Daniela Pisano. Mientras tanto

Daniela Pisano Mientras tanto... Sobre la autora Daniela Pisano nació en Buenos Aires el 20 de Enero de 1974. Es traductora literaria técnico-cient

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Daniela Pisano

Mientras tanto...

Sobre la autora Daniela Pisano nació en Buenos Aires el 20 de Enero de 1974. Es traductora literaria técnico-científica en inglés. Desde 1992 se dedica a la enseñanza de dicho idioma. También es co-fundadora de GrupoBeyond.com donde brinda sus servicios de traducciones. Desde muy chica se inclinó por la literatura, la escritura y los estudios teológicos. Daniela ha publicado recientemente el libro “Mi Valiente Valentina”, un diario dedicado a su hija de 4 años.

Queda hecho el depósito que previene la Ley 11.723. Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, ni transmitida por un sistema de recuperación de la información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin permiso previo por escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.-

Diseño: Gabriela Pisano Ilustración: Agustina Villa

Valu, vas a ser el faro que nos guíe siempre en nuestra travesía en este turbulento mar.

PRÓLOGO

E

ras mi inspiración. Me inspirabas a levantarme cada mañana, a salir a trabajar, a ser mejor, a escribir. Hoy mi inspiración es la esperanza de volverte a ver y de imitar tu ejemplo. Tu final no fue como en las películas de Hollywood, donde el bueno sufre a lo largo de toda la película y al final, su bondad y sufrimiento son recompensados con la solución a todos sus problemas. Todos. El enfermo terminal abre los ojos repentinamente gracias al remedio infalible del amor de sus seres queridos. Y hace un chiste. Y todos se ríen. La chica corre al aeropuerto a decirle a su chico que lo ama, segundos antes de que éste tome un avión con destino inhóspito, tratando de escapar del desamor de su amada. Ella grita su nombre; él se da vuelta; la auxiliar de a bordo esperando que se decida a embarcar o no; se miran sin pestañear; ella le dice “te amo”; él corre a abrazarla; todo el aeropuerto se detiene y se derriten de amor al ver a esa parejita a punto de ser felices y comer perdices. La auxiliar de abordo se encoje de hombros y chequea el ticket de embarque del siguiente pasajero. No, tu final no fue como el glorioso de las películas. Sí para vos, pero no para nosotros. Y, entonces, hay que dar vuelta la página y seguir leyendo este cuento. Aunque su princesita decidió protagonizar otro, para disfrutar de la Realeza suprema, en un país lejano, en un palacio indescriptible. Otro cuento. En el cual mi Bella Durmiente despertó de su dulce sueño con el beso del Príncipe de Paz. Un cuento sin brujas. Sin dragones. Sin pociones mágicas ni hechizos. Donde los bailes no terminan a la medianoche. Y los abundantes banquetes rebozan de pochoclo, chicle, frutilla con crema, aceitunas y alfajor. Tal vez allí le guste pasear en calesita y siempre saque la sortija. Se la pase subiendo y bajando escaleras, dejando una estela de miguitas de oblea o mantecol. Un cuento sin colorín colorado. Donde no hacen falta varitas mágicas para convertir sapos en príncipes azules. Allí son todos príncipes y princesas. En un reino desprovisto de déspotas y tiranos. Sin ambigüedades. Ni manzanas envenenadas. Donde todo es posible, excepto la maldad, la tristeza, el cáncer, la muerte. Ese lugar donde se está a salvo. Para siempre.

- Capítulo 1 -

–¡Te corro una carrera, nono! –¡No vale, yo llevo el mate y las medialunas! –Dame que te ayudo con algo. ¿Dónde desayunamos hoy? –preguntó Valu, agarrando el paquete de medialunas. –¿Vamos a la playa? –¡Síiii, dale!! De paso, después nado un ratito. Pensar que antes no me gustaba nadar y ahora es una de las cosas que disfruto más. –Nadá todo lo que quieras. Tenemos todo el tiempo (del mundo). ¡Qué hermoso día hoy! Igual que ayer… –E igualito que mañana, seguramente. Sentémonos acá, nono, al ladito de las margaritas. Mirá todo lo que caminamos y no me ensucié los pies. Tampoco transpiré –comentó Valen asombrada, mirándose las plantas de los pies. –¿Viste Valu? Ese es el encanto de este lugar. –Soy feliz, nonito. –Yo también, mi amor. –Ayer… o antes de ayer… aprendí a jugar a la rayuela. Jugué un montón –dijo Valu, levantando los bracitos en semicírculo. Tratando de demostrar cuánto había jugado ayer… o antes de ayer… –Después de que nades te enseño a hacer la vertical. ¿Querés? –preguntó su nono, mientras terminaba de llenar el mate de cuero y plata con yerba con sabor a menta. –¿No sos viejito para andar haciendo piruetas? –preguntó Valentina, torciendo la boca, pícara. –¿Viejito yo? Ni se te ocurra…Vamos a hacer la vertical y la vuelta carnero también. Desde que me sané de cáncer estoy hecho un pibe. –Yo también me curé de cáncer, nono. –Ya lo sé, Valu. –Muy ricos los mates, calentitos y espumosos como me gustan –comentó, jugando con la bombilla. –¡Mirá, Valu! ¡Las ballenas, los tiburones y los delfines están bailando todos juntos! – ¡Ahhhhh! ¡Esto no me lo pierdo! Me voy a nadar. Después seguimos con el mate. ¿Sí? –Vaya nomás. LLevate una medialuna… –agregó Alfredo, alcanzándole una. Valen dio marcha atrás, arrastrando los pies en la arena, y de espaldas tomó la medialuna de manteca. –Thank youuuuu –dijo, frunciendo los labios y dejándolos así. Amaba hacer morisquetas, la muy payasa. – Yo te miro desde acá, ¿sabés? El nono Alfredo pegó el último mordisco a la segunda medialuna que comía. Valu bajó la pequeña colina saltando y cantando en dirección al mar espejado, quien tenía los colores del arco iris y brillaba como una muchedumbre de estrellas titilando. Llevaba una margarita enganchada en su largo pelo. Alfredo observaba como el castaño cabello de su nieta cabalgaba en su espaldita. Muchos de sus amiguitos la siguieron, gritando “¡Valu, esperános, vamos 7

con vos!” Ella volteaba para verlos, sonriente, sin dejar de correr. Tanta luz hacía que el mar y el pelo de Valu brillaran como mil diamantes juntos. La voz de los nenes jugando y riendo componían una dulce canción que se ensamblaba con la voz del mar, quien perdió su braveza y la cambió por jugar. La mañana estaba preciosa, serena. Igual que la anterior. El aire purificador del mar ventilaba el alma de viejos recuerdos tristes. Era uno de esos días que uno quisiera guardar en algún lado. Como una rosa dentro de un libro. Uno de esos que querés inmortalizar, repetir, compartir con los seres amados. Esos días que te hacen suspirar y ser consciente y agradecido de que estés respirando. El clima perfecto, el mar, las medialunas, el mate, la salud, su nieta. ¿Qué más se podía pedir? Con una mano sostenía el mate que destilaba olor a menta y a cuero y que le entibiaba la palma. Con la otra jugaba con la arena blanca, cual niño con brillantina. La tomaba y la apretaba dentro del puño, para luego dejarla escabullir entre los dedos. Pasó una eternidad así. Y unos segundos. El tiempo no cuenta cuando se está de descanso. Y cuando disfrutás tanto. No hay reloj que pueda decirte cuándo dejar de suspirar de amor, tomar mate y jugar con brillantina. La arena de los millones de relojes de arena estaba ahora alfombrando la playa. El tiempo ya no era uno de los tantos mandamás que regían su antiguo universo. Ya no era tirano. ¿Cuántos minutos están establecidos para sostener un mate vacío hasta volverlo a llenar para sorber otro? Y ¿por cuántos otros puede un hombre de sesenta años jugar con arena? ¿Por cuántas horas podía mirar a su nieta brincar en la arena o chapotear en el agua sin cansarse? Jamás se cansaba de su nieta. Era como si ella le inyectara juventud. Estar con ella lo convertía en un chico, que quería hacer la vertical y la medialuna. Energizaba sus huesos. Borraba las arrugas. Se transformaba en su superhéroe. Lo hacía sonreír sin darse cuenta. Tenía la sonrisa impresa, grabada a fuego. Inamovible.

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- Capítulo 2 -

H

ulda y Federico conversaban en el huerto. No estaban desmalezando esta vez, sino sembrando semillas de tomates y zapallos. La huerta se encuentra detrás de su enorme y lujosa casa. La casa es enorme, para cuando vaya llegando el resto de la familia y para albergar a algunos nietos postizos que esperan la llegada de sus abuelos verdaderos. Toda su vida la pelearon mucho. Remando mar adentro, luchando contra olas gigantes. Siempre con una sonrisa, con aliento para dar a los otros y amor, mucho amor. Enfrentaron incontables momentos difíciles, imaginables siendo padres de once hijos, abuelos de treinta y un nietos y bisabuelos de incontables bisnietos. El lujo está más que merecido. Coronación de una vida de mucho sacrificio. A pesar del mismo, siguen manteniendo su esencia. Son humildes, trabajadores, siguen cultivando la tierra que por tanto tiempo cultivaron. Pero esta tierra es diferente ya que la trabajan por placer, no para ganarse el pan con el sudor de sus frentes. Plantan semillas por el hecho de ver nacer la planta, de cuidarla. Para asombrarse con el milagro de la vida, del crecimiento, de la llegada del fruto. Tan simple y extraordinario como eso. Además, gente de tanto trabajo, no puede holgazanear. No sabe holgazanear. Habían sido inseparables. La típica pareja de viejitos que van de la mano por la calle, al mismo ritmo, cuidándose recíprocamente las espaldas. Cuidándose de la vida, de los achaques, del pasar de los días, de las acechantes injusticias. Apoyándose y diciéndose “te amo” con cada paso que logran dar en la vereda. De esas parejitas que te das vuelta para ver. Que te roban una sonrisa. Las que te hacen murmurar “me encantaría llegar a viejo así”. Se amaban tanto. A pesar de los interminables años. A pesar de las heridas. De las añejas cicatrices. Con ese amor que sobrevivió al destierro, a la escasez, a la muerte de dos hijos. Federico se refería a Hulda como su novia. Y después de decenas de años juntos, aún la miraba embelesado, como si en verdad lo fuera. Siempre le decía “mi querida”. Me recordaba a Sarmiento. Tenía ojos azules, cejas blancas, pobladas. Bien fornido, de brazos fuertes de albañil y carpintero. Y manos grandes, tiernas, cubiertas de pelitos canosos. Cuando hablaba en alemán era como escucharlo cantar una canción. Cuando visitaba a sus nietos les decía “me parece que tengo algo en mi bolsillo para vos…a ver si estoy equivocado…” y tardaba media hora en hacerse el que fabricaba un caramelo en el bolsillo del pantalón. En una ocasión, armó decenas de sillas de madera para la iglesia en la cual uno de sus hijos era pastor. Y decía, dichoso, “pensar que en cada una de estas sillas va a estar sentada una persona que va a escuchar hablar de Dios”. Y en cada martillazo, o movimiento del serrucho servía a su querido Dios, con alegría. En su última internación, dejó de lado sus achaques y recorrió cuanta cama del hospital pudo, hablando a otros enfermos de Dios y orando por su sanidad. Cuando algún hijo se levantaba de madrugada para ir al baño, era común verlo arrodillado junto a su cama, orando, pidiendo por cada uno de sus descendientes. Hulda también era grandota, alta. Llevaba su cabello largo y finito enroscado prolijamente en un rodete. Tenía ojos azules, diáfanos. Cocinaba de maravilla. Aunque lo que sus nietos amaban era su pan con manteca y dulce de leche acompañado de enormes tazones de café 10

con leche. El pan, la manteca, el dulce de leche, el café, todo tenía un sabor especial en la casa de la oma y del opa. Sería la paz reinante que lo condimentaba todo. Ambos eran muy creyentes. Tenían una fe inquebrantable que movía las estructuras del ateo más acérrimo. Se deleitaban hablando de Dios. Como si de sus bocas destilara miel al hablar de Él. No podían no hablar de Dios o no cantarle alguna simple, pero profunda canción tal como “No hay Dios tan grande como Tú, no lo hay, no lo hay. No hay dios que pueda hacer las obras como las que haces Tú.” O “No puede estar triste el corazón que alaba a Cristo” O “Mi vida comenzó cuando el Señor llegó”. Las casas que habían tenido eran como templos. Abundaban los cuadros con paisajes y versículos bíblicos. Las Biblias, los himnarios, el aroma a tostadas, la paz. Cuando sus nietos los visitaban, Federico les cobraba una especie de peaje antes de poder salir a jugar. Uno a uno desfilaban hacia su silla, como si fuera Papá Noel. Tenían que abrazarlo, sentarse en su regazo, contarle cómo iban sus cosas y escucharlo hablar de Jesús. Cada pequeñín asentía acelerado, no queriendo faltarle el respeto, mirando el rostro de su opa y pispeando el jardín repleto de primos gritando (que ya habían pagado el respectivo peaje). Esperando que dijera la última palabra, seguida del silencio suficiente que marcara el fin de la conversación espiritual, para poder salir corriendo al patio a jugar. Aunque muchos de sus nietos parecieron ignorar, entonces, las palabras cristianas del opa, ellas fueron semillas sembradas en lo más profundo. Recordadas en momentos difíciles, anclas cuando la fe tambaleaba. Muchos de sus nietos y bisnietos siguieron su mismo camino de fe. Algunos, incluso, se han dedicado de lleno a la obra de Dios, siendo pastores, misioneros, teólogos. O simplemente personas que nunca dejaron de creer en el Dios de sus abuelos. Que decidieron prestar atención a las palabras antes ignoradas por preferir salir a jugar. Sus casas habían sido refugio de cualquier necesitado de un plato de comida, de un abrazo, de un poco de fe. Las navidades eran increíblemente mágicas. En la época tierna de la niñez, cuando entre Navidad y Navidad pasaban como diez años. Cuando las Navidades se hacían desear. Se reunía toda la familia y los primos que no se veían seguido no paraban de jugar a la mancha o a la escondida en ese paradisíaco caserón selvático en Del Viso. La mamá de Valentina siempre estrenaba un vestido largo confeccionado por su mamá para la ocasión. Luego de recitar el poema navideño en la iglesia de su tío y de recibir el gordo paquete navideño repleto de turrones, caramelos y alfajores, la mamá de Valu, corría alrededor del caserón, taconeando fuerte, excepto cuando jugaban a la escondida. Se imaginaba que era una princesa y que la casa de la oma y el opa era su palacio. Con el pasar de los años, el caserón no se veía tan grande y ese paraíso amazónico no tenía las dimensiones gigantescas que tenía cuando los nietos eran chicos. La antes olímpica pileta de natación pasó a ser una simple pileta, poco celeste, despintada y playa. Aprovechada por sapos y olvidada por los crecidos nietos. Al hacerte grande, parece ser, las cosas se empequeñecen, pierden su asombrosa magnitud. Pero la grandeza de la oma y el opa, sin embargo, había ido en aumento. Ellos eran árboles frondosos que sabían dar sombra y fruto en toda estación. Con raíces más que profundas y sólidas. 11

En donde viven ahora no hay iglesias. Pero ellos son templos vivientes. Cuando abren sus bocas es como si se abrieran las puertas de esas catedrales enormes para escuchar ese coro majestuoso, vestido de túnicas rojas, alabando con brazos en alto, ferviente y gozosamente a Dios. Después de recorrer la quinta y trabajar en ella, Hulda y Federico se sentaron a tomar mate en la mesa de la galería de atrás. Desde la cual se puede ver la quinta e innumerables plantíos multicolores que parecen zigzaguear. Acompañaron el mate con pan casero y manteca. Un clásico. Hulda acomodó su rodete antes de cebar el primer mate. –Tomate el primero vos, que te gusta fuerte –dijo a su esposo con una sonrisa. –Rico, muy rico, como siempre –halagó Federico, devolviéndole el mate vacío y aprovechando la ocasión para acariciarle la mano. –Hoy a la tarde voy a hacer strudel. Hace rato que no hago. Voy a hacer bastante para llevarle a Alfredo, a Valen y a Felipe. Y de paso los visitamos –dijo Hulda. –¡Visitar! ¡Si prácticamente vivimos juntos! –Tenés razón. Es una forma de decir. –¡Cómo no! Siempre es bienvenido tu strudel compartido en familia –comentó Federico. –¡Qué hermoso se ve el parque desde acá! ¡Qué precioso el maizal de los vecinos! –¿Ha visto? (Federico siempre decía esa frase) ¿Y las margaritas? ¿Te diste cuenta de que las margaritas cada vez crecen más lindas? –¿Cómo hicimos para vivir por tanto tiempo lejos de este lugar, viejo? –preguntó Hulda dejando escapar un suspiro junto con la pregunta. –Lo mismo me pregunto yo… ¿Cómo sobrevivimos a tanto sin haber contado con este lugar? ¿Sin este paisaje que mejora con los días? ¿Sin ese maizal? ¿Y sin esas margaritas? –Nuestro amor nos dio la fuerza –contestó, con la mirada fija en la huerta, y sosteniendo el mate con ambas manos. –Seguramente. Y él nos trajo acá. Como broche de oro para todo lo que pasamos. Lo bueno y lo malo –continuó Federico, con su mirada tierna pendiente en la de su esposa. –Creo que también ayudó tener la esperanza de vivir esto alguna vez –continuó Hulda, pasando un nuevo mate a su amado-. La esperanza de retirarnos alguna vez y descansar juntos me alentaba. –Muy cierto. La esperanza en un futuro mejor fortalece los huesos, oxigena el alma, te levanta para vivir el presente –dijo Federico cual poeta de profesión. –¿No sentís que vivimos siempre aquí? Tengo la sensación de no haber habitado otra casa que no sea esta –preguntó, sabiendo lo que su esposo le iba a contestar. Federico suspiró sonriente, la miró a los ojos y le dijo susurrando: –De alguna manera, siempre vivimos acá. Fue nuestro primer y último hogar. Fuimos hechos el uno para el otro y a la medida de este lugar. –¿Me extrañaste mientras te mudaste para acá? –No… 12

–¿No me extrañaste, viejo? –No…porque sabía que estabas viniendo. Y que estaríamos juntos. Y que tendríamos la galería y el maizal y las margaritas. – Y los jilgueros. No te olvides de nuestros pajaritos cantores. –¿Cuánto hace que plantamos las semillas de tomate?... ¿Cómo puede ser que ya tengamos tomates? Perdí la noción del tiempo… –Ayer las plantamos. No, hoy. No, antes de ayer… –¡Qué rojos están! ¡Qué grandes! Miralo a Martín arrancando uno. ¡Cómo le gustan! Martín vio a sus abuelos postizos desde la huerta. Los saludó con una manito, mientras con la otra sostenía el gran tomate que comía a mordiscos como una manzana. Chorreaba el juguito y le caía por el cuello. No le importaba. Seguía comiendo su tomate mientras se acercaba a la galería. –¡Hola! –gritó al acercarse. Hulda se paró para recibirlo. Se sacudió las migas del pan con manteca que se le habían aferrado al vestido floreado. Siguió parada con emoción, con los brazos preparados para abrazar a su pequeño nieto adoptivo. –¡Buenos días, precioso! –dijo al envolverlo con fuerza y cariño entre sus brazos grandes. –Buenos días, oma –contestó, perdido dentro del abrazo de su abuela. Hulda no lo soltaba. Martín parecía más chiquitín al estar rodeado del cuerpo fornido de su abuela. Le dio un beso con ruido en cada cachetito colorado y en su cuellito, quedando sus labios pegajosos por el jugo de tomate. Ahora se venía el abrazote del opa. –Dejáme un poquito de mi nieto para mí, también –dijo Federico a su esposa-. No es todo tuyo. Federico agarró a upa a Martu y lo sentó en su regazo. Acomodó su remerita y su flequillito. –¿Cómo anda mi nieto preferido? (a todos le decía lo mismo). –Muy bien, opa. Con ganas de desayunar. –¿No te alcanzó semejante tomate? –Sí, pero quiero alguna delicia de la oma. ¿Strudel hay? – Hoy a la tarde, precioso –gritó Hulda desde la cocina, mientras le preparaba el jugo a Martu. Te puedo ofrecer facturas, tarta de manzana, torta de ricota, pasta frola, muffins… –Un poquito de cada cosa, por favor –contestó emocionado, moviendo sus piernitas, que colgaban a upa del opa. Preparále a Hernán también que seguro estará bajando a desayunar. Al ratito salió Hernán, el amigo de Martín. Traía un montón de juguetes en sus brazos. –¿Jugamos, Martu? –Vamos a desayunar primero. –Bueno, pero después jugamos mucho. –Sí, jugamos mucho. –Traje los camiones, el tren y el tractor –dijo Hernán mientras miraba contento las cosas ricas que la oma iba poniendo en la mesa. –¡Wow! ¡Torta de ricota! Gracias, oma. Hulda besó a su otro nieto con la misma intensidad que a Martu. Un besito ruidoso en cada cachete y uno en el cuellito. Y después lo abrazó. Instantáneamente, como parte de un ritual, una vez libre de los brazos de la oma, Hernán acudió a los de su opa, quien lo sentó en su 13

regazo y le dijo “¿Cómo anda mi nieto preferido?” El pequeño le contestó “bien”, le dio un pellizco suave en el cachete, se bajó de las piernas de su abuelo del corazón y se sentó a desayunar. Hernán y Martu estuvieron en silencio por un ratito, saboreando la comida. Pellizcando un poquito de cada cosa. Riéndose váyase a saber de qué con la boca llena. Martu estaba sentadito frente a su amigo. Seguía moviendo las piernitas que colgaban de la silla de algarrobo. Hernán intercalaba miradas con su amigo, sus abuelos y la comida. Después de meterse algún bocado a la boca, tarareaba alguna canción golpeando el dedito anular contra la mesa. Martu acompañaba el ritmo golpeando sus piernitas contra las patas de la silla. –¿Vamos a la playa, Her? –preguntó Martu con bigotitos del jugo de naranja que había terminado. –Bueno, pero llevo los camiones, el tren y el tractor. –¡Claro! Yo llevo el flota flota. Jugamos un rato con la arena, pero después nadamos, ¿sí? –Sí, después nadamos. –Muy rico todo, oma, gracias. Después nos vemos. –De nada, Martu . –Gracias, omita linda. Nos vemos en el almuerzo. –De nada, Hernán lindo. Los esperamos con asado. –¡Viva! ¡Asado! –gritó Martu , corriendo a la par de Hernán, hacia la playa. De tanto correr, se le iban saliendo las ojotas, cosa que los tentaba de risa. Las ojotas saltarinas se convirtieron en un nuevo juego. Tiraban las ojotas y las tenían que ir a buscar. Así recorrieron el camino hacia la playa.

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- Capítulo 3 -

L

a playa estaba concurrida. Repleta de nenes y nenas gritando de alegría. El alboroto era música. El clima estaba ideal para nadar, para observar a los chicos jugar, para jugar al vóley, para leer en la arena. No hacía ni frío ni calor. La luz lo inundaba todo sin invadir ni encandilar. Las nubes tenían forma de gaviotas y las gaviotas volaban bajito, como queriendo unirse al juego de las criaturas. Sobre las bananas inflables flotaban hasta diez chicos juntos, que intentaban mantenerse invictos, aferrados a la enorme fruta como si estuvieran cabalgando un caballo acuático, pero finalmente, se iban cayendo al agua uno a uno, a las carcajadas. Otros tripulaban delfines, tiburones o ballenas inflables. Era asombroso ver esos animales conviviendo en armonía. Los chicos más osados hacían esquí acuático o andaban en motos. Alfredo disfrutaba el paisaje. No sólo el natural -la blanca playa besada por el cristalino mar, ambos rodeados de multicolores colinas. Lo que lo dejaba boquiabierto por horas era el todo. La naturaleza que cobraba vida con esos niños que la encendían. La bella playa, el bello mar, las bellas colinas, los bellos niños, su bella Valentina. Alfredo no podía dejar de mirarla. Con ese orgullo de abuelo que, según dicen, supera al de padre. Cuántas cosas veía en ella. Cuánto se parecía a su hijo. Cuánto se parecía a él. Aún a la distancia, Alfredo distinguía su voz, sus gestos, su sonrisa. Cuánto la amaba. La amaba tanto que el amor le salía por los ojos, en forma de lágrimas. No eran lágrimas de tristeza, sino de amor. Puro amor. Se preguntaba si todos los abuelos amaban a sus nietos así como él amaba a su Valu. También se preguntaba si su Valen sería consciente de todo lo que él sentía por ella. “Sí, seguro que lo sabe”, pensó en voz alta, mientras terminaba su tercera medialuna sin darse cuenta. Su amor lo hacía suspirar y reír sin pensarlo. Cada tanto Alfredo le pegaba un chiflido, como para recordarle que seguía ahí. Ella lo buscaba con la mirada y lo saludaba con la manito derecha, enérgicamente, por unos largos segundos. Con su sonrisa eterna bordeada de bigotes de chocolatada, asegurándose de que su nono la haya visto. No había peligro alguno, pero Alfredo no le quitaba los ojos de encima. Simplemente por la dicha de verla jugar. Y para compensar esos años que, por razones de fuerza mayor, tuvo que estar separado de su nieta. La brisa marítima despeinaba el hermoso cabello de Valen, haciéndole cosquillas en la cara, haciéndola reír. Valen no necesitaba las cosquillas de la brisa. Su carita estaba siempre contenta, como si no pudiera dejar de reír. Tenía una risa contagiosa. Empezaba despacito y terminaba gritando a carcajadas, agarrándose la panza, en cuclillas. Era común verla así, con sus amigos riéndose de su risa sin poder parar, olvidándose qué les había causado tanta gracia. Martu y Hernán se unieron a los juegos playeros de su amiga. Entre los tres armaron un castillo de arena con muchas ventanas y puertas. Decoraron los balcones con florcitas violeta y fucsia que encontraron al pie de una de las tantas colinas. Adoquinaron el camino a la puerta principal con caracoles. Ni bien los compinches arquitectos terminaron su construcción, comenzaron a habitarla cientos de vaquitas de San Antonio. –¡Listo! Terminamos nuestro castillo –comentó con satisfacción Martu, sacudiéndose la 16

arena de las manos. –Parece la casa de Hulda y Fede –continuó Valen, pasando sus deditos por su largo pelo castaño como peinándolo. –Sí, porque la casa de los bisabuelos es como un castillo –agregó Hernán. –Ellos son los reyes, nosotros dos los príncipes y vos la princesa – le dijo Martín a Valentina, pateando arena con el pie izquierdo. –¡Qué bueno que el castillo de la oma y del opa no es de arena! –expresó Valu, ladeando la cabeza. –Hoy la oma va a hacer strudel para todos. Vamos a ir a tu casa –le dijo Hernán a su amiga con los ojitos bien abiertos. –¡Strudel! ¡Qué rico! Juguemos un rato más y nos vamos, ¿sí? –comentó Valen, yendo en dirección al mar. Valen golpeaba el agua con las manos y los salpicaba. Los tres se pusieron a golpear el agua. Tanta agua saltarina por el aire no los dejaba verse el uno al otro. Demás está decir que eso les causaba risa. Todo era un buen motivo para reír. Después seguía nadar como perrito, moviendo los pies con todo, salpicando a más no poder también. Como despedida al agua, se tomaban de las manos y jugaban a la ronda. Iban para un lado y para el otro. Como invitados a la fiesta, se sumaban cardúmenes de peces globo y payaso. Salían del agua, pegaban un salto y desaparecían. Los chicos los llamaban y volvían a bailar al compás de las risas y de la ronda. Era muy llamativo. Los dos príncipes, la princesa y los peces brillando en el paradisíaco mar. Salieron del agua aún agarrados de la mano. Se sacudieron el agua, moviendo las cabecitas, los bracitos y las piernitas. Después se tiraron en la arena y comenzaron a rodar, quedando como milanesas humanas con tanta arena pegada en el cuerpo. Se pusieron a jugar con los vehículos de Hernán. A medida que el cuerpo se les iba secando, la arena pegada iba cayendo y se les empezaba a notar nuevamente la piel. El tren, el tractor y los camiones de Her recorrieron infinitas autopistas sin asfalto, dejando huellas que más tarde borraría el mar. Luego de jugar por un buen rato, estacionaron los transportes en la gigante cochera del castillo. Alguna que otra vaquita comenzaba a subirse al tren. –Cuando era más chiquita, a las vaquitas de San Antonio les decía “abejitas de San Antonio” –confesó Valu. –Parece que las vaquitas quieren viajar –comentó Martu, frunciendo los labios. –¿A dónde querrán ir? –preguntó Hernán, juntando los deditos de la mano derecha y moviéndolos en señal de interrogación. –A Buenos Aires, tal vez… -susurró Valentina. –¡No creo que quieran ir al ruidoso Buenos Aires después de vivir en un lugar como éste! – exclamó Martu. – ¿A Rosario? ¿Les conté que mi papá es rosarino? ¡Uy! Cuando mi papá se ponía a hablar de Rosario, no terminaba más… como todos los rosarinos…. –comentó Valu. –¡Miren! ¡Una botella! –gritó Martu, parándose para ir a buscarla. 17

Era una de esas botellas con mensaje que trae cada tanto el mar. El mar no sólo habla a través de caracoles, sino también lo hace con botellas. –¿Qué dice el mensaje, Valen? –preguntó moviendo las dos manitos Hernán. –PAZ. –¿La guardamos? –preguntó Hernán. –No, devolvámosla al mar. Así el mensaje le puede llegar a otras personas –contestó Martu. Los tres acompañaron a la botella mensajera a regresar a su travesía. La vieron alejarse, subiendo y bajando con el oleaje de las aguas. Un incipiente olor a asado recordó a los varones que era hora de almorzar. –¿Venís a comer asado con nosotros? –invitó Martu a su amiga. – No, almuerzo en casa. Mi bisabuelo me va a hacer fideos con ricota. Nos vemos a la tarde. Decile a la oma que haga muuuuuuucho strudel. ¿Eh? –contestó Valen, mientras se recogía el pelo en una colita.

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- Capítulo 4 -

Guadalupe está preparando el cumple de quince a una vecinita nueva. A ella le encanta organizar fiestas. Tiene muchas ideas y se da maña. Sabe diseñar vestidos, adornar salones, peinar, maquillar. Guada tiene un arsenal de amigas quinceañeras, pero su preferida es Valentina. Aunque tiene sólo cinco años, en realidad es como si tuviera quince, por lo madura que es. Valen no desentona en el grupo de amigas de Guada, para nada. Hablan de igual a igual, como si no tuvieran diez años de diferencia. Valen opina, sugiere, como una más. Es la mascota del grupo, pero a la vez la tratan como a una grande. Se siente importante al ser tenida en cuenta, se le llena el pechito de orgullo cuando le piden opinión. Y ella siempre tiene algo que decir. Algo que acotar. Ama dar sus puntos de vista sobre cada situación. Guada y Valen se conocieron en una clínica de Buenos Aires, hace un tiempo atrás, cuando ambas estaban en tratamiento por leucemia. Afortunadamente, eso es historia pasada, sólo un mal recuerdo. Vencieron al cáncer y hoy rebosan de una increíble salud. No quedó vestigio alguno en sus cuerpitos de esa terrible enfermedad. A Guada no se le había caído el pelo. A Valen sí, pero ya le había crecido nuevamente. Fuerte y sano. Como ella. Las amigas no paraban un minuto. No sólo el mal trance las había unido (sólo ellas saben lo que habrán sufrido) sino esa constante necesidad de dar, de hacer bullicio, de bailar y de tentarse por cualquier mínima cosa que pudiera servirles de excusa para tentarse. Y que para cualquier persona pasaría inadvertida. -¿En qué te ayudo, Guada? –preguntó la inquieta de Valen, sonándose los deditos. -Ya termino de embolsar el confeti y arrancamos con la decoración –contestó Guada, haciéndole el último nudo a la última bolsa de confeti. -Voy barriendo mientras, quedó confeti en el piso. -Dale. Guada pone la bolsita junto con las otras y busca las telas y flores. Valentina guarda la escoba detrás de la puerta de la cocina del salón de fiestas. Se acomoda el pelo detrás de las orejas y corre a ayudar a su amiga. Las amigas estuvieron un rato largo adornando el salón, intercalando la decoración con chocolatada y anécdotas familiares. Guada y Valen amaban hablar de la familia. Valen no se cansaba de contarle de sus travesuras. Guada se reía mucho de las locuras de su mini amiga y le contaba las de sus cuatro hermanos. Congeniaban porque las dos eran alegres. Temperamentales. -¿Te conté de los apodos que me ponía mi mamá? –preguntó Valu, sabiendo que había sacado un buen tema para reírse un buen rato. -Noooo –contestó Guada, colgando la última tela en la pared. Intuyendo que se venía algo divertido. -Mi madre –comenzó solemnemente, rara vez me llamaba por mi nombre, sólo cuando me retaba, típico. Me decía “Pocha”, “Señorita Reina”, “Pollito en Fuga”… Guada se rió tanto que le agarró tos. 20

-¡Mi mamá también me decía Pocha!!! -Pará que hay más, eso no es todo –continuó con las manitos en la cadera. “Pajarito Volador”, “Piojo Loco”, “Cielo Azul con Estrellitas Multicolores”, “Pichonísima”, ¿”Pollito en Fuga” lo dije?... -Sí, lo dijiste… –contestó Guada agarrándose el estómago de la risa. -Mi mamá era así. Juntaba un par de sílabas y ya tenía un apodo nuevo. Y te llamaba “Pupi”, “Coka”, “Toti”. A veces no sabía si me llamaba a mí o a mi hermana. Por las dudas contestábamos las dos. Y a veces hasta mi papá acudía a sus llamados, porque a él también le ponía sobrenombres raros. ¡Qué loquita! A esta altura Guada ya estaba sentada en el piso, tipo indio, escuchando los disparates de su amiguita y contemplando sus ademanes. Valen hablaba mucho con el cuerpo. Tenía los mismos gestos que su mamá. -¿Te cuento otra? -Sí, por favor. -Mi mamá no sólo nos inventaba nombres a nosotros sino que también distorsionaba los nombres de las cosas. ¡No sé de dónde sacó esa manía! Decí que nosotros ya habíamos aprendido su lenguaje y la entendíamos… Cuando nos mandaba a lavarnos los dientes nos decía “¿ya se lavaron los dientuscos?”. Cuando le preguntaba a mi hermana si tenía tarea le preguntaba “¿Tenés tareusqui?” Cuando nos teníamos que bañar nos decía “Vamos a darnos un bañusqui”. - ¡Cómo me hiciste reír hoy! -Y cuando estaba muy, muy cansada te decía “silla” cuando quería decir “mesa”. O se tildaba y te decía “¿me traés la……….?” Y ahí empezábamos mi hermana y yo con el rally de palabras… “¿La cuchara?”, “¿La lapicera?”… Nos acelerábamos tratando de adivinar qué quería… Ella seguía sin decirnos qué quería. Chasqueando los dedos con una mano y con la otra agarrándose la cabeza o la boca. Cuando al fin acertábamos, ella decía, siempre: “bueno, es que estoy viejita ya, me voy olvidando las cosas”. Y ahí a mi hermana le agarraba el ataque de ternura, la abrazaba y le decía: “No estás viejita má, estás cansada, es eso”. A Valu se le llenaron los ojitos de amor. Hubo un pequeño silencio, un par de suspiros que ayudaron a recuperarse de tanta risa y ahí arrancó de nuevo. -También me decía “Sapito Clo Cló”, “Cocucha Efervescente”, “China”, “Cosa Seria”, “Chanclet”, “Chanchito de la India”, “Pío Pío”, “Firulais”... –siguió Valu, riéndose también y moviendo la cabecita para ambos lados y mordiéndose el labio inferior, como diciendo “no puede ser”. -¡Qué imaginación tenía tu mamá! -¡Me decía “Chanchito de la India”! ¿Lo podés creer? (“Lo podés creer” era una típica frase de Valu, que, a su vez era una típica frase de su mamá) –preguntó, subiendo y bajando los deditos juntos- ¿De dónde lo sacó??? -¡Ay, Valu! No sé… -contestó Guada, secándose las lágrimas alegres. -Mi mamá me daba unos abrazos tan fuertes que me hacía sonar los huesitos de la espalda. 21

Después, ya por instinto, me agarraba a upa y hacía todo con una mano. Y eso que últimamente yo ya estaba pesada. Pero parece que a mi mamá yo no le pesaba. Era como una extensión de su cuerpo, decía ella. Yo no decía ni pío. Me encantaba andar por la vida a upa de mi mamá. -¡Qué tierno, Valu! -¡También llegó a decirme “Panchito con Mostaza”! ¡Panchito con Mostaza! –gritó, haciéndose la indignada, pero conteniendo la risa. Y mi hermana, cuando nací, me decía “Buby”. Hasta ahí, vamos más o menos bien. Pero después, se ve que imitando a mi madre, tuvo que distorsionar mi apodo y entró a decirme “Bubylandia” ¡¡Bu-by-lan-dia!! -No te podés quejar, Valu. La mayoría de las personas tienen apodos comunes: Pepa, Coca, Tita…. Los tuyos eran por demás originales. -Sí, la verdad que sí. Tanto apodo, tanto apodo, a veces me olvidaba que me llamaba Valentina. Cuando me llamaban por mi nombre, me parecía raro. En fin… Pará, me acordé… y por si esto fuera poco, también teníamos los apodos dúo. -¿Apodos dúo? -Sí. Cuando se refería a mi hermana y a mí éramos “La Tota y la Porota” o “Lilo y Stitch”. -Ya sé, dejame adivinar. A que Stitch eras vos… -¿Te cabe alguna duda?... Obvio que Stitch era yo… Tuve épocas que era tremenda. Me encantaba desobedecer. “No” era “sí” para mí. Después, con el tema de la enfermedad estuve más tranquila. Hacía más caso. Veía a mi papá y a mi mamá tan tristes y cansados que decidí portarme bien. -Tengo ganas de bailar, Valu. ¿Bailamos? –Guada no quería recordar su enfermedad. No tenía sentido. Guada y Valu bailaron al compás de interminables canciones de interminables estilos. Estrenaron el salón adornado con telas y globos violeta y fucsia. Cada tanto, Valu se hacía la que se resbalaba y se caía para hacer reír a su amiga. Guada le seguía el juego y se caía también. Tiradas en el piso, levantaban las piernas, hacían abdominales, se hacían las payasas. Valu hacía la vuelta carnero al ritmo del reggaetón. Ahora que sabía hacer la vuelta carnero, cualquier oportunidad le venía bien para practicarla. Se hacían las que patinaban sobre hielo. Y saludaban cual miss universo a una audiencia invisible que las aplaudía al compás de sus piruetas sobre el hielo de fantasía. La pista del salón era más brillosa con el brillo de esas angelicales bailarinas. -Te advierto que cuando venga mi madre, no te va a decir ni Guadalupe ni Guada. Preparate porque seguro te llama “Guadalupín”, no sé…. -Me encantaría que me llame así… -¿Cuánto falta para que venga mi mamá? –preguntó Valen, mientras giraba risueña en una ronda con Guada. -Falta poco, muy poco… ¿Y la mía? ¿Cuándo vendrá la mía, Valu? -Mañana. Pasado mañana. Dentro de un ratito…. 22

- Capítulo 5 -

F

elipe terminaba de baldear el patio. Había sido sastre para una importante casa de trajes. Y como ya estaba jubilado, una de sus actividades preferidas era baldear con su bisnieta. Además de cocinar deliciosos espaguetis con ricota o brócoli. Tenía la cabeza bronceada y era casi casi pelado, salvo por unos mechoncitos de pelo finito y canoso encima de las orejas y arriba de la nuca. Caminaba despacio, con los brazos hacia atrás y las manos agarradas. Tenía unos ojitos verdes hermosos. Era muy buen mozo. Cuando le hablaba a Valen en italiano ella se reía y lo miraba con cara de qué me estás hablando. Y le seguía hablando en italiano empecinado en que ella lo iba a entender. Sabía inglés también, por haber estado como prisionero de guerra, entre otros países, en Inglaterra. Era igualito a Fangio, el corredor de autos. Cuando Felipe visitaba a sus amigos y parientes, no tocaba el timbre. Se ponía a chiflar en la ventana y ya todos sabían que era él. A veces chiflaba canciones raras. Irreconocibles. Como la mayoría de los viejitos que entran a silbar una melodía que tiene el ritmo de dos por cuatro, pero que ni ellos saben cuál es. Un lugar al que con frecuencia llevaba a Valu era “el tronco”. A ella le fascinaba ir allí. En realidad no era un lugar propiamente dicho, sino simplemente un par de cuadras sin asfalto, con casas grandes tipo quintas a unos escasos kilómetros de donde vivían. Cuando su bisabuelo Felipe le decía “¿Vamos al tronco?”, su corazoncito empezaba a latir más rápido de la emoción. Para Valu era toda una aventura, como entrar a otro mundo. Uno enorme y selvático. Le decían así porque en la vereda de una de las casas había un tronco largo y grande colocado horizontalmente, en donde se sentaba con Felipe a respirar aire puro. A un costado del tronco había un tremendo sauce llorón, asi que cuando se sentaban, tenían que correr las ramas del sauce para hacerse lugar. Cada tanto, las ramas traviesas se encaprichaban en ser el flequillo verde de Valentina. Cuando había estado sentada por un ratito se ponía a juntar caracoles y a investigar entre los yuyos, las plantas y flores, a ver si encontraba algún trébol de cuatro hojas, o algún bichito raro que no fuera ni bicho bolita ni ciempiés. Pegaba un grito cuando encontraba una vaquita de San Antonio, ya que eran sus preferidas. Felipe se quedaba sentado, con los codos apoyados en las rodillas, observando a la Indiana Jones de Valentina. Como era una nena con mucha imaginación, creía que colgado de algún árbol aparecería Tarzán con Chita o algún tierno león. Valen volvía de adornar el salón con Guada. –¿Baldeaste solito, Filippo? –Sí, piccolina. –¿Por qué no me esperaste, Filippo? –Más tarde baldeamos de nuevo. ¿Capito? –Capito. –Ya es hora de que dejes de decirme Filippo y me digas bisabuelo. ¿No? –dijo Felipe haciéndose el enojado, mientras acomodaba el balde y la escoba en el armario. –Ok. Bisabuelo Filippo –contestó Valu, agarrando la pielcita arrugada del codo de su bisabue24

lo y haciéndole cosquillas. Felipe respondió agarrando la pielcita del codo de su bisnieta. Y haciéndole cosquillas también. Valu se sentó a la mesa a pintar. Nada mejor que dedicarse a algo tranquilo después de tanta playa y tanta decoración y tanto baile y tanta risa…. El living de la casa era enorme. Minimalista. Lo inundaba una constante fragancia a panadería. A hogar. Había una ventana doble, gigante, tipo puerta que daba al jardín y a través de la cual, cuando Valu no hacía bochinche, se escuchaba el canto del mar. Las cortinas blancas flameaban siempre. Valu solía dejar de pintar para mirarlas flamear. Enroscarse y desenroscarse. Tocar los vidrios impecablemente limpios, reposar por unos instantes y volver a volar. El único desorden de la casa lo causaban la infinidad de juguetes desparramados por doquier. En realidad daban un toque ornamental y lúdico al impoluto hogar. No, no daban el aspecto de desorden. Los juguetes daban fe de la vida de la casa. De la presencia de niñez. La niñez es la mejor decoración de cualquier casa. Y ésta estaba bellísimamente, armoniosamente decorada. De las paredes blancas colgaban cientos de retratos familiares. Ninguno estaba torcido. Todos alineados a la perfección. Rostros hermosos ligados por el afecto y la sangre. El lujo reinaba. No la ostentación. El lujo. Una especie de lujo austero. Si es que eso existe. La casa brillaba debido a los materiales con los que estaba hecha, jaspe, esmeralda y zafiro. Y por el amor reinante y por la extremada limpieza de sus ocupantes. Valentina, Alfredo y Felipe eran el escuadrón de la pulcritud. Espadachines del orden. Para ellos limpiar era el mejor pasatiempo. “Dios los cría y ellos se juntan”, dicen. No había en el barrio casa más baldeada, lustrada, encerada y ordenada que la de los tres mosqueteros del brillo. Valu sacaba punta a su lápiz violeta cuando vio entrar a su opa y oma con su respectivo abundante strudel por la ventana puerta. Saltó de la silla y fue a abrazarlos. Voluntariosa como de costumbre, tomó el strudel y lo llevó a la cocina. Se subió a un banquito para alcanzar las copas de cristal para preparles chocolatada a sus bisabuelos. La oma y el opa se sentaron a la mesa mientras observaban a su bisnieta cortar el strudel y preparar chocolatada al mismo tiempo. Valu dejó sus actividades por un instante y colocó los individuales de mimbre frente a cada invitado. Ahí se dio cuenta que le faltaban dos. Su Martu y su Hernán. –¿Y mis amiguitos? –preguntó sin dejar de acomodar los individuales prolijamente. Hulda y Federico no podían ocultar la risa. –¿Y Martu y Her? –volvió a preguntar como si la oma y el opa no supieran de quiénes estaba hablando. Mientras se estiraba para extender el individual de la punta de la mesa. Ni bien terminó de preguntar, vio dos ardillas gigantes atravesar la ventana puerta. Una un poco más alta que la otra. Fingió asombro, pero sabía perfectamente quiénes eran las ardillas. Sabía que una se llamaba Martín y la otra Hernán. –Chicos, me parece que es hora de que se consigan otro disfraz… Ya sé que son ustedes… dijo, mientras le quitaba con fervor los grumos a la chocolatada. 25

–Tenés razón. Es hora de que nos hagas otro disfraz, oma –contestó, sacándose la cabeza de ardilla y apoyándola en la mesa. Ahora era medio ardilla y medio Martu. Alfredo y Felipe se sumaron a la merienda familiar. Entraba un vientito marítimo respetuoso por la ventana. De esos que no te vuelan el mantel, ni las servilletas y ni te despeinan todo. Alfredo abrió la puerta principal y dos ventanas pequeñas laterales para que la brisa toda pudiera compartir la merienda con ellos. Se volvió a sentar. –¿Quiere dar gracias, Don Federico? –preguntó Alfredo. Una pregunta por demás retórica. –Como no, es un honor –contestó Federico, como era de esperarse. –Gracias, Dios, por estos alimentos. Gracias por tenerlos cada día. Gracias por esta mesa en familia. Gracias por la salud. Cuida del resto de la familia y amigos. Amén. –Amén –dijo el resto al unísono para luego atacar el strudel sin piedad. Alfredo ya había estado sentado por unos cinco minutos. Era demasiado. Algo tenía que inventar para poder pararse. Se levantó, puso un cd y sin timidez alguna se puso a bailar. Valu, que también ya había pasado su límite de tolerancia de quietud permitida, imitó a su abuelo. Hacía el pasito de taparse la nariz con una mano, con el otro brazo levantado, descendiendo despacito hasta el suelo. Movía su cadera, poniendo cara de cicunstancia. El resto seguía sentado. Martu y Her empezaron con las palmas, al compás de la música y los bailarines. Valu saltaba, movía los brazos con desenfreno, sacudía la cabeza, despeinándose toda. Hulda y Federico acompañaban con los pies. Felipe silbaba. Los siete disfrutaron a más no poder. Los ocho, quise decir. La risa era un invitado fijo, infaltable en cada reunión familiar.

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- Capítulo 6 -

E

l País de las Cosas Lindas era bastante parecido a un parque de diversiones, pero mejor, mucho mejor. Era una especie de Disneylandia, pero gratis. Increíble, pero gratis. Increíblemente gratis. Y fantástico. Y espectacular. Y mágico. Por todos lados se sentía la fragancia a jazmín, freesias y rosas. Estaba lleno de nenes y nenas riendo todo el tiempo. Ninguno lloraba ni se portaba mal. No querían perder el tiempo llorando y portándose mal. Había que aprovechar al máximo, todo, todo lo que ese lugar ofrecía. Compartían los juguetes y las golosinas. Cada vez que iba, Valen no sabía a dónde ir primero. Había peloteros que en vez de pelotas tenían hebillas, pulseras, anillos…todo lo que la coqueta de Valen amaba. Podía llevarse cuantos quisiera a su casa. Había hamacas con luces y velocímetros y marcador de altura. Areneros con arena comestible, con gusto a vainilla, chocolate, frutilla y todos los gustos que se puedan ocurrir. Máquinas expendedoras de gaseosa, golosinas y facturas. Con sólo apretar un botoncito tenía lo que quería. También había baúles con miles de juguetes y juegos de mesa. Podía tirarse de paracaídas y caía sobre un colchón inflable gigantesco, en el cual podía saltar y acostarse todo el tiempo que quisiera. Había camas elásticas también, en las cuales saltaba tan alto que veía al resto de los nenes como hormiguitas. Al subir y bajar de la cama elástica, Valu se sentía un “pajarito volador”, así como la llamaba su mamá. Volando hacia el “cielo azul con estrellitas multicolores”, así como también le decía su mamá. Valen se puso a jugar a las Barbies con Gime, otra ex compañerita de lucha. Al ratito ya eran como veinte las princesitas jugando, charlando, riendo, compartiendo galletitas y anécdotas de bicicleta. Todas fanáticas del pico dulce, el pochoclo, el chicle y el mantecol. De fondo se escuchaba, al igual que en Disneylandia, “qué pequeño el mundo es…” Se hicieron amigas inseparables, eternas. En el País de las Cosas Lindas lo lindo nunca se pone feo. Los amigos nunca se pelean. Las muñecas siempre se prestan. Las golosinas no producen caries ni dolor de panza. Las cosas caras son gratis Allí siempre es primavera y Navidad. Los recuerdos felices se atesoran. El amor se intensifica. La alegría no tiene fin.

Como en Disneylandia, pero mejor. Mucho mejor.

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- Capítulo 7 -

L

uego del País de las Cosas Lindas, el mejor plan sería tirarse en la cama, saborear un caramelo de dulce de leche y escuchar un buen cuentito. Entraba mucha luz por el ojo de buey ubicado a la izquierda de la cama. Y mucha más por el ventanal que daba al balcón de su habitación. Las cortinas de Winnie Pooh no impedían el acceso del educado resplandor. La brisa jugaba con ellas y hacía bailar a los gorditos ositos fanáticos de la miel. Abrazadita a la brisa venía la música. Canciones de cuna constantes, armónicas, angelicales. La habitación de Valu estaba pintada a rayas fucsias y violetas. Olía a limón y melón. Y también a jazmines. Había una biblioteca alta hasta el techo, blanca, repleta de libros de cuentos, intercalados con peluches de todo tipo de animales y fotos de la familia. A la derecha del ventanal, estaba el escritorio, también blanco, donde Valu tenía sus cuadernitos, libritos para pintar y sus latas con lápices, crayones y fibras. Todo acomodado prolijamente, de punta en blanco. Cada cosa en su lugar, como era costumbre de Valen. Tenía una alcancía rosa que hacía las veces de caramelera o chiclera, porque guardaba más chicles que caramelos. Sus chicles preferidos eran los de uva con juguito. Ya había aprendido a hacer globo, aunque más de una vez se le explotaba en la cara. Igual, era divertido, tener la carita impregnada de chicle y de olor a uva. Junto a su placard fucsia había una enorme casita de muñecas. Con la anterior que tuvo, sólo se divertía tocando una y otra vez el chillón, estridente, insoportable timbre. Jamás ubicó los muebles, ni los muñequitos con cara de póquer, ni le hacía voces, no. La gran y nómade casita de muñecas sólo le sirvió para que tocara el timbre. Con ésta jugaba y se entretenía por horas. En el balcón vivía Benyu, el hámster. Era muy parecido al anterior hámster, que también se llamaba Benyu. En realidad, al principio, el antiguo Benyu había sido Benjamín, pero como en la familia de Valu era costumbre distorsionar o cambiar los nombres, luego fue Benyulino, hasta que finalmente negociaron en “el Benyu”. Éste, fue desde un principio Benyu, sin tanto protocolo. No lo tenía confinado a una jaula como al otro. Andaba libremente por el balcón. Tenía sus recipientes con agua y comida de los cuales se servía cual señorito inglés. Valu amaba a su hámster. Su mascota fiel. Ni bien lo llamaba, el bichito se asomaba a la habitación. Valu le decía “Te quiero, bebito”; él se quedaba mirándola un ratito como contestándole “Yo también” y pegaba la vuelta en dirección a su ruedita. A veces, Benyu habitaba la casita de muñecas. Se sentaba en el living, juntaba sus manitos como si estuviera orando y disparaba para el balcón. Valen observaba su velador que giraba en su mesita de luz. La luz del mismo era casi imperceptible por la luz reinante en su cuarto. Las princesas de Disney giraban una y otra vez, impresas en la tela de la pantalla. Valu saltaba en la cama como si fuera una cama elástica. No era lo suyo estar quieta. Al menos no por mucho tiempo. Se calmó cuando vio entrar a su nono. –Nono, ¿me contás un cuentito? –preguntó Valen con sus bracitos detrás de la cabeza y una 30

pierna doblada y apoyada sobre la rodilla de la otra. Llevaba puesto el pijama de Tinker Bell. –Pero cómo no… contestó Alfredo, que la había ido a arropar. Sabía que siempre debía llevar algún cuentito bajo el brazo. Y dos o tres más de repuesto. Uno nunca era suficiente. Alfredo se sentó a un costado de la cama blanca de Valu y le acomodó el flequillito. Era la hora de las aventuras en pijama. A pedido de su nieta, Alfredo trataba de emular las aventuras que su hijo había vivido con su amada hija. Cada noche, antes de dormir, Valentina y su papá iniciaban maravillosas aventuras. Valen acomodaba bien la sábana, el acolchado y la almohada, alistando su cama como si fuera el cohete que la haría recorrer mundos fantásticos. Su papá era el piloto y ella la entusiasta copiloto. “¿Lista?”, preguntaba su papucho. Valen asentía con emoción, abriendo sus ojitos al máximo, poniendo su pelito detrás de las orejas y mordiéndose los labios. Y el cohete despegaba con las palabras mágicas “había una vez…” Visitaban a Caperucita, no la roja sino una azul. A veces había varias Caperucitas, verdes, celestes y hasta aparecía el lobo, pero era bueno y no le hacía nada a la abuelita. La abuelita hacía unos deliciosos panqueques con dulce de leche y crema. Tenía que hacer muchos porque el olorcito atraía a Blancanieves con sus siete amiguitos, a Campanita y a la Bella Durmiente que se despertaba con ese rico olor y era la que más comía. Otras veces paseaban con un pato gruñón que se la pasaba quejándose y que nada le venía bien. Cada tanto volaban en globo aerostático y sacaban fotos a todos los países que se veían chiquititos desde esa altura. Y daban la vuelta al mundo no en 80 días sino en 8 minutos. De repente, aparecía la medusa, la veterana medusa que ya venía siendo protagonista de los cuentos de la hermana de Valen. Y que le daba un toque de suspenso a las historias. No sé por qué le daba suspenso, pero cada vez que aparecía, Valen ponía cara de que algo iba a pasar. La famosa medusa también era buena y traía consigo a sus amigos acuáticos. El delfín Lolo, la ballena Tita y el caballito de mar Rodolfo. Y todos juntos viajaban en submarino, conociendo las bellezas de las profundidades del mar. En ocasiones veían a las estrellas de mar tocar la guitarra mientras los pulpos cantaban y los cornalitos bailaban. O a las ostras jugar a la mancha o a la escondida. Cualquier cosa podía pasar en estas historias, por eso Valen las esperaba con tanta expectativa cada noche. Ni bien llegaba papá de trabajar, no lo dejaba ni saludarla que le decía “¿Me contás un cuentito?”. Tan interesantes eran los cuentos que, muchas veces, la mamá dejaba de leer su libro o prestar atención a la tele para también participar. Entonces ella y Valen se miraban con carita de sorpresa por no poder creer las cosas locas que pasaban. Otras veces, Agus, la hermana mayor, que ya estaba grande para cuentos, también se enganchaba como quien no quiere la cosa…. Valen siempre se enojaba cuando terminaban los cuentos. Entonces, si no era muy tarde, su papi le contaba otro o alargaba el que había terminado. Pero para ella nunca era suficiente. No había nada más apasionante en el día que escuchar los cuentos nocturnos y desopilantes de su papá. 31

El cuento de hoy se titula “La mochilita de Valu” –anunció el nono Alfredo solemnemente. –¿Soy yo? –preguntó Valentina con asombro, mordiéndose el labio inferior de emoción. –Sí, era usted, señorita. Valen se acurrucó en la camita, ahora estaba sentadita como indio, con las manitos agarrando los pies. Se acomodó como si estuviera a punto de iniciar un largo y emocionante viaje. –¿Lista, señorita? –Lista, nono Fredo. Valu tenía una mochilita de Kitty cargada de cosas. Eran cosas abstractas, por eso no pesaban, pero eran valiosas e importantes. Valu no se sacaba la mochi por nada. Era como parte de su cuerpito. Iba por todos lados cual mochilera, compartiendo sus pertenencias con generosidad. Cuando su mamá estaba preocupada, abría el cierre emocionada, dispuesta a sacar tranquilidad y paz para ella. Cuando su papá estaba cansado, despegaba el abrojo del bolsillo de la izquierda y sacaba descanso. Cuando su hermana estaba triste, metía la manito apurada en su rebosante mochila y sacaba un puñado de sonrisas. Cuando su abuelo venía a visitarla, como si ella supiera lo que él venía a buscar, revolvía entre sus cositas invisibles y le regalaba juventud, y un poco de alegría también y de vez en cuando, alguna que otra travesura que lo hacía reír y tener alguna anécdota que contar a sus amigos de fútbol. Siempre eran travesuras tiernas, de las que no te olvidás jamás. Así era Valu, con su mochilita de Kitty. A medida que Valu crecía, crecía el tamaño de su mochila, porque las virtudes que ella llevaba dentro parecían multiplicarse. Y cuanto más daba, más se llenaba. Y ella más feliz estaba. . Porque así son las cosas buenas que llevamos dentro, cuanto más las brindamos, más tenemos. –¿Me contás otro, nonín?... En un Reino muy cercano a los nuestros vive un Rey. A diferencia de la mayoría de los reyes este es humilde, le gusta jugar con los nenes, comparte sus riquezas y sabiduría y no le gusta ni el protocolo, ni la pompa, ni el ceremonial. Lo que más le llena el corazón es estar con Sus amigos. Él no tiene súbditos. En vez de estar en Su trono, decidió jugar al fútbol en un potrero. Saltar a la soga con las nenas en el recreo. Conversar con la gente enferma en el hospital. Viajar en colectivo, o subte o tren con el que va a trabajar. Abrazar al que está triste y solo. Y no es que hace caridad porque llegan las elecciones y quiere salir bien en la foto y así seguir sí o sí en el poder. No. Él no quiere imponer Su monarquía , sólo quiere que lo quieran y que disfruten vivir con Él. Cambió sus carísimos zapatos de cuero por sandalias o alpargatas o por andar descalzo. Es más cómodo ayudar con ropa cómoda. No es que ser elegante esté mal, no. Pero a este Rey le gusta andar por la vida sencillo. Sin más equipaje que un corazón lleno de compasión. No sé cómo se las ingenia para tener tiempo para todos. Hoy hablé con Él y mi mamá me dijo que también había hablado con Él y mi hermana y mi marido también…. 32

Si lo invitás a cenar, no tiene que consultar su apretada agenda. Él va. No te preocupes por vestirte de gala. Ya te conté que la moda no es lo de Él. Tampoco te preocupes por ofrecerle caviar o champagne. Le fascinan los fideos con manteca, el guiso, la sopa… y también, por qué no el caviar. Pero lo que más le fascina es cenar con vos. Charlar con vos. Conocer tu casa. Compartir tu mesa. Que le cuentes lo que te pasó en el día. Que cuentes con Él. Es más, tanto ama tu casa que prefiere vivir ahí antes que en Su palacio. Cambió Su trono por tu sillón. Te preguntarás dónde queda su reino. Cómo llegar a él. Dónde vive este fascinante Rey. Ahí está, cerquita, bien cerquita. Acaba de tocar el timbre de tu corazón. Trae miles de regalos para tu familia y para vos. No regalos de shopping sino los de su reino. Esos abstractos que son más concretos que los que se ven. Quiere llevar su reino de gloria, amor y esperanza a tu corazón. Hace muchos, muchos años que su reino vive en el mío y es lo mejor que me pasó. –Ya sé quien es ese Rey, nono Fredo –dijo Valu, haciendo muecas. –¿Quién es...? –Jesús… –Muy bien… es Jesús. –Pero Él ya no visita gente enferma, este es un cuento viejo, ¿no? –preguntó con sus ojitos alerta. –Todavía visita gente enferma, Valu. –Pero, si está todo el tiempo con nosotros. ¿En qué momento los visita? –Él simplemente lo hace. Está acá y allá. Eso es lo sorprendente de Su presencia. Alfredo besó en la frente a su nietita y acomodó su acolchado de princesas. –Que sueñes con muchas Valentinas, mi cielo –dijo, dejando la puerta entreabierta. –Y vos que sueñes conmigo. –¡Eso espero! Valu no durmió. Salió al balcón con cuidado de no pisar a Benyu y miró hacia abajo con su telescopio. El cielo azul, cimiento de su casa, y techo de la del resto de la familia, tenía el mismo azul del mar en el que había chapoteado con sus amigos. Debajo, se veían titilantes estrellas, algunas nubes gordas con forma de reencuentro, que jugaban carreras, y un pedacito de luna en cuarto menguante, como si fuera la sonrisa blanca de un niño. Observó a sus seres queridos, les mandó un beso con ruido y les dijo: “Buenas noches, sueñen conmigo”. Luego movió el telescopio hacia arriba y vio lo que veía a diario. Las estrellas habían sido reemplazadas por ángeles. No había luna porque, en realidad no era de noche. Cada aleteo de los ángeles era como instrumentos ensamblados en un majestuoso concierto celestial. El cielo no podía ser más azul. Se cambió el pijama de Tinker Bell y se puso su vestidito fucsia. Bajó a tomar mate con su nono y su bisabuelo que ya habían empezado la mateada en el jardín. Estaban sentados en un banco de material, bajo un enorme árbol de hojas perennes.

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- Capítulo 8 -

L

ucía juntaba margaritas. Inmersa en un paisaje patagónico. Valu la ayudaba. Las ponían en una canasta de mimbre. La majestuosidad de las montañas color pastel las cuidaba. Lucía se sentó en un tronco centenario, con forma de banco y comenzó a hacer una tiara, entretejiendo margaritas para su sobrina. Valu seguía juntando florcitas mientras tarareaba “Cristo me ama”. Lucía se sumó al canto. Era una canción que había pasado de generación en generación. La chiquita se alejaba, descalza, con su vestido blanco de corte princesa, de broderie y puntillas. Dejando una estela de pétalos de margaritas. El aire del sur la hacía volar cual ángel bello. Auténtico. Sano. Libre. Encontró junto a un hilo de aguas cristalinas, un árbol de frutillas. Se sentó en el pasto húmedo por el rocío, frente al árbol. No se mojó el vestido. Permanecía almidonado, blanco, impecable como el ángel que lo lucía. Valu cubrió las rodillas con su vestido, las abrazó y observó detenidamente el árbol. No lo podía creer. Era como uno de Navidad, adornado con miles de frutillas. A ella le encantaban. Solas. Con crema. Con azúcar. En las tortas. En la ensalada de frutas. Comer frutillas era una fiesta. Cuando su mamá le decía “Compré frutillas”, Valen respondía con un ruidoso “¡Iupiiiii!”, como si se tratara de un gran banquete. Valu era feliz con muy poco. Con esas cosas que muchos ignorarían. Pequeñas grandes cosas. Como un puñado de frutillas. El arbolito navideño también albergaba a otras miles al pie de su tronco, ubicadas cual regalos silvestres, sin envoltorio. Valu decidió disfrutar de su sueño hecho realidad. Primero, no supo cuál elegir. Buscó las más rojas y grandes. Después las arrancaba al azar y así como tomaba una, otra volvía a nacer. Comió frutillas sin parar. Sus labios nunca habían estado tan rojos, ni tan dulces. Valentina volvió con Lucía. Su vestidito blanco haciendo juego con su piel y sus labios colorados se vieron coronados con una preciosa tiara floral. –¿Sabés que cuando era chiquita solía deshojar margaritas? –comentó Lucía al colocar una segunda corona a su sobrina. –Y ¿por qué las deshojabas? –preguntó Valu, con una sonrisa de oreja a oreja por su coronación. –Porque era una costumbre. Al arrancar cada pétalo me preguntaba “¿Me quiere o no me quiere?” –¿Quién te quería o no te quería? –Todos me querían. –No arranquemos pétalos, tía. –Claro, Valu. Ya no hace falta. El sonido de las cascadas antojó a Valu a beber agua. Se arrodilló lentamente sobre su vestidito, sosteniendo su recién estrenada tiara y colocó la canasta con margaritas y el puñadito de frutillas a su derecha. Con su pequeña manito se sirvió del agua más que cristalina. Sabía a frutillas. Las saltarinas aguas, que caían vertiginosamente en pendiente, salpicaban su carita. Valu cerró los ojitos, levantó la cabeza y dejó que las gotitas con sabor a fruta le refrescaran el 35

rostro. Millones de piedras multicolores sonreían debajo del agua. La luz se miraba al espejo en el río. Y éste le devolvía el bello semblante de Valentina. Valu abrió sus ojos y vio en el cielo una bandada de golondrinas volando en forma de la inicial de su nombre. Sintió que formaba parte de la bandada. El azul de sus ojos se mimetizó con el cielo. La inundó una alegría similar a la que la embargaba cada noche, cuando su mamá metía la llave en la puerta, volviendo del trabajo. Pero era una alegría mayor y una sensación de protección mayor, también, a la que sentía cuando mami había llegado y estaba nuevamente a salvo en sus brazos.

Lucía estaba ahora sentada a una mesa pequeña de hierro forjado, ubicada en una especie de balcón sin barandas, con vista a un mar muy parecido al Mediterrráneo. Tomaba una limonada dulce y comía aceitunas verdes y negras. En el centro de la circular mesa, parado cual soldado, había un florero pequeño con alegrías del hogar, violetas y fucsias. El balcón formaba parte de una rústica casita blanca con techo rojo, gemela de otras cientos que se exhibían como golpes de pincel en un lienzo de piedra, en forma de colina. Escalonadas sin uniformidad. De dos en dos. De dos en tres. De una en cuatro. Dibujadas en recovecos ideales para jugar a las escondidas. Casitas homogéneas y hermanadas. Sentadas, de la mano, en una platea rocosa, aplaudiendo al mar simil griego que danzaba en puntitas de pie alrededor de sus sinnúmero de islas, al ritmo de la sinfonía de incontables gaviotas en vuelo. Ese mar que habría obnubilado al mismísimo Sócrates y que, ante su gloriosa belleza, lo hubiese dejado diciendo su célebre frase: “sólo sé que no sé nada”. Además de, probablemente, haberlo convencido de que había vida después de la muerte. Ya que ese mar, con esas islas, con ese aire casi helénico, con esas casitas blancas y rojas dispersadas de arriba abajo no podían ser efímeros. Debían continuar en otro escenario. Eternamente. La tía de Valentina descansaba su espalda sobre el respaldo de la silla de hierro, apoyando sus codos en los brazos de la misma, con las piernas estiradas. Qué bella esa luz tenue y a la vez refulgente que la seguía a todos lados. Y esa música envolvente… constante… que la hacía silbar, tararear, cantar, bailar. Que la hacía sentir como si estuviera en todos sus lugares preferidos a la vez: Patmos, El Cañón del Colorado, la Patagonia, con sus alerces. Y sus cóndores. Su rostro antes ojeroso y surcado por las arrugas del cáncer y de las injusticias de la vida, ahora lucía inmejorable. No hay mejor cirugía ni maquillaje que el amor y la felicidad. Y la paz. Y la salvación. Tener el alma salva rejuvenece al más sufrido y al más anciano.

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- Capítulo 9 -

J

uan tomaba un cafecito con su primo Cristian. Antes acostumbraba a tomar lágrimas, ahora le gustaban los cafés con crema. Se sentaron en una mesita de afuera de un paquete bar. Amparados debajo de una sombrilla azul cielo. Era un barcito como los de Palermo. Pintado de colores pasteles por dentro y por fuera. De los que se colman de gente ni bien empieza el calorcito. En los que hasta un vaso de agua tiene sabor especial. Te servían unas palmeritas o amarettis o masitas finas con el café. Un vasito con soda y los infaltables sobrecitos de azúcar con alguna frase profunda. Una de ellas rezaba: “La senda de los justos es como la luz de la aurora, que va en aumento hasta que el día es perfecto”. Entre cada mesa crecían arbustos decorados con lucecitas navideñas, intermitentes. En la vereda y en la calle transitaban, pacíficamente, cientos de personas. Algunas charlando. Otras patinando. Muchos niños cabalgaban sus bicicletas, tocaban las bocinas y jugaban carreras con los pilotos de triciclos. Muchos estaban sentados en el cordón, tomando mate. Como lo hacían antaño, cuando la inseguridad no les había, todavía, robado el placer de charlar hasta tarde con los vecinos en la vereda, hablando de bueyes perdidos, pasando plácidamente las horas nocturnas de verano. O como lo hacía la gente de los pueblos pequeños. Donde no hay temor de secuestros extorsivos ni asesinatos a sangre fría. Esos pueblos donde todos se saludan porque todos se conocen. Este lugar era como un pueblo de campo. Pero mejor. Más sofisticado. Más seguro. Sin siquiera un registro de hurto alguno, ni en mil años. El lugar más cosmopolita. Donde las cualidades están tan potenciadas que todos se llevan bien. Viviendo bajo el amparo de la salvación. Una Belén perpetua. Donde los sueños de libertad, amor y salvación, acunados alguna vez en un pesebre, eran todos realidad. Juan era especialista en contar chistes. Le tirabas un tema y ya tenía un chiste listo. Salían de su boca como pan caliente. La mayoría eran de su autoría. Cristian les hacía honor, doblándose de risa. La risa, se ve, alimentaba el ingenio de Juan, quien no paraba de hablar y no dejaba a su primo terminar el café. La risa, aquí también convidado infalible. Cristian alternaba risotadas con intentos de sorbos al café, mientras arrojaba miguitas de palmeritas a una familia de gorriones que jugaban a la ronda en sus pies. Había apoyado su bicicleta contra el tronco de un gordo sauce llorón, que no lloraba, porque también participaba de los chistes de Juan. Las ramas del sauce disfrazaban de verde la bici azul y casi tocaban la vereda de adoquines. Cada mañana, Cristian recorría interminables caminos en su bici. Llegaba hasta la playa, respiraba profundo, tratando de llevarse la mayor cantidad de mar en sus pulmones para el viaje de vuelta, y volvía a ayudar a su opa con la quinta, los animales y la casa. –¡Hola, viejita! ¿Por dónde andabas? –preguntó Cristian a Lucía. –Digamos que… por… Patmos. –Vení, tomate algo con nosotros. –No, gracias, acabo de tomarme una regia limonada, pero me quedo un ratito. Cristian corrió la silla que estaba a su lado para que se sentara su mamá. Se escucharon, de repente, aplausos, gritos de júbilo, a lo lejos y cerca… 38

–¡Bien!!! Comité de bienvenida ¡vamos! –gritó Juan, ni bien había tomado el último sorbo al cafecito con crema. Se levantaron frenéticamente, saludaron al mozo agitando la mano y una sonrisa y se fueron cual niños corriendo hacia el árbol de navidad, a abrazar al recién llegado. Cristian, el ciclista, voló en su bicicleta azul. Constantemente ingresaban “recién llegados”. Abrazados por la sonrisa tangible de Dios. Y jamás se iban. Siempre bienvenidas. Nunca despedidas. Una multitud se turnaba para abrazar a un pequeño niño de poco más de un año que había llegado. Se llamaba Fausto. Su nombre significa “feliz” y ahora sí podía darle honor al mismo. Tenía ojos celestes tiernos. Celeste como el cielo carente de nubes. Había dejado detrás una sala repleta de máquinas, cables y medicamentos. Una sala blanca, aséptica, asfixiante. En la cama de esa sala había abandonado, para siempre, a la leucemia. Le había dicho un terminante “adiós”. Y a sus jóvenes padres un cariñoso “hasta luego”. Millones de brazos se extendían para agarrar a upa a semejante belleza de escasos centímetros y de ojos que venían a completar el color del cielo. Un bebé con poca experiencia en hamacas, zoológicos y golosinas. Y mucha en doctores, pinchazos y transfusiones. Tenía, ahora, todo a su alcance. Un lugar blanco e impoluto también, pero por la Luz que lo inundaba y no por ninguna enfermedad. La leucemia no lo alcanzaría ahí. Ya estaba a salvo. Con una salud inmejorable. Pleno. Con todo el tiempo para recorrer en triciclo los paisajes más sorprendentes e ilimitados. Ya podía comer muchas cajitas felices, que venían con infinidad de sorpresas. Lo esperaban miles de piñatas en sus próximos cumpleaños y en los de sus millones de amiguitos nuevos. Los moretones se habían borrado. Su pelito rubio embellecía su cabecita nuevamente. Dios sabía cuántos cabellitos se le habían caído. Y ahí los tenía otra vez, a cada uno de ellos. La sonrisa que jamás había perdido en su enfermedad era, ahora, una sonrisa de alivio, de paz. La llegada de Fausto fue condecorada con el canto de miles, millones de ángeles, unidos en una gloriosa canción que acunó al precioso bebé. Parecía como si Chopín interpretaba en su piano todos sus preludios, nocturnos y sonatas. Al unísono. La música se sentía con los cinco sentidos. Fausto se sintió en casa nuevamente. En la palma de la mano de Dios. En el Hogar.

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- Capítulo 10 -

–Escuchá a mi mamá, te está hablando. –Lo sé, mi amor, siempre la escucho. Querido Jesús: ¿Fueron al parque hoy? ¿Por cuánto tiempo la hamacaste? Si es que Allá existe el tiempo.Ella nunca se cansa de la plaza.Ni de los cuentos.Ni de que le cantes a upa… Ya te habrás dado cuenta de lo incansable que es.De lo insaciable de aventuras y andanzas en monopatín. ¿Juntó florcitas para mí? Acá siempre lo hacía.Decile que las guarde todas para que con ellas, algún día, me reciba. ¿Hay jazmines allá arriba? Tal vez los haya rojos, azules, amarillos.Y no tengan olor a jazmines sino a eternidad.Querido Jesús: ¡Cómo la quiero! ¿Qué cuentos inéditos le estarás contando? Con todas las aventuras que viviste cuando estuviste por acá. Tantas historias de tu vida que no le llegué a contar. Y ¡cuántas anécdotas habrán vivido juntos ya! Te imagino contándoselas a otros nenes…“No saben lo que hicimos Valu y yo hoy…” La veo sonrojándose con sus ojitos pícaros ansiosa por que cuentes lo que pasó con complicidad. Querido Jesús: Me duele el alma.No logro que deje de doler. ¿Lleva el pelo suelto o se lo ata? ¿Le brilla tanto como le brillaba acá?¿Sus ojos son más azules?¿Conserva ese olorcito que tanto extraño?¿Sigue tan inquieta, tan charleta?¿Los aires del Cielo la envuelven de mayor belleza?¿Será posible acaso mayor belleza?Decime que ya no le teme a los truenos, ni a Papá Noel.Decime que ya no tiene temor a la oscuridad.Porque sé que, a diferencia de acá, allá no hay oscuridad. Acá está todo tan negro desde que se llevó su luz.Y sus chupetines con chicle. Y sus canciones del jardín. Estoy juntando los besos que no le llegué a dar.Las caricias que queman en mis manos por no poderla tocar. ¿Sigue su piel tan suavecita? ¿Tan blanca? ¿Sigue siendo mi hijita aunque no la pueda cuidar? ¿Terminó preescolar? ¿Aprendió a leer?¿Sigo estando viva aunque mi corazón no funcione más?Intento atrapar el sentid, pero cual mariposa se vuelve a escapar. Querido Jesús: Dejame oírla reír.Borrame su dolor. Suaviza el mío.Que este corazón en añicos no pierda la visión. Ni su misión. Que esté siempre listo para el reencuentro.Para los arcos iris sin lluvia. Las canciones sin final.La ausencia de lágrimas, de muerte, de injusticias. Listo para perderme en un abrazo eterno con mi ángel bebé.

–Decile que estoy bien. –Lo sabe… –¿Qué pasa que no vienen? –preguntó Valu, frunciendo los labios. –Se están preparando. –¿Cómo se están preparando? No los veo armando ninguna valija. –No necesitan armar valijas, Valu. –Entonces ¿cómo es que se están preparando para venir? Yo los veo llorando por mí todo el tiempo. ¿Acaso se preparan llorando? –Valu arqueó la boca. –No sólo lloran, Valu. Están haciendo mucho, aunque ni ellos lo vean. –Yo quiero que rían. –Ya lo harán. 41

–¿Cuándo? –Pronto. –Y ¿por qué yo me preparé tan pronto y ellos tardan tanto? –Cada persona cumple diferentes misiones. Vos cumpliste muchas en poco tiempo. Otras tardan más. A mí me llevó treinta y tres años. A vos, cinco… –¿Qué misiones tienen? –Principalmente, serme fiel y amarme hasta el final, cueste lo que cueste. –¿Como lo hice yo? –Exacto. Vos lo lograste. –No quiero que lloren más por mí. Quiero que rían todo el tiempo, como yo –insistió. –Te prometo que así será, Valu. No te tienen más a vos, pero aún me tienen a mí… –Te creo –dijo Valu satisfecha, desplegando una amplia sonrisa. –Te quiero mucho. –Yo te quiero más. –No, yo… –No, yo… Valu le dio un beso en la mejilla a su Amigo. Y se fue saltando y bailando, que era su forma natural de caminar. Crédula, auténtica. Desprejuiciada. Sin cuestionamientos. Como todos los niños. Subió a la carrera una de las tantas escaleras reinantes. Tenía fascinación por las escaleras. Llegó a la cima del faro y observó desde lo alto. Desde arriba todo se ve con claridad. En perspectiva. Desde la perspectiva del Cielo, de la eternidad. Desde el telescopio del faro miró hacia abajo. Su mamá seguía arrodillada al lado de su cama. La cabeza apoyada sobre sus brazos cruzados. Se levantó lentamente, atrapando a mitad de camino, con su pañuelo, una lágrima que rodaba por su mejilla. –No estés triste, mami. Jesús está con vos, aunque yo no esté… Vamos, dejá de llorar… Su mamá se sentó al borde de la cama, miró el porta retrato de Valu y sonrió…

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- Capítulo 11 -

–¿Qué significa depresión, nono Fredo? –¿De dónde sacaste esa palabra? –Se me vino a la mente, pero no sé lo que es. –No sé cómo explicártelo. –Bueno, no importa. –No, la verdad que no importa. Alfredo siguió hamacando a su nieta quien movía los piecitos descalzos al subir y los dejaba quietitos al bajar. –-¡Wiiiiiii! ¡Hiuju!!! –Después me toca a mí, ¿eh? –el nono soltó una risita. –¿Qué? ¿Pretendés que yo te hamaque a vos? –Sí, ¿por qué no? –¡Ay, nono! ¡Vos siempre con tus disparates! –gritó Valu, soltando una mano de la soga para girar el dedo índice en su sien. El corazón de Valu daba brincos así como ascendía y descendía su cuerpito. En el pasado, pretendía tocar el cielo con sus pies. Y volar tan alto en su hamaca hasta poder saludar a los ángeles. Hoy, con sus sueños cumplidos, tan sólo disfrutaba hamacarse, esperando sentir, muy pronto, las manos de toda su familia en su espalda. Dándole infinitos enviones. Así como sucedía en Pilar, cuando toda la parentela se juntaba a comer asado y a nadar en la pileta. Y a hamacarla. Ella esperaba feliz, sin ansiedad. Con la alegría con la que contaba los días para su cumpleaños o para Navidad. “¿Cuántos días falta, má?”, solía preguntar. Y los ojitos le chispeaban cuando su mamá finalmente decía la bellísima palabra: “Mañana”. “Es mañana”. Valu miraba el cielo del Cielo. De un celeste incomparable. Diferente a todos los celestes. Una nube gorda perseguía a una flaca. Como atraída por la fuerza de un imán. Valu se hamacaba al ritmo de melodías interpretadas por seres alados. Y las cantaba, también, su dócil corazón. Era imposible no cantar en ese santuario de deleite sin fin. Donde la gloria de Dios cautivaba cada rincón del paisaje. Y del alma. Seguía con la mirada en el firmamento, como si éste fuera una pantalla gigante que ofrecía un sinfín de imágenes divinas, nunca antes vistas. La nube gorda y la flaca se habían fundido ahora en una sola nube con forma de mariposa. –¿Te dije hoy que te quiero mucho? –dijo Alfredo, esgrimiendo una sonrisa. –Me lo dijiste quichicientas veces. –Bueno, te lo digo una vez más. Te quiero mucho. –Elo má. ¿Te acordás cuando era chiquita y me decían “te quiero”? Yo contestaba “elo má”. Te quiero así de mucho, nonín –Valu soltó las dos manitos de la soga y con un ademán abarcó todo lo que quería a su abuelo. Se bajó de la hamaca y en las alas del “te quiero” de su abuelo viajó hasta el muelle del fondo de su casa. Las palabras tienen poder. Te pueden hacer volar alto, más alto de lo que lo hace una hamaca. Los “te quiero” son por demás poderosos. Las palabras de alas más fornidas y 44

esponjosas. Corrió por el muelle atrapando dientes de león. Saltando en una pierna y en la otra. Se sentó y puso en su regazo todos los que había atrapado. Los cobijó con su vestido por unos segundos y luego los soltó. Dicen que por cada diente de león que atrapás tenés que pedir un deseo. Valu tenía sus deseos cumplidos. Los dientes de león revolotearon en el aire en búsqueda de otro niño que quisiera divertirse atrapándolos. Valu chapoteó sus pies descalzos en el río. Su abuelo la acompañó. La Estrella resplandeciente de la mañana refulgía. Era otro día perfecto. Diáfano. Como todos. –¿Me contás un cuentito, nonín? –Valu aprovechaba cualquier momento de quietud para formular esa típica pregunta. –Como no… -y su abuelo no dejaba pasar ninguna oportunidad para complacer a su nieta. Éste se llama “Travesuras en Villa Cielo”.

–¡Pica! –¡Basta para mí basta para todos! –¡Pica Valu, escondida atrás de la nube número cinco! –¡No vale, siempre me encuentran! –¡Es que siempre te escondés detrás de tu casa! –Bueno, basta de escondidas, juguemos a otra cosa... –sugirió Renata. –Y ¿a qué jugamos? –preguntó Zaleth-. Mirá que hoy no quiero jugar a la mancha angelical, ¿eh? –¿Jugamos al hula hula? –dijo Fausto, quien era un vecinito nuevito en el barrio de Villa Cielo. –¡Dale! Juguemos, hace rato que no jugamos al hula hula –contestó entusiasmada Gimena. Los angelitos sacaron los aros de un cofre dorado enorme donde guardan todos sus juguetitos. –¡Los míos son fucsia! –gritó Valu. –¡Los míos rosa! –gritó Renata. Cada uno tomó un par de aros y se pusieron a mover la cadera. A casi todos se les caía en seguida, porque no es nada fácil jugar al hula hula. Guadalupe, una angelita un poco más grande, cuidaba a los angelitos chiquitos. Trajo la radio y les puso música para que jugaran con más ritmo. No había caso, con música y todo, los aritos vivían cayéndose al piso, y eso les daba mucha risa. –Me parece que nos falta práctica –dijo Maru a carcajadas. –Y ¿si jugamos a otra cosa? –preguntó de nuevo Fausto. –¿A la búsqueda del tesoro? –sugirió Zaleth. –Buenísimo. Yo escondo el Cariño –dijo Gimena. – Y yo la Ternura -continuó Renata. – Y yo la Alegría –dijo Valu. Los angelitos jugaron a la búsqueda del tesoro. Todos escondieron sus tesoros y todos los en45

contraron. Guada los ayudó un poquito y también jugó. Ella escondió la Paz. Y encontró la Bondad que la había escondido Maru. Todos encontraron la Paz al mismo tiempo porque en Villa Cielo se la encuentra fácilmente. Todos compartieron los tesoros. Después de jugar, tomaron la chocolatada con vainillas. A Zaleth le dio hipo y se empezó a reír. ¡Todos se rieron también y también les agarró hipo! Era un concierto de hipo y carcajadas. -Bueno, todavía tenemos tiempo antes de cumplir con los labores de la tarde. ¿Qué hacemos? –preguntó Renata a su pandilla angelical. –Y ¿si baldeamos? –sugirió Valu. –Pero hoy no es día de baldear. Aparte esa es tu tarea y solo a vos te divierte –contestó Gime. –¿Qué no es divertido? Sí que es divertido baldear, además se me ocurrió una idea – continuó la traviesa Valu. –¿Qué idea? –preguntó ansiosa Zaleth. –Traigan todas sus témperas y después les cuento. Yo voy preparando los baldes –contestó misteriosa Valu. –Todos los angelitos sacaron las témperas de sus mochilitas del jardín, de sus cartucheras, de los cajoncitos de sus escritorios y uno a uno las iban trayendo. –Hay una canillita al lado de cada árbol. Ayúdenme a llenar los baldes con agua primero - les pidió Valu con cara de pícara. La pandilla angelical de Villa Cielo llenó todos los baldes con agua. –Bueno, ahora vaciemos los pomitos de témperas en los baldes y revolvamos bien –siguió Valu. –¿Listo? ¡Ahora a baldear con agua multicolor! –gritó Valu. Los angelitos tiraron todo el agua de los baldes en las calles, en los patios, en los parques. Mientras barrían y pasaban el lampazo, patinaban por la pista celestial. Algunos se resbalaban, se quedaban tirados un rato a las carcajadas y se volvían a levantar ansiosos por seguir baldeando y patinando. ¡Sí que estaba divertido baldear! Por algo Valu nunca se quejaba cuando le tocaba hacerlo. A todo esto, los habitantes de la Tierra disfrutaban, por primera vez, de una lluvia torrencial multicolor. Todos sacaban fotos, llenaban baldes, salían a la calle a empaparse de esa maravillosa lluvia. Los noticieros tuvieron la noticia del día, qué digo del día, del año. Los diarios tuvieron una excelente nota de tapa. Todo gracias a las travesuras de la pandilla angelical de Villa Cielo. Un grupito de combatientes que vencieron el cáncer, en todas sus formas y ahora se dedican a jugar. Si alguna vez, en la Tierra, pasa algo lindo y fuera de lo común, ya sabés quiénes estarán haciendo de las suyas. – Colorín, colorado, este cuento ha terminado… Carreteando como dos aviones que intentan romper la barrera del sonido, se aproximaron Martu y Her, usando el muelle como una pista. Frenaron súbitamente al costado de Valu, usaron el borde como trampolín y explotaron en el agua. Algunas truchas y pejerreyes 46

saltaron por el aire haciendo piruetas. Los inquietos pequeños tomaron de los tobillos a su amiga, tirándola al agua. Se veían tres cabecitas en la superficie. Tres cabecitas que reían tanto que se le veían las encías. Los peces aéreos ya habían vuelto a su hábitat acuático. Los sapos viajaban en primera, en camalotes multicolores. Algunos jugaban a las escondidas detrás de los juncos y espiaban a los nenes. –Contanos el de “Las travesuras de Valu”, nonín. –¡Pero, che! ¿Nunca te cansás de los cuentos? –Nouuu… –Ok. –Escuchen, es sobre todas las locuras que me mandaba. Mi nono las recuerda todas –dijo Valu a sus compinches, orgullosa. Valu hace lío. Le saca los zapatos a su mamá y camina, a tientas, con sus tacos altos, cual modelo de pasarela. Se maquilla los ojos con varios colores. Maquilla a sus muñecas. Se pone las joyas de su mamá. Toca a todo lo que da la flauta y cualquier silbato de cotillón que encuentra por ahí. Le hace garabatos a los libros de su hermana y cada tanto le arranca las hojas. También escribe la agenda de su mamá. Tira lo que venga a la basura y se mete a la boca cuanta pelusa descubre por la casa. Escribe las paredes. Tira el chupete por la ventana. Abre la heladera a cada ratito. Tira cosas al inodoro. Mete ropa limpia al lavarropas y corre la palanquita del secarropas y lo hace andar. Se escapa al patio del edificio y sube corriendo las escaleras, gritando a los vecinos. Se encierra con llave. Se pone a cantar y gritar cuando su hermana quiere hacer la tarea en silencio. Rompe los veladores de la mamá y el papá. Come un caramelo detrás de otro. Agarra el celular de su mamá y le gasta el crédito mandando mensajitos indescifrables a medio mundo. No camina ni una cuadra, quiere siempre a upa. Jamás duerme siesta. Y colorín, colorado, este cuento no ha terminado…porque Valu seguirá haciendo lío…

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- Capítulo 12 -

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ebajo del enorme protector duraznero, sentados en el banco de las charlas, Jesús y Valu se pusieron a hablar. Valu movía las piernitas, que no llegaban a tocar el suelo cubierto de pasto y florcitas miniatura. Guardaba las manitos debajo de sus muslos y miraba, sin parpadear, el rostro de su mejor Amigo. Lucía una sonrisa de leche, de oreja a oreja que albergaba, de costado, un recién estrenado chupetín. Los cachetes colorados completaban su infantil rostro. El cuerpito de Valentina ornamentaba el entorno. – ¿Sabés que cuando era muy chiquita mi mamá me preguntaba: “¿Dónde está Jesús?” y yo le señalaba mi corazón con mi dedito índice. A veces me equivocaba y señalaba mi panza y mamá se reía. ¡Qué bueno que ahora no sólo te tengo en mi corazón sino que puedo verte y abrazarte y darte besos! –exclamó Valu, sin dejar de contemplar el bello rostro de Jesús. Jesús le contestó con una sonrisa, acariciando su cabecita… –¿Le podrás mandar una carta a mi mamá de mi parte? –Valu abrió los ojitos de par en par, esperando que la respuesta fuera “sí”. Cambió el chupetín de lugar. –Sí, mi amor. En ese lugar todos los pedidos se cumplían porque todos eran bien intencionados. –Acá está. Valu le sostenía la mano a Jesús y lo miraba a los ojos. Él le sonreía. En Su otra mano, Jesús sostenía con cariño la carta de Valu. Las palabras entibiaban Su mano lacerada. Jesús dejó volar la epístola. Y recordó las palabras del salmo: De la boca de los niños y de los que maman fundaste la fortaleza. Ambos la vieron bailar al compás de los violines. Con ojos profundos. Valu esbozó una sonrisa de satisfacción. Y júbilo. Las serpenteantes palabras se mezclaron con las hojas bordó, estrelladas, de cientos de arces. Esa noche la mamá de Valentina leyó sus mails. Uno particularmente la dejó sin palabras: Algún día entenderás por qué me fui, tan lejos y a la vez tan cerca. Algún día, ese vacío tan grande que dejé rebosará de paz inigualable. Y te abrazaré eternamente, para nunca soltarte. Algún día volveré a tocarte y a mimarte, pero mientras tanto, mami, seguí adelante. Te perdono por las veces que fuiste intolerante, que necesité un abrazo y no lo notaste. Alguna que otra vez que pensaste que era caprichosa, cuando en realidad sólo quería abrazarte. Te perdono, mami, no te culpes, fuiste la mejor de todas, porque fuiste mi mamá. Y tenías que educarme y retarme. Jesús me contó que Él te eligió para que me cuides. Él sabía que vos serías la mamá que yo necesitaba, más allá de tus errores. Y Él no se equivoca, mami. Te lo aseguro. Jesús es tan bueno… Con Él siento que estoy de nuevo en tu panza. Así de segura y tranquila estoy en este lugar. Algún día, no falta mucho, seremos nuevamente inseparables. Tengo tantas cosas que contarte. Por ahora, no te preocupes, soy tan feliz, estoy radiante. Ya los monstruos no me asustan ni la oscuridad. Tengo el pelo largo, bien largo. Y no me quedó ningún moretón. Cantá, mami. Cantá las canciones que cantábamos juntas y estarás escuchándome a mí tam48

bién. Cantá “Tú eres el Dios que me sana hoy”. La que te pedía que cantes en inglés. Así como me la cantabas para que me cure. Cantala para que se cure tu alma. Yo ya estoy sana. Ya pasó todo, mami. Ya está. Algún día no vas a llorar más. Te voy a dar tantos besos que vas a volver a reír. Y vas a darme tantos besos en mis cachetes tiernitos y comestibles. Nos quedan tantas cosas por hacer acá… Ya no me controlarás la temperatura, ni la palidez de los labios, ni las ojeras. Vas a estar tranquila, sin estar alerta ni tensa. Mi querida mami, siempre con el ceño fruncido… Nunca más me llevarás a un hospital. Los lugares que veremos te van a dejar boquiabierta. Seguramente vas a escribir tantos poemas sobre ellos. Yo te voy a ayudar. Te espero, má. Acá te espero. Debajo de los juegos de madera de la plaza, parecidos a los de Pilar. Te espero tranquila, con ganas, pero tranquila. Algún día, mami, vas a entender igual que yo. Todas tus preguntas serán contestadas. Y no sentirás dolor. Sólo amor. Quien fuera que haya escrito esa carta, sabía perfectamente lo que la mamá de Valu sentía. Era realmente una carta escrita en el Cielo. Como tantas otras que le habían llegado durante su duelo. Cuántas veces había escuchado o leído cosas justo en el momento en que más lo necesitaba. Como aquella vez en la que, embargada por la culpa, alguien la abrazó y le dijo, sin saber lo que ella sentía: “No te culpes”, “No te culpes”. Eran esos salvavidas de Dios, mensajes del Cielo que siempre llegaban a tiempo para hacerla sobrevivir un día más sin su amada hija. Y que la hacían sentirse escuchada, valorada y amada por Dios, aunque se había llevado a su Valu. La mamá de Valentina luchaba tanto con la culpa. Todo el tiempo se preguntaba en qué había fallado para que su hija se enfermara tanto. Qué mortal detalle había pasado inadvertido delante de sus cautelosos ojos. Qué no le había dado de comer, de tomar. Qué no tendría que haberle dado de comer, de tomar. Cuántas veces la había retado en pos de su educación. Cuántas otras la había retado acusándola de caprichosa cuando era ella la intolerante. ¿Cuál era la delgada línea entre educarla y no tenerle paciencia? ¿Cuántas horas del día, de la semana, del mes, de los cinco años de su bebé se pasó trabajando, en vez de estar con ella? ¿Cuántas horas habían sido? No quería ni calcularlas. Y así estaba su mamá. Con los famosos perros blanco y negro ladrando en su cabeza. A veces parecía vencer el blanco. La mayoría de las veces atacaba tanto el negro que no daba tiempo al otro de reponerse para el próximo ataque. Cada tanto intentaba ignorarlos. A ambos. Pero cuando menos lo esperaba ahí estaban nuevamente, fortalecidos. “Fui una buena mamá”, se repetía. “Hice lo mejor, dadas las circunstancias, que nunca fueron del todo favorables”. Enumeraba mentalmente todos los actos de amor hacia su hijita. El trabajo era para no hacerle faltar nada. Y para que viera en su mamá a alguien fuerte, que amaba su profesión y que no sólo trabajaba por dinero. Quería que Valu estuviera orgullosa de ella. Sin embargo, ahora, todos sus principios parecían absurdos. Lo que daría por estar con Valu todo el día, todos los días. Se consolaba pensando en que nunca se tomaba tiempo para ella. El mejor tiempo que se podía tomar para ella era estando 49

con sus hijas. Las innumerables veces que se levantaba cada noche para taparlas o destaparlas para ver si las atacaban los mosquitos o si respiraban o para cerciorarse, con plena seguridad, que sí respiraban. A veces las movía tanto para escuchar su respiración que las despertaba. Las veces que la había llevado a la guardia “por las dudas”, porque alguna picadura de mosquito les había dejado una marca que no le gustaba. O porque tenían un poco de tos. Las veces que la llevaba a upa, aun ya de cinco años, para que no se cansara o para que no llorara. En fin, no importaba cuántas cosas había hecho por Valentina. Parecían no ser suficientes frente a su inexplicable ausencia. No lograba recordar cuando se hacía la payasa. Cuando la hacía reír. Cuando le hacía masajitos en la espalda antes de dormir. Cuando le contaba cuentos. Creía, por momentos, que la culpa terminaría acabando con ella, así como la leucemia lo había hecho con su hija. Aparentemente, la idea de que se había ido por su culpa ya estaba instalada. Aseguraba que el perrito blanco se había rendido y que el negro estaba en el podio de ganador. En su diario había escrito: Valu: Desde que te fuiste se secaron los mares, se inundaron mis ojos, se apagaron las luces de las ciudades. La tristeza chapotea, alegre, en los charcos que dejan mis lágrimas. El silencio lapidario corta en mil pedazos mis sueños. La esperanza intenta, paciente, pegar los añicos, que una vez ligados, son pesadillas. El alivio efímero casi siempre me ignora. Con suerte, pasa por la vereda de enfrente y me saluda por compromiso. Yo trato de que se haga mi amigo, pero parece ser que se conforma con ser sólo un conocido. El olvido acecha. Me ronda. Me juega todo el tiempo una mala pasada. Los recuerdos parecen complotarse con él y de a poco, me van abandonando. Los despiadados se llevan tus olores, tu voz, tus puntos de vista. ¿Y la vida? ¿Por dónde anda la vida que está tan ausente? ¿A cuántos está embriagando con su presencia? ¿A cuántos les está pintando la casa? ¿Floreciéndoles los jardines? ¿Armándoles el arbolito de navidad? ¿Dándoles una segunda oportunidad? ¿A cuántos les está perdonando la vida? ¿Cuántas soluciones anda repartiendo por ahí? ¿Por qué anda tan ajetreada que no tiene tiempo para mí? Y mientras voy en su búsqueda, codeo a la culpa, la empujo a un costado, le suplico que me deje seguir, que desate mis pies. Me escondo para que no me encuentre, pero me conoce tan bien, y sabe lo débil que soy a sus encantos. Siempre me descubre, con su listita que se renueva a diario y su implacable dedo acusador. No se da por vencida. Ni tiene piedad. Y tu amor, sin embargo, es el que nutre mis venas secas. Cual savia. El que abre las ventanas y deja entrar el sol. Es el puñado de mariposas que revolotean en mi alma triste. Y el ramo de jazmines que perfuma al dolor. Es lo que queda. Lo que importa. Lo que hace que todo haya valido la pena. Tu amor me espera. Sin reloj. Sin condiciones. Con una sonrisa. Con salud. Como un niño. Tu amor sobrevive a tu muerte. Él siempre sobrevive. Y triunfa sobre todo lo que me maltrata y me da latigazos. Me cuida de mi misma. Tu amor me cubre. Siempre tibio. Pinta las paredes descascaradas. Me maquilla. Me lee la Biblia. Barniza las horas insoportables. Planta nomeolvides en el cantero. Toma mate conmigo y con mi soledad. Desmaleza mi 50

mente. Desmenuza la agonía. Me llena el cuerpo de curitas. Y me susurra que puedo. Sopla juventud en mi centenario corazón. Y cada tanto, muy de vez en cuando, me ayuda a cantar. Y a volver a emocionarme con otras sonrisas, con otros niños, con alguna canción o un milagro. Tu amor es mi lazarillo. Es el que me conoce bien. Porque estuvo dentro mío. Y tiene mucho de mí. Tu amor, no pudo sanarte, pero espero, me sane a mí. Es el ángel de la guarda que nunca duerme y que me dice que no le tenga miedo a los truenos. Ni al sol. Ni a las estrellas. Ni a volver a abrazar. Ni a la belleza. Me recuerda que aún hay belleza, aunque no estés. Tu amor, que ya no tiene cuerpo, sigue igual conmigo. Guía, con luciérnagas, mis pasos hacia tus ojos, entrada de la eternidad. Mamá. Pero esa carta del Cielo… Esa carta era un bálsamo sobre su pecho agitado, dolorido, agotado. Sentía algo muy parecido a la paz. Deseaba fervientemente curarse del cáncer de la culpa y ser completamente libre de él, para siempre. Para no perder el tiempo auto flagelándose sino invertirlo en ayudar. Especialmente a otras Valus que, a diferencia de la suya, seguían peleando contra la leucemia. Quería sacar provecho de este terrible dolor. Redimir todo lo que había aprendido a través del sufrimiento de su hija. Creía firmemente que haber conocido tan en persona al horrible mundo del cáncer tenía que ser por algo. No quería quedarse sumida en el dolor, ni en la culpa. Quería llorar a su hija de pie, haciendo cosas. No obstante, la culpa era una valija muy pesada. Le ataba las manos y los pies. Tenía que lograr amputarla, aniquilarla, someterla, desarmarla. Hoy. Ya mismo. Para también poder llorar la ausencia de su hija con libertad.

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- Capítulo 13 -

L

os amigos inseparables descendieron millones de veces, brazos en alto, a los gritos, por los toboganes acuáticos que desembocaban en el lago de la casa de Valu. El tobogán nacía en la cima de una colina alta, cosida a parches irregulares de follaje gris verdoso. Como si fuera un acolchado hecho con retazos de hierbas. A Valu se le antojaron nueces. Corrió a uno de los nogales que esperaba, fielmente, poder regalarle a su princesa sus nutritivos frutos. Valu comió una nuez y luego tomó agua de un bebedero en puntitas de pie. Después agarró a upa a Hernán para que pudiera tomar también. Hernán tomó un sorbito y se secó la boca con el puño de su camiseta a rayas verdes y azules. En el lago de la casa de Valu dormían tres botes con hipo, sin amarras. Un tronco de ciprés repartía su cuerpo entre la orilla y el agua. Los colegas se sentaban en los botes o en el tronco o en el muelle. O se paraban los tres, uno al lado del otro, con los piecitos en el agua y miraban las piedritas multicolores, acuáticas, que alfombraban el suelo del lago. El puente que unía la casa de Valu con la de Hernán y Martín estaba hecho de oro. Solían patinar sobre él, como si fuera una dorada pista de hielo. Tenían por costumbre, también, sentarse con las piernitas colgando, apoyando las cabecitas sobre la baranda, mirando el compinche y silencioso lago. Pescaban recuerdos de la familia. Soltaban risitas cómplices. Intercambiaban pedacitos de felicidad incontenible. Tramaban futuras travesuras. Compartían ojitos chispeantes. En su antiguo mundo no habían compartido aventuras. En éste no dejaban de hacerlo. Tenían tanto por hacer que no alcanzaban los días eternos. Pero siempre los esperaba uno nuevo. Con millones de andanzas fascinantes. Se reían tanto que parecía que lloraban. Porque, algunas veces, la risa se escucha como el llanto. Pero ellos jamás lloraban. No había razones para hacerlo.

Valu tiraba freesias por el aire y literalmente llovían flores que rozaban su carita, perfumándola. La lluvia de freesias había formado un colchoncito en el que se acostó, boca abajo, apoyando la carita en las manos. El olor a freesias completaba el sentimiento de plenitud. Martu estaba sentadito, abrazando sus rodillas. Las subió hasta el mentón y apoyó su cabecita en sus rodillas veteranas de todo tipo de juegos. Le sostenía la mirada a su amiga, que ahora giraba y giraba, con los brazos abiertos. Su vestidito parecía un paraguas abierto. Las flores giratorias del vestido se mimetizaban con las freesias reinantes. Hernán se acostó en el colchón mullido de flores. Miraba el cielo celeste clarito. El firmamento, que anuncia la obra de las manos de Dios. Las nubes antes errantes, se ve que tenían, ahora, algún destino al que llegar pronto, porque corrían aceleradas. Por momentos, cuando se juntaban, parecía que bailaban tango. Hernán se preguntaba si la que tenía forma de liebre, que llevaba la delantera, sería la primera en arribar. Aunque la que se parecía a una tortuga peleaba con fuerzas por el primer puesto. “¿A dónde irán las nubes tan apuradas?”, se preguntaba en silencio. “¿Será que tienen que bajar al cielo de mis papis?” “¿Será que faltarán autitos chocadores de agua condensada para llover las tierras áridas?” 53

–Veo, veo –dijo Valu, otra vez acostada panza abajo, moviendo las piernitas en el aire. –¿Qué ves? –preguntó Martu , moviendo la cabeza de inmediato, monitoreando el paisaje, pensando en qué habría visto su compañera de aventuras. Hernán seguía inmerso en las nubes. Intrigado por ver cuál ganaría la carrera. Jugar al veo-veo era fascinante. Había tanto para ver. Y tan amplia gama de colores. Los paisajes parecían una agigantada paleta de Monet. Todo el panorama era una majestuosa fusión de montañas longevas, en degradé de ocres, vestidas de verdes pinos, adornadas con guirnaldas de flores y luciérnagas que las rodeaban cual lucecitas de un árbol de Navidad. Cientos de arco iris agregaban matices a la danza de los ángeles escoltando la paz. El agua toda, en forma de mares, ríos y lagos refrescaba las sinfonías inmortales del aire. Y de la tierra, que no era árida. Todo tipo de animales dóciles retozaban por doquier, decorando la creación del Hacedor y haciéndolo sonreír. El Amor tenía el papel protagónico en el paisaje. Amor ágape. Incondicional. Germinaba, incesante, en cada sonrisa. En cada cáliz de los lirios de los valles. Se balanceaba en la brisa. Musitaba en la aurora. En la eterna aurora. Con frenesí. Cantaba en los cánticos de los ángeles. Subía y bajaba en las hamacas. Se bebía en las aguas. Se respiraba. El mar estaba enamorado de la costa. Las gaviotas, de la rambla. Los robles, enamorados de los cedros, entrelazaban sus copas y se besaban. El Amor viajaba en las vertientes, descendía en las cascadas, gestando vida a su paso. El amor siempre gesta vida. Hace que caigamos en nuestros rostros, ante Su magnificencia. Vence la muerte con su potente caudal. Porque es inmortal. Es inmune a las enfermedades. A las catástrofes. Hace prodigios. Exalta. Galardona. Resucita. El Amor de Dios. Dios es Amor. –Una cosa. –¿Qué cosa? –Maravillosa. –¿De qué color? –Color, color... verde. –¡Los pinos! –No. –Mmmm. Las montañas. –Frío. –El pasto. –Frío. –¿Qué es, Valu? –La esperanza. –¿Y dónde ves la esperanza? –Acá. –¿La esperanza es verde? –Así dicen. Además, era el color preferido de mi mamá. 54

–¿Hacemos burbujas? –preguntó Martu , arremangándose las mangas de la camisita con emoción. –¡Síí!!! –contestó Valu, con ojitos chispeantes. Las burbujas más chicas tenían el tamaño de un elefante. Tenían forma de corazón. De flor. Volaban alto, bien alto. God will make a way Where there seems to be no way He works in ways we can not see He will make a way for me… Valu recordó una de las canciones preferidas de su mamá, que le cantaba cuando estaba enfermita. La cantaba entre burbuja y burbuja. Ahora sabía cantar en inglés. Y se preguntaba cuán orgullosa estaría su mamá de escucharla… –Miren, está lista la fiesta de mi cumpleaños. ¡Vamos!

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- Capítulo 14 -

V

alu, Martu y Hernán bajaron la colina con centelleo en los ojos, como astros incandescentes. Los ojitos no se apartaban del cada vez más cercano banquete enclavado en el seno de multicolores colinas. Todos se volvieron para verla llegar. A medida que la saltarina y danzarina Valu se acercaba a la fiesta, la gente corría a abrazarla. Y a besarla. Y a tirarle las orejas. –¿Cuántos cumplís Valu? ¿Seis?, –le preguntó Guada. –No importa cuántos. Creo que sigo teniendo cinco. Lo importante es la fiesta. ¿No? – Sí. No importa el tiempo. Sólo la fiesta. Valu tenía el pelo revuelto de tantos abrazos, besos y mimos. Su opa le había regalado una mecedora de caoba que él mismo había hecho para ella. La pondría en su balcón. Felipe y Alfredo le habían regalado zapatillas con luces. Como las que había destruido de tanto usar y pisar fuerte para que las luces se prendieran. No podía estar más espléndida. No había posibilidad de ser más dichosa. Tenía los ojitos achinados de tanto reír. Jesús le había regalado un collar de flores. Parecía una hawaiana. Las burbujas que había hecho con Martu no se quisieron perder la fiesta. Hicieron las veces de globos que se mezclaban entre los convidados. La anfitriona no paraba de hablar con denuedo, usando sus manitos tanto como su voz. –¡No me voy a sacar estas zapas jamás!! –declaró la homenajeada con determinación, mientras saltaba sin parar para que se prendieran las luces traseras de su calzado. –Me parece que vas a sacártelas, Valu. Sino no vas a poder usar éstas –señaló Lucía al entregarle un par de zapatillas que tenían una costura que separaba el dedo gordo del anular. –¡Wow! ¡Tía! ¡Gracias! –gritó. Las apretó contra el pecho y las acunó-. Son hermosas, tía… Eran las que quería, sos una genia total. Lucía abrazó a Valentina y a sus zapatillas. La levantó y su sobrina empezó a patalear. –¡Auxilio! ¡Rescátenme de esta tía que no me quiere liberar!! –vociferaba Valu. Ésa era una actuación que repetían una y otra vez. Así como cuando la mamá de Valu la cargaba sobre su hombro y gritaba: “Vendo chancho gordo. Bien rellenito. Bien adobadito”. Y Valu gritaba riéndose, pidiendo auxilio. La kilométrica mesa estaba cubierta de un mantel fucsia con flores violetas, decorada con bouquets de alelís y lirios. El menú consistía en brochettes de gomitas sabor a frutilla, banana y melón. Fondeau de chocolate blanco y negro. Sándwiches de miga de jamón y queso y tomate. Platos repletos de aceitunas verdes y tomates cherry. La torta de cumpleaños era como un edificio de varios pisos. Planta baja de chocolate. Primer piso de crema. Segundo piso de frutillas. Cuarto piso, de felicidad. Abundante. Merecida. Valentina comía aceitunas a dos manos. Como lo hacía antes, cuando sus papás compraban pizza. Ni bien abrían la caja, apoyaba medio cuerpo sobre la mesa, se ponía la caja cerquita y las devoraba en un instante, a todas, sin respirar. Y después, no probaba ni un bocado de la pizza, con la pancita llena de aceitunas. 57

La piñata reventó y miles de pico dulces volaron por el aire. Rodaron cuesta abajo por la colina, al igual que los amigos de Valu, cazadores frenéticos de pico dulces. Valu los juntaba en su vestido. Era la hora del cuento, lo preferido de Valu. Se sentó junto a Martu y Hernán. Codeó a sus amiguitos y los miró con ojitos expectantes. Apoyó sus manitos entrelazadas, ansiosas, en su regazo, luego de sacar los chupetines y ponerlos en el pasto. No lograba disimular la risa. David comenzó su relato. “Yo era un simple pastor de ovejas. Nuestro pueblo, el pueblo de Dios, estaba en guerra con los filisteos, quienes querían nuestra tierra. Los filisteos eran muy orgullosos y estaban convencidos de que nos iban a vencer. Un día nos hicieron un desafío. Ellos contaban con un paladín, un guerrero fuerte y malo que medía casi tres metros. Se llamaba Goliat. Durante cuarenta días salía al monte, por la mañana y por la tarde, a desafiarnos a que le diéramos un hombre que se animara a pelear con él. Yo no le tenía miedo, porque sabía que Dios estaba de mi lado y que Él era más fuerte y más alto que Goliat. Además, yo ya había luchado contra leones y osos y tampoco les había temido. Saúl me puso un casco de bronce y una coraza para luchar contra el gran hombre. También me dio una espada. Goliat estaba muy bien armado. Tenía casco y espada, además de una gran experiencia como luchador. Cuando me vi así vestido, decidí sacarme toda mi armadura y luchar con las armas con las que yo sabía luchar. Tomé una honda, escogí cinco piedras del arroyo y me dirigí hacia el fornido Goliat. Cuando el enorme filisteo me vio, me tuvo en poco y se burló de mí. Yo le dije, con seguridad y seriedad ´tú vienes a mí con espada y lanza y jabalina; mas yo vengo a ti en el nombre de Jehová de los ejércitos, el Dios de los escuadrones de Israel, a quien tú has provocado. De Jehová es la batalla´”. Reinaba el silencio ante el atrapante relato de David. No volaba ni una mosca. La hora del cuento era sagrada. “Cuando el filisteo se levantó para atacarme, yo me di prisa, tomé una piedra de mi bolsa pastoril y la tiré con la honda, hiriendo a Goliat en la frente. La piedra quedó clavada en la frente y Goliat cayó sobre su rostro en tierra. ¡Lo vencí! Lo vencí con las fuerzas del Señor. El Señor salva sin necesidad de lanza ni espada”. Cuando David terminó su historia, todos los niños se unieron en un aplauso. Luego, al aplauso se le sumó el pedido de otra historia. David, cortésmente, cedió su lugar a Sansón, quien también había tenido sus batallas contra los filisteos. A Sansón le siguió Pedro, quien contó su anécdota acerca del día que caminó sobre el mar. Y, finalmente, le llegó su turno a Jonás, quien contó acerca de su supervivencia dentro de un gran pez. Juan participó de la fiesta de Valu. Le dio el toque humorístico. Se sentó en un banquito con un vaso de limonada en la mano y no paró de contar chistes. Su especialidad. Después de los chistes, fue la hora de la orquesta. Miles de concertistas interpretaron las canciones preferidas 58

de Valu: La niña de Tus ojos; Sólo a Ti; Dulce Refugio; Enamórame. Un saxofonista simpático le dedicó un solo de saxo. “Se escapó una cosquillita”. Valu no pudo evitar ver a su tío en él. Y recordarlo tocando su saxo. Irradiando su alegría caribeña a través de él. Lo vio, también, bailando salsa con su enorme sonrisa venezolana y llamándola “ven a bailar, Valulingui”. Valu estaba paradita, tenía sus manitos entrelazadas apoyadas sobre su impecable vestido de fiesta. Dos mechones de su pelo largo decoraban su pecho, además del collar de flores que la perfumaba. Miraba sin parpadear la orquesta reunida en su honor. Reía para sus adentros. La canción final fue el feliz cumpleaños. Sopló las velitas sin pedir deseos. El único deseo que tenía, ya se lo había pedido a Jesús. Y estaba tranquila que Él lo iba a cumplir. Sabía que pronto estaría toda su familia con ella, celebrando sus próximos infinitos cumpleaños. Jesús nunca le había fallado hasta entonces. Y nunca lo iba a hacer. Cuando pensó que su fiesta había finalizado, aún le aguardaba lo mejor. Cientos de mensajes llovían del cielo. Como si una enorme piñata celestial hubiese explotado. Valu corría de un lado a otro, atrapando papelitos voladores, emisarios de amor. Algunos quedaban enganchados en las ramas de los paraísos, como si fueran hojitas multicolores de los árboles. Martu y Hernán se trepaban y se los iban tirando a Valu. Valu estaba espléndida. Radiante.

“Hoy cumple 6 años el angelito más lindo y curioso del cielo. ¡Feliz cumple VALU! Te extraño”. Betina. “A partir de hoy, nunca más un cigarrillo, ese es mi regalo de cumpleaños, mi angelito, feliz cumple, mi corazón de chocolate con churros. El cielo está de fiesta. El angelito preferido cumple años. Felic cumple Valu. Te amo princesa celestial”. Verónica. “Hoy es mi cumple, hace algunos años que trato de que pasen sin llamar mucho la atención, pero este año es muy especial porque tengo un angelito en el cielo, dulce, hermoso, cariñoso, que en los brazos de Jesús vamos a apagar juntas las velitas. Feliz cumple Valentina, gracias por acompañarme. Te quiero un montón”. Noemí. “Hija querida, preciosa, mi ejemplo, te extraño tanto. Desde que te fuiste tengo desgarrado el corazón en dos. Una está acá, con Agus y la otra parte te la llevaste vos, esa parte que está con vos ahora seguro te abraza fuerte y está festejando tu cumple. A Dios, gracias por darme el HONOR de haberte tenido como hija. Feliz cumple, hija. Te amo, Valu”. Papi. “Valu, no te imaginás cuánto te extrañamos y cuan difícil es estar acá hoy, sin vos. Espero que allá, en los Cielos, tengas el cumpleaños más lindo. Valu, extraño tus sonrisas y tus alegrías. Espero que estés feliz, festejando tu cumpleaños con el que hace feliz a todos, con el Grande y el Único, porque te merecés eso y mucho más. Te quiero”. Desi. “ ¡Feliz cumple, angelito! Te imagino tan feliz, Valu. Te vamos a querer por siempre”. Yesi. 59

“VALU, hoy es tu cumple mi amor. ¿Se cumplen años cuando estás en el Cielo? ¿O seguirás teniendo para siempre 5 añitos? Sea como sea, para nosotros, los que nos quedamos, hoy es un día importante. Hoy recordamos que un 8 de noviembre llegaste a nuestras vidas para llenarnos de amor, de luz y de canción. Para sacarnos las mejores sonrisas, para invadir todos nuestros espacios con tu alegría imparable. Desde que te fuiste tuvimos que aprender a vivir con el corazón roto, y hasta la palabra “vivir” nos queda muy grande. Pero bueno, vos sos muy chiquita y no te quiero aburrir con estas cosas, menos en tu día. Estoy segura que hoy el Cielo está adornado todo de fucsia y violeta, que vas comer las cosas más ricas que acá ni existen y, lo bueno, es que podés comer todo lo que quieras y no te va a doler nunca la pancita. Vos seguí disfrutando, princesa, y yo acá voy a seguir soñando con el día de nuestro encuentro. Sabés que te amo, ¿no? Espero que lo hayas sentido durante todo el tiempo que pasamos juntas, desde la primera vez que te vi bebita, aunque te aseguro que ahora te amo mucho, mucho más. Portáte bien. Te extraña y te quiere, la tía Gabi P.” “Feliz cumple Valu, Dios quizo glorificarse contigo de esa manera y tú supiste estar a la altura de la circunstancia. Te admiro y amo mucho, nenita. Grtkgjpmqmftyvdrt”. Marcela. “Valu, chiquita juguetona, pero sobre todo muy buena. Te deseo unos 6 años felices allá en el cielo. Te extrañamos un montón; nos hacés mucha falta. Espero que te diviertas en tu cumple, en el mejor pelotero, el cielo. Jugá mucho con tus amigos ángeles y las estrellitas saltarinas. Valuuu, feliz cumple”. Tadeo. “¡Feliz cumple, mi bella hermana! Espero que la pases muy bien, festejando allá en el Paraíso con Jesús y todos tus amiguitos. La verdad que nos hacés mucha falta, acá abajo... Pero por lo menos sabemos que estás en un lugar digno de todo lo que te merecés y mucho más. Allá vas a poder jugar, gritar sin que los vecinos nuestros se enojen, limpiar a full, y todo lo que te gusta hacer. Te extrañamos muchísimo, hermanita... Te deseo unos 6 añitos divinos. Te ama mucho, tu hermana”. Agus. “Princesita, hoy cumplís seis añitos, se que va a ser el mejor de tus cumples al lado de Jesús. Pasala lindo, disfrutalo y esperanos que algún día, estaremos con vos. TE AMARÉ POR LA ETERNIDAD”. Daiana. “Feliz cumple, mi vida. Mi gran deseo es que donde estés, disfrutes este dia. La tia te ama con locura y te recuerda cada día. Es un dolor tan inmenso el no tenerte, no abrazarte, no escucharte. Te extraño, angelito divino y te llevo en mi corazón, SIEMPRE. Te mando un abrazo gigante y espero te gusten las florcitas que te dejé, con todo mi amor, y del color que más te gustan. TE AMO MUCHISIMO, PRINCESITA DORADA”. Tia Gabi V. 60

“¡Feliz cumple, Valunchi! Ni me imagino lo que debe ser un cumple en el cielo. Todo perfectamente preparado por tu papá Dios, y tu hermano mayor Jesús. Cuántas sorpresas te van a armar esos hoy, loquilla. Bueno, a pesar de que no es fácil por aquí abajo, estoy feliz porque tú estás en el mejor lugar que existe, disfrutando del mejor cumpleaños que existe y en compañía de la persona más importante que existe. Pásala lindo, disfruta mucho y espera que lleguemos nosotros para disfrutar contigo también. Lo bueno es que aunque para nosotros quizás, pase mucho tiempo hasta que te veamos, allá arriba el tiempo no existe, así que seguro para ti la espera será bien cortica y ni te dará tiempo de extrañarnos. Te quiero mucho y ya que estás cerquita, mándale un saludo especial de mi parte al Señor”. Tío Pana. “¡Feliz Cumple, Valu! Te extrañamos mucho aquí. Seguramente estarás festejando con todo al lado de Jesús, porque te llevaste todo el sol y el calorcito. Y junto a todos los angelitos que, como vos, nos ganaron en llegar al Cielo”. Carina. “Feliz cumple Valulinchinchin. Que pases hermoso este día. Maitena te manda un beso grande”..... María Pía. “Valu, feliz cumple. Qué lindo que tengas tu facebook, así te podemos escribir. Mandale saludos a Mili, también. Me las imagino. Vos, haciéndole mate mientras ella te hace la torta”. Beto. “Mi mejor recuerdo me quedó con tu sonrisa, con tus bigotitos de jugo, con todos tus por qué y con las ganas inmensas de que alguien me responda la pregunta que me hice la primera vez que te vi: “con esa belleza inigualable ¿cómo vas a ser cuando crezcas?” Ahora sé que tu belleza y tu grandeza de luchar siempre van a quedar en cada uno de los que tanto te queremos. FELIZ CUMPLE, VALU. SERÁ HOY TU GRAN FESTEJO .TU PRIMER CUMPLEAÑOS ANGELITO. ESPERO QUE VEAS Y SIENTAS COMO LLENAMOS TU ESPACIO DE ESTRELLITAS Y CORAZONES. ESTÁS SIEMPRE PRESENTE CORRIENDO EN EL PATIO”. Raquel. “Nuestra VALU debe estar pintando con su color violeta las nubes, con su corona de princesa puesta, con los corazones y estrellas colgadas como pulseras y colgantes, jugando a formar su NOMBRE con letras de colores. VALIENTE VALENTINA, TE AMAMOS. FELIZ CUMPLE, ANGELITO”. Mariana. “¡Muy feliz cumple Valu Valu!”Tío Bruno. Valu, te escribí un cuento: “Dios miraba con ternura la sonrisa de Valentina. Era la primera vez que llegaba la fecha de su 61

cumpleaños, estando en el cielo. Para comenzar, sus compañeros le cantaron su canción preferida y la llenaron de besos. Le regalaron una estrella con su nombre y saltaron en una nube enorme como si fuera un pelotero. Ella se sentía muy amada, especial y se divirtió como nunca. Para terminar el festejo, Dios la llamó aparte, la sentó y comenzó a hablarle, “Mi hermosa criatura, hijita mía, como sé que tu cumpleaños era muy especial para vos y para los que te amaban en el mundo, no quise pasar por alto este día y organicé todo lo necesario para que no extrañes tanto las fiestitas que te hacían tus papis. Pero voy a explicarte algo, mi amor. Aquí en el cielo, todos los días festejamos cuando alguien acepta a mi hijo Jesús en su corazón. Cuando alguien gana un alma para mi reino”. Valentina lo miraba asombrada, tratando de comprender. En ese mismo instante todo el Cielo estalló en un grito de júbilo, una alegría inmensurable invadió el aire en el momento que se escuchó la voz de un joven diciendo “acepto a Cristo Jesús como mi Salvador”. Valentina sintió que su corazón se llenaba de una emoción que nunca había sentido, ni en el mejor de sus cumpleaños. Dios le había enseñado la importancia de festejar la vida, pero la vida eterna. A partir de entonces ella vive de festejo en festejo, porque gracias a Dios, todos los días, a cada instante, se escucha, en un idioma diferente , una voz que provoca que haya una fiesta en el cielo”. Silvia. “Valu, feliz cumple, hermosura. No te conocí personalmente, pero te siento tan cercana. Me hiciste ver que la vida es otra cosa, que de nada sirve andar apurado, perdiendo el tiempo sin poder disfrutar de la gente que uno ama. Gracias a tu historia tengo otro panorama de la vida. Seguro estás de festejo con Dios, y sonriendo”. Mica. “Hoy cumplís añitos, hermosa. Lo que quisiéramos que estés acá, con nosotros. Hace un año estábamos acá, en casa, festejando tu cumple. Cómo jugabas, mi vida. No te importaba nada. Esos ojos hermosos tuyos, no me los olvido más. Te amo, mi Valiente Valentina. Suerte tuvimos de conocerte, de verte con alegría hasta el último minuto. Hermosísima, sabé que te amamos. Felices 6 años, bellísimo ángel”. Mariel. “Ojitos Azules, espero que Papi te diga que te escribimos. Sé que hoy estás armando el mega cumple en el Cielo, que se van a divertir a full jugando entre nubes de algodón de azúcar. Disfrutá, hermosita. Si ves a mi cachetes, dale un beso por mí. Y a vos te mando mil besos y abrazos. ¡FELIZ CUMPLE!” Majo. “¡Feliz cumple, angelito hermoso! Cómo te extraño, te amo con todo mi corazón. Por siempre en mi alma y en mi corazón. Sabés cuánta gente acá abajo te ama y te recuerda. Cómo no hacerlo, si sos un ser especial y fuiste sos y serás un ángel dorado”. Tía Titu. “Valu, no sabés lo que deseo que estés acá. Me encantaría verte jugar y comer torta. Cada día te extraño más y mi único consuelo es saber que ahora estás bien. Agradezco a Dios haberte conocido y haber pasado cosas con vos. TeAmo, Valu. Siempre te voy a tener en mi corazón”. Jochu. 62

“Valu, sos un angelito hermoso. Que Dios te bendiga, nunca te vamos a olvidar, te extrañamos mucho. FELIZ CUMPLE. Te queremos”. Ornella. “Hoy las nubes lloraron. El mundo no era el mismo y el día se puso gris. Es porque hasta la naturaleza extraña tu presencia. Fuiste una chica muy fuerte, muy valiente y muy bonita. Ahora tu belleza resplandece en el Cielo, brillando más que el mismo sol. Cuando estabas acá, Dios te usó mucho, diste felicidad a muchas personas y fuiste el ejemplo más claro de voluntad, esperanza y fe que haya existido. Valu, te vamos a extrañar, pero quiero que sepas que nunca, jamás te vas a ir de nuestro corazón, porque te amamos y siempre vas a estar en nuestro recuerdo”. Desi.

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- Capítulo 15 -

L

os médicos ya no ejercían su profesión. Daban clases de anatomía y biología. Los pediatras contaban anécdotas de niños a otros niños. También contaban cuentos infantiles. En los salones “cuenta cuentos” colgaban millares de fotos de niños que habían curado. Los bomberos regaban plantas y flores. Los sepultureros, ahora, enterraban semillas y cuidaban hectáreas y hectáreas de huertas. Los policías no perseguían ladrones sino hacían guardias en las plazas, mirando a los niños jugar sin peligro. Desprovistos de armas. Vestidos de civil. Las maestras seguían ejerciendo su profesión. Al igual que las costureras, que cosían infinidad de vestidos de fiesta. Y los albañiles construían moradas para los que irían mudándose a la Patria Eterna. Los cojos eran atletas. Los mancos tocaban el piano, la guitarra; jugaban al tenis, al vóley; pintaban cuadros. Los mudos eran cantantes. Los ciegos contemplaban bellezas inimaginables. Todos, arrojaban sus coronas delante del Rey. Marta ayudaba a Hulda a amasar facturas. De esas que tenían forma de rodete y llevaban pasas de uva. Las que amaban los nietos de Hulda. Y las que comían ni bien salían del horno. Las desenroscaban mientras veían salir el humito con olor a vainilla y canela. María estaba sentada en los sillones con su hermano Lázaro. Charlando de la vida. Esperando las facturas. Lázaro había muerto dos veces. Sabía mucho de la vida y de la muerte. Y del poder de Jesús. Federico estaba en el parque de su casa. Debajo de un palo borracho abstemio que le daba sombra. Lijaba una mesa para el jardín que había fabricado junto con su colega carpintero. Las manos de Jesús mantenían las cicatrices del madero. Cicatrices gracias a las cuales Federico estaba allí. Y Hulda. Y Lucía. Y Juan. Y Cristian. Y Alfredo. Y Felipe. Y Martu. Y Hernán. Y Valu. Y todos los que ya vivían a la luz del Cielo. Flores, todas diferentes y peculiares y hermosas, que simplemente fueron arrancadas de una tierra árida para ser trasplantadas en una fértil. Para volver a brotar. A reverdecer. A nutrirse con raíces sanas. Que gozaban de todos los frutos del Espíritu, sin faltar ninguno: Amor. Gozo. Paz. Paciencia. Benignidad. Bondad. Fe. Mansedumbre. Templanza. Federico y Jesús compartían consejos del oficio. Cada tanto, se callaban y contemplaban el paisaje que los rodeaba. El Gran Cañón del Colorado. Las Cataratas del Iguazú. El Glaciar Perito Moreno. Los Alpes Suizos. La isla de Patmos. Todos al alcance de las manos. Y de los ojos. Paisajes inmaculados que irradiaban serenidad, pero, a la vez, exaltaban el espíritu y lo hacían volar. Paisajes con el sello de su creativo Hacedor. Que lo adoraban con su belleza. Se sumó a la charla Gustavo, un muchacho que estaba allí gracias a una oración de Federico. Gustavo decía no creer en Dios, ni en nada. Hasta que una vez, internado con leucemia, Federico se acercó a su cama a compartir su fe. No hizo uso de una gran oratoria. Sino de su gran corazón .Habló más con su presencia que con su voz. Y Gustavo decidió creer. Incluso tiempo más tarde, había logrado una mejoría en su salud. Aunque no seguiría en la tierra por mucho tiempo más y seguiría a Federico a los Cielos. Federico se encontró con muchos a los que él había mostrado su mapa de ruta. Y allí eran compinches inseparables. En el Cielo vamos a darnos cuenta de cuántas cosas que creímos insignificantes no lo fueron. 65

Se abrirán ante nuestros ojos los cofres que guardan los tesoros divinos. Veremos que aquella carta que escribimos, aquél llamado telefónico, aquella oración, aquella palabra de aliento, rindieron sus frutos. Que todo lo que atamos en la tierra se ata en el Cielo y lo que desatamos en la tierra se desata en el Cielo. Que cada semilla que sembramos serán árboles en la Patria a la que pertenecemos. Nada se pierde. Dios usa y recicla. Y nuestras inversiones celestiales son las que más intereses nos darán. Porque serán eternos. Cada vez que morimos en el Gólgota, habremos ganado vida en la Jerusalén celestial. El que se cubre de luz como de vestidura, que extiende los cielos como una cortina. Que establece Sus aposentos entre las aguas, El que pone las nubes por Su carroza, El que anda sobre las alas del viento; El que hace a los vientos Sus mensajeros y a las flamas de fuego sus ministros. Él mismo, será nuestra recompensa. Nuestro galardón. El Padre de las luces, en el cual no hay mudanza ni sombra de variación nos premiará con su abrazo, tan extenso y bello como los mismos Cielos.

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- Capítulo 16 -

U

na mamá, que medía unos 90 centímetros hablaba con otra mamá de 80, mientras guardaba sus boletos usados de tren, perdón, sus billetes en la billetera. Tenía unos tacos altísimos y enormes, que la hacían tambalear con cada paso que daba. Tenía los labios mamarrachados de rojo. –Usted ¿tiene hijos? –preguntó doña Valentina a doña Zaleth. –Sí. Tengo dieciseís –respondió la señora Zaleth, mientras tomaba un té imaginario, levantando el dedito meñique. – ¡A la flauta! ¿Deiciseis? ¡Tantos! –exclamó la señora Valentina, mientras le servía más té a su invitada. Con una tetera de porcelana, que no se veía. –Sí. Me encantan los nenes. Y menos mal que se portan bien –contestó Zaleth, comiendo una galletita que no era invisible. –Yo tengo una hija, nomás. Se llama Bianca. Le puse ese nombre porque ese iba a ser mi segundo nombre –continuó Valentina, bajándose de los tacos. – Y ¿por qué usted no se llama Bianca de segundo nombre? –preguntó la señora Zaleth, intrigada. –Porque mis padres prefirieron que tuviera un solo nombre. –¡Ah!... yo no recuerdo los nombres de todos mis hijos. –Y, lógico. También, como para acordarse… Zaleth hizo sonar su celular de juguete. Se fijó el supuesto número que aparecía y dijo: –Es mi marido. Hola, querido… (pausa) Sí, mi amor (pausa) Ok, estoy yendo –cerró el celular, meneando la cabeza. Dice que tengo que ir a casa. Mis hijos tienen hambre y él no sabe cocinar. –¿Qué le va a cocinar, doña Zaleth? –Pues, no lo sé… Mmmmm…. Tal vez una sopa. Me debo ir. Encantada de conocerla. Y, gracias por el sabroso té de rosas. –Fue un placer, señora. Las señoras paquetas se dieron un beso en cada mejilla. Dejando sus marcas de rush. Zaleth tomó su bolso y se dirigió taconeando en zigzag hacia la puerta. La señora Valentina prefirió no subirse de nuevo a los stilettos. –Valuuuu... a tomar la leche –gritó la oma. –“Señora Valentina” decime, oma –sostuvo, arqueando la boquita pintada. Pensó en ir a merendar en sus stilettos. Los miró bien. Vasciló un minuto y se fue descalza. Llegaría más rápido.

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- Capítulo 17 -

V

alentina bajaba la pradera corriendo, como de costumbre. Tratando de no perderse nada y de aprovechar toda su herencia. Recorría con la mirada el panorama indescriptible. Que estremecía las fibras. El regocijo plasmado en el esplendor, ambos deleitando las moradas sin llaves, sin rejas, sin portones, sin alambrados. Cómo describir el sagrado, intachable, ilimitado paisaje. Su vestidito lila flameaba como una bandera, al compás del concierto angelical. Por momentos se le embolsaba con la brisa. Y al instante Valu lo desinflaba como a un globo. Comía confites multicolores que llevaba en los bolsillitos. Se metía de a cinco en la boca. Un par de mariposas revoloteaban sobre su corona y, a lo lejos, Valu parecía portadora de dos coronas, una de oro y otra de mariposas. La siempre vigente alegría también la acompañaba. Y el fulgor. Y la perpetuidad. Y el remanso. Y la majestad. Y la ausencia del mal en todas sus formas. Se sentó junto a un arroyo sofisticado de topacio y ónice, para mojar sus pies. Vio su rostro reflejado en el agua. Brillaba como una antorcha. Una hilera de juncos flacos, pero fuertes formaba un cerco natural que custodiaba al arroyo cual soldaditos. O cual espectadores en primera fila de la belleza del arroyo. Una familia de hojas violetas nadaba por las aguas. Valu las contó. Eran cuatro. Dos grandes, que eran la mamá y el papá y dos chicas que eran las dos hijitas. Iban juntitas. Una familia de cisnes se acercó a Valentina, en busca de mimos. Valu les acarició las cabecitas a todos. Y les convidó confites. Una de las mariposas de su corona se posó sobre el pico de un cisne. Valu se echó a reír. Todo le hacía reír. Era la foto perfecta. El arroyo. Los cisnes. Las mariposas. Valentina. Un cuadro que el más prestigioso y célebre pintor hubiese añorado pintar. –¿Jugamos a ‘Dígalo con mímica’, Valu? –preguntó Martu. –Sip. –Yo primero –la voz de Martín subió unas octavas. Indicó con un dedito que era una palabra. Hizo la mímica de algo alargado. –¡Un perro salchicha! –gritó Valu, segura de que había acertado. Martu negó con la cabeza, aguantándose la risa. –¡Un choclo! –volvió a gritar, con los puñitos cerrados de emoción. Martu volvió a decir que no sin palabras. Repetía la mímica una y otra vez, con ahínco, abriendo los ojitos de par en par. –¡Ya sé! –anunció Valu, aplaudiendo-. ¡El strudel de la oma! –¡Sííí! ¡Ganaste primita! –vociferó Martu, levantando los bracitos de Valu en victoria. –Ahora yo –anunció Valu, mostrando tres deditos. –¿Son tres palabras? –preguntó Martín. Valu asintió lentamente con la cabeza, poniendo cara de misteriosa. Señalaba su corazón con el dedito índice. –¡Te quiero mucho! –declaró Martu. –¡Yes! –festejó Valu. –Pero siempre elegís lo mismo, Valu –advirtió Martín. –Es que te quiero mucho… 70 –Yo también.

- Capítulo 18 -

–Me encanta ver la Fuente de las Lágrimas desembocar en el Lago de las Lágrimas, donde van cada una de las lágrimas de los justos. Dios las tiene contabilizadas a todas. No se le escapa ninguna. Están las lágrimas de amor. Las de dolor físico. Las de tragedias. Las de tristeza. Las de duelo. Las de injusticia. Las de guerra. Las de los bebés con hambre. Las de los bebés enfermos. Las de los nenes huérfanos. Las de las nenas de cinco años con leucemia. La de los papás sin sus nenas de cinco años con leucemia. La de los padres a los que se les murieron hijos. Las de los ancianos cargando el peso de los años. La de los bebés que nunca han nacido. Las de los presos condenados injustamente. Las de sangre del Getsemaní. Las grandes. Las pequeñas. Las amargas. Las de hiel. Las agridulces. Las torrentosas. Las implacables. Lágrimas inoportunas. Lágrimas repentinas. Lágrimas condescendientes. Lágrimas interminables. Y todas fueron y serán enjugadas. Dios las cuenta cada día, en Su redoma. Así como lo hace con los cabellos. Así como contó los que se me cayeron y me los repuso más fuertes y vigorosos. Como los brotes de primavera. Sin faltar ninguno. Todo el tiempo la Fuente se alimenta de lágrimas. Las que han sido enjugadas fluyen hacia el Lago, que nutre los suelos con sus titilantes aguas y los hace fértiles. La rivera del Lago está decorada por un interminable despliegue de alelís, crisantemos y freesias que perfuman y cantan. Que piropean la tierra de sus raíces. Y se multiplican por milésima de segundo. Sin cesar. Ya mis lágrimas no me nublan la visión. Ahora forman parte de este Lago que genera vida. La vida se gesta por donde miro. Ahora veo con claridad. Mis lágrimas han pasado por el fuego, y así como el oro han sido refinadas. Mis lágrimas probaron estar compuestas de fe y no de hojarasca. Atravesé el valle de lágrimas y lo cambié en fuente. Ellas han servido su propósito de purificar mi mirada. Todas valieron la pena. Y hoy son recompensadas. Una por una. Todas y cada una. Paulatinamente y al instante. Día tras día. Hoy, de mi interior no salen lágrimas. Sino ríos de agua viva. Con los que también nutro mi alrededor. A mi gente querida. Todo lo que invertí en mi vida se me ha recompensado con creces. Cada sonrisa que di. Cada gesto de amor. Cada segunda oportunidad que brindé a otros. Y a mi fe. También Dios lo registró. Como mis lágrimas. Y hoy soy galardonada de continuo. Con esta dicha perpetua. Con este lugar donde se recuperan las oportunidades per72

didas. Donde se cumple las bienaventuranzas del sermón del monte. Donde saberse perdonado y haber perdonado te hace volar. Donde puedo crecer. Y ver lo que me faltó ver. Donde Dios cumplió todo lo que me había prometido. No me equivoqué en creerle. Y en cantarle te amo más que a mi vida, más… Hoy veo el amor. Lo palpo. Acá es concreto. Veo el amor porque veo a Dios. Mi capacidad de asombro se renueva de inmediato. Y no puedo, no puedo dejar de reír. Así como lo hacía con mis vecinitos en el patio. O cuando volaba en mi andador. O con los chistes repetidos del payaso de mi papá, cuando animaba las reuniones familiares. O cuando me contaba una y otra y otra vez sus anécdotas de la infinidad de trabajos dispares que tuvo. Y sus andanzas en su espectacular país natal, Rosario. O cuando mi tía Titu hablaba en gallego o bailaba a lo Elvis. O cuando mi nono me revoleaba hasta el techo. O cuando jugaba a la lucha con mi hermana y mi papá. Y le pedíamos a mami que nos rescatara de las garras de papi. Y mami lo retaba, cuando era él la víctima de nuestros implacables golpes. Pobre. O cuando mi mamá corría conmigo a upa y me hacía creer que nos chocaríamos con los muebles. O cuando tomaba mi mano y con ella se pagaba en la cara y me decía: “Basta de pegarme, Valu, por favor”. O cuando nos hacíamos las que roncábamos con mi hermana cuando mami llegaba de trabajar. Y luego de un minuto no aguantábamos la risa. Éramos las bellas durmientes risueñas. Lo que aparentemente fue el ocaso de mi vida fue tan sólo el comienzo. Cuando escuchaba decir que “lo mejor está por venir” era completamente cierto. Acá estamos siempre de fiesta. No hay cuentas regresivas para la Navidad, los cumpleaños, las vacaciones. Acá siempre es viernes. No hay ruidos, sino sonidos. Ando tranquila. Sin miedo a que me saquen ventaja. Ni que me mientan. No hay doble sentidos ni doble intenciones. Nada es ambiguo. Nadie tiene complejos. Somos todos distintos e iguales a la luz del amor de Dios. No temo a los cortes de luz ni a las sirenas de ambulancias. No me pegan mis compañeritos de jardín. Ni me arrancan las hebillas, ni me empujan o rasguñan. Y yo tampoco hago nada de eso. Acá no se me bajan las plaquetas ni los glóbulos blancos. Soy eternamente inmune al odio, a la envidia, al rencor. No necesito defensas altas porque no tengo que defenderme de nada ni de nadie. Acá las bacterias no me tocan. Nunca más. Me sumerjo todo el tiempo en los brazos profundos de Jesús. Y no quiero salir de allí porque no hay mejor lugar que sus brazos. Que alguna vez colgaron abiertos en una cruz, pero hoy me envuelven y no me sueltan. Sus lágrimas también fueron registradas y bailan junto a la de todos Sus hermanos en ese lago celestial. Todos mis sueños pendientes, ya los cumplí. Ni bien entré a este lugar. Estar aquí es cumplir los sueños. Tuve mi graduación de jardín. Mi fiesta de quince. Mi viaje a Disney. Tengo pileta y sé nadar. Y me gusta nadar, porque ya no le temo al agua. Aprendí a leer y a escribir. Incluso en cursiva. Tengo mi Benyu. Tengo el amor que me traje y el que siguen sintiendo por mí. Tengo tanto… No obstante, no dejo de soñar. En especial, con ver a mi familia, toda, disfrutar los brazos de Jesús. Igual que yo. 73

Acá estamos todos de acuerdo. Sin perturbaciones, ni distracciones, ni insomnio. Con la certeza de haber alcanzado la salvación. Que es lo más sublime que podemos alcanzar. Este es un lugar sin decepciones. Reina el sentido de pertenencia. Las horas no tienen desperdicio. Y no sólo en los claros del bosque hay claridad. Nuestras diferencias no estorban, sino son toleradas en amor. Cobramos regalías diarias por las obras de amor que alguna vez hicimos y que Dios no desestimó, ni pasó por alto. Respirar, nos causa risa. Al final de cada día, me sigue quedando la misma cantidad de tiempo para jugar. Aquí, la gente que amamos no se va. No tiene que volverse a su casa. No la tenemos que acompañar a ninguna terminal. No toma ningún avión. Ni se enferma. Ni se muere. Acá disfrutamos sin temor a que, tal vez, sea la última vez que nos veamos. Mañana nos veremos de nuevo y pasado y mil años después… y otros mil más tarde. Sin cansarnos ni pelearnos. Sin mostrar la hilacha. Mirándonos a los ojos. No se ven muletas, ni sillas de rueda. No decimos “sin embargo” ni “pero”. No se habla por parábolas ni alegorías. Vemos a cara descubierta. Se alumbraron las penumbras. Se perfeccionaron nuestras cualidades. Nada incomoda. Vemos que hicimos buen uso de nuestro libre albedrío. Soy la bendita del Señor. Un espíritu elegido. Nunca me sentí tan amada. Y eso que fui increíblemente halagada, mimada y consentida… Salto la soga con mi arco iris y luego lo uso como puente para cruzar de nube en nube. Estoy vestida con pétalos. Con música. Con amor. Acá todas las manzanas son deliciosas. Ninguna es arenosa, ni tiene gusanos. Mojo mil vainillas en la chocolatada y el dulce de leche lo como de a cucharadas. Llevo nueces y chicles de repuesto en un bolsillo y en el otro, pedacitos de esperanza que envío a los que espero. Los recuerdos se mecen en mis brazos. Y les sonrío. Aun los tristes ya no me causan dolor. Conservo mi identidad. Mi ADN es el mismo. Sólo que enaltecido por la majestuosa vida de este lugar. Sigo siendo coqueta, alegre, payasa, hiperactiva… Hay tanto para hacer. Opino en todas las charlas, con mi vehemencia intacta. Sigo siendo “la Valu Valu”. Cuando vengan me van a encontrar tal cual me fui. Sólo que más descansada. Con el semblante de alguien que vive en paz. Van a poder darme los abrazos que no me llegaron a dar. Así como estuve en las profundidades del dolor, hoy estoy en las alturas de la gloria. Disfrutando de los privilegios de ser parte del linaje escogido del Rey. De ser una princesa. Triunfante. Porque mi nombre está escrito en el Libro de la Vida. Valu.

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- Capítulo 19 -

Q

uerida Valu, tuve un sueño tan hermoso. Tan real. Estaban todos mis seres queridos. Tan sanos. Tan vivos. Condecorados con la gloria del Rey. Envueltos en Su majestad. En esa Patria celestial. Mis amados ya no eran peregrinos. Como veleros que navegaron las aguas insondables de los pensamientos de Dios, soltaron amarras y se perdieron detrás de la línea del horizonte, para encontrarse cara a cara con Aquél a quien el viento y el mar le obedecen. Aquél que caminó sobre el mar, junto a ellos. Que fue su brújula que los guió a su destino final. Para levantar velas y navegar mares de cristal. Murieron para vivir. Para respirar el amor de Cristo.

Este sueño, sólo una modesta vislumbre de lo imperceptible que están viviendo. Un anticipo del Cielo. Que será más asombroso que el compendio de todos mis sueños cumplidos. Que será más bello que tu rostro bello. El Cielo despertará el concierto dormido de mi alma. Y hará vibrar al percusionista de mi corazón. Mi pobre corazón bailará miles de valses, desprovisto de todo vestigio de dolor. Tendrá nuevos brotes. Volverá a su apogeo en algarabía eterna. Volver a verte será el Cielo. Cuando se ponga el sol en mi vida y despierte, con el alba, en aquél magnífico lugar, viendo el rostro del sol en tu rostro, iluminando mi vida de nuevo. Cuando está a orillas de mi vida, a punto de zambullirme en tus brazos nuevamente, voy a sentir que todo valió la pena. Todo habrá valido la pena. Mamá.

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- Capítulo 20 -

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iempre nos resultó un tanto irreal su luminosa presencia. Y en lo que a mí respecta, también efímera. Es sabido que un ser de tanta luz no viene para quedarse. Así como las estrellas fugaces, que simplemente pasan y dejan estela. Encienden, en su paso, la mayor cantidad posible de lugares oscuros y se van. Había llegado al barrio en una tarde de un más que primaveral noviembre. A la hora de la siesta. A las dos. Sentenciando que las dos de la tarde era hora de llegar, de alumbrar, de vivir y no de dormir. Indicando, tal vez, que durante el escaso tiempo de su visita jamás dormiría siesta. Augurando una escurridiza época de radiante dicha. No trajo nada de equipaje, seguramente porque sabía que la estadía sería corta y porque su intención era traer sólo cosas abstractas. Y llevarse un poco de todos nosotros. Era consciente de su luz y, consecuentemente, andaba segura y orgullosa por la vida, pero sin alardear. Daba pasos firmes y sólidos. Estaba aquí y allá a la vez. Cuando aprendió el lenguaje terrestre, hablaba con coherencia y soltura, expresando sus ideas e intenciones con claridad y gesticulando con sus inquietas manos. Se mostraba vehemente y tímida. Ambas cualidades la equilibraban. Se hizo querer en seguida. Imposible no amarla con esa carita pícara, redonda, armónica, transparentemente blanca, angelical. No portaba alas, como se supone portan los ángeles, sino unos ojos abismalmente profundos. Nítidos. Audaces. Alados. Más potentes que las más potentes alas, que, en vez de hacerla volar a ella nos elevaban a nosotros. Se mimetizó muy bien entre nosotros. Anduvo mucho en triciclo y un poco en bicicleta con rueditas, aunque su debilidad era el monopatín, pero como me aterraba que se diera un porrazo a la velocidad que andaba, mucho no la dejaba tripularlo. No llegó a aprender a escribir ni a leer nuestro idioma, no le dio el tiempo. Implacable tiempo, insobornable tiempo, que jamás retrasa sus plazos. No nos enseñó, tampoco, el idioma de sus tierras etéreas. No creo que haya sido por falta de buena voluntad ni predisposición, a ella le sobraban, sino que, estimo, fue nuevamente culpa del tiempo. Sí llegó a dibujarme gorda y sonriente, de brazos cortos y abiertos y también aprendió a pintar. Tanto le terminó gustando que pintó un par de paredes y cosas que se suponía no debía colorear. Solía cantar a todo pulmón y bailar haciéndose la payasa, sabiendo que era el centro de atención. Era un ángel goloso y matero. Travieso. Perseverante. Incansable y saltarín. Como todo ángel de cinco años. Tengo entendido que lo ángeles vienen a cumplir misiones al servicio de los hombres. Si tengo que pensar cuál fue la suya, sería difícil pensar sólo en una. Si bien podría resumir que nos enseñó cómo vivir. Diría que nos enseñó a vivir con pautas bien marcadas y al mismo tiempo sin pautas. A tomar la vida como viene, con lo que traiga, y a aceptarla con la mejor sonrisa de leche y con cara de abrir regalos. A agarrar la vida con la intensidad que agarramos ese regalo, rompiendo el papel que lo envuelve con alegría y curiosidad. Y suspirar fuerte y abrir bien los ojos cuando nos sorprende con algo que ni soñábamos recibir y también sus78

pirar fuerte cuando no cumple con nuestras expectativas e incluso cuando parece ignorarnos por completo. Nos enseñó, también, a creer en ángeles, porque de veras existen. A nosotros nos visitó uno más que hermoso. Nuestro ángel tuvo su cuota de sinsabores e injusticias, por cierto mayor a las nuestras, pero no dejó nunca de abrir el regalo con ganas. Toda esa luz que trajo fue proporcional al dolor que la atravesó, pero no se apagó. Se ve que extrañaba su lugar de origen. Y, es lógico. Vino de un lugar eterno. Mágico. Sin pesar. Sí, se ve que extrañaba ese lugar del cual traía toneladas de amor. De diferentes tipos e intensidad. Nos trajo amor de padres, de hermanos, de tíos, de abuelos, de amigos. Importado de esa fábrica de amor que está a la vuelta de la esquina, pero a la vez infinitamente distante. Una tarde invernal de febrero, finalmente le crecieron sus alas y echó a volar. De vuelta al hogar. Fue todo un honor ser elegidos sus anfitriones. Podría haber descendido en cualquier otro lugar más cómodo, más lujoso, pero nos eligió a nosotros. Probablemente sabría que lo que carecíamos de riquezas redundaría en cariño y atención. Y que todo el amor que trajo se lo retribuiríamos con creces. Mi ángel me tejió un cordón umbilical que jamás se cortará. Un lazo angelical y celestial, que es el maternal. Un vínculo eterno que la muerte no puede matar.

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- Capítulo 21 -

V

alu tenía el pelo lacio, castaño, largo y unos hermosos ojos azules. Se esforzaba mucho para que su flequillo flogger quedara perfecto, se pasaba un largo rato acomodándoselo. Tenía indelebles bigotes de jugo Tang y una constante sonrisa que delataba que algo estaba por hacer. Era preciosa. Está mal que lo diga la mamá, pero Valu era preciosa. Coqueta. Se pintaba las uñitas de rojo, se ponía un montón de pulseras, collares y medio frasco de perfume. El toque final a su coquetería lo daba con alguna carterita. Sus colores preferidos eran el violeta y el fucsia. Era fan de Kitty y Tinker Bell. Vivía siempre acelerada, como si supiera que se iba a ir prontito y que tenía mucho por hacer. Amaba baldear, pasar Blem, ayudarme a colgar la ropa y a hacer mi cama. Su música preferida era el Reggaeton y movía las caderas cada vez que lo escuchaba. Todo lo hacía con ímpetu, dejando siempre su preciosa impronta. Con apenas cinco años sabía bien lo que quería. Le encantaban las aceitunas, las frutillas, los tomates, el mate, los sándwiches de miga y las golosinas habidas y por haber. Su paseo preferido era ir al kiosco… En junio de 2009 comenzó con tos. Estaba ojerosa, flaquita y tenía fiebres esporádicas. El diagnóstico siempre era neumonitis. Estuve yendo y viniendo a la clínica por casi tres meses. Unos días estaba bien y de nuevo recaía. Una madrugada la llevamos porque tenía fiebre. Me recetaron Tamiflú, en caso de que tuviera gripe A. A lo largo del día estaba peor. Vomitaba, no se levantaba de la cama y seguía con fiebre. La volvimos a llevar y le hicieron un hemograma. Ahí nomás quedó internada. Nos decían que era algo grave en la sangre. La palabra LEUCEMIA estalló en mi mente y corazón. Dos días después le realizaron una punción en la médula y la leucemia pasó a ser una realidad, no sólo una palabra que siempre me costó pronunciar. Un 25 de agosto fue el comienzo de los cientos de pinchazos, transfusiones, punciones, quimios, corticoides, vómitos, internaciones, hematomas. La leucemia es básicamente cáncer en la sangre. Para combatirla se recurre a la quimioterapia que, si bien es efectiva para atacarla, también provoca la disminución de los glóbulos rojos y blancos. Los rojos se encargan de oxigenar el cuerpo y se pueden transfundir. Los blancos protegen el cuerpo de virus y bacterias. No se sabe a ciencia cierta la causa de esta enfermedad. Valu tenía la Linfoide Aguda, la más leve. También se la llama Linfocítica o Linfoblástica. Hay un 80% de probabilidades de cura. Valu estuvo en el 20%. De hecho, no falleció de leucemia, ya que la misma ya estaba controlada. Luego de 6 meses de tratamiento, a punto de entrar en mantenimiento y poder volver a su entrañable jardín, falleció por una bacteria en su intestino (Escherichia Coli) que en horas afectó todo su cuerpito. El 26 de febrero amaneció con fiebre y vómitos. La llevamos volando al sanatorio. Entró a terapia intensiva y al otro dia falleció. Su última quimio le había bajado sus glóbulos blancos a 300 y no tuvo con qué defenderse de la bacteria. Partió con una sonrisa radiante, como ella. Hace 2 años que Valu no está, pero ella se encargó de dejarnos su huella bien marcada y nos enseñó cómo tenemos que vivir. Desde que comenzó su cruel tratamiento hablaba mucho de Jesús. Un día nos preguntó cuál era su apellido. No supe qué contestar….Me pedía que le 81

leyera la Biblia y que le cante canciones de la iglesia. Me decía constantemente “Te amo, má”; “No llores, má”. Me acomodaba el pelo detrás de las orejas, me hacía peinados raros y masajitos. No me quería ver llorar. Ni bien dejaba de vomitar ya estaba bailando o saltando o pidiéndome que baldeemos. Apenas llegábamos de las internaciones, se bajaba volando del auto, agarraba su bici y monopatín y andaba sin parar mientras saludaba a los vecinos. No le importaba estar sin pelo, decía que “estaba fresca así”. Seguía siendo coqueta y temperamental. Su enfermedad no le quitó sus ganas de vivir. Al contrario. Peleó, peleó con todas sus fuerzas. Fue inmensamente feliz a pesar del dolor. Eso nos enseñó. Ni más ni menos. Una de sus canciones preferidas era “Celebra la vida”, la cantaba a todo pulmón. La extraño con desesperación. Cuando cuelgo la ropa la imagino a mi izquierda ansiosa por alcanzarme los broches. Valu era mi cómplice, mi compañera de mates, compartíamos una mutua debilidad. Su enfermedad la hizo madurar mucho. Le cambió la carita y teníamos charlas profundas y largas de igual a igual. Extraño ver Playhouse Disney con ella. Extraño su cabecita pelada con olor a jabón. Las plantitas que arrancaba a los vecinos y me traía con emoción. Extraño que no me pudiera ver sentada y siempre me encontrara algo para hacer. Pasearla a upa y cantarle como si fuera todavía un bebé. Extraño llevarla al jardín. Llevarla al sanatorio para que la curen. La posibilidad que tenía de poder luchar. Extraño la que fui, porque la mejor versión de mí la enterré con ella. Vivir sin ella es caminar con el viento en contra. Es caer cada minuto en el abismo de su ausencia. Es gritar sin voz. Es esperar que vuelva sabiendo que no va a volver. No sé por qué se fue tan pronto, pero sí sé que cumplió su misión y nos marcó el camino a seguir. El angosto. El de la fe. El de la valentía. El de la alegría a pesar del dolor. Por eso no voy a bajar los brazos porque ella no los bajó. Una amiga me escribió “Valu se recibió en esta vida con honores” y así fue. Por ahí leí que los ángeles vienen a visitarnos y sólo los conocemos cuando se han ido. Yo siento que nos visitó un ángel, que se quedó un ratito nomás porque vaya a saber qué labores tendría asignados en el Cielo. En ese lugar más allá del arco iris, bien, bien arriba. En esa tierra de la cual escuchó en una canción de cuna, donde los problemas se disuelven como gotas de limón...

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EPÍLOGO Me costó al principio, escribir acerca de un lugar carente de conflictos. Toda historia se supone que tiene una introducción, un nudo y un desenlace. Fue difícil no tener ningún nudo que resolver y escribir una historia sin fin. Sin embargo, con el pasar de los días, logré dejarme llevar por la belleza del lugar, por las personas y por las situaciones de las cuales escribía. Y fue de lo más placentero. Es más, me dolía, literalmente me dolía, volver a mi mundo y no poder quedarme en ese. Dolía que mis palabras no pudieran ser puentes que me transportaran, prematuramente, a mi verdadero Hogar. Cada palabra fue un gigantesco intento por sobrevivir. Me faltó tanto por hacer con mi hija y para ella que al menos quiero nombrarla, recordarla, llorarla, escribirla. Mantenerla viva. A mi manera. Escribiendo. Esta es mi visión de cómo veo el Cielo y a mis seres queridos viviendo felices en él. Mucho de lo que escribí es fruto de mi imaginación. La que he desarrollado enormemente desde que Valu se fue, con una terrible necesidad de ubicarla en un lugar real y no abstracto, haciendo las cosas que ella amaba hacer acá. Me rehúso a imaginar a mi Valentina en un lugar netamente etéreo, flotando, tocando el arpa solemnemente. Esto es como uno de los tantos sueños que tuve desde que no está. En todos, la vi sonreír, radiante. Este escrito es uno de esos tantos sueños. Es el alma de una mamá. Una mamá sin su Valu. Con moretones, cicatrices, pero que decidió no perder la FE. Éste es el Cielo en el que yo necesito creer.

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Escribir Escribir me transporta a donde estás. Te mantengo viva. Más viva que cuando estabas acá. Conmigo. Escribir me anestesia el alma. Y con esa anestesia Alejo la locura, la depresión. Escribir me llena de dicha. De esperanza, de luz. Cada palabra levanta mis brazos, Alienta mis pasos. Son bocanadas de aire Cuando me asfixio. Logro sentirte cerca Y sentir más cerca a Dios Hoy es Él quien te lleva a upa Por senderos que pronto, Muy pronto Recorreré yo. Cambiaste mis brazos Por los de Él. Brazos eternos y santos En donde estás a salvo. Mimada, besada. Esperando mi vuelta al hogar En donde estaremos por siempre juntas.

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Con los ojos de la fe. Con los ojos de la fe, Los más profundos y sabios, Veo millones de ángeles Y al más bello de todos. Veo a Jesús Abrazándola fuerte Y al mismo tiempo abrazándome a mí. Con los ojos de la fe Que llegan lejos Contemplo lo que mis ojos no pueden ver. Incluso escucho música De esa que te hace bien. Con los ojos de la fe Entiendo lo que no puedo entender. La fe me acaricia despacio Y me dice que todo va a estar bien.

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Cuando pase el umbral. Sentiré la emoción de que sea viernes. De jugar a la paleta con mis amigos en la calle. De que venga la tía Delia. De volver a creer en Papá Noel. De una Navidad blanca en Nueva York. La emoción de emprender un viaje a la madrugada, mate en mano. De llegar a 25 de Mayo o a Pilar. De lograr agarrar la sortija de la calesita. De hamacarme bien, bien alto. De tomar Coca Cola helada en vaso de vidrio. De que en la radio pasen la canción que me gusta. De llegar a casa en medio de una tormenta. De sacarme los zapatos y andar descalza. La emoción de pedir perdón y perdonar. De volver a vivir en la casa de Rivera. De ver la casa limpia y ordenada. De haber hecho la buena acción del día. De remontar un barrilete. De entrar corriendo al Italpark. De tomar mates espumosos y calentitos. De comer al mismo tiempo cheesecake, tiramisú y flan casero con mucha crema. Y sin engordar. La emoción de ver la ropa colgada flamear en el viento. De la honestidad, la puntualidad, la promesa cumplida. De aprender y enseñar. De ver Scooby Doo, Los Aristogatos, La Dama y el Vagabundo con mis hijitas. De que sea septiembre. De estar en casa. De tener algo lindo que esperar. De ver los ojos de mis hijas. De sentir los brazos fuertes de mi marido. De pasear en auto. Sentiré el olor a tierra mojada. A eucalipto, menta y jazmín. A libro nuevo y casa recién pintada. El aroma a garrapiñada y pochoclo. A café con leche y tostadas.

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A asado y a tuco con albahaca de mi nona. Sentiré el perfume a bebé, a madera, Y la hermosa fragancia de Mar del Plata y de mi hogar. Escucharé al unísono Tu voz. La risa de millones de nenes. Y Sublime Gracia. Sentiré el alivio De haber aprobado el examen. De haberme sacado la mochila insoportable de la espalda. De abrigarme después de haber tenido frío. De no tener que luchar más con mis defectos, debilidades y miedos. De llegar a la cima luego de haber escalado tanto. Sentiré el alivio El sublime alivio De no extrañarte más… Cuando pase el umbral Cuando vuelva a vivir Cuando al fin te vuelva a ver…

Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su grande misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos, para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros, que sois guardados por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación que está preparada para ser manifestada en el tiempo postrero. En lo cual vosotros os alegráis, aunque ahora por un poco de tiempo, si es necesario, tengáis que ser afligidos en diversas pruebas, para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo, a quien amáis sin haberle visto, en quien creyendo, aunque ahora no lo veáis, os alegráis con gozo inefable y glorioso; obteniendo el fin de vuestra fe, que es la salvación de vuestras almas. 1 Pedro 1:1-9 Más la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro. Romanos 6:23. 87

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