EL ESCEPTICISMO EN EL SEISCIENTOS HISPÁNICO: LA PRIMERA REDACCIÓN DE LA REPÚBLICA LITERARIA

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EL ESCEPTICISMO EN EL SEISCIENTOS HISPÁNICO: LA PRIMERA REDACCIÓN DE LA REPÚBLICA LITERARIA Jorge García López UNIVERSITAT DE GIRONA

Pocos textos más ricos y, al tiempo, admirables que la República literaria. Nos han quedado de ella dos redacciones cuyas «diferencias entre una y otra versión son notables, radicales» ,' y cuya atribución a Savedra, en su primera redacción, parece cuestión más que discutible, inverosímil.2 Tanto esas dos redacciones, como su vindicación y compleja atribución suscitan una cuestión de raro encanto. Nos permite pergeñar un puente de pensamiento escéptico que va de Pedro de Valencia a Gregorio Mayans, y que abarca la propia vindicación de Savedra y la impresión de la obra, uno de cuyos prólogos apostilla a Saavedra Carnéades de nuestro siglo. De hecho la primera redacción casa con cierta facilidad con el pensamiento escéptico. A finales de la centuria, de Montaigne a Francisco Sánchez, son ya de general dominio los presupuestos esenciales del escepticismo clásico. Una difusión que facilitaba el inusual revoltijo de novedades que habían visto los hombres del quinientos. Actitudes, creencias, convicciones se tornaban tortuosas a ojos vista. En estas condiciones se abrió paso el juicio escéptico, ya difuso a lo largo del XVI. La Academia media, de tonalidades socráticas, formaba parte del bagaje de la tradición humanista. En los Académica ciceronianos, en el Contra Académicos de San Agustín; resumida en algunas páginas de Aulo Gelio o extractada en las correspondientes biografías de Diógenes Laercio. Nacida de una singular exégesis de la inquietud socrática, se acoje con facilidad a casi cualquier tonalidad de moralismo crítico. A esa actitud le supuso puntal precioso las versiones latinas de Sexto Empírico. Ahí se bifurca el criticismo humanista en otra corriente menos apegada a planteamientos éticos; más técnica, por decirlo así, y que hará de la circularidad del criterio de verdad su más destructiva verdad.3 No es difícil amasar datos para cerciorarse de J. Martínez Ruiz, Azorín, «Saavedra Fajardo» en De Granada a Castelar, Madrid: Caro Reggio, 1922, pág.92. 2 Cfr. A. Blecua, «Las Repúblicas literarias y Saavedra Fajardo», El Crotalón. Anuario de Filología Española, I (1985), págs. 61-91, e id., «Un nuevo manuscrito de la República literaria», Edad de Oro, 3(1984), págs. 11-27. 3 Unas breves líneas introductorias como resumen de R. H. Popkin, La historia del escepticismo desde Erasmo hasta Spinoza, México: F. C. E., 1983, y C. B. Schmitt, Cicero Scepticus: A Study ofthe ¡nfluence ofthe «Académica» in the Renaissance, Martinus Nijhoff, La Hague, 1972.

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hasta qué punto esas corrientes penetran en la literatura española a principios del siglo XVII. Por ejemplo, Pedro de Valencia, el más afamado humanista de los días de Felipe III, cuenta entre sus primeras obras publicadas unos Académica. Atiende en sus páginas a la vulgarización de la Academia media, servida a través de Cicerón; es el Cicero scepticus.4 La obra analiza el criterio de verdad en varios filósofos de la antigüedad, tales como Platón, Arcesilao, el mismo Pirrón, Carnéades, la Academia nueva, e, incluso, Epicuro, prestando una especial atención a la epokhé de los escépticos, la suspensión del juicio. 5 Don Francisco de Quevedo se sirve en 1612 del mismísimo Sánchez, como emblema, al frente de El mundo por de dentro («No se sabe nada [...] y aún esto no se sabe de cierto [...] Dícelo el doctísimo Francisco Sánchez, médico y filósofo...»).6 Quevedo moldeará la referencia al Quod nihil scitur como elegante petición de principio para un hábil desarrollo retórico. Atento a los tópicos del exordio, le facultad para presentarse como voz socrática despabiladora de vicios morales, y enlazar de corrido con un estoicismo de filiación humanista. Pero nos sirve como medida de la difusión de nombres y actitudes. Por lo mismos días, hacia 1613-1614, se está escribiendo la primera redacción de la República literaria. Para enlazar esa primera redacción con actitudes escépticas, basta un repaso somero a sus fuentes, y quizá la principal al respecto sea Cornelio Agrippa. Nuestra obra copia a la letra del De incertitudine et vanitate scientiarum declamatio invectiva de Cornelio Agrippa, en especial en el discurso de Demócrito, un centón, en verdad, de ideas, giros y ejemplos de la obra de Agrippa. El De incertitudine no debía faltar en ninguna buena biblioteca. Tal era el consejo de Gabriel Naudé, hacia los años treinta del siglo XVII, en su Advis del buen bibliotecario; y junto a Agrippa proponía buena escolta: Francisco Sánchez y Sexto Empírico.7 Pero la obra, más que un capítulo del pensamiento escéptico, constituía una suerte de fundamentalismo antiintelectualista, y, también, en su repaso de disciplinis valía como útil poliantea de las ciencias de la época: un repaso sistemático y crítico de cada una de las ciencias, una por una, sin medida ni perdón. Era útil, apenas contenía doctrina; se adaptaba con facilidad para su uso pragmático en multitud de discursos. El autor no se preocupa por fundamentar la imposibilidad de conocimiento cierto, atiende más a darnos una muestra de lo tenue del saber adquirido por cada una de las ciencias. Quizá por ello tuvo el éxito que podía obtener una poliantea dispuesta a subrayar lo útil, pero se trata en suma de un comportamiento difícil de encasillar en las dos corrientes principales del escepticismo antiguo, que muestra los caminos por los que el seiscien4

L. Gómez Canseco, El humanismo después de 1600: Pedro de Valencia, Sevilla: Universidad de Sevilla, 1993, y R. H. Popkin, op. cit., pág. 73. Vid. también, J. Oroz Reta, ed., P. de Valencia Académica sive de iudicio erga verum, Badajoz: Diputación Provincial, 1987. 5 L. Gómez Canseco, op. cit., pág. 98. 6 1. Arellano, ed., F. de Quevedo, Los sueños, Madrid: Cátedra, 1991, pág. 271. En efecto, recuerda R. H. Popkin (op. cit., pág. 146) que G. Naudé, en su Advis pour dresser une bibliotliéque, sugiere que no debieran faltar Sexto Empírico, Sánchez y Agrippa.

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tos se encontrará cómodo junto al antiguo criticismo. Si la ciencia era ilusoria, la fe sencilla allanaba el camino. En 1582, al calor de las guerras de religión el De incertitudine de Cornelio Agrippa alcanza su primera traducción francesa.8 Lo mismo sucede con el resto de sus fuentes principales, y en especial con los Ragguagli de Boccalini y con el somnium humanista, que da forma genológica a la obra. La obra de Boccalini descolla por su crítica desenfada, por su carácter humorístico, así como por la originalidad y fluidez, por la flexibilidad de su estructura, que le permite cambiar de planos, de personajes y de temas con facilidad sorprendente. Enemigo acérrimo de españoles, nuestro autor primitivo debía ser, en efecto, de mentalidad muy abierta para tomar a Boccalini por modelo, aunque sea modelo a batir. Esa aproximación constata su mirada crítica y su perspectiva amplia. Lo mismo puede decirse del género de la obra. El somnium era camino favorito del humanismo para hundir el escalpelo crítico. Agrippa brindó ingredientes a la invectiva de Demócrito; un género propio del humanismo, el somnium, y con gran probabilidad el de Lipsio, confirmó la hechura genológica de la redacción primitiva. En fin, tono burlesco, imaginería literaria, muchedumbre de escenas recogió nuestro autor en la frescura de Boccalini. Tres pilares que compendiaban y enriquececían las inclinaciones del mejor humanismo bajo el impulso renovado del criticismo académico. Dentro de ese escepticismo antiguo, la redacción primitiva se halla más cercana de postulados académicos que de la orientación pirrónica. La primera se adapta con facilidad a los esquemas del humanismo. Será, en realidad, hija predilecta. La segunda se adentra en la creación especulativa, en el tecnicismo filosófico. No es difícil vertebrar un par de ejemplos que autorizan a suponer un confín. La República literaria, tanto en la pluma del autor primitivo como en la de Savedra, ignora, por ejemplo, el arduo problema de la circularidad del criterio de verdad. Y, sin embargo, se agolpan ahí cuestiones que se frecuentaban con familiaridad en el criticismo académico. Tal es el caso, por ejemplo, de la relatividad de las sensaciones, o bien el de la diversidad de las opiniones. Este último cruza toda la obra, sin duda por su mayor capacidad para dar vida a rápidas escenas de tono entre crítico y burlesco. Esa actitud se clarifica y se matiza en la postura que adopta el autor primitivo frente a algunas actividades científicas puntales por esos días. Así, por ejemplo, no cree en la posibilidad de una ciencia política de carácter predictivo: para la política eran dañosos los desinios y reglas generales, porque el entendimiento se casa de suerte con las doctrinas estudiadas, que, haciéndose temeroso y porfiado en ellas, las ejecuta y practica ciegamente en los casos particulares, sin la moderación y prudencia que piden los accidentes, por los cuales se debe gobernar el ejercicio de los aforismos políticos.9 R. H. Popkin, op. cit., págs. 53-56, y la rica bibliografía citada; también E. Cassirer, El problema del conocimiento, México: F.C.E., 1965 (I a ed. alemana, 1906), vol. I, págs. 215-16. V. García de Diego, ed. cit., pág. 35.

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Recordemos que a finales del siglo XVI, de la lectura de Tácito resultó la ilusión de una ciencia política que expresaba un cuerpo de doctrina en una serie de verdades universales, los 'aforismos'. Se trata de la posteridad de IIprincipe. El anhelo de atrapar la diversidad de las conductas políticas en una armazón conceptual sometido a reglas; ni más ni menos. Representante español de esa ilusión será Álamos de Barrientes; desde su traducción de Tácito ilustrado con aforismos podemos certificar la lenta muerte de esa esperanza.10 Para el caso, nuestro anónimo autor está siguiendo a Boccalini, quien había expresado serias dudas en sentido idéntico, y que había puesto a Tácito a gobernar Lesbos, con los efectos que se podían esperar (Ragguaglio I, 20). Tácito siembra el caos social en Lesbos: para eso sirven los 'preceptos universales'." Frente a los aforismos, santo y seña del racionalismo político, los accidentes -gli accidenti- adquirirán una importancia progresiva, caracterizando de forma creciente el lenguaje de los tratadistas.12 El desprecio por la efectividad de los aforismos será verdad vulgata en el medio siglo, de Meló a Saavedra, y no solo en la pluma de los tratadistas, también en la de los políticos.13 Pero esta desconfianza general no lo es ca. 1614, cuando conforma patrimonio específico de las corrientes críticas. Un ejemplo entre muchos, de sencilla textura, que permite atisbar la aguda novedad de la primitiva redacción. Lo mismo sucede con la medicina. Al negar la posibilidad de una ciencia médica más allá de las individualidades humanas, el autor elabora un tema caro al escepticismo académico, el de la relatividad de las sensaciones, y así nos dice que: aunque la experiencia trabaja siempre en descubrir los secretos de la naturaleza, es peligrosa, porque para ello se aprovecha de los sentidos, los cuales fácilmente se engañan, y lo que hasta agora ha descubierto es una parte muy pequeña. 10

Vid., por ejemplo, Fernández Santamaría, Razón de estado y política en el pensamiento español del barroco (1595-1640), Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1986, págs. 161-203. ' La imagen del sabio impórtente ante la praxis se hallaba ya en el Encomium moriae: «Muchos son los sabios [...] que son perfectas calamidades para los usos de la vida, como lo prueba si de ésta sentimos necesidad nada menos que Sócrates. Parece ser que siendo Sócrates requerido para dar su dictamen en púbulico sobre una cuestión práctica muy sencilla, se trabucó de tal modo y dio tales muestras de torpeza, que tuvo que retirarse más que a paso en medio de la rechifla general» (D. Erasmo, Elogio de la locura, Barcelona: Planeta, 1992, pág. 40). '" En la correspondencia del mismo Saavedra puede encontrarse con facilidad el giro: «Siempre rehusé escribir instrucciones a los embajadores de Roma, porque son lecciones de esgrima que en la ocasión se olvidan, fuera de que los documentos y máximas generales con peligro se practican, si no las gobierna la prudencia con los accidentes que alteran y mudan la sustancia de las cosas» ; vid. Q. Aldea, España y Europa en el siglo XVII. Correspoandencia de Saavedra Fajardo. Tomo 1: 1631-163, Madrid: C.S.I.C, 1986, pág. 4. 13 Nos lo dice en el pórtico de su Historia marcadamente tacitista por estilo literario y orientación ideológica: «no hallarás citadas sentencias de filósofos y políticos» (vid. J. Estruch Tobella, ed., F. M. de Meló, Historia de los movimientos, separación y guerra de Cataluña, Madrid: Castalia, 1996, pág. 66), y la misma prevención se puede encontrar en el testamento político de Richelieu (vid. J. H. Elliot, Richelieuy Olivares, Barcelona: Crítica, 1984, pág. 41).

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No es difícil ver ahí el ascendiente del Quod nihil scitur de Francisco Sánchez, médico él mismo, y cuya obra constituye una crítica del conocimiento elaborado sobre base aristotélica. En fin, veamos, como último ejemplo el de la astronomía. Quizá uno de los momentos más felices del discurso del Democritus ridens del autor primitivo lo constituye el repaso crítico de la astronomía. El primer autor escribe probablemente en Italia, y ahí vemos el despertar de la nueva ciencia y la admiración que estaban provocando las novedades que se agolpan en las primeras décadas del siglo XVII: los [principios] de la astronomía, en que discrepan los árabes, egipcios y caldeos, así en el número de los cielos como en sus movimientos, orbes diferentes, equantes y epíchides, fingiéndolos cada uno a su modo, sin más certec,a de lo que allá pasa que sus mismas imaginaciones, porque viéndose confusos en la variedad de cursos de los astros, imaginaron un número de cielos, orbes y movimientos con que el ingenio se quitase, midiese y regulase el curso celeste, no porque con ciencia alcance que hay tales cielos, sino porque no puede sin imaginallos y presuponellos comprehender los movimientos de los astros; y esta ha sido la más notable mentira que se ha imaginado y de quien mayores y más verdaderos efectos se han seguido, pues sin errar en un minuto se saben por ella los eclipses y aspectos futuros y los movimientos de los planetas y estrellas, si bien algunos no están de todo punto ajustados, como el de Marte y otros que nuevamente se van descubriendo con los antojos largos.14 Agrippa en mano, nuestro autor pasa revista a la historia de la astronomía -egipcios, caldeos- 15 para acabar dando con los descendientes de Claudio Ptolomeo, cuyo progreso fundamental había consistido en la multiplicación de artilugios matemáticos (deferentes, ecuantes, epiciclos, excéntricas, etc.) para explicar la evidente retrogradación de los planetas en la observación empírica. Pero lo más interesante del texto son sus últimas líneas; ahí ya ha abandonado el autor a Cornelio Agrippa. Poner el énfasis en el cálculo preciso de la órbita de Marte significaba poner el dedo en la llaga; estar muy al día en los progresos de la astronomía. Recuérdese que las bases para resolver con precisión el problema se hallaban ya en las ajustadas observaciones de Ticho Brahe, que Kepler resolvería con nitidez en su nuevo sistema, heliocéntrico sin concesiones. Los resultados de esas investigaciones se publicaron en su Astronomía nova (1609).16 En fin, el autor primitivo se hace eco de los descubrimientos de Galileo, que se dieron a conocer por primera vez en su Siderem nuncius (Venecia, marzo de 1610). En el libro se daba cuenta de la existencia de montañas en la luna, de un gran 14

V. García de Diego, ed., D. de Saavedra, República literaria, Madrid: Espasa, 1973, pág. 104. «aliter egiptii, aliter chaldei», casi un sonsonete en el capítulo XXX De geometría del De incertitudine de Cornelio Agrippa. 16 T. S. Kuhn, La revolución copernicana. La astronomía planetaria en el desarrollo del pensamiento, Barcelona: Ariel, 1996, págs. 276-77. 15

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número de estrellas antes no conocidas (en las Pléyades, por ejemplo, o en la misma Vía Láctea), y se anunciaba por primera vez en la historia la existencia de satélites en Júpiter, descubiertos entre el 7 y el 14 de enero de 1609. No nos encontramos con el nombre que esperaríamos -Nicolás Copérnico-; el texto es huidizo. El autor, por ejemplo, no se para a considerar las graves consecuencias teológicas del heliocentrismo, no explícita las consecuencias últimas de esos otros [se. 'planetas y estrellas'] que nuevamente se van descubriendo con los antojos largos. Pero el autor primitivo no se quedó ahí. El centro de la obra está constituido por dos discursos fundamentales -el de Demócrito y el de Heráclito- y ambos apuntan a deducir de la realidad troceada del hombre renacentista un neoestoicismo peculiar,17 deducido casi como consecuencia lógica de la doctrina de la Academia Media. Una actitud que Savedra recogerá y amplificará en su personal contrafacción de la obra, al poner en pie un catálogo de los filósofos de la antigüedad. Sorprende ahí la forma rápida con que Saavedra reseña en tibias pinceladas el pensamiento aristotélico, la escuela estoica, así como el pitagorismo y «los epicúreos, los cínicos y los heliacos»,18 englobados todos como un conjunto entre los filósofos «dogmáticos», opuesto a los filósofos escépticos, verdadera y única expresión, según Saavedra, del pensamiento crítico. El autor era consciente de ello, así como de los matices históricos de los dos tipos fundamentales de escepticismo. La página anterior los había enumerado con larga y detallada descripción, comenzando por el escepticismo académico: A las corrientes de una fuente estaban Sócrates, Platón, Clitómaco, Carnéades y otros muchos filósofos académicos, siempre dudosos en las cosas, sin afirmar ninguna por cierta. Solamente a fuerza de razones y argumentos procuraban inclinar el entendimiento y que una opinión fuese más probable que la otra.19

Sorprende no solo lo detallado de la descripción, si la comparamos con las restantes escuelas de la antigüedad, sorprende también el cariño con que está hecha. Saavedra supera el mero catálogo de filósofos, y nos presenta su propia inclianción personal. Pero sigue con la descripción del pirronismo filosófico: 17

V. García de Diego, ed. cit., pág. 115 y J. C. de Torres, ed., D. de Saavedra, República literaria, Madrid: Plaza & Janes, 1985, pág. 209: «solamente es sabio el que conoce la verdad de las cosas y la falsedad de las opiniones del vulgo y desestima los que él tiene por bienes, las riquezas, el honor, la gloria y la salud [...] es señor de las obras propias que nacen de la razón y libre albedrío y no están sujetas a algún accidente [...] y de tal suerte compone y fortalece el ánimo con la razón que vive señor y no es esclavo de sus pasiones»; de igual forma termina Heráclito su discurso: «no es feliz el rico, ni el que manda, aunque por tales los juzga el vulgo, sino el que es señor de sus pasiones y afectos» (V. García de Diego, ed. cit., pág. 117, y J. C. Torres, ed. cit., pág. 211). Quevedo frecuentó el escepticismo por lo que tenía de antiaristotelismo (cfr. H. Ettinghausen, Francisco de Quevedo and the Neoestoic Movement, Oxford University Press, 1972, págs. 82-86.) 18 V. García de Diego, ed. cit., pág. 60. 19 V. García de Diego, ed. cit., pág. 57.

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más adelante estaban los filósofos escépticos, Pirro, Zenócrates y Anajarcas, gente que con mayor incertidumbre y miedo lo dudaba todo, sin afirmar ni negar nada, encogiéndose de hombros a cualquier pregunta, dando a entender que nada se podrá saber afirmativamente.20 A todo ello sigue la exposición de una gnoseología tomada directamente de la Empresa XLVI («Fallimur opinione») y donde se subraya la falibilidad de las sensaciones. Y como en la Empresa XLVI, el cuadro termina con un elogio muy singular de Platón, adjudicando al pensamiento escéptico la teoría de la caverna, y haciendo de Platón discípulo de Carnéades. Eso era posible por la percepción renacentista del escepticismo académico, derivado de la famosa consigna socrática («Solo sé que no sé nada»). La mención de Platón constituye un rasgo fundamental, por cuanto el platonismo sirvió codo a codo a lo largo del quinientos y gran parte del seiscientos contra el predominio aristotélico: casi todo era válido -platonismo, escepticismo, estoicismo- en unas u otras proporciones para minar la fortaleza escolástica del aristotelismo degenerado. Pero será al explicitar con carácter concluyeme su posición cuando Saavedra acierte, como el autor primitivo, a deducir una moral neoestoica de los postulados escépticos: Más cuerdos me parecieron los filósofos escépticos, porque juzgaban como indiferentes las cosas, y así ni las deseaban ni las temían, sin que pendiese su felicidad o infelicidad de gozallas o perdellas.21 Una doctrina de la indiferencia moral, que bien pudiéramos denominar neoestoicismo. Pero no se trata aquí de un neoestoicismo cristiano que atiende a la lectura de Lipsio -como es el caso de Quevedo-, sino casi a una suspensión del juicio moral que provoca la falta de un paradigma indiscutible capaz de describir la estructura de la realidad. Para ambos autores -Saavedra y el autor primitivo— la suspensión del juicio iba acompañada implícitamente de un indiferentismo moral de cuña estoica. Se trata de las dos caras de la misma moneda.22

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V. García de Diego, ed. cit., págs. 57-58. Ibid. 22 Una actitud que debía estar más generalizada, por cuanto también Pedro de Valencia, por ejemplo, pretendía conciliar la Academia nueva con el estoicismo, entre los extremos del pirronismo escéptico y del epicureismo (cfr. L. Gómez Canseco, op. cit., pág. 98).

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