El mar de Chile y sus pintores

El mar de Chile y sus pintores WALDEMAR SOMMER Crítico de arte Diario El Mercurio Un litoral cercano a los ocho mil kilómetros constituye, realmente,

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El mar de Chile y sus pintores WALDEMAR SOMMER Crítico de arte Diario El Mercurio

Un litoral cercano a los ocho mil kilómetros constituye, realmente, el balcón más amplio sobre el Pacífico Sur, el gran océano de la tierra. Multiplicada esa longitud por doscientas millas, hace un mare nostrum que envidiaría cualquier potencia europea. Para cada chileno se ofrece, entonces, un horizonte marino estimulante. Sin embargo, el grueso de la población, al parecer, prefiere enclaustrarse entre dos cordilleras, dentro del exiguo Valle Central. Así, a menudo, poco reparan sus habitantes en la diversidad de aguas saladas que, ya longilíneas, lamen el norte; ya expandidas en crespas sinuosidades, aprietan islas y canales australes; ya henchidas de borrasca, convierten los ámbitos antárticos en escenarios para que las fuerzas de la naturaleza desplieguen su actuación en todo su esplendor. Pero están los artistas. Ellos resultan capaces, cuando lo desean, de distinguir colores, brillos, luces y oscuridades de piélagos cambiantes; de captar y estructurar, en unidades de representación plástica, serenidades y enojos del mar. Como testigos avizores de la sociedad que forman parte, como adelantados a su época, saben apoderarse de esta temática y estrujar de ella sus esencias para la posteridad. No obstante, al igual que sus compatriotas menos aptos para ver, los animadores de nuestras bellas artes han tendido a dejarse deslumhrar por otros argumentos: antes que a las riquezas del ponto, vuelcan sus favores en el paisaje terrestre —durante el pasado— y en el paisaje urbano —durante el presente—. Pese a esta circunstancia, el historial de la pintura chilena lejos se en-

cuentra de escasear ejemplares, importantes y numerosos, donde el mar desempeña el rol protagónico. El océano, como señor del cuadro, entra a participar, sí, de las mismas huellas estilísticas que caracterizan los diferentes períodos que jalonan la historia del arte nuestro. Desde luego, unas estaciones son más afortunadas y pródigas con ese tema que otras. Mas, atengámonos al respecto a un desarrollo sujeto a un cierto ordenamiento cronológico. Comencemos, como resulta de rigor en estos casos, con el antaño chileno más remoto. De los primitivos moradores del territorio que hoy conforma la nación, quedan, en general, sólo recuerdos más o menos indirectos que atestiguan sus vínculos acuáticos. Fuera de los conchales, de los artefactos y útiles para la navegación y la pesca —ambas, prudentemente cercanas a la costa—, el litoral de Chile prehistórico no enseña restos dignos de destacar. Otra cosa muy distinta, en relación al arte aborigen, es, por cierto, la herencia preciosa de Isla de Pascua. Ahí puede hablarse con propiedad de una cultura impregnada de océano. Descontando los moais, moles estatuarias en diálogo profundo y contemplativo con su entorno acuático sin límites, tenemos los interesantes petroglifos. Se trata de dibujos en las rocas del curioso poblado de Orongo. Sus formas redondeadas guardan estrecho parentesco con los decorados de las grandes estatuas y con las notables tablillas parlantes. Son éstas incisiones sobre pequeñas planchas de madera; constituyen signos ideográficos muy finos y regulares. Cubren por entero el soporte y se distribuyen a tra-

AMB. y DES., VOL II, N° 2, Págs. 47-51, octubre 1986

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vés de líneas horizontales que los ordenan, pero domina el trazo alargado y curvo. Sus figuras enseñan abundantes reminiscencias de la fauna marina, dentro de su vitalidad juguetona y graciosa. Después de la conquista española, se impusieron sin trabas los modelos pictóricos peninsulares. Pero recordemos que a lo largo del período indiano, el aporte europeo aún no concedía a paisaje de ninguna especie el rango de personaje central de la tela. Reinaba por entero el hombre, como razón de ser de la obra de arte: ya fuera en relación con las necesidades de orden religioso o con las costumbres de la vida civil; ya en relación con la búsqueda de permanencia, propia del retrato; ya con el escapismo ilusorio, proporcionado por la escena mitológica. Cuando mucho, el fondo o un rinconcito del lienzo se reservaba, con puros fines argumentales, para mostrarnos asomos de la inmensidad acuática. Tomemos un solo ejemplo de esta especie: "Episodio de la vida de San Francisco Javier", pintura del siglo XVIII con autor conocido, Manuel Tello, y que se encuentra en el santiaguino Monasterio del Carmen de San José. Tras el roquerío que hace de pantalla, en el primer plano, y que cobija el medallón con el texto, se encrespa un mar ondulante que sostiene el bajel, transportador del santo en su viaje misionero. El encanto de esta representación halla sus raíces en el gusto italiano por la naturaleza. La cartografía colonial, en cambio, nos ha legado, a través de sus propósitos ante todo utilitarios, interpretaciones, alegorías y ornamentaciones dedicadas al mar. Pero no referido plásticamente al de este rincón del mundo. En tal sentido, el peso de la tradición europea pesaba, entonces, todavía demasiado. Hubo de esperarse hasta el siglo XIX, en pleno Chile republicano, para que irrumpiera el romanticismo en boga, con su magnificación de la naturaleza autónoma. Y eso resulta obra exclusiva de artistas llegados acá desde el Viejo Continente. Así, dentro del grupo de los precursores de las bellas artes patrias, no faltaron inquietudes que supieron incluir los modelos marinos. Si bien pesados cortinajes encierran en intimi48

dades neoclásicas los personajes del peruano-chileno José Gil de Castro, para un contemporáneo suyo, el inglés Juan Searle (1783-1837), los panoramas marítimos corresponden a su vocación de navegante y de pintor. Llegado a Chile alrededor de los cuarenta años, trabajó junto a otro británico, también marinista, Carlos C. Wood (17921856). La acuarela resulta el intermediario más común de Searle, aunque su dureza lineal no evita comunicar inmovilidad a sus composiciones y tiesura a sus hombres y barcos. Mucho más atractivo que el anterior es Wood. Incorporado al Ejército de Chile, desarrolló aquí una polifacética actividad: desde tomar parte en la Expedición Libertadora del Perú, hasta dar lecciones de dibujo en el Instituto Nacional. Sus apuntes, bocetos, dibujos y pinturas poseen un dinamismo y una soltura de trazos, un sentido del espacio y de la luz climática, una gracia narrativa que lo convierten en el rival más serio de otro anglosajón marinista que vendrá más tarde. Pero a diferencia de este último, el romanticismo de Wood otorga al enfrentamiento del ser humano con la naturaleza un carácter intenso, el cual puede llegar hasta el toque dramático: "Naufragio de la Aretusa", del Museo Nacional de Bellas Artes. Asimismo romántico, y además alemán, aparece por esos años Juan Mauricio Rugendas (1802-1858). A través de una prolífica producción chilena, no dejó el germano de permanecer insensible a nuestro mar. Rescató, pues, la imagen de la "Bahía de Valparaíso" —Museo Municipal Baburizza—, vista desde una embarcación. Fuera de hallarse bien pintado, este cuadro nos aporta una visión de nuestro principal puerto, punto clave de la Costa del Pacífico, durante la primera mitad del siglo XIX. Arquitectura y vestimenta de época están ahí recogidas con certera eficacia costumbrista. Del mismo modo, Rugendas nos ofrece varias estampas porteñas del mayor interés plástico e histórico. Por el mismo tiempo del arribo a Chile de Rugendas y de R.Q. Monvoisin —éste no tuvo ojos más que para sus habitantes y arbolados—, lo hizo el francés Ernesto Char-

ton de Treville (1818-1878). Bastante inferior a los dos paisajistas del mar antes citados, su afición por lo pintoresco, por el verismo detallista termina por abrumar al espectador. Es lo que sucede en su "Valparaíso visto desde el Cerro Alegre", donde el océano surge como un jirón blanco cerúleo, perdido entre frondosos vegetales y topografías. El italiano Alejandro Cicarelli (1811-1879), por su parte, prefirió convertir la tierra adentro en el momento grande de una obra global poco atractiva. Para él, en cambio, el ponto se limita a estrechar a su "Filoctetes abandonado", uno de los más académicos héroes de importación. Con Tomás J. Somerscales (1842-1927) se cierra el ciclo de precursores del arte nacional. Con él también las honduras oceánicas de Chile reciben la mayor atención. Y mediante ellas alcanzó el británico la cumbre de su labor pictórica, por mucho que hoy se pretenda ensalzar sus panoramas campestres o cordilleranos. Los mejores instantes de Somerscales nos instalan en alta mar. Ahí respiramos ráfagas de humedad salada, en tanto que los vientos hinchan velámenes de color anaranjado, consiguiéndose así el acorde cromático preciso con los azules intensos del abismo acuático. Están "Fuera de Valparaíso", "Homeward Bound", el gran lienzo del Congreso Nacional, etc. Para sus versiones de "El Estrecho de Magallanes" cambia la paleta: verdes y azulosos se contraponen a picachos nevados y a cielos henchidos de nubes lluviosas. Unos y otros rescates del mar nuestro, por supuesto, transmiten la circunstancia climática de latitudes diferentes. Dos autores nacidos el mismo año y apenas posteriores al anterior son ya, por entero, chilenos. Uno, Ernesto Molina (1857-1904), toca más bien tangencialmente el escenario costero. De todos modos, su "Bahía de Corral" atrapa, con realismo minucioso, la luminosidad y el color local de un rincón playero, en la zona centro-sur. Arropadas bañistas se sumergen sin premura entre ondas harto plácidas, las cuales no parecieran corresponder a una prolongación del fiero Pacífico.

Marinista ciento por ciento resulta, en primer término, Alvaro Casanova Zenteno (1857-1939), el otro chileno. Alumno de Somerscales, no consigue la decisión y el empuje pictórico de su maestro. Lo diferencia asimismo el empleo de una pincelada ligera, abocetada, en su búsqueda luminosa. Eso lo acerca a los preimpresionistas ingleses, en alguna medida. Casanova nos ha legado un número considerable de momentos heroicos de nuestra historia naval, además de un amplio registro visual de navios de su tiempo. Los dos maestros del grupo nacional que se ha denominado alguna vez pintores diplomáticos, Alberto Orrego Luco y José Tomás Errázuriz, constituyen testigos de una realidad por sobre todo europea. El tercero de ellos, Ramón Subercaseaux (18541936), por el contrario, sigue fiel a modelos patrios. La mano segura de este gran pintor convirtió al puerto de Valparaíso y sus aledaños en ocasión de telas espléndidas, dónde la asistencia del mar se percibe en cada detalle. Poseedor de un dominio soberano de la composición monumental, de un equilibrado sentido del volumen, el grafismo nervioso de Subercaseaux inyecta vitalidad intensa al abigarrado quehacer portuario. O bien se apacigua, contemplativo, a través del blanco en la estructuración de las masas poderosas de "Diques de Valparaíso", síntesis casi abstracta de ese núcleo utilitario. Pero también convierte a las aguas y al roqueño en protagonistas vigorosos de "Veraneantes en Reñaca", cuyos límites ambientales quisieran extenderse más allá del marco que los contiene. No podía menos de comprender motivos marinos el catálogo nutridísimo de la producción de Juan Francisco González (1853-1933). Ya dentro de su obra temprana, nuestro principal puerto ocupa su puesto. Además, allí residió más de una década. Y durante su período designado como "del aguarrás", el oleaje contra las rocas, las distintas horas del día sobre el océano cumplen un rol destacado, por mucho que resulten la gran especialidad suya —en cuanto a 49

quilates estéticos—, sus flores, sus frutas, sus paisajes terrestres. Alfredo Helsby (1862-1933), importante artista influido por González, capta los valores atmosféricos en sus cuadros, algunos de los cuales amalgaman visión marítima y visión urbana: Constitución, Valparaíso, una calleja que muere en el mar, el estallido del oleaje, la bahía nocturna desde Recreo Alto. En todo eso se aprecia la orquestación de un tono dominante de color y el cortejo de matices que le pertenece. Y no olvidemos, en un autor capital de nuestro siglo XIX, Alfredo Valenzuela Puelma (1856-1909), el tan bien conseguido ambiente de "Pequeño Almirante" y su horizonte con el piélago inmediato. Un pintor bastante menor, si se le compara con los anteriores y con el siguiente, es Enrique Swinburn (1865-1929). Aunque su romanticismo recargue los contrastes de luz, abunda en escenas marineras, recorridas o no por embarcaciones un poco fantasmales. Su contemporáneo, Alberto Valenzuela Llanos (1869-1925), y uno de los grandes del pasado, dispensa un cromatismo de especial finura a la serenidad con aromas crepusculares, a la melancolía de sus visiones costeras —"Rocas", por ejemplo—. Con la Generación de 1913 se produce en Chile el primer movimiento que agrupa un número considerable de pintores unidos por ideales más o menos semejantes. Destacan en ella, sin duda, Gordon y Luna; asimismo, Abarca. Frente al afán por la tradición realista y por el tenebrismo decimonónico que propiciaba el español Alvarez de Sotomayor, cabeza de esta tendencia, mantuvieron una posición de independiente inquietud creadora. Arturo Gordon (18831944), en especial. Así retrató pescadores y caletas con solidez estructural e irisaciones, al mismo tiempo, refinadas, que se esfuman en contrastes decididos. Sus acordes de verdes, azules, violetas y rojo no se olvidan con facilidad. El árbol constituye el protagonista esencial de Agustín Abarca (1882-1953). Desde luego, no falta el vegetal arbóreo junto a la playa, imponiendo en el lugar cierto aire simbólico. Por su parte, las firmes construc50

ciones de Pedro Luna (1894-1956) se apropian con acierto de la gruesa pasta de pigmento, con el fin de crear escenas de puerto, botes de pesca, donde se vislumbran dejos de una sensibilidad, por lo menos formalmente, expresionista. Para algunos naturalistas, el mar se vuelve temática inagotable. Está, en primer término, Benito Rebolledo Correa (18801964). Sus escenas luminosas de niños bañistas y salpicados por el líquido salado evocan a Sorolla, el famoso hispano. Uno de los títulos de sus lienzos, "La risa del mar", basta para demostrar sus preferencias argumentales. Otros adictos al naturalismo que nos entregan temas oceánicos son Julio Fossa Calderón (1874-1946), autor vigoroso, y Arturo Pacheco Altamirano. En el caso de este último, siempre hay que consignar su especial talento pictórico, a menudo desperdiciado, y sus desniveles de calidad de una obra a otra. Con una exposición, en 1923, dio a luz el Grupo de Montparnasse. Sus integrantes reflejaban ya la renovación estética profunda que había remecido a Europa, con Francia a la cabeza, a comienzos del siglo xx. Entre sus miembros más interesantes se encuentra Camilo Mori (1896-1973). Acaso dos de las más bellas telas del ecléctico pintor, se vinculan a visiones marítimas. Una, de clara raigambre surrealista, la protagoniza un velero próximo al muelle. De inclinación cubista y a través de una composición abstracta, de gruesas texturas, nos hace ver, en otra, a un Valparaíso cercano a la alta mar. Afín con los postulados montparnassianos, Laureano Guevara (1889-1968) ofrece panoramas costeros muy sagaces y típicos de la Región Central. La siguiente Generación de 1940 trae numerosos autores todavía hoy en plena actividad, los cuales aprovechan las complejidades ópticas propuestas por el modelo oceánico. Tenemos, entonces, las acuarelas, insuperadas en nuestro medio figurativo, de Israel Roa (1909); los paisajes aéreos de Sergio Montecino (1916), que unifican, bajo una misma atmósfera, tierra, mar y cielo; los colores ardientes, jubilosos, de Xime-

na Cristi, personalidad plástica que guarda todavía mucho por decirnos. Bien inmediatos a los anteriores se hallan los horizontes amplios de Augusto Barcia (1926) y el lirismo punzante de las escenas de playa de un artista tan valioso como Reinaldo Villaseñor (1925). Pero asimismo ojos germanos han sabido interpretar alguna vez nuestro mar: Oscar Trepte (18901969) y su mundo transido de poesía. Los animadores de lo que podría llamarse "pintura moderna" de Chile, tampoco dejan pasar la posibilidad sensorial e intelectiva que proporciona el piélago nacional. Si bien Matta vuela hacia ámbitos cósmicos y universales, cuatro pintores importantes, y más o menos dentro de la órbita del surrealismo, suelen incluir el concepto de mar en su obra. Se trata de Nemesio Antúnez (1918); Enrique Zañartu (1921), pese a su vecindad tan estrecha con la no figuración; el chileno-cubano Mario Carreño (1913) y, mucho más joven que ellos, Ricardo Yrarrázaval (1931). Notable resulta, en este último, la manera como recoge nuestro Pacífico durante uno de sus períodos creadores: el de la fragmentación del espacio en franjas rectangulares, paralelas y horizontales; la luz y la materia acuática reciben aquí una personal síntesis. También los cultores de la abs-

tracción geométrica emplean el tema marítimo como fuente de inspiración: Ramón Vergara Grez y, especialmente, Robinson Mora y Carmen Piamonte. Vueltos a terrenos de la figura bien reconocible, cabe mencionar, entre otros, la asistencia marina en el neofigurativo Gonzalo Cienfuegos —su autorretrato con Luis XIV, por ejemplo—, y, cual argumento esencial, en los expresionistas, en harto diverso grado: Mireya Larenas—espléndidas bañistas al sol— y los melancólicos asuntos playeros de Adolfo Couve. O los mares terríficos, extraños, que asoman en cierta etapa de Juan Domingo Dávila. O los documentos de balneario popular, en negros profundos, de Eugenio Dittborn. Sin embargo, es el rico arsenal de nuestra pintura ingenua la que nos proporciona marinistas en el más propio sentido de la palabra. ¿Cómo no recordar los personajes porteños, prestos a lanzarse al agua, de Luis Herrera Guevara; el encanto simple de Víctor Inostroza; las delicadezas admirables de María Luisa Bermúdez; los azules alucinantes de Juan Ramón Díaz; las vistas de Zapallar, de Luis Arturo Rojo; "Los Vilos", de Federico Lohse; las familias endomingadas en la playa, de Consuelo Orb; los sumarios paisajes junto al mar, de María Mohor?

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