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Colección Pedagógica Universitaria No. 37-38 enero-junio/julio-diciembre 2002 El Conflicto de las Facultades Emmanuel Kant1 Presentación El texto qu
Author:  Sofia Tebar Ayala

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Colección Pedagógica Universitaria No. 37-38 enero-junio/julio-diciembre 2002

El Conflicto de las Facultades Emmanuel Kant1

Presentación El texto que aquí se ofrece fue el último que publicó Kant antes de su muerte. Fechado en 1794, producto de una compilación de varios escritos, El Conflicto de las Facultades se inscribe en la estrategia de resistencia de Kant frente al movimiento conservador que se desató después de la muerte de Federico II, rey de Prusia. En efecto, bajo la influencia del ministro Woellner (1732-1800), el nuevo rey Federico-Guillermo II, tomó un conjunto de medidas represivas destinadas a defender la ortodoxia de la Iglesia contra los ataques de la crítica del periodo de las Luces. Primero fue el Edicto de Religión del 9 de julio de 1788, que prohibió cualquier propaganda contra la creencia establecida; el 19 de diciembre este Edicto fue complementado con una ley contra la libertad de prensa, y durante 1792 se estableció una comisión de censura. A partir de la publicación en 1788 de La Crítica de la Razón Práctica, Kant se vuelve sospechoso frente al nuevo gobierno, y el 14 de junio de 1792 la censura prohíbe la publicación de la segunda parte de La religión en los límites de la propia Razón. A pesar de esto, Kant elude la prohibición y la obra completa aparece en 1793, lo que le vale una carta de reprimenda de parte del Rey. En el prefacio del Conflicto de las Facultades, Kant transcribe algunos fragmentos de ésta carta y de su propia respuesta, justificando su posición como profesor de filosofía y explicando que sus puntos de vista fueron destinados a un público erudito propio de la universidad. Precisamente, El Conflicto de las Facultades, es una respuesta

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y una explicación sobre el origen de su posición. Sin embargo, este antiguo texto va más allá de una justificación personal, representa una perspectiva, una visión de la universidad y de sus funciones. Publicamos esta traducción en el número de homenaje a Bourdieu bajo la consideración de que El Conflicto de las Facultades fue una de las referencias principales para la elaboración del Homo academicus (1984). Esta obra analiza el campo universitario francés frente al cisma de 1968, y el texto de Kant que aquí presentamos sirvió a Bourdieu para pensar el campo universitario rompiendo con la visión de sentido común que veía a las universidades como espacios homogéneos aparentemente inmutables, y sirvió para el desarrollo de toda una teoría del cambio universitario visto desde la perspectiva del conflicto. Por otro lado, El Conflicto de las Facultades es de una enorme importancia para el estudio de la universidad. En primer lugar, es una muestra del desarrollo histórico de la noción de autonomía, particularmente entendida como la constitución de un espacio de libertad para la crítica fundada en la razón. Crítica que es ejercida por eruditos y sabios, en el marco de acuerdos propios. La autonomización del pensamiento y las actividades científicas han sido constitutivas de la génesis de las instituciones de educación superior, y suponen la existencia de un cuerpo consagrado por sus conocimientos y habilitado por sus facultades, las cuales conforman espacios de definición de sus propias normas. En segundo lugar, a lo largo de la lectura es posible rastrear la idea de las facultades como espacios colegiados donde se discute entre pares, entre eruditos (para decirlo como Kant). En el seno de éstas, el objeto de la discusión está acotado por los límites de la razón y por la posición de las facultades frente al poder gubernamental. Es decir, la materia prioritaria del debate académico se circunscribe a la propia naturaleza de la encomienda de hacer evolucionar las ciencias y los saberes, en el contexto de las funciones que les han sido atribuidas por el campo de poder. Este texto nos brinda la posibilidad de pensar las dinámicas universitarias en términos de sistemas de oposiciones entre las facultades, donde unas aparecen fuertemente atraídas (como ha estudiado Bourdieu)2 por el polo económico-temporal y otras por el interés científico. En efecto, si sustituimos los nombres propios con los que Kant describe el conflicto, podemos observar en distintas épocas y especificidades nacionales que la naturaleza del conflicto continúa existiendo. Este principio de oposición, que deriva de la posición de cada facultad en el seno del campo universitario, es asumido como una lucha permanente y benéfica para

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el desarrollo de las ciencias y profesiones que se enseñan; pero es, a la vez, un conflicto que enfrenta a las facultades en la búsqueda de una posición dominante en la universidad. El Conflicto de las Facultades es un texto largo compuesto por tres secciones: la primera, titulada “El conflicto de la facultad de filosofía con la facultad de teología”, que es el que aquí traducimos (sin añadir su apéndice, que discute principalmente cuestiones sobre la exégesis); la segunda sección, “El conflicto de la facultad de filosofía con la facultad de derecho”, se propone discutir si el género humano está en constante progreso hacia algo mejor a través de la historia profética de la humanidad; finalmente, la tercera sección, “El conflicto de la facultad de filosofía con la facultad de medicina”, aborda fundamentalmente cuestiones de dietética. Para esta traducción nos basamos en la edición francesa de las Obras Filosóficas, Tomo III, Los últimos escritos, editada por Gallimard en 1986, y nos hemos apoyado parcialmente en la edición francesa de J. Vrin de 1988. En el texto se traduce savants por sabios o eruditos y enseignements por enseñanzas o asignaturas. Ésta no es la primera traducción al español3 del Conflicto de las Facultades, sin embargo dos razones principales nos animan a presentarlo en nuestra Colección: es un texto que ha circulado principalmente en los terrenos de las facultades de filosofía y su conocimiento en la comunidad científica que trabaja la sociología de la educación es muy marginal; es un texto que ha sido analizado y discutido como parte de la filosofía de la religión kantiana, mientras que nuestra intención es difundir su contenido para alimentar el debate sobre el cambio institucional de las organizaciones de educación superior contemporáneas, al tiempo que resulta un texto clave para rastrear la noción de autonomía, preciado bien de nuestras universidades.

EL CONFLICTO DE LA FACULTAD DE FILOSOFÍA CON LA FACULTAD DE TEOLOGÍA

Introducción La inspiración no fue mala de aquel que concibió primero la idea, proponiendo la realización pública de tratar el conjunto como un todo, del tener (más precisamente a los cerebros que se consagran), por así decirlo, de manera industrial por la

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división de trabajos, un terreno donde, así como hay sectores científicos, así de docentes, los profesores públicos, fueran nombrados como depositarios de las ciencias, quienes en conjunto constituyeran una república del saber llamada Universidad (o Escuela Superior), y poseyeran su autonomía (puesto que sólo los sabios pueden juzgar a los eruditos como tales). Esta Universidad es pues habilitada, por medio de sus facultades* (pequeñas sociedades diversas, organizadas de conformidad con las principales ramas del saber entre los cuales se reparten los eruditos de la Universidad), de una parte para recibir a los alumnos de las escuelas inferiores aspirantes a ella, de otra parte también para atribuir a los docentes libres (que no le pertenecen), llamados doctores, luego de un examen previo habilitado por su propio poder, un rango reconocido por todo el mundo (atribuyéndoles un grado), es decir creándolos. Por fuera de aquellos que pertenecen al cuerpo de eruditos, puede haber sabios libres, que no pertenecen a la Universidad, quienes trabajando solamente una parte del vasto conjunto del saber, o bien constituyen corporaciones libres (nombradas academias o sociedades de ciencias), que son como talleres, o bien, viven por así decirlo en el estado de naturaleza del saber y se ocupan como aficionados, cada uno por sí mismo, sin instrucciones ni normas públicas, de la ampliación o de la difusión del saber. Entre los eruditos propiamente dichos, es necesario todavía distinguir además a los letrados (aquellos que han hecho estudios), quienes en tanto instrumentos del gobierno, revestidos por él de un cargo y para su propio fin (sin que eso sea precisamente por el bien de la ciencia), debieron, ciertamente, haber hecho sus estudios en la Universidad, aunque pudieron en todo caso haber olvidado una gran parte (en lo que concierne a la teoría), con tal que hubiesen conservado el mínimo de conocimientos requeridos para ejercer un empleo público –que a nivel de sus principios puede solamente ser establecido por los sabios–, a saber, el conocimiento empírico de los estatutos relativos a su cargo (en aquello que concierne a la práctica); uno puede, pues, llamarlos ejecutantes o peritos calificados del saber. Puesto que, como instrumentos del gobierno (eclesiásticos, magistrados y médicos) tienen una influencia legal sobre el público y constituyen una clase particular de letrados, no son libres de hacer como mejor les parezca un uso público del saber sino solamente sometiéndose a la censura de las facultades. En la medida que se dirigen directamente al pueblo, quien se compone de legos (de una manera parecida a como el clérigo se dirige a los laicos), y puesto que ellos tienen bajo su dominio, no el poder de legislar, pero en parte el poder ejecutivo,

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deben estar estrechamente mantenidos en buen orden por el gobierno, con el fin de que no se coloquen por encima del poder judicial, el cual pertenece a las facultades.

DIVISIÓN DE LAS FACULTADES EN GENERAL

Según la costumbre establecida, ellas se dividen en dos clases, aquella de las tres facultades superiores y aquella de la sola facultad inferior. Uno ve bien que en esta división y denominación, no es el estado de eruditos sino el gobierno quien ha sido consultado. Pues son calificadas con el nombre de facultades superiores aquellas en las que el interés del gobierno es de saber si las enseñanzas deben tener tal o cual característica, o si ellas deben ser dispensadas públicamente; mientras que, por el contrario, aquella que no tiene más que fiarse del interés de la ciencia, es llamada la facultad inferior, porque ella puede hacer de sus enunciados lo mejor que le parezca. Ahora, lo que más le interesa de todo al gobierno es por qué medios se asegura la más fuerte y durable influencia sobre el pueblo, y es de esta especie que son los objetos de las facultades superiores. Por consiguiente, el gobierno se otorga el derecho de sancionar él mismo las asignaturas de las facultades superiores; aquellas de la facultad inferior, las abandona a la razón que es propia del pueblo erudito. Pero si bien el gobierno sanciona las asignaturas, no es él mismo quien enseña; simplemente quiere que ciertas enseñanzas sean integradas por las facultades respectivas en sus cursos públicos, y que las enseñanzas contrarias sean excluidas. Claro, él no enseña, pero simplemente mandata a aquellos que enseñan (la verdad puede ser como ella quiera) porque haciéndose cargo* de su tarea, se ponen de acuerdo con el gobierno sobre este punto a través de un contrato. Un gobierno que se ocupara de las enseñanzas, de la ampliación o del mejoramiento de las ciencias, que por consecuencia quisiera él mismo, en su persona suprema, jugar el rol del sabio, no haría más que destruir por esta pedantería el respeto que le es debido, pues está por encima de su dignidad comprometerse con el pueblo (incluido en sí el estado de eruditos), que no acepta ninguna burla y mide con el mismo rasero a todos aquellos que se implican en las ciencias.

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Absolutamente hace falta, para la república de sabios, que exista entonces en la Universidad una facultad que, independientemente de las órdenes del gobierno para todo aquello que son sus asignaturas,** tenga la libertad de no dar órdenes, pero por tanto, de juzgarlas todas; una facultad que tenga por ocupación el interés científico, es decir, la verdad, donde la razón debe tener el derecho de hablar públicamente: pues sin una facultad así, la verdad (incluso en detrimento del propio gobierno) no podría manifestarse, ya que la razón es libre por naturaleza y no admite ninguna orden para tener alguna cosa por verdadera (ningún credo, sino solamente un libre credo). Pero que una facultad así, independientemente de éste privilegio (el de la libertad) sea por tanto llamada la facultad inferior, la causa debe encontrarse en la naturaleza del hombre: a saber, que aquel que puede mandar, bien sea un humilde servidor de otro, se ufana de ser superior a otro, quien, por cierto, es libre, pero de no mandar a nadie.

DE LA RELACIÓN ENTRE LAS FACULTADES Primera Sección Concepto y división de las facultades superiores

Uno puede admitir que todas las instituciones artificiales fundadas sobre una Idea de la razón (como, por ejemplo, la de un gobierno) y que deben mostrar su sustento práctico alrededor de un objeto de la experiencia (como, en su totalidad, el campo actual del saber), han sido ensayadas no sólo por la acumulación azarosa o por el concurso arbitrario de las circunstancias que se presentan, sino según algún principio inscrito en la razón, aunque fuere solamente de manera oscura, y según un plan, fundado sobre ella, volviendo necesario un cierto modo de división. Sobre esta base, uno puede admitir que la organización de una Universidad, desde el punto de vista de sus clases y facultades, no ha dependido enteramente del azar, sino que el gobierno –sin que por ello haga falta otorgarle especialmente una cordura y un saber prematuros en virtud de sus necesidades específicas (de actuar sobre el pueblo por medio de ciertas enseñanzas)– ha podido proceder a priori según un principio de división, el cual parece tener por lo común un origen empírico, principio que por fortuna concuerda con el principio admitido actualmente; sin que eso signifique que yo quiera por ello convertirme en su defensor, como si ese principio estuviera exento de todo defecto.

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Según la razón (es decir, objetivamente), los móviles que el gobierno puede utilizar en vista de su objetivo (tener influencia sobre el pueblo) se ordenan de la siguiente manera: primero, el bien eterno de cada uno; enseguida, el bien social, como miembro de la sociedad; finalmente, el bien corporal (larga vida y en buena salud). Por las enseñanzas públicas que giran en torno al primer bien, el gobierno puede tener la más grande influencia sobre la intimidad de los pensamientos y las voluntades más secretas de sus sujetos, descubriéndolas, para dirigirlos; por las enseñanzas que se relacionan con el segundo bien, él mantiene su comportamiento exterior bajo la rienda de las leyes públicas; por las terceras, él puede asegurarse la existencia de un pueblo fuerte y numeroso, que encuentra a su disposición para sus designios. Según la razón, éste sería el orden que tendría lugar, habitualmente admitido para las facultades superiores; a saber, primero, la facultad de teología, después la de derecho y finalmente la facultad de medicina. Por el contrario, según el instinto natural, sería el médico quien para el hombre constituiría el ser más importante, porque prolonga su vida; después, antes que ningún otro, el jurista, que le permite conservar sus bienes contingentes; y es solamente al final (casi únicamente cuando se trata de morir), cuando se trata de la salvación, que uno busca al clérigo: pues él mismo, así sea fuerte su alabanza de la felicidad en el otro mundo, en la medida en que no percibe nada de esta felicidad, desea ardientemente ser mantenido por el médico, durante todavía algún tiempo, en este valle de lágrimas.

* Las tres facultades superiores fundan por escrito las enseñanzas que les han sido conferidas por el gobierno, y no puede ser de otra manera en el estado de un pueblo dirigido por el saber, porque sin lo escrito, no habría normas constantes, accesibles a cada uno, desde las cuales pudiese orientarse. Que un tal escrito (o libro) deba comprender estatutos, es decir, instrucciones procedentes del arbitrio de un superior (no proviniendo, en sí, de la razón), es evidente, porque si no, no podría exigirse pura y simplemente la obediencia en tanto que sancionada por el gobierno; esto vale también para el código mismo, en lo que concierne a las enseñanzas que deben ser expuestas públicamente, y que podrían al mismo tiempo ser deducidas de la razón; sin embargo, esto no es así: se fundan al contrario, bajo el orden de un legislador exterior. Del código, como canon, difieren enteramente los libros compuestos por las facultades, en tanto resúmenes (pretendidamente)

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exhaustivos del espíritu del código para una concepción más inteligible y un uso más seguro de la cosa pública (para los eruditos y los que no lo son), a modo de los libros simbólicos. Estos solamente pueden ser considerados como organon, para facilitar el acceso al código, y no gozan verdaderamente de autoridad; lo mismo sucede para el caso en que, en una aventura, los eruditos más distinguidos de una cierta materia se hubiesen puesto de acuerdo con el fin de hacer valer un libro como norma para su facultad, lo que no está dentro de sus atribuciones, sino sólo introducir provisionalmente estos libros como un método de enseñanza, los cuales quedan sujetos a modificación según las circunstancias y no pueden, en general, concernir más que al aspecto formal de la exposición, sin definir absolutamente nada en cuanto a la materia de la legislación. Por consecuencia, el teólogo bíblico (perteneciente a la facultad superior) apoya sus enseñanzas no en la razón, sino en la Biblia; el profesor de derecho, no en el derecho natural, sino en el código civil; el erudito en medicina apoya su método terapéutico destinado al público, no en la física del cuerpo humano sino en un vademécum de medicina. Desde que una de esas facultades osa inmiscuirse con algo que deriva de la razón, ella atenta contra la autoridad que el gobierno ejerce en sus órdenes a través de la facultad, y se compromete en el territorio de la facultad de filosofía, quien le retira sin miramiento el resplandeciente plumaje prestado por el gobierno y la trata en un plano de igualdad y de libertad. Por consecuencia, las facultades superiores deben antes que todo ser cuidadosas de no divorciarse de la facultad inferior, sino de tener la fineza de mantenerla a una distancia respetuosa de ellas mismas, con el fin que la consideración otorgada a sus jerarquías no sufra del perjuicio de los libres razonamientos de ésta última.

A) ESPECIFICIDAD DE LA FACULTAD DE TEOLOGÍA

Que hay un Dios, el teólogo bíblico lo prueba por la referencia al hecho que se expresa en la Biblia, la cual habla también de su naturaleza (yendo hasta aquello en lo que la razón no puede acompañar a las Escrituras, por ejemplo, a propósito del misterio inaccesible de la Trinidad). Pero que Dios mismo se haya expresado por la Biblia, el teólogo bíblico como tal no tiene ni el poder ni el deber de demostrarlo, porque es una cuestión de historia; de hecho eso pertenece a la facultad de filosofía. Él lo fundará, pues, como una cuestión de fe, bajo un cierto sentimiento (en verdad, no demostrable o explicable) de la divinidad de Dios; lo mismo para el

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erudito, aunque a él no le haga falta plantear la cuestión de ese origen divino (entendido en el sentido literal) de la Biblia en la exposición pública dirigida al pueblo: pues éste no comprende nada en una cuestión relevante de la ciencia y se encontraría embrollado en cavilaciones y dudas temerarias; mientras que en este dominio es posible por el contrario contar seguro con la confianza que el pueblo reconoce a sus maestros. De igual manera no entra en sus atribuciones otorgar a las fórmulas de la Escritura un sentido que no concuerde exactamente con la expresión, por ejemplo un sentido moral; y, puesto que no hay exegeta humano autorizado por Dios, el teólogo bíblico debe contar sobre todo con la iluminación sobrenatural de la inteligencia y un espíritu dirigido hacia toda verdad, más que admitir que la razón se involucre y haga ver su propia interpretación (que está desprovista de toda autoridad superior). En fin, en lo que concierne al cumplimiento de los mandamientos divinos por nuestra voluntad, el teólogo bíblico debe contar, no con la naturaleza, es decir con la propia facultad moral del hombre (la virtud), sino con la gracia (una acción sobrenatural, por tanto y al mismo tiempo moral) de la cual el hombre no puede recibir su parte de otra manera que por medio de una fe que transforma íntimamente el corazón, fe que a su turno puede esperar ella misma la gracia. Si el teólogo bíblico se compromete con la razón en aquello que concierne a alguno de estos enunciados, cuando él mismo persigue el mismo objetivo con la más grande sinceridad, traspasa (como el hermano de Rómulo) el muro de la fe, el único saludable, de la Iglesia y se pierde en el vasto campo libre de su propio juicio y de la filosofía, donde, sustraído del poder eclesiástico, se expone a todos los peligros de la anarquía. Pero debe entenderse bien que yo hablo aquí del teólogo bíblico puro (purus, putus), que no está todavía atraído por el espíritu de la libertad, que no está contaminado por la razón y de la filosofía. Desde que mezclamos y hacemos confundirse dos actividades de índole diferentes, no podemos hacernos un concepto determinado de la especificidad de cada una de ellas.

B) ESPECIFICIDAD DE LA FACULTAD DE DERECHO

El jurista experto en la materia busca las leyes que garanticen lo mío y lo tuyo (si como debe, procede en tanto funcionario del gobierno) no en la razón, sino dentro del código públicamente proclamado y sancionado por la autoridad suprema. La prueba de la verdad y de la rectitud de esas leyes, de la misma manera que su defensa contra las objeciones que le dirige la razón, uno no puede en buen derecho

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exigírselas. Pues son las ordenanzas quienes antes que todo establecen que algo sea justo; por tanto, investigar si las ordenanzas pueden ellas mismas ser justas debe ser descartado por los juristas como absurdo. Sería ridículo querer sustraerse de la obediencia hacia una voluntad superior y suprema, porque pretendidamente ella no está en acuerdo con la razón. El crédito del gobierno consiste, precisamente, en que no deja a los sujetos en libertad de juzgar el derecho y prohíbe la negación del derecho a partir de sus conceptos propios, pues el derecho sólo puede ser transformado de acuerdo a lo que prescribe el poder legislativo. Pero hay un punto por el cual la facultad de derecho está, por la práctica, en una mejor situación que la facultad de teología: tiene a un intérprete manifiesto de las leyes, sea en la persona de un juez, sea cuando se hace una apelación a alguna de las decisiones de una comisión jurídica y (en último extremo) aquella del mismo legislador; no llega a eso que concierne la interpretación de las fórmulas de un libro santo de la facultad de teología. Por lo tanto, esta ventaja es, desde otro ángulo, contrabalanceada por una desventaja que no es menor, que los códigos profanos deben estar sometidos al cambio, cada vez que la experiencia acreciente o mejore la comprehensión, mientras que el Libro Santo no tolera ningún cambio (disminución o aumento) y pretende estar cerrado para siempre. Por lo mismo, cuando los juristas se lamentan de que es casi en vano esperar una norma determinada con exactitud para hacer justicia (ius certum), esto no sucede entre los teólogos bíblicos. Pues ellos no se dejan quitar la pretensión de que su dogmática contiene una norma clara y determinada para todos los casos. Por lo demás, en el caso de los practicantes del derecho (abogados o funcionarios de justicia) que mal aconsejan a su cliente y, de ahí, que lo hagan hecho perder, es común que se resistan a asumir su responsabilidad (ob consilium nemu tenetur); por el contrario, los practicantes teológicos (predicadores y directores de conciencia) la toman a su cuenta sin reservas y garantizan –al menos ese es el tono de sus proposiciones– que todo será juzgado en el otro mundo como ellos han decidido en éste; aunque, si estuviesen invitados a declarar formalmente si ellos se arriesgarían a garantizar con su alma la verdad de todo aquello que quieren que uno crea sobre la autoridad de la Biblia, con toda probabilidad se excusarían. Desafortunadamente, está en la naturaleza de los principios de esos institutores populares no permitir de ninguna manera que se ponga en duda la exactitud de eso que afirman; esto es posible pues no tienen nada que temer en esta vida por parte de ninguna refutación por la experiencia.

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C) ESPECIFICIDAD DE LA FACULTAD DE MEDICINA

El médico es un artista que (porque su arte es inmediatamente tomado de la naturaleza y, por ella, debe ser deducido de una ciencia de la naturaleza) está subordinado, en tanto erudito, a una facultad donde debe haber hecho sus estudios y a la cual queda sometido bajo juramento. Pero, puesto que el gobierno toma necesariamente un gran interés por la manera en que el médico trata la salud del pueblo, él está autorizado, por una asamblea de miembros escogidos de ésta facultad (médicos practicantes), a controlar las maneras de hacer públicas las prácticas de los médicos, esto gracias a un consejo superior de la salud y a reglamentos médicos. Pero en razón de la particularidad de esta facultad, a saber, que ella no debe elaborar sus reglas de conducta, como las dos precedentes facultades superiores, bajo las órdenes de un jefe sino de la naturaleza de las cosas mismas –es por eso que deberían también, originalmente, pertenecer a la facultad de filosofía, tomada en un sentido amplio–, esos reglamentos no consisten tanto en eso que los médicos deberían hacer, sino en lo que deberían abstenerse: a saber, primero, que haya médicos para el público en general; segundo, que no haya médicos falsos (nada de ius impune occidenti, conforme al principio: Fiat experimentum in corpore vili). El gobierno se ocupa así, siguiendo el primer principio, de la comodidad pública, y siguiendo el segundo, de la seguridad pública (en el dominio de la salud del pueblo); estos dos elementos constituyen una policía (inspección); todo reglamento médico no concernirá propiamente más que a la policía médica. Esta facultad es, pues, mucho más libre, entre las facultades superiores, que las dos primeras, y esta emparentada de cerca a la de filosofía; enteramente libre en lo que concierne a las enseñanzas por las que son formados los médicos, puesto que no puede haber para ello libros sancionados por una autoridad suprema, sólo obras apoyadas en la naturaleza, ni tampoco verdaderas leyes (si uno entiende por ello la voluntad inmutable del legislador), solamente disposiciones (edictos), de los cuales no es una ciencia tener conocimiento, como el que requiere un conjunto sistemático de enseñanzas, que por cierto la facultad posee, pero que el gobierno no tiene el poder de sancionar (en tanto que no están contenidos en ningún código) y que debe, al contrario, abandonar a sus cuidados, quedando por su parte solamente atento, a través de dispensarios e instituciones hospitalarias, a favorecer, por las gentes que ahí ejercen, su práctica en su dimensión pública.

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Pero estos practicantes (los médicos) quedan sometidos al juicio de su facultad, en los casos que, correspondiendo a la policía médica, interesen por tanto al gobierno.

CONCEPTO Y DIVISIÓN DE LA FACULTAD INFERIOR Segunda Sección

Uno puede nombrar la facultad inferior, esta clase de la Universidad que no se ocupa más que de enseñanzas que no son aceptadas como directivas, bajo la orden de un jefe, o uno puede nombrarla así por todo aquello de lo que se ocupa. Puede ser que uno siga una enseñanza práctica por obediencia; pero aceptarla como verdad porque ha sido impuesta (de par le Roi)4 es absolutamente imposible, no sólo objetivamente (como un juicio que no debería ser), sino también subjetivamente (como un juicio que ningún hombre puede emitir). En efecto, aquél que quiere equivocarse, como él dice, no se equivoca efectivamente, y de hecho no toma por verdad el juicio falso, sino pretende solamente una convicción ficticia que uno no puede siempre encontrar. Cuando es cuestión de la verdad de ciertas asignaturas que deben ser expuestas públicamente, el docente no puede, en este caso, valerse de un orden supremo, ni el alumno alegar que ha creído, bajo una orden, lo que no es posible, al contrario, cuando se trata de una acción. Pero en ese caso el alumno debe, a partir de un libre juicio, reconocer que una orden como ésa ha sido efectivamente dada, y al mismo tiempo que está obligado, o al menos autorizado, a obedecer; en el caso contrario, su aceptación es fingida y falsa. Ahora bien, el poder de juzgar de una manera autónoma, es decir, libremente (de conformidad con los principios del pensamiento en general), uno lo nombra la razón. La facultad de filosofía, puesto que ella debe garantizar la verdad de las enseñanzas que ella debe recibir o simplemente otorgar, es en tanto tal considerada como libre y sumisa únicamente a la legislación de la razón, no a la del gobierno. Ahora, en una universidad un departamento como ése debe ser fundado, es decir, debe haber una facultad de filosofía. En consideración de las tres facultades superiores, ella sirve para controlarlas y así les es de utilidad, puesto que todo depende de la verdad (la condición primera y esencial de la ciencia en general); la utilidad, en cambio, que las facultades superiores prometen al uso del gobierno, no es más que un momento de segundo rango. Uno puede también, en caso de

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necesidad, acordar a la facultad de teología la arrogante pretensión de hacer de la facultad de filosofía su servidora (pero siempre existirá la duda de saber si ésta porta la antorcha delante de su graciosa dama o si, detrás de ella, lleva su manto), con tal que no la expulse o no la silencie; pues es precisamente esta modesta pretensión –simplemente ser libre, pero también dejar en libertad a los demás; simplemente producir la verdad para el bien de cada ciencia y ponerla a disposición de las facultades superiores– la que debe recomendarla frente al gobierno como intachable; mejor dicho, como indispensable. La facultad de filosofía contiene dos departamentos, de una parte, el departamento de conocimientos históricos (al cual pertenecen la historia, la geografía, la filología científica, las humanidades; todo eso que la ciencia de la naturaleza ofrece como conocimiento empírico), de otra parte, el departamento de conocimientos racionales puros (matemática pura, filosofía pura, metafísica de la naturaleza y de las costumbres), así como las dos partes de la ciencia en sus relaciones recíprocas. Es por esto que se extiende a todas partes del saber humano (por consecuencia también, desde el punto de vista histórico, a las facultades superiores); vale observar que ella no hace de todas estas partes (a saber, las enseñanzas o las exigencias propias de las facultades superiores) su contenido, sino el objeto de su examen y de su crítica para el provecho de las ciencias. La facultad de filosofía puede, pues, reivindicar todas las enseñanzas para someter su verdad a examen. Ella no puede ser golpeada con una prohibición por el gobierno sin que esto implique ir contra su fin específico y esencial, y las facultades superiores deben admitir sus objeciones y sus dudas, que les presenta públicamente –cierto que algunas pueden encontrarlas incómodas, porque sin esas críticas ellas habrían podido dormir tranquilas en su dominio, después de haber tomado posesión al respecto de no importa qué título, y continuar dirigiendo despóticamente. Es solamente a los practicantes de esas facultades superiores (los eclesiásticos, los juristas y los médicos) que uno puede prohibirles contradecir públicamente las enseñanzas, cuya exposición les fue confiada por el gobierno para el ejercicio de sus empleos respectivos, y de tener la audacia de jugar a los filósofos; en efecto, ello no puede más que estar permitido a las facultades, y no a los funcionarios nombrados por el gobierno: pues ellos no toman su saber mas que de aquéllas. Estos últimos –por ejemplo los predicadores y los funcionarios de justicia–, si se dejan llevar a hacer del conocimiento del pueblo sus objeciones y sus dudas respecto de la legislación eclesiástica o secular, lo incitarían así contra el gobierno; por el contrario, las facultades no se expresan más que la una contra la otra, entre eruditos,

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sin tener prácticamente al pueblo en cuenta, incluso si esto llega a su conocimiento, porque se resigna a que razonar no es su asunto, y se siente por consecuencia obligado a atenerse a lo que le es comunicado por los funcionarios del gobierno nombrados para ese fin. Pero esta libertad de la facultad inferior, frente a la cual no se puede atentar, tiene por resultado que las facultades superiores (ellas mismas mejor informadas) conduzcan siempre más a los funcionarios por el camino de la verdad, los cuales, enseguida, por su parte, más claros de su deber, no se escandalizarán de ninguna manera si uno modifica el discurso; pues no hay ahí sino una mejor comprensión de los medios en vista del mismo fin, lo que podría efectuarse sin tantas polémicas, que no hacen más que despertar los disturbios contra los métodos de enseñanza comunes hasta entonces y manteniendo integralmente los contenidos enseñados.

DEL CONFLICTO ILEGAL DE LAS FACULTADES SUPERIORES CON LA FACULTAD INFERIOR Tercera Sección

Ilegal es un conflicto público de opiniones, por consecuencia, un conflicto de académicos, tanto a nivel de los contenidos, si no está permitido discutir un enunciado público dado que no está permitido emitir un juicio públicamente sobre él o su contrario; o bien, simplemente a nivel de la forma, si la manera en que el enunciado es producido no procede de fundamentos objetivos que apelan a la razón del interlocutor, sino a móviles subjetivos, determinando su juicio por intermedio de la inclinación para ganar su adhesión, para conducirlo por la astucia (donde destaca también el cohecho) o por la violencia (amenaza). Ahora bien, el conflicto de facultades tiene por objeto la influencia sobre el pueblo, y esta influencia, no pueden obtenerla más que en la medida que cada una de ellas pueda hacer creer al pueblo que es ella quien conoce mejor el medio de favorecer su felicidad, mientras que, sin embargo, entre ellas se oponen diametralmente sobre la manera en que conciben la producción de esa felicidad. Pero el pueblo sitúa en primer rango su felicidad no en la libertad, sino en los fines naturales, que se expresan en tres elementos: la felicidad después de la muerte; la garantía de sus bienes, en la vida entre sus congéneres, por leyes públicas; en fin, el hecho de poder contar con el goce físico de la vida durante la vida misma (es decir, la salud y una larga vida).

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Pero la facultad de filosofía, quien no puede mezclarse de todos estos deseos mas que a través de los preceptos que ella deriva de la razón, y quien por consecuencia está atada al principio de la libertad, se limita simplemente a sostener aquello que puede el hombre por sí mismo aportar a su contribución: vivir honestamente, no cometer injusticias, comprometerse con medida en el goce y ser paciente en las enfermedades, contando antes que todo, con los recursos espontáneos de la naturaleza; todas estas actitudes para las cuales no hay necesidad de un gran saber, y en vista de lo cual uno puede, para la gran parte, dispensarse de este saber, siempre y cuando uno refrene sus inclinaciones y confíe el gobierno de su espíritu a la razón –ante lo cual, frecuentemente, en materia de esfuerzo personal, el pueblo no otorga demasiada importancia. Así pues, las tres facultades superiores son exhortadas por el pueblo (quien encuentra en las enseñanzas en cuestión una dañina severidad por sus inclinaciones a disfrutar y su aversión a cultivarse) a hacer propias las proposiciones que sean las más aceptables; y él hace entonces escuchar a los eruditos reivindicaciones como las siguientes: «eso que contienen sus habladurías, filósofos, yo lo sabía por mí mismo después de un largo tiempo; pero lo que yo quiero saber de ustedes, en tanto que eruditos, es ¿cómo habiendo vivido como un malvado, podría sin embargo procurarme, justo antes de que la puerta se cierre, un boleto de entrada en el reino de los cielos?; ¿cómo siendo culpable, podría ganar mi juicio?; y ¿cómo habiendo usado y abusado del goce con toda la fuerza de mi cuerpo, yo podría por tanto conservarme en buena salud y vivir mucho tiempo? Pues es para esto que ustedes han estudiado: para poseer un mayor conocimiento que cualquiera de nosotros (calificados por ustedes de “idiotas”), cuya pretensión no es otra cosa que la sensatez.» Y todo se pasa aquí como si el pueblo fuese con el erudito como se va con el adivino o el mago, quienes saben eso de las cosas sobrenaturales; pues en efecto, el ignorante gusta de forjarse una idea excesiva acerca de las cualidades del sabio a quien exige algo descomunal. Por consecuencia, es posible prever que, si alguien se presenta como un hacedor de milagros, el pueblo se le entregará y abandonará con desconfianza el partido de la facultad de filosofía. Los agentes de las tres facultades superiores no cesan de ser de esos hacedores de milagros, si no está permitido a la facultad de filosofía obrar públicamente contra ellos, no para echar por tierra sus enseñanzas, sino solamente para oponerse al poder mágico que el público les atribuye supersticiosamente, a ellos y a las observancias que les son propias; como si, por un pasivo abandono a

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guías así hábiles, uno estuviera exento de toda acción espontánea y si uno fuera, simplemente por ellos, conducido, con una gran facilidad, hasta la obtención de eso que uno se ha dado como fin. Si las facultades superiores admiten tales principios (lo que por cierto no es su destino), ellas son y quedan eternamente en conflicto con la inferior; pero este conflicto es ilegal, puesto que ellas consideran que la trasgresión de las leyes no sólo no constituye un obstáculo, sino también, a decir verdad, se presenta como la ocasión deseada de mostrar su gran arte y su gran habilidad para todo reestablecer y todo disponer de una mejor manera que lo que había antes sin ellas. El pueblo quiere ser dirigido, es decir (en la lengua de los demagogos), que quiere ser embaucado. Pero quiere ser dirigido no por los eruditos de las facultades (pues su sabiduría es demasiado alta para él), sino por sus peritos, quienes se las arreglan para agenciar las cosas (saber hacer), los eclesiásticos, los funcionarios de la justicia, los médicos quienes, como practicantes, se benefician del juicio común más favorable; es por ahí que enseguida el gobierno, que no puede actuar sobre el pueblo más que por su intermedio, es él mismo inducido a imponer a las facultades una teoría que no tiene por origen la pura inteligencia de sus eruditos, sino que es calculada en vista de la influencia que por este medio sus agentes pueden tener sobre el pueblo; en efecto, este último se ata naturalmente a eso por lo cual es lo menos necesario consentir personalmente a los esfuerzos y servirse de su propia razón, y en lo cual los deberes pueden ser conciliados con sus inclinaciones; por ejemplo, en el dominio teológico, pensar en una «fe» según la letra, sin buscar (incluso sin nunca comprender verdaderamente) eso que debe ser creído, es de por sí saludable, y que, por la celebración de ciertos rituales predeterminados, las fechorías pueden inmediatamente ser borradas; o, en el dominio jurídico, que el respeto de las leyes según la letra, dispensa la búsqueda de la intención del legislador. Hay pues aquí un conflicto ilegal, esencial, y que no debe jamás cesar, entre las facultades superiores y la facultad inferior, puesto que, según las primeras, el principio de la legislación, que uno atribuye al gobierno, sería una anarquía, aún autorizada por él. En la medida donde la propensión, y en general, eso que cualquiera encuentra favorable a su designio privado, no se caracteriza en ningún caso por constituir una ley, y por consecuencia no puede ser expuesto como tal por las facultades superiores, un gobierno que diera a eso su sanción, inclinándose el mismo contra la razón, conllevaría a las facultades superiores hacia un conflicto

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con la facultad de filosofía, conflicto verdaderamente insoportable, porque la aniquilaría completamente –que cierto es el medio más expedito para conducir un conflicto a su fin, pero también (según la expresión de los médicos), un medio heroico, que conlleva el peligro de muerte.

DEL CONFLICTO LEGAL DE LAS FACULTADES SUPERIORES CON LA FACULTAD INFERIOR Cuarta Sección

Cualquiera que sea el contenido de las enseñanzas que puedan estar dentro de las atribuciones que el gobierno ordena a las facultades superiores, por su sanción para la exposición pública, éstas no pueden ser aceptadas y honoradas como estatutos que proceden de su arbitrio y como una audacia humana que no es infalible. Mas como su verdad no puede de ninguna manera serles indiferente, deben quedar sometidas a la razón (de ahí el interés que la facultad de filosofía pone a su cuidado) –algo que, por lo demás, no es posible sino por la concesión de una total libertad para su examen público–; el conflicto de las facultades superiores y la facultad inferior será, primero, inevitable, puesto que los enunciados arbitrarios, aún cuando fueren sancionados en el más alto nivel, podrían no siempre estar en concordancia con las enseñanzas afirmadas como necesarias por la razón, pero, segundo, será también legal, y esto no solamente como atribución, sino incluso como deber de esta última facultad, si no de decir públicamente toda la verdad, en todo caso de estar atenta al hecho de que sea verdad todo eso que, por así decirlo, uno erige en principio. Cuando la fuente de ciertas enseñanzas sancionadas es histórica, por más que ellas puedan ser bien, tanto que uno quiera, recomendadas como sagradas a la obediencia indiscutible de la creencia, la facultad de filosofía está autorizada, e incluso es para ella una obligación, a investigar sobre este origen con un escrúpulo crítico. Si ella es racional, bien que haya sido enunciada bajo el modo de un conocimiento histórico (como revelación), no puede ser prohibido (a la facultad inferior) ir a buscar, en la exposición histórica, los fundamentos racionales de la legislación, y en otro sentido, de apreciar si son técnicamente o moralmente prácticos. Si, en fin, la fuente de la enseñanza que se anuncia como una ley no es absolutamente sino estética, es decir, fundada bajo un sentimiento subjetivo ligado a una enseñanza (la cual, en la medida donde ella no aporta ningún principio

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objetivo, no sería sino subjetivamente válida, impropia por eso para aportar una ley universal, cual sería el caso del piadoso sentimiento de una influencia sobrenatural), la facultad de filosofía debe ser libre de examinar y de apreciar públicamente, a través de la fría razón, el origen y la posesión de un tal pretendido fundamento de una enseñanza, sin atemorizarse de la sacralidad del objeto del cual uno reivindica el sentimiento, y estar resuelta a devolver ese pretendido sentimiento a los conceptos. Esto que sigue contiene los principios formales de la conducción de un conflicto como ése y las consecuencias que de ahí resultan. 1. Este conflicto no puede ni debe cesar por un acuerdo de paz (amicabilis compositio), sino requiere (en tanto que proceso) una sentencia, es decir, un veredicto, teniendo el valor de ley de un juez (la razón); pues no podría llegarse a que hubiera un cese, más que por deslealtad, por la disimulación de causas de la querella y por persuasión, proceder en el que sin embargo la máxima es evidentemente opuesta al espíritu de una facultad de filosofía, en tanto que ella apunta a la presentación pública de la verdad. 2. Este conflicto no puede jamás detenerse, y la facultad de filosofía es quien debe estar constantemente preparada. El gobierno emitirá siempre instrucciones estatutarias, en lo que concierne a las enseñanzas que deben ser expuestas públicamente, puesto que la libertad ilimitada de difundir al público todas sus opiniones se volvería necesariamente peligrosa para el gobierno, por una parte; pero por otra, también para ese mismo público. Ahora bien, todos los reglamentos gubernamentales, puesto que ellos emanan de los hombres, en todo caso porque ellos son sancionados por los hombres, quedan todo el tiempo bajo el riesgo del error o de la inoportunidad; ocurre lo mismo en lo que concierne a la sanción del gobierno, pues él los deja a cargo de las facultades superiores. Por consecuencia, la facultad de filosofía no puede jamás deponer sus armas frente al peligro que amenaza la verdad que le ha sido conferida, puesto que las facultades superiores no depondrán jamás su pretensión de dominar. 3. Este conflicto no puede jamás atentar contra el prestigio del gobierno. Puesto que no es un conflicto de las facultades con el gobierno, sino el conflicto de una facultad contra las otras, el gobierno puede ser un espectador sereno; pues aún cuando éste haya puesto bajo su protección particular ciertos preceptos de las facultades superiores, en la medida donde él impone a sus agentes la exposición pública de éstos, no protege por tanto a las facultades, en tanto sociedades de eruditos, ni vela por la verdad de esas enseñanzas, opiniones y aseveraciones que ellas tienen que exponer públicamente, sino solamente a causa

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de su interés (del gobierno), puesto que no sería conforme a su dignidad dilucidar el valor intrínseco de la verdad y así jugar él mismo al erudito. En efecto, las facultades superiores no son responsables, delante del gobierno, más que de la instrucción y de la enseñanza que ellas dan a sus agentes por la exposición pública; pues éstos circulan en el público como comunidad de ciudadanos, y son, por consecuencia, porque ellos podrían ser nocivos a la influencia del gobierno sobre ese público, sumisos a su sanción. Al contrario, las enseñanzas y las opiniones que las facultades tienden, bajo el apellido de los teóricos, a hacer enfrentarse recíprocamente, circulan en otro público, a saber, el de una comunidad de eruditos que se ocupan de las ciencias; el pueblo se resigna a no comprender nada, pero el gobierno encuentra que no le pertenece mezclarse en las disputas científicas.* La clase de las facultades superiores (como si ella estuviese a la derecha del parlamento de la ciencia) defiende los estatutos del gobierno, mientras que, en una tal constitución libre –como debiera ser aquella donde la cuestión es la verdad– debe haber también un partido de oposición (el ala izquierda), que es la bancada de la facultad de filosofía, porque sin el rigor de su examen y de sus objeciones el gobierno no sería suficientemente advertido de lo que podría serle ventajoso o perjudicial. Pero si los integrantes de las facultades quisieran, a su vez, proceder a transformaciones en lo que concierne a las disposiciones existentes para la exposición pública, el control del gobierno puede ejercerse sobre ellos, pues en tanto que innovadores se arriesgan a ser peligrosos para él, bien que él no pueda juzgarlos inmediatamente, sino sólo después de haber recogido el muy humilde parecer de las facultades superiores, puesto que esos agentes no pueden haberse visto asignados a la exposición de ciertas enseñanzas por el gobierno más que gracias a la Facultad. 4. Este conflicto puede muy bien ser compatible con el acuerdo entre la comunidad de eruditos y el de los ciudadanos sobre las máximas en las que el respeto debe necesariamente producir un constante progreso de dos clases de facultades hacia una más grande perfección, y finalmente, preparar la liberación de la opinión pública al respecto de toda limitación de su libertad por el árbitro del gobierno. Es así que bien podría llegar un día en que los últimos se vuelvan los primeros (que la facultad inferior se vuelva la facultad superior), no en la posesión del poder, pero sin embargo en la capacidad de aconsejar a aquél que lo detenta (el gobierno),

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el cual encontraría en la libertad de la facultad filosófica y en la ampliación así facilitada de su propio discernimiento, mejor que en su propia autoridad absoluta, los medios para el cumplimiento de sus fines.

Resultado

Este antagonismo, es decir, el conflicto de dos partidos coaligados el uno al otro por un objetivo final común (concordia discors, discordia concors), no es pues una guerra, es decir, un diferendo originario de la oposición de intenciones finales en lo que concierne lo mío y lo tuyo científicos, quienes, como todo en política, se componen de libertad y de propiedad, y donde la primera, como condición, debe necesariamente preceder a la segunda; por consecuencia, ningún derecho puede ser reconocido a las facultades superiores sin que al mismo tiempo quede permitido a la facultad inferior presentar al público erudito sus objeciones sobre ese punto. Traducción de Miguel Casillas5 Notas 1

El 12 de febrero se conmemora el 200 aniversario de la muerte de Kant. La Colección Pedagógica Universitaria rinde homenaje a este pensador universal, que impulsó la fuerza de la razón sobre el oscurantismo, y fue determinante para el desarrollo de las ciencias. 2 Véase, Homo Academicus. (1984).Perís: Minut, y La noblesse d’Etat. Grandes écoles et esprit de corps. (1989). París: Minuit. 3 Véase: I. Kant. (1964). El conflicto de las facultades. Buenos Aires: Losada (trad. Elsa Taberning); I. Kant. (1992). La contienda entre las facultades de filosofía y teología. Madrid:Debate-CSIC (trad. Roberto Rodríguez Aramayo). * Cada una de ellas tiene como regente de la facultad a su decano. Ese título, tomado de la astrología, que designaba originalmente uno de los tres genios astrales que presiden a un signo del zodiaco (de 30°), de los cuales cada uno administra 10 grados, ha sido desplazado de los astros, primero, a los campos castrences (ab astris ad castra, ver Salmasius (1648), De

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annis climacteriis, p. 561), y finalmente a las universidades; sin que sea sin embargo tomado en cuenta, precisamente aquí, el número 10 (para los profesores). Uno no tendrá rigor con los eruditos, de haberse olvidado de sí mismos, después de haber inventado casi todos los títulos honoríficos con que se adornan actualmente los estadistas. * Uno debe reconocer el principio del Parlamento de Gran Bretaña como algo muy ingenioso y acertado al considerar que el discurso del Trono pronunciado por su rey es una obra de su ministro (en la medida en que sería contrario a la dignidad de un monarca dejarse reprochar un error, una incertitud o una inexactitud, mientras que la Cámara, en cuanto a ella, debe estar en derecho de juzgar el contenido del discurso, de examinarlo y contestarlo). Uno debe reconocer, decía yo, que ese principio esta muy fina y justamente concebido. En el mismo sentido también la opción de ciertas enseñanzas que el gobierno sanciona exclusivamente para la exposición pública, debe quedar sometida al examen de los eruditos, puesto que no debe ser considerada como el producto del monarca, sino como el de un funcionario nombrado para ese fin, pues uno admite que pueda no haber comprendido perfectamente la voluntad de su soberano o incluso haberla falseado. ** Un ministro francés [Colbert 1619-1683] convocó a algunos de los negociantes más afamados y les pidió proposiciones para ayudar al comercio, como si él pretendiera escoger la mejor de entre ellas. Después que uno hubo propuesto esto, el otro aquello, un viejo negociante, que hasta entonces estaba callado, dijo: ¡Haga buenas rutas, tome buen dinero, otorgue un derecho de cambio rápido, etc., pero por lo demás déjenos hacer! Ésa sería más o menos la respuesta que la facultad de filosofía tendría que dar si el gobierno la interrogara sobre las enseñanzas prescritas a los eruditos en general: simplemente no contrariar el progreso de las inteligencias y de las ciencias. 4 En francés en el original. * Al contrario, si este conflicto se desarrollase frente a la comunidad de ciudadanos (públicamente, por ejemplo en los púlpitos), como los agentes (bajo el nombre de practicantes) hacen gustosos la tentativa, sería instruido, por fuera de toda competencia, frente al tribunal del pueblo ( al cual, en las cuestiones científicas, no le corresponde de ninguna manera juzgar), y cesaría de ser un conflicto de eruditos; pues entonces reaparece ese tipo de conflicto ilegal, evocado más arriba, donde las enseñanzas son

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expuestas de la manera que conviene a las inclinaciones del pueblo, y donde se propagan los gérmenes de la rebelión y de las facciones, y el gobierno es por ahí puesto en peligro. Estos tribunos del pueblo, que se adjudican ese rol por su propia autoridad, salen desde entonces del cuerpo de eruditos, usurpan los derechos de la constitución civil (los asuntos públicos) y son propiamente los neologos, de quienes el nombre, legítimamente odiado, es siempre muy mal comprendido si designa todo autor de una innovación en las enseñanzas o en las formas de la enseñanza (¿por qué lo viejo debe ser precisamente siempre lo mejor?). Al contrario, merecen ser así estigmatizados aquellos que introducen otra forma completa de gobierno o sobre todo una ausencia de gobierno (anarquía), confiriendo el poder de decidir, en eso que es una cuestión de ciencia, a la vox populi, pues ellos dirigen el juicio e influyen a su agrado sus habitudes, sus sentimientos y sus inclinaciones, teniendo así la facultad de despojar de su influencia a un gobierno legítimo. 5 Doctor en sociología por la École des Hautes Études en Sciences Sociales, Investigador visitante en el Instituto de Investigaciones Educativas de la UV y profesor-investigador titular del Área de investigación en sociología de las universidades del Departamento de sociología de la UAMAzcapotzalco.

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