sirenas

Está comprobado que métodos insuficientes, e incluso infantiles, sirven para sortear un peligro: Para protegerse de las sirenas, Odiseo se tapó los oídos con cera e hizo que lo encadenaran al mástil mayor de su nave. Excepto los viajeros que ya habían sucumbido a

sus encantos al oírlas a la distancia, muchos hubieran hecho lo mismo, si bien era sabido que ese recurso sería de poca ayuda. El canto de las sirenas lo penetraba todo, y la pasión de los seducidos era tal, que podía destruir mástiles y cadenas. Pero Odiseo, consciente de ese hecho, le dio poca importancia. Confiaba por completo en su manojo de cadenas y en su puñado de cera; así, se enfrentó a las sirenas con inocente alegría. Ahora bien, las sirenas tienen un arma mucho más peligrosa que su canto: su silencio. Aunque sabemos

que jamás ocurrió, es posible que alguien escapara de su canto, pero nunca nadie logró huir de su silencio. No hay en el mundo sentimiento comparable a la pasmosa soberbia de haberlas vencido mediante las propias fuerzas. Por eso las terribles seductoras no cantaron cuando Odiseo pasó por su lado: ya fuera porque sólo con silencio podían vencer a su adversario, o porque al observar la belleza del rostro de Odiseo, que no pensaba en otra cosa que en cadenas y cera, olvidaron la canción.

Sin embargo, Odiseo, para decirlo de algún modo, no percibió el silencio, porque pensó que ellas estaban cantando y que él era el único que no las oía. Por un momento pudo verles las curvas del cuello, el vaho de su profunda respiración, los ojos colmados de lágrimas y las bocas semiabiertas. Para él, todo fue parte de la música que se evaporaba a su alrededor sin ser captada por oído humano. Pero pronto, a pesar de su determinación, mientras miraba a la distancia, las sirenas desaparecieron en el mismo instante

en que llegaban a su lado, y ya no las volvió a ver. Pero las sirenas se alargaban y trenzaban, más hermosas que nunca; desplegaban escalofriantes cabelleras al viento y acariciaban las rocas con sus garras. Ya no querían seducirlo, sólo atrapar el fulgor de los grandes ojos de Odiseo y conservarlo por un segundo. Si las sirenas hubieran tenido conciencia, ese mismo día habrían muerto. Pero siguieron con vida, y Odiseo fue el único hombre que logró escapar de sus encantos.

A esta historia se añade un comentario. Se dice que Odiseo, hombre sabio, era astuto como un zorro, tanto que la diosa del Destino desconocía lo que guardaba en el corazón. Aunque nadie con sentido común pueda comprenderlo, es posible que Odiseo se diera cuenta de que las sirenas permanecieron calladas y representó una farsa para ellas y para los dioses, digamos que a modo de protección.

GIACOMO LEOPARDI Diálogo entre un vendedor de almanaques y un transeúnte VENDEDOR. ¡Almanaques, almanaques, almanaques nuevos! ¡Calendarios nuevos! ¿Un almanaque, señor? TRANSEÚNTE. ¿Son para el año nuevo? VENDEDOR. Sí, señor. TRANSEÚNTE. ¿Crees que

tendremos un año nuevo feliz? VENDEDOR. Sí, caballero, sí, por supuesto. TRANSEÚNTE. ¿Como el año que acaba de pasar? VENDEDOR. Más, más todavía. TRANSEÚNTE. ¿Como el anterior? VENDEDOR. Más todavía, caballero. TRANSEÚNTE. ¿Como cuál, entonces? ¿No te gustaría que el año nuevo fuera como alguno de estos últimos años? VENDEDOR. No, señor, eso no

me gustaría. TRANSEÚNTE. ¿Cuántos años nuevos pasaron desde que empezaste a vender almanaques? VENDEDOR. Van a ser veinte años, caballero. TRANSEÚNTE. ¿A cuál de esos veinte años te gustaría que se pareciera el año que viene? VENDEDOR. ¿Cuál me gustaría a mí? No, no sabría decirle. TRANSEÚNTE. ¿No recuerdas alguno en especial, que te haya parecido feliz? VENDEDOR. La verdad, no,

caballero. TRANSEÚNTE. Pero la vida es bella, ¿no es cierto? VENDEDOR. Eso ya se sabe. TRANSEÚNTE. ¿No volverías a vivir esos veinte años, e incluso todo el tiempo que pasó desde que naciste? VENDEDOR. ¡Ah, estimado señor, ojalá se pudiera! TRANSEÚNTE. Pero ¿si tuvieras que volver a vivir la vida que ya viviste, exactamente igual, con todos sus placeres y dolores? VENDEDOR. No, no, eso no

quisiera. TRANSEÚNTE. ¿Y qué otra vida quisieras volver a vivir? ¿La vida que tengo yo, o la del príncipe, o la de algún otro? ¿No crees que tanto yo como el príncipe o cualquier otro responderíamos igual que tú, con esas mismas palabras, que si tuviéramos que repetir lo ya vivido, no nos gustaría volver al pasado? VENDEDOR. Bueno, sí, eso creo. TRANSEÚNTE. Entonces, ¿no volverías atrás, si la condición es ésta y no otra? VENDEDOR. No, señor, en serio,

no volvería. TRANSEÚNTE. ¿Qué vida quisieras, entonces? VENDEDOR. La vida que Dios me diera, sin otras condiciones. TRANSEÚNTE. ¿Una vida librada al azar, sin saber nada de antemano, como no se sabe nada del año nuevo? VENDEDOR. Sí, así es. TRANSEÚNTE. Lo mismo quisiera yo si pudiera vivir de nuevo, y creo que todos. Esto indica que el azar, en lo que fue del año, trató mal a todo el mundo. Y se ve claramente que cada uno opina que el mal fue

mucho mayor y mucho más grave que el bien que le tocó en suerte. Si la condición para recuperar la vida desde el comienzo incluyera todo lo malo y lo bueno, a nadie le gustaría volver a nacer. La vida bella no es la que se conoce, sino la que no se conoce. No es la vida pasada, sino la futura. Con el año nuevo, el azar nos tratará bien a los dos, y a todos, y comenzará la vida feliz. ¿No es cierto? VENDEDOR. Espero que sí. TRANSEÚNTE. Entonces, muéstrame el almanaque más bonito

que tengas. VENDEDOR. Tome, caballero. Son treinta centavos. TRANSEÚNTE. Aquí los tienes. VENDEDOR. Gracias, caballero, hasta pronto. ¡Almanaques, almanaques nuevos! ¡Calendarios nuevos!

GUY DE MAUPASSANT Pierrot

A Henri Roujon La señora Lefèvre era una dama de pueblo. Era una viuda de esas medio campesinas, de cintas y sombreros aparatosos, que hablan con dureza y adoptan en público aires grandiosos; de esas que

ocultan, bajo aspectos cómicos y expresivos, un alma de pretenciosa estúpida y esconden, bajo guantes de seda, sus inmensas manos rojas. Esta mujer tenía por criada a una campesina buena y simplona, llamada Rose. Las dos vivían en una casita de postigos verdes, junto a un camino en Normandía, en el centro de la región de Caux. Como tenían frente a la casa un pequeño jardín, cultivaban algunas hortalizas. Una noche les robaron alrededor de una docena de cebollas.

Apenas Rose lo notó, corrió a avisar a la señora, que bajó las escaleras en camisón de lana. Se produjo una sensación de desconsuelo y terror. ¡Le habían robado a ella, a la señora Lefèvre! Entonces, si había ladrones en la región, probablemente podrían regresar. Las dos mujeres, espantadas, contemplaban las huellas en el suelo, comentando y suponiendo mil cosas. «Fíjate, pasaron por acá. Apoyaron los pies en el muro, y saltaron al parterre.»

Y ambas se estremecían pensando en lo que podría ocurrir. ¿Cómo dormir tranquilas de aquí en adelante? La noticia del robo se propagó. Los vecinos llegaron, constataron, discutieron por su lado; y las dos mujeres explicaron a cada recién llegado sus ideas y suposiciones. Un granjero que vivía cerca les dio un consejo: «Deben conseguir un perro.» Y era cierto. Debían conseguir un perro, aunque fuera sólo para dar la alarma. ¡Pero no un perro grande,

ah, no! ¿Qué iban a hacer ellas con un perro así? Nada más que en alimentarlo se quedarían sin un centavo. Mejor un perro chico (o como dicen en Normandía, un can), un perrito faldero que supiera ladrar. En cuanto se fueron todos, la señora Lefèvre consideró durante un buen tiempo la idea del perro. Después de reflexionar hizo mil objeciones, aterrorizada por la idea de un tazón lleno de migas, puesto que ella pertenecía a aquella raza parsimoniosa de damas campesinas que siempre llevan centavos en la

cartera y dan la limosna públicamente a los pobres de los caminos y en las colectas de los domingos. Rose, que amaba a los bichos, dio sus razones y las defendió con astucia. Finalmente, decidieron adquirir el perro. Un perro chiquito. Empezaron la búsqueda, pero sólo encontraron perros enormes, tan tragones que daba miedo. El tendero de Rolleville tenía uno, pequeño, pero pedía por él dos francos para cubrir los gastos de la crianza del animal. La señora Lefèvre le dijo que

ella estaba dispuesta a criar a un perro, pero no a comprar uno. Una mañana el panadero, que estaba al tanto de los sucesos, trajo en su carreta un extraño animalito, amarillo, de patas cortas, con cuerpo de cocodrilo, cabeza de zorro y cola enrulada, igual a un penacho, tan grande como el resto del cuerpo. Un cliente quería deshacerse de él. A la señora Lefèvre le pareció encantador el bicho inmundo, ya que no le costaba nada. Rose lo tomó en sus brazos y preguntó cuál era su nombre. El panadero le respondió:

«Pierrot.» Lo instalaron en una vieja caja de jabón, y le pusieron agua para que bebiese. La bebió. Le dieron entonces un pedazo de pan. Lo comió. La señora Lefèvre, intranquila, tuvo una idea: «Cuando se haya acostumbrado a la casa, lo dejaremos libre. Encontrará qué comer en los alrededores.» Lo dejaron en libertad, en efecto, aunque eso no impidió que el animalito se muriera de hambre. Además, no ladraba más que para pedir comida: y en esos casos,

ladraba con ganas. Todo el mundo podía entrar en el jardín. Pierrot festejaba a cada recién llegado y luego permanecía sin hacer ningún ruido. Sin embargo, la señora Lefèvre terminó acostumbrándose al animal. Llegó incluso a tomarle cariño: de vez en cuando le daba, de su propia mano, pedazos de pan remojados en la salsa de su guiso. Pero ella no había ni pensado en la existencia del impuesto sobre los perros, y cuando vinieron a cobrarle los ocho francos —¡ocho francos, señora!— por ese

pedazo inservible de c a n que no sabía siquiera ladrar, la señora casi se desmaya de la impresión. Decidieron de inmediato deshacerse de Pierrot. Nadie lo quiso. No hubo una sola persona en diez leguas a la redonda que lo aceptara. Se resolvió entonces, a falta de otra solución, hacerlo «rascar las paredes». Dejarlo «rascar las paredes» no es otra cosa que hacerlo comer piedra caliza. La gente hace «rascar las paredes» a un perro cuando quiere deshacerse de él.

En medio de un terreno muy grande había una pequeña choza, o, mejor dicho, un miserable techo de caña, colocado a cierta distancia del suelo. Es la entrada a la cantera de piedra caliza. Un enorme pozo de veinte metros de profundidad desciende verticalmente, para abrirse en una serie de largas galerías de minas. Sólo se baja por este camino una vez al año, en la época en que se abonan con piedra caliza las tierras. El resto del tiempo sirve como cementerio a los perros condenados.

Y suele pasar que, al caminar junto al pozo, se perciben desde el fondo ladridos furiosos y desesperados, aullidos lastimeros de súplica sollozante. Los perros de los cazadores y de los pastores huyen con terror al acercarse al fúnebre agujero. Y al inclinarse ante éste, se siente surgir, desde las profundidades, un repugnante olor a podrido. Las escenas más terribles tienen lugar entre aquellas sombras. Cuando un animal, después de diez o doce días en el fondo,

agonizante, se nutre de los inmundos restos de sus predecesores, uno más grande y, sin duda, más vigoroso, es arrojado de repente. Los dos quedan allí, solos, famélicos, con ojos centelleantes. Se miden, se siguen uno al otro, vacilando, ansiosos. Pero el hambre pronto los presiona; comienza el ataque, luchan durante largo rato, encarnizadamente, y el más fuerte termina comiéndose al más débil. Lo devora vivo. Habiéndose decidido que se haría «rascar las paredes» a Pierrot, se inició la búsqueda del verdugo. El

peón que cuidaba los caminos pidió cincuenta centavos por el servicio. Esto le pareció a la señora Lefèvre tremendamente exagerado. El muchacho que trabajaba de aprendiz para el vecino no pedía más que veinticinco centavos. Era mucho, también: y, dando a entender a Rose que más les convenía hacerlo ellas mismas, puesto que así el animal no sería tratado de manera brutal y no se daría cuenta de lo que le esperaba, se acordó que las dos lo harían, al ponerse el sol. Le ofrecieron, esa tarde, un

buen plato de sopa con un pedazo de manteca. Engulló hasta el último bocado. Y como movía la cola de felicidad, Rose tuvo a bien colocarlo encima de su delantal. Las dos cruzaron a grandes pasos el terreno, como un par de delincuentes. Apenas divisaron la cantera y se acercaron a ella, la señora Lefèvre se inclinó para escuchar si alguna bestia gemía. No, no había ningún sonido. Pierrot estaría solo. Entonces Rose, con lágrimas en los ojos, lo abrazó, y luego lo lanzó al hoyo. Ambas se

acercaron y prestaron mucha atención. Lo primero que oyeron fue un ruido sordo; luego, el lamento agudo y desgarrador de un animal herido. Después, una sucesión de chillidos de dolor. Más adelante, llamados desesperados, súplicas de un perro que imploraba, con la cabeza levantada hacia la entrada del pozo. Ladró. ¡Ay, cómo ladró! Se sentían llenas de remordimiento, de miedo, de un temor tonto e inexplicable, y salieron corriendo. Y, como Rose iba más

rápido, la señora Lefèvre gritaba: «¡Espérame, Rose, espérame!» Toda la noche tuvieron terribles pesadillas. La señora Lefèvre soñó que estaba sentada a la mesa y que iba a tomar la sopa, pero, al levantar la tapa de la sopera, veía a Pierrot dentro del plato. Éste saltaba y le mordía la nariz. Se despertó, y creyó oír de nuevo sus ladridos. Prestó atención: no, se había equivocado. Volvió a quedarse dormida, y soñó que vagaba por una ruta

interminable. Conforme avanzaba, a mitad del camino veía una enorme cesta de granjero, abandonada. La cesta le daba miedo. Al final terminaba abriendo la cesta, y Pierrot, que se encontraba agazapado adentro, le mordía la mano y no la soltaba. La señora, sabiendo que no podía liberarse, continuaba su camino con el perro colgado del brazo, con las fauces firmemente cerradas. Cuando amaneció se levantó muy perturbada, y corrió a la cantera. El pobre ladraba, seguía

ladrando: había ladrado toda la noche. La señora rompió en sollozos y comenzó a gritarle palabras cariñosas. El animal respondía a todas las palabras tiernas con voz de perro. En ese momento quiso recuperarlo, y se prometió a sí misma que lo haría feliz hasta su muerte. Fue corriendo a buscar al sujeto encargado de la extracción de la piedra caliza, y le contó su problema. El hombre la escuchó sin decir palabra. Cuando hubo terminado, le

dijo: «¿Quiere usted a su perro? Le va a costar cuatro francos.» La señora tuvo un sobresalto. Todo su dolor desapareció de repente. —¿Cuatro francos? ¡Como si fuera a morir en el intento! ¡Cuatro francos! Él respondió: —¿Cree usted que voy a agarrar mis cuerdas, mis herramientas, armarlo todo, y bajar hasta el fondo con mi ayudante, y además me voy a arriesgar a que me muerda su perro de porquería, por el puro gusto de

traérselo? ¿Para qué lo tiró? La señora se alejó, indignada. «¡Cuatro francos!» En cuanto regresó a la casa, llamó a Rose y le contó lo que le pedía el hombre. Rose, resignada como siempre, repetía: «¡Cuatro francos! Y es bastante dinero, señora.» Luego, añadió: «¿Y si vamos y le arrojamos algo de comer, al pobrecito, para que no se muera?» La señora Lefèvre asintió, feliz. Así que las dos se encaminaron nuevamente, esta vez con un buen

pedazo de pan con manteca. Empezaron a cortar pedazos y los arrojaron uno tras otro, mientras le lanzaban, alternadamente, palabras de aliento. En cuanto se comía un pedazo, Pierrot ladraba pidiendo el siguiente. Volvieron esa noche, y al día siguiente, y así, todos los días. Pero hacían solamente un viaje. Hasta que una mañana, en el momento en que iban a arrojar el primer bocado, escucharon en el fondo del pozo un enorme ladrido. ¡Había dos, no uno! Alguien había

tirado un perro grande. Rose gritó: «¡Pierrot!» Y Pierrot ladró. Empezaron a darle su ración del día, pero con cada pedazo que arrojaban podían oír claramente un alboroto terrible, seguido de los aullidos lastimeros de Pierrot, que había sido mordido por el otro mientras éste, más grande y más fuerte, se comía todo. Las mujeres aclaraban: «Es para ti, Pierrot.» Pierrot, obviamente, se quedaba sin comer. Las dos mujeres, impotentes, se miraron. Y la señora Lefèvre dijo,

con tono áspero: «De ninguna manera voy a alimentar a todos los perros que tiran al pozo. Dejémoslo así.» Y, aterrada con la idea de tener que mantener a todos los perros del mundo, inició el camino de regreso, mientras se comía lo poco que quedaba de la ración de pan. Rose la siguió secándose las lágrimas con una punta de su delantal azul.

EDGAR ALLAN POE Hop-Frog

Nunca conocí a nadie que sintiera tanto entusiasmo por las bromas como el rey. Daba la sensación de que vivía sólo para bromear. Contar una buena anécdota del tipo gracioso, y contarla bien, era la manera más segura de obtener su favor. Así pues, sus siete ministros eran personas

conocidas por sus talentos como bromistas. Todos se parecían al rey: eran hombres de contextura gruesa, corpulentos, aduladores y, también, bromistas sin igual. Nunca pude dilucidar si la gente engorda porque hace bromas o si la gordura predispone a las bromas, pero lo cierto es que un bromista delgado es un rara avis in terris. El rey se preocupaba poco del refinamiento o, como él mismo lo llamaba, del «espíritu» de la agudeza. Admiraba en especial la liberalidad en un chiste, y a menudo

toleraba su extensión por puro placer. Las delicadezas empalagosas lo aburrían. Prefería el Gargantúa de Rabelais al Zadig de Voltaire; y en términos generales, las bromas pesadas eran más de su gusto que las verbales. En la época en que transcurre mi relato, los juglares profesionales todavía no habían pasado de moda en las cortes. Varias de las grandes p o t e n c i a s continentales aún conservaban sus bufones, los cuales vestían trajes de colores, con gorros y cascabeles, y debían estar

preparados siempre —tal como se esperaba de ellos— para el ingenio agudo y espontáneo, a cambio de las migajas que caían de la mesa real. Nuestro rey, naturalmente, conservó a su bufón. La verdad es que necesitaba de algo parecido al disparate o la payasada, aunque sólo fuese para compensar la gran sabiduría de los siete sabios que le servían de ministros, sin mencionar la suya. Su bufón, o juglar profesional, no era solamente un payaso. Su mérito se triplicaba ante los ojos del

rey por el hecho de que también era un enano y un lisiado. En esas épocas, los enanos eran tan comunes en las cortes como los bufones, y más de un monarca habría encontrado insoportables sus días (los días son más largos en las cortes que en otros lados) sin un bufón c o n quien compartir la risa o un enano de quien burlarse. Pero, como ya dije, de cien casos, noventa y nueve de nuestros bufones eran gordos, barrigones y gruesos, de modo que era un gran motivo de satisfacción para el rey el hecho de tener, en Hop-Frog (así se

llamaba el bufón), un triple tesoro en una sola persona. Estoy seguro de que «HopFrog» [Rana Saltarina] n o era el nombre que le dieron sus padrinos en el bautismo, sino el que le fue impuesto de modo unánime por los eclesiásticos, debido a su incapacidad para caminar como los demás hombres. En realidad, HopFrog sólo podía moverse con paso alternado, parecido a un salto y a un espasmo, movimiento que causaba al rey infinita diversión, y por supuesto, consuelo, pues (a pesar de la

prominencia de su estómago y la hinchazón congénita de su cabeza) el rey era considerado por toda la corte como un hombre muy atractivo. Sin embargo, aunque Hop-Frog no podía moverse, excepto con mucho trabajo y dificultad, por los caminos o por el suelo a causa de la deformidad de sus piernas, la prodigiosa fuerza muscular con que la Naturaleza había dotado a sus brazos, a modo de compensación por el defecto de sus miembros inferiores, le permitía realizar hazañas de maravillosa destreza en

árboles, cuerdas o en cualquier otra cosa que sirviera para trepar. Durante tales muestras de acrobacia se parecía más, por cierto, a una ardilla, o a un mono pequeño, que a una rana. No sabría decir con precisión de qué país era oriundo Hop-Frog. Sin embargo, sé que venía de una región bárbara de la que nadie había oído hablar, muy lejos de la corte de nuestro rey. Hop-Frog y una muchacha un poco menos deforme que él (pero de exquisitas proporciones y excelente bailarina)

habían sido sacados por la fuerza de sus respectivos hogares en provincias vecinas y enviados como obsequio al rey por uno de sus generales victoriosos. No es extraño, pues, que bajo semejantes circunstancias hubiera nacido una gran amistad entre los dos pequeños prisioneros. En realidad, pronto llegaron a ser íntimos amigos. Hop-Frog, quien, pese a su entera dedicación al deporte, no era de ningún modo popular, no tenía el poder suficiente como para prestarle grandes servicios a Trippetta; pero

ella, merced a su gracia y a su exquisita belleza (a pesar de ser una enana), era querida y mimada en todas partes; así pues, tenía una gran influencia y nunca dejó de usarla, siempre que le era posible, en beneficio de Hop-Frog. En una ocasión de gran protocolo —no recuerdo cuál—, el rey decidió dar un baile de máscaras, y siempre que se celebraba en la corte un baile de disfraces o algo similar eran requeridos, por supuesto, tanto los talentos de HopFrog como los de Trippetta. Hop-

Frog, en especial, era tan ingenioso para montar espectáculos, sugerir nuevos personajes e inventar disfraces para las mascaradas que nada hubiese podido hacerse, al parecer, sin su ayuda. Finalmente llegó la noche de la fête. Un magnífico salón había sido decorado, bajo la atenta mirada de Trippetta, con toda la clase de elementos que podían darle éclat a un baile de disfraces. La corte entera vivía instantes de gran agitación por las expectativas. Era de suponer que cada uno ya había tomado decisiones

acerca de su disfraz y su personaje. Muchos habían elegido el papel que iban a representar con una semana o incluso un mes de anticipación; y, en verdad, no había ni la más mínima incertidumbre en ninguna parte, excepto en el caso del rey y de sus siete ministros. Por qué dudaban, no podría decirlo, a no ser que se tratara de alguna especie de broma. Lo más probable era que se les hiciera difícil, a causa de su gordura, llegar a alguna conclusión. De todos modos corría el tiempo; y, como último recurso, mandaron buscar a Trippetta

y a Hop-Frog. Cuando los dos pequeños amigos respondieron a la orden del rey lo encontraron bebiendo vino con los siete miembros de su consejo de ministros, pero el monarca parecía estar de muy mal humor. Sabía que a Hop-Frog no le gustaba el vino, porque la bebida excitaba al pobre lisiado casi hasta la locura; y la locura no es un sentimiento agradable. Pero al rey le encantaban las bromas pesadas, y se complacía en obligar a Hop-Frog a beber y (como decía el rey) a «divertirse».

—Ven aquí, Hop-Frog —dijo cuando el bufón y su amiga entraron en la habitación—, bebe esta copa a la salud de tus amigos ausentes — aquí suspiró Hop-Frog—, y luego permite que saquemos provecho de tus inventos. Queremos personajes (personajes, hombre), algo nuevo, extraordinario. Estamos hartos de la eterna monotonía. Vamos, ¡bebe!, el vino avivará tu ingenio. Hop-Frog se empeñó, como de costumbre, en responder con una broma a la invitación del rey, pero el esfuerzo fue demasiado grande.

Sucede que era el cumpleaños del enano, y ante la orden de beber a la salud de sus «amigos ausentes» se le llenaron los ojos de lágrimas. Gruesas gotas amargas cayeron dentro de la copa mientras la recibía, humilde, de la mano del déspota. —¡Ja, ja, ja! —rugió este último, mientras el enano vaciaba la copa de mala gana—. ¡Mira lo que puede hacer un vaso de buen vino! ¡Vaya, ya te brillan los ojos! ¡Pobre muchacho! Sus grandes ojos fulguraban en vez de brillar, pues el efecto del vino en su cerebro

excitable era tan potente como inmediato. Nervioso, puso la copa en la mesa y miró a los asistentes con una expresión casi enloquecida. Todos parecían divertirse en grande con el éxito de la «broma» del rey. —Y ahora, al grano —dijo el primer ministro, un hombre muy gordo. —Sí —dijo el rey—. Vamos, Hop-Frog, danos tu ayuda. Personajes, buen hombre, necesitamos personajes, todos nosotros, ¡ja, ja, ja! —Y como estas palabras pretendían ser, con toda

seriedad, un chiste, su risa fue seguida a coro por los siete ministros. Hop-Frog también rió, pero débilmente y con aire inexpresivo. —Vamos, vamos —dijo el rey, impaciente—, ¿no tienes nada que sugerir? —Estoy tratando de pensar en a l go novedoso —replicó el enano, absorto, pues se sentía muy aturdido por el vino. —¡Tratando! —gritó el tirano, furioso—, ¿qué quieres decir con eso? Ah, ya veo. Estás de mal humor

y quieres más vino. Toma, ¡bebe esto! —Y le llenó otra copa y se la ofreció al lisiado, que sólo atinó a mirarla, mientras se quedaba sin aire. —¡Bebe, te digo! —gritó el monstruo—, o por todos los diablos... El enano dudaba. El rey se puso rojo de furia. Los cortesanos sonreían con afectación. Trippetta, pálida como un cadáver, se acercó al asiento del monarca, y, cayendo de rodillas ante él, le rogó que se compadeciera de su amigo. El déspota la miró por un

instante, perplejo a todas luces ante su audacia. Parecía confundido, sin saber qué decir o qué hacer, ni cómo expresar su indignación de la manera más digna. Por fin, sin pronunciar ni una palabra, la empujó con violencia, alejándola de él, y le lanzó a la cara el contenido de la copa rebosante de vino. La pobre muchacha se levantó como pudo, y sin atreverse siquiera a suspirar, volvió a su lugar al pie de la mesa. Durante unos cuantos segundos hubo un silencio de muerte en el que

hubiera podido oírse hasta la caída de un hoja o el roce de una pluma. De pronto el silencio fue interrumpido por un sonido grave, aunque áspero, prolongado y chirriante, que parecía surgir a la vez de todos los rincones de la habitación. —¿Qué? ¿Qué? ¿Por qué haces ese ruido? —preguntó el rey, dirigiéndose, furioso, al enano. Éste parecía haberse recuperado casi por completo de la embriaguez y mirando fijo, pero con calma, al tirano a los ojos, exclamó

simplemente: —¿Yo? ¿Yo? ¿Cómo pude haber sido yo? —El ruido pareció venir de afuera —observó uno de los cortesanos—. Me imagino que fue el loro de la ventana, afilándose el pico en los barrotes de su jaula. —Cierto —respondió el monarca, como si aquella sugerencia lo tranquilizara—, pero, por mi honor de caballero, hubiera jurado que se trataba del rechinar de los dientes de este vagabundo. Al oír esto, el enano se echó a

reír (como bromista declarado, el rey no podía oponerse a la risa de nadie), y exhibió una hilera de dientes largos, grandes y muy repulsivos. Por lo demás, se mostró absolutamente dispuesto a beber todo el vino que quisieran. El monarca se calmó, y Hop-Frog, después de vaciar otra copa sin que le ocasionara, en apariencia, ningún efecto nocivo, se dedicó de inmediato y con entusiasmo a los planes para el baile de disfraces. —No podría decir cuál fue la asociación de ideas —observó muy

tranquilo y como si nunca hubiese probado una gota de vino—, pero justo después de que Su Majestad empujó a la muchacha y le arrojó el vino a la cara, justo después de que Su Majestad hiciera esto, y mientras el loro emitía esos extraños ruidos detrás de la ventana, recordé una diversión estupenda, una de las travesuras de mi país que solemos representar en nuestros bailes de máscaras, pero que aquí será totalmente nueva. Por desgracia, exige un grupo de ocho personas, y... —¡Aquí estamos! —exclamó el

rey, riéndose de su astucia por haber descubierto la coincidencia—. Somos ocho exactamente, yo y mis siete ministros. Veamos, ¿cuál es la diversión? —La llamamos —respondió el lisiado— los Ocho Orangutanes Encadenados, y es realmente un excelente entretenimiento cuando se juega bien. —No s o t ro s lo haremos — comentó el rey, al tiempo que levantaba y bajaba los párpados. —La belleza del juego — continuó Hop-Frog— consiste en el

terror que causa a las mujeres. —¡Estupendo! —rugieron a coro el monarca y sus ministros. —Yo los vestiré de orangutanes —continuó el enano—. Déjenlo en mis manos. El parecido va a ser tan impresionante que todas las máscaras los van a confundir con bestias verdaderas, y, por supuesto, quedarán tan sorprendidos como aterrorizados. —¡Ah! ¡Qué exquisitez! — exclamó el rey—. Hop-Frog, haré de ti todo un hombre. —Las cadenas tienen el

propósito de aumentar la confusión por medio de sus ruidos discordantes. Se supone que ustedes han escapado, en masse, de los guardianes. Su Majestad no puede imaginarse el efecto que producen en un baile de disfraces ocho orangutanes encadenados (que la mayoría de la concurrencia cree reales), cuando éstos se lanzan gritando salvajemente entre la multitud de hombres y mujeres ataviados con magníficos y delicados ropajes. ¡El c o n t r a s t e es incomparable!

—Seguro que lo es —dijo el rey, y el consejo se puso de pie presuroso (pues se hacía tarde) para poner en ejecución el plan de HopFrog. Su manera de vestir de orangutanes al grupo era muy sencilla, pero bastaba para sus propósitos. En la época de mi relato, los animales de esta especie no habían sido vistos sino muy raras veces en diversas partes del mundo civilizado; y puesto que las imitaciones ideadas por el enano tenían bastante parecido con las

bestias y eran por demás horribles, se creyó, de este modo, que la fidelidad a los originales quedaba asegurada. En primer lugar, el rey y los ministros fueron enfundados en camisas y calzones de punto muy ajustados. Luego, se procedió a bañarlos en brea. Durante esta etapa, uno de los personajes del grupo sugirió agregar unas plumas, pero la propuesta fue rechazada por el enano, quien pronto convenció a los ocho, a través de una demostración ocular, de que unos flecos de hilo

imitaban mejor el pelo de una bestia brutal como el orangután. En consecuencia, se extendió una gruesa capa de hilachas sobre la brea. A continuación, se consiguió una larga cadena. Primero la pasaron alrededor de la cintura del rey y la ataron; después alrededor de otro miembro del grupo y también la ataron, y luego, sucesivamente y del mismo modo, alrededor de todos los demás. Cuando el arreglo con la cadena estuvo terminado, y los miembros del grupo se situaron tan lejos unos de otros como les era

posible, formaron un círculo; y para otorgarle el máximo de naturalidad al asunto, Hop-Frog pasó el resto de la cadena, en dos diámetros, en ángulos rectos, a través del círculo, según la manera adoptada, en esos días, por los cazadores de chimpancés y otros grandes simios en Borneo. El gran salón en el que se iba a realizar el baile de disfraces era un recinto circular, muy elevado, y recibía la luz del sol apenas a través de una sola ventana ubicada en lo alto. Por la noche (tiempo del día para el que se había diseñado

especialmente aquel salón) era iluminado en particular por una gran araña de luces que colgaba de una cadena desde el centro del tragaluz, a la que subían o bajaban por medio de un contrapeso, como era usual, pero (con el fin de no darle un aspecto deslucido) este último pasaba por fuera de la cúpula y por encima del techo. El decorado del salón estuvo a cargo de Trippetta, pero parecía que, en algunos detalles, se había dejado guiar por el criterio más prudente de su amigo el enano. De acuerdo con

sus sugerencias la araña fue retirada en esta ocasión. El goteo de la cera (imposible de evitar en clima tan caluroso) habría sido muy perjudicial para los lujosos vestidos de los invitados, los cuales, debido a lo atestado del salón, no hubieran podido, todos, alejarse del centro, es decir, del lugar ubicado debajo de la araña. Candelabros adicionales fueron colocados en diversas partes de la sala, en sitios aislados; y en la mano derecha de cada una de las cariátides apoyadas contra las paredes, unas cincuenta o sesenta,

flameaba una antorcha de la que emanaba un dulce aroma. Los ocho orangutanes, siguiendo el consejo de Hop-Frog, esperaron pacientemente hasta la medianoche (hora en que las máscaras ya colmaban el salón) antes de hacer su entrada. No obstante, apenas dejó de sonar el reloj, se precipitaron, más bien rodaron, dentro, en montón, pues impedidos por las cadenas, muchos cayeron y todos tropezaron al entrar. La sensación que causaron entre los concurrentes fue prodigiosa y llenó de alegría el corazón del rey.

Como habían anticipado, no pocos de los invitados creyeron que las criaturas de apariencia feroz eran bestias de alguna clase en realidad, aunque no fueran precisamente orangutanes. Varias mujeres se desvanecieron de espanto, y si el rey no hubiese tomado la precaución de prohibir todas las armas en la sala de baile, el grupo bien podría haber expiado con sangre su alegre travesura. Tal como sucedieron las cosas, los invitados se precipitaron a las puertas, pero el rey había dado orden de que las cerraran con llave

inmediatamente después de su entrada; y, por consejo del enano, las llaves habían sido puestas bajo su custodia. Mientras el tumulto estaba en su apogeo y cada máscara atenta sólo a su propia salvación (pues, en realidad, existía verdadero peligro en la presión de la multitud alborotada), hubiese podido verse que la cadena que, por lo general, sostenía la araña de luces, y que había sido levantada cuando se decidió retirarla, bajaba gradualmente, hasta que su extremo

en forma de gancho se detuvo a un metro del suelo. Poco después, el rey y sus siete amigos, luego de tambalearse por todo el salón, se encontraron finalmente en el centro y, por supuesto, en contacto directo con la cadena. Mientras se hallaban ubicados en aquel lugar, el enano, que había seguido sus pasos sin hacer ruido, incitándolos a continuar con el alboroto, agarró la propia cadena en la intersección de las dos partes que cruzaban el círculo diametralmente y en ángulos rectos.

Entonces, con la velocidad del rayo, la insertó en el gancho del que solía colgar la araña y, de inmediato, unas manos invisibles levantaron la cadena tan alto, que puso el gancho fuera del alcance de todos, y, como consecuencia inevitable, arrastró a los orangutanes unos contra otros, hasta juntarlos cara a cara. A estas alturas, las máscaras se habían recuperado en parte de su temor y habían empezando a considerar los sucesos como una humorada muy ingeniosa, así que lanzaron una grandiosa carcajada

ante el apuro de los simios. —¡Yo me encargo de ellos! — exclamó Hop-Frog en ese momento, mientras su voz chillona se hacía oír con facilidad a través del gran estruendo—. ¡Y o me encargo de ellos! Creo que y o los conozco. En cuanto pueda verlos de cerca, yo mi s mo les diré enseguida quiénes son. En ese instante, abriéndose paso con dificultad por encima del gentío, se las arregló para llegar hasta la pared; entonces, después de tomar una de las antorchas de las

cariátides, volvió, como había ido, hasta el centro del recinto, saltó con la agilidad de un mono sobre la cabeza del rey, y desde allí trepó unos cuantos metros por la cadena, inclinando la antorcha para examinar al grupo de orangutanes y repitiendo a gritos: —¡Pronto yo mismo descubriré quiénes son! Y así, mientras toda la concurrencia (incluso los simios) se desternillaba de risa, el bufón lanzó de pronto un silbido agudo, y entonces la cadena se elevó

violentamente unos diez metros, arrastrando tras ella a los angustiados orangutanes que forcejeaban por liberarse, y dejándolos suspendidos en el aire entre el tragaluz y el piso. Hop-Frog, aferrado a la cadena, aún mantenía su relativa posición con respecto a los ocho enmascarados y (fingiendo que nada ocurría) seguía lanzando la antorcha hacia ellos, como si se esforzara por descubrir quiénes eran. Toda la concurrencia quedó tan asombrada ante la repentina ascensión, que se hizo un silencio de

muerte por más de un minuto. De pronto, éste fue interrumpido por un ruido grave, áspero y chirriante, igual al que había llamado la atención del rey y sus consejeros cuando aquél había arrojado el vino a la cara de Trippetta. Pero en esta ocasión no había duda alguna acerca de la procedencia del ruido. Surgía de los dientes en forma de colmillos del enano, quien los hizo rechinar y crujir mientras echaba espuma por la boca, y clavó la mirada, con una expresión de furia enloquecida, en los rostros vueltos hacia él del rey y

sus siete compañeros. —¡Ajá! —dijo por fin el enano enfurecido—. ¡Ajá! ¡Ya empiezo a ver quiénes son estas personas! En aquel momento, con el pretexto de examinar al rey de cerca, sostuvo la antorcha al lado del traje de flecos de hilachas que lo cubría, el cual estalló de inmediato en grandes lenguas de fuego vivo. En menos de treinta segundos, los ocho orangutanes ardían ferozmente en medio de los alaridos de la multitud que los miraba desde abajo, llena de horror, e impotente para prestarles la

más mínima ayuda. Al rato, las llamas, incrementando de manera súbita su virulencia, obligaron al bufón a trepar por la cadena para ponerse fuera de su alcance, y al hacer este movimiento, la multitud volvió a sumirse en el silencio por un instante. El enano aprovechó la ocasión y tomó otra vez la palabra. —Ahora veo con claridad — dijo— qué clase de gente son estos enmascarados. Se trata del gran rey y de sus siete consejeros privados, un rey que no vacila en golpear a una

niña indefensa y sus siete ministros que aplauden su brutalidad. En cuanto a mí, soy simplemente HopFrog, el bufón, y ésta es mi última broma. Gracias al alto grado de combustión tanto de las hilachas como de la brea a la que estaban adheridas, apenas había terminado de pronunciar el enano su breve discurso cuando su venganza quedó plenamente consumada. Los ocho cadáveres se balanceaban en sus cadenas: era una masa indistinta, pestilente, ennegrecida y horrenda.

El lisiado arrojó la antorcha sobre ellos, trepó con calma hasta el cielo raso y desapareció por el tragaluz. Se cree que Trippetta, instalada en el techo del gran salón, había sido cómplice de su amigo en la feroz venganza, y que huyeron juntos hacia el país de ambos, pues nunca más se supo nada de ninguno de los dos.

SAKI Sredni Vashtar

Conradin tenía diez años y el doctor había dado su opinión profesional de que el muchacho no viviría otros cinco. El médico era servil e incompetente, y no servía para nada, pero la señora De Ropp, que servía para todo, confirmaba su opinión. La señora De Ropp era la

prima y tutora de Conradin, y representaba para él esas tres quintas partes del mundo que son necesarias, desagradables y reales; las otras dos quintas partes, en constante antagonismo con las anteriores, se reducían a su persona y a su imaginación. Conradin pensaba que en cualquier momento iba a sucumbir a la presión abrumadora de las cosas pesadas e inevitables, tales como los padecimientos, las restricciones mimosas y la interminable monotonía. Sin la ayuda de su imaginación, desenfrenada bajo el

estímulo de la soledad, se habría dado por vencido mucho tiempo atrás. La señora De Ropp, en sus momentos de mayor sinceridad, nunca se habría confesado a sí misma que detestaba a Conradin, pese a tener la leve sospecha de que el hecho de frustrarlo «por su propio bien» no le disgustaba en absoluto. Conradin la odiaba con sincera honestidad, sentimiento que sabía ocultar a la perfección. Los pocos placeres que podía idear para sí mismo se volvían más gozosos aún

ante la sola posibilidad de que llegaran a desagradar a su tutora; y así ella quedaba fuera del reino de su imaginación, como cosa inmunda, para quien las puertas siempre permanecían cerradas. Encontraba muy poca diversión en el jardín triste y aburrido, rodeado de demasiadas ventanas siempre a punto de abrirse con una orden de no hagas esto o lo otro, o con el aviso de que era hora de tomar las medicinas. Los escasos árboles frutales estaban ubicados recelosamente fuera del alcance de

su mano, como si se tratara de ejemplares únicos en su especie floreciendo en un baldío desolado. Habría sido muy difícil, con seguridad, encontrar a un hortelano dispuesto a ofrecer diez chelines por toda la cosecha anual. Sin embargo, en un rincón perdido, casi oculto detrás de unos arbustos tenebrosos, había un cobertizo de herramientas abandonado de respetables proporciones, y Conradin encontró un refugio entre sus paredes, un recinto que adquiría las apariencias cambiantes de un cuarto de juego y

de una catedral. Lo pobló de una legión de fantasmas familiares, provenientes en parte de evocaciones históricas y en parte de su propia imaginación, pero también lo habitaban dos inquilinos de carne y hueso. En un lado vivía una gallina de triple cresta y de plumaje deslucido, en la que el muchacho prodigaba el afecto que no tenía en quién volcar. Más atrás, en la penumbra, había una conejera grande, dividida en dos compartimentos, uno de los cuales tenía rejas en la parte delantera. Éste

era el hogar de un hurón de gran tamaño que un niño amistoso, aprendiz de carnicero, le había llevado a escondidas, con jaula y todo, hasta su actual ubicación, a cambio de una pequeña cantidad de monedas de plata atesoradas en secreto durante largo tiempo. Conradin tenía mucho miedo de la ágil bestia de afilados colmillos, pero era su más preciada posesión. Su sola presencia en el cobertizo ya era una tremenda felicidad secreta que debía mantenerse escrupulosamente oculta de la Mujer,

como llamaba en privado a su parienta. Y cierto día, sabe Dios cómo, inventó un maravilloso nombre para el animal, y desde ese momento quedó convertido en un dios y en una religión. Una vez por semana, la Mujer asistía a una iglesia cercana, donde satisfacía sus necesidades religiosas, y llevaba a Conradin con ella. Sin embargo, ese servicio era para él un ritual extraño en la Casa de Rimmon. Todos los jueves, en el silencio húmedo y sombrío del cobertizo, celebraba un ceremonial místico muy elaborado

ante la conejera de madera donde vivía Sredni Vashtar, el gran hurón. Ponía ofrendas de flores rojas en primavera y bayas escarlatas en invierno ante su altar, pues era un dios que acentuaba el lado ferozmente intolerante de las cosas, todo lo opuesto a la religión de la mujer, la cual, hasta donde Conradin era capaz de observar, hacía grandes esfuerzos por ir en dirección contraria. En las festividades importantes esparcía nuez moscada en polvo delante de la conejera; un detalle

importante de la ofrenda era que la nuez fuera robada. Estas festividades se presentaban de forma irregular y se llevaban a cabo principalmente para celebrar algún acontecimiento pasajero. Una vez, la señora De Ropp sufrió un agudo dolor de muelas durante tres días. Conradin realizó la ceremonia durante los tres días enteros, y casi llegó a convencerse de que Sredni Vashtar era personalmente responsable del dolor de muelas. Si el padecimiento hubiera durado un día más, la provisión de nuez moscada se le

habría agotado. La gallina de triple cresta nunca era incluida en el culto de Sredni Vashtar. Hacía tiempo que Conradin había decidido que el ave era anabaptista. No pretendía saber qué era un anabaptista, pero tenía la íntima esperanza de que fuera alguien intrépido y poco digno. La señora De Ropp era la base sobre la cual establecía y detestaba cualquier expresión de respetabilidad. Transcurrido cierto tiempo, el interés de Conradin en el cobertizo de herramientas empezó a llamar la

atención de su tutora. —No le hace bien vagar por allí todo el tiempo, llueva o truene — decidió rápidamente, y una mañana, a la hora del desayuno, le comunicó que había vendido la gallina de triple cresta y que se la habían llevado la noche anterior. Observó a Conradin con ojos miopes, a la espera de un estallido de rabia y pena, que había planeado refutar con una serie de excelentes preceptos y razonamientos. Pero Conradin no dijo nada; no había nada que decir. Algo, quizá en la palidez

rígida de su rostro, le produjo un ligero remordimiento a la señora De Ropp, pues esa tarde, a la hora del té, había tostadas en la mesa, una delicadeza que ella usualmente no permitía con el pretexto de que le hacían daño a Conradin; y también porque «daba mucho trabajo» hacerlas, un pecado mortal a los ojos femeninos de la clase media. —Creí que te gustaban las tostadas —exclamó, con tono ofendido, cuando observó que no las tocaba. —A veces —dijo Conradin.

Esa noche en el cobertizo hubo una innovación en la ceremonia del dios de la conejera. Conradin solía recitarle alabanzas, pero esta vez le pidió un favor. —Haz una cosa por mí, Sredni Vashtar. No especificó de qué se trataba. Puesto que Sredni Vashtar era un dios, debía saberlo. Y sofocando un sollozo al ver el rincón vacío, Conradin regresó al mundo que tanto odiaba. Y todas las noches, en la placentera oscuridad de su

dormitorio, y todos los atardeceres, en las sombras del cobertizo de herramientas, se elevaba la amarga letanía de Conradin: —Haz una cosa por mí, Sredni Vashtar. La señora De Ropp notó que las visitas al cobertizo no cesaban, y un día decidió realizar una nueva inspección. —¿Qué guardas en esa conejera cerrada con llave? —preguntó—. Me parece que son conejillos de Indias. Haré que se los lleven. Conradin no dijo nada, pero la

Mujer registró el dormitorio de arriba abajo hasta que encontró la llave cuidadosamente escondida, y se dirigió de inmediato al cobertizo para completar su descubrimiento. Era una tarde fría y Conradin había sido obligado a quedarse dentro de la casa. Desde la ventana de un extremo del comedor era posible divisar apenas la puerta del cobertizo, más allá de los arbustos, y en ese lugar permaneció Conradin. Vio entrar a la Mujer, y se la imaginó abriendo la sagrada conejera y mirando con ojos miopes la gruesa

cama de paja donde se escondía su dios. Tal vez, en su torpe impaciencia, pinchara la paja. Y Conradin susurró con fervor su oración por última vez. Pero supo, mientras rezaba, que ya no creía del todo. Supo que la Mujer saldría dentro de poco con esa sonrisa torcida, que él tanto detestaba, en su rostro, y que en una o dos horas el jardinero se llevaría a su maravilloso dios, ya nunca más una deidad, sino un simple hurón pardo en una conejera. Supo también que la Mujer siempre triunfaría como había

triunfado en ese momento, y que él empeoraría bajo su buen sentido común, inoportuno y dominante, hasta que un día ya nada le importaría, y el doctor habría acertado. Y atravesado por el dolor y la desgracia de su derrota, empezó a cantar en voz alta y provocadora el himno de su ídolo en peligro: Sredni apareció, sus pensamientos eran rojos y sus dientes eran blancos. Sus enemigos pidieron la paz, pero él les trajo la muerte. Sredni Vashtar, el Hermoso.

De pronto dejó de cantar y se acercó al vidrio de la ventana. La puerta del cobertizo se mantenía entreabierta, tal como había quedado, y los minutos pasaban velozmente. Fueron minutos largos, pero aun así pasaban con rapidez. Observó a los tordos corriendo y volando en pequeñas bandadas por el jardín; los contó una y otra vez con el ojo puesto en la puerta entornada. Una criada de expresión agria entró en la habitación a poner la mesa para el té, y Conradin aún permanecía de pie y esperaba y seguía observando. La

esperanza se había introducido poco a poco en su corazón, y una mirada de triunfo empezó a brillar en sus ojos que sólo habían conocido la paciencia melancólica de la derrota. En voz baja, con júbilo sigiloso, empezó a cantar de nuevo el himno de la victoria y la devastación. Y al poco rato, sus ojos fueron recompensados: por la puerta salió una bestia alargada, de corta estatura, marrón amarillenta, con los ojos cegados por la luz menguante, y manchas oscuras y húmedas en la piel del hocico y la garganta.

Conradin cayó de rodillas. El gran hurón se dirigió hacia un pequeño arroyo que corría por el extremo del jardín, bebió agua un instante, y luego cruzó por un tablón que servía de puente, para perderse de vista finalmente entre los arbustos. Tal fue el camino de Sredni Vashtar. —El té está servido —dijo la criada de expresión agria—. ¿Dónde está la señora? —Fue al cobertizo hace un rato —respondió Conradin. Mientras la muchacha salía en busca de la señora, Conradin pescó

un tostador del cajón de la despensa y se puso a tostar una rebanada de pan. Mientras lo tostaba y lo untaba con mucha manteca, y lo comía con lánguido placer, oía los silencios y los ruidos que se sucedían en súbitos espasmos al otro lado de la puerta del comedor; el grito necio de la criada, la respuesta coral de las sorprendidas exclamaciones provenientes de la cocina, los pasos escurridizos y los apurados grupos enviados por ayuda al exterior y luego, tras un momento de calma, los sollozos temerosos y el andar lento

de los que cargaban un pesado bulto dentro de la casa. —¿Quién le dará la noticia al pobre niño? ¡Yo no podría hacerlo por nada del mundo! —exclamó una voz chillona. Y mientras discutían el asunto entre ellos, Conradin se preparó otra tostada.

ROBERT LOUIS STEVENSON La piedra de la verdad

El soberano era un hombre respetado en todo el mundo; su sonrisa apacible mostraba que vivía, efectivamente, a cuerpo de rey; pero en su interior su alma era pequeña y mezquina como una arvejita. Tenía dos hijos: el menor era de su agrado,

pero temía al mayor. Una mañana sonaron los tambores en el castillo, y el rey partió con sus hijos a caballo, seguido por una importante escolta. Marcharon por dos horas hasta llegar al pie de una montaña oscura, muy escarpada y casi sin vegetación. —¿Hacia dónde vamos? — preguntó el hijo mayor. —Atravesaremos esa montaña —dijo el rey, y sonrió para sí. —Mi padre sabe lo que hace — replicó el hijo menor. Cabalgaron dos horas más, hasta llegar a orillas de un río negro

que era increíblemente profundo. —¿Adónde vamos? —preguntó el mayor. —Cruzaremos el río negro — dijo el rey, y ocultó una sonrisa. —Mi padre sabe lo que hace — dijo el menor. Luego de cabalgar todo el día, con las últimas luces del atardecer, llegaron al borde de un lago, donde se alzaba un castillo. —Ése es nuestro destino —dijo el rey—, es la morada de un rey que también es sacerdote; en esa casa aprenderán cosas muy importantes.

El señor de la casa —que era rey y también sacerdote— los aguardaba en la entrada. Era un hombre de aspecto solemne. A su lado estaba su hija: tenía la belleza del amanecer, la sonrisa suave y los párpados entornados con recato. —Éstos son mis dos hijos — dijo el primer rey. —Y ésta es mi hija —dijo el rey que era también sacerdote. —Es una doncella muy hermosa y delicada —continuó el primer rey —, y me agrada la manera como sonríe...

—Tus hijos son gallardos — respondió el segundo rey—, y me gusta su seriedad. Los dos reyes se miraron y se dijeron: «Puede que esto resulte bien.» Entretanto, ambos jóvenes contemplaban a la doncella. Uno de ellos palideció y el otro se ruborizó, mientras ella miraba hacia abajo y sonreía. —Ésta es la doncella con la que me voy a casar —dijo el hermano mayor—, pues creo que me ha sonreído.

Pero el menor tomó al padre del brazo. —Padre —dijo—, permíteme decirte una palabra al oído: si cuento con tu apoyo y aprobación, ¿no podría ser yo quien se casara con la doncella, puesto que me parece que es a mí a quien sonríe? —Y yo te digo —contestó el rey, su padre—: la paciencia asegura una buena cacería, y guardar silencio es signo de prudencia. Entraron en el castillo y fueron agasajados con un festín. La casa era hermosa e imponente y los jóvenes

quedaron maravillados. El rey que era sacerdote estaba sentado en la cabecera de la mesa y permanecía en silencio, así que los jóvenes mantuvieron una actitud reverente. La doncella les servía con su discreta sonrisa, de modo que el corazón de los jóvenes se colmaba de amor. Cuando el mayor se levantó al amanecer, encontró a la doncella hilando, puesto que la joven era hábil y diligente. —Doncella —le dijo—, quiero casarme contigo. —Debes hablar con mi padre

—respondió, mientras miraba hacia abajo sonriendo, y lucía como una rosa. «Su corazón me pertenece», se dijo el hijo mayor y, cantando, se encaminó hacia el lago. Poco después llegó el hijo menor. —Doncella —le dijo—, si nuestros padres lo aprueban, mucho desearía casarme contigo. —Puedes hablar con mi padre —respondió ella. Miró hacia abajo, sonrió y floreció como una rosa. «Es una joven respetuosa de su

padre», se dijo el menor. «Será una esposa obediente.» Y entonces pensó: «¿Qué debo hacer?» Recordó que el rey, su padre, era sacerdote, así que se dirigió hacia el templo y sacrificó una comadreja y una liebre. Rápidamente se propagaron las noticias; los dos jóvenes y el primer rey fueron convocados ante el rey que también era sacerdote, quien los aguardaba sentado en su trono. —Poco me importan bienes y posesiones —dijo el rey que también era sacerdote—, y poco el poder.

Pues nuestra vida transcurre entre las sombras de las cosas y el corazón está hastiado del viento. Pero hay una cosa que amo, y ésa es la verdad. Y sólo por una cosa entregaré a mi hija, y ésa es la piedra de la verdad. Porque al reflejarse en esa piedra, las apariencias se esfuman y se ve la esencia del ser, y todo lo demás carece de valor. Por lo tanto, jóvenes, si desean desposar a mi hija, vayan en busca de esa piedra y tráiganmela porque ése es el precio por ella. —Padre, permíteme decirte una

palabra al oído —dijo el menor a su padre—. Creo que podríamos arreglarnos muy bien sin esa piedra. —Y yo te digo —respondió el padre—: comparto tu idea, pero guardar silencio es lo más prudente. —Y le sonrió al rey que también era sacerdote. Pero el hijo mayor se dispuso a partir y se dirigió al rey que era sacerdote con el nombre de «padre»: —Ya sea que despose o no a tu hija, me permitiré llamarte con ese nombre por amor a tu sabiduría, y de inmediato saldré a recorrer el mundo

en busca de esa piedra. Se despidió y se lanzó a cabalgar por los cuatro vientos. —Creo que yo haré lo mismo, padre, si tengo tu permiso, pues esa doncella está en mi corazón. —Tú vendrás a casa conmigo —respondió el padre. De modo que cabalgaron de regreso a su hogar; al llegar al castillo, el rey guió a su hijo hacia la estancia donde guardaba sus tesoros. —He aquí —dijo el rey— la piedra que muestra la verdad, pues no hay otra verdad que la simple

verdad, y si te miras en ella, te verás tal como eres. El hijo menor se miró en ella, y vio su rostro como el de un joven imberbe, y se sintió muy complacido, ya que la piedra era también un espejo. —No se trata de algo tan especial que merezca un gran esfuerzo —dijo—, pero si me permite desposar a la doncella, bienvenido sea. ¡Qué tonto es mi hermano! ¡Sale a recorrer el mundo buscando algo que está en su propia casa!

Y así fue que cabalgaron de regreso hacia el castillo y le mostraron el espejo al rey que era sacerdote. Cuando se hubo mirado en el espejo y se vio a sí mismo como rey y a su castillo y a su trono tal como eran, comenzó a bendecir a Dios a viva voz, y dijo: —Ahora sé que no hay otra verdad más que la simple verdad, que soy en realidad un rey, aunque mi corazón me llenaba de dudas. Y mandó destruir su templo y construir uno nuevo, y el hijo menor

del primer rey se casó con la doncella. Mientras tanto, el hijo mayor recorría el mundo en busca de la piedra de la verdad; cada vez que llegaba a un paraje habitado, preguntaba a los lugareños si habían oído hablar de aquella piedra. Y en todas partes le respondían: —No sólo hemos oído hablar de ella, sino que somos los únicos, entre todos los hombres, que la poseemos, y desde siempre cuelga a un lado de nuestra chimenea. Entonces el hijo mayor sentía

gran alegría y rogaba que le permitieran verla. Algunas veces se trataba de un trozo de espejo, que reflejaba las cosas tal como se veían, y el joven decía: —No puede ser ésta, porque tiene que haber algo más que la apariencia. Otras veces se trataba de un trozo de carbón, que nada reflejaba, y él decía: —Es imposible que sea ésta, pues ni siquiera muestra las apariencias. En más de una ocasión encontró

una piedra de toque real, de bellos matices, lustrosa y resplandeciente; en tal caso, rogaba que se la dieran, y la gente así lo hacía, pues todos los hombres eran generosos de aquel obsequio, hasta que, por fin, su saco estuvo tan lleno de tales piedras que chocaban y resonaban entre sí mientras cabalgaba. Cada tanto se detenía a la vera del sendero, sacaba las piedras y las ponía a prueba hasta que la cabeza le giraba como aspas de molino. —¡Maldito sea este asunto! — exclamó el hijo mayor—. ¡No

percibo su fin! He aquí la piedra roja, allá la azul y la verde, todas me parecen excelentes, y sin embargo, una empalidece a la otra. ¡Maldito sea el trato! Si no fuera por el rey que es un sacerdote, y al que he llamado padre, y si no fuera por la hermosa doncella del castillo, que endulza mis labios y colma mi corazón, arrojaría todas las piedras al agua salada, y regresaría a mi hogar para ser un rey como cualquier otro. Pero él era como el cazador que ha visto un ciervo en las montañas, y

aunque caiga la noche y se encienda el fuego y las luces brillen en su hogar, no puede arrancar de su corazón las ansias de poseer aquel ciervo... Y bien, después de muchos años, el hijo mayor llegó a la orilla del mar; la noche era oscura y el lugar desolado. Se sentía el clamor de las olas. Por fin divisó una casa y a un hombre sentado a la luz de una vela, pues no tenía fuego. El hijo mayor se acercó a él y el hombre le ofreció agua para beber, pues no tenía pan; y movió la cabeza cuando

le habló, pues carecía de palabras. —¿Tienes tú la piedra de la verdad? —preguntó el hijo mayor, y cuando el hombre asintió con la cabeza, exclamó—: ¡Debí haberlo imaginado! ¡Tengo conmigo un saco lleno de piedras! —Y rió, aunque su corazón estaba exhausto. El hombre rió también, y con el aliento de su risa apagó la vela. —Duerme —le dijo el hombre —, porque creo que has llegado muy lejos, tu búsqueda ha concluido y mi vela ya no tiene luz. Entonces, por la mañana, el

hombre puso un simple guijarro entre sus manos. Carecía de belleza y de matices. El hijo mayor lo miró con desprecio, meneó la cabeza y se fue, porque aquello le parecía muy poca cosa. Cabalgó durante todo el día, tranquilo de mente, y aliviado su deseo de cazar. —¿Y si este pequeño guijarro fuera la piedra de la verdad, después de todo? —murmuró para sí; se apeó del caballo y vació su saco a un lado del sendero. Unas junto a otras, todas las

piedras parecían desprovistas de matices y de fuego, y empalidecían como las estrellas del amanecer, pero a la luz del guijarro mantuvieron su belleza, aunque el guijarro era, entre todas, la más brillante. El hijo mayor se golpeó la frente: —¿Y si ésta fuera la verdad? — exclamó—. ¿Que todas ellas encierran un poco de verdad? Tomó el guijarro y dirigió la luz hacia el cielo y el cielo abismó su alma; dirigió la luz hacia los cerros,

y las montañas eran frías y escarpadas, pero la vida corría por sus laderas de modo que su propia vida renació; dirigió la luz hacia el polvo, y lo contempló con alegría y temor; dirigió la luz hacia sí mismo, y cayó de rodillas y elevó una oración. —Gracias a Dios —susurró el hijo mayor—, he encontrado la piedra de la verdad, y ahora puedo regresar al castillo del rey y de la doncella que endulza mis labios y colma mi corazón. Pero cuando llegó al palacio

vio a unos niños jugando delante de la puerta donde el rey lo había recibido en los viejos tiempos, y se desvaneció su placer, pues dentro de su corazón pensó: «Mis propios hijos deberían estar jugando aquí.» Cuando entró en el castillo su hermano estaba sentado en el trono y la doncella a su lado. Sintió ira, pues dentro de su corazón pensó: «Yo debería estar sentado en ese trono, con la doncella a mi lado.» —¿Quién eres tú? —dijo su hermano—. ¿A qué has venido a mi castillo?

—Soy tu hermano mayor —le respondió— y he venido a tomar por esposa a la doncella, pues he traído conmigo la piedra de la verdad. El hermano menor rió a carcajadas. —¿Cómo dices? Yo encontré la piedra de la verdad hace años y me casé con la doncella y los niños que viste jugando son nuestros hijos. Ante estas palabras, el rostro del hermano mayor adquirió el tono gris del alba: —Ruego que hayas obrado con justicia, porque percibo que he

malgastado mi vida. —¿Con justicia? —dijo el hermano menor—. No es digno de ti, que eres un prófugo y un vagabundo, dudar de mi justicia o de la del rey, mi padre, pues ambos somos sedentarios y conocidos en toda la comarca. —No —dijo el hermano mayor —, posees todo lo demás, pero ten paciencia también, y permíteme decirte que el mundo está lleno de piedras de la verdad, y no es fácil saber cuál es la auténtica. —No me avergüenzo de la mía

—dijo el hermano más joven—. Aquí la tienes, mírate en ella. Entonces el hermano mayor se miró en el espejo y se asombró de pena, porque ya era un anciano de cabellos blancos. Se sentó en la sala y lloró. —Ah —dijo el hermano más joven—. Fuiste un tonto; recorriste el mundo buscando lo que se encontraba en el tesoro de nuestro padre, y regresaste como un pobre viejo infeliz al que ladran los perros, sin mujer y sin hijos. Y yo, que cumplí con mi deber y fui cauto,

estoy aquí, sentado en mi trono, coronado de virtudes y placeres, y feliz a la luz de mi hogar. —Creo que tu lengua es cruel —dijo el hermano mayor, y sacó del bolsillo su simple guijarro y dirigió su luz sobre su hermano. ¡Ah!, el hombre mentía, su alma se había encogido hasta el tamaño de una arvejita, y su corazón era una bolsa llena de pequeños temores parecidos a escorpiones, y el amor había muerto en su pecho. Entonces el hermano mayor lanzó un grito, y dirigió la luz hacia la doncella. ¡Oh!

No era sino una máscara de mujer, y estaba muerta en su interior, y sonreía como hace tictac el reloj, sin saber siquiera por qué. —¡Qué vamos a hacer! —dijo el hermano mayor—. Veo que existe tanto lo bueno como lo malo. Espero que les vaya bien en el palacio. Yo iré por el mundo con mi guijarro en el bolsillo.

MARK TWAIN El disco de la muerte[1]

I Eran los tiempos de Oliver Cromwell. El coronel Mayfair era el oficial más joven de su rango en los ejércitos de la Commonwealth; sólo tenía treinta años. No obstante, a pesar de su juventud, ya era un

veterano curtido por los rigores de la guerra, pues había empezado su vida militar a los diecisiete años. Participó en muchos combates, y su coraje en el campo de batalla le valió, poco a poco, su alto cargo en el servicio y la admiración de los hombres. Pero ahora se veía en serias dificultades; una sombra se cernía sobre su futuro. Caía la noche invernal, y afuera azotaba la tormenta y la oscuridad. Adentro, reinaba el silencio melancólico, pues el coronel y su joven esposa hablaron de su dolor

hasta el cansancio, leyeron la Biblia y rezaron la oración de la noche, y ya no podían hacer otra cosa que quedarse sentados, tomados de la mano, mirando el fuego, y pensar... y esperar. No tendrían que esperar mucho tiempo, lo sabían, y la esposa se estremeció al pensarlo. Tenían una sola hija, Abby, de siete años, adorada por ambos. La niña no tardaría en bajar a darles el beso de las buenas noches, y el coronel decidió hablar en ese momento: —Sécate las lágrimas y

aparentemos alegría, por su bien. Tenemos que olvidar por ahora lo que va a ocurrir —dijo. —Lo haré. Los guardaré en mi corazón, que se está destrozando. —Y aceptaremos lo que nos ha de venir, y lo soportaremos con paciencia, sabiendo que Él todo lo hace con rectitud y bondad. —Y diciendo: hágase Su voluntad. Sí, puedo decirlo desde el fondo de mi alma y mi mente... y también lo diría desde el fondo de mi corazón, si pudiera. ¡Ah, si pudiera! Si esta querida mano que oprimo y

beso por última vez... —¡Calla, mi amor! ¡Ya viene la niña! Una pequeña figura de cabellos rizados, en camisón, se apareció por la puerta y corrió hacia su padre, que la abrazó y la besó con fervor una, dos y tres veces. —¡Papi! No me beses así, que me enredas el cabello. —Ah, lo siento, lo siento mucho. ¿Me perdonas, querida? —Pero por supuesto, papi. Pero ¿de verdad lo sientes? ¿No estás fingiendo, y realmente lo sientes?

—Bueno, juzga por ti misma, Abby —y el coronel se cubrió la cara con las manos y simuló sollozar. La niña se llenó de remordimientos al ver el hecho trágico que había causado, y empezó a llorar, a tirar de las manos de su padre y a decir: —¡Ay, no, papi, por favor no llores! Abby no lo dijo en serio; Abby nunca lo volverá a hacer. Por favor, papi. —Mientras tiraba y se esforzaba por separar los dedos, vio fugazmente un ojo detrás de la mano, y exclamó—: Ah, papi travieso, ¡no

estás llorando! ¡Es una broma! Y ahora Abby se va con su mamá, porque tú no tratas bien a Abby. La niña intentó bajarse, pero su papá la abrazó con fuerza y le dijo: —No, quédate conmigo, querida. Papi se portó mal y lo admite, y lo siente mucho. Ahí está, déjalo que te bese las lágrimas; le pide perdón a Abby, y hará todo lo que Abby le diga que debe hacer, como castigo. Ya los besos secaron las lágrimas y ni uno de los rizos se despeinó..., y lo que Abby mande... Y se reconciliaron; en un

instante volvió la alegría y se le iluminó la cara a la niña, que empezó a acariciar las mejillas de su papá, mientras nombraba el castigo: —¡Un cuento! ¡Un cuento! ¡Atención! Los padres contuvieron el aliento y escucharon. ¡Pasos, apenas perceptibles entre las ráfagas de viento! Se acercaban poco a poco — más fuertes, más fuertes—, y luego pasaron de largo y desaparecieron. Los padres respiraron aliviados, y el papá dijo: —¿Quieres un cuento, dijiste?

¿Alegre? —No, papi, uno de miedo. El padre quería contar un cuento alegre, pero la niña insistía en sus derechos... Tal como acordaron, podía obtener lo que ordenara. El coronel era un buen soldado puritano y había dado su palabra. Se dio cuenta de que tenía que respetarla. —Papi —explicó la niña—, no tienes que contarme cuentos alegres todo el tiempo. La niñera dice que la gente no siempre vive momentos felices. ¿Es cierto, papi? Ella dice eso.

La mamá dio un suspiro, y volvió a pensar en sus problemas. —Es cierto, querida — respondió el padre, con suavidad—. Siempre llegan las preocupaciones. Es una lástima, pero es verdad. —Ah, entonces cuéntame algún cuento sobre ellas, papi..., uno de miedo, así todos temblamos y hacemos como que nos pasa a nosotros. Mami, acércate y toma a Abby de la mano, de modo que si es demasiado terrible, va a ser más fácil que lo soportemos todos juntos, sabes. Ya puedes empezar, papi.

—Bueno, había una vez tres coroneles... —¡Ah, qué bien! Yo conozco coroneles. Es fácil, porque tú eres uno y sé cómo se visten. Sigue, papi. —Y durante una batalla cometieron una falta de disciplina. Las palabras importantes le resultaron agradables a Abby, y levantó la vista, llena de asombro y de interés: —¿Eso se come? ¿Es rico, papi? —preguntó. Los padres esbozaron una sonrisa, el coronel contestó:

—No, es otra cosa, querida. Se extralimitaron en el cumplimiento de sus órdenes. —¿Y eso se...? —No, tampoco se come, igual que lo otro. Se les ordenó simular un ataque a un puesto muy defendido durante una batalla ya casi perdida, con el fin de dispersar al enemigo para que las fuerzas de la Commonwealth tuvieran la posibilidad de retroceder; pero, llevados por el entusiasmo, pasaron por alto las órdenes y convirtieron la simulación en un hecho real.

Tomaron el puesto por asalto, salieron victoriosos y ganaron la batalla. El general se puso furioso por su desobediencia. Los elogió mucho, pero los mandó a Londres para que los sometieran a juicio. —¿Ése es el gran general Cromwell, papi? —Sí. —¡Ah, yo lo he visto, papi! Y cuando pasa delante de nuestra casa, tan magnífico en su caballo grande, con los soldados, parece tan..., tan..., bueno, no sé cómo, sólo que parece que no está contento, y se nota que la

gente le tiene miedo. Pero yo no le tengo miedo, porque a mí no me mira así. —Ah, mi querida charlatana. Bueno, los coroneles fueron a Londres como prisioneros y, bajo su palabra de honor, les permitieron ir a ver a sus familias por última... ¡Atención! Se quedaron escuchando en silencio. De nuevo pasos, pero una vez más siguieron de largo. La mamá recostó la cabeza sobre el hombro de su marido para ocultar su palidez. —Llegaron esta mañana.

La niña abrió los ojos, llenos de asombro. —Pero, papi, ¿es un cuento verdadero? —Sí, querida. —¡Qué bueno! Así está mucho mejor. Sigue, papi. Pero ¡mami! Querida mami, ¿estás llorando? —No me hagas caso, preciosa. Estaba pensando en..., en... las pobres familias. —Pero no llores, mami; todo va a salir bien..., vas a ver; los cuentos siempre terminan bien. Sigue, papi, hasta la parte en que vivieron felices

y comieron perdices; así ya no va a llorar. Ya vas a ver, mami. Sigue, papi. —Antes de dejar que volvieran a su casa, los llevaron a la Torre. — ¡A h, yo conozco la torre! Desde aquí podemos verla. Sigue, papi. —Sigo lo mejor que puedo... bajo las circunstancias. En la Torre la corte militar los juzgó durante una hora, los declaró culpables y los condenó a ser fusilados. —¿A morir, papi? —Sí.

—¡Ay, qué malos! —Querida mami, estás llorando otra vez. No lo hagas, mami; pronto va a llegar a la parte buena..., vas a ver. Apúrate, papi. Hazlo por mami. Tienes que contarlo más rápido. —Sí, lo sé, pero es porque me detengo mucho a reflexionar, supongo. —Pero no debes hacerlo, papi. Tienes que seguir adelante. —Muy bien, pues. Los tres coroneles... —¿Los conoces, papi? —Sí, mi amor.

—Ay, a mí me gustaría conocerlos. Me encantan los coroneles. ¿Crees que me dejarían que les diera un beso? Al coronel le tembló un poco la voz cuando le respondió: —Uno de ellos, sí, preciosa. A ver..., dame un beso por él. —Toma, papi..., y estos dos son para los otros. Creo que sí me dejarían que los besara, papi, porque les diría: «Mi papá también es un coronel, y muy valiente, y él hubiera hecho lo mismo que ustedes, así que no puede ser tan malo, digan lo que

digan esas personas, y no tienen que avergonzarse de nada.» Entonces me dejarían besarlos, ¿no es cierto, papi? —¡Dios sabe que sí, hija mía! —Mami..., ay, mami, no debes llorar. Ya va a llegar a la parte feliz. Sigue, papi. —Entonces, algunos se arrepintieron... en realidad, todos. Me refiero a la corte militar. Y fueron a ver al general, y le dijeron que habían cumplido con su deber — por que era su deber, sabes—, y ahora le rogaban que perdonara a dos

de los coroneles y que sólo fusilaran al otro. Les parecía que uno sería suficiente como ejemplo para el ejército. Pero el general era muy severo y les reprochó que, habiendo llevado a cabo su deber y aliviado su conciencia, quisieran inducirlo a ser menos y mancillar de ese modo su honor de soldado. Pero le respondieron que no le estaban pidiendo nada que ellos mismos no harían si ocuparan tan alto cargo y tuvieran en sus manos la prerrogativa del perdón. Eso lo impresionó. Hizo una pausa y se quedó pensando,

mientras desaparecía la severidad de su rostro. Entonces les pidió que esperaran y se retiró a su gabinete a pedirle consejo a Dios por medio de la oración. Y cuando volvió a salir, les comunicó: «Harán un sorteo. Lo decidirán ellos, y dos conservarán la vida.» —¿Y lo hicieron, papi, lo hicieron? ¿Y cuál va a morir? Ay, pobre hombre. —No. Se negaron. —¿No lo hicieron, papi? —No. —¿Por qué?

—Dijeron que el que sacara el grano fatal se condenaría a sí mismo a morir a través de un acto voluntario, y eso no sería otra cosa que suicidio, lo llames como lo llames. Afirmaron que eran cristianos y que la Biblia les prohibía a los hombres que se quitaran la vida. Enviaron esa respuesta y dijeron que estaban listos... y que ejecutaran simplemente la sentencia de la corte. —¿Eso qué quiere decir, papi? —Que..., que los van a fusilar. ¡Atención!

¿El viento? No. Tram... tram... r-r-r-amble, damdam... r-r-r-amble, damdam... —¡Abran! ¡En nombre del general! —Ay, qué bueno, papi. ¡Son los soldados! ¡Me gustan los soldados! ¡Déjame abrirles, papi, déjame a mí! Pegó un salto, corrió hacia la puerta y la abrió, gritando contenta: —¡Pasen, pasen! Aquí están, papi. ¡Granaderos! ¡Conozco a los Granaderos! Entraron los soldados y se pusieron en fila con las armas al

hombro. El oficial saludó, mientras el coronel condenado se mantenía derecho y devolvía el saludo. Su esposa estaba a su lado, pálida y con las facciones contraídas por el sufrimiento interno, pero sin dar ninguna otra muestra de dolor, en tanto la niña observaba el espectáculo con ojos chispeantes... Un largo abrazo, del padre, la madre y la niña. Luego la orden: «A la Torre... ¡Marchen!» Entonces el coronel salió de la casa marchando con paso y porte militar, seguido de la fila de soldados. Entonces, se

cerró la puerta. —Ay, mami. ¿No es cierto que resultó lindo? Te lo dije, y se van a la Torre, y papi los va a ver. Él... —Ah, ven a mis brazos, pobre niña inocente... II A la mañana siguiente, la afligida madre no pudo dejar la cama. Los médicos y las enfermeras estaban a su lado y de vez en cuando susurraban entre ellos. A Abby no le

permitían entrar en la habitación y le dijeron que saliera a jugar, que mamá estaba muy enferma. La niña, bien abrigada, salió y jugó en la calle un rato, pero entonces le pareció raro, y también mal, que su papá estuviera en la Torre sin saber lo que estaba ocurriendo en su casa. Había que remediar esa situación, y ella lo haría en persona. Una hora después, la corte militar recibió órdenes de presentarse ante el general. Éste se encontraba de pie, ceñudo y en posición rígida, con los nudillos

apoyados sobre la mesa, y les indicó que estaba listo para escuchar el informe. —Les hemos pedido que vuelvan a considerar su decisión — dijo el portavoz—, se lo hemos implorado. No obstante, insisten. No van a hacer el sorteo. Están dispuestos a morir, pero no a profanar su religión. La cara del regente se ensombreció, pero no dijo nada. Se quedó pensando un rato y luego expuso: —No morirán los tres. Otros

harán el sorteo —los rostros de los miembros de la corte brillaron de gratitud—. Vayan a buscarlos y ubíquenlos en esa habitación. Que se coloquen uno junto al otro, con la cara vuelta hacia la pared y las muñecas cruzadas a la espalda. Avísenme en cuanto estén allí. Cuando se quedó solo, se sentó y de inmediato le dio una orden a un asistente: —Vaya y tráigame al primer niño que pase por la puerta. El soldado no demoró ni un segundo en volver; llevaba de la

mano a Abby, cuya ropa estaba apenas cubierta de nieve. La niña fue derecho hacia el jefe de Estado, ese formidable personaje que hacía temblar a los soberanos y poderosos de la tierra ante la sola mención de su nombre, y se sentó en su regazo: —Lo conozco, señor —dijo la niña—. Usted es el general. Lo he visto. Lo he visto mientras pasaba delante de mi casa. Todos le tenían miedo, pero yo no, porque usted no parecía enojado conmigo. Lo recuerda, ¿verdad? Llevaba puesto mi vestido rojo con adornos azules

en la parte de adelante. ¿No se acuerda? Una sonrisa suavizó las líneas austeras de la cara del regente, y se esforzó por encontrar una respuesta diplomática: —Esto..., déjame ver..., yo... —Me encontraba justo delante de la casa, mi casa, ¿sabe? —Bueno, linda criaturita, debería sentirme avergonzado, pero te diré que... La niña lo interrumpió, con tono de reproche: —Ya veo: no lo recuerda. ¿Por

qué? Yo no me olvidé de usted. —Ahora sí que me siento avergonzado, pero no te voy a olvidar otra vez, querida niña. Te doy mi palabra. ¿Podrás disculparme, por un momento? Y seguiremos siendo buenos amigos para toda la vida, ¿verdad? —Sí, de verdad que sí. No sé cómo pudo olvidarlo. Debe ser muy olvidadizo, pero yo también lo soy a veces. De todos modos, puedo perdonarlo sin ningún problema, pues creo que usted quiere ser bueno y hacer bien las cosas, y creo

también que es muy bondadoso..., pero tiene que darme un abrazo, como hace papi. Hace frío. —Te daré todos los abrazos que quieras, linda amiguita, y serás mi vieja amiga para siempre, de aquí en adelante, ¿no es cierto? Me recuerdas a mi hija cuando era niña. Ya no lo es, pero era amable, dulce y delicada como tú. Tenía tu encanto, pequeña hechicera, tu irresistible y dulce confianza en los amigos y en los extraños por igual, esa confianza que somete a voluntaria esclavitud a todo aquel que reciba su precioso

halago. Solía quedarse en mis brazos, como lo haces tú ahora, y alejaba con su encanto el cansancio y las preocupaciones de mi corazón, y le daba paz, como lo haces tú ahora. Éramos camaradas e iguales, y compañeros de juego. Hace ya mucho tiempo que desapareció y se desvaneció ese agradable paraíso, pero tú me lo has traído de nuevo. ¡Recibe por ello la bendición de un hombre agobiado, pequeña criatura, tú que soportas el peso de Inglaterra mientras yo descanso! —¿La quería usted mucho,

mucho, mucho? —Ah, a ver qué opinas: ella daba órdenes y yo obedecía. —Creo que usted es encantador. ¿Quiere darme un beso? —Con gusto... y, además, lo considero un privilegio. Toma... Éste es para ti, y éste es para ella. Sólo me lo pediste y podrías habérmelo ordenado, porque la representas, y lo que mandas, debo obedecer. La niña aplaudió encantada ante la idea de esa gran promoción, y entonces oyó un ruido cercano, el paso fuerte y regular de hombres

marchando. —¡Soldados, soldados, general! ¡Abby quiere verlos! —Los verás, querida, pero espera un momento. Tengo que encargarte una misión. Entró un oficial e hizo una profunda reverencia. —Ya llegaron, Alteza — anunció, volvió a hacer una reverencia y se retiró. El jefe de Estado le dio a Abby tres pequeños discos de cera, dos blancos y uno rojo subido: pues esta misión sellaría la muerte del coronel

al que le tocara el rojo. —¡Ah, qué lindo disco rojo! ¿Son para mí? —No, querida niña. Son para otros. Levanta la punta de esa cortina, allí, que oculta una puerta abierta; crúzala y vas a ver a tres hombres en fila, de espaldas a ti y con las manos atrás..., así..., cada uno con una mano abierta... igual que una taza. Pon una de estas cosas en cada una de las manos abiertas, y luego regresa a donde estoy yo. Abby desapareció detrás de la cortina, y el regente se quedó solo.

—Sin duda —dijo, piadosamente—, se me ha ocurrido ese buen pensamiento durante mi estado de perplejidad, y me lo ha enviado Él, que siempre está presente para ayudar a los que vacilan y buscan Su auxilio. Él sabe dónde debe recaer la elección, y ha enviado a Su mensajero libre de pecado para que se cumpla Su voluntad. Otro se equivocaría, pero Él no se equivoca. Los caminos del Señor son maravillosos y sabios... ¡Bendito sea Su santo nombre! La pequeña hada cerró la

cortina tras ella y se detuvo un instante para examinar con curiosidad y avidez el mobiliario de la cámara nefasta, las rígidas figuras de la soldadesca y los prisioneros. Entonces se le iluminó la cara de alegría, y se dijo: «¡Caramba, uno de ellos es papi! Reconozco su espalda. ¡Le voy a dar el más bonito!» Se acercó contenta y dejó caer los discos en las manos abiertas; luego se asomó por debajo del brazo de su papá, levantó el rostro sonriente y exclamó: —¡Papi! Mira lo que tienes. ¡Te

lo di yo! El padre le echó un vistazo al regalo fatal, cayó de rodillas y, en un paroxismo de amor y compasión, estrechó contra su pecho a su inocente y pequeño verdugo. Los soldados, los oficiales, los prisioneros en libertad, todos se quedaron paralizados por un instante ante la enormidad de la tragedia. Pero entonces la conmovedora escena les rompió el corazón, se les llenaron los ojos de lágrimas y lloraron sin pudor. Durante unos minutos, hubo un silencio profundo y

reverente. Luego el oficial de la guardia se adelantó, de mala gana, y tocó al prisionero en el hombro, mientras le decía, con suavidad: —Me apena, señor, pero el deber me lo ordena. —¿Ordena qué? —preguntó la niña. —Tengo que llevármelo. Lo siento mucho. —¿Llevárselo? ¿Adónde? —A..., a... ¡Dios me ayude! A otro lado de la fortaleza. —Pero no puede. Mi mamá está enferma y voy a llevarlo a casa. —La

niña se soltó, trepó sobre la espalda de su padre y le pasó los brazos alrededor del cuello—. Abby ya está lista, papi. Vamos. —Mi preciosa niña, no puedo. Debo irme con ellos. La niña saltó al suelo y miró a su alrededor, perpleja. Entonces corrió hacia el oficial, pegó una patada en el suelo, indignada, y le gritó: —Le dije que mi mamá está enferma, y debería escucharme. Suéltelo. ¡Debe hacerlo! —Ay, pobre niña. Ojalá Dios

me lo permitiera, pero realmente debo llevármelo. ¡Atención, guardias! ¡En fila! ¡Armas al hombro...! Abby desapareció como un rayo. No tardó en regresar, arrastrando al general de la mano. Ante aquella formidable aparición, todos los presentes asumieron la posición de firmes, los oficiales hicieron el saludo y los soldados presentaron armas. —¡Deténgalos, señor! Mi mamá está enferma y necesita a mi papá.

Les dije que lo soltaran, pero no me escucharon ni me hicieron caso, y se lo están llevando. El general se quedó inmóvil, como aturdido. —¿Tu papá, hija mía? ¿Él es tu papá? —Pero por supuesto. Siempre lo ha sido. ¿Acaso le hubiera dado el lindo disco rojo a otro, cuando quiero tanto a mi papi? ¡No! Una expresión de horror transfiguró la cara del regente. —¡Que Dios me ayude! — exclamó—. ¡Por culpa de las

artimañas de Satanás he cometido el acto más cruel que puede cometer un hombre! Y no tiene remedio, no tiene remedio. ¿Qué puedo hacer? Angustiada e impaciente, Abby exclamó: —¿Por qué no les dice que lo suelten? —y empezó a llorar—. ¡Dígales que lo hagan! Usted me dijo que diera órdenes, y ahora, la primera vez que le ordeno que haga algo, no lo hace. Una luz suave iluminó el rostro viejo y arrugado, y el general posó la mano sobre la cabeza de la pequeña

tirana. —Gracias a Dios —dijo— por esa promesa impensada, ese accidente que nos ha salvado, y gracias a ti, inspirada por Él, por recordarme mi juramento olvidado. ¡Ah, niña incomparable! Oficial, obedezca sus órdenes..., ella habla por mí. El prisionero está perdonado. ¡Déjelo en libertad!

Sobre los autores

RYUNOSUKE A KUTAGAWA (18921927) nació en Tokio, Japón, y empezó a escribir a los diez años. Alumno brillante en la universidad, lector voraz de literatura oriental antigua y de los autores occidentales modernos, la temprana muerte de su madre lo marcaría para siempre. El cuento que presentamos,

«Rashomon», fue el primero que publicó, en 1915. Años más tarde, el director de cine Akira Kurosawa se inspiraría en él (y en el relato «En el bosque») para filmar la película homónima, ganadora de varios premios internacionales. Acosado por alucinaciones y colapsos nerviosos que creía haber heredado de su madre, en los últimos años de su vida rehusó todo contacto público. Se suicidó en 1927, tomando una alta dosis de veronal: tenía treinta y cinco años. Fue reconocido en Japón con la fundación del Premio Akutagawa, el

galardón más codiciado por los autores de ficción de ese país. Entre sus obras encontramos cuentos, poesía y ensayos, entre los que se destacan La nariz, El engranaje y Kappa. LEONID A NDRÉIEV (1871-1919) nació en Orel y vivió las últimas décadas de la Rusia zarista que dejaría paso a la revolución bolchevique de 1917. Tuvo una infancia y una juventud llenas de penurias económicas, y el hambre lo

acechaba cuando dejó de lado el Derecho (se había licenciado en 1891) y comenzó a escribir. Ya a principios del siglo xx había conseguido cierta fama como escritor, que se consolidaría en 1908, cuando se diera a conocer su o b r a Los siete ahorcados. Sus páginas podían alcanzar tal nivel de patetismo que Chejov llegó a decir sobre él: «Después de haber leído dos de ellas, hay que dar un paseo y respirar dos horas de aire fresco». Fue solidario con la revolución insurgente, pero tiempo después

renegó de ella y se exilió en Finlandia, donde murió en la miseria. Otras obras: El abismo, El que recibe las bofetadas, La risa roja. GUILLAUME A POLLINAIRE (18801918), poeta francés, precursor del surrealismo, nació en realidad en Roma, Italia, y hasta se cuenta que fue bautizado en la basílica de San Pedro. Instalado en París desde 1902, comenzó su carrera literaria en medio de intempestivos romances. Fue editor de revistas literarias de

poesía, donde publicó sus primeros escritos. Entre sus obras figuran los siguientes títulos: El poeta asesinado, Los pechos de Tiresias y Alcoholes, considerada su obra maestra. Se alistó en el ejército francés en la Primera Guerra Mundial y fue herido en 1916. Murió víctima de la gripe, en noviembre de 1918, el día en que se firmaba el armisticio que puso fin al conflicto bélico. AMBROSE BIERCE (1842-¿1914?)

tuvo una vida en la que nada dejó de ser extraordinario. Nació en Ohio, Estados Unidos, y fue el menor de nueve hijos, a los cuales sus padres bautizaron con nombres comenzados con la letra A. Una de sus hermanas, misionera, fue devorada por caníbales en África. Bierce participó y fue herido en la Guerra de Secesión estadounidense; de regreso del campo de batalla y casado, dos de sus hijos murieron. Jamás pasaría inadvertido: como periodista, fue el crítico más temido de su tiempo; cuando quiso ejercitar su cinismo

creativo escribió un libro inolvidable, el Diccionario del diablo; al dedicarse a la narrativa breve, fue comparado con Poe. A los setenta y un años, en plena Revolución Mexicana, se enroló en el ejército de Pancho Villa y desapareció sin dejar más rastros que sus libros: Cuentos de civiles y soldados, Fábulas fantásticas y El club de los parricidas. ANTÓN CHÉJOV (1860-1904) nació en Ucrania, en el seno de una

familia que descendía de siervos de la gleba y fue autor de decenas de cuentos cortos. Se recibió de médico, pero gracias a las buenas críticas que tuvieron sus primeros escritos, se dedicó de lleno a la literatura. Autor de obras de teatro incansablemente representadas en todo el mundo, como La Gaviota, El jardín de los c e re z o s y Las tres hermanas, conoció al productor Konstantín Stanislavski y se casó más tarde con la actriz Olga Knipper. Murió en el transcurso de uno de sus tantos viajes, en el balneario alemán de

Badenweiler. El escritor Abelardo Castillo recuerda siempre una anécdota: cierta vez le preguntaron al gran cuentista estadounidense Raymond Carver si sus cuentos eran minimalistas, a lo que respondió: «La verdad es que no sé qué es eso del minimalismo. Yo sólo quería escribir como Chéjov». KATE CHOPIN (1851-1904) nació en Missouri, Estados Unidos, en una de las familias más aristocráticas de la ciudad de San Luis. Cuando

contaba tan solo cinco años, su padre, un rico comerciante, murió en un accidente de trenes; así, la pequeña Kate se crio rodeada de viudas: su madre, su abuela y su bisabuela. Fue a su vez una madre poco común —usaba ropas extravagantes, fumaba largos cigarrillos y tomaba alcohol en público en una época en que todo esto no era habitual— y, antes de enviudar ella misma, tuvo seis hijos. A los treinta y siete años comenzó su carrera literaria, publicando cuentos cortos en las revistas más conocidas

del momento. En los siguientes quince años escribiría más de cien cuentos y dos novelas, Una noche en Acadia y El despertar, que causó un escándalo entre la crítica al abordar el adulterio desde una óptica femenina. Confinada por años al olvido, sus cuentos completos aguardan una traducción al castellano. GUY DE MAUPASSANT (18501893) fue un escritor extraordinariamente prolífico.

Discípulo de Flaubert, había nacido en Francia y comenzó a escribir recién a los 30 años, pese a lo cual publicó más de veinte tomos de cuentos y novelas. Su debut literario lo marcó el relato «Bola de sebo», aparecido en el volumen Las veladas de Médan, suerte de manifiesto del naturalismo que reunía cuentos de guerra de diversos escritores — dirigidos por Émile Zola. El éxito obtenido con su obra le permitió vivir de la literatura, rodeado de lujos, y poseer una inagotable cohorte de amantes. Algunos de sus

libros más conocidos son El Horla y La casa Tellier. Considerado por Horacio Quiroga como uno de los tres grandes maestros del cuento moderno —junto a Chéjov y Poe—, enloqueció en 1891 y murió internado en una clínica psiquiátrica. Antes había intentado abrirse la garganta, dos veces y sin éxito, con un cortaplumas. O. HENRY (1862-1910) fue el seudónimo que William Sydney Porter eligió para nacer de nuevo. La

primera vez lo había hecho en Carolina del Norte, Estados Unidos. La segunda, entonces, fue al salir de la cárcel, luego de ser acusado de desfalco por el Banco Nacional de Austin y recibir una condena a cinco años de prisión. Empezó a escribir mientras purgaba la pena, para mantener a su hija, y en poco tiempo sus cuentos se hicieron famosos. Cuando salió de la cárcel, ya rebautizado, comenzó una prolífica carrera que atestiguan más de trescientos relatos, la mayoría de una asombrosa calidad. Dentro de sus

cuentos más admirados, al margen del que presentamos, citaremos «El regalo de los Reyes Magos», «La habitación amueblada», «El policía y el himno». Nunca logró superar sus problemas económicos ni su adicción a la bebida, y murió de cirrosis en Nueva York, a los 47 años. FRANZ KAFKA (1883-1924) es, sin duda, uno de los escritores que más discusiones y debates han generado en torno a su obra, y de los que más han influido en la literatura y

en los autores del siglo xx. Nació en Praga, estudió Derecho y trabajó en una empresa de seguros. Desde pequeño sufrió una relación tortuosa con su padre, sumada a la miseria y el hambre, y sobre la base de todo esto concibió algunos de los libros más inquietantes de la literatura universal. El conocimiento de sus obras —Un artista del hambre, Carta al padre, El castillo, El proceso, La metamorfosis— se lo debemos a su amigo Max Brod que, contra los deseos de Kafka, no los convirtió en cenizas y los entregó a

la posteridad. Todos ellos fueron publicados, entonces, luego de la muerte por tuberculosis del escritor, a los cuarenta y un años. GIACOMO LEOPARDI (1798-1837) es considerado el mayor poeta lírico de la Italia del siglo xix. Nació en Recanati, Italia. Pese a los esfuerzos de su padre y la férrea educación religiosa que recibió, escapó al futuro de sacerdote que querían asignarle. Estudió, en su juventud, historia, filosofía y astronomía, y

llegó a dominar el inglés, el francés, el hebreo, el latín, el griego y el español. Por esa época también escribió ensayos y traducciones y a los dieciocho años decidió convertirse en poeta. Los problemas de salud lo acompañarán toda su vida: veía poco, sufría de asma y de escoliosis. Además, su aspecto físico nada deslumbrante no iba bien con su carácter enamoradizo. El «Diálogo entre un vendedor de almanaques y un transeúnte» aparece como un pequeño destello de luz en una vasta obra signada por el pesimismo.

Murió en Nápoles, en medio de una epidemia de cólera. Entre sus obras podemos nombrar Cantos, Diálogos y Opúsculos morales. EDGAR A LLAN POE (1809-1849), el autor que más pesadillas ha instalado en las noches de los lectores, fue un notable poseedor de las virtudes del genio, la inteligencia y la voluntad, todo lo que lo convirtió en uno de los escritores faro de la literatura moderna. Nació en Boston, Estados Unidos, y llevó

una vida llena de dificultades económicas y problemas sentimentales. Es autor de poemas, cuentos y relatos memorables como «Las aventuras de Arthur Gordon Pym», «El escarabajo de oro», «La carta robada», «El pozo y el péndulo» y «El cuervo». Como apuntaran Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, Poe «inventó el género policial y renovó el género fantástico». Murió en un hospital de Baltimore, sufriendo un delirium tremens, a los 40 años. Las ediciones de sus obras —Julio

Cortázar tradujo sus cuentos al castellano— continúan multiplicándose hasta hoy. SAKI (1870-1916) es el seudónimo que eligió H. H. Munro para firmar sus escritos. Nació en Birmania y, al quedar huérfano, se crio con una familia inglesa. Estudió la historia de Europa —llegó a escribir un trabajo en esta materia— y tenía una memoria prodigiosa. Maestro de la narración breve, donde se hacen presentes casi siempre el

terror y el suspenso manejados con gran habilidad, su obra no se encuentra tan difundida como su calidad lo merece. Borges recopiló algunos de sus grandes cuentos —«El lienzo», «La puerta abierta», «La reticencia de Lady Anne»— y Rodolfo Walsh, otro escritor que conocía de cuentistas, dijo sobre «Sredni Vashtar»: «Es uno de los relatos más inquietantes con que cuenta la literatura fantástica». Al estallar la Primera Guerra Mundial, Saki se alistó en el ejército, luchó como sargento, y se cuenta que lo

mató el disparo certero de un francotirador. ROBERT LOUIS STEVENSON (18501894) nació en Escocia y dicen que desde chico sabía que iba a ser escritor. De todas maneras se licenció en Derecho en la Universidad de Edimburgo, aunque jamás ejercería la abogacía. Muchas de sus historias están ambientadas en la Edad Media, como «La piedra de la verdad», que pertenece a uno de sus libros menos conocidos,

Fábulas. Enfermo de tuberculosis, se vio obligado a viajar continuamente en busca de climas apropiados para su salud. Uno de los viajes lo llevó, ya casado, hasta las islas Samoa, donde él y su esposa permanecieron hasta su muerte. Stevenson pasó a la historia de la literatura por tres de sus novelas: La isla del tesoro, La flecha negra y El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde . Venerado en vida por los nativos, una vez muerto fue enterrado en una montaña. En su tumba figura grabado el apodo que le dieron los samoanos:

«Tusitala», que en castellano significa «el que cuenta historias». MARK TWAIN (1835-1910) es el nom de plume del escritor estadounidense Samuel Clemens, nacido en Missouri, Estados Unidos. Pasó su infancia a orillas del río Mississippi y trabajó como tipógrafo y ayudante de navegación, oficio del que surgió su seudónimo: «Twain» era el grito que se utilizaba en el río para marcar las dos brazas de profundidad, calado necesario para

una buena navegación. Luchó en la Guerra de Secesión, fue minero y periodista; el escritor Francis Bret Harte, director de un periódico en San Francisco, lo animó a dedicarse a la literatura. No se equivocó: el primer éxito literario le llegó en 1865, con la publicación del cuento «La famosa rana saltarina del condado de Calaveras ». Después escri bi ó Las aventuras de Tom S a w y e r y Las aventuras de Huckleberry Finn, basadas en recuerdos de la infancia y adolescencia. En su obra hizo gala de

un gran sentido del humor, y le dio aire fresco a la literatura de su tiempo a través del uso fluido de dialectos (slang) locales.

Nota

[1] Un emotivo incidente mencionado en Cartas y discursos de Oliver Cromwell, de Carlyle, inspiró el presente cuento. [M. T.]

Cuentos breves para leer en el bus 1 VV. AA. Selección y prólogo de Maximiliano Tomas No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal)

© de la imagen de la portada, Shutterstock © de la traducción, Luz Freire, 2006 © Editorial Planeta, S. A. 2013 Avinguda Diagonal, 662, 6.ª planta. 08034 Barcelona (España) www.planetadelibros.com Primera edición en libro electrónico (epub): abril de 2013 ISBN: 978-84-08-11426-0 (epub) Conversión a libro electrónico: Víctor Igual, S. L.

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