El papel de la Prensa en la Transición

VIII JORNADAS DE ESTUDIOS SOBRE FRANQUISMO Y TRANSICIÓN Facultad de Humanidades UCLM Albacete, 14 de marzo de 2012 El papel de la Prensa en la Trans

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VIII JORNADAS DE ESTUDIOS SOBRE FRANQUISMO Y TRANSICIÓN

Facultad de Humanidades UCLM Albacete, 14 de marzo de 2012

El papel de la Prensa en la Transición BONIFACIO DE LA CUADRA (Diario El País) 1.- Introducción. La llegada de la democracia influyó en la Prensa y la Prensa tuvo un papel importante en la transición democrática. Sin remontarnos demasiado atrás, baste recordar los últimos años del franquismo, en los que tanto José Luis Gutiérrez como yo ejercimos el periodismo. Fuimos testigos y agentes directos de la transición de los periodistas. Y después participamos del entusiasmo constituyente y establecimos un compromiso con la democracia, que a veces resultó caro, y que se materializó con crudeza el 23-F. Así pues, me centraré en aquellos 12 años intensos, entre 1969 y 1981. Pido disculpas por la referencia a hechos vividos por mí, pero es que son los que mejor conozco. Es una licencia que puede tolerarse, entiendo, a los ancianos. 2.- La transición de los periodistas. ¿Cuál era el papel de los medios de comunicación social antes de la muerte de Franco? Las emisoras de radio estaban obligadas a conectar con Radio Nacional de España para dar las noticias, el parte, se llamaba, con terminología bélica; en los cines, las películas eran precedidas por el

inefable No-Do, con Franco y su régimen como protagonistas principales, y la prensa escrita, sometida a censura previa, estaba en poder del Movimiento Nacional -la Prensa del Movimiento, encabezada por el diario Arriba-; el sindicalismo vertical -diario Pueblo-, la Iglesia católica -diario Ya-; o la Monarquía -diario Abc-, dentro todos ellos de la aceptación del sistema. Los islotes de cierta independencia del régimen eran los diarios Madrid, cerrado en 1971 (un editorial titulado “Retirarse a tiempo. No al general De Gaulle”, no gustó a otro general), Informaciones, Diario de Barcelona, El Correo Catalán y algún otro, y revistas como Cuadernos para el Diálogo, Triunfo, Destino, Cambio16. La ausencia de un auténtico Parlamento hacía que el escaso y tímido debate político se ejerciera en lo que se denominaba “el Parlamento de papel”. Bajo el seudónimo colectivo Tácito se agrupaban en el Ya una serie de articulistas levemente críticos que, con el tiempo, terminarían siendo ministros de Unión de Centro Democrático. En septiembre de 1969 un grupo de periodistas nos embarcamos en el diario Nivel, conectado con el francés Le Monde, y de tendencia “aperturista”, como se decía entonces. Lo preparamos durante cuatro meses, pero se publicó un único día: el 31 de diciembre de ese año (al día siguiente habría salido el número dos, Año II). Lo clausuró fulminantemente el ministro de Información y Turismo, Alfredo Sánchez Bella -del Opus Dei-, que vio algunas caricaturas de los números cero y creyó que era un nido de rojos, aunque lo dirigía Manuel Martín Ferrand, el propietario era un capitalista, Julio García Peri, y los redactores de diverso pelaje. Así fue como aterricé en la Prensa del Movimiento, concretamente en su agencia de noticias, Pyresa. Un buen lugar para conocer por dentro la prensa franquista. Un dato: en los discursos de Franco anticipados a la prensa ya figuraba, y así se publicaba, entre paréntesis: “¡Gritos de 'gracias a ti', caudillo!” o “grandes aplausos”, estratégicamente intercalados. Para eludir colaborar con el régimen, valía invocar motivos periodísticos. Recuerdo que en 1974, a punto de ser ejecutado Puig Antich, el falangista que dirigía Pyresa, Rafael García Serrano, me encargó un trabajo sobre los delitos que se atribuían al condenado. Yo le argumenté que en ese momento la noticia era los últimos días de un condenado a muerte. Entonces se lo encargó a otro, que tragó. Cuando le reproché al compañero que hubiera aceptado, me dijo, muy alterado: “¡El pan de mis hijos!”. Yo tenía entonces

dos hijas y comieron las dos. Poco después, aquellos viejos dirigentes de la Prensa del Movimiento, que, al menos, tenían un cierto sentido de lo público -aunque fuera del Estado fascista-, fueron sustituidos por personajes como Emilio Romero, que usaba aquellos medios como finca particular. Romero exigía que él y sus amigos o amigas se convirtieran en noticia y dirigía la cadena del Movimiento desde La Whiskería, una lujosa suite de la calle Barquillo, desde donde mandaba a sus lacayos, que le llamaban “jefe” y se inclinaban ante él aunque le hablaran por teléfono. Uno de ellos, Julio Merino, nos despidió de Pyresa a Soledad Gallego-Díaz y a mí por participar en diez minutos de trabajo en silencio en solidaridad con periodistas represaliados. (Fuimos readmitidos, tras ganar el caso en Magistratura del Trabajo, y poco después emigramos a El País.) Muerto Franco, la gran mayoría de la prensa se puso a favor de la llegada de la democracia. Una característica de los medios de entonces era que no arremetían los unos contra los otros, sino que solían actuar con complicidad frente a las tendencias involucionistas. Para hacer más fuerza, los periódicos que estaban por las libertades unieron su voz en momentos claves. Así, el 25-1-77, al día siguiente de la matanza de Atocha, siete periódicos publicaron el primer editorial colectivo. Unos días después, el día 29, tras un atentado terrorista, se logró la unanimidad. Unos meses después esa unanimidad se rompió, porque El Alcázar y el Abc se negaron a publicar el 9-4-77 un editorial conjunto tras la legalización del PCE, airadamente recibida por los militares. La prensa escrita fue la mejor aliada de Adolfo Suárez, quien aceptó tanto la crítica que hizo ministro al historiador franquista Ricardo de la Cierva, autor del artículo “¡Qué error, qué inmenso error!”, publicado en El País, a propósito de la designación de Suárez como presidente del Gobierno en sustitución de Carlos Arias Navarro. La vieja Prensa del Movimiento pasó a denominarse Medios de Comunicación Social del Estado y, como la RTVE, se decantó en favor de la democracia. Algunos de sus recientes jefes -Emilio Romero al frente- buscaron acomodo en la nueva situación como demócratas de toda la vida... El 6-10-77 se suprimió la obligación de las emisoras privadas de conectar con el “diario hablado” de RNE. Antes, en abril de 1977, se anticipó por decreto el derecho ciudadano a la “libre información”. Y fue Alejo García, de la vieja Prensa del Movimiento, quien dio la primicia de la

legalización del PCE, leyendo en RNE un cable de agencia con voz entrecortada, pero audible. Los periodistas habían hecho su transición. 3.- El entusiasmo constituyente. Después de las primeras elecciones democráticas del 15-6-77 -tras el harakiri de las Cortes de Franco-, el quehacer periodístico se centró en la etapa constituyente. Íbamos a tener ocasión de contar cómo se establecían las reglas del juego democrático, tras una larga etapa de represión. Nos daba confianza de que iba en serio ver en sus escaños a Simón Sánchez Montero, Dolores Ibarruri, Marcelino Camacho, Ramón Rubial, Sócrates Gómez, Santiago Carrillo, Rafael Alberti -con muchos años de cárcel, persecución o exilio a sus espaldas-, a pocos metros de quienes fueron o pudieron ser sus verdugos: Manuel Fraga, Federico Silva Muñoz, Gonzalo Fernández de la Mora, Laureano López Rodó. Esa reconciliación palpable anticipaba una voluntad constituyente constructiva. Nuestro papel como periodistas era contar aquel gran acuerdo político. Entonces chocamos con una herramienta que los partidos políticos consideraron esencial para el gran pacto constituyente: la confidencialidad de los trabajos de los siete ponentes. Iniciaron sus reuniones el 22 de agosto de 1977 y a los periodistas solo nos daban migajas de aquel pan que iban cociendo. Estábamos dispuestos a reconocer que en secreto, sin luz ni taquígrafos, los políticos negocian mejor, pero añadíamos que una Constitución requería transparencia y exigíamos a los negociadores que nos informaran de los acuerdos que iban tomando. Tras casi tres meses de silencio, cuando la ponencia ya había terminado la primera lectura del texto, se produjo la filtración del borrador y, en una operación combinada de la revista Cuadernos para el Diálogo y los diarios El País y La Vanguardia, se publicó a partir del 22-11-77. Produjo una conmoción en la opinión pública, al margen de las lamentaciones de los apóstoles de la confidencialidad, alguno de los cuales todavía nos pregunta por el autor de aquel Wikileaks constitucional. Gracias a que los periodistas no nos plegamos a la consigna política del silencio, la sociedad empezó a digerir -en medio de una gran polémica- el término “nacionalidades”, la aconfesionalidad del Estado, la posibilidad del divorcio, el recorte de los poderes del Rey, el derecho a la huelga...,

acuerdos contra los que los poderes fácticos -Ejército, Banca, Iglesia- se emplearon a fondo. El derecho a la información que consagraba la naciente Constitución cumplió su papel. Pero aquello no acabó allí. El conocimiento del texto provocó algunos retoques en el borrador -de forma llamativa en el artículo 2-, pero el proceso constituyente prosiguió. Y llegó el 5-5-78, día en que se iniciaron los debates del anteproyecto en la Comisión Constitucional del Congreso, ya con luz, taquígrafos y prensa. Los trabajos no avanzaban. La “mayoría mecánica” UCD-AP arrinconaba a la izquierda y a los nacionalistas. La abolición de la pena de muerte no se aprobó y todo iba muy lento. Se encontró un responsable: la transparencia de las sesiones. ¡Vuelta a la confidencialidad! Había que reunirse en secreto, alcanzar acuerdos y luego hacerlos públicos en la Comisión. Así se produjo la famosa cena del 22 de mayo, en el restaurante José Luis, junto al Estadio Bernabeu, en la que entraron en liza Alfonso Guerra y Fernando Abril: de una tacada se desbloquearon 25 artículos. Se animaron y siguieron reuniéndose en secreto en restaurantes y en despachos profesionales de los constituyentes. Fue a lo que Soledad Gallego-Díaz y yo dedicamos el capítulo Las tres semanas locas, de despacho en despacho... en nuestro libro Crónica secreta de la Constitución, del que dejaré un ejemplar a disposición de los alumnos. Algunas de las claves de aquellos encuentros secretos las publicamos entonces en los periódicos; otras no pudimos averiguarlas hasta mucho después. Nuestra obligación profesional era enterarnos y contárselo a la ciudadanía. Nuestra complicidad no era con ellos ni con sus estrategias, sino con el derecho de los españoles a estar informados, sorteando las mil trampas que se nos tendían para que no nos enteráramos de quienes, por qué y para qué asistían a esas negociaciones secretas. (Libro: Arzallus, clandestino, agazapado en el despacho de Peces-Barba.)

4.- El compromiso con la democracia. Aquella actitud periodística, que consistía en tratar de contar la negociación política, supuso un compromiso con la democracia, que no resultó gratuito. La dictadura seguía contando con resortes que no aceptaban la Constitución que les íbamos contando y decidieron matar al mensajero, tras comprobar

que estaba a favor. El 20-11-77 -dos años después de la muerte de Franco- estalló una bomba en los locales del semanario satírico El Papus. Murió un conserje y hubo varios heridos. El 30-10-78, víspera de la aprobación parlamentaria del texto constitucional por aplastante mayoría, un paquete-bomba, destinado a un redactor-jefe, hizo explosión en la Redacción de El País. Murió un conserje que abría la correspondencia y resultaron gravemente heridas otras dos personas, una de ellas con las manos arrancadas de cuajo. Diario16 fue objeto de otro atentado, afortunadamente sin víctimas. Grupos de extrema derecha se responsabilizaron de algunos de ellos y entre los jóvenes fascistas hizo fortuna referirse a los periodistas como “prensa canallesca”. Hubo agresiones personales, como la paliza que recibió a las afueras de Madrid el director del semanario Doblón, José Antonio Martínez Soler, poco después de que la revista publicara un reportaje sobre torturas policiales. ETA se sumó a la sangrienta extorsión: en 1978 asesinó al periodista vasco José María Portell y a punto estuvo de matar al director del Diario de Navarra, Javier Uranga, acribillado a balazos. Las reacciones de solidaridad fortalecieron el papel de los medios en favor del proceso democrático. El País, al día siguiente del atentado, reafirmó, ante los cuerpos destrozados de sus trabajadores, su decisión de continuar trabajando “por la causa de la libertad”. El editorial, publicado en primera página, se titulaba No tenemos miedo. Yo recuerdo que sí lo teníamos, pero nos lo aguantábamos. Eran tiempos en que llevar El País bajo el brazo resultaba peligroso para el viandante. La Prensa en general, entonces liderada por El País -al que el filósofo y maestro de ética José Luis López Aranguren bautizó como “el intelectual colectivo de la transición”-, mantuvo una actitud comprometida con la democracia. Pero los enemigos de ella también tenían sus periódico, los diarios ultraderechistas El Alcázar, de los excombatientes franquistas, y El Imparcial, reducto de fascistas y locoides. Ambos periódicos jugaron un papel, más allá del meramente periodístico, como promotores de la Operación Galaxia, que se saldó como “una charla de café”, aunque en ella aparecieron ya los bigotes de Tejero, protagonista unos años después del 23-F. Desde las páginas de El Alcázar se intentó dinamitar el proceso

constituyente, con titulares que incitaban más que informaban. El 13-8-78, con la Constitución ya en su último tramo, El Alcázar pedía la inmediata disolución de las Cortes y aseguraba que la Ley de Leyes en gestación “llevaría a España a su aniquilación”. Contra la Constitución llamaba al Ejército, cuya imagen ilustraba la primera página, a toda plana: una auténtica arenga prueba del compromiso periodístico contra la democracia.

5.- El 23-F, prueba de fuego. El golpe frustrado del 23-F fue la prueba de fuego del compromiso de los periodistas con la democracia. En realidad, ante el ataque de Tejero y los suyos los periodistas se limitaron a hacer algo equivalente a lo que hicieron en el proceso constituyente: contar, con imágenes, sonido y tinta de imprenta, lo que iba ocurriendo. También cumplieron con su papel los periódicos que habían impulsado el golpe -sobre todo El Alcázar mediante una serie de artículos golpistas bajo el seudónimo del colectivo Almendros- y que ese día no tenían nada que contar, sino solo esperar su éxito. Otros, más tibios, como Las Provincias, de Valencia -en donde el teniente general Miláns del Bosch sacó los tanques a la calle-, tenían preparadas dos primeras páginas, en ambos casos a favor, según que el golpe prosperara o no. Los demás profesionales de la comunicación volvimos a cumplir nuestro papel: los reporteros de las radios, con su descripción asombrada y exacta; el cámara de la televisión pública -amenazado por un golpista: “¡Apaga eso o te mato!”-, emitiendo en directo; los fotógrafos, capaces de captar imágenes históricas, y los plumillas, que tratábamos de retener lo que estábamos viviendo, para contárselo a la ciudadanía. El País, con su decisión de adelantar su edición extra, muchas horas antes del mensaje del Rey, se enfrentó periodísticamente con el golpe y contribuyó a infundir ánimo no sólo a sus lectores, sino también a los propios diputados, a los que llegó algún ejemplar con aquella primera página titulada “Golpe de Estado. El País con la Constitución”. Por mi parte, ese día aprendí en vivo y en directo cual es el papel de un periodista en una democracia. Con otro compañero del periódico, salí del Congreso de los Diputados con la primera tanda a la que se permitió salir. Las marchas militares en la radio del coche nos impresionaron. Llamamos al periódico y la jefa de Nacional, Soledad Álvarez-Coto, al

darse cuenta de que estábamos fuera, sin interesarse por nuestro estado de ánimo, nos exigió una crónica directa, inmediata, sin escribirla previamente, dictada con urgencia, para la edición especial. Así lo hicimos. Y a continuación nos encaminamos al periódico, con grandes dudas de que estuviera ocupado por el Ejército, cosa que no había ocurrido porque la acorazada Brunete no encontró el camino. Como responsable, entonces, de información parlamentaria, subí a la planta 3ª, donde se encontraba Cebrián, Pradera, Jesús de Polanco, José Ortega Spottorno, toda la cúpula del periódico, a la que yo relaté, nervioso y excitado, lo que había vivido... ¡hasta que el director me devolvió a la realidad del periodista! “Está bien, Boni”, me dijo Cebrián; “baja a la Redacción y cuéntalo para los lectores”. Del 23 al 24 de febrero se tiraron cuatro ediciones. (FIN)

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