Elogio de la InComunicación

José Luis Costamagna Elogio de la InComunicación Grupo Editorial Lumen Buenos Aires - México Diseño de cubierta: Gustavo Macri Costamagna, José L

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Story Transcript

José Luis Costamagna

Elogio de la InComunicación

Grupo Editorial Lumen Buenos Aires - México

Diseño de cubierta: Gustavo Macri

Costamagna, José Luis Recurriendo a Gecil – 1.ª ed. - Buenos Aires : Lumen, 2005. 184 p. ; 22x15 cm. ISBN 987-00-0539-X 1. Narrativa Argentina I. Título CDD A863.

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni su transmisión de ninguna forma, ya sea electrónica, mecánica, por fotocopia, por registro u otros métodos, ni cualquier comunicación pública por sistemas alámbricos o inalámbricos, comprendida la puesta a disposición del público de la obra de tal forma que los miembros del público puedan acceder a esta obra desde el lugar y en el momento que cada uno elija, o por otros medios, sin el permiso previo y por escrito del editor. © Editorial Distribuidora Lumen SRL, 2006. Grupo Editorial Lumen Viamonte 1674, (C1055ABF) Buenos Aires, República Argentina Tel.: 4373-1414 (líneas rotativas) • Fax: (54-11) 4375-0453 E-mail: [email protected] http://www.lumen.com.ar

Hecho el depósito que previene la ley 11.723 Todos los derechos reservados LIBRO DE EDICIÓN ARGENTINA PRINTED IN ARGENTINA

Sin mí —dice la Locura— no hay relación humana posible... Erasmo de Rotterdam, 1511

Conviene aclarar al lector que, a diferencia del Encomion moriae seu laus stultitiae (Elogio de la Locura), de Erasmo, en la presente obra la InComunicación no narra y, en su intento de pasar inadvertida, se limita a enumerar...

UNO (más que un territorio, menos que un número de capítulo)

L

a fila de automóviles ocupaba el lado derecho de la calle. Un hombre con vestimenta desvencijada hacía señas con un pañuelo para que algunos se estacionaran del lado izquierdo. Javier optó por una playa de estacionamiento ubicada un poco más allá. —Al menos dejanos en el puente, no pretenderás que con estos tacos camine por el ripio. —Sí, está bien, no me di cuenta... —respondió Javier, sin demasiado ánimo, mientras frenaba imprevistamente sobre el puente. —¡Papá, podríamos haber estacionado más cerca! —dijo Irina dándole unas palmaditas en el hombro. —Tu papá es una persona prudente —dijo un hombre que le abrió la puerta a la nena—. Allá no se podía. ¿Ves esa E cruzada por esas dos líneas? Significa... —se quedó pensando—... ¿que alguien la tachó? No, no, ¡ya sé! —dio un paso atrás y contó sus dedos como tratando de recordar algo. Marcela, en tanto se mostraba incómoda ante la presencia del desconocido, exteriorizó su desencanto ante la gran cantidad de lentejuelas que habían quedado desperdigadas en el asiento trasero. Javier recordó las noches que su esposa se había dedicado a colocarlas con un pegamento especial. El prolongado bocinazo de un ómnibus, impedido en su paso por dos vehículos que bloqueaban la calle, acaparó la atención de todos. Girando su cabeza un poco hacia atrás, observó cómo su espo-

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sa y su hija cruzaban en dirección del teatro. El golpe que dio la puerta al cerrarse lo estremeció, y dirigió una mirada reprobatoria al paradójico sujeto que la había cerrado, quien juntando sus manos y bajando su cabeza le pidió perdón. Colocó la marcha ante la impaciencia de la cola que se había formado detrás y avanzó hacia la casilla de entrada. —Son dos pesos por adelantado, hasta que termine la función, después nos vamos —dijo el encargado de manera automatizada y, en tanto aguardaba el dinero, llamó a un colaborador que estaba dentro del predio (“a ver si hacés que ese loco se vaya”), contó las monedas—. Está bien, señor, siga hasta el fondo, el primer lugar que encuentre, bien pegadito al último auto. Cuando salió del estacionamiento, se dio cuenta de que la imagen de ese extraño se había clavado en su mente. Lo buscó en todas direcciones, pero ya no estaba. La cola de personas que procuraban ingresar al recital de danzas llevaba media cuadra. Palpó el bolsillo del saco, con el temor inconsciente de haber olvidado las entradas, pero allí estaban, por suerte. Caminó entonces al encuentro de Marcela, que conversaba aparatosamente con otra de las madres. Javier saludó y, sin prestar mayor atención a las palabras que se entrecruzaban a su alrededor, levantó la cabeza, eligió una de las ramas del árbol que había perdido más hojas y fijó la vista en la noche estrellada. Luego de quince minutos de pequeños avances, ingresaron al teatro. Tras la bienvenida inicial, la presentación de las partes del espectáculo se hizo a través de una pantalla, donde la música de las distintas regiones de España era acompañada por sus imágenes representativas. Luego las luces abarcaban el escenario, aportándole una atmósfera que permitía una mejor percepción de los trajes y de la danza. A todo ello se sumaba la actividad propia de un público comprometido con los artistas, que aportaba flashes y las posiciones más inverosímiles para el enfoque propicio de cámaras fotográficas o filmadoras.

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Inmerso entre braceos que centraban la figura o le daban una extensión indefinida, de cuerpos aligerados y conjugacio-

Antes de que la oscuridad terminara de abarcar la sala, llevó el visor de la cámara hacia su ojo. Entre penumbras, las niñas enfiladas a cada costado del escenario estaban prontas al ingreso, pero el silencio pareció extenderse más que en las ocasiones anteriores y un rayo de luz barrió el entarimado, se escuchó un corte del sonido y una pesada corrida hacia el centro. El foco continuaba su vaivén. Con dificultad un hombre se acomodó sobre la caja de resonancia que traía y, dejándose llevar por una especie de inspiración suprema, comenzó su relato. Las primeras palabras surgieron entrecortadas, como propensas a seguir un recorrido que envolvía la enorme panza del interlocutor y caía por entremedio de sus desproporcionadas piernas. Poco a poco, el cante flamenco se hizo más perceptible, si bien el ritmo ondulado acababa en un ruido desproporcionado y las inflexiones se volvían un grito amargo.

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nes vivaces, Javier reparó en el delicado llamado de Marcela sobre su mano. La presentación de su hija estaba próxima.

—Amigos míos (silencio y golpeteo), ¿cómo (palmas) se inventa un lugar para uno? (nuevo silencio), pues he aprendido a duras penas (acompañamiento de taconeo y golpeteo) que sólo así, interrumpiendo una velada, tratando de que alguien entienda lo que les vengo a prevenir... —su voz parecía esforzarse en el uso de algunos vocablos. Algunas luces se encendieron tras los gritos desesperados que provenían de atrás y que instaban a formar un grupo que afrontara la situación. Javier pudo distinguir que el intruso no era otro que el hombre que se encontraba delante de la playa de estacionamiento. —Bájese de allí — gritó uno de los padres desde la platea, mientras había rumores de apoyo, y la directora del ballet, presa de impotencia, se sujetaba del brazo de una colaboradora. —Veooo... que dispongo de poco tiempo (una castañuela se deslizó como acompañamiento hasta que una voz de reprobación la calló) —de modo reflejo, Javier apretó el pulsador de la máquina de fotos—. Pronto, muy pronto, tendrán (cesó todo ritmo) la oportunidad de contar con tiempo para ustedes, será nuestro regalo...

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Luego de capturarlo por los brazos y la espalda, lo empujaron hacia una de las salidas laterales del escenario. El hombre no hacía demasiados movimientos, pero dejándose caer al piso lograba pronunciar algunas palabras más. —Traten de comprender..., la verdad la traerá de nuevo un ¡Quijote!... No dejen de pensar en mí..., no me abandonen como lo hizo mi familia, no se abandonen a ustedes mismos... Luego del murmullo generalizado, e incluso algunas risas, se oyeron los últimos arrebatos del hombre mientras era conducido hacia las profundidades del teatro. Javier miró alrededor para ver si alguien más se veía afectado por el trasfondo de lo presenciado; nada, nada perceptible a primera vista, ninguna mirada se cruzó con la suya, ni siquiera la de su mujer. En tanto uno de los organizadores pidió disculpas y anunció el retorno a la calma, se sintió culpable de no haber reparado en su pequeña durante el aturdimiento vivido. Después de tomar las fotos previstas, de percatarse del temblor que había en los movimientos de su hija y de que la jota terminara, Javier volvió a su asiento. —Me imagino la desilusión de Irina —las palabras estaban destinadas a él, a su aparente indiferencia con respecto a los anhelos de su hija—. ¿Quién iba a pensar que un loco arruinaría así la función? Resultaba extraño, sin embargo no había pensado en ese hombre como un loco, ni frente al estacionamiento ni ahora. —¿Tomaste muchas fotos? —Marcela no esperó la respuesta—. Por lo menos, ya que no querés pagar a un fotógrafo, que haya varias para elegir —el tono denotaba resignación, y su mirada se perdía por sobre el hombro del marido. —¿Cómo? —preguntó Javier, en el peor intento por recuperar una conversación. Percibió la indignación de ella, pero más aún la circunstancia de encontrarse apretado contra el apoyabrazos opuesto al que debían compartir. —No importa, qué va, es inútil tratar con vos, ¡sólo te importa lo tuyo...! Vivís metido en no sé qué...

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—¿Adónde vas? —Ya vuelvo, no te preocupes —dijo en medio de la gesticulación de Marcela, que no hallaba sonidos en su boca. Cuando alcanzó el foyer del teatro, corrió hasta las puertas vidriadas y observó que la policía metía al revoltoso por la puerta de atrás de una patrulla. “Qué hago aquí”, se dijo mientras apoyaba la cabeza en el cristal. El móvil partió con las luces destellando; sólo atinó a memorizar el número que lo identificaba.

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—Tenés razón —respondió irónicamente mientras se paraba, se quitaba el saco y lo dejaba con la cámara fotográfica en la butaca.

El regreso anticipado a la casa, el viento de la madrugada, el desvelo aparente, la discusión con Marcela y el llanto apagado de su hija tras la puerta de la habitación, lo llevaron a dormitar en la sala bajo el pretexto de la televisión encendida. Cabeceos, imágenes aisladas en la pantalla. Cabeceos, recuerdos indeseados. Cansancio, un monstruo creciendo desde dentro. Tiempo indefinido. Malestar general, el andar de un gato sobre el techo. Cabeceos, la necesidad de huir. Sudor, un nuevo día que afrontar. Cansancio, mi pobre chiquita. El cuerpo entrecortado, los huesos clavados en el sillón. Cabeceo, el sabor amargo, la consistencia viscosa de la boca. Mirada fija y la sensación de abandono. Los primeros destellos del día le recordaron las pocas citas que tenía ese sábado. Buscó su portafolio y en la agenda consultó la cartera de clientes. Si quería cambiar el auto, necesitaría nuevos contactos. Un temor lo acechó desde lo profundo, pero era preferible disimular, obviar, negarse a creer que los momentos más cercanos a su esposa se reducían a la elección de un color o modelo de coche. Se aprontó y salió de la casa antes de toparse con Marcela o Irina. Buscó un bar donde desayunar, leer el periódico y repasar la agenda; en definitiva, hacer tiempo hasta que el horario fuera conveniente a la visita de un promotor de seguros. Paró en uno del centro, donde el mozo lo conocía y bastaba una se-

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ña para darse a entender. Tras la página de los titulares, el murmullo de alrededor decayó y adquirió monotonía, porque las conversaciones parecen distintas, pero son las mismas, que alternan entre clientes, se pegan a algunos, sin levantar la vista tuvo presentes a dos viejos posados frente a sus tazas, o se renuevan en otros, intuyó la presencia de dos o tres desconocidos. Me pregunto si todos venimos por lo mismo..., si atribuimos a ese susurro anónimo un matiz imprescindible... El periódico quedó a un lado de la mesa y la espumosa crema del capuchino se adhirió a los labios de Javier, es el mejor momento de la mañana. Dos horas y media después, había conseguido un nuevo cliente. Javier terminó de llenar los datos con los números de serie de los aparatos electrónicos asegurados contra robo y recibió la tarjeta de crédito a los efectos de tomar el número para efectuar el débito automático. Su mente quedó estancada en medio del logo identificatorio de la tarjeta, el del banco emisor y de la compañía aérea que daba puntos por consumo; sus dedos, en cambio, siguieron el relieve de los números, fechas, nombres, y los transcribieron minuciosamente en el formulario. Volvió a la calle, de las ramas más altas de los árboles caían algunas hojas, un compás irregular, detenido en ocasiones por las propias ramas inferiores, un equilibrio sutil, pronto a ser quebrado por el más leve suspiro. Contuvo la respiración, y la imagen del intruso del teatro se coló en su itinerario. ¿Por qué no me animo a llamarlo loco? ¿Por qué pretendo convertirme en el destinatario de su mensaje?, una bocanada de aire, demasiado complicado, será mejor ir al club, ver a Hernández por el seguro del equipo de remo y prenderme en algún partido de manito-pelota. *** Después de su detención, Leopoldo había sido llevado por la policía a la guardia del hospital neuropsiquiátrico, donde el mé-

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—¿No se volverá a escapar? —consultó el sereno detrás de una sota de basto y un siete de oro. —¡Envido! —gritó el doctor. —No quiero... Y, antes de jugar la primera carta, miró hacia la puerta de la pieza donde estaba Leopoldo, volvió sobre el hule de la mesa, tomó la copita de licor y con un golpe fuerte sobre la mesa ganó la primera mano.

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dico de turno lo acomodó en la esquina de una habitación anexa para que pasara el resto de la noche.

—Este es un tipo de esos que siempre vuelve, esta pocilga se convierte para ellos en su auténtico hogar, ¡aquí descansan gratis y llegan a la conclusión de que estamos obligados a ocuparnos de ellos! —mordió una sonrisa forzada y enmudeció. El sereno vio que la segunda carta de su opositor era más débil que lo pretendido. —Truco —dijo arrepintiéndose de acelerar la entrada del contrincante y entendiendo que el paciente había sido sedado. A primera hora de la mañana, el fugitivo fue trasladado a su pabellón y, luego que el informe respectivo cumpliera el protocolo de entradas y salidas de las oficinas concernientes, lo buscaron para que tuviera una reunión con uno de los psiquiatras. —¿Por qué te escapaste? —preguntó Lila con la espalda abarcando el respaldo de la silla y las manos abiertas sobre el escritorio. Leopoldo, con el cuerpo tirado hacia delante y la cabeza gacha, se balanceó levemente, pues pretendía evitar que la doctora descubriera sus ojos irritados. El silencio se prolongó por unos instantes, la birome auspiciada por un laboratorio jugó entre los dedos de la facultativa, él miró hacia el escaparate donde se hallaban distintas medicinas. Su esqueleto, de metal cromado, le hizo estremecerse. —No voy a aumentarte la medicación, pero necesito saber qué te llevó a cometer ese error —aclaró ella dando pequeños golpecitos sobre la ficha.

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—Fu, fu, fue..., fue gui..., fue-gui...to, ¡fuego!, algo adentro... -¿qué fue...?, ¿qué fue más fuerte que yo?, no, no, esto no puedo decirlo—, ¡quería estar con gente!, hablarles, contarles que me siento mejor. —¿Eso dijiste en el escenario? —Sí..., más o menos. —Entendés que ellos estaban en el teatro para otra cosa? — anotó algo. —Hice maal, mal, no está bien lo que hice, perdone. —Yo no tengo nada que perdonarte, en todo caso deberían perdonarte aquellos a quienes le arruinaste la velada. —Sí..., sí —había cruzado sus manos entre las piernas y acuñaba la panza contra los codos. La mujer prestó atención a las prominentes entradas en el cuero cabelludo de Leopoldo y al mentón caído en espera de algo. Recordó una película que había visto hacía unos días, ¡el reo de pie!, su eminencia, la jueza Gutiérrez (Sepúlveda, debo agregar mi segundo apellido), dará el veredicto. Culpable, no hay opción, si no no es posible el sistema que me sustenta. —Esto no puede pasarse por alto, espero que dos días de aislamiento y algunos encuentros con un psicólogo sirvan para que no vuelva a ocurrir —sintió que la pena de los otros ya no la afectaba, parecía inmune al dolor ajeno. Después de esos dos largos días de reclusión, consecuencia impensada por Leopoldo cuando aceptó fugarse hacia el teatro, se mostró reticente a dialogar con sus compañeros; sin embargo, la insistencia de Guillermo pudo con su reserva. —Estuve organizando el tránsito, preparándome para nuestro destino... —se apuró en apuntar Leopoldo. Guillermo cruzó el brazo por la espalda de Leopoldo y, luego de indicarle que bajara la voz, lo llevó hacia una de las ventanas, lejos de Patricio, que pareció interesarse en el tema. —Seguí con lo otro —acotó mientras levantaba la mirada hacia el cielo.

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—Ah, sí —Leopoldo sonrió torpemente, limpiando con la uña de su dedo una mancha que había en el vidrio—. Agarré la bolsa y me puse el saco —la bolsita se voló—. Después entré al teatro con el pase que me conseguiste —¿me costó empi...?, empinarme para parecer normal— y cuando se hizo un bache, me colé al subsuelo —el saco me ajustaba y creo que lo dejé al final de la escalera—. Al principio me perdí entre tanto pasillo y salas, pasillo y salas... —Guillermo disfrutaba del recorrido, su mirada buscaba acoplarse a la de Leopoldo—, hasta que logré entender el camino y llegué al escenario. La verdad es que naide..., nadie me prestó demasiada atención. —La gente estaba demasiado preocupada en sus cosas para prestarte atención —ellos viven en un gran laberinto. Creen que porque conocen algunos atajos pueden salir de él cuando quieran. Movió la cabeza con regocijo, tengo que tratar de acordarme de esta comparación—. Es justamente contra eso que estamos luchando. Pero seguí, seguí... —La cuestión es que aparecí a un costado, donde una ranurita dejaba ver la sala. Esperé atrás de unos parlantes y entonces descubrí las lucecitas de colores que se prendían y apagaban, que daban vueltas y más vueltas, ¡vieras que lindo! Por eso, cuando tiré fuerte del cable y vi la cara del operador, me sentí maal, mal, casi sin fuerzas de seguir, pero otro tipo gritó y puteó, como a veces hacés vos, igualito... —Leopoldo temió haber dicho algo inconveniente, pero Guillermo sólo atendía el desarrollo de los acontecimientos—. Corrí por el escenario —dijo carraspeando— y empecé a decir lo que tenía estudiado, hasta que los insultos me acobardaron, pensé que no iba a poder seguir, pero un hombre, que creo era el mismo que vi en un estacionamiento de ahí cerca, me sacó una footo, foto —Leopoldo sujetó a Guillermo por los hombros—, ¿entendés?, sentí que yo era su héroe. —¿Cuántos crees que entendieron? —preguntó rápidamente Guillermo. —Pocos, como te conté, creo que casi todos me odiaron, pocos escuchaban, los ordenanzas me maltrataron y los policías

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no paraban de burlarse —Leopoldo comenzó a llorar contra la ventana y otro interno de nombre Juan se acercó a consolarlo. *** El miércoles siguiente, Javier estacionó el automóvil en una calle perpendicular al Hospital Carlos Pereyra y se quedó unos minutos en el habitáculo. Una señora barría la vereda y amontonaba los restos de hojas secas a un costado de la calle. De algún modo se sentía culpable de haber llegado hasta ese lugar y en más de una ocasión estuvo a punto de poner en contacto el motor y marcharse. Un vendedor ambulante iba de un costado a otro de la calle y ofrecía medias “al mejor precio, tío (o tía, según el caso)”. Pese a contar con el número del móvil policial que trasladó al hombre que irrumpió en el teatro, no había hecho uso de él. Las posibles implicancias que podían derivar de tal consulta en una seccional de policía le parecían excesivas. Por eso había recurrido a la playa de estacionamiento ubicada frente al teatro, donde el encargado estimó que el hombre debía estar internado en un loquero. —¡Pibe! —llamó a un chico que lavaba un automóvil con un balde—, vos que estuviste un rato con el loco de la otra noche, ¿te dijo de dónde venía? El muchacho ratificó la opinión del encargado y aclaró que, entre risas y susto, aquél había nombrado a un doctor o un director. La búsqueda se reducía a dos nosocomios, el que tenía enfrente y otro, de mayor envergadura, más alejado y más crítico según su parecer. Buscó en el bolsillo el papel con el número del patrullero, pensó en que debería haber servido al menos para una apuesta de quiniela. Lo arrugó, bajó del automóvil y sorteó un transporte escolar que se detuvo unos metros más adelante.

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Caminó hacia donde topaba la calle, eludiendo el cierre del hospital, elevando la vista hacia las edificaciones de dos plantas que aparecían por detrás. Finalmente, cuando alcanzó la vereda aledaña, se detuvo frente a una placa formada con mayólicas, que rememoraba la ubicación de la Capilla de Nuestra Se-

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ñora del Buen Viaje, destruida por el terremoto de 1861. Sin que pudiera impedirlo, el texto que tenía enfrente se confundió con un pasaje de aquel momento. El día había pasado como uno más y el anochecer trajo algo de fresco. En un instante, la ciudad se estremeció con un movimiento de este a oeste, las edificaciones crujieron por dentro, se quebraron y cayeron en medio de una estampida subterránea de carros cargados. El silencio se aferró al desierto, hasta que un grito colectivo palpó el horror. El fantasma de la Mendoza colonial apenas podía intuirse entre la Alameda y el canal Zanjón. Polvo en suspensión, incendios, desazón y vida; marcas de sangre, escombros, gemido y muerte; Dios y ausencia, noche y más noche. Javier pensó en cómo la madre tierra recuperó el horizonte y equilibró la dominación del hombre. Ese sismo impidió la convivencia del hoy con esas formas del pasado, con aquella arquitectura heredada de España. Necesitó golpear el muro, sentir la fortaleza de la estructura reforzada. La posibilidad de que el próximo temblor supere la medida usual y repita la destrucción, llena el ser de dudas, replantea el sentido, la necesidad de una vida demasiado rigurosa, tal vez hasta predisponga a lo imprevisto (... estoy en procura de justificarme...). Ahora, ¡todo eso!, sumado a la fragilidad de la existencia y del orden creado, interpolado en diversas escalas, ¿me predispone al cambio...? Desconozco el alcance del término: ¿cambio?, trato de controlar mi pensamiento, encontrar una idea. Pasa el tiempo, ¿cuánto?: un ir y venir a través de la acequia que riega los árboles de la cuadra, percibo destellos dentro de mi cabeza, simples chispas de un fuego interno que no encuentra sustento..., fragmentos imprecisos, incontrolables. Entonces, sólo puedo imaginar el caos como algo próximo, como un destino irreversible. Javier pensó en esa especie de viaje que pretendía iniciar, la Virgen del Buen Viaje protegía a todos los que entraban y salían de la ciudad, espero que también pueda invocarla en mi caso. Levantó la vista, miró el cielo nublado y caminó hacia la puerta de ingreso, donde se agolpaba un grupo de estudiantes de medicina.

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—Permiso —dijo mientras se acomodaba para pasar de costado. El muchacho a quien iba dirigida la solicitud, compenetrado en la conversación que sostenía, no escuchó; Javier insistió y, ante la aparente falta de reacción, un compañero lo corrió de un empujón. En la casilla de entrada, un guardia con mate en mano hablaba por un teléfono con rastros de dedos. Varias personas pasaban por delante sin pestañar. Quizá el error estuvo en detenerse. Miró el reloj, faltaba más de una hora para que se abriera el horario de visitas. Luego de dar una chupada profunda y de comenzar a cebar otro mate, el hombre colgó y con un gesto campechano le dio a entender que escuchaba. —Necesitaba conocer el lugar —dijo con voz dudosa. —¡Aquí no tenemos visitas guiadas! —contestó el guardia y dirigió la mirada a un cuaderno con anotaciones—. ¿Para qué quiere entrar? Excelente pregunta: —Busco a una persona. —Si es familiar, puede pasar a verlo. Si no, necesito la autorización de un familiar o un médico. —En realidad se trata de alguien que no conozco —el movimiento de paso por el lugar continuaba e incomodaba todavía más a Javier. —Mire, señor, ya le expliqué el procedimiento, ahora tengo que seguir atendiendo a la gente que espera. Javier se percató de que dos personas aguardaban detrás de él. Trató de pensar en algún conocido, primero dentro del grupo de asistencia hospitalaria, luego en el de internados, pero no encontró ninguno. En silencio volvió a la calle, los remedos de los estudiantes daban contra su estómago, la mano del guardia señalándolo le hundía el rostro, las idas y venidas del resto lo reducían a algo así como un molinete. Con sabor amargo retornó al camino andado, tratando de descubrir lo que se escondía entre las aberturas que dejaba libre el cierre del hospital. ¿Encontraría a alguien que buscara el sol?, ¡el sol!, dios primige-

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nio, rector del tiempo y de las sombras. Inti: recuerdo inca. Xumuk: lejano huarpe. La seguidilla de elementos premoldeados de hormigón y espacios vacíos acabó sin revelarle nada, más que un jardín vacío. Un hombre con bastón que avanzaba por la vereda tocó la placa recordatoria y se persignó. Javier cruzó la calle y recordó a una doctora.

Guillermo, el mentor, había terminado su práctica matutina atravesando el descampado situado al sur del hospital e ingresó al edificio donde cohabitaban el pabellón judicial y el sector de arte-terapia. Pasó junto al guardiacárcel sin saludarlo, aunque luego retrocedió, le colocó un cigarrillo en el bolsillo de la chaqueta, le dio una palmadita y siguió con su rumbo. Patricio lo esperaba en el punto de bifurcación, del cual partían dos pasillos, uno cerrado por una reja a la izquierda y otro libre a la derecha. El recién ingresado no se detuvo. —Las hojas caen, los colores se apagan y los locos brillamos, ¿no es así? —indicó Patricio, dándole alcance. —No sé a qué te referís. En ese pasillo largo, con instalaciones a la vista, pintura vetusta, un foco adormecido por el polvillo, unas baldosas con bordes de salitre y un clima de olores cambiantes, la conversación retumbaba, se prolongaba en las paredes, ascendía hasta el cielorraso y moría en algún tramo de molduras. —Vamos, ¿acaso no empieza una época especial, con poca gente en las calles, un tiempo en que podemos destacarnos...? Pero ¿hasta qué punto? Guillermo mantuvo el ritmo de sus pasos, sin hacer caso del asedio. —¿Cuál es el punto? —insistió en preguntar Patricio. —¿Qué pasa con ustedes dos? —intervino una de las asistentes que con los brazos cargados de papeles se dirigía hacia la administración.

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Ambos bajaron la cabeza y negaron una respuesta. La mujer suspiró profundamente, mascó alguna recomendación, pero finalmente optó por seguir adelante. —Te queda poco tiempo con nosotros —dijo Guillermo acercándose a Patricio—, no te metas en nuestros asuntos... —¿En los tuyos o en los de ellos? —¡Mirá, poetita frustrado!, no me busqués, una pelea a esta altura puede complicarte la cosa, atarte unos meses más a este hermoso lugar —con los dedos quitó un pedazo de yeso atascado entre dos respiraderos de chapa y lo apretó hasta desintegrarlo. Nicolás los vio llegar y se dirigió a Patricio con un papel en la mano. —¡Vení!, enseñame a escribir como vos. —Sí, poetita, es mejor que vayás. —Esto no se acaba acá, sé quién sos..., no podés engañarme. —Acaso te convertiste en curalocos —contestó Guillermo sonriendo y tomando distancia hacia el otro extremo de la sala. Nicolás tiró del brazo de Patricio y lo llevó hasta uno de los mesones, donde Selene permanecía desde hacía más de una hora con la punta del lápiz apoyada sobre una hoja en blanco. —No le prestés atención —le pidió Nicolás—, hoy se levantó insoportable... Vamos, dibujame algunas letras. Guillermo en tanto llamó a Leopoldo y a Paco. Buscó una vista del parque e insistió en la importancia de vigilar los movimientos del hospital. Un chiflido de aire se coló entre las hojas de la ventana. Javier frenó el coche al llegar al cruce con la calle Tirasso, donde a los complicados movimientos vehiculares del cruce, se sumó una ráfaga de viento que terminó arremolinada en una de las banquinas. Aguardó que pasara un camión de soda, un ómnibus, un carro tirado por un caballo, un ciclomotor, una bicicleta..., hasta que el bocinazo de una anquilosada camioneta

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Divisó el final de la calle, donde una pequeña curva encaminaba a la entrada del hospital, quizá sea la última posibilidad de volver atrás. Un alambrado, un cartel de máxima 20 y otro de pare frente a una casilla con una barrera levantada. No se detuvo y tampoco miró hacia el interior de ésta. Un túnel formado por eucaliptos envolvía dos caminos divididos por una isleta rellena con polvo de ladrillo. Extrañamente superpuso, a la imagen del puesto de ingreso que observaba por el retrovisor, la del hombre de la camioneta: la mano levantada, el insulto en los labios, estoy cansado de andar, de sentirme agredido, incomprendido en mi precaución. Tal vez debí saludar al guardia, explicitarle mi mentira, hacerle creer que cumplió con su función. Aminoró la marcha y en un mismo instante especuló con el pedal del freno y lo descartó. En realidad, es mejor lo que hice, ya aprendí la lección en el Carlos Pereyra. Miró hacia esa especie de descampado con arcos de fútbol que se abría a la derecha, detrás aparecían las edificaciones del hospital y una arboleda. Todo el lugar estaba envuelto por un manto de tinieblas con destellos de sol, imaginó una hoja de dibujo: un lápiz grueso, mejor un carboncillo, y después pinceladas de tonos dorados, un mundo distinto apenas a unos pasos.

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que tenía detrás lo animó a arremeter con la trompa del coche.

La calzada se hizo de tierra un tramo más adelante, por lo que tendió a girar en la primera entrada que encontró. Con torpeza detuvo el automóvil junto a un hombre sentado en un pilar. Cuando bajó el cristal para poder hablar, no pudo menos que prestar atención a las manchas que abarcaban la piel de aquél: su cara, su cuello, las manos, una de las cuales se extendió hacia él. Inconscientemente se apartó. —¡Una moneda!, cualquiera, chiquita o grande, da lo mismo... Buscó en su bolsillo, encontró varias, pero volviendo la mirada hacia el hombre le dijo que no le quedaban, puso la marcha y avanzó por una calle interna. Se cruzaban pacientes y empleados con delantales blancos, no sabía dónde dejar el auto, temía que lo fuesen a rayar o a golpear. Nosocomio, neuro-psiquiátrico, casa de orates, aura, viento suave, vapores ascen-

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dentes, turbulencia, bilis negra, arrebato, descontrol, acaso había idealizado la locura desde pequeño, ¿por qué?, tal vez necesitaba creer que en ella había algo que cruzaba la frontera de lo consciente y penetraba en los secretos más íntimos del universo. Anduvo a la deriva por unos metros, dio la vuelta en U y se acomodó al costado de una intersección algo imprecisa. Otro hombre se acercó y le pidió un cigarrillo, entonces observó que los doctores dejaban sus vehículos en un pequeño descampado que había detrás del parque. Hizo señas por el vidrio de que no tenía nada y se dirigió a aquel lugar. El vehículo quedo con la rueda delantera sobre una especie de montículo. La potencialidad de cada momento que transcurría le recordaba la atonalidad de la música de Schoenberg, la fortaleza idéntica de sus notas. Otra vez la duda, la pregunta recurrente: ¿qué hago aquí?, ¿qué busco?, caminó en dirección del edificio que daba la impresión de concentrar la parte administrativa. Del sector destinado a los presos llegaban los insultos de un hombre amarrado a los barrotes. Continuó, las voces de alrededor se tornaron altas, lo aturdían; alguien que le tocó el hombro, levantó dos de sus dedos y moviéndolos desde la boca hacia arriba, dio a entender su necesidad de un cigarrillo. —No..., no fumo. —Entonces no podemos empezar a hablar... —el hombre dio media vuelta y prosiguió su camino.

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Una enfermera, y otra, y varios pacientes más lo estudiaron con curiosidad, éste es sapo de otro estanque, sus miradas quedaban agarradas a su piel, las iba cargando de a una hasta que el peso no pudiera tolerarse. ¿Se trata de un reducto inexpugnable?, ¿es eso lo que pretenden o simplemente tratan de captar el sentido de mi presencia aquí? Cruzó la entrada y siguió hasta la secretaría, pero cuando estaba por abrir la puerta vidriada se topó con un cartel que decía: NO ENTRE, ESPERE SER ATENDIDO, y más abajo, por si cabía alguna duda: PROHIBIDO PASAR A LA DIRECCIÓN SIN AUTORIZACIÓN. Se quedó esperando un rato ante la aparente indiferencia de la mujer que estaba adentro; cuando estuvo seguro de que había notado su presencia, fue y se acomodó en un banco sin respaldo afirma-

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do contra una de las paredes. Se aflojó el nudo de la corbata, se desabrochó la camisa y se notó sudado. ¿Pareceré un visitador médico?, apoyó las manos en el maletín. Una especie de cocinera con una bolsa con tortitas pasó perseguida por varios internados, cualquiera de estos tipos podría venir y tirar de ambas puntas de mi corbata sin el menor empacho, tamborileó con los dedos sobre el cuero negro, la secretaria seguía mirando su máquina de escribir en dirección contraria a la puerta y al “banco de espera”. Se levantó y buscó la vista del parque. Un médico estacionó en doble fila y bajó corriendo con una tarjeta magnética en la mano, apuntó a deslizarla y en ese momento fue detenido por una mano que se apoyó en su hombro. —Dos horas es mucho tiempo —acotó un médico mayor que apareció por detrás—, valga por un cambio de guardia, algo que me convenga y mucho. El joven asintió con una sonrisa y se marchó hacia el auto con el pulgar en alto. —¡Señor!, ¡señor!, ¿qué necesita?, ¡no tengo toda la mañana para que se decida a contestar! —increpó la mujer, que fue ganando cuerpo, bulto, consistencia en la medida de que agregaba palabras. —¡Perdón, estaba...! —y se detuvo al considerar inútil cualquier explicación—, busco a la doctora Santigli. —La doctora está en un concurso de cargos que se hace en el Hospital Central y tardará más o menos una hora en volver. —Está bien, la espero —acotó Javier mientras la puerta terminaba de cerrarse. Especuló con la posibilidad de olvidarse de las formas absurdas del respeto, hacer caso omiso del cartel, abalanzarse contra cada papel de la oficina, desordenar todo, salir y volverse a sentar cómodamente en el banco, ¡en una de ésas ya pasó!, una reacción así no sería de extrañar, escudriñó los movimientos de la secretaria, la manera de levantar el vaso y beber un sorbo de agua, el cuidadoso método para acomodar los cuadernillos que tenía a un lado, ¿eso denotará inseguridad?, bah..., la verdad es que no habría servido para esto de analizar a los demás, la

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rigidez de la pared en su espalda lo volvió en sí. El silencio se hizo profundo y reparador, un hombre con sobretodo, portafolio desestructurado y lentes entró en la secretaría, avanzó al despacho principal, se detuvo, cargó el diario, pidió un café a través de una seña, se adentró y cerró la puerta. Repitió mentalmente el justificativo que tenía para encontrarse allí, ¿pero qué voy a decir cuando Daniela (Santigli) se entere de que la esperé tanto tiempo?, necesitaba encontrarte..., algo así como una fuga de mis quehaceres diarios, sí, puede ser. Desabrochó el portafolio y lo volvió a cerrar. Resulta curioso que nunca haya pensado en Daniela como psiquiatra, al menos hasta que tuve necesidad de ello...Un perro pasó totalmente desinhibido por el pasillo y tomó en dirección a otro salón. Paso cortito, colita relajada y mirada afable, mascota aceptada o instalada, ¿cómo serán estos grupos: cerrados, celosos de su perspectiva? De inmediato especuló con la posibilidad de preguntarle a alguien por el hombre que había visto en el teatro y casi al mismo tiempo se arrepintió de no haber ido a la policía, ¿tiene sentido andar divagando así cuando podría contar con datos ciertos?, sintió una opresión en el pecho, todo forma parte de este absurdo. Espió por el espacio abierto que dejaba la puerta principal con la esperanza de encontrar a aquel que venía buscando, la escena era similar a la que había observado desde el comienzo, eran como hormigas, casi no podía distinguir a uno del otro, estaban hechos con el mismo molde. Pasaron cinco minutos, sintió que se había equivocado al verlos iguales, necesitó diferenciarlos. Uno de ellos entró como flotando dentro de sus vestimentas holgadas, el descuido de su persona se evidenciaba en la barba y el peinado, en los parches colgantes y las costuras hilachadas, en los hombros caídos, en el caminar arrastrado, hasta ahora muy parecido, sin embargo éste aparenta no fumar. Tras un momento de zozobra en torno a los pies, el interno se sentó en un banco ubicado sobre un pasillo corto, que se abría perpendicularmente hacia atrás de su ubicación. A Javier lo inquietó aquella mirada en su nuca, se torció un poco y fingió prestar atención a unos afiches que había a un costado. Su acompañante de esquina sacó una bolsa de supermercado del ancho bolsillo de su chaqueta, la acomodó

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sobre el blanco del asiento y tomó un papel, le colocó tabaco y con fijación armó un cigarrillo, me equivoqué con lo de fumar, pero tal vez esas cosas, digo, las que se ven a simple vista, no sean definitorias. Se paró y comenzó a moverse con nerviosismo mientras el otro seguía concentrado en aquella envoltura cilíndrica. El hombre habló y en principio Javier creyó que se dirigía a él, pero en realidad estaba conferenciando con el ministro de Economía de la Nación, indicándole cuáles eran las medidas económicas que debía instrumentar. Con el fondo de ese discurso repetitivo y por ahí con tonos subidos, Javier se acercó a la puerta, un muchacho con movimientos irregulares y espasmódicos empujaba a un viejo en silla de ruedas, una mujer que merodeaba entre los árboles le hizo recordar a un cuadro de Modigliani, cuerpo alargado, vestimenta ceñida y tensa hacia abajo, de pronto desapareció, como si hubiera existido sólo en su cabeza. El asesor de economía dio un golpe sobre el asiento debido a que una empleada lo había interrumpido para pasar un trapo húmedo por el piso. Salió, una señora que le contaba su nombre a todo el que pasaba, Raquel, recorría la vereda del frente afirmando que ese día se iría. Javier trató de darles un sentido a esas sendas que se cruzaban, se perdían y volvían, estaba en un laberinto, ¿habrá salida? Raquel se topó con una mujer mayor en uno de los recodos, pero esta vez no ofreció su nombre, sino que intentó volverse hacia atrás sin resultado. Se quedó estática como esperando que la otra siguiera su camino. —¡Que tal, Raquel!, seguimos con la vieja historia —su incompleta dentadura brillaba de satisfacción. —Sí, pero ahora es cierto —afirmó con convencimiento pero bajando la cabeza. La otra le acarició la cabeza y agregó: —Pobrecita, estás re-loca, por qué no dejás las valijas y venís conmigo —dijo agarrando las bolsas que colgaban del brazo de Raquel. Ésta tiró y como liberándose del hostigamiento comenzó a maldecir su existencia y a echarle la culpa a la anciana de su permanencia en el lugar. Javier no soportó más, y con todas las sensaciones puestas de manifiesto en su rostro, caminó hacia

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la calle, donde una doctora lo detuvo para preguntarle si lo habían atendido. —Sí, gracias —la mujer pareció decepcionada por la respuesta y él necesitó aclararle—, buscaba a la doctora Santigli. —Creo que, si no llega antes de las doce, no vendrá hasta la tarde —respondió dándose vuelta. Javier consultó el reloj, quedaba un cuarto de hora, le agradeció con la mano, dio unos pasos y decidió concederse cinco minutos más. Entonces pasó a su lado un hombre con campera de jeans, ropas estrechas, como las de la mujer lamida que personificaba la pintura de Modigliani, morocho de poco porte, que se tiró un sonoro pedo. Javier se apartó un poco, convencido de la casualidad, pero a los pocos instantes aquél regresó y ahora pasando por detrás insistió en su saludo ventoso. Javier no dudó un segundo más, necesitaba escapar de ese lugar. Atravesó el parque en dirección del estacionamiento, distintos rostros se entremezclaban con los árboles, aparecían y desaparecían, era como un juego de miradas visibles e invisibles, tal vez el simple producto de mi andar. Alcanzó la puerta del automóvil, la quietud instantánea del cuerpo chocó contra la agitación de su corazón, le faltó el aire, soltó la manija del portafolio y buscó las llaves, que resbalaron a través de sus manos transpiradas. Las tanteó mientras su mirada se dividía entre los lados. Liberó el seguro, se sentó y dio arranque al motor. Un intento, otro más, y una figura enorme con los dientes salidos por el costado de la ventanilla. Era imposible creer que la batería respondería, pero insistió varias veces antes de prestar atención al intruso, que ante su consternación resultó ser el hombre del teatro. —¿Lo empujamos, don...? —dijo Leopoldo, mientras por detrás otro tipo repetía las mismas palabras. —¡No..., no! —contestó temiendo por el destino incierto al que lo invitaba esa posibilidad—. Está bien, muchachos, vayan, esto siempre me pasa, ya arranca... Las dos figuras permanecieron petrificadas en su sitio. Javier pidió permiso para poder abrir la puerta, bajó del automóvil y

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—No se preocupe, usted maneje, nosotros nos encargamos... —dijo mientras su boca se embarcaba en una sonrisa confusa. Instantes después, Javier con el contacto del vehículo puesto, iniciaba un recorrido que contaba con el impulso de Leopoldo y su amigo, que se presentó como Paco. El movimiento violento y constante, acompañado por la irregularidad del terreno, la indefinición de la huella, las corridas y los saludos de los otros locos, le daba una impresión total de irrealidad. Aquí va la nave dirigida por un corredor de seguros, impulsada por vientos de delirio, escoltada por banderas y papelitos de colores, sin otro rumbo que el dictado por el sentido de supervivencia. Algunos rayos de sol se multiplicaban en el follaje amarillo, el coche arrancó, y Javier al dar un rápido viraje logró colocarlo en la senda de salida, muy cerca de un hombre enrojecido que venía gritando paralelamente. Siguió lentamente, con sus reflejos adormecidos y el pecho a punto de estallar. El tiempo se ondulaba, adquiría alternancia y derivaciones... Tras frenar, tomó la calle que llevaba al exterior, no sin antes escuchar la voz entrecortada de uno de los que empujaban.

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miró alrededor tratando de localizar algún enfermero, algún otro automovilista, un visitante, alguien sensato que pudiera sacarlo de esa situación. Fue inútil, sólo estaban esos dos y otros como ellos que empezaban a rondar la zona. No del todo convencido, activó la apertura del capó, entonces el grandote se acercó y depositó una gran manota sobre su hombro.

—Ya me encontró, no deje de volver... Fijó la vista en el camino como si nada, convencido de que jamás regresaría, y se adentró en la ciudad.

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UNO + UNO, ¿ACASO IGUAL A DOS? (Respiración y mensajes) (Más allá de esta tierra)

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l escritorio contra la pared, el argumento: razones de espacio; el segundo dormitorio de la casa convertido en una suerte de depósito y reducto de trabajo. Cajas, los sillones envueltos en nailon para la casa futura, más cajas, unos cuantos libros, el portafolio sobre una mesita de origen indio o chino, un lava-vajilla sin desembalar, la silla plástica y él. La familia dormía. Tomó la lapicera, abrió la agenda y observó que algunos datos debían actualizarse. La página pasó a convertirse en una definición de su persona, una guía en la que debía hallar algo de sí. Casilleros y letras transcurrieron, completó las cuentas bancarias y llegó al renglón del teléfono móvil, intuitivamente extendió la mano hacia él, lo sopesó, una señal que irrumpe y desplaza la realidad, el mundo marginado por voces de un mundo en línea, usó el corrector y anotó el número nuevo. De inmediato verificó el grupo sanguíneo, médico: por suerte ninguno. En caso de emergencia llamar a: ¿...?, dio vuelta la página, se distrajo con los feriados, la hora mundial, las tablas de conversión. Emprendió el recorrido de los días y finalmente alcanzó el que había quedado tres minutos atrás. Era la primera vez en mucho tiempo que la página permanecía blanca, jugueteó con la birome y se detuvo en el punto donde las sombras consumían la influencia de la lámpara. No le gustaba esa hora de la noche, el cansancio abordaba el cuerpo y limitaba la percepción general en favor de otras más ásperas. Superposición de imágenes, de sensaciones, y la tinta corre casi por su cuenta: un hombre grandote me pidió que volviera..., epílogo digno de atención, aunque sin rumbo.

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Bajó la cabeza y repasó la estructura tubular que daba sustento a una placa símil madera atornillada. No era un buen escritorio. Huía de la posibilidad de dejarse llevar hacia un territorio desconocido e inestable. Necesitaba de un médico, quizá más de un amigo..., un nombre repicó fuerte, Kalil del ayer, Kalil y la cruz... Durante varios días evitó volver sobre el asunto, concentrándose en las últimas disposiciones emanadas por la compañía de seguros donde trabajaba. Persuasión, listados y re-categorización, extensiones adicionales en las pólizas de asegurados, implementación de un régimen de premiación por permanencia, adopción de cláusulas convenientes a una economía fluctuante, mejor asistencia, adecuadas credenciales plásticas, reducción de incertidumbres y más letra pequeña... A partir de ahí, las ganancias empresariales, las comisiones propias, la absorción de publicidades y clasificados, la inversión en necesidades ciertas o ficticias. Demasiadas veces había repasado la nómina de clientes, demasiadas se había excusado en las actividades de Irina para evitar cualquier conversación pendiente con su esposa. La falta de tiempo le era propicia en muchos aspectos. Consultó los mensajes acumulados en la casilla del celular. Descartó aquellos pocos de amigos o conocidos, una voz detenida en el espacio electrónico, una voz a la espera de su reproducción, de la instancia favorable para su recepción..., registró los otros. Algunas preguntas alcanzaron su forma, ¿cómo hizo para reconocerme, qué tengo yo de distinto a los otros?, pero la ausencia de respuesta no le pesaba. Como era su costumbre, inventó una reunión para no almorzar en su casa. Luego de cortar la comunicación, se reacomodó en el esponjoso sillón que abarcaba la sala de espera de un bufete de abogados. El intercomunicador del escritorio emitió un sonido apagado. —El doctor Castrini me acaba de informar que no podrá desocuparse hasta la tarde —aclaró la secretaria con una sonrisa disciplinada.

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—Está bien —estaba acostumbrado a tales contratiempos,

—No entiendo —contestó ella con un gesto de solaz que escondía reserva. —Quizá entendés en el sentido que la mayoría pretende darle. —Como usted diga, señor —esta vez su tono expresó extrañeza. Javier se levantó, y mientras se despedía, recapacitó sobre el modo en que la había apreciado: una figura esbelta, adecuada al mobiliario minimalista, el pelo lacio y rubio, concéntrico a la luminosidad del ambiente, los ojos claros, delineados e inmediatos, un saco de lana entallado y pollera de gabardina corta, del color del viento, de la ausencia, gris, sandalias y medias finas al tono. Nos hemos vuelto parte de una escenografía donde medimos y somos medidos con único patrón, nada cabe fuera de ello... Salió a la calle, y el movimiento general lo hizo temerse más anónimo. Entró a una galería comercial y se detuvo en una vidriera, los objetos expuestos se confundían con el reflejo de la gente que pasaba por detrás. Apoyó la mano en el cristal, allí donde todo quedaba resumido. De pronto vio un muñeco orejón subido a un cubo rojo y recordó el carro que con sus compañeros de la secundaria habían preparado para una farándula estudiantil. Molde de alambre, papel, engrudo y pintura sobre los espejos retrovisores externos de un viejo camión, unos grandes ojos empastados sobre el parabrisa y el recuerdo del Kalil trayendo un gran bigote de chapa para colocar delante del capó. Después vino el viaje de graduación a un Convento de Córdoba donde profesaba el tío de su amigo. La caja de atrás había sido revestida con tapas de álamos, techo a dos aguas, y un círculo grande a ambos lados presentaba dos manecillas plasmadas con palos de escoba. La Universidad San Francisco no quedaba lejos. Dio un paso en falso y se detuvo, no había visto a Kalil desde su retorno de Roma, tal vez su actual función le impida disponer de tiempo, es mejor dejar las cosas así, ¿acaso no tengo otros amigos...?, ... no como él..., además está su condición de pastor, de representante de la religión en que me formé.

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pero hubiera preferido no quedarse sólo en medio de la ciudad—. ¿A qué hora salís a comer?

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Cuando estuvo frente al mostrador de atención, no supo si preguntar por Fray Señor, o Puma (como lo llamaban de chicos). —Necesitaba ubicar a Baigorria —dijo, no demasiado convencido. El recepcionista pareció alegrarse por la consulta y dedujo la relación de compañerismo que vinculaba a Javier y Kalil. Lo escoltó a través de unas dependencias y le sugirió esperarlo en una banqueta ubicada a lo largo de un pasillo. —Va a salir por aquella puerta. Después de un cuarto de hora, las dudas estaban a punto de alejarlo de allí, siempre tuve la sensación de que más allá de vernos o no, estaríamos presentes en el momento en que lo necesitáramos. Miró de nuevo el reloj, ¿vengo a eso...? Pasaron unos minutos más hasta que terminó la reunión en que intervenía su amigo. Mientras se despedía de laicos y sacerdotes con maletines, le hizo una seña de paciencia. —¡Javi, tanto tiempo sin verte! El hábito le apretaba la panza, y el abrazo demandó algo más de volumen que en el pasado. —Kalil..., debí avisarte antes... —De ninguna manera, faltaba más —agregó dándole una palmada en la espalda e invitándolo a sentarse. Luego de recuperar de modo sucinto esos espacios de vida transcurridos desde la partida de Kalil, recordaron cuando en aquel camión cucú dispusieron un columpio, emplumaron algunas ropas viejas y durante el recorrido se turnaron con otros para gritar varios cuuuucu ante la risa de los espectadores. Así el jolgorio contribuía a que los empujones hiciesen volar el asiento más y más lejos, hasta que uno de los saltimbanquis pasó de largo y cayó de culo en el hormigón de la calle, quebrándose el coxis. —Me acuerdo, todos paraditos en la guardia del hospital, preocupados por la gravedad de la caída.

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El silencio abrió la posibilidad para la despedida, pero Kalil

—Te noto preocupado —dijo en tanto caminaban a su destino. —Todos dicen que es el mal de la época. —No debería serlo —agregó el anfitrión. Ocuparon ambos lados del escritorio. Kalil sacó un sándwich de una caja plástica y lo dividió en dos.

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se anticipó al ofrecerle compartir el almuerzo en su oficina. Javier mantuvo la cabeza gacha.

—Dejá, enseguida como algo afuera —infructuosamente trataba de impedir el paso de su porción a un plato. —Tengo agua mineral, pero un poquito de vino realza los sabores del... —miró dentro del pan—pollo y palmito. Javier sonrió y brindaron con dos tazas de café. —Sabés, a veces necesito la soledad, pero ésta me desespera internamente y no encuentro con quién conversar, con quién cambiar las cosas. Kalil prestó atención al anillo de casamiento de Javier. —En la edad media la gente vivía en comunidad y desconfiaba de quienes andaban solos, algunas veces los teñían de locos, otras los confundían con criminales y otras con hombres de profundas meditaciones. Es bueno que hayas venido, es importante que pueda responderte más allá de la iglesia. Bebieron un poco más. —Resulta llamativo que hayas hecho referencia a los locos, ¿sabés?, siempre tendí a idealizarlos. Kalil miró un cuadro colgado sobre el marco de la puerta. Pensó en introducir un comentario gracioso, pero comprendió que sería una manera de no comprometerse en la conversación, de alivianarla y soltarla. Prestó atención al semblante de Javier y conjeturó el planteo de una partida de ajedrez, un juego donde Javier nunca aceptó las estrategias armadas y siempre gustó de la improvisación. —Te dejé sin palabras —acotó el convidado, sirviéndose de la botella de agua que había reemplazado al vino tinto.

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—Locura, una palabra difícil, un término plagado de acepciones... En aquel mismo medioevo se impedía el ingreso de los locos a los templos... Javier sonrió. —¿Qué pasa? —preguntó sorprendido el religioso. —Pensé que ibas a empezar —impostó la voz—, loco, del latín locus... y de ahí el enganche, ¿no es así...? —Me parece que del árabe... —respondió Kalil, disfrutando una contención a la que no estaba acostumbrado—, pero no te equivocas mucho... El teléfono celular de Javier irrumpió con su señal sonora, con su aviso de atención, con su carga de obligación. Pidió disculpas y atendió. —Me tengo que ir —acotó tras cortar—, era la secretaria de un cliente que se desocupó antes de lo previsto. —La verdad es que ese aparato es lo peor que hay —dijo Kalil mientras señalaba el suyo—. Te espero cuando quieras. —Gracias por el pan, hermano. —Chau —Kalil lo palmeó como a un niño necesitado de afecto. Lo vio alejarse por el pasillo. —Tengo una duda —levantó un poco la voz—. ¿Has venido a mí como quien viene a un oráculo? Javier levantó su mano y se despidió. *** Pasaron dos días, y la llamada de Daniela cobró un significado diferente, pues insistió en que le alcanzara las pólizas por el hospital. Seguía con el teléfono en sus manos cuando meditó sobre su paso por aquel lugar y sobre los comentarios que pudieron llegarle a ella. La inquietud se apoderó de él y favoreció ciertas elucubraciones, como la de ser encerrado por com-

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La agencia adquirió un aspecto vago, las líneas perdían su significado y eran abarcadas en un todo inverosímil. Estudió la posibilidad de que algún compañero lo reemplazara en la gestión, pero no halló justificativo. Esta vez, luego de asesorarse con el guardabarrera, terminó estacionando detrás del edificio de la Dirección. Sólo deseaba entregar los papeles cuanto antes y marcharse. La doctora Santigli lo esperaba y se mostró más accesible que de costumbre, tanto que no pudo evitar el compromiso de invitarla a una conferencia sobre los seguros para profesionales.

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portamiento extraño o de prestar apoyo externo en el tratamiento del hombre del teatro.

Se estaba despidiendo cuando una mujer entró a la oficina sin pedir permiso. —Doctora, no voy a llegar a fin de año —expresó apesadumbrada. —Luana, saludá al señor. —Mucho gusto —contestó Javier poniendo distancia mientras ella alzaba y bajaba la mano maquinalmente. —Usted es lindo, de joven yo tenía los dientes así. —Bueno, Daniela, me voy —Javier se paró y se acomodó a un costado. Las ropas de la mujer expedían un olor fuerte, a transpiración superpuesta. —Trabajé en la cosecha de ajo, de aceituna, he hecho de todo y siempre cumpliendo con Dios. —Por eso te queremos —acotó Daniela. —Únicamente cuando me vino la sangre le grité a Dios — abrió las manos en torno a su ingle, como si se hubiese manchado—. Porque mi madre no era buena, nunca me contó nada, pero no por eso podía dejar de quererla. Javier, que se había ido corriendo lentamente, llegó a la puerta y se despidió de su clienta. La rápida marcha de un enfermero con una camilla lo obligó a colocarse de lado, si me agarra me parte una pierna, sus manos no pudieron separarse de la

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pared, era imposible, el aire parecía llegar a borbotones, llevó su mano al cuello, miró la reproducción que había a su derecha, luego contó el total, cinco. Trató de recuperar la postura y avanzó sin detenerse. La simplicidad de los contornos, el contenido patético revelaban a Modigliani. Estaba tan desconcertado que no intentó ninguna comprobación, sólo salió. Algo está sucediendo con mi mente, y ciertamente este lugar no es el más propicio para esto. ¿Cómo se explica que pensara en ese pintor y ahora aparezcan cuadros de él?, y otra vez dudó sobre el verdadero interés de Daniela Santigli en citarlo en el hospital. Salió, el pedregullo de la playa de estacionamiento, el paso firme y el roce seco bajo sus pies. De pronto un hombre de estatura media, cabello ondulado y pulóver con motivos en zigzag se le cruzó en el camino. Su mirada parecía profundizarse en la órbita ocular, ocultarse en una sombra que emanaba de adentro. —¡Ojo con pensar eso de mí! —dijo Paco en el momento en que Javier lo reconoció. Se mantuvo inmóvil, incrédulo de lo que ocurría, ajeno al sentido de las palabras, pero finalmente asintió, baj´O la cabeza y trató de avanzar. Paco se le interpuso nuevamente. El cansancio que exhibía días pasados, al impulsar el automóvil, discrepaba con la firmeza que ahora imponía. —No es por ahí, por acá —y señaló un espacio que se abría hacia el sur. Cruzó su brazo por la espalda de Javier y lo tomó con fuerza—. Vamos. Luego de caminar unos treinta metros, se desviaron hacia atrás del sector carcelario. Allí los esperaba otro interno, encorvado sobre sí y con una colilla de cigarrillo en la mano. —Ahora todo depende de usted —sostuvo Paco, disminuyendo la presión que había ejercido sobre el cuerpo de su acompañante. El hombre se irguió de inmediato y apartando a Paco a un costado se presentó.

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—Me llamo Guillermo —sus cejas se cerraban sobre el centro de su mirada—, espero que mi amigo no lo haya hecho sentir demasiado incómodo.

—Con el tiempo se acostumbrará y se dará cuenta de que las formas de actuar de cada uno de nosotros son espontáneas pero sin mala intención. —¿Con el tiempo?, ¿qué le hace pensar que volverá a verme? Guillermo empezó a caminar hacia unos árboles y Javier entendió lo mismo que Paco, que debían ir con él. —Está bien —dijo Guillermo dirigiéndose a su ayudante escolta—, esperanos aquí.

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—Tal vez un poco —sostuvo Javier midiendo la reacción de Paco.

El hombre bufó y volvió unos pasos hacia atrás. Ellos siguieron. —En este lugar los extraños se evidencian más que en ningún otro, son permeables y más cuando pretenden buscar algo que afuera no encuentran —detuvo su marcha y respiró profundo, absorbiendo la leve brisa que se había levantado—. Aunque no lo crea, hace años que esperamos por alguien como usted. —Un mesías —Javier rió con nerviosismo. —No precisamente, digamos una persona que goza de contactos con el exterior y que busca cambios, alguien que no teme rebelarse. Se acomodaron junto a un árbol. Paco desde la distancia no había perdido detalle de sus movimientos. Javier prestó atención a la polera negra que llevaba su interlocutor, de boca muy ancha, corrida hacia la izquierda, con pequeños orificios generados por polillas. —No entiendo, ¿qué puedo hacer yo por ustedes? —Se trata de algo más importante que nosotros —el cigarrillo se consumió totalmente entre sus dedos—, pero para saber sobre eso deberá esperar, convencerse de querer participar con un grupo de locos en algo histórico. Javier sonrió, ¿será esto por lo que he estado esperando, necesito asumir este riesgo para sentirme vivo, quiero verdadera-

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mente entrar en este juego?, sin dudas estoy más loco que estos tipos, se tomó de la sien. —¿Cómo se llama el primero que me contactó? —Debe quedar claro que no fue específicamente tras de usted. Se llama Leopoldo, es un tipo bueno. Luego de caminar en silencio, volvieron al lugar donde esperaba Paco, quien a medida que se acercaron levantó los pulgares, deseoso de ratificar que todo había salido de acuerdo con lo previsto. —Adiós —dijo Javier mientras emprendía el camino hacia el estacionamiento y veía que Leopoldo lo saludaba de lejos. — ¡Adiós! —volvió a repetir más fuerte. ¡Muchachos!, es mi forma de advertirles, no me verán más. —Hasta pronto —acotó Guillermo—, aunque el tiempo que demande su regreso resulte relativo. Se apretó al volante y no pudo dejar de estar atento al retrovisor. *** Tomás había abandonado el profesorado de historia, por razones económicas entre otras, y luego de un breve inicio en un periódico local se marchó del país. A lo alto, Colón señalaba el punto donde desembarcó a su regreso del Nuevo Mundo, lo observó en su bronce a la desembocadura de Las Ramblas, si de ciudades abiertas se trata, Barcelona sobresale. Llevaba varios años allí y, a pesar sus logros, seguía preocupado por el carácter de su exilio, por ciertos reproches que le impedían una añoranza plena. Cruzó hacia Port Vell. Necesitaba encontrar un lazo impostergable con su tierra pero las respuestas se volvían confusas, casi extremas. ¿Qué hacer...? El retorno momentáneo o definitivo parecía insuficiente. ¿Qué ser...?, tal vez el simple portador de una voz, mejor de un indicio, alguien que imagina una le-

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Antes de dirigirse a su departamento, Tomás entró a una tienda. El cuaderno era de tapas duras y el papel sintetiza la mayor calidad de la industria española: ¿la revolución será posible...?, desde chico dijo ser heredero de una historia... Su relación con el sol y la luna es fluida, con el lucero de la mañana envidiable, los cielos y las estrellas le confían sus secretos más íntimos, los ríos detienen su caída al verlo y sirven de alimento a la tierra seca que lo ha visto nacer. Relámpago, rayo y lluvia, ocasionales compañeros del verano, procuran su abrazo en medio de la planicie, pero su relación más intensa la vive con los cerros, con la cordillera profunda, con el macizo más imponente, centro de su pasado, esencia misma de su condición de huarpe. Heredero último de Hunuc Huar, Dios de los dioses y personificación del misterio del mundo, domina los caminos de la montaña y se hace uno con la roca, el fuego y su destino.

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yenda que evoca la esencia primigenia de esa tierra. El mundo parecía plagado de otras ficciones.

Ha llegado al pueblo de Asunción hace tres días, desde allí, antes de cada amanecer camina hasta los médanos del parque Telteca, donde con las manos a veces dibujando la arena y otras levantándose al infinito aguarda el destello del día. Cuando baja se escurre entre la vegetación enmarañada y siempre acaba junto a un chañar, toma algún trozo de su piel caída y acaricia su tallo verde. Emprende el regreso por el costado de la ruta, del firmamento fluyen señales inconfundibles, la espera acaba, debe formar su legión. ¿A quienes llamará a su lado?, ¿hombres brillantes?, ¿comunes? Se detiene un instante, un puma aventurero lo mira por un instante y desaparece, ¿tal vez le ha confiado una respuesta?. Mira de frente al viento, sus largos cabellos vuelan, su barba se arremolina: serán hombres casi desterrados, que con pasos irregulares verán más allá del tiempo y la distancia. Su espíritu atraviesa la región de Güentota y se detiene. —Vamos, danos una señal —gritaron esos hombres y el trueno abarcó la pradera, se miraron atónitos pero sonrientes

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y descalzándose corrieron hacia el horizonte, donde la lluvia y la tierra se amoldaron a sus pasos. —Pronto llegaré hasta donde estáis ocultos. Tomás dejó la estilográfica a un costado y consultó uno de los libros que tenía sobre el mesón, aceleró varias páginas y se detuvo en una cita de Fr. Reginaldo de Lizárraga con respectos a los indios que en la época de la colonia habitaban esas tierras inhóspitas: “mal proporcionados y desvaídos”. Se preguntó si la narración iniciada sería digna de ser encarnada, ... un oxímoron, el modo de hacer historia futura. *** Tras purgar el desenfreno que colmó su reciente conducta, Javier buscó acomodarse a los preceptos urbanos y llegó al fin de semana con ánimo de reaparecer en un centro comercial. Dejaron el automóvil en una línea identificada por un barrilete y tomaron por la senda que llevaba a las escaleras mecánicas. Iba precedido por Irina y de la mano de Marcela, cuando observó que los anuncios del sector habían sido atravesados por un lema escrito con aerosol. El rojo irrumpía con cuerpo ancho y pulso inestable:

R.. AT T AAR MA EM E D D E E U U P P D D A A D D I I I I C C L BL UB LA L A PPU

—Es lamentable que la gente destruya las cosas —comentó ella—, ¡mirá esos acrílicos, no sirven más! Javier asintió con la cabeza y volvió a ocupar su mente con conjeturas acerca de un nuevo automóvil. Mayor espacio y comodidad podrían mejorar el contacto con su familia, más dispositivos de seguridad ampliarían las posibilidades de viajar y conocer, de compartir momentos especiales, además la identificación con un estilo distinto podría venirme bien...

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En el primer piso predominaban las góndolas con promocio-

—Debajo de la cúpula vidriada —le sugirió a Marcela mientras le pasaba una bolsa de compras. Mientras aguardaba su turno en la cola de un local de comidas rápidas, dirigió la mirada hacia las escaleras mecánicas, hombres y mujeres vestidos con marcas, portadores de envoltorios con marcas, atentos a la lectura de afiches y folletos con marcas, bajaban y subían en una sucesión infernal (Ya compré..., no importa, siga comprando...).

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nes (Compre..., las cosas tienen sentido por función y forma) y los mostradores con lanzamientos (este reloj promocionado entre caballos y campo abierto reconoce la libertad del tiempo... Paradoja, la foto está bien lograda. Compre...). Tras una lenta y pausada recorrida, decidieron comer algo.

Llegó su turno y recitó el pedido con las particularidades permisibles. La espera continuaba. Repetición, sugestión, motivación para el consumo, imposición de la imagen a la hora de definir la compra, ¿se puede luchar contra un ejército de individuos que sólo cumplen la tarea de persuadir, no importa para qué...? Tal vez habría que utilizar sus mismas armas. Pensó en el graffiti de afuera, en su perfeccionamiento: Imagen con diseño en 3D: una flecha revestida con los logotipos de marcas afamadas avanzando hacia un centro dibujado en la cabeza de un hombre. Líneas blancas y negras concéntricas amoldadas a su cara. Imagen de fondo: un mundo entre humo, con modelos y objetos que mecanizan la vida. (Si en lugar de humo hubiera puesto llamas, podría entenderse como censura. El humo oculta, no deja ver de qué se trata...) Texto: conducente, un mensaje destinado a insuflar significados, a incorporar peso. Por ejemplo: “La publicidad invade, no se deje invadir...” No, algo más... Tomó la bandeja y avanzó hacia las mesas. —Vamos que se enfría —dijo mientras distribuía los distintos menús.

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—¡Papi!, te faltó la cañita. —¡Uhhh, tenés razón!, ¿sabés dónde están? —Sí, ya voy —respondió la pequeña, algo malhumorada. —Recién prestaba atención a la gente y pensé si al relacionarnos con los demás no buscamos publicitarnos, ser apetecibles... —¿Qué decís? Fue entonces cuando vieron que un niño se arrastraba por el piso tratando de ocultarse. —¿Tienen moneditas? —No, nene —respondió Javier automáticamente y en ese momento algo cambió. Su mirada transitó varias veces de la mesa a esa cara sucia envuelta en una maraña de pelos grasosos. —¿Querés un sanguchito? El niño levantó los hombros, mientras seguía atento a la acción de uno de los guardias. Javier tomó un pan y armó un sándwich con uno de los rollitos de jamón de la ensalada, lo colocó en un sobre de papel y se lo pasó. Luego de estirarse para alcanzarlo, el nene comenzó a comerlo dentro del envoltorio. La imagen golpeaba fuerte en él, ellos y la mesa, el niño con un pulóver agujereado acomodado sobre sus rodillas y el piso. —Vení, sentate. El chico dio a entender que si lo veían lo sacarían afuera. —¡No!, ahora estás con nosotros —respondió Javier evitando la mirada de su esposa. Le indicó al niño que se acomodara en la punta de la mesa, separado de ellos por las sillas ocupadas con paquetes y sacos. Sentía que había dado un paso a favor de su conciencia, pero no era del todo genuino, seguía sintiendo resquemor por el contacto con el niño, era como que podía ayudarlo, pero a cierta distancia, sin que lo tocara. —¿Querés un vaso con agua?

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—¿Tu nombre? —Ricardo. —¿Y la escuela? —Bien.

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El niño asintió y Javier observó que su esposa se mostraba incómoda y sintió un fuerte rechazo pero, más que a ella, a su propio reflejo. Fue hasta la barra, pidió un vaso y unas servilletas de papel. El niño comía bastante bien y respondía sucintamente a las pocas preguntas que se le ocurrían.

—¿Vivis cerca? —En Las Heras. —Tenés que estudiar —agregó Javier, como un acto que le permitía aplacar su conciencia social—. Sólo eso te va a sacar —y se calló, ¿de dónde?, ¿para ir dónde?. Fue entonces cuando el chico se levantó y, acercando una de sus mugrosas manos hacia la oreja de Javier, le pidió en secreto treinta centavos que le faltaban para el ómnibus que lo dejaba cerca de su casa. Se había alejado apenas unos milímetros de la mano que rozó su cabellera, pero que traducidos sin tapujos equivalían a una barrera insalvable. Su mujer y su hija terminaron rápidamente y dijeron que antes del postre iban arriba a dar una vuelta por el piso superior. Él se quedó esperando hasta que el niño terminara. Sacó unas monedas del bolsillo, eran veinticinco centavos, y extendió su mano para dárselos. Se levantó y vio que el niño pretendía seguir con él, cubriéndose de la mirada del guardia, no, nene, acabala, ya está, no me pidas más... —Bueno, es hora de que cada uno siga su camino —sentenció Javier. —¿Va para arriba? —No —mintió obviamente, acaso de la misma manera en que el pequeño lo había hecho al decir que vivía lejos de ahí o al asegurar que andaba bien en la escuela—, voy a ver la cartelera que está allá —cerca, casi al lado del guardia.

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—¿En la escuela te dan la copa de leche? —No. Javier recordó cuando en la escuela primaria veía las colas que la mayoría de los niños formaba para tomar un vaso de leche, era algo que no entendía, algo ajeno a su realidad. —Bueno..., chau —Javier se irguió, quería desembarazarse de la situación, disimular la realidad, ocultar su escaso sentir. Luego de unos pasos, logró que el pequeño tomara otra dirección.

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UNO + UNO +…, SE ACERCA A TRES (el planeta perdido, la distancia divina, la lejanía propia)

D

espués de muchos años, había logrado alcanzar la cama más próxima al ventanal del pabellón. En cada amanecer se alzaba sobre el respaldo metálico de su camastro, apoyaba el mentón sobre el marco, quitaba la lámina plástica que cubría la parte rota del cristal y esperaba la aparición de los primeros rayos de luz.

Ese día le había tocado un cielo veteado, con tonos rosas que corrían entre nubes oscuras, paralelas al horizonte. Cuando habitaba en la ciudad, no tenía posibilidad de contemplar la salida del sol desde su punto de inicio, se sentía al margen de ese rito de la naturaleza, verbo de renovación y misterio, de recogimiento y esplendor. Mi corazón late, y con brío, casi no puedo contenerlo, trata de irse de la carne..., oprimió los lados de su pecho hacia adelante, sí..., pretendía igualar la energía que mostraba el sol, astro rey con su corte de planetas, y todo cada vez más grande, un lejos que crece y no termina, una cosa excesiva y singular, renovada en cada aparición... La imagen de Paco parado sobre su almohada, envolviendo el vacío con sus brazos, apretando los ojos para contrarrestar la luminosidad del universo, fue lo primero que Patricio (el poeta) vio esa mañana, algo inspirador, repetido en el tiempo que llevaba ahí, pero distinto, como si en el movimiento de las extremidades Paco llegara cada vez más lejos, como si, superadas las barreras del cuerpo, no pudiera detenerse. Paco comenzó a emitir algunos sonidos guturales, se arrodi-

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lló sobre la cama y elevó las palmas de las manos hacia las chapas llovidas del techo. —Que renazca el flamenco —gritó Leopoldo, que recién se despertaba. Luego de un rato, a Paco le desesperó que el sol que penetraba desde las ventanas fuera a caer en la tarde detrás de la cordillera que abarcaba el oeste, por qué ese montón de tierra apilada tuvo que venir a parar a este lugar, no hay horizonte en el atardecer, y no hay mar, ésa debe ser la causa de mi tristeza, y del llanto de mis amigos..., debo encontrar una pala, una pala enorme y grande que abra un surco hacia el mar. Lo ahogaba vivir en un oasis tan alejado del océano, el recuerdo de un camionero amigo lo abordó, el único que me permitió conocer la costa de Chile, ... nadie más me ha dado un recuerdo como ése. Vio entonces un trozo de madera que imaginó haber tallado con la forma imaginaria de un Moais de la isla de Pascua, idéntico al que había visto en Viña del Mar, un pedazo de leña que para su ocasional compañero podía simbolizar la muerte del árbol, un instrumento generador del fuego, un juguete o acaso el as de basto de una baraja española. —Devolveme eso —pronunció saltando de la cama y recuperando su posesión. El otro, que aún no se despertaba del todo, sólo atinó a tirar un golpe al vacío. Todo el mundo se movilizó en torno al incidente. Paco tiró cachetadas, de vuelta a Mendoza el camión encaraba la pendiente ascendente de los caracoles de la ruta, pegó un puñetazo, le faltaba la brisa del mar, le faltaba el yodo, sufría mareos y cayó al piso. Su oponente aprovechó para propinarle una patada en el estómago y recuperar su pertenencia. —¡Basta! —gritó Patricio. Pero ya era tarde, los enfermeros se llevaban a Paco con un vómito a ras de su camiseta y una evacuación semilíquida por debajo del calzoncillo. El otro involucrado, que había logrado zafar por el momento, salió y se abrazó al primer árbol que encontró.

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—A éste también lo volvió loco el cemento...

*** Tras concluir la comunicación con el padre Anselmo, párroco de un pueblo del este mendocino, Kalil se sintió complacido por la invitación recibida para el día domingo. La prudente amistad que habían profesado durante el seminario encontró un particular sustento en los diferentes ministerios que les tocó ejercer, uno próximo a la gente, confraternizado con un ambiente vital y de compromiso social, el otro acoplado a la estructura eclesiástica, en contacto con los textos sagrados y la organización de la enseñanza.

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El gato que usualmente compartía los espacios del pabellón pasó del tejado a las ramas superiores del mismo árbol.

Luego del recibimiento con mate y torta frita, auspiciado por el sacristán y su esposa, descendientes de los primeros feligreses que ofrecieron sus cuidados en la capilla, los dos sacerdotes mantuvieron una conversación amena que incluyó el comentario de algunos instructivos impartidos por el arzobispado. Faltando media hora para la misa, Anselmo consideró oportuno que fuera Kalil quien oficiara. Llevaba mucho tiempo sin hacerlo y la emoción lo desbordaba, cuerpo y mente oscilaban entre el reparo y la ansiedad. Una palmada de su amigo bastó para que saliera al patio lateral. Las baldosas relucían como siempre. Alzó la mirada hacia la espadaña, desató la soga y tiró del mecanismo que accionaba los badajos de las campanas. Buscaba extender por los cielos una de las melodías que incluía el carillón de la torre Belfort en Brujas. Anselmo, que aguardaba en el vano de la puerta, captó su pretensión. —¿Cuántos escalones te llevaban a lo más alto de la torre? —la pregunta intentaba alcanzar distintos estratos. —Trescientos sesenta y seis —la respuesta obvia demandó una mueca dócil por parte de Anselmo—. Recuerdo que por esa tribuna de observación espiaba el medioevo de Flandes —le concedía a Kalil la posibilidad de ir más allá—, fue un lugar que me reconcilió con la idea del Dios eternizador.

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Los tonos casi irreales de aquellos amaneceres resplandecieron frente a la pequeña fuente que se ubicaba a un costado de la pared. Kalil, tras optar por el silencio, dio un paso hacia adentro y fue a cambiarse. La ceremonia estuvo marcada por la celeridad propia de las ciudades, y Kalil no tardó en descubrir que los feligreses aspiraban a algo que le resultaba imposible de alcanzar. Terminaba de dar la comunión y volvía al altar cuando su mirada se detuvo en el cuadro de Cristo crucificado que dominaba la nave principal. La imagen representaba el pesar humano por la muerte del hijo de Dios, ... sigo preguntándome por ese instante abismal que precedió a la pérdida de su vida terrenal, aquel momento máximo que entraña la desesperanza del Cristo hombre... El silencio se profundizó y generó toses. Con pausa retomó la palabra y tras la bendición final acompañó a Anselmo hasta la salida. La efusión con que los feligreses se despedían de aquél le provocó cierta retracción, y varias veces debió contener el impulso de retirarse antes que su compañero. Entraron cuando el sol abarcaba por completo la vereda. En el vestidor interpuso una pregunta a su impresión de encontrarse atrapado en la idea de Dios y no en su obra. —Temo que la mayoría permaneció ajena al contenido del sermón —colgó la casulla verde. Anselmo expuso su parecer. No se oponía a una exposición conceptual durante la homilía, pero consideraba que la extensión de la palabra y de los actos litúrgicos resultaba imprescindible para alcanzar la comunión entre hermanos de fe. —¿Y aquellos que prefieren lo conciso, lo...? —Kalil se detuvo antes de agregar profundo. —Si no logro animarlos a una participación colectiva, busco el contacto a través de otros medios —el rostro de Anselmo revelaba incomodidad. —¿Cuáles? —insistió el visitante. —¿Viniste a reprenderme...?, ¿a justificar tu fe racional?, ¿a postular viejas contradicciones?

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—Fray Kalil, parece que alguien lo espera —le había señalado uno de sus allegados. Javier, un compañero de secundaria, estaba sentado en una de las banquetas del pasillo. Lo saludó de lejos.

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Kalil salió de inmediato hacia la casa, donde infructuosamente buscó las llaves del automóvil. Finalmente se sentó en una silla y observó por la ventana. En el breve trayecto que había hasta la iglesia, Anselmo fue alcanzado por una pareja. Pensó en los papeles estáticos del escritorio, en el silencio abismal de sus meditaciones, en la soledad de cada texto curricular, y de improviso una imagen reciente polarizó su atención.

Los temas de la reunión habían sido ampliamente agotados pero, muy a su pesar, no faltaron los comentarios reiterativos durante la salida. Anselmo entró y lo sustrajo de su pensamiento al dejar las llaves sobre la mesa. —Te las dejaste en la sacristía —el tono de la voz denotaba complicidad al respecto. Kalil sonrió, a los cristianos suele conmovernos la mentira piadosa... —Los otros días vino a verme un amigo de la secundaria, hacía mucho que no lo veía. Primero pensé en una visita de cortesía, pero luego advertí que necesitaba ayuda. Sea como sea, lo dejé ir. —Volverá, estoy seguro. —Siento que he perdido la capacidad de estar disponible, de acercarme a la gente para brindarle ayuda. —Tal vez sea una prueba a la que te enfrenta Dios, Kalil guardó las llaves en el bolsillo, postergando el regreso para más tarde. *** Marcela ordenó las fotos del recital de danzas, reveladas después de completar un largo rollo de treinta y seis exposicio-

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nes. Finalizada la tarea, acomodó el álbum sobre la mesa y llamó la atención de Javier y de Irina, que se encontraban frente al televisor. La niña fue la primera en abandonar el programa de entretenimientos, tomó el libro de tapas color malva y comenzó a recorrer una a una sus páginas, haciendo variadas observaciones sobre las fotos que se sucedían. Lo entrañable de la conversación llevó a Javier a acercarse poco después. Se dejó ir entre alusiones al vestuario y a la coreografía, sonrió ante el ángulo poco ortodoxo de algunas tomas y miró a su esposa. Ella siempre se preocupó por el orden, aunque nunca supuse que lo convertiría en una prioridad. No se trataba simplemente del lugar que correspondía a cada cosa, la cuestión se había ido apoderando de los modos de convivencia. Tal vez se trata de una barrera, ... una barrera gruesa y espinosa a la que no supe hacerle frente. —¡Ey papá, volvé! —Que no las mire a ustedes cuando hablan no significa que me mantenga ajeno a lo que dicen. Ambas suspiraron. Es más, soy capaz de reproducir cada palabra, aunque la mayor parte carezca de significado para mí.

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Tomada debida posición, repasó rápidamente las páginas reseñadas y alcanzó aquella en que se habían detenido. A las nueve en punto, la cena estuvo lista y a las diez Irina se acostó, la ubicuidad del reloj se le hizo insoportable. Miró el control del televisor, intuyó el decadente sabor de la repetición, escuchó los pasos de Marcela dirigiéndose hacia el aparador, tal vez es el momento de intentar alguna aproximación, rescatar una caricia, un gesto mínimo en la comisura de los labios, se levantó del sillón y se encontraron de frente, uno a cada lado de la mesa. Ella levantó el brazo y dejó caer una fotografía sobre la mesa. Javier la miró a los ojos y sólo pudo reconocer furia, tomó entonces la copia entre sus manos. La imagen de Leopoldo sobre el escenario golpeó hondo en su pecho, no la recordaba o tal vez necesitó olvidarla, lo abordó una sensación de vahído, la cabeza se le caía por dentro, el cuerpo parecía perdido, se tornó una masa amorfa y sin consistencia. Intentó explicarse, las palabras se negaban a entrelazarse, no me vas a entender, un ca-

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rraspeo nervioso, ¿cómo te digo..., cómo hago que me creas?, la actitud reticente de ella no ayudaba, quiso abrir sus manos pero se topó con una espalda que se alejaba. Salió a la calle, un vecino estrenaba un teléfono celular con audífonos y micrófono, sus hijos, sujetando los envoltorios y el manual, se colgaban tras de él para que los dejara probarlo. Cruzó la vereda sin saludarlos. Transpuso la imagen del padre al área financiera de la ciudad en su hora pico, se lo imaginó hablando solo, disimulando un monólogo frente a la gente de portafolios y carpetas, así los locos se confunden en el mundo de aquellos que definen la cordura, saltó una acequia, ¿por qué se teme a los locos?, será debido a que acentúan los gestos, la voz y hasta las lágrimas, una moto dobló por la esquina y arremetió por la calle, locura: palabra gastada que ha perdido significación entre máximos y mínimos, acaso entre el bien y el mal..., alcanzó a detenerse, a levantarse en puntas de pie y subir las manos, a ceñirse de una lámina transparente que impidió el roce con el bólido. Necesitó respirar, sentirse vivo, de qué estoy hecho o, mejor dicho, en qué me he convertido, volvió a la vereda y pasó las manos por los brazos, se frotó el pecho, mitad de metal, mitad de carne reseca, se sentó en el cordón de hormigón, bajo una farola, ¿qué estoy haciendo con mi familia?, ¿qué he decidido hacerle? —¿A dónde nos hemos dejado llevar? —había preguntado ella cuando la comunicación entre ambos todavía era posible. Se tomó la frente, me excusé, hice de la culpa algo ajeno. —... el medio nos arrastra, nos inmoviliza, y las penas se acumulan... —Javier, ¡por Dios!, ¿de qué estás hablando? —se anticipó a decirle, ante los primeros signos de huida. Su palma había buscado el puntal de la pared, un soporte para la deformación del adentro. —Los condicionamientos externos nos hunden los ojos, las órbitas se vuelven agujeros negros, la mirada queda perdida entre las sombras. Aquella noche del pasado, Javier corrió hacia el baño y se

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arrojó al piso tratando de sentirse por debajo de la piel. La noche de su ahora le imponía otro destino. *** Patricio cortó unas hojas de su cuaderno y salió en busca de Leopoldo, el intruso del teatro. Lo halló recostado sobre uno de los postes del alambrado. —Es lo que me prometiste, la prueba a tu... —dijo el grandote mientras extendía la mano para recibir los papeles. De improviso Guillermo (el mentor) apareció entre ambos, se apoderó de las hojas y despectivamente las acomodó para su lectura. —¡Siempre intrigando entre nosotros! —rugió antes de concentrarse en el texto. —No, Guille, se trata de otra cosa —se animó a decir Leopoldo, quien temiendo una inminente pelea entre ellos se agachó y cubrió su cabeza con una cestilla que tenía al costado. —Devolveme eso, no ensuciés mis palabras con tu maldita mirada. El usurpador dudó por un momento y observó fijamente a su contendiente. —¿Qué pasa, muchachos? —gritó de lejos un profesor de educación física que daba una clase de rehabilitación. —Nada, nada —respondieron los dos mientras cubrían la inmovilidad de Leopoldo. —Te salvó el todopoderoso —agregó Guillermo mientras hacía un rollo de papel y lo apretaba entre las manos de Leopoldo y el mimbre desvencijado de la canasta. —Es raro que se haya ido tan así... —indicó en tanto asomaba la mirada. —¿Qué se trae entre manos? —preguntó Patricio. Su interlocutor se limitó a reponer las ramas secas que ha-

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—Me gusta —sostuvo al final. —Te acordás lo que te conté una vez, cuando llevé a mis alumnos al parque y les pedí que describieran lo que tenían alrededor..., ¡no supieron qué decir! La reacción de furia ante el hecho había derivado en su destitución como maestro de escuela, punto determinante para el derrumbe psicológico que siguió.

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bían caído de la cesta protectora y con la dificultad de siempre empezó a leer la poesía en voz alta, un discurso métrico de imágenes asociadas a la naturaleza.

—Hicieron hincapié en un exabrupto, atentaron contra mi persona, sin darse cuenta de que el verdadero peligro para esos chicos era dejarlos librados a un mundo sin vida, sin pasión, sin las únicas leyes irrefutables, sin el verde espontáneo... Leopoldo lo abrazó, una leve brisa se llevó las letras, y empezaron a caminar hacia el campo de fútbol. —¿Sabés lo que dijeron los de la junta disciplinaria? —la referencia era recurrente—: que el Parque de Mendoza era artificial. Juan los encontró un rato después. —Apareció de nuevo ese tipo amigo tuyo. —¡Qué bueno! —respondió Leopoldo despidiéndose. —¿Los acompaño? Juan se interpuso en el camino de Patricio. —Vos también andás metido en esto —la voz del poeta desentonó. —A mí sólo me interesa ayudar..., sí, eso..., no lo había pensado así. Ayudar, ayudar a la mayor empresa de todos los tiempos... —declaró al alejarse, quizá sin recordar el recibimiento flatulento que había dado a Javier el primer día. Leopoldo divisó al visitante detrás de los consultorios externos. Conversaba con Guillermo y, si bien se sintió marginado por un instante, le alegró el hecho de que el plan estuviera dando resultados. Juan se detuvo y lo dejó ir solo.

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—Un mundo lleno de paredes —sostenía Guillermo. Javier sintió que se encontraba al inicio de un proceso que le permitiría superar los resquemores que traía, es más, tuvo la impresión de haber encontrado a alguien que estimulaba su esperanza. La dignidad humana se pierde en el trato diario, nadie se brinda, algunos predican, muy pocos consuelan, oyó pasos que se acercaban, la existencia parece justificarse en el engaño cotidiano. —Hola —se dijeron los tres, aunque el único que le dio verdadero significado de saludo fue Leopoldo, los otros se hallaban inmersos en sus cavilaciones. Permanecieron un rato en silencio, dejándose llevar por el canto resignado de los gorriones, por la cadencia de un tiempo sin medida. —Este lugar llegará a conmoverte... —pronunció Guillermo. Afuera eso ya no es posible. ¿Qué fue de mi sensibilidad...?, creo que la perdí sin darme cuenta. El mundo es fuerte e independiente de principios, así lo aparenta. Un momento incierto, la adopción de una postura rígida en algo intrascendente, y luego de aplicarla resulta fácil extender su campo y su medida, uno se endurece. ¿Con quién empecé?, ¿cuál fue la secuencia?, primero los allegados, después los otros, o al revés... No lo sé, quizá no quiera saberlo, degrada los sentimientos para evitar complicaciones. —Debemos hacer algo al respecto —indicó el líder con la anuencia gesticular de Leopoldo.

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El entusiasmo reaparecía cada tanto para volver a caer, Javier necesitó tomar distancia, las estridencias pegan en mis oídos, ¡todos venimos del manicomio!, ¿será así?, quiero creerlo, quiero creer que lo que digo es importante, ¿importante para quién?, para los otros, para éstos, miró con menosprecio a sus dos acompañantes, ¡ahh!, debí suponerlo, lo mío es sencillo: deseos de gloria, ansias de reconocimiento. Sonrió en medio de un temblor interno, voy remando, ¿a dónde llegaré?, acaso a esas tierras que Dante, el excomulgado, improvisará para mí.

—Lo importante es que, antes de hacernos parte del futuro, te sientas seguro de nosotros —aclaró Guillermo sospechando de la capacidad de Javier para soportar la situación—. Mirá, hay una persona con la que no me llevo bien, pero una vez escribió una carta que guardé. Llevala, te la presto, explica por qué “El Sauce” no es un loquero. Leopoldo no relacionó la autoría con Patricio, en realidad no comprendió demasiado, pero estaba complacido de participar en algo importante.

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—Debo irme.

—Si decidís volver, tendremos que establecer un método para que nuestros encuentros no sean tan visibles. No llegó a responder porque un grupo de internados pasó vociferando la noticia de que Ramón había desaparecido y que su ropa había sido encontrada a la orilla de un zanjón. —Seguro lo mataron porque era amigo del ministro de Economía, yo le dije que ese tipo había vendido al país —acotó Leopoldo. Guillermo se acercó a Javier y lo apartó un poco. —Leopoldo no comprende que estamos expuestos a muchos riesgos, el comercio de órganos entre otros. De repente Javier se encontró solo, sus dos acompañantes se habían sumado al tumulto sin mediaciones. Apabullado, llegó hasta el automóvil. Tomó rumbo a la salida y a los lejos, en medio de un descampado, pudo distinguir que la multitud se había detenido. La conjunción de formas humanas tendía a curvarse en el horizonte, los rayos de sol empañados de polvo reseco rozaban aquellos brazos en alto, el aire a la par de los cuerpos se inclinaba hacia el cielo, no había colores, las voces caían, sólo podía intuirse un murmullo envolvente, asomaba el misterio y en su territorio presentía la comunión, el grosor de la experiencia colectiva. Retomó la marcha y mientras se adentraba en la ciudad se percató de la hora. Los filamentos del reloj digital se convirtieron en piezas filosas que apuntaban hacia él, en testigos cier-

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tos de su desatino. Quizá su hija aún lo esperara en la escalinata del Instituto de Inglés. El acelerador no bastó, las lágrimas contenidas tampoco. *** Los arrieros que en épocas pasadas viajaban fuera de la ciudad se encomendaban a la Señora del Buen Viaje, la madre de Tomás consideró que ella bien podía interceder por su hijo. Entregó unas monedas a los desvalidos que solían distribuirse alrededor de la explanada de la Iglesia de los Jesuitas, se cubrió con una mantilla, se persignó y caminó lentamente hasta uno de los altares laterales. Sus ojos recorrieron el retablo y se posaron en la imagen, en su cabello negro, en su cara aporcelanada, en sus manos receptivas, en el cobijo de su manto rosado. Se dejó caer de rodillas y oró. Las manos huesudas, los brazos carcomidos y el ánimo desgastado no necesitaban traducción alguna, la muerte estaba próxima, tanto que el rostro se le perdía en la mañana frente al espejo. ¡Haz que vuelva, Virgencita!, dame fuerza, mucha fuerza para esperarlo. Te pido que lo ayudes a encontrar eso que busca, una lágrima ajada escapó del pañuelo, yo no sé lo que significa buscar, siempre dejé que las cosas vinieran, él es distinto, como su padre que llegó desde el otro lado del océano, por favor que la distancia no lo apene más que la vida de aquí, sus manos colgaban del apoyabrazos, se recompuso, consigue que se reconcilie con esta tierra, con su gente y con nosotras dos, su única familia. —¿Encontraré un final para mi historia? —preguntó Tomás a su esposa. —Ambos sabemos que se trata de dos historias, la de ficción y la tuya, una requiere un final, la otra un paso. Llevas muchos años lejos de Argentina —lo tomó de los antebrazos.

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—El regreso abre demasiadas posibilidades.

—Pero dudo que lo entiendan. Esta vez contuvo su propensión a desertar del viaje, a escurrirse en palabras vagas, simplemente asintió y buscó la proximidad de Montserrat. Pasaron dos días, ¿acaso se puede extrañar una tierra torturada, plagada de aflicción y desencuentro? No, no y tal vez, no y de nuevo no, no pero sí, aunque lo intenso provenga de la familia, sí, abrió el pasaje: Barcelona, Madrid, Buenos Aires, Mendoza. Mendoza, sí y sí, un núcleo repleto de pasado, el lugar que guarda el destino desconocido de mi hermana, ¡pobre Elena!, ¿qué habrá sido de vos...?, levantó la vista y recorrió la moldura que circundaba el cielorraso, han pasado casi cinco años desde que le mandé plata para cubrir los gastos del sepelio. ¿Cómo hice para obviar el compromiso de ser el hijo varón?, ¿justifiqué la huida en el resentimiento?, desde el ahora todo parece distinto, los chicos, Montserrat, los amigos, el buen pasar..., se sirvió agua del bidón instalado en una esquina de la agencia de viajes, tomó un sorbo y comprobó la fecha del regreso, dos semanas, mucho para estar con Elena, demasiado para captar el estado en que se encuentra mi patria, para contagiarme de su..., saludó al empleado y este volvió a desearle buen viaje.

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—Yo te acompañaría, pero no quiero interferir —se apartó hacia la ventana—. Sea en España o en América, te seguiremos, los chicos lo saben.

—Papá, dice Fernando que allá vas a cazar pumas —preguntó el más pequeño de sus hijos ni bien había traspasado la puerta de entrada. —¿Cuándo has visto que vaya de caza? No, de ninguna manera —se agachó y se aproximó a él. —Solitario —recita Tomás en voz baja—, casi ausente, un puma se agazapa sobre el borde pétreo de un arroyuelo; envidio su sed de agua helada, su pacto con la montaña, su andar ligero entre sombras y claros, entre silencio y viento. Dos días después, antes de internarse por la puerta de preembarque, Montserrat lo besó con desesperación.

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—No revivas los rencores. —Bueno —respondió él sonriente y una vez más trató de luchar contra la posibilidad. Cuando el avión tomó vuelo, sobrevinieron a su mente distintas dudas, los dedos de Montserrat apartándose de los suyos, el paso atrás de sus hijos. ¡Nunca te cases con alguien que no es de tu suelo!, le decía mi abuela a mi padre antes de partir hacia América, la del Sur. ¿Le habrán advertido lo mismo a Montserrat?, el panel indicó que podía desabrocharse el cinturón de seguridad, siempre entendí mi llegada a Catalunya como un cierre, un olvidar y empezar a ser lo que creía ser, ella siempre afirmó que de haberme quedado en Mendoza hubiera encontrado otro modo de ser, hoy tal vez yo también lo crea pero en aquel momento todo se veía distinto. ¡Adeu!, me gritó con tono casi resignado. Conectó los audífonos y sintonizó el canal de música clásica, un virtuoso violín sonó dentro, Locatelli, ¡don Pietro!, cerró los ojos y se acomodó en el respaldo. Una cuerda se estiró hasta el límite, algunas palabras se abrieron en su mente y recuperaron viejos significados, buscaron combinaciones olvidadas que le revolvieron el estómago, entrega, falta de respeto, injusticia o deshonor... “Vamos a inventar un mundo nuevo”, éramos capaces de afirmar por la mañana, su rostro se iluminó, sin embargo con los primeros pasos de la tarde la propuesta se caía, buscó la revista de la compañía aérea, necesitaba perderse, contrarrestar los embates del pensamiento, todavía no llego y vuelvo a sentir el sabor amargo del tiempo en que descubrí que había demasiadas manos trenzadas bajo la mesa. Durante el tramo interoceánico logró tranquilizarse y durmió en gran parte. —Tomacito. —Sí, mamá, ya voy. —Andá al almacén de la vuelta a comprarme una botella de vinagre.

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—¡Ufa!, por qué no la mandás a Elena —ya sé, porque está ¡enfermita!

—¡Vivimos en el mejor país del mundo! Desde una estatura que pasaba por una cabeza la piedra lisa del mostrador, miró a uno y otro mientras conversaban, pensando que su padre no sostenía lo mismo, al menos cuando discutía con su madre.

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Buscó la bolsa plástica con manijas de anillo y la envolvió debajo del brazo, no quería que fuesen a pensar que era un mariquita. Cuando entró, el carnicero sacaba filo a un grueso cuchillo, el sonido de metales entre la hoja y la vara afiladora generaba destellos de entusiasmo en aquella mirada, media res esperaba colgada de un gancho. Aplicó toda su sapiencia al corte y comentó a la señora que esperaba.

—¿No trajiste el envase? —preguntó el hombre cuando llegó su turno. Tomás se sonrojó, ¡se lo había olvidado!, pero ¿cuánto podía costar? —Se rompió —dijo temiendo que el vuelto no alcanzaría para demasiadas gomitas. Resignado a perder todo, acomodó una a una todas las monedas. —Justo —sostuvo el vendedor. Cuando llegó a la casa, su padre, recién llegado de un trabajo que lo ponía de malhumor, quitó el precinto de la botella y descubrió que la boca estaba trizada. —Decile que te la cambie. Otra vez la bolsa colgando, recorrió la cuadra y entró al almacén, el dueño le echó una mirada de reojo y después de tenerlo esperando un buen rato preguntó: —¿Qué te trae de vuelta por aquí? —Señor, mi papá me pidió que le cambiara esta botella porque está rota. —A ver nene —dijo tomándola de un tirón—, sabés lo que pasa, tu viejo debe ser un poco flojo, ya vas a ver como la destapo sin que caiga ningún pedacito de vidrio adentro.

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Y luego de proceder pasó el dedo por dentro del cuello de vidrio, quitó algo, la tapó y se la entregó. —Ya está, ¿viste que fácil? Apenas atravesó el umbral de la puerta de la casa, vio que su padre tuvo la intención de tomar la botella y salir a enfrentar al vendedor, pero su madre intercedió y suplicó. —Si hubiera querido destaparla, lo hubiera hecho yo —dijo él. A partir de aquel día, Tomás empezó a preocuparse por el sufrimiento de su padre y trató de entender lo que trataba de confesar con hechos más que con palabras, “éste no es nuestro lugar”. —Con esta idea crecí y de algún modo Europa se convirtió en el lugar de mis sueños, el medio de mi justificación, donde todo era cuasi perfecto, adaptado a mi esencia, a mi condición innata —le comentó Tomás a su ocasional acompañante de viaje.

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UNO + UNO + … + UNO, CABE LA INCLUSIÓN DE UN NÚMERO MÁS (cartas sin extremos, códigos edilicios, a la espera de quijotes, sonidos celestiales)

L

a misiva se extendía a través de las hojas arrancadas de un cuaderno, presentando la particularidad de ocupar uno solo de los lados. A ustedes, los amos:

En ocasiones, un leve temblor del alma sirve como advertencia: la claridad de la ciudad es aparente, de a poco le han quitado el verdadero brillo, su silencio no es legítimo, es suma de todos los ruidos y de gritos de bocas deformes [la caligrafía es prolija, pensó Javier mientras prestaba atención al desgaste del papel]. Subo a mi bicicleta, me gustaría armarme como ese caballero de la triste figura, pero la rueda descentrada impide una carga extra. Avanzo entre motores que estallan en mi cabeza, eludo las primeras estocadas de sus paragolpes, aprieto la boca, no basta, el gas que esparcen se pega a mi respiración, el aliento se empasta. Trato de pedalear con más fuerza, cruces sin reglas, miradas desconcertadas. Un canillita se sonroja, oculta los periódicos con su cuerpo y señala el camino, sigo, no me queda aliento, logro dejar atrás los límites urbanos, estoy cerca del último refugio, del lugar donde todavía queda vida [el tipo está convencido de que vino por decisión propia, Javier buscó una fecha pero no la encontró, las pérdidas de referencia se vuelven una constante, un riesgo sin malla de contención]. He escuchado por ahí que lo que el loco vive, el poeta lo escribe. Me gusta sentirme vivo porque antes, como algunos de ustedes sabrán, no vivía [Javier corroboró a quién está dirigida

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la carta: A ustedes, los amos]. ¿Qué es vivir?, ahora algo simple, como por ejemplo no contener el impulso de correr cuando me viene en gana, no hay imposiciones porque nada me invade, simplemente correr, gastarme en el trayecto, ¿sirve?, no sé y ésa es una de las cosas que aprendí acá, no hace falta que las cosas tengan un propósito, he podido quitarme hasta la exigencia de que todo debe responder a un fin determinado [tal vez envidio su ansia de libertad, pero jamás podré dejar de pensar, pasó unas palabras de largo, su concentración no era total]... volvamos para atrás en la cita: loco, mi ser zozobra ante una palabra que puede significar tantas cosas y puede gestar muchas más, sin duda los que estamos acá tenemos que ver con la locura, pero afuera hay mucho más de eso, la diferencia está en el pago de la cuota, en el disimulo. Siempre miro a Dios, quizá por temor a las sombras [Javier, reacio a que Dios sea convertido en un escudo, dejó el párrafo inconcluso]. De las cosas que todavía me angustian está el dormir excesivo; a muchos puede servirle de cura, pero a mí me destruye, es como un resbalarse de la vida. También están las pastillas, y quisiera creer que el mundo no se reduce a esos pedacitos de pasta, y aunque aquí muchos dicen que Dios las inventó, a veces me asusta que ustedes, los curadores, tengan el poder de controlar la química de mi ser. Poeta dije en su momento, no pretendo tanto, sólo me conformo con dos palabras que resuenen, dos imágenes que se acoplen, algo que no goce de la cordura de ustedes, que no ceda a la tentación de crear otro lenguaje. Aún no las tengo listas pero suenan a algo así como: YSUNAKSU EMILÁTIL, combinación poderosa, cuya invocación amedrenta a imitadores, falsos profetas y exhumadores de vida.

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Siempre creí que la vida era un engaño en mi contra, hoy he abandonado mi encierro, prisma de paredes, piso y techo, reducto que guarda la proporción de un cajón de muerte, me he encontrado en el llano, en el rostro de otros [Javier volvió a aquellas palabras, trató de encontrar su ritmo de pronunciación], aunque no por eso debo dejar de ser cuidadoso...

Trató de encarnarse en pensamientos vehementes, allí el contacto humano se me hace más próximo, acá en la ciudad parece haberse deslizado en el sudor seco de la monotonía, en el áspero ir y venir de los billetes, en la persecución de las fechas y de la compra compulsiva, ¿qué se necesita para vivir?, unos: apenas un pan; otros: un imperio..., ¿yo qué...?, un compañero de trabajo se acercó.

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Por lo dicho y lo no dicho, por aquello que aún soy incapaz de traducir, puedo asegurar que “El Sauce no es un loquero”, no es un loquero en el sentido que afuera quieren darle [la firma se hallaba borrada, primero sospechó del motivo, luego cambió de parecer, quizá sea porque es el sentimiento de todos, porque no hay un autor único, individual ]”.

—¿Qué secreto escondés ahí? —comentó con tono despectivo mientras se acomodaba a su lado—, ¿un recuerdito de amor que vuelve del pasado? —No precisamente —plegó la carta, la guardó en el bolsillo de atrás del pantalón y recién entonces levantó la mirada. El vestíbulo era abarcado por una multitud, y las puertas de acceso al salón de actos comenzaron a abrirse. Comprobó la hora y, levantándose del puf que ocupaba, palmeó el hombro de su colega a modo de despedida. —Espero a un cliente. —Entiendo —respondió el otro con ironía. —Creo que no. Daniela, la doctora, no tardó en llegar. Vestía un sacón de bastón ancho y una falda escocesa de cuadros grande; las medias blanquecinas y los zapatos de taco espigaban más su figura. El rostro ligeramente expectante, sus movimientos seguros, los ojos claros y sin rastro en el fondo. —Me retrasé un poco —atinó a darle un beso. —La espera se ha visto recompensada. Además de sonrojarse, Javier experimentó algo olvidado, un retraimiento palpitante, un sabor insípido en las palabras em-

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pleadas, un pulsar entrecortado, ¿qué me atrae de Daniela?, ¿su belleza hierática, su vínculo con el mundo de los locos, sus silencios, su delicada compañía? Tomaron una copa de champaña, brindaron y en un tiempo excedido ingresaron a la conferencia. *** Bajó del taxi y constató la dirección que le había anotado una vecina de su antiguo barrio. Pulsó el timbre de la pensión, pero no se escuchó que sonara, aguardó un instante y utilizó una deslucida aldaba de hierro. No había ningún cartel. Tras la aproximación de un chancleteo, una mujerona abrió bruscamente la puerta. El aroma de mondongo hervido envolvió a Tomás, quien trató de disimular su desagrado. —Disculpe, señora, busco a Elena Llinés —después de pronunciar el nombre se sintió observado, medido más allá del aspecto . —¡Usted es el hermano! —lo tomó del brazo y lo tironeó para adentro—, hay una foto suya en la repisa. La mujer lo dejó solo en el comedor de la casa y regresó con un manojo de llaves. La siguió a través de una galería abierta y se detuvieron frente a una puerta de vidrio que mostraba una cortina de encaje blanco. La habitación guardaba olor a encierro. —La pobrecita se vino abajo cuando se enteró de que el novio, un tal Gustavo, tenía esposa e hijos en San Luis. El tipo nunca me gustó, yo le decía que escondía algo.

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Tomás no comprendió el sentido por el cual la dueña de casa empezó a describir las cosas que había en el cuarto. La mayor parte de aquellos objetos le resultaba ajena y los comentarios suscitados tendían a alejarse del motivo de su visita. Mordió sus labios, las palabras de la mujer se retorcían en el papel despegado de las paredes. La foto ubicada en el estante se hallaba boca abajo.

—No, ¿cómo se le ocurre..? ¡Ahh..., perdón! —el tono improvisaba sarcasmo—, cierto que usted no sabe nada. Después que se quedó sin hablar, los doctores dijeron que era mejor internarla, que era la única manera de sacarla adelante. Yo voy los jueves a visitarla, aunque la pobrecita apenas parece reconocerme. Tomás contuvo el deseo de gritar, de preguntar: ¿por qué esperó tanto tiempo para contarle?, pero luego de contener ese primer impulso comprendió que no era quién para pedir explicaciones. Se limitó entonces a averiguar el nombre del hospital y a derivar la atención sobre el alquiler adeudado. El lugar lo sofocaba, estiró rápidamente los billetes. Necesitaba salir, acabar con tantos años de indiferencia, aceleró el saludo de compromiso y emprendió la marcha pero, antes de alcanzar el umbral que daba a la calle, la mujer lo contuvo y le pasó un atado de correspondencia.

Elogio de la InComunicación

—¿Está en el trabajo? —la interrupción lo hizo respirar con más calma.

—Muchas vinieron de vuelta, otras ni siquiera las mandó, pero todas iban dirigidas a usted. Caminó hasta una calle más transitada y tomó un remís que se ofreció a llevarlo. Durante el extenso trayecto repasó los primeros pasos del día. La casa familiar, precedida con un porche que dividía el jardín en dos, las ventanas aún cerradas a esa hora, colores distintos, la emoción confundida ante un tiempo que acumuló cambios, que revistió lo propio con lo ajeno. Luego había recorrido la cuadra, deteniéndose en cada punto donde una vieja casona había sido reemplazada por departamentos estrechos. El vehículo no contaba con identificación de transporte, una cinta roja atada en la antena se agitaba con el andar, sin dudas es “trucho”, palabra olvidada, que hace de lo falso algo cotidiano, que usurpa y resiente, que delata un zona donde la convivencia se vuelve conveniencia. Un semáforo con un largo rojo llamó su atención, se dejó ir por las calles. La ciudad se expresaba en su arquitectura, en sus espacios, hay que saber leer la ciudad, sus objetos, sus grafías..., y de pronto una idea terrible, un terremoto devastador vuelve llana la tierra, reivindica la cordillera y hace más propicio el legado huarpe. Rechazó

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de cuajo ese pensamiento, le pareció sombrío, algo opuesto a lo que había venido a buscar. Bastante después el vehículo pasó una barrera y se adentró en el predio del hospital, un lugar totalmente desconocido por Tomás, un sitio al que nunca hubiera deseado llegar por interés propio. Las construcciones antiguas, las nuevas y las precarias se combinaban como figuras entrecortadas. El chofer le indicó donde debía preguntar por los pacientes, el entorno lo abrumaba, decidió pedirle que esperara, no importaba cuánto. Se adentró en el edificio, oyó un grito (más bien un lamento) y desconfió de la proximidad de un internado, luego todos piden, pero más todavía, se acercan, le toman a uno los brazos, acompañan mi espalda, se negó y prestó atención a esos rostros, a los modos contenidos pero a la vez exagerados. —¿Qué necesita, señor? —preguntó una enfermera. Tras una respuesta entrecortada, recibió la confirmación de que Elena se encontraba allí. —Están por almorzar, pero creo que, viniendo de tan lejos, el doctor hará una excepción —sostuvo la joven mientras tomaba el teléfono. Poco después era acompañado hasta un banco ubicado en un sector del parque. Sintió frío y más cuando observó que su hermana sólo tenía un camisón cubierto por un sobretodo con parches de diferentes tipos de tela. —Hola —dijo sentándose a su lado y apoyando su mano en los nudillos de ella. Elena esbozó una leve sonrisa y se ocultó entre los brazos, replegando la espalda hacia las piernas, Tomás procuró reducir distancias, es grato reconocer un rostro del pasado, necesitó decirse mientras observaba las manchas acumuladas en las partes visibles del camisón, realmente desconocía de qué tipo de recuerdos podía ser portador, ¿buenos o malos?, lo importante es que aquí estoy, ¿verdad? —Volveré a visitarte —fue lo único que se le ocurrió decir. El silencio envolvió cualquier intento de aproximación. Fi-

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—Voy a leerlas, todas, y te responderé una por una. Se marchó obviando el diálogo comprometido con el doctor a cargo. En su mente sólo cabía la intención de conseguir un psiquiatra de renombre que sacara a Elena de ese lugar. Iba hacia el auto cuando tropezó con un hombre bien vestido que llevaba campera. Se pidieron disculpas recíprocamente y por un instante ambos tuvieron la sensación de conocerse de algún lado. Tomás observó por la ventanilla cuando aquel individuo se animaba hacia la profundidad del complejo, estrechos caminos que se abren a nuevas combinaciones.

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nalmente se paró, le dio un beso en la frente y saludó al enfermero que aguardaba a un costado. Elena señaló las cartas que su hermano llevaba.

—Le expliqué que autorizaba la visita con la condición de que Llinés se pusiera al tanto de la condición de su hermana — señaló ofuscado el doctor Manfredi desde la butaca del consultorio donde se hallaba instalado. —¡Le expliqué al señor y dijo que lo vería! No pensé que se fuera así, paso todo tan rápido... —repuso la enfermera con evidentes signos de indignación. En tanto ocurría aquello, Javier pensó que debería haber ingresado por el lugar que le había sugerido Guillermo. Le preocupó que el hombre con quien se topó lo siguiera con la mirada, ¿dónde lo he visto antes?, me parece..., no sé, hasta me animaría a atribuirle el don de la profecía, bah, ya basta. Lo que sí: debo empezar a ser más cuidadoso. Paco (el del amanecer), que se había retrasado en el baño a causa de una diarrea, lo vio deambular cerca de un pabellón. —No sea bruto —le recriminó por detrás de la espalda—, lo van calar y todo se va a acabar antes de empezar. Javier, que espiaba por un vidrio roto hacia el interior, se dejó aturdir por la observación y aceptó la sugerencia de refugiarse en un almacén de trastos hasta que terminara el almuerzo. —Entre una y otra cosa va a pasar como mínimo media hora —anunció Paco.

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Casi a oscuras, con frío, acurrucado contra un armario metálico maltrecho, que apenas servía de apoyo a unas cajas de cartón desteñidas, Javier se dejó llevar por el remordimiento, atribuible no a la discusión de noches atrás con Marcela, sino a la suma incesante de discrepancias, de situaciones plagadas de desánimo e indiferencia. —¡Siempre lo que hacen las otras mujeres! —respondió Javier—, años escuchando lo mismo, permitiendo que pongas a nuestra hija en mi contra. —Pero ¿por quién crees que estoy tratando de cambiar las cosas?, ¿no se merece Irina una vida mejor que la que llevamos? Necesita salidas, abrirse al mundo, disfrutar, no estar encerrada entre cuatro paredes —replicó Marcela. El silencio pobló aquel comedor, el vaho del almacén se le volvió irrespirable, ¿por qué las palabras pierden sentido frente a ella?, cambiamos y mucho, cada uno por su lado... Levantó una mano y la movió en la penumbra, necesitó la proximidad de su hija, necesitó envolverla en un abrazo enorme y prolongado, no te escurras con un “uufa”, o tras el eco de tu madre: “vamos que se hace tarde para esto o lo otro”, y se perdió todo, y ahora busco compensarlas desde afuera, desde mi intervención en algo público y notorio. —Todas tienen plata para comprarse ropa, nosotras tenemos que estar usando las mismas cosas de toda la vida —repitió ella, y Javier se preguntó si había oído eso, o si lo superpuso al movimiento de sus labios, esos labios bien dibujados en que solía perderse. —¡Andá y comprate lo que quieras! —vociferó con desprecio. Y a la noche soñó que abría el ropero, las prendas caían, las carteras parecían descolgarse, la montaña de zapatos tambaleaba, el mundo no es para los débiles, con ella me sentía respaldado, ¿cuál fue la clave del ayer?...

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Javier estiró las piernas, sintió el roce de la ropa sucia sobre el cuerpo limpio, y apenas llevo dos días fuera de casa, dos largos días y una nevada. Oyó un ruido y pensó que podía tratar-

—¿Vos pensás que podemos seguir así?, la nena sufre, se envenena con nuestras peleas, con nuestro diario padecer — Marcela de detuvo e interpretó bien el ademán que hizo su esposo—, ¡ya sé!, también llora al pensar en la separación. —Mi nenita... —sólo me queda arroparla a la noche, cuando duerme, cuando no tiene posibilidad de rechazarme. Dio unos pasos, la tierra acumulada en el galpón raspó las suelas de sus zapatos. Probó sacudirlos y siguió hacia el portón. Apoyado contra éste capturó el aire que penetraba a través de la hendija central.

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se de Guillermo, se puso de pie, prestó atención y concluyó que había sido una falsa alarma.

—Javier, no encuentro un momento de paz —insiste en decir Marcela—. Silvana dice que resultaría conveniente alejarnos por un tiempo, tratar de encontrar una solución, de extrañarnos. —Como te parezca —Silvana, la amiguita que reapareció después de años de ausencia, la que es experta en eludir problemas. Ella sí que anda bien, lo tiene todo asumido con sus salidas por un lado y las del marido por el otro, ¿para qué se quedan juntos?, para compartir gastos, para que el negocio-matrimonio no se desintegre. Un fuerte golpe contra la chapa del portón remeció toda su estructura. —Soy yo. —Ya te vi —respondió Javier mientras levantaba la traba y lo dejaba ingresar. Parados uno frente al otro, se midieron por un instante, la hoja metálica rechinó y quedó abierta del todo. Guillermo tomó impulso y embistió al visitante, lo apresó contra el piso y sacó un cuchillo de su chaleco. —¡Llegó la hora! Javier, en un estado semiinconsciente, no atinó a resistirse, ni siquiera necesitó atarse a un recuerdo, a la imagen de algún ser querido, simplemente asumió el fin como una meta alcan-

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zada. El agresor apretó entonces el arma contra el pecho de su oponente y lo desintegró en un montón de migas. —Estás listo —sentenció mientras se ponía de pie y se alejaba. Javier trató de incorporarse, pero quedó a medio camino y se apoyó en uno de los codos, la cabeza le giraba y un vómito lechoso lo invadía desde sus entrañas. Tosió y tosió. —Era algo necesario —dijo el agresor mientras se ponía en cuclillas—, un rito de iniciación si se quiere, un viaje instantáneo a una situación extrema, ¿para qué? —levantó los hombros hacia el cuello—, simplemente para que comprendas que el plan es más importante que nosotros y que el sustento de todo es la confianza. —¡Estás loco! —Por eso me tienen aquí —sonrió—, ¿qué pensabas? Afuera, a lo lejos, se sentían los gritos eufóricos de algunos internados. —¿Qué te hace pensar que estoy dispuesto a asumir un plan en el que estén involucradas personas como ustedes? Leopoldo entró trayendo una cantimplora. —Tomen, muchachos, es un refresco de manzana que me convidó un doctor. Todos bebieron y compartieron alguno que otro comentario risueño con respecto al sabor y al valor nutritivo de ese jugo. —¿De qué se trata? —preguntó finalmente. —De lograr que por un día la gente se libere del peso del sistema —contestó, observando que la idea entusiasmaba al visitante—. No se trata de darles un feriado, un asueto, una huelga. Es algo no previsto, un día impensado, exento de medios artificiales. —Sin más comunicación que la del contacto humano directo —redondeó Javier. —Un día mágico —señaló Leopoldo.

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A partir de allí debatieron sobre el asunto por más de una

Cuando terminaron, Leopoldo lo guió hasta un alambrado abierto por el que se pasaba a una viña aledaña. —Siguiendo por el borde de la hijuela se llega al barrio. —Gracias, gracias por todo —contestó Javier mientras cruzaba la mano por detrás de la gruesa espalda de un guía que no dudó en responderle con un acalorado abrazo.

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hora, en cuyo transcurso Javier se dejó llevar por un entusiasmo que venía postergando desde el momento en que Leopoldo había aparecido en el teatro, aunque poco a poco la sensación que lo embargaba fue neutralizada por el grado de atención que imponía el plan.

En ese camino, con los pies hundiéndose en la tierra trabajada, entre medio de cepas adormiladas y sarmientos secos, comprendió que tanto la minuciosa diagramación que aportaba Guillermo como el sentido que le incorporaba él no guardaban proporción con el espíritu que le impartía Leopoldo, con ese ímpetu ancestral, esa fogosidad tan marcada. Llegó hasta un puente improvisado con palos y cruzó al otro lado, miró hacia atrás y recordó que en el diario del domingo, entre líneas dispersas y redundantes, había leído que André Breton, antes de convertirse en uno de los pioneros del movimiento antirracionalista, había trabajado en un psiquiátrico, tal vez yo pueda inspirarme en ellos, buscó unas monedas para el micro y siguió por las calles del barrio aludido por Leopoldo. Esa misma semana, Guillermo, sin mayores precisiones, anunciaba a Paco, Leopoldo y Juan que el plan había alcanzado su segunda fase. Luego de mostrarse con actitudes inquietantes, que sabían acaparar la atención de aquéllos, fijó el inicio de la siguiente meta. —Necesitamos parecer gente normal, no sólo nosotros, sino aquellos que sin saberlo también participarán en la operación. Pero tengo un problema, la profesora de gimnasia parece no confiar en mí. Dos días más tarde, Leopoldo, sintiéndose el destinatario de aquellas palabras, le proponía a la profesora que ensayaran en el patio las maneras del hombre normal.

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—Qué te hace pensar que hay una manera normal de conducirse. Leopoldo dudó y trató de buscar a Guillermo a lo lejos para que lO ayudara. Lo había escrito todo para no olvidarse, lo repasó en las noches de insomnio y a pesar de ello no fue capaz de prever respuestas alternativas. Algo se desmoronó de él. —Se lo debo a un amigo —agregó Leopoldo, con un tono de voz melancólico. —¿Lo conozco? —Sí —respondió sonriente, aunque luego contuvo su alegría—. Mejor dicho no. —Ocultar la verdad es parte del juego que se practica afuera, ¿también te interesa parecerte a la gente común en eso? Paco trató de intervenir a favor de su amigo, y otro de los internos, motivado por la propuesta, se acopló a ello; sin embargo, la profesora con un simple gesto de silencio detuvo toda otra intervención. Leopoldo quedó a la deriva, se sentía rindiendo examen, luchando entre sus ganas de correr a ocultarse o responder, la verdad le brotaba, pero ocultarla con palabras o inventos no le salía. El tiempo le pesaba sobre la mente y la espalda, el sol empezaba a entibiar el prado, los insultos que provenían del pabellón judicial lo perturbaban y los colores en su cara se seguían acumulando. —Lo está poniendo a prueba, y eso es malo —gritó Juan desde atrás de un poste de iluminación. Ella pareció reflexionar al respecto y parecía decidida a acabar con el asunto cuando Leopoldo levantó la voz. —Es para alguien que no se anima a pedírselo. La joven mujer se acercó y palmeando el costado de su brazo le aclaró que no debía sentirse mal por la conversación sostenida. —Bueno, ahora vamos a probar —anunció finalmente ella. Llamá a tus compañeros, incluido el tímido. La práctica se extendió por un buen rato y, si bien se esfor-

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*** Después de dos horas de haberse refugiado en los rombos del mantel de la mesa, escuchó la caída de agua del techo, se levantó apenas, miró el patio y dedujo que hacía rato que llovía. Apagó la luz y acomodó su oreja cerca del vidrio. Las gotas se descolgaban del chapón que cubría el toldo, se acumulaban en el piso y formaban una laguna de unos milímetros que se arremolinaba en torno a un desagüe obstruido.

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zó por ayudar especialmente a Leopoldo, éste se sintió más torpe que de costumbre y abandonó el campo antes de que terminara la clase.

La casa que había conseguido prestada hasta fines de agosto, con su aspecto vetusto y de abandono, lo instaba a pasar la mayor parte del tiempo afuera. Era domingo, repasó la lista de algunos amigos, dado que descartaba a sus padres y hermanos por el hecho de tener que volver sobre los motivos de la separación. La mayoría tenía familia, y los que no, estaban de viaje de fin de semana largo. Acudir a Kalil se le hacía complicado. Sin más dilaciones, decidió llamar a Daniela, que luego de una renovadora conversación lo invitó a almorzar. Partió de inmediato. Frente al ventanal que daba a un patio de invierno, estrecharon las copas de vino. —Malbec, rojo intenso, aroma a guinda, un vino complejo donde se conjugan el sabor a frutas secas y el bouquet que le confiere el roble de las vasijas, un vino propicio para un encuentro sin concesiones. —¿Y si hubiera elegido otro vino? —preguntó ella levantando la mirada. —Hubiera cambiado alguno que otro detalle sin ceder para nada la intención. La besó y se dejó ir, asumiendo su necesidad de hacer el amor no a una, sino a mil mujeres, y la vida que busca la vida,

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y la sensación de perpetuidad que se extiende a través de la eyaculación. Comieron en la cama, en una bandeja donde Daniela colocó una de las rosas que él había llevado. —¿Cómo es tu trabajo? —Pensé que sólo te interesaba mi cuerpo —respondió ella insinuando sus formas a través de la sábana. Javier se preguntó entonces si su acercamiento era ajeno a la necesidad de conocer objetivamente a sus eventuales compañeros de aventura. Recapituló parte del encuentro que tuvieron con motivo de la conferencia y en particular una pregunta formulada con relación a la posible fuga de internos. —En general, los que pueden escaparse no son peligrosos y están medicados. El último que estuvo en esa situación terminó en un teatro —el corazón de Javier pegó un salto—. En ese caso por ejemplo, se trata de un psicótico funcional que no presenta reacciones violentas, salvo que... No quiso cerrar aquella respuesta. Miró la habitación y prestó atención a un cuadro que luego supo que era de Escher. El arriba y abajo se centran, te miro y me miras, dice el joven desde abajo, te miro y me miras, dice ella desde arriba, la tensión entre los puntos de vista se intensifica al máximo, el piso es techo, el techo es piso, la plaza de algún lugar del sur de Italia se curva en dos miradas, una y otra se atraen, se descubren. Daniela tapó sus ojos y le preguntó si volverían a encontrarse. *** Un tiempo antes de definir el regreso a su tierra, Tomás había retomado la historia con la intención de encontrar el ritmo que lo acercara a su prosecución.

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Viene corriendo a la par de los primitivos cazadores, en su pecho vibran grandes caciques y antepasados, dentro del morral que cuelga de su hombro una flauta de caña asoma como testimonio de espera. Reduce la marcha, la madre tierra rena-

—¿Dónde estáis ocultos? —preguntó a los cielos, como sólo puede hacerlo un portador del gran fuego—, ¿en la caverna de una montaña oculta tras las nubes? Si es así, vuestros cuerpos empezarán a reconocerse bajo las sombras de ese manto nubloso.

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ce entre restos de vasija y puntas de flecha, un ave enuncia su linaje, cada huarpe sostiene su mirada. Da el paso, supera ese límite intangible que da inicio a la ciudad, y una ráfaga aislada lo cruza. Se detiene, está cerca, lo presiente, opta por un camino que se abre hacia el costado, la firmeza de sus pasos decae con la distancia, teme que su dedo señale a otros que sean ajenos a su legado, desconoce su reacción ante el ridículo.

Mira hacia el oeste, la cordillera le responde con su silencio. Camina un poco más. —¡Deberíais intuir mi cercanía! Acaso porque habéis estado perdidos entre laberintos construidos por el hombre, ahora os sentís custodiados por el mismo hombre. —En cierto modo, así lo hemos percibido —respondieron todos al unísono, aparecidos entre malezas, agrietados por la sed y el cansancio. Las palmas buscan su espalda y luego, como si se tratara de un ritual heredado por siglos, se forman alrededor y reverencian al héroe. Es consciente de que ellos no tienen un mismo origen, han sido asimilados a esta tierra y necesitan sentirse parte de su simiente, por eso primero en su idioma, luego en el común a todos y después en el de cada uno de sus familias, cree oportuno contarles una historia, donde sus ascendientes habían asistido a una concentración de indios que tuvo lugar cerca del actual río Quinto, en San Luis. En esa ocasión los pehuenches trajeron los primeros aucaés, o “indios alzados”, que con sus largas lanzas atemorizarían por mucho tiempo al español, al colono y al mestizo. —Me costó comprender que aquél aún no era el tiempo, que el tiempo llegaría a través de nuestra esencia pura, de nuestra aparente sumisión.

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Saben reconocerlo entonces como el depositario de una gran sabiduría, comprenden que no les dará su versión de una historia que se remonta a más de once mil años, cada uno deberá salvar la incomunicación que tiene con el pasado y así, en la suma de perspectivas y bajo la inspiración de los primitivos habitantes de este territorio, llegará la respuesta común a todos. Después de aquel texto no había podido agregar nada, tras cada intento los párrafos se abrieron sin rumbo. Si volvía sobre ellos, persistentes reflejos incitaban una mustia repetición. Los días pasaban y se hacían semanas. Lo impropio se convirtió en una cualidad común. Cuando, hastiado por la suma improductiva de tiempos, tiró la lapicera sobre el cuaderno, una mancha de tinta azul se extendió sobre su llano. La reacción inmediata había sido la de correr hasta la ventana y abrirla. Ahora, en la terraza del hotel en Mendoza, comprendía la sensación que una brisa de aire mediterráneo le provocó en ese momento: la Barcelona que hizo posible un Gaudí, un Miró, la ciudad cosmopolita que tanto daba y recibía, le era extraña a su cometido. Se interrogó acerca de la necesidad de escribir esa epopeya. El nexo con sus días de estudiante no eran ajenos, sus debates entre lo que se entendía por historia académica y de divulgación. —La verdad no puede quedar encerrada en los cuerpos de cátedra, pero tampoco puede decidirse por el sentimiento del público —sostenía de uno u otro modo en los diálogos con sus compañeros. Pero el café de la facultad, lugar propicio para la discusión, le era un lugar vedado tanto por falta de dinero para ocupar una mesa, como por excesivo orgullo para hacerlo sin consumir. Independiente de ello, observaba que el círculo universitario al que podía acceder se reducía cada vez más. —Esto sucede porque la historia del siglo pasado aún no se ha cerrado, porque seguimos arrastrando las mismas dudas — afirmó una de las últimas veces, sin percatarse de que todos habían abandonado el aula.

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La distancia impuesta entre España y su ciudad fortaleció la creencia de que la historia efectiva se hallaba entretejida en la trama social, que la transmisión cultural guardaba las esencias ciertas del pasado. Por eso creyó en la necesidad de ir más allá. Debía captar esos sentimientos implícitos, si bien borrosos, llegar a la re-fundación de un puente con las raíces nativas, sin apartar el aditivo inmigrante.

Elogio de la InComunicación

En la suma de un entorno áspero y de sus circunstancias, tanto íntimas como heredadas, encontró la excusa y el impulso que lo condujo hacia el periodismo de investigación. Pero sentía que en Argentina no podría convertirse en un cronista invulnerable.

Los motivos de su retorno parecían multiplicarse indefinidamente. Bajó de la terraza al comedor. *** Kalil se arrodilló frente al crucifijo que colgaba de la pared. La imagen reproducía aquel a través del cual Cristo le había hablado a san Francisco. El tañido de una campana lo sobrecogió, ... un toque que se alarga y decae, que enmudece con dimensión abismal..., ausencia y soledad, ... otra campanada..., tuvo necesidad de llorar pero no pudo. Se tiró de boca al piso, abrió los brazos y mantuvo votos de silencio por más de dos horas. Al levantarse no prestó atención al polvo adherido a su vestimenta. Abandonó la habitación y fue hacia el despacho. —Fray Kalil, ¿necesita algo? —preguntó la secretaria, consternada ante la apariencia de éste. Estuvo entonces a punto de encomendarle la búsqueda de Javier Martínez en la guía telefónica, pero finalmente decidió hacerlo por su cuenta. —Disculpe que insista, pero me pidió que le recordara de enviar la documentación solicitada por Monseñor. Cerró la puerta sin respuesta alguna.

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+ … + +, LA CUENTA ESTÁ PERDIDA (los paréntesis sobran)

A

mitad de mañana llegó un camión cargado con plantas de finos tallos y ramas sin hojas, alzadas desde un bulbo de tierra envuelto en plástico negro. Gran parte de los internos comenzó a agolparse en torno, reduciendo sus posibilidades de avance hasta el punto de tener que detenerse. El chofer puso el seguro de la puerta y temió por la carga, pero el grito a tiempo de un doctor custodiado por dos practicantes pareció atemperar los ánimos. —Por aquí —le indicó al conductor, con entusiasmo. Y así todos siguieron en fila india el avance del rodado hasta un sector sobre el que un tractor había abierto unos surcos la semana anterior. Una vez ahí, el organizador y guía sacó una lista. —Hay un arbolito para cada uno, pero tenemos pocas herramientas, así que iremos por orden. —Yo primero —gritaron varios. —No, yo —respondieron otros. Pero la suerte estaba echada y los primeros nombres emergieron en un ambiente de protestas. Recién cuando el orden prevaleció en cierto modo, los practicantes hicieron señas a un ordenanza para que avanzara con una carretilla colmada con palas y azadas. —Ustedes dos, arriba, vayan pasando los arbolitos —instruyó el médico.

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Mientras unos plantaban bajo la supervisión de dos enfermeras que se quejaban de tener que hundir sus zapatos blancos en la tierra arcillosa, otros esperaban. —Seguro que, cuando las plantas hayan crecido, alguno se va a subir para agarrar una fruta y se va a pegar un buen porrazo —acotó uno de los enfermeros, con tono malicioso—. Estos medicuchis nuevitos se creen que van a cambiar este lugar. Paco notó que al escuchar esto Leopoldo bajaba más la cabeza y empezaba a retirarse. —¡Ey!, ¿a dónde vas? Su amigo siguió como si no lo hubiera escuchado. —Yo me encargaba de varias hectáreas en la finca de los Benegas —acotó don Ortiz—, allá en la mejor zona de duraznos. —No, era en lo de los Narizparada —intervino Juan. —Negro ignorante —respondió el viejo dándole un empujón a uno para que cayera sobre Juan. Y así siguieron por un rato hasta que tuvieron que intervenir los custodios. En tanto, Paco había insistido con Leopoldo y Malén parecía muy interesada en la conversación. —¡Dale!, justo ahora que estamos en algo grande te vas a deprimir. —Vos también te aislás y nadie te molesta. —Es tu turno —gritó el médico con vos gastada y señalando a Paco. Malén, sin perder oportunidad, se coló tras él y se ubicó en la estaca siguiente a la suya. —¡Doctorcito —vociferó con tono desdeñoso al clavar la punta de la pala—, la tierra está dura como piedra! —Ya se va a ir ablandando —dijo Malén con una sonrisa de lado a lado y se pegó a él—. Escuchame, no pensarás dejarme afuera de esto. —No..., no sé de qué estás hablando —contestó tomando distancia con la mirada.

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—Leopoldo es mi amigo. —Yo soy tu amante. —Más quisieras. —¿Qué?, te gusta más la Elena, esa que es la preferida del... —¡Ustedes dos!, basta de cháchara que sus compañeros esperan —masculló una de las asistentes—. Allá es tu pocito —le indicó a Malén.

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—¡Vamos!, escuché algo sobre un plan, si vas a dejar que entre Leopoldo cómo no me vas a meter a mí.

Paco entonces empezó a hablar solo y recordó cuánto se había ofendido un mocoví pariente suyo cuando un funcionario del gobierno le llevó un título de propiedad para que lo firmara. —La tierra no tiene dueño y no vuelva a insistir con eso — dijo en voz alta. —Eso lo escuchaste en la televisión —señaló otro interno, pero Paco ya no escuchaba y no lo hizo hasta que recibió un golpe en la espalda con el cabo de la azada. La trifulca se extendió sin concesiones y, ante la intervención del sub-director del hospital con varios colaboradores, los arbolitos terminaron siendo plantados por el personal de la Institución. Algunos pacientes acabaron en la enfermería, otros en celdas de reclusión, y el resto sustentó la disparidad en menor grado, entre llanto e indiferencia, mímica y estaticidad. *** —Me sorprendió que hubieras llamado, mi esposa cree que acudí a vos para pedirte consejo con respecto a nuestra separación. —Sospechaba algo, pero ante todo pretendía recuperar antiguos lazos —aclaró Kalil—, tal vez empiezo a ponerme melancólico. —No necesitás justificarte.

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—Es más que eso —¿acaso intento incursionar fuera de la posición de funcionario de la Iglesia?—. Tengo la obligación de advertirte que me preocupan ciertas cosas que dijiste los otros días, aunque para ser franco me inquieta más aún lo que no dijiste. Así por ejemplo empecé a especular con la idea de que tomabas la locura como una meta... —No creo haber tenido eso en mente, ¿de verdad te parece que quiero volverme loco? —Puede ser —indicó dubitativo—. No, por supuesto que no. —Sabés, cuando pronunciaste la palabra “meta”, entendí que siempre por una razón u otra malogré el camino que me conducía a ella, procuré atarme a otro objetivo y así desviar la atención de aquél inicial hasta llegar al olvido. —Lo decís por tu familia. —En parte. ¿Marcela te contó algo cuando hablaron por teléfono? —Sí. —La culpa me pesa, en particular con respecto a la nena — ¿a qué vine? Kalil dudó si hablar como sacerdote o amigo. —Dios nos da la posibilidad de resarcirnos. —No creo en Dios —repuso Javier. —Por la forma en que lo decís, parece más despecho que falta de fe. En ocasiones, el desengaño diario lleva a confundirnos, pero ese mundo es consecuencia del olvido de lo hombres, de la falta de contacto con la Palabra del Señor. —¡Puma! —aquél apodo parece contrastar con el hábito—, nos conocemos de chicos, no me vengás con sermones. De todas maneras —aclaró mientras cortaba el aire con la mano—, el tema del divorci, no tiene vuelta atrás. Kalil se sintió afectado, ¿a quién engaño?, un sacerdote que no sabe llegar a la gente no puede preciarse de tal. ¡Por Dios!, ¿será posible que a través de la amistad busque ensayar mi pobre capacidad de predicador?, levantó la mirada y juntó las manos.

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—¿Podríamos admitir entonces que creer en vos es creer en Dios por carácter transitivo? —En principio —respondió acomodándose el clergy con gesto de duda. Javier tomó una servilleta, ¿será capaz de entender que he recuperado para mí esa fuerza impulsora que parecía perdida, que le debo esto a los mequetrefes que me compraron un seguro? el sonido de tazas que escurren entre sí, de bandejas que se deslizan y de cuentas que se estiran hasta la mesa, volvió de golpe, su mirada se apartó y tuvo necesidad de plantearle al sacerdote un juego.

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—Ciertamente no tengo experiencia conyugal y me he vuelto áspero por falta de trato humano, pero esto puede ayudarnos a los dos —la voz de Kalil declinó con las últimas palabras.

—Si te contara algo bajo secreto de confesión, ¿me escucharías. —De ninguna manera podría negarme. —¿Aunque mantener su secreto implicara cierto riesgo para toda una comunidad? —Tratás de acobardarme. —No, simplemente que me des tu palabra y la de Dios. —La tenés. —Espero que jamás olvides este compromiso —y tras dejar pasar unos instantes agregó—: Bueno, aquí vamos. Kalil presenció la transformación de su interlocutor que, luego de hacer explícito el aturdimiento que conmovía a la sociedad, justificó la práctica de actos extremos, tal como una confabulación de origen dudoso. En definitiva, asistió a la exposición de un plan descabellado que consideró irrealizable, al menos hasta que el detalle de los preparativos lo conmocionó. —¡Javier!, se trata de personas enfermas —no sabía cómo provocar su reacción—, que no son dueñas de sí. —Temo que estoy con ellos —acotó con firmeza. —Escuchame, Javi, acá no se trata de intenciones, vos mis-

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mo dijiste que siempre has tendido a idealizar la locura, a descubrir el límite que la separa de la genialidad, pero hay algo que no podés dejar de tener en cuenta: la visión repentina de un artista o de un genio es momentánea, luego la vida sigue normalmente, para un enfermo mental la realidad continúa siendo distinta. Como religioso, pretendía abordar otras cuestiones, pero intuyó que su amigo se negaría a escucharlo. —En estos dos últimos siglos el hombre ha tratado de vivir sin trascendencia y se ha embarcado en luchas no sólo terroríficas sino estériles —Kalil se preguntó si dar crédito a ese plan insensato podía interpretarse como asentimiento. Calló súbitamente. Javier estuvo a punto de revelarse contra la observación y traer a colación la espinosa historia de la Iglesia, pero ello implicaba ceder la iniciativa. —¿Por qué no hablás con esa amiga tuya que es psiquiatra? —Kalil se había apresurado. Javier sonrió irónicamente, la conversación con Marcela debe haber sido bastante extensa, y procuró una imagen de Daniela donde las palabras se volvieran impotentes, donde sólo el fluir de la sangre dominara la situación. Kalil reaccionó ante el aparente desinterés de su amigo y dejó brotar una amenaza, la posibilidad de una denuncia. Javier se levantó para marcharse. —En este juego estamos todos, hasta vos, tu Dios y su ley. ***

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Guillermo se escabulló hasta uno de los consultorios y desplegó el plano de la ciudad que le había proporcionado Javier. Dicho sector permanecía desierto a esa hora de la tarde; sin embargo, a poco de encontrarse allí, oyó que una bandeja con instrumentos caía al piso. Apagó la luz y esperó un rato sin moverse, luego se acercó a la puerta que daba al pasillo y pudo

—¿Quién te mandó seguirme? —demandó con bravura mientras la respiración del entrometido respondía con estornudos. —Nadie..., nadie —respondió tratando de levantar sus manos para protegerse el rostro.

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comprobar que alguien avanzaba con pasos arrastrados, se pegaba a la pared. Estuvo seguro de quién se trataba, encendió de nuevo la luz y aguardó a un costado de la entrada. Nicolás no tardó en entrar y ni bien lo hizo fue tomado de la solapa por Guillermo.

—No me vengás con ese cuento, esta tarde te vi con Patricio, ¿qué querés averiguar? —las manos se cerraban más sobre el cuello del interrogado. —Nada..., nada..., te juro, sólo quería acompañarte..., tenía frío y acá hay estufas —dijo señalando un calefactor. Guillermo lo llevó hasta el pasillo para comprobar que nadie venía detrás de él. —Escuchame, lo de las estufas es un secreto que queda entre nosotros, vení conmigo y te quedás quietito. Guillermo apretó insistentemente el encendido electrónico del calefactor hasta que el piloto se encendió. Graduado el fuego, acomodó a Nicolás delante de éste y mirando hacia la pared. Le tapó los ojos con un paño y empezaba a meterle algodón en los oídos cuando repentinamente volvió al escritorio. Acercó más la lámpara y buscó concentrarse. Tras un prolongado análisis, marcó con una lapícera roja pequeñas cruces en distintos accesos. Los contó, eran demasiados, redujo entonces el área de influencia y esta vez usó círculos fácilmente reconocibles. —Vos no estuviste en el lío de los arbolitos —dijo Nicolás a los efectos de romper el silencio. —Quedate callado. —¿Seguís enojado? Los muchachos de tu pabellón son buenos, no querían hacer lío. Guillermo se sintió otra vez defraudado, había increpado al

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grupo por su comportamiento aquel día, y ahora también se ha filtrado esto. Miró a Nicolás con aversión y golpeó sobre el escritorio. El resto de los militantes ingresaba en ese momento. El mutismo se extendió en el gélido ambiente. Guillermo tomó una regla y midió las distancias de los puntos marcados a las comisarías. —No podemos arriesgarnos a meternos en estos problemas —Juan era el que más atento estaba, Leopoldo seguía como apagado. —Pero jefe... —cometió el error de decir Paco, la mirada de Guillermo se clavó en su mente de tal modo que necesitó cubrirse los ojos—. No somos tantos —acotó al recuperar la calma—. Si aíslan a uno de nosotros, se va todo a la mierda. Nicolás alcanzó a escuchar que parte del plano rozaba el piso. Trató de recordar el bonito logo que había visto a un costado del rollo. —Escúchenme atentamente —todos levantaron la cabeza—, Javier tiene que creer que vamos a poder con esto. Si no empezaría a dudar. —No se haga problema, los cristianos somos buenos para eso de ocultar la verdad —Paco otra vez había cometido un yerro. Nicolás cometió la torpeza de girar la cabeza. —¿Querés terminar en un zanjón? —lo amenazó Guillermo, ante lo cual apoyó la frente en la pared y se cubrió las sienes con las palmas.

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Luego de fijar los radios de influencia de los comandos que actuarían, tomó una libreta y elaboró un esquema. De los cuadros emergían confusas líneas que interactuaban con otros elementos identificados con marcas de cigarrillos. En resumen: el conocimiento de las fortalezas y las debilidades del enemigo quedaba a cargo de Javier y el de la propia fuerza dependía de él. Todos tienen que compenetrarse de la porción de terreno en que se moverán. Recordó que Javier, haciendo referencia a su experiencia en el servicio militar, había comentado la importancia que los oficiales daban a ello. También tengo que terminar de definir quién conviene en cada lugar.

Nicolás temió avisar que la estufa se había apagado, aun desconociendo que la válvula de seguridad cortaba el paso de gas. No le voy a contar nada a Patricio. En cambio, a la linda doctora..., merecería que la maten, desentona en este hospital..., ¿y si ahora nos morimos todos?

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—¿En cuanto a los recursos económicos? —dijo como si todos hubieran acompañado su pensamiento—. Hay que apuntar a los tipos que necesitan apoyar causas perdidas. Así redimen sus pecados —aclaró satisfecho con la conclusión.

—Nuestras condiciones imponen una acción única, sincronizada, evitando el choque directo. Todos consintieron sin levantar la vista y ayudaron a desplegar un plano de las líneas eléctricas que abastecían la ciudad. Guillermo apuntó varias veces con el lápiz pero no hizo ninguna marca, guardó los papeles y volvió la lámpara a su lugar. —Apagá eso que nos vamos —le ordenó a Nicolás. —La cerré hace rato, para no gastar... Paco no le quitó la venda de los ojos pero lo ayudó a salir. *** Cada uno trae la esencia de un origen lejano, están separados aunque juntos en el mismo lugar. Mira a cada uno con detenimiento, les da tiempo para que sepan reconocerse en él. Levanta un puñado de tierra seca y lo esparce alrededor. —Ha llegado la hora de pertenecer al mismo círculo. Todos asienten ante su voz abarcadora, pero hay uno que duda. Es a él a quien interroga sin contemplaciones. La respuesta tarda en llegar, primero con vocablos sueltos y escabrosos, después con palabras prosaicas, desarticuladas por una garganta indócil. —¡Bah...!, en definitiva, da lo mismo defender una cosa como la otra —agrega por último el interpelado. —Aunque prontos a partir, debo exigirte que te abstengas de

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seguirnos, tu discurso contraría nuestro destino, imposibilita el futuro. Siente llegar la experiencia del pasado. Es que la sangre del héroe también corre bajo la piel de ese viejo huarpe que espera en una esquina de la Plaza Mayor de Mendoza. Las dos torres y la cúpula del Convento de San Francisco dominan su horizonte, levanta más la vista, y alcanza las cruces en que remata cada lucernario. San Martín viene a su encuentro, en él puede reconocer al gobernador que de las hijuelas ancestrales ha traído agua fresca a toda la ciudad, al héroe que aguarda su momento para la gloria. —El dominio godo avanzó con la espada, pero se arraigó con el idioma y la cruz —afirma el patriarca. —¿Partiremos sin tu guía? —pregunta don José afligido. —Coronel, usted conoce la respuesta —responde mientras caminan erguidos hacia la calle—. Esta tierra no puede abandonarse a la deriva, su fruto exige del trabajo constante. —Esta tierra ha ejercido una atracción intensa en mi alma. —Pero su deber es otro. —Sin duda, aunque siga a la espera de una patria que aún no es patria. Sin independencia, de nada servirá liberarnos del yugo invasor. —Cuyo le responderá hasta su último aliento. —¡Sargento!, dos caballos zainos con provisiones —ordena el uniformado. El subalterno sabe de las dolencias de su comandante y trata de advertirle el riesgo que implica ese reconocimiento previo. —¡Cómo carajo se atreve!, no es posible cruce alguno si no se conoce el secreto de las montañas. Nada puede pasarme en compañía de un descendiente directo de ellas —montan y desde la silla el coronel agrega—: Son las dudas y la falta de referentes los que socavan a un ejército. Emprenden la marcha y abren huella hacia el oeste. Recién

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—Dividir el avance, distraer las fuerzas del enemigo, disimular la ruta verdadera. En una carta, termina de definir de sur a norte cinco pasos, que le son descriptos con sumo detalle. Entre el valle de Uspallata y el de Calingasta, sobre el Camino del Inca, señala hacia el poniente. Luego de cruzar el río de Los Patos y atravesar el Paso del Espinacito, a 4.500 metros sobre el nivel del mar, a la altura del río Mercedario, dividirá la columna: una irá por el Paso de las Llaretas, la otra por el de Valle Hermoso. A más de 1.000 metros comenzarán los malestares, a los 3.000 los trastornos: dolor de cabeza, agitación, mareos, ahogo.

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adentrados en la precordillera, San Martín le confía la estrategia a seguir.

—Para combatirlos, buenos serán el ajo y la cebolla. El viejo enumera entonces las dificultades de la marcha. —Hasta las reses llevarán herradura —improvisa el coronel—. Siguen por un rato así, —¿Cuánto tiempo demandará? —pregunta para corroborar la idea que le han dado otros baqueanos. —Veinticinco días deberán bastar. Buscan una cueva y acampan. —¿Qué le espera allá? —Efervescencia y ansiedad, un punto de inflexión para la historia. Las revueltas propiciadas por la guerra de zapa preparan el campo para la campaña militar. La cordillera, columna vertebral del sur americano, síntesis de roca y violenta incandescencia, se muestra expectante, bajo un sol limpio. El héroe del hoy se aparta, suma dos pasos y logra acoplarse a la vista. Todos, incluido el que ha sido instado a desertar, recalan en la presencia permanente del macizo andino, tratan de penetrar sus pliegues y quebradas, adentrar su mirada indiscreta entre picos nevados, glaciares y morrenas.

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Tomás salió al balcón de la habitación y dejó ir su mirada hacia las montañas nevadas, hacia esa marca intacta, referencia ineludible de todo habitante de la ciudad. La respuesta de San Martín al patriarca huarpe contenía términos anacrónicos. Agitación e incertidumbre, un punto para torcer la historia, parecían más adecuadas al contexto histórico, pero el cuaderno de tapas duras había quedado en la habitación. Juntó el cuello de la campera, percatándose de que el frío también le venía de adentro. Había traído la historia consigo, de vuelta a su entorno, para darle genuina expresión; sin embargo, hallaba en Elena el nuevo justificativo para demorarse. La locura de aquel sitio se le hacía contagiosa hacia su hermana, debía actuar con rapidez. Buscó en un bolsillo los datos del psiquiatra que le habían recomendado, contuvo la tarjeta en su mano por un rato y entró. —Con el doctor Pontalis, por favor. Mi nombre es Llinés, hablé ayer por la tarde —apartó un poco el auricular del teléfono, tintineo musical de espera, ¿del tono de mi voz, de la intensidad de las palabras dependerá el destino de mi hermana?—. Hola, sí... —el médico había sido bien informado por la secretaria—. ¿Cuándo será posible sacarla?, ... entiendo, el miércoles pasaré a las quince horas por su consultorio —debo leer antes las cartas—, sí, sí, tengo la dirección. *** La profesora de gimnasia se cruzó con Daniela Santigli en uno de los pasillos. —Cuando tengas un tiempo me gustaría contarte algo que me pidieron los internos. —¿Es un tema complicado? —Supongo que no. Tomaron entonces rumbo a la oficina de la doctora. Malén, que había estado tras esta última, las siguió y aguardó a que

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—Dame los nombres del grupo —dispuso Daniela—. Comentaré esto a los distintos responsables, a los efectos que se tenga en cuenta en los exámenes o sesiones. Después veremos. Malén le quitó el diario y se lo devolvió en la forma correcta. —¿A dónde aprendiste a leer? —no podía contener la ansiedad, el tiempo pasaba.

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entraran. Llegó a la puerta y trató de escuchar. Daniela se sorprendía por el pedido de Leopoldo de “parecer personas normales”. La entrometida volvió al corredor y tomó asiento junto a un interno que leía el diario al revés.

Fue y tocó la puerta mientras el supuesto lector volvía la gaceta a su posición primitiva. La profesora abrió de inmediato. Malén, tímidamente, sin poder dominar el movimiento de los brazos, dio unos pasos adelante y se inclinó hacia la subdirectora a cargo. —Necesito ir a la ciudad —soltó casi con desesperación. Torpemente iba y venía sobre el escritorio. Daniela observó el reloj de la pared. —Al mediodía te quiero de vuelta —sentenció mientras llenaba un formulario de pase—, y nada de andar pidiendo limosnas —acotó mientras le extendía el papel. Malén asintió y salió con premura. El frío que había acurrucado por días a la ciudad declinaba bajo un osado sol de invierno. Parte de la gente se agolpaba en las colas de los bancos, otros con traje y diario en mano apuntaban a las mesas de las cafeterías. Javier caminaba por la calle San Martín, ... cómo puede admitirse un nuevo contrato social, cuando el consentimiento general está dirigido, burdamente influenciado a través de los medios de transmisión..., se detuvo frente a la vidriera de una papelería y, mientras su vista se deslizaba entre los múltiples objetos allí expuestos, una mujer de aspecto vulgar se acomodó cerca de él. Dio un paso al costado buscando cierta distancia pero ella insistió con la cercanía, ante lo cual giró para seguir su camino.

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—¿No me recuerda...? —preguntó la mujer. El la observó de arriba a bajo y si bien supo donde la había visto fingió desconocerla por completo. —Vamos, piense un poco —subrayó ella. La situación era por demás incómoda, alejó la mirada buscando algo de lo cual asirse, algún hueco por donde escapar. —Es inútil, no insista —respondió finalmente. —Yo no insisto —dio un paso hacia atrás—, usted es el que va y busca a mis amigos. —¿Cómo dice? —Allá hay un cana, quizá a él le interese saber por qué un trajeadito como usted visita El Sauce. ¡Ya bastante le supliqué al tonto de Paco para que largara prenda! Javier la tomó prontamente de un brazo y la llevó hasta un bar de mala muerte que se encontraba en una calle contigua. Pidió una gaseosa para los dos, pese a la disconformidad de Malén, que hubiera preferido un vasito de vino. —Estas cosas plásticas me revuelven el estómago —dijo asomando la nariz al vaso—, pero está rica. —¿Qué es lo que pretende señora? —Yo, nada y todo, y no es querer algo, más bien creo que tengo derecho a participar en lo que están planeando. Siempre discriminan a las mujeres y en eso seguro tiene que ver Guillermo, que también se las trae de machista. —Mire, si alguna que otra vez me ha visto por allá, es porque estoy preocupado por un amigo de la infancia. —¿Cúal de todos?, vamos... —dijo con recelo.

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Javier se tomó la cabeza tratando de detener el desencadenamiento de los sucesos que invadían su cabeza, dirigió la mirada hacia la barra y, cuando la volvió hacia Malén, ésta emitió un fuerte grito y cayó al piso con signos de una crisis convulsiva. Se agachó y buscó ayuda a su alrededor, ¿hacia dónde me lleva la vida?, el mozo extrajo un celular por debajo del mostrador y comenzó a pulsar teclas. La mujer había adoptado una

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posición rígida, con la cabeza hacia atrás y las extremidades constreñidas. Los ojos de Malén buscaban el techo sin encontrarlo, la saliva fluía por las comisuras de la boca y su respiración se entrecortaba. Javier, que experimentaba una sensación de exposición y absoluta incompetencia, fue sacado de ese estado por una palmada del mozo y el aviso de que el servicio de urgencias venía en camino. En ese momento la mujer empezó a dar fuertes movidas, Javier reaccionó de modo inconsciente, tomó el repasador y lo puso en la boca de ella para evitar que pudiera morderse la lengua. Daniela, preocupada por el retraso de Malén, almorzó un sándwich en su oficina y a las dos de la tarde dio la orden de que se llamara a los distintos hospitales y clínicas del centro. La ubicaron en el Hospital Central, donde había ingresado con un ataque de epilepsia. Las luces de la entrada se encendieron tímidamente mientras el auto de Daniela traía a Malén de vuelta a El Sauce. La ayudó a bajar pues continuaba con mareos. —Tengo sueño. —Debe ser por el diazepam, mañana ya vas a estar bien. Juan, que había esperado en silencio junto a Patricio, se retiró cuando la ingresaron a la sala de cuidados intensivos, pero no tardó en volver al lugar donde había estado las últimas tres horas. —Cuando pasan estas cosas digo: no sólo para mí la vida se presenta en fragmentos, otros son capaces de olvidar lo que les pasó hace un rato —Juan se envolvió al sobretodo que lo cubría—. No logro ver el conjunto, sólo compartimentos cerrados, sin conexión, como me dice Manfredi. —En un libro donde los capítulos no guardan orden, la respuesta puede estar en barajarlos de distinta manera hasta encontrar la sucesión correcta. —Lo que puede tener sentido para algunos puede que no para otros. —Cierto —respondió con asombro Patricio.

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—Sabés, nunca leí nada completo, me canso... —Quizá no querés que la historia se cierre. Deberías animarte... —¡Basta de psicología barata! ¡Chau!, me voy a dormir. Patricio permaneció un momento más en su sitio, con el frío aplanándole el rostro, convirtiéndolo en una máscara helada fácil de resquebrajar, Guillermo se ha rodeado de gente muy particular: Juan, Leopoldo, Paco y ahora ese tipo que viene de afuera, tomó un papel arrugado del bolsillo de su campera y anotó: se trata de un grupo férreo, dejó el lápiz, aunque desconozco al extranjero, puedo afirmar que cada uno complementa la falencia del otro, ¿quién soy yo para plantear falencias?, ... en fin..., se paró y partió con la idea de preguntar por Malén. Se sentía observado, miró alrededor, puede que no sepa ejercer liderazgo y eso me cause envidia, pero creo que en esta ocasión hay más de temor, mucho temor por lo que pueda suceder, le pidió a uno de los enfermeros que lo esperase. —No me gustaría que se sintiera sola —le dijo con referencia a Malén pero pensando también en él. —Hablemos con la doctora, en una de ésas deja que te quedés con nosotros. Ingresaron al edificio, en el pasillo resonaban los pasos, contó los globos del techo, tres encendidos, dos quemados. Entraron en uno de los cuartos, su mirada se posó en un tanque de oxígeno descascarado, sus oídos en el sonido del instrumental que era introducido en un autoclave. —¿No se ha sabido nada del último desaparecido? —No, ¿por qué preguntás? —De repente me preocupó Malén.

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… VESTIGIOS DE UNA DIMENSIÓN FRACCIONARIA sin paréntesis: ¿llegar hasta lo ínfimo?

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eopoldo observaba a Patricio desde hacía dos días y había comprobado que lo temido por Guillermo se daba así, pues el poetita estaba pendiente de cada movimiento del grupo. No puedo, no quiero mandarlo al frente, él también es mi amigo, ¿qué hago?, ¿qué invento?, se golpeó la cabeza y comenzó a caminar en torno a un poste. Se detuvo después de una hora, abrió grandes los ojos y dio gracias a los cielos. Probablemente influyó en él la última reunión que habían sostenido. —Un animal encadenado a su amo —dijo Guillermo mientras tomaba uno de los perros que vagaban por el hospital y le ataba una cuerda a su cuello. Quebrantada la resistencia inicial que opuso el can, lo tironeó para un lado y para el otro a su placer. —Te va a morder —le advirtió Paco. —Sabe que no puede, soy el más fuerte. Javier, que sentía un nudo en el estómago, se levantó del piso del galpón y caminó hasta unas cajas. Los chillidos le penetraron los oídos y la piel, Guillermo rodeaba con las manos el cuello del perro. —¡Ya basta! —gritó al fin, poniendo cese al tormento de la pobre bestia y agregó—: Entiendo lo que querés demostrar. No se trataba sólo de un ejercicio de poder, Javier respiró profundo, el perro salió despavorido por el portón. —¿Qué pasa? —preguntaron muchos. —Hubo un día en que el mundo cambió para el hombre, un

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día impostergable, en el cual fue consciente de que la sangre de aquellos seres que le servían de alimento era igual a la suya. Entonces sintió las manos manchadas, signadas por un destino aborrecible... Todos callaron, admitiendo que entre Javier y Guillermo se daba un lenguaje incomprensible, casi patriarcal. —... No tuvo dudas sobre esa traición original, pero lo peor aún estaba por venir, porque también sentiría que tenía que luchar contra aquellos que perteneciendo a su misma especie eran ajenos a su horda. —Y con el tiempo llegó todavía más lejos: fue capaz de traicionar a sus propios compañeros —acotó Guillermo, como quien imprevistamente redondea una idea. —Se ha hecho tarde, mejor me voy —el citadino se figuró con las manos pegajosas, con una piedra filosa cortando la fibra de un animal muerto, con el dedo señalando a los conspiradores de cada nuevo orden. Leopoldo perdió de vista a Patricio y empezó a buscarlo con desesperación. Siempre que se quedaba pensando le pasaban esas cosas. Tras algunas vueltas lo encontró solo, en un núcleo de árboles ubicado más allá del estacionamiento. —Todavía guardamos nuestra parte de lobos salvajes —había afirmado Juan mientras se ponía a ladrar. Javier se arrimó a Guillermo y le habló casi en secreto. —Si resultamos vencedores, ¿que voluntad impondremos? —luego salió del galpón con la cabeza gacha. —¿Qué pasa con vos? —preguntó Patricio al percatarse de la presencia del gigantón. Leopoldo apretó los puños. —Tengo que darle un corte a esto, vos lo sabés. —Yo lo sé —pronunció a modo de desafío. El silencio se profundizó entre ambos, apenas llegaba el sonido lejano de un portazo, la pasada de un vehículo y un grito de gol de la canchita.

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—Me alegro. Un gorrión levantó vuelo, los dos se medían con las miradas, Luana (la fatídica) apareció con una banderita triangular. —Rajate de acá, ¿no ves que estamos ocupados? —vociferó Leopoldo. —¿Qué bicho te picó, grandote?, que no es lo mismo que decir: ¿qué bicho grandote te picó?

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—¡Estamos amaestrando perros para un circo!

Ninguno sonrió y esto preocupó a Luana, pues comenzó a latirle incontroladamente el párpado. —Encima que me cambian la doctorcita por el Manfredi, ustedes me tratan así —se dejó caer sobre la tierra. —Bah..., siempre pasa lo mismo..., uno quiere hacer algo y... —dijo Leopoldo mientras la levantaba y le daba un abrazo—. Hace rato vi que te estaba por atender. —Es el típico sabelotodo que no cree en Diosito —declaró entre los brazos de su protector-: “¿a ver que te motiva esta palabra?” —remedaba su voz—, “padre”: corbata, “madre”: agujero..., “ciudad”: maldición —se separaron—, “bla”: bla, “bla”: bla. Anotaba para disimular, después va a pedir esos estudios raros y va a decirme que tengo un tumor frontal izquierdo. —No le des bolilla, ya se va a cansar —aconsejó Leopoldo mientras Patricio sacaba cuenta de la rapidez con que había cambiado de asunto. —Y de golpe me mandó afuera —e, incitando a ambos que se acercasen, aclaró—: Había gente esperándolo, algunos del Ministerio, parece que venían a llevarse a Elenita. —No deberías preocuparte si dentro de poco te vuelven a cambiar de doctor —anunció Patricio mientras el ojo de ella retornaba a la normalidad. —¡Vos sos un pícaro!, te pensás que no entiendo, ahh... — desarrugó la bandera y levantó la mano. Un viento terroso, que buscaba prolongar la época de sequía, dispersó las nubes que cubrían el cielo.

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Tomás corroboró la hora, Pontalis debe estar reunido con los directivos del hospital... En la última comunicación telefónica mantenida con Montserrat, su esposa había abierto la posibilidad de recibir a Elena con ellos, idea que aún le provocaba rechazo. Barcelona era un reducto ajeno a sus orígenes y deseaba mantenerlo así, pero por otra parte Montserrat había obviado la alternativa de vivir en Mendoza. De una u otra manera, parecía destinado a heredar la tutela de su hermanaç Tomó una de las cartas que había sobre el cobertor de la cama y leyó. “Te envío esta misiva como salvataje de mis propios temores, un intento más por contrarrestar la sensación de que no tengo qué contarte, de que ya no cuento en tus pensamientos. Tu falta de respuesta, torna el silencio insoportable, no sé si alguna vez te lo dije, hermanito, pero creer en vos era y es una manera de creer en mí, no perdamos el contacto, no entremos en la vorágine de: mejor me las arreglo solo (te lo digo y me lo digo). Estoy perdida, ayudame con una respuesta...” Hizo a un lado el papel, las sombras de la habitación calcaban el movimiento del cielo. Recogió el sobre, no tenía estampillas, era la síntesis de un recorrido a la nada. Tal vez sea el momento de responderte, se recostó, a veces quiero pensar que el irme también tuvo que ver con otros motivos, por ejemplo el no contagiarte a vos y a mamá con mi disconformidad... Como hermano debería haberte brindado lo mejor, pero no pasé la prueba, como hijo mejor ni hablar, fue hasta el armario en busca del pasaporte y prestó atención a la estampa de su nueva nacionalidad. Lo sopesó. Ahora tenía una ciudadanía compartida, papá sólo en los papeles había renunciado a la suya. De inmediato recordó el trámite del pasaporte argentino que le permitió emigrar.

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La cola que salía de la Delegación de la Policía Federal flanqueaba dos lados de la manzana, breviario de un éxodo compulsivo que procuraba romper con la decadencia que asolaba la nación. Para muchos se cerraba un circuito iniciado en 1875 con la apertura del país a la inmigración masiva, para otros se

El trámite había demandado dos intentos frustrados, uno por cupo y otro por caída del sistema, las casi cinco horas de ese día y un período de espera que superó los noventa días. Fue como enfrentarme a los últimos coletazos de un dragón que se negaba a soltarte. Tomó otro sobre, un sello cruzado había sentenciado la devolución al remitente.

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inauguraba una travesía hacia la clandestinidad impuesta por falta de visa. Tomás observó la piel de muchos y presagió el riesgo de la discriminación.

“Me quedé pensando en el tiempo que precedió a tu partida. No quería mostrarme indiferente, pero temía que cambiaras de opinión por mi culpa. Acá veías todo negro y para mí empezaría a ponerse negro cuando estuvieras lejos. Pero mi desazón iba más allá del desamparo, temía por tus expectativas, no tanto por la seguridad económica y la previsibilidad en todo, sino por lo humano, eso que está en vos y acá hace tanta falta...” Fue hasta el baño, refrescó su cara y se encontró con el espejo, hoy tus palabras me dejan sin aliento, ayer no sé... La respuesta de la otra —acercó ambos sobres—, tan a destiempo como ésta, no me costó tanto. El desenlace de los supuestos de aquel entonces pesa demasiado, porque en mi caso hallé puertas que aquí no se abrían..., tomó la toalla y se secó. Se acercó al pequeño refrigerador de la habitación, bebió un trago de agua mineral y siguió hasta el escritorio. Buscó entonces el cuaderno, reordenado con otras hojas que contenían antecedentes y notas previas. Lo abrió en la última página escrita, ... el encuentro con el Libertador... Le resultaba difícil abandonar esa poderosa figura. Tomó el abrigo y salió. Había indicios de que la mitología huarpe empezaba a resurgir. Presuroso atravesó una plaza, ... si los mitos sirven de sostén en los momentos adversos, tal vez las epopeyas renueven las ansias de lucha... Temía, aunque de modo disímil a otras ocasiones, que la pluma no volviera a des-

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lizarse sobre esos escritos. Acaso cabía otra manera de salvar ese asunto pendiente, esa deuda con el color de América. Trató de situarse en el bautismo de los indios caribeños llevados por Colón a España, en el interior de una catedral gótica atestada de gente, entre las columnas que erguían el techo abovedado, en las torres gemelas elevándose hasta lo impensado, ... demasiados factores ajenos a Dios incidían en el juego. *** Javier tomaba un café en la peatonal, frente al edificio donde funcionaba la Compañía de Seguros. Un muchacho que repartía gratuitamente un boletín de la Asociación de Publicistas dejó uno sobre su mesa. Estiró la mano y lo abrió al azar. A página completa una leyenda propiciaba la inversión en oro, luego una moneda de dicho material sustituía el sol naciente de Monet desvirtuando la Impresión. En una reacción instantánea arrancó la hoja, buscó una birome roja en su portafolio y con trazos desesperados intentó recuperar aquel sol. Luego de juzgar la tarea y temeroso de haber sido descubierto en tal misión, lo dobló y lo guardó. Días atrás había escuchado a Malén (la entrometida) describir lo que podía ocurrir en la mente de Paco durante algunos amaneceres. Recién ahora comprendía el paralelo, pinceladas cortas y vigorosas, la luz creciendo, yuxtaposición, toques quebrados, la luz descomponiendo las formas, los objetos... El mozo respondió a su seña, pero se hallaba varado a la espera de que otro cliente terminara con la conversación que mantenía por celular. Exploró las otras mesas hasta dar con lo que buscaba. Dos hombres discutían acaloradamente pero, ante la llamada del celular de uno, aceptaron la suspensión de sus motivaciones. Luego de pagar su cuenta se alejó con la idea de acabar más adelante con su teléfono móvil, si acepto su utilización como apoyo durante las acciones, estaré faltando a la idea primordial. Sin más lo dejó caer dentro de un cesto de basura.

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Malén no había sido invitada a la reunión. Tenía la reproducción de Impresión, sol naciente en su bolsillo y no sabía qué hacer, los colores no son los originales, sin embargo algo de la esencia está. Se le ocurrió que Leopoldo oficiara de intermediario. Éste recibió la hoja doblada como si se tratara de un mensaje en tiempos de guerra y lo llevó a su destinatario. Paco la desdobló y acercó la imagen hasta el borde de su nariz. Así comenzó a recorrerla de un extremo al otro, representaba el papel de un intérprete maquinal.

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Un fuerte mareo lo hizo levitar. No encontraba moderación en las ideas que asolaban su mente. Todo se le venía sin pausa. Obvió la oficina y fue directamente a El Sauce.

—Color, un círculo rojo, un reflejo que comienza, una mancha, otra mancha y el reflejo que acaba —la alejó, buscó la distancia—, ahí está todo lo demás. ¿Por qué encontramos belleza en un cuadro que representa un paisaje? —dijo sin apartar la vista de la reproducción. —Lo del detalle es relativo —respondió tímidamente Javier y, ante la falta de una reacción en su contra, se animó a seguir—, tal vez tiene que ver con la traducción humana del mundo, con la forma de captar la esencia. —Serán éstos como pequeños eslabones del mundo —dijo señalando los trazos sueltos—, esos que se encadenan hasta formar la totalidad, es como tener todo a nuestro alcance. Dejó caer el papel mientras Juan daba un portazo al salir. Leopoldo recogió la hoja, le quitó el polvo y levantó los hombros. Iba a comentar la carta que un amigo recibió de un espíritu cuando Juan marcó su regreso con otro golpe. Guillermo se contuvo. —En los tests usan dibujos y no fotografías, porque en ellos hay una significación codificada. Ellos saben que yo no respondo a los mismos códigos, por eso le robé este dibujito de escaleras a una de las psicólogas. Todos se estrecharon en torno a la lámina. Javier dudó de la versión, pues el dibujo no era de aquéllos empleados en esos exámenes; es más, a un costado tenía escrito: Relatividad, lito-

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grafía, M. C. Escher, 19..., Juan cubrió la leyenda con el dedo y se mostró desafiante. —Los “tordos” también dicen que no es posible ver dos figuras al mismo tiempo, mi cerebro admite más de un fondo y un primer plano a la vez..., además de otras cosas. Por ejemplo —se ubicó frente al grabado—, yo lo veo como está y a la vez mi mente lo gira y lo abarca. Haciendo eso, he logrado cosas sorprendentes, he visto cosas que nadie ha podido imaginar. Javier lo intentó y giró en torno al dibujo. En una de las cuatro posiciones relativas, no había congruencia, al menos racional. Juan rió. Paco quiso recuperar la primera imagen y tironeó de Leopoldo. —Volvamos sobre mis sueños. —¿Qué sueños? —preguntó el grandote, totalmente desorientado. —Los del amanecer —sentenció burlonamente Juan—, aunque son los mismos de todo el día, no hay variantes. —¿Y vos qué sabés de sueños?, además, te pensás que nos comemos el cuento de tus visiones. Sabemos que Leopoldo te muestra los papelitos de Patricio. —Me parece que tenés miedo de lo que sigue. Paco quedó paralizado por un momento. La boca apenas pudo adaptarse a las palabras con que acusó a Juan de psiquiatra camuflado, de espía. —Dejate de macanas, todos nosotros estamos piantados — intervino Leopoldo. Guillermo se mantenía al margen y observaba a Javier. Juan hizo referencia a un trabajo inusitado, preparado por una becaria del Observatorio de Rayos Cósmicos de Malargüe, al sur de la provincia. —¡La fuente de mi inspiración...! —pitó un cigarrillo apagado y dirigió una bocanada fingida hacia Paco. Entremedio hubo una profecía de alguien ajeno, inesperado. Don Ortiz, aliado a algún recuerdo pasado, completó la predicción:

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Juan dejó de prestar atención al viejo: —Hay que dar un paso más allá de todo, un paso que nos lleva a un vacío aparente, donde lo infinito se convierte en envolvente. Bien podría intentar arrojarme por un barranco, pero delante de mí el espacio fluctuaría.

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—... se llegará a ese lenguaje polimodal por el abuso de palabras sueltas —ante el éxito aparente de su incursión, irguió más el cuello—. La ruptura con la sintaxis acarreará la falta de expresión, la carencia de ortografía llevará al despotismo de los idiomas fuertes...

—¿Cómo es eso posible? —reprobó Paco mientras recuperaba la movilidad de un pie. Javier procuraba no perder detalle alguno, la realidad dice que te vas a dar un golpe contra el fondo. Leopoldo mira para un lado y otro, no puede parar. ¿Qué es lo que Guillermo mide con esto...? —Un vaso de agua se derrama, nunca sucede a la inversa, ¿todos admitimos que se pierde? —esperó a que Paco asintiera y Leopoldo se interesara—, ¿pero qué es lo que pierde? Guillermo tomó al anciano por una manga, no me lo he planteado, se dijo con respecto a la pregunta de Juan, ...¿realmente disfruto de esta situación? —...aparatitos con pantalla, repartidos entre la población, serán los portadores del mal... —vaticinó Don Ortiz mientras era arrastrado fuera del lugar por Guillermo. Javier buscó el reparo de la pared, el tiempo apremiaba para otras cosas. —El orden, sólo el orden, el destino de cada gota se torna imprevisible —Juan se pasó la lengua por los labios—. Generalmente se piensa que la vida es orden pero, si fuera así, al volcarse el agua se quebraría el orden y todo el alrededor se desplomaría. Sin embargo, no sucede así, hay una... —no encontraba la palabra y hacía chasquear los dedos—, una readaptación del medio.

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Hubo un momento de silencio, y las palabras de Juan empezaron a dirigirse hacia el techo. —Los hombres de ciencia creen que las leyes que han regido al mundo seguirán inmutables, son reacios a vislumbrar la posibilidad de cambios. Los ladrillitos, los eslabones pueden combinarse de infinitas maneras, cumpliendo y descumpliendo cada regla. —¿Y lo del barranco? —gritó Paco y esto provocó la aproximación de Leopoldo a su lado. —Vamos a buscar a Guillermo —le propuso el grandote y ambos se asomaron a la puerta y salieron. Juan pareció querer recuperar el hilo del tema, se notaba el esfuerzo en su cara. —No sé bien —respondía a Paco pero en la piel de Javier—, calculo que allí me extendería en otra forma, mis componentes buscarían otro cuerpo, material, orgánico o intermedio. —Ése sería un modo de independizarte de tu individualidad, de llegar a tu muerte de un modo absurdo —Javier se dejaba llevar. El interno bajó la cabeza, pues le impresionaba el protagonismo asumido ante un barranco. No quería verse involucrado con la idea de la muerte, del suicidio. Tras el repaso mental de algunas frases, declaró: —Yo no me manejo con extremos. —¿Qué extremos? —Vida, muerte, o eso de que hablaste: independencia del yo, ¿cuál sería su contrario en este caso...? —Juan llevó a su boca un cigarrillo inexistente. El mutismo del entorno los dominó por un momento y Javier decidió evitar una respuesta directa. — Yo tampoco trato de guiarme por opuestos —inhaló con fuerza y el aire de recinto se volvió más helado, sin embargo, estamos presos entre contrarios que exceden por mucho el bien o el mal, el nacimiento o la muerte. Lo antagónico penetra to-

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—Creamos un mundo imaginario para darnos respuestas, para justificarnos, para entendernos en soledad, sin percibir que esta realidad constituye una variante más del todo. Del mismo modo que un esclavo ambiciona la libertad, cada componente del sistema experimenta su necesidad, para tarde o temprano dispersarse nuevamente en la integridad.

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da intimidad, escarba con obstinación y aprovecha el menor descuido para resquebrajar la coherencia. Se trata de una compulsa que no cede un instante, que recrea lo ineludible. La inquietud que asomaba en Juan lo animó a seguir—. Ciertamente nuestros actos o pensamientos definirán el alcance de tales divergencias, pero hay algo que se me hace innegable: cuando desaparezca, se acabará lo que soy...

—Eso me suena conocido... —asi una improvisación. —Me ofendés —respondió levantando el pecho y abriéndose paso a un costado—, jamás osaría plagiar una teoría, además el pensamiento no tiene dueño. —Disculpá —susurró Javier mientras espiaba por la ventana y ansiaba el regreso de los demás. —No existe la libertad absoluta, tampoco la esclavitud, se trata sólo de variaciones de otro verbo que tampoco es verbo: movimiento, ¡sí, eso!: movimiento, un ir y venir bajo ciertas condiciones. Juan aparentaba sufrir una fuerte puntada en su cabeza, no obstante siguió. —Patricio es mi rey, él toma letras y las amolda a formas distintas, sus textos me han conducido a finales insospechados, a los que siempre me negué. Por supuesto, él desconoce que leo su obra, Leopoldo es el intermediario. Ahí está lo que te decía antes —expresó con entusiasmo. Su pensamiento parecía actuar por instinto—, las letras se combinan para dar forma a una palabra, pero nada tienen que ver con ésta —estableció un silencio—, aunque es posible que todo —se mostró dubitativo—. Debemos apartarnos de esta dualidad que nos inunda, que desafía e insiste con un orden. —Abandonar la idea de lo bueno y lo mano, quedarnos sin

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Dios y sin Diablo —el mundo ya ha padecido el dinamismo sin curso, Javier se sentía incómodo, estimó que sólo Guillermo podía comprenderlo, ¿qué pasa si estos locos no tienen claro el cometido...? —Por eso estoy aquí encerrado —respondió Juan y se apartó un poco. Las lágrimas fluían por sus ojos, pero Javier se mantuvo ajeno a ello. —Que ahora hablemos no significa que haya dejado de dudar de vos —acotó Juan, una vez que las voces de los otros se tornaron próximas. Leopoldo y Paco ingresaron encolumnados detrás de Guillermo. El portón se cerró y Javier no tuvo dudas de que ese hombre era el único capaz de establecer orden en esa esfera, me ha prevenido sobre el caos..., cualquier error podría modificar drásticamente el resultado de la operación..., ¡Edward Lorenz, el efecto mariposa! El grupo se ubicó en torno a unos cajones de fruta dispuestos a modo de mesa. Sin demora, Guillermo acomodó en el ángulo izquierdo una edición de bolsillo de El arte de la Guerra y desplegó el plano de la ciudad según los puntos cardinales. Mientras la lógica del procedimiento demandaba la colocación de cada uno delante la zona donde aparecía su nombre, Javier tomó el libro de Sun Tzu y lo hojeó con intriga. —Tengo entendido que la profesora ha conseguido la autorización para llevarnos de paseo a Mendoza en ómnibus. Resulta fundamental que todos aprovechen el viaje para tomar conocimiento acabado del terreno. Cuando digo todos, me refiero también a aquellos que ignoran el plan. Ellos deberán ser inducidos por nosotros a tomar cuenta de los lugares donde han sido destinados. En los próximos días recibirán un parte con las instrucciones precisas. Como ven, la operación dispone de tres cabezas, Leopoldo y Juan —remarcó los edificios significativos del sector que les correspondía—, Paco estará conmigo, Javier con alguien que todavía no defino.

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—No entendí eso de indu... no sé cuánto. —No importa, Juan entendió —y ante su mirada inquisidora aquél asintió—. Recuerden, nuestra misión basa su resultado en el factor sorpresa, nuestro enemigo tiene total desconocimiento del grupo al que se enfrenta. Javier sacó un papel doblado del bolsillo del pantalón, no me gusta el término “enemigo”, preferiría otro: adversario, grupo opositor a nuestro propósito... Más allá de eso, lo cierto es que sus organismos de defensa, sus tentáculos de inteligencia no nos contemplan. El líder le había cedido la palabra.

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Leopoldo levantó la mano temerosamente pues sabía que Guillermo rechazaba las interrupciones.

—El día va a estar determinado por las prácticas de Gendarmería en alta montaña —arrugó el papel y lo volvió a guardar—, fecha que mantendremos en secreto hasta el día previo a la embestida. —De todos modos no queda mucho —acotó Juan—, cada uno debe concentrarse en cumplir los mandatos que se les va impartiendo —Leopoldo y Paco se miraron y consintieron sin entender bien de qué se trataba. —Hay varias personas de afuera que nos ayudarán, entre ellos un amigo que renunció a la carrera militar y un excompañero del centro de estudiantes de la facultad, que es ingeniero en telecomunicaciones. —No sabía que eras tan estudiado —comentó Paco mientras cargaba aceite en una lamparilla. —Más o menos —aclaró Javier, en tanto Guillermo retomaba la palabra—, abandoné en segundo año. Cada uno debió memorizar las calles cercanas a los puntos que habían sido marcados en el plano, y Guillermo indicó con flechas el movimiento de avance de cada uno. El mapa se convirtió así en un tablero donde exhibió sus dotes de fecundo estratega, donde las falanges recuperaban su dimensión histórica, Alejandro extendió su imperio hasta la India, Roma dominó el mundo mediterráneo..., el soldado de bayoneta peleó mil

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guerras, su voz embriagaba a los oyentes, los instaba a convertirse en los héroes, a tener un motivo para morir. Javier temió que la escena fuera a derivar en una especie de Juramento de los Horacios. —Esta lucha no debe propiciar una reacción de ira por parte de los agentes de seguridad —había interrumpido a Guillermo. En una rápida reacción, el mentor tomó el libro del legendario general chino y buscó con ofuscamiento. Javier sabía que faltaban algunas páginas, pero el dominio que demostraba sobre el texto parecía acabado. — “Someter al enemigo sin librar combate es el colmo de la habilidad” —leyó Guillermo, aunque sin la convicción que había demostrado en su exposición anterior. Sólo hubo espacio para la tos nerviosa de Juan. —Convertir a los amos en esclavos puede suscitar temor — agregó desafiante—, pero volvamos a lo medular: la suma de otras personas del exterior permitirá sostener la intensidad del ataque primario. Javier recapacitaba sobre la importancia de contar con esas fuerzas extras, cuando Guillermo pidió el plano con la ubicación de estaciones de servicio y depósitos de combustible. Nuevamente era su turno, ¿qué palabra será más sencilla que “obstaculizar”...? Golpearon a la puerta, algunos cubrieron la luz del candil y otros espiaron hacia fuera. —Decile que se vaya —ordenó Guillermo cuando supo que se trataba de Malén. Sin embargo, los gritos de ella y la posibilidad de ser descubiertos los hicieron salir y traerla de un brazo. —¡Estás loca, mujer! —Sí, pero no tanto como ustedes —aclaró buscando entre sombras la figura de Javier. —¿Qué pretendés? —Entrar al grupo —la luz recuperó su intensidad.

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—No.

—¿Quién va a dar crédito a unos locos? Los que pueden escucharnos deben evitar forzosamente el compromiso de aceptar nuestro testimonio: el secreto está seguro. Él —señaló a Javier—, que es a quien sí podrían creerle, no habla. Malén insistió con su amenaza hasta convertirla en súplica. —Dejá que entre al grupo —intervino Javier. Ella se mostró entusiasta y mostró un dibujo realizado en las horas de plástica: un arca, pero no con los animales de un zoológico (como había visto publicitado en un folleto turístico), sino con ellos, con sus rostros, ansia y zozobra, madera y encierro. Guillermo asintió en forma indiferente y continuó con la exposición.

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—Los mando al frente.

—He pensado dos alternativas en base a las condiciones climáticas del día. El tono de la explicación le permitió recalcar los puntos esenciales desde distintos ángulos. Complacido por la atención recibida, propició un cambio de tema que llevara a un desenlace rápido. —Necesitamos disponer del dinero —indicó al corredor de seguros. La cuenta bancaria registraba el ingreso de cuatro transferencias. —¿Para los explosivos? —preguntó Juan, tratando de apagar sus palabras en un silbido. Javier cerró los ojos y bajó la cabeza. —Para los insumos que se requieran, por ahora no interesa cuáles —precisó el líder. La reunión se disolvió de inmediato. Detrás de un murallón, Paco verificó que no hubiera nadie alrededor y dio la indicación a Javier de que podía salir. Malén fue la única en seguir con él. —Paco me dijo... —empezó a decir. —Se supone que la gente que aceptó esto no debe comentar nada.

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Hubo un silencio repentino mientras seguían caminando, como si ella no alcanzara a comprender qué pasaba por la mente de él. —¿Qué ibas a decirme? —Javier no deseaba contrariarla. —Ahora no sé si conviene, pero en fin, si yo fuera usted me preguntaría por qué Guillermo no quiere que ayuden los del hospital Carlos Pereyra, que está a un paso del centro. —Es cierto, rechaza la idea, pero eso no significa nada. —Aquí lo dejo —ella señaló el camino que debía tomar hacia su pabellón—. Dicen que ha estado internado allí, que es un lugar donde hay algunos que saben demasiado de él —alcanzó a decirle desde lejos. Llegó hasta el alambrado pero no pudo distinguir el corte que había en él, sólo recordó el espacio abierto que había al costado del camino principa,l y hacia allí se encaminó. Cruzó dos o tres veces de un lado al otro eludiendo la guardia y debió agazaparse a un costado del edificio principal. De allí salía cuando una voz lo alcanzó. —¿Qué hacés acá? —el tono denotaba frenesí. —Vine a buscarte —le respondió a Daniela con pulso descontrolado. La luz de una farola los alcanzaba débilmente. Presumió que algún resto de polvo podía delatarlo, se sacudió. —¿Pero no viniste en auto? —preguntó identificando los pocos autos que quedaban en el estacionamiento. —Pensé que podríamos irnos en tu coche —suspiró, cualquier aclaración podría resultar riesgosa. —¡Sos un loco! —una expresión que golpeó con otro sentido en el espíritu de Javier—, ¿no me saludás? Se acercó, la besó fugazmente y se dirigieron hasta el automóvil. Ella habló del difícil día que había tenido, él miró por la ventanilla, no sé si fue tan así, pero esta noche alguien pronunció la palabra “muerte” y algún otro, o él mismo, buscó un justificativo para ella, carraspeó.

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Ella eludió la respuesta con una sonrisa que daba a entender que no podía estar preguntándole eso. La conversación no se reinició hasta que se detuvieron frente a un semáforo. Se notaba cansada, pero la penumbra disimulaba todo, es una mujer hermosa que me hace vibrar cuando me olvido del lío en que estoy. Cuántas cosas me guardo; de haber destino en lo nuestro, ¿pasaría igual que con mi esposa?, la miró a los ojos, pero no los encontró, su concentración sobre el volante era absoluta. “Ya no sé leer su mirada”, me dije innumerables veces frente a Marcela, después tan sólo evasión. Serán mis ojos los que se han entumecido a causa del frío interior, Daniela insistió con su pregunta.

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—¿Qué sentirías si muero?

—¿Seguís en el departamento que te prestaron? —No —respondió con sobresalto, ya lo devolví, tengo mis cosas en lo de Kalil—, estoy momentáneamente en lo de un amigo. —La opción es una sola entonces...

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LA ENUMERACIÓN FUERA DEL CAMPO DE LOS REALES a, primera letra de aquel alfabeto...

K

alil acababa de enviar un mensaje electrónico justificando la postergación de su viaje a Buenos Aires. Necesitó confundirse con los feligreses y rezar desde un banco del Templo. El retablo cobraba mayor altura desde esa posición. La recopilación de la historia eclesiástica de Mendoza estaba completa pero no acabada, algo que había obviado puntualizar en el texto digital. La historia, que partía de los primeros predicadores que pisaron estas tierra, no traslucía las dudas que suscitaron ciertas fórmulas de persuasión. Luego se perdía en el ámbito oficial, bajo las tensiones surgidas por la dependencia de Mendoza con relación a San Juan. Incluía las quejas del gobernador Pedro Molina a Rosas y las que prosiguieron hasta 1934, con la creación de la Diócesis de Mendoza. Tras el reconocimiento en 1961 como Arzobispado, trataba sucintamente el paso hasta el presente. Había escapado de la experiencia de lo religioso en el seno de la sociedad. Debía consultar otros documentos. Alzó la vista hasta la imagen de la Virgen del Carmen de Cuyo, Patrona del Ejército Libertador, que fuera rescatada de entre los escombros del terremoto de 1861. La exposición de los hechos no debe caer en el pronunciamiento de la historia como rectora, su evaluación sólo puede surgir de un orden que conduce al llamado divino. Se encaminó hacia la calle. Su duda se concentraba ahora en el verticalismo de la Iglesia. Pasó junto a un grupo de turistas y bajó las escalinatas de la Basílica de San Francisco entre medio de mendigos. La sede de la Facultad se encontraba a la vuelta. Recordó a su maestra de cuarto grado, cuando señalaba entre los forjadores de la patria

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a muchos sacerdotes, pues se trataba de personas cultas e influyentes en la sociedad. —A vos te andaba buscando —le gritó Javier, haciéndolo estremecer. —¿No estás trabajando? —al tono de la acometida se sumaba el atuendo informal de su amigo. Mientras Kalil se hallaba rezando, Javier había leído una placa conmemorativa del Cruce de los Andes: “Aquel ejército tenía ya su número completo, su organización, su espíritu, su moral y un objetivo determinado...” —Te vi pasar mientras me gloriaba en un fragmento dedicado a San Martín. —No me di cuenta —Kalil no comprendió el significado de aquellas palabras. Siguieron juntos. —No me contestaste... —Estaba por ir a cambiarme —acotó Javier tras negar con la cabeza—, cuando me acordé de que la llave del departamento estaba en el auto..., que está en una playa de aquí cerca. —¿Querés la mía? —No, para nada. Enseguida voy... Al entrar en el edificio recibieron el saludo del empleado de atención general, que mostró cierta preocupación ante la presencia reiterada de ese allegado al Decano. Una vez en la oficina, Javier se adelantó y ocupó la silla del sacerdote. —Invirtamos posiciones —solicitó con rezagada prudencia. Kalil, sin más opciones que la de acceder, ocupó pesadamente el lugar que le era ajeno. El visitante, luego de controlar la accesibilidad de los elementos dispuestos sobre el escritorio, prestó atención a una reproducción que había sobre el marco de la puerta. La nave de los locos, de El Bosco, evocaba sus días de un modo especial.

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—Es raro que un cura tenga este cuadro..., incluso podría afirmarse que sólo es perceptible desde aquí.

Cuando en el día de ayer Malén había mostrado su dibujo, la fuerte asociación con el Arca de Noé dominó toda interpretación; sin embargo, el paralelo con la pintura que tenía delante le aportaba otro enfoque revelador. Se reclinó en la butaca, ¿es una nave a la deriva?, bien desearía admitir que esa nave guarda algún vestigio de esperanza para la humanidad. El bosquejo de aquella mujer entrometida le vino a la cabeza con bastante detalle. Miró de nuevo la obra del pintor holandés, ciertamente esa tabla a modo de mesa que nacía del palo mayor se encontraba en ambas composiciones, con la diferencia de que en lugar de un plato casi sin perspectiva había un tubo de pastillas. Buscó profundizar los puntos en común que podían darse entre las tres embarcaciones implicadas.

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—Lo tengo para recordar los vicios a los que puede verse acosado el clero.

—¿En el Arca del Diluvio había una pareja por cada especie? —¿Qué? —Por favor, es importante. Kalil tomó la Biblia y leyó del Génesis. —“De todos los animales limpios has de tomar siete de cada especie, macho y hembra.” San Agustín interpreta que son tres animales con sus hembras y el séptimo para ser ofrecido en holocausto. “Mas de los inmundos de dos en dos.” Javier trató de concentrarse en el resto de aquel dibujo en lápiz. Hubiera querido contar con él, pues corría el riesgo de suplir partes significativas. Eran cuatro hombres y tres mujeres, dos que no reconocía. La pregunta ¿quién será el sacrificado? me suscita intriga, pero no excesivo dolor. Javier empalideció de repente. Saberme fuera de la barca guarda un significado terrible, al menos para alguien que teme no ser reconocido por los demás. Más vale servir como ofrenda a un Dios ávido de sangre, que ser negado por locos o congéneres. Kalil lo observaba con preocupación, aún queda la posibilidad de pertenecer a los irreconocibles... ¿Qué estoy pensando?, que los locos son equiparables a animales. De haber alguna relación, debería ser con Noé, sus tres hijos y todas las esposas, ocho en total.

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—Además, qué me hace pensar que Malén sea tan perspicaz, aunque debo reconocer que el dibujo se veía como el de un experto. —¿De qué estas hablando? —los labios del sacerdote temblaron. Javier le contó sucintamente y después agregó: — “¡Viendo, pues, Dios que la tierra estaba corrompida, dijo a Noé: Acabaré con los hombres antes que ellos se acaben a sí mismos!” —Estás loco... —y yo no sé cómo responder (pensó Javier)—. De todas maneras, el arca bien podría interpretarse como la guía en medio de la catástrofe. —Dios nos ha legado las medidas para la salvación —Javier pretendía hallar una fuente de inspiración. —Los expertos opinan que ni la tormenta más atroz hubiera podido con un navío como ése —las restantes palabras de Kalil no llegaron a destino. La Biblia no emplea los mismos códigos que la ciencia. En Javier asomó el terror, o sea que la nave de Malén corre serios riesgos de acabar en el fondo de los océanos: su forma delata un destino prefijado, ¿acaso asumido? Sintió necesidad de ir a sonsacarle la verdad, pero también de encontrar un modo de acabar con tales augurios. Se levantó, su confidente lo hizo al mismo tiempo. —¿A esto te referías cuando en el camino admitiste que necesitabas hablar conmigo? Javier trató de concentrarse, lanzó un largo respiro y se dejó caer en la silla. —En realidad, lo que menos tenía en mente era hablar de barcos. —Contame entonces. No lograba despejarse. Las criaturas diabólicas e imaginarias asolaban el cuadro de El Bosco. Lo esquivó y con precipitación tomó el vaso de agua que le había servido su amigo.

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Javier, que creía haber encontrado durante la conversación con Juan y sus derivaciones una versión original de la teoría del caos, ahora no parecía tan convencido. Trató de recuperar ese espíritu de hallazgo, de saberse conocedor de algo que hasta entonces no le había ocurrido a ningún otro ser humano. Flaqueó, sólo a Kalil puedo confiar tal experiencia, la burla resulta ajena a su repertorio. Un pensamiento desestabilizador lo contuvo aún por un momento, pues el hombre que tenía enfrente conocía sus otros secretos y podía delatarlo a las autoridades. Debería expresarme sin demasiada convicción, apretó las cejas. Después de todo el circo que he armado, el disimulo suena ridículo. Tras una breve introducción del tema y la ocasión en que se había dado, agregó:

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—Despacio —le aconsejó Kalil al ver que el líquido desbordaba sus labios.

—Aquella situación me generaba complacencia, pero no la asumí como trascendental hasta hacer una lectura a otro nivel, en otro rango de emisión, a partir del cual cada concepto, cada movimiento o paréntesis, revelaba un orden que se descomponía a sí mismo. —Repetidas veces le pido al Señor que me ayude a encontrar la manera de convencerte de que estás sumergiéndote en un mundo alejado de la realidad. Javier tragó saliva, quizá me empeño en hallarlo fuera y evito una relación más íntima. Antes era más fácil. —Locos y cuerdos —se remordió para no decir genios— son extremos, pero quién está más cerca de la verdad, tené en cuenta que la verdad también es un extremo. ¿Cúal sería la propiedad que se mueve entre ellas? —Estás en medio de un juego de palabras. —Creo que sí, pero ¿sabés algo?, encuentro más vida en ese juego que en cualquier otra cosa. —Un día aseguran una cosa y al otro su opuesto, ¡vamos, Javier!, son enfermos, tomar en serio sus planteos no puede conducir a nada bueno.

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—Puede resultar peligroso... —se jactaba en su propia ironía. —Caos no es confusión —advirtió Kalil—. Además ¿cuánto es lo que él realmente dice y cuánto le has agregado vos de interpretación? Javier calló por un momento, tratando de recuperar la dimensión exacta de aquel realzado encuentro, tratando de quitar todo peso adicional a las palabras allí surgidas. Tras la especulación de una escena preparada, meditó distintas implicancias. Kalil le hablaba pero no conseguía prestarle atención. El posible plagio a las ideas de Patricio (alguien ajeno a él) o la reducción a una concatenación fortuita de hechos le parecieron facetas que ganaban en terror. —... Javi, tenés que tomarte un respiro, ¡apartate por un tiempo de ese lugar! Es casi seguro que eso bastará para que reconsideres las cosas. —Ya te lo dije, es donde mejor estoy. —¿Pero en qué quedamos —dijo el sacerdote elevando el tono—, lo que hacés es por los demás o por vos mismo? Lo miró con desprecio, sólo hay una persona que puede sacarme de dudas, alguien que pertenece al lugar, pero no está loca, ofuscamiento, pesadez en la cabeza. No debo recurrir a Daniela, sólo debo aprovecharla, se asustó de sí mismo. —Los seres urbanos necesitan de un momento para reconsiderar su posición, sólo pretendo darles eso, nada más —encajó el labio superior en el de abajo—, el después no es mi problema. ¿Habrá un nuevo comienzo?, lo desconozco... Es la experiencia de los siglos la que nos advierte sobre la urgencia de esta lucha... —No podés delegar el juicio de tus actos a la historia del futuro —momentos atrás, en otro contexto había reparado en ello, se preguntó por los caminos que el Señor elegía para probarnos—. Es el bien quien debe promover toda acción. —¿De cuántos errores seremos causantes, cuántas mentiras se nos atribuirán?

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—Necesito ver a Malén... —Yo te llevo —respondió Kalil, sorprendiendo a Javier. Además de retenerlo a su lado, correspondía dar pasos definitorios para la resolución de ese desquicio.

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—¡Esto es absurdo! —Kalil golpeó contra un estante con libros—, debería hacer que te encerraran y acabar ya con todo esto —juntó las manos, no debí haber dicho eso, sólo lograré que se aparte de mí. Llevó la mano hasta el hombro de su amigo. Acababa de descartar la posibilidad de que todo podía verse reducido a la mente de Javier, debía consultar con alguien especializado en el tema.

A pesar de la objeción de un principio, minutos después estaban en camino. Cuando ingresaron al Hospital, Javier le pidió a Kalil que aminorara la marcha porque había un tipo que tenía la costumbre de tirarse delante de los vehículos. —Puede aparecer por cualquier lado... Un grupo de peatones llamó la atención del conductor. —¡Cuidado! —fue el grito que bastó para que el sacerdote clavara los frenos y posibilitara la desaparición casi mágica de su compañero de viaje. Sin saber qué hacer, permaneció estático con la puerta del acompañante abierta, hasta que un pequeño ómnibus que venía por detrás lo pasó por la banquina y llenó el habitáculo de tierra. La escena se le hizo representativa del medio al que era empujado, donde lo borroso se acoplaba con el sabor crudo y ligoso, donde la aspereza se convertía en una cualidad del silencio. Finalmente siguió adelante y preguntó por la oficina del Director. En el sector de espera, su mente bregaba por encontrar la forma en que plantearía el problema, ... asumí esta conjura en el marco de una confesión, pero no se puede perdonar un pecado por venir..., la imagen de un hombre cualquiera arrodillado en un confesionario vacío golpeó en su cabeza, nunca buscó redimir su intención, sólo trató de involucrarme en su juego, acaso para probarme, sabía que tarde o temprano yo conseguiría convertir mi promesa de silencio en excepción. El rostro de An-

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selmo colocándose la estola, cumpliendo la liturgia de la confesión, lo hizo volverse hacia el respaldo, ¿cómo procedería un sacerdote como él en este caso...?, temo que mi esfuerzo por torcer las intenciones de Javier no haya sido el apropiado. Al levantar la mirada, se encontró con un hombre canoso de mofletes caídos, que se sentó a su lado y no tardó en hablarle por sobre el hombro. —Padre, creo que conozco el motivo que lo trae a este lugar. —¿En serio? —respondió Kalil, desestimando a su interlocutor, pero tratando de no ofenderlo. —¡Usted, más que nadie, debería saber escuchar! Acaso debo recurrir a pronunciar el nombre de Javier Martínez para acaparar su atención. Kalil se volvió rápidamente hacia él, la intervención de este buen hombre me revela la tremenda dimensión de esto... Tengo la impresión de que sus palabras han sido estudiadas, como si hubiera esperado mi venida..., dos veces estuvo a punto de hacer caso de la indicación que le hizo su interlocutor para que lo siguiera, parece afectado por una profunda depresión, un estado de sensibilidad y percepción extrema, ... estoy cayendo en la perspectiva de Javi. Cuando finalmente se decidió, se topó en la salida con un visitante que pareció querer decirle algo pero calló. Siguió hasta el árbol donde lo esperaba Patricio. —Debemos detenerlos, su amigo parece un buen tipo, pero el cabecilla del grupo es peligroso —dijo casi sin respiro. Kalil sintió que esta noticia confirmaba su intención de prevenir al responsable del hospital. —Si me acompaña, le pondremos al tanto de todo esto al director. —¡No pensará cometer ese error! —apretó las manos, Leopoldo sería el más perjudicado—, una situación de alerta no haría más que aumentar las dosis de tranquilizantes para todos. —Creo que podrían mejorarse las medidas de control.

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—La seguridad de este lugar es relativa y no mejorará, salvo las primeras noches, en que habrá un patrullero dando vuel-

Se sentía un griterío proveniente de la playa de estacionamiento de atrás. Kalil dudó si esta conversación había resultado conveniente. —Confíe en mí, trabajemos juntos en esto por un tiempo, todavía están en los preparativos. Si no resulta lo nuestro, tendremos tiempo de advertir a las autoridades. Tomó el crucifijo que llevaba consigo y lo apretó con fuerza, implorando una guía. Ese hombre podía revelarle el plan fuera del secreto de confesión. ¿Corresponde apelar a este recurso para llevar luz a este embrollo? Patricio se mostró intranquilo. Tal vez deba secundarlo..., ¿obedecerá su presencia a los designios de Dios? Bien podía tratarse de un enviado de los propios conspiradores. En ese sitio no había seguridad de nada. Estudió al hombre que tenía enfrente y desechó la posibilidad de pertenencia a un bando contrario. Debía darse más tiempo.

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tas. Por otro lado, el cargo de director está vacante y el subdirector es un inepto.

—No tiene que decidirse ahora, las dudas resultan comprensibles y necesarias. El sacerdote prolongó el silencio y luego le preguntó su nombre. Con la respuesta recibió un manuscrito. —Aquí puede hallar parte de mi vocación —se apartó un paso—. Es curioso: Guillermo, el cabecilla de ellos, intercepta casi todos los escritos que le doy a mi amigo Leopoldo —a veces también lo hace Juan, ¿cuál pasaría a ser entonces mi lector por excelencia?, miró alrededor y se marchó. Kalil respiró profundo y leyó un texto escrito con débil trazo: Una espina hiere el horizonte. Algunos se justifican sedentarios, humo, el sol debilitado en luz, arremete el calor. Los pobladores, cual sombrereros locos,

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ciertos iluminados inventan el Sauce, ante la distancia: reprimen, olvidan. Caen los refugios de la mente. De contener algún significado, se precisaba más de una lectura. Recordó que el auto se encontraba cerca del acceso. Patricio había rechazado desde un principio la posibilidad de participar en los recorridos por la ciudad, por lo cual eludió la playa de estacionamiento y se dirigió a su pabellón. Allí, próximo a una puerta lateral, en uno de los rincones formados entre unas divisorias de madera, entrevió que Javier tomaba por un brazo a Guillermo. Con vehemencia buscó la posibilidad de acercarse a oír lo que decían, pero el temor de ser descubierto lo marginó hacia su lecho. La concavidad de la almohada, la funda adherida a la respiración, el goteo lejano de una canilla lo enfrentaron al hecho de haber contactado al sacerdote. De ahí en más apretó los ojos y se cubrió con la manta por completo. —Vas a escuchar muchas cosas sobre mí —proclamó el interno mientras se soltaba—. Sos vos quien deberá juzgar: ¿lo que hago tiene sentido o pertenece al mundo de los arrebatos? Javier, consciente del apuro de Guillermo por salir y no perder su ubicación en el ómnibus, retrocedió hasta la pared. —No son muchos los que me quieren, pero me respetan, ¡saben que soy de fierro! —se acercó y le tendió la mano a modo de despedida. —La primera vez que aparecí por acá, Leopoldo y compañía me ayudaron a empujar el auto, ¿fuiste vos quien los mandó? —Javier también mantenía la sospecha de que previamente hubieran afectado el encendido del automóvil, pero prefirió callar. —En El Sauce se sabe reconocer de inmediato a cualquier extraño, se puede hasta diferenciar el motivo de su llegada. Claro que eso no cabe para Leopoldo y otros como él. Aquella vez, Guillermo se percató de quién se trataba al ins-

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La profesora de educación física dio la indicación a los dos enfermeros para que subieran y ocuparan sus lugares. —Nos vamos sin tu amigo —le dijo a Juan, que había luchado nerviosamente no sólo por cuidar el asiento que Guillermo quería, sino para distribuir los internos de acuerdo el plan.

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tante, ni bien el automóvil de Javier cruzó la entrada e improvisó detenciones y arranques hasta encontrar estacionamiento. Tras ello, otros comportamientos y descuidos confirmaron su calidad de asistente al teatro durante la intromisión de Leopoldo. Comparándose como un insigne estratega, había llamado a sus reclutas para instruirlos sobre las acciones a seguir.

—Está en el baño. —Ya verificamos en todos y no aparece — levantó la planilla que llevaba y marcó una cruz junto al ausente. Luego caminó hacia el chofer: Salgamos ya, pero a diferencia del primer viaje trate de evitar los virajes bruscos, ¡No quiero más vómitos! El conductor, con la incomodidad que había mostrado desde temprano, estaba a punto de cerrar la puerta cuando Guillermo saltó sobre el escalón y, tras saludar a la profesora, se dirigió a su lugar. Aquellos para quienes el viaje constituía una especie de práctica iniciática respiraron aliviados al verlo. Apenas cruzaron la barrera que limitaba el hospital, las ventanillas quedaron repartidas entre caras apoyadas y dedos que pretendían calcar las formas del exterior. Leopoldo, que se había sentado junto a Paco, detrás de la profesora y el menos robusto de los enfermeros, confundía su cometido de entretenerla con acapararla para sí. En tanto Guillermo, que había cambiado de ubicación en una oportunidad, encontró resistencia en la segunda posición. —Escuchame, “menos veinte” —lo llamaba así a Nicolás (el friolento) en referencia a su coeficiente de inteligencia—, tengo que hablar con estos amigos míos —el enfermero que ocupaba la parte de atrás le llamó la atención, él asintió y volvió momentáneamente a su sitio. Bastaron unas señas amenazadoras y algunos codazos de su compañero para que aquél comprendiera la conveniencia de

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ceder su lugar. El recorrido continuó con cortas paradas y en las principales avenidas pudieron constatar los rasgos propios de la ciudad: papelitos que se extienden con publicidades, los transeúntes diferenciados en esquivos, dóciles y coleccionistas; embudos de gente frente a los obstáculos, la lentitud incomoda a la masa; bocinas alrededor, el tránsito que pesa; reclamo en las pancartas, dolor en la limosna, el gentío que no se detiene; carritos con cajas hacia los depósitos, carteles y más carteles, personas con bolsas y paquetes. La pérdida del uno entre tanto movimiento, acumulación y el todo que satura. El hombre de la ciudad ya no decía, sólo escuchaba. Las imágenes respondían fielmente al relato que Guillermo les hacía llegar y, en ese marco, las directivas para oponerse a ese nefasto subsistir parecían sencillas de recordar. Durante la detención en la Plaza Independencia, si bien el grupo tuvo algunos contactos con artesanos, en general fue marginado por la desviación de aquellos que marchaban con maletines y pliegos. Entre las pocas excepciones, hubo un muchacho que paseaba varios perros. Fue entonces cuando Leopoldo fijó su mirada en las cadenas opresivas y, en un impulso incontrolado, se abalanzó contra el presunto tirano. Algunas correas se soltaron, otras alcanzaron a ser retenidas por uno de los enfermeros. Los locos se desperdigaron por la plaza tratando de alcanzar a los animales que se habían escapado. Todos eran libres, el aire deslizado en la corrida henchía sus pechos. Tal vez la situación había derivado de la indicación de mantener el impulso del ataque en el día de la toma o, por el contrario, se había debido a aquello que Guillermo temía, la facilidad de distraerse en otras cosas. Lo cierto fue que ni el propio cabecilla se preocupó por averiguarlo. Encaminado el regreso en el ómnibus, Raquel, la del alta crónica, se paró a mitad del pasillo con el objeto de animar el clima de tirantez. Los encargados del orden evitaron caer en nuevas reprimendas. La mujer, que así lo entendió, señaló en derredor, elevó una plegaria e invocó la encomienda implementada para los indios en el tiempo de la Colonia.

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—Todo ese caserío quedará bajo mi protección, la gente tra-

—¿Y cómo se supone que vas a defenderlos si no podés con vos misma? —gritó uno y rieron todos. La otra parte del discurso que ensayaba quedó truncada por el llanto. Malén rápidamente le cedió su rosario. Finalmente, cuando bajaban en el hospital, Leopoldo le pidió perdón a la profesora de gimnasia y la abrazó. —Gracias —le susurro al oído mientras otros levantaban ruegos para que el ómnibus los llevara de nuevo.

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bajará y me rendirá tributos para que yo los instruya en religión y los proteja de posibles opresores.

*** Tomás se encaminó decididamente hacia el edificio donde se encontraba la Dirección del hospital. La última conversación sostenida con el doctor Pontalis, sin la presencia de su hermana, le había suscitado una sospecha repugnante. —Quizá debamos enfrentarnos a una situación generada en el propio nosocomio —había deslizado el médico entre muchas líneas. La posibilidad de que alguien hubiera abusado de su hermana incrementaba sustancialmente sus sentimientos de culpa. Ante la pregunta directa, el psiquiatra intentó revertir cualquier mala interpretación surgida de sus palabras. Atribuir una situación de ese tipo a la mente de Elena, con la suposición de haber llevado la masturbación a extremos confusos, le parecía inadmisible. Veía en ella una persona totalmente pasiva. No estaba dispuesto a esperar, debía investigar por su cuenta, buscar urgentemente la respuesta, alguien capaz de aprovecharse de un enfermo debía mostrar indicios. De pronto se topó con un sacerdote y su mirada se clavó en él, quién más indicado que un cura para orientarme sobre los que rodeaban a Elena, la puerta quedó suelta y se vino contra él. La detuvo cerca de su cara, tengo que calmarme, actuar con reserva, qué me hace suponer que trabaja aquí, trató de recuperar el ritmo nor-

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mal de la respiración. Dio unos pasos, no conviene prevenir a los directivos y menos poner en alerta al implicado, si es sólo uno. El odio volvió a correr por sus venas. Decidió tomarse un momento más, hacer como que buscaba algo entre sus notas. ¿Y si mi presunción resultara injustificada? Un interno, con un sombrero de general hecho de diario, se puso a hacer guardia frente a la secretaría. Las noticias volaban de su cabeza.

Casi de inmediato apareció un hombre tuerto con un pedazo de diario arrugado. —Me rompiste la foto de Boca Campeón para hacerte un gorro. —No, no, si es la primera plana... —¿Y dónde crees que está la foto de Boca? —comenzó a enrollar la hoja que traía. —Es un diario viejo... —Sacate el sombrero —señaló amenazante. —Me lo impide el honor —levantó el brazo para resguardarse el rostro—. —¡Te voy a matar! —proclamó mientras tiraba el primer garrotazo de papel. Ambos salieron corriendo. Tomás había escrito en esos días sobre el héroe, pero le había costado definir el sentido que guardaba hoy. Esperanzados en ganarse su lugar como compañeros de pe-

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El primero toma una pequeña espada, de unos cincuenta centímetros, hoja recta y punta aguda, dos cortes, a la que llama “gladius”. En su otra mano porta un escudo decorado con un águila emblemática. Ejecuta entonces movimientos enérgicos, heredados de la época imperial, que revelan una estocada más poderosa que el corte. Tampoco falta el grito de “¡Roma Victoris!”, bajo el cual la sangre recupera el fervor de los siglos de extensión.

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ligro, a la mañana siguiente se presentan ante él portando las armas que les son favorables.

Sigue un arquero que atribuye la certeza de sus tiros a la observancia de los preceptos de Mahoma. Un hombre atlético de cabellos claros corre entonces hasta una lanza clavada en la tierra. La levanta, el extremo metálico muestra una hoja de olivo, lo limpia con la piel de su palma. Prueba su peso y asegura haberla encontrado en el punto más distante que han alcanzado los griegos. Tira con fuerza. Al instante otro miliciano toma una honda, la hace girar sobre su cabeza y suelta el proyectil. El impacto da contra un pilón, que al desplomarse resuena como el pesado cuerpo de Goliat. Así llega el turno de un español que extrae de un estuche un arcabuz, lo carga y apunta, mas cuando se dispone a disparar, el Héroe le ruega que se detenga. Aquellos que siguen en la fila, entienden que no les llegará el turno. “He contemplado con ojos atentos vuestra muestra de fuerza e ingenio, pero de todas las armas que habéis empleado, no he sabido reconocer ninguna que tenga punta de piedra o cuerpo de caña; tampoco puedo distinguir ninguno que porte nuestra afamada estólica. Como un aura huarpe, esta revelación guarda un significado profundo, prueba una vez más el sentido de este tiempo de espera. El haber vivido en distintos hombres para llegar hasta aquí hace posible la suma de vuestras experiencias.” Eleva sus manos y los tambores suenan, propagan su llamado en todas direcciones. No anuncian guerra sino un Nuevo Orden. En el derrotero del hombre que se hacía héroe, hubo un tiempo en que debió librarse del dominio de la tierra y ser nómade.

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Ahora el poder implica mayores complejidades, es necesario avanzar y susurrar al oído de las gentes de libre pensamiento. Cuando la secretaria lo reconoció a través del cristal, lo hizo pasar de inmediato. —El subdirector debe estar por llegar, ¿desea ponerse cómodo y esperarlo? —aclaró señalando una silla delante de su escritorio. Tomás hizo caso de la sugerencia. Se presentaba la oportunidad de indagar con alguien cercano a la estructura interna del hospital. Tras responder sobre el estado actual de su hermana, aclaró que necesitaba conocer de cerca a quienes la habían ayudado y podían aportarle ideas de sus necesidades. En lugar de revelaciones, sólo recibió evasivas y comentarios aparatosos de lo que debía ser la vida en Barcelona. No tardó en cuantificar el grosor de los distintos expedientes y percibir el aroma a papel cansado, permanecer aquí sentado es dar cabida a la versión oficial, es renunciar y conformarme, la silla se tornó estrecha y dura, la respiración le pesó, es hora de preguntar, de saber, de andar por los rincones..., se levantó y, después de justificar su imprevista partida en una indisposición pasajera, salió en busca de la verdad.

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Patricio despertó de su letargo y enfrentó la medicación que le pasaba la enfermera. Luego de tragar se puso boca abajo, con las manos hacia delante encontró los barrotes de la cabecera, la lisura del caño contrarrestaba con los restos de la pintura. Se soltó y giró sobre sí, su mirada se topó con algunos machimbres descolgados del techo, restos de filtraciones y un tubo fluorescente cubierto de polvillo. Cerró los ojos, el sudor se extendió entre sus dedos, trató de obviarlo y recordar el texto que le había pasado al sacerdote. Se levantó apresuradamente y buscó entre sus cosas, acumuladas en una caja de cartón. No tenía copia, así que reconstruyó la idea en el primer papel disponible que encontró: “Un noble aventurero sumido en solemnidad escoge un sitio sobre la tierra, su dependiente acerca el poste fundacional. Una espina hiere el horizonte. La sucesión de esfuerzos remata en una forma improvisada, una aldea que bregará por sustento y estilo. Algunos se justifican sedentarios,

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las unidades habitables se multiplican hasta generar un núcleo donde el calificativo de urbano se torna sinónimo de monotonía capciosa y superposición. Tarde o temprano el relieve artificial se impregna de humo, entonces el sol debilitado en luz baraja opciones: arremete el calor. Los que insisten con estas descripciones las vuelven reiterativas, asfixiantes. La ciudad como una hoguera de espectros tramita un ritmo que esteriliza la vida. El ambiente es hostil. Los pobladores cual sombrereros locos, ¡Carroll, un grande! Tras él, ciertos iluminados (tal vez con una intención aparente y otra efectiva) inventan lugares como El Sauce, espacios próximos al libre albedrío, a la realidad de otros mundos, pero ante la imposición de la distancia: reprimen, olvidan. Ante ello, gente despiadada como Guillermo ejerce el hostigamiento. Siempre hay Guillermos que atentan contra la esperanza que cabe en estos escondites. Caen los refugios de la mente. De no abrirse un paso, una crujía, todo esto se contaminará.” Miró el papel y trató de reprimir el deseo de destruirlo. Pensó en el derrumbe de las frases largas, en cómo sus textos se volvían complejos. Sus manos temblaron. A veces resultaba peor, las oraciones quedaban interrumpidas antes de la palabra que cerraría el concepto y le daría significación. En Leopoldo había encontrado un intérprete, para nada experto por cierto, pero que bajo su guía se mostraba interesado en penetrar ese mundo paralelo, en abarcar esos datos aparentemente incompatibles. Se puso de pie, llevó sus manos al estómago, una puntada lo obligó a arquearse sobre éste. De pronto se sintió rodeado por la nada absoluta, el televisor del pabellón vecino le llegaba como un rumor lejano. El error cometido al detener a Kalil frente al despacho del subdirector parecía provenir no sólo del egoísmo que sustentaba su relación con Leopoldo, sino de los deseos de protagonismo. —He empezado a perder mi identidad —dijo en voz alta. Su necesidad de consideración había primado sobre la sensatez y el miedo a Guillermo. Desesperadamente buscó compañía. Lo guiaba el sonido electrónico de la TV. Cuando entró a la sala, algunos internos que in-

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sistían en comentar la experiencia del viaje eran silenciados por quienes permanecían atentos al desarrollo de una telenovela. Sentirse rodeado de gente lo reconfortó apenas un instante. El grado de atracción que la pantalla, con acciones monótonas y diálogos repetitivos, generaba en los oyentes lo indignó. La opción de tomar a uno por uno y zamarrearlos le pareció autoritaria. —Esto es —dijo en voz baja al que tenía más cerca— llenarles la cabeza con cosas de medio pelo, proyectar un rompecabezas de piezas limitadas que pueden encajar de cualquier forma. Ante la falta de respuesta, imaginó un ejército de personas frente a una pantalla gigante que abarcaba un camino sólo de ida. Se acomodó en un costado y dormitó hasta que la bocina del ómnibus trayendo al segundo contingente lo sacudió. *** Javier había ido a su casa en busca de algunas pertenencias personales, cuando tocaron a la puerta temió que se tratase de alguna vecina dispuesta a saludarlo y averiguar sobre su paradero, sin embargo se trataba del cartero que traía una carta del banco. Se la entregó y luego de marcar una cruz en una planilla se la pasó doblándola sobre sí misma para rigidizarla. —Debe firmar aquí. —Espere —le indicó alejándose un poco y tomando sólo la birome. Dio vuelta el sobre y en el casillero de devolución tildó: DESCONOCIDO. El hombre, cuya carga de correspondencia se balanceaba delante de la bicicleta, no comprendió y trató de insistir. —Por favor —agregó mientras le regresaba la carta y la lapicera. Se despidió, cerró la puerta y, al encontrarse de frente con la casa vacía, pensó que la vida había resultado una receta: estudiar, trabajar, casarme... ¿Tal vez la insistencia de mamá, o la

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*** La sombra que proyectaba sobre el escritorio se le hizo recurrente. Habían pasado dos días desde su conversación con Patricio, dos días de intranquilidad, de vigilia absoluta.

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falta de entusiasmo por otras cosas?, sea como sea ya no estoy aquí.., únicamente cabe admitir mi preocupación por Irina.

Kalil volvió sobre el texto del Archivo Eclesiástico: “Amenazada la Provincia de ser atrozmente invadida...” En aquel caso, el clero secular definía la fuerza de ataque indígena como “enemigos bárbaros”. No pudo menos que comparar ciertas circunstancias. Desfigurado, observó la pila de los diferentes documentos recopilados. Precisar el papel de la Iglesia con respecto a las tribus más combativas y en medio de las contiendas intestinas entre federales y unitarios requería cuidado y atención, dos cualidades perdidas desde la aparición de Javier. Decidió llamar a Anselmo, él sabrá darme consejo. Lo encontró después de dos intentos, pues había pasado la mañana con la familia de un bebé que debía ser operado. Mientras atendía el conmovedor relato de la bendición dada al pequeño, Kalil supo leer entre líneas y comprendió que no sería necesario el planteo de sus inquietudes. El Señor le había hablado a través de aquellas palabras, le había ofrecido su guía. La emoción lo abordaba. Minutos después llamó al hospital y pidió hablar con el subdirector. No usó términos concluyentes sino más bien preventivos y, tras la promesa del funcionario de tomar algunas medidas inmediatas, acordó una reunión para el día siguiente. Luego de colgar, Kalil observó el calendario. A principio de año, había marcado esa semana como la destinada a sus ejercicios espirituales. Se puso de rodillas y rezó el credo niceno-constantinopolitano. Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible...

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LOS PARÁMETROS SUCUMBEN… Z, la última letra de este alfabeto.

A

tardecía, por dentro y por fuera. Abrió un espacio entre las dos líneas de alambres de púa y se introdujo en la finca. La bolsa donde llevaba algunas pocas pertenencias quedó enganchada. Sólo atinó a tironear y quejarse de su suerte. El plástico se abrió por entremedio del logo de un supermercado, la cajita con su cepillo de dientes cayó sobre la tierra. Dejó el paquete colgando y la buscó mientras sonreía ante la ocurrencia de haberla traído. La antena de la casa ubicada al fondo del callejón fue alcanzada por el último rayo de sol, destello premonitorio que precedió los aullidos y la carrera desbocada de unos perros que arremetían contra él. Giró sobre sus piernas y corrió. La distancia se tornaba excesiva ante la proximidad de los ladridos, los hocicos mascullaban el polvo que levantaba. Cruzó la hijuela y todo quedó atrás, los animales se detuvieron abruptamente y pronunciaron gruñidos que decayeron hasta el silencio. Apoyó su espalda contra el tronco de un árbol y trató de recuperar la respiración, los guardianes de este mundo siguen sin reconocerme, temblaba, ¿podré soportar una noche en este lugar? Ocultándose entre sombras y espejismos, se aproximó a las dependencias donde debía asilarse. Una vez en el acceso, apoyó el oído en la puerta, el distender de algún mueble, el vacío. La madera se estaba descascarando. El deslizar del viento le acercó un gemido, una pena gutural que blandía el pecho, un llamado sin respuesta, una cita con la omisión. Acercó la mano al picaporte, ¿habrían logrado acceder a la llave? la mano le resbaló haciendo que el mecanismo de apertura saltase y emitiera un chasquido intenso. Entró. La luz de una habitación al final del pasillo lo guió hacia su destino.

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Una silla con el tapizado roto le signó la espera. Desde ese rincón siguió las piezas metálicas que emergían de abajo de la camilla. Llegó a unas correas y a un cobertor resquebrajado. Rechazó la idea de un hombre o una mujer allí amarrados. Una sílaba que brotó de la nada lo llevó a buscar el sector más apartado de la lámpara. —Ahora ambos estamos encubiertos por la noche. No distinguió la voz. La campanilla de un teléfono sonó en uno de los consultorios de adelante e insistió por largo rato. Tras un instante el sonido repercutió de nuevo en sus oídos, sería absurdo pensar que es para mí, que es Kalil tratando de dar conmigo. —¡Nadie de nosotros responderá! —un viejo con la boca y el mentón perdidos entre las arrugas, con cejas y pelo arrebatado, lo indagaron desde el corredor. No le preocupó el visitante, el timbre resultaba más poderoso. Imaginó que alguien profundamente consternado trataba de comunicarse sin saber de horarios, alguien obedeciendo al tiempo de su necesidad, ajeno al curso de la llamada, ¿insólita combinación de números y enlaces? Detesto los momentos en que no puedo controlar el pensamiento, aunque siempre pareció abrir alas, ¡debería contestar!, ir tras los rastros de esa llamada..., se tomó la cabeza. —Nunca terminará de sonar, aunque parezca que se detiene. Me llamo, o mejor dicho dicen que me llamo Ortiz, en realidad no lo sé porque todo es consecuencia del ECT. De don Ortiz algo le habían dicho. ¿“Ect”?, tal vez quiera decir: etc., etcétera, una convención de lo que se omite, una abreviatura que da por entendido demasiadas cosas...

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—Al principio, desborde de sensibilidad: un reflejo impotente —el anciano hablaba mientras deslizaba los pies por las ranuras del piso—. Mucho después con dudas, con dudas y temor, con dudas y dolor. Dificultad en el ejercicio de la dimensión humana. Búsqueda del entorno, una piedra, un charco de agua, un pájaro olvidado, una casa a punto de demolerse, un trabajo perdido. Más ruptura, más aislamiento, rebeldía contra los que

Javier, que creyó entenderlo mejor que nadie, buscó su propio paralelo, pero el repaso de un proceso de exclusión demandaba severos riesgos. Prefirió atender a las palabras de aquella suerte de discurso. Un juego de letras en su mente, palabra: LIBERTAD; cantidad de letras: ocho: letras sueltas danzando: L, I, B...; recombinación total: imposible (al menos hasta aquí); palabras contenidas: DEBATIR, hay quienes la debaten y la fingen; LIRA, inspiración; DAR, su sentido más básico; ARTE, me gusta que la incluya. ¡Otra palabra de aquel discurso!: COMUNICACIÓN, propuesta aparentemente simple, quitando escasas letras queda: COMUNIÓN, el sentido participativo, tal vez el fin mismo de su significado; COMÚN y UNIÓN (cada una por su lado), ciertamente evidentes. También se puede formar: CANON, la exigencia de una regla, de un precepto que la torna lejana, impersonal. No debería incluir: MUNICIÓN, ¡palabra terrible en las circunstancias que vivo!

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marginan... —pareció perder las palabras, seguir en vacío, pero se recompuso—, ... la vuelta al sentimiento a través de los sin razón. Indicios de libertad. Paredes que la rodean, agujas que la invaden. La imposibilidad de comunicación franca... y después no me acuerdo... —agregó mientras se pasaba una manga por los ojos.

—Dicen que no tengo memoria, pero lo cierto es que ellos — señaló con la mano en dirección de la camilla y agitó el dedo en círculos— me la robaron acá, por eso vengo a este lugar, para recuperarla. Las sienes apresadas entre electrodos, las correas rasgando el cuerpo, una varilla penetrando la boca, hiriendo la lengua, una corriente que invade el ser, lo despoja de su unidad y lo doblega, lo estremece. —Una vez me quebré un brazo, ¡hijos de puta!, se las debo. Tanta fuerza hice —se miró la musculatura del brazo, alicaído entre las ropas. Javier se llevó la mano a la cabeza, el viejo está en lo suyo y yo en un juego que me evita pensar. En mi caso, ¿de qué vale el entendimiento, la justificación?

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—¡Oiga!, ¿quién es usted, qué hace en medio de mis recuerdos, en el centro de ese pasado perdido? —Nada — respondió, con la garganta seca, permanecer ajeno, como digno representante de la sociedad actual. Estar atento a la realidad supuesta, pero no a sus actores. Suspiró y se corrió ante la proximidad de don Ortiz, ¿cómo se juzgará una gesta comprometida con la locura?. —Para los médicos, somos sujetos representativos de una enfermedad, un caso calcado. Por eso me practicaron el ECT — al ver que Javier se apartaba nuevamente, lo sujetó por los hombros y lo sacudió—, ¡electroshock muchacho!, ¿entendés lo que son esas letras? —el viejo se desplomó sobre la camilla y Javier no supo si consolarlo. Sus ojos se nublaron, la oscuridad se tornó demasiado próxima. Tras la apertura de una puerta, unos pasos encubiertos avanzaron por el pasillo. Don Ortiz luchaba por contener el llanto. Guillermo apareció por la puerta con una bandeja entre las manos. Malén lo hizo un poco después, replegándose en el vano del marco. El tubo fluorescente titiló al compás de pequeñas descargas. Javier reparó, recién en ese momento, en que la habitación no tenía ventanas, sólo había una pequeña abertura en el techo. Don Ortiz, luego de erguirse, lo miró fijo a la cara y logró el cometido de hacerlo sentir un fraude. Tras disponer un plato de comida humeante sobre una pequeña mesa móvil, Guillermo invitó al huésped a que se sentara. Éste se vio asaltado por la imagen de Irina en su sillita de comer, el rechazo a un pote de colado era desesperante, sus ojitos clamaban comprensión, sin embargo di la vuelta y me alejé. Ahora soy yo el que clama por auxilio, pero no tengo a quién mirar. Hundió la cuchara en esa mezcla imprecisa de alimentos, rechazarla sería como rechazarlos. La llevó a su boca y trató de disimular la sensación de asco. Malén recriminó a sus compañeros: —No pueden darle esa porquería. —Este plato es parte de los que somos —aclaró Guillermo. Don Ortiz se marchó—. Dejá de complicarnos y traé un vaso.

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Javier apuró la ingestión, si no soy capaz de esto, ¿cómo

—Gracias. —De nada —respondió la mujer regresando a su lugar primitivo. Javier recordó que no había vuelto a ver el dibujo de la embarcación. —¡No tenemos postre! —aclaró Guillermo, mientras apagaba la luz. De nuevo la lámpara, las sombras y algunos gritos (aullidos) aislados. Un mareo, ¡por favor, un barral, algo de lo cual tomarme! silencio.

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puedo pretender otras cosas? Malén depositó una taza con agua al costado de la bandeja, que él acabó en dos tragos.

—Esta camilla no es demasiado cómoda pero te vendrá bien para pasar la noche. Tras un portazo, Juan entró corriendo. —Panchito, en el baño de atrás, ¡está todo ensangrentado!, Leopoldo lo tocó, ¡todos nos vamos a contagiar! —¿Por qué?, ¿qué pasa? —preguntó Javier mientras Guillermo salía detrás del recién llegado sin decir palabra. —Tiene sida —aclaró Malén, que también se fue. El frío corrió a través de su columna vertebral. La cama matrimonial, Marcela a su lado en la oscuridad, es hora de que Irina deje la pieza, tiene que dormir solita, ¿cuánto tiempo llevábamos sin relaciones?, no sólo las carnales. Tosió. Debo olvidarme de todo, liberarme del ayer. Ya no puedo volver aunque quiera, se levantó en busca de más agua. Silencio y soledad, testigos de la incomunicación absoluta. Forzó la canilla, el agua cayó a borbotones sobre la pileta y resonó en todo el lugar. El aislamiento no cesa en presencia de la gente, a lo sumo disminuye de intensidad. Su pensamiento iba tras el campo abordado por Ortiz. Las aceleraciones y desacelareraciones de un vehículo lo alcanzaron con una carga adicional, se llevan al herido. Se enjuagó las manos. Dentro de la aparente comunión (COMUNIÓN) del trato se entrecruzan los intereses personales. Cerró la canilla, no había con qué secarse. Lo aparente avanza, conquista territorios. Se dispuso a contar con los dedos. En la vida la-

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boral, la dependencia de un ente virtual cada vez más anónimo y ambicioso propicia jefes gesticuladores y compañeros inescrupulosos. En el mundo de las relaciones sociales, los amigos quedan atrás, la familia admite categorías y el fastidio se disimula. En la casa (la que decidí abandonar hace unos meses), la experiencia de compartir responsabilidades confluye a la escabrosa administración de gastos. En este burdo escenario, estos locos sólo persiguen el objetivo de hacerme creer que están cuerdos... Cerró las manos. ¿TODO es MALO?, caminó de un lado a otro, ¡NO!, tampoco es así (tan extremo). Levantó la vista hacia la claraboya, necesito aire, espacio... Ni siquiera dispongo del lugar que pretendo generar para los habitantes de la ciudad. Se rió irónicamente, me escapo de la pregunta esencial: ¿unas pocas horas acortarán la distancia que separa a sus hombres?, se tomó la cabeza, seguro que no, tragó aire en seco, pero lo importante deberían ser los gestos... La puerta del pasillo se volvió a abrir, ¿a qué me estoy forzando? Javier necesitó anticiparse al destino y salió al pasillo, en medio de las sombras Leopoldo con la ropa embebida en sangre venía hacia él. —¡Quedate ahí! —le gritó con evidente desconcierto—. ¿Quién te mandó?, ¿Guillermo? —No sé, de lo único que me acuerdo es que traté de agarrar el cuchillo con que Panchito se limaba las venas. —¡Por Dios...! Sintió repudio por el cuadro que había rodeado la acción de Panchito, alguien desconocido, un hombre sin rostro que me llegó a través de su sangre. Leopoldo seguía quieto. ¿Hasta dónde Guillermo me pone a prueba?, ¿hasta dónde este mundo de locos es realmente así...? Lo acompañó a lavarse y mientras buscaba algún trapo para ofrecerle entraron Malén y Selene. —Ya le pusieron suero y se ha estabilizado —anunció con un canto que llevó a Selene a desplegar los brazos en el aire y girar. —Pensé que se lo habían llevado en ambulancia. —Lo habían cargado a la camilla, pero el tipo es fuerte...

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Confió en que Malén no le mentía. La otra mujer seguía inmersa en sus movimientos. Daniela la había mencionado, lee y

—Ayer entendí lo que me pasó en el bar —Malén se le acercó y bajó la voz—: Resulta que los remedios estaban vencidos. Es un error grave, pero prefiero seguir aquí —aclaró al prestar atención a Selene.

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comprende pero no puede pronunciar palabras, ¿por qué se negará a aprender el idioma de los sordomudos? Selene elevó los pies, los extendió hacia delante y brincó: sueña con la libertad. Tras unas piruetas, el ritmo disminuyó. Se abrigó con un saquito desgarrado y se retrajo: el mundo volverá a vivir un período de ocultismo, de reclusión.

Leopoldo usó un guardapolvo para secarse. Un llamado llegó desde afuera. —Ése debe ser Paco —aclaró el grandote—, no entiende lo que es ser discreto. A Javier le preocupó tanta animación a su alrededor. Con apuro acompañó a Leopoldo hasta la salida. —Espero que sueñe lindo. —Gracias. Paco guió a Leopoldo fuera del alcance de las farolas, luego volvió corriendo. —¿Sabe una cosa? —dijo agitado—, la diferencia entre la realidad y el sueño es sólo una cuestión de consistencia. Tras una seña, fue seguido por ambas mujeres. Javier se quedó solo y recién cerró la puerta cuando ellos se perdieron en la oscuridad. *** Relato I Se deja ir en cada movimiento de preparación, se consume en un rito que le haga posible el límite máximo de la concentración: la mente en blanco, olvidarse de la división entre hombre

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y máquina, conjugar la sensación de unidad. Sopesa el casco, lo levanta hasta su cabeza y se estira junto a la moto. Lentamente la empuja hasta el partidor. Entre la tensión de las antiparras, calcula la trayectoria de la placa al caer. Monta, vierte su aliento sobre el manubrio y tantea el pedal. Parte. Tras la aceleración corrige la trayectoria entre patadas y brazos que se estiran. Logra anticiparse a los toques, elude las huellas formadas y encara la primera meseta. Sube con el viento (sshhh...) y, tras un instante de suspensión, de liberación total, cae por dentro, cae por fuera. Toma la curva a la izquierda, una loma, la curva con peralte a la derecha. Las luces iluminan el circuito. El público, emplazado detrás del alambrado, llega sólo como bullicio. Un hombre vestido con una bata celeste se cruza delante. El viraje es violento, el cerebro le tambalea dentro del cráneo. El intruso vuelve sobre sus pasos, el golpe parece inevitable. En medio de plásticos y metales que estallan contra la carne, su cuerpo se desliza desde el sillín hacia el tanque de combustible. El cuadro y las ruedas se le ondulan sobre el cuerpo tendido. Estremecido por el dolor que asciende desde los testículos y lo lacera en los músculos que ciernen parte de sus huesos partidos, se ve cubierto por una nube de polvo y sudor. Flashes que le apuntan, su vida en un instante, a escasos pasos el rojo de la muerte abraza un bulto celeste de paño. —¡Que nadie lo mueva! —la camilla apenas se abre paso entre la multitud. No escucha, es incapaz de encontrar una palabra, un vocablo, intenta levantar la cabeza, lo controlan, pretenden inmovilizarlo. *** El sol apenas entonaba el horizonte. Juan había recibido la instrucción de levantar al huésped y ordenar el recinto antes de la llegada de los médicos. Cuando entró a la habitación, fijó su mirada en la espalda de

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Javier, totalmente indefenso, tal como anoche estuvo Pedro, enrolló el diario que traía, éste jamás será de los nuestros, sus manos elevaron una maza inexistente. Esperá, pensá..., no puedo. Entonces acordate de Guillermo. ¿Qué más da?, tomó impulso y dio contra su oponente. Javier se sintió extraviado, dividido entre su cuerpo y el vacío. Sus piernas lo llevaron a tomar distancia, sus manos exploraron la región golpeada y su mente trató de situarlo en el epílogo de una noche que había transcurrido entre la expectación de nuevas visitas y sueños que en su momento asumió como lúcidos y reveladores. Giró y buscó a su agresor. —¿Qué pasó? —atinó a preguntar mientras observaba las hojas del periódico dispersas por el piso. —¡Ustedes, los de afuera, son todos iguales...!, anoche mataron a Pedro pero las noticias ni siquiera mencionan el hecho. Intentó recuperar el ritmo respiratorio, ¿quién es Pedro?, ¿cómo me defiendo de este tipo?, levantó el mentón y estiró las palmas a lo largo del cuello, anoche: ruidos en uno de los edificios, un vehículo entró y salió rápidamente de la playa..., ¿nada más?, ¡por Dios! Malén entró corriendo y descargó sus manos contra el pecho de Juan que, tras contener el impulso inicial, bajó los brazos. —Seguro que es por lo de Pedro —levantó el diario—. ¡No todos los locos entienden!, hay algunos como éste, con la cabeza de leño —llevó sus dedos acurrucados hasta las sienes del aludido. Tras llenar un vaso con agua para Javier, comentó que en el lío de anoche un loco se escapó para ver la carrera de motocross que había en el circuito de Saucelandia. —Pedro siempre quería sacar fotos, las mejores. Bueno, ahora llegó el momento de irse —ayudó a Javier a acomodarse un poco y lo guió hasta la salida bajo la mirada taciturna de Juan. Cuando salía por detrás de una formación de árboles, alcanzó a divisar entre las luces de la entrada que una ambulancia se detenía. Los hombres de guardapolvo blanco abrieron entonces las puertezuelas de atrás y los pacientes corrieron desde los dis-

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tintos pabellones hasta el lugar. ¡El último adiós a un amigo!, los vio extenderse dentro de la cajuela, abrazarse desconsoladamente, volver a asomarse y llorar de a dos o de a tres. Serán tan extraños de sí que buscan la cercanía corporal de los otros. No hubo ningún desarreglo, los lugares fueron respetados por un orden que atribuyó a una mayor o menor relación con el muerto. Javier recordó que debía retomar el camino por el que los perros lo corretearon. Guillermo se presentó antes que saliera del complejo, traía un saco de plástico con sobres adentro. —¿Qué traés ahí? —Enseguida lo vemos —lo condujo a un reparo—. Antes, me gustaría que habláramos... —¿Del plan?, ¿de cómo digitás las situaciones...? —Entiendo tu enojo, pero vuelvo a insistir: tenés que estar preparado para todo... De la resolución del imprevisto depende el éxito. Tomó distancia. —En lo nuestro no hay propuesta..., sólo hay boicot. —La hay pero no de un modo explícito, debemos confiar en que habrá cronistas capaces de interpretar esta gesta como la consecuencia de un proceso histórico y revelador, hombres preparados para mostrar el nuevo horizonte, hombres que precisan de la oportunidad. Eso es lo que les daremos. Y tras un instante de profunda concentración agregó. —Es probable que haya alguien previendo esto. —El caos es fácil de presagiar, y la toma tenderá a eso —sentenció el corredor de seguros. —No me refería a eso pero, si así fuera, debemos lograr que el mismo sea lineal, casi previsible, por decirlo de algún modo. Javier trató de hallar nexos, relaciones entre las recientes vivencias y su adaptabilidad a un contexto extraño. Tampoco faltaron consideraciones sobre la contingencia de que alguien acoplara el suceso a sus propios fines.

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—¿Y el factor sorpresa? Guillermo recordó un episodio histórico: con el objeto de neutralizar el poder de los templarios, Clemente V envió a sus soldados sobres lacrados, con la instrucción de no ser abiertos hasta el viernes 13 de octubre (de 1307). —Sincronización más contundencia. Hay un sobre adentro de otro —aclaró mientras buscaba en la bolsa y extraía un disquete—. Aquí hay un correo electrónico que deberás enviar durante el anochecer previo. Basta esa dirección, de ahí en más se reenvía solo.

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—Las cartas deben enviarse una semana antes del día programado —dijo, aludiendo al contenido de saco.

Javier tomó la bolsa y salió. Esta vez, en la finca de al lado, sólo halló silencio y desazón. *** La indicación del plano le había dado una falsa idea del lugar donde se dirigía. Luego de girar desde el Carril Sarmiento a la derecha, las líneas de las calles se estrecharon y se hicieron de tierra. Los números de las casas estaban pintados en los medidores de energía eléctrica, pero obedecían a una secuencia caótica. Tomás buscó el 243 hasta que finalmente lo encontró entre el 423 y el 234. Ni bien detuvo el automóvil que había alquilado hacía unos días, se presentó ante él un hombre con un tarro plástico. —¿Va’querer que le lave l’auto? Dudó, fundamentalmente por el tiempo que tenía previsto. Levantó la vista y no tardó en comprobar que era motivo de demasiadas miradas, muchas que llegaban desde más allá de una encrucijada a partir de la cual el camino se tornaba una huella indescifrable entre casillas de madera. —Sí, sí, está bien.

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A falta de un timbre, golpeó en la puerta y, al volver unos pasos sobre la vereda de hormigón carcomido, contempló cómo el agua que corría por la acequia de tierra servía a la limpieza del coche. —¿A quién busca? —preguntó una voz gruesa de mujer, por detrás de una celosía. —Disculpe, me informaron que aquí vive el señor Montalbán. —Sí, aquí es, pero está durmiendo. ¿Qué quiere con él? —Sé que trabaja en el Hospital y que podría ayudarme con cierta información. —Ya le dije que está durmiendo. —No importa, lo espero. Además me están lavando el auto —las hojas de la celosía se entreabrieron un poco. —¡Ah sí!, el viejo Fermín no pierde el tiempo, es capaz de lavarle hasta la bicicleta a uno. Tomás se apoyó en un poste de alumbrado, el cinturón que envuelve a la ciudad se hace más grueso y aprieta, no son sólo las formas, son los códigos que manejan, si es que los hay. Un muchacho, con una postura indiferente y ofensiva a la vez, pasó haciendo girar una navaja por el aire. Tomás miró a Fermín, que sonrió entre medio de sus dientes faltantes, ¡quizá este tipo me haya salvado!, aunque también puede ser que esto no acabe aquí, que sea sólo cuestión de tiempo, el automóvil pareció inalcanzable, trató de idear la mejor manera de escapar. La puerta de la casa se abrió y un hombre gordo, con el rostro sin rasurar, le indicó que pasara. —El señor Roque, el que está en la barrera de entrada, me dijo que lo viera. —¿Y cuál es su duda?

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—Más que duda, es una espina que me hiere en lo más profundo —al notar el cambio en su tono, fue consciente de que el sentido de su visita podía más que las circunstancias que la rodeaban—. Necesito saber quién es el degenerado que se ha aprovechado de mi hermana.

—Temo que no —evitó entrar en detalles. —Tal vez a Elenita le gustaron los favores... —No sea tan... —respondió Tomás con furia, comprendiendo por qué en el trato argentino aparecían tan fácil los agravios como “hijo de puta”. —No se juegue si no conoce el territorio donde pisa —agregó, desparramándose en una silla—. ¡Vieja!, vení, servile un licorcito a este tipo, que tenemos que hablar de negocios.

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—¿Qué?, ¿el doctorcito que se la llevó a la clínica privada no ha podido sacarle nada?

Luego de fijar el precio de la información y aclarar que sería desmentida en caso de implicarlo en un juicio, Montalbán le dijo que se trataba del doctor Manfredi. La furia encontraba destinatario. De algún modo lo había intuido desde el principio. El calor le quemaba la cara, y su mente no encontraba solución al problema de cómo seguir. El enfermero lo acompañó hasta afuera, hizo una seña conveniente al grupo que aguardaba, supervisó la propina a Fermín y lo despidió cerrando la puerta del automóvil. En la esquina se cruzó con un sulqui reformado con neumáticos y suspensión, tirado por un caballo que se plantó de lleno ante el leve rechinamiento de la frenada. Varias de las bolsas que transportaba el carro cayeron al piso, y el niño mayor, que llevaba las riendas, le ordenó al otro que las recogiera. Con el fondo de un caballo despeluchado, el pequeño hundió los brazos en los restos de basura. Tomás asimiló la imagen en blanco y negro, como una realidad incapaz de traducirse en colores, como una visión desgastada de tanta repetición. Los días se sucedieron de un modo extraño pues, tras el convencimiento de hallar un modo de venganza y otro de denuncia, entró en un campo confuso para él: preguntarse qué haría Elena. Varias veces estuvo frente a ella, tratando de interpretar su silencio. Tampoco faltaron ocasiones para comentarle lo sucedido al doctor Pontalis, de analizar su reacción, de constatar la versión del enfermero, pero calló.

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Las opciones se abrían, limaban su mente hasta el punto de propiciar su huida, su regreso a Barcelona. Las opciones, que se abrían y cambiaban constantemente, iban desde tomar un arma y descargarla en el blanco guardapolvo de Manfredi hasta levantar un micrófono abierto a los distintos medios, pasando por un expediente mal cocido, traspapelado entre cajas de galletas o llovido por la gotera de un sótano escabroso, mezclado con las cartas de Elena, como la última, donde cuenta un sueño en que mamá le pedía tolerar algo inadmisible. No había fecha, pues no la había despachado, ¿de qué hablaba?, podía presumir que había sido escrita en la época en que comenzó a frecuentar los consultorios externos de El Sauce, pero no había forma de probarlo. Debería haber contratado un matón en los barrios marginales y regresar a Barcelona sin más. Le faltó el aire, otra vez Elena se quedaba aquí, ahora internada. El sentimiento de culpa mantenía los atributos de siempre, resbaladizo por momentos, pegajoso en otros. ¿Había inventado todo ese viaje para conseguir que su hermana lo absolviera?, el relato épico, que también lo justificó, había sido relegado al reordenamiento de algunos textos escritos en hojas sueltas. Venía preparado para toda suerte de reproches, pero de ninguna manera para esto. Decidió ir hasta el cementerio de Godoy Cruz, aunque el silencio frente al nicho de su madre pudiera ser más abismal todavía. *** ¿Serán capaces de seguirme?, ¿realmente estarán dadas las condiciones, o se tratará sólo de una alucinación producto de mi impaciencia?, son algunas de las preguntas que se hace el héroe cuando rememora las generaciones de espera. Sin embargo, pronto sabe transformar sus dudas en un elemento de estímulo para su empresa. Los llama entonces a que se reúnan y como un gran consejo forman un círculo. —No hemos luchado juntos, tampoco hemos compartido demasiadas prácticas, por eso pueden suponernos débiles, pero es

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Algunos de ellos pueden preguntarse si existe realmente este adalid, quizá es difícil admitirlo, porque a veces lo ficticio, lo distante, se nos hace más creíble. Si bien los confunde el rezago de una sociedad que tiñe con desconfianza la cercanía, empiezan a reconocer un mensaje que está más allá de las palabras. Se ponen de pie y, en medio de la planicie desértica, son capaces de medirse con relación al mundo.

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allí donde radica nuestra fuerza. El llamado ha sido más que poderoso, el congregarnos ha demandado la superación de nuestro entorno y origen. Somos hombres dispuestos a encontrar un nuevo camino.

—Esta tierra ha presenciado gestas por la independencia, pero también luchas intestinas. Supe antes por la voz llegada de mis antepasados del lugar de la muerte de Laprida, que por los libros. Algo del grito por la independencia fue acallado en el derredor de la batalla del Pilar, “pisan mis pies la sombra de las lanzas que me buscan..., ya el primer golpe, ya el duro hierro que me raja el pecho, el íntimo cuchillo en la garganta”, dice el poema conjetural borgiano. El suelo se convirtió en un manto despedazado por la lucha interna, la sangre fluía con otro color, con otra consistencia, la traición arañaba la conciencia de la nueva patria. —Un tiempo antes, mis viejos huarpes también habían sido testigos del paso de un hombre que marchaba hacia la muerte. Durante los cruces que Dorrego hizo de Mendoza a Chile, de Chile a Mendoza, supieron sus antepasados advertir la proclama de un federal “de adeveras”. A esta tierra quiso venir cuando se organizaba el Ejército Libertador, a esta tierra fue desterrado, pero tampoco llegó. Su camino lo llevaba a una tarde donde las balas apuntaron a su pecho, “... y suplico a mis amigos que no den paso alguno en desagravio de lo recibido por mí”, había escrito a su esposa momentos antes del fin. —Ustedes saben que Mendoza también supo de malones, “era necesario terminar con ellos”, así, “superadas las guerras intestinas”, llegó la época de la conquista de un desierto que incluía más que una geografía.

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Como siempre en estas situaciones, las razones económicas, políticas y de soberanía pesaron más que el ánimo de la integración. La tercerola de caballería rémington, el telégrafo, la drástica estrategia y la desunión de las tribus patagónicas a partir de la muerte del cacique Cafulcurá marcaron la tajante diferencia. —Ha llegado la hora. Esta noche, cuando la luna llena bañe el contorno de la montaña, prenderemos una gran fogata y descubriremos nuestro destino. Cada uno se retira a su tienda de campaña, en sus oídos se mezclan los distintos relatos que les ha ofrecido su héroe. Si acaso caben los calificativos a una palabra tan aterradora, recuerdan guerras justas e injustas, comprenden los distintos modos de dominación, redescubren sus disfraces, sus lazos, entienden que el mundo vigente sólo conduce al predominio del más pérfido. —El arraigo economicista del hombre que nos dominó —había dicho en alguna oportunidad— nos ha conducido a esto. ¿Soy portador de una nueva verdad? Seguramente no, sólo del recuerdo de lo que no nos dejaron ser. *** Los retoños de los árboles henchidos de nueva savia llamaban a Malén, que corrió al grifo del piletón del baño y llenó una improvisada regaderita. De nada importaba la llovizna de la noche anterior, por primera vez en mucho tiempo percibía que esa primavera se mostraría distinta. Eligió un racimo de plantas que se hallaba en el jardín circundante al edificio de la administración. No sabía de especies, sólo llevaba una caricia desde sus yemas hasta los brotes que despuntaban en las ramas o tallos.

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Patricio la observaba desde una ventana. Sabía que los períodos de crisis se daban en abril y septiembre, que las dosis de antidepresivos aumentaban a pesar de la carestía; sin embargo, la gente que rodeaba a Guillermo presentaba otra sintomatología, algo que debía llamar la atención de los médicos. El com-

Ella iba y venía, muchos se mostraban indiferentes, otros la imitaban con otras plantas, con un árbol y hasta con un poste de luz. Inmersa en sus menesteres, trató de justificar la recurrencia de sus estados depresivos. Tal vez las alergias fueron las causantes. Dicen que en ciertas personas los anticuerpos no reconocen entre sustancias nocivas e inocuas. Sintió picazón en todo el cuerpo, trató de obviarla aunque sus dedos a veces refregaran la ropa. ¿Por qué busco mentirme?, hasta soy capaz de inventarme ronchas. Sé muy bien lo que pasa en esta época, lo que todavía puede llegarme. Levantó la mirada, buscaba el activo canto de los gorriones. La respiración se hace más profunda, uno se encuentra más con uno, toma más contacto con ese vacío interior, ante la prosperidad uno se siente improductivo, marginal. Los colores nos destacan la palidez del rostro frente a los espejos, los días se alargan, hay más tiempo para pensar, claro: con luz se piensa más, tal vez mejor... Tomó el aroma de una planta, la humedad le impidió definirlo, el invierno lleva consigo el olor a la ropa, el verano el del cuerpo. ¡Qué detestable resulta ese sentimiento de autodestrucción que nos invade! Una lágrima cruzó su mejilla cuando recordó a Pedro. El distante sonido de una sierra le llegó desde su pueblo natal..., cortaban y cortaban madera, para armar el cajón que tal vez recibiría a mi abuelo. En los velorios siempre traté de poner la mente en blanco, eran como un estímulo para la inactividad..., Luana, la fatídica, le apretó por atrás de la cintura. Malén levantó los brazos con desesperación.

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promiso con Kalil y la premonición de algo nefasto se entrecruzaron dentro de su ser, se apoyó contra el vidrio. Estaba frío, quizá era lo que necesitaba para olvidarse de todo y sólo contemplar a Malén.

—¿Te asusté? —No, no —respondió con un leve temblor entre los labios. —Ayer vino un padrecito, le pedí que me confesara y el tipo pareció molestarse —Luana se ajustó los anteojos oscuros. —Tal vez estaba preocupado por otra cosa. —No sé, pero podría haberme atendido. En definitiva, lo

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único que vale es lo que Patricio me dijo una vez: “la soledad nos aproxima más a Dios” —se apartó hasta un balaustre que retenía los restos de una cerca. Malén trató de darse ánimo y volver sobre el jardín, esta vez es distinto: pienso en largo, sacudió la regadera hasta acabar con la última gota, no, no es eso, esta vez tengo algo importante: proteger a Javier, ¡el pobre esta casi tan loco como nosotros! *** Las excusas que prorrogaban la audiencia del subdirector con Kalil se sucedieron a lo largo de días. Al caso de la desaparición de un paciente, que empezaba a vincularse con el tráfico de órganos, se sumaban el intento de suicidio de un paciente infectado y la fuga de otro que había derivado en un accidente fatal. El intento de Kalil por encontrar a Javier en el departamento no había tenido éxito. Ni siquiera había dormido allí. Intentó comunicarse por teléfono con el Ministerio de Salud, pero daban permanentemente ocupado. Salió al balcón. La llovizna de la noche había humedecido la baranda. Resultaba evidente que la situación enfrentada por el hospital conduciría a un mayor control de los internos, además está Patricio. Caminó hasta la mesa de la sala, escribió una nota y se marchó. Javier tomó el diario del exhibidor del kiosco, lo abrió y buscó con vehemencia en las distintas páginas. La noticia de la muerte del motociclista aparecía en la sección deportiva, con un gran titular: “Insólita muerte de Naccosieri”, en la foto de abajo podía observarse el cuerpo del piloto rodeado de gente, la moto sobre este y detrás, casi fuera de foco, la imagen de un bulto envuelto en una bata, alguien anónimo y abandonado. El brusco cierre del pliego generó un chasquido que llamó la atención del vendedor y una señora mayor que optaba entre distintos crucigramas. —Le agradecería si me paga con cambio.

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Se acercó a la puerta ventana que daba al balcón y la cerró, luego se dirigió al baño. Necesitaba ducharse, quitarse la noche de encima. Mientras buscaba jabón en una gaveta, lo alcanzó un comentario inconexo que alguna vez le hizo Leopoldo.

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Javier extendió un billete maquinalmente y, sin emitir palabra alguna, subió al departamento de Kalil. Éste, como de costumbre, no se encontraba, pero le había dejado una nota. Al leerla su inconsciente le incorporó música sacra; en la última línea le pedía que lo contactara en la facultad.

—Cuando entrás al manicomio, te bañan con cepillos largos, mangueras y jabón en polvo. Los enfermeros usan impermeable. —¿Por qué te acordaste de eso? —le había preguntado. La respuesta había tardado en llegar, como si la mente de Leopoldo tratara de hallar ilación. —¡Guillermo! —vociferó dando un salto cortito—, Él entró a hablar con uno de los presos del pabellón judicial. —¿Y eso qué tiene que ver? Tuvo que sonsacarle la respuesta, que daba cuenta de que ese recluso nunca había recibido su baño iniciático. Volvió a abrir el periódico, esta vez sobre la mesa, y trató de concentrarse en la letra del artículo, si bien el eco de la foto y cierta sensación de incertidumbre actuaban como condicionantes. Tras una breve introducción, se mencionaba que un maniático del hospital El Sauce, dado a la fuga, había saltado el alambrado de metro y medio que separaba la pista, interponiéndose en la línea del competidor. Luego de un largo historial del motociclista, acotaba que los abogados de la familia tenían previsto demandar al nosocomio por una abultada cifra. Javier supo que la mirada del gobierno y los medios de prensa caería sobre el hospital. Ante el consecuente aumento de las medidas de seguridad, deberían postergar la operación, ... podría ser la oportunidad de olvidar todo. Dudó sobre el motivo verdadero que lo impulsó a tomar el teléfono y llamar a Daniela. Una voz pregrabada le indicó que el celular se hallaba apagado o fuera del área de servicio, por lo que llamó al hospital,

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donde el tono de ocupado se continuó a través de los distintos intentos. Finalmente decidió probar con el teléfono de su casa. La empleada doméstica, reticente en un principio, le comentó que habían llamado a Daniela del Ministerio, con motivo de la renuncia del subdirector. La noticia golpeó fuerte contra su pecho. No sabía qué hacer. Encendió la televisión, escogió el canal local y bajó el volumen hasta distinguir alguna imagen que cubriera el tema. Las ideas aparecían superpuestas, no tengo a nadie con quien comunicarme, ir resultaría una torpeza, ¡y este tipo se la pasa con sorteos y reportes de la farándula! Pasó media hora hasta que un flash informativo atendió el hecho, pero inesperadamente como consecuencia de una huelga declarada en el hospital. Javier iba y venía, tomaba el teléfono y se alejaba. Luego de una tanda comercial, un móvil comenzó a transmitir en directo del lugar. La mayor parte del personal médico y auxiliar se hallaba enfrente de la administración y otro preparaba una especie de piquete en la entrada. Esto se complica del todo. —Doctor, doctor... —el periodista corría en busca de la primicia—, ¿puede expresarnos a qué se debe este levantamiento? —La adopción de estas medidas responden a que el gobierno provincial ha desatendido las necesidades del hospital. Llevamos un año sin que se haya nombrado un director, el estado del edificio es calamitoso y la cantidad de enfermos sobrepasa la capacidad disponible. —¿El hecho de que un paciente se fugue puede atribuirse sólo a lo que usted ha expuesto? —preguntó el periodista de otro medio, alzando su voz sobre el resto. —Los reclamos relativos a la falta de seguridad han sido constantes, aquí tengo la copia del último, tiene más de dos meses —el papel que se disponía a leer recibía el embate de los apretujones—. Expresábamos ... la urgencia de contar con personal específico de vigilancia... —¡Disculpe..., disculpe! —gritó una mujer mientras apuntaba el grabador—. Qué opinión le merecía el último director que tuvo el hospital, el doctor Ortega Pletier?

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—¿Qué puede decir del subdirector renunciante? —Me abstengo de comentario alguno... A un costado de la imagen, fuera del alcance de las cámaras y los micrófonos, dos médicos susurraban comentarios y sonreían irónicamente.

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—El doctor Ortega fue desvinculado del hospital porque se animó a denunciar que la mayoría de los psiquiatras padecía de cansancio emocional, con más de cien horas de trabajo a la semana. Me refiero al síndrome burnout.

—Ahora resulta que el Ortega Pletier era un redentor. —Lo único que lo vi hacer fue pasear con algún asistente y tomar notas. —Tenía la mentalidad típica de los que han trabajado en la parte privada, jamás se preocupó por la decepción de los empleado de planta. Vos sabés, no se trata sólo de falta de elementos y horas de más, el tema es más profundo... Javier, aferrado al control remoto, alternaba entre los dos canales de aire y el de cable que transmitían en directo. En la sucesión de imágenes apareció un cartel: SE DESATA LA CRISIS DE LOS NEUROPSIQUIÁTRICOS, el conflicto se extendía al Carlos Pereira. Sus deseos de ponerse al corriente de cada detalle lo llevaron a encender la radio; sin embargo, la superposición de relatos lo confundió aún más. Atendió entonces sólo a la pantalla, reservando el cambio de canal a la aparición de propagandas. No lo logró. CH + , CH +..., CH + —Estamos con el representante de ATE, Asociación de Trabajadores del Estado... CH + —Entramos en transmisión directa desde la Casa de Gobierno. ¡Adelante compañeros! —Gracias. El ministro de Salud está dando un comunicado de prensa, escuchamos... 03 (era el mismo que estaba puesto)

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No debe confundirse el término “salud pública” con el de “medicina”... CH + , CH +..., CH + En tanto el micrófono se mantenía abierto a las declaraciones del gremialista, la cámara enfocaba la cortina de humo que se había formado a partir de la quema de cubiertas. Lejos del sector donde se hallaba concentraba la televisión, un periodista gráfico pudo obtener la fotografía de un médico y dos enfermeras que eran impedidos de ingresar a cumplir sus funciones. En el edificio de enfrente, en un mesón de la cocina, dos médicos de guardia jugaban al truco. —Esta mañana han aparecido los calmantes por arte de magia. —¿Te estás quejando?, ¿de qué otro modo podríamos contener a estos tipos en los pabellones? Javier intentaba divisar en las imágenes a algún integrante del grupo. Tras media hora, la puja de los medios de difusión por encontrar primicias dio paso a cualquier testimonio. Se hablaba de abusos, de enfermos atados a sus camas y hasta del recurso de quemaduras en los pies para evitar que los internados salieran a caminar. Aparecían y desaparecían parientes de los internos afectados y se denunciaban las actividades clandestinas que rodeaban a este tipo de sanatorios. La verdad y la mentira eran imposibles de diferenciar. Volvió a la radio. La opinión de la gente que transitaba por el centro de la ciudad era puesta en el aire. —Debe juntarse todo el pueblo para defender los hospitales públicos y gratuitos... —Son todos unos vagos que aprovechan cualquier motivo para no trabajar... Hubo también la recepción de un llamado: —Mire, señor, yo tengo a mi viejo ahí y si no fuera que le llevo comida se muere de hambre. Dicen que no tienen nada para darles, ¿a quién se la quieren contar?

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—¡Hay que aprovechar el momento! —un médico residente codeó a una joven enfermera.

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Javier necesitó recurrir a la ventana y mirar hacia fuera. Abrió la ventana, una leve brisa le refrescó el rostro. Conflicto y declaraciones, conflicto y versiones, las partes se pesan, pretenden el acuerdo, pero no hay entendimiento, el trato se limita a la superficie... Entró, la resolución dependerá de los sondeos de opinión..., miró el televisor, el éxito de una emisora de las mediciones de audiencia.

Detrás de una pancarta, Javier reconoció a Daniela, que se mostraba consternada, bregando por emprender un diálogo conciliador. ¿Qué siento por esa mujer?: nada..., una respuesta dura para la definición humana que pretendo de mí, ¿será posible que haya estado con ella sin estar? —A pesar de la huelga, se ha asegurado un servicio mínimo, que permita resolver cualquier situación de emergencia —aclaró frente a un micrófono el presidente de la Asociación Médica. Dos practicantes amigos se volvían patéticos. —Si tengo un paciente y la falta de insumos me lleva a aplicarle, a su debido momento, tres drogas distintas que no suman su acción, ¿a qué conclusión llego? —A que no es alérgico a ninguna... (risas). Javier buscó algo que comer. Con la puerta de la heladera abierta frente a él, la radio primó otra vez. —La presencia policial obedece a una maniobra coercitiva — exclama un diputado de la oposición. El conductor del programa reparó en las palabras logradas por un colaborador y de inmediato dio entrada a la comunicación que llegaba desde la Casa de Gobierno. —En este instante comienza la conferencia de prensa del señor ministro de Gobierno, más tarde hablará el gobernador. —Estamos asegurando el derecho de quienes desean cumplir con su trabajo... Abierta la posibilidad de las preguntas, entre el relato de empujones y voces que se elevaban, se impuso una:

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—¿Qué respuesta da a las declaraciones efectuadas por varios miembros de la legislatura provincial? —Los efectivos de seguridad apostados cumplen con la tarea señalada y evitan que los internos se vean afectados por la presencia de extraños al nosocomio... —¡Da la impresión de que los custodian para que no se escapen! —gritó uno, antes de que el entrevistado hubiera terminado. —No queremos que se repitan situaciones que puedan poner en peligro su propia integridad. Javier vuelve a posicionarse frente a la pantalla. Cambia de canal, regresa al primitivo. Va y viene, todo se repite con pequeñas variaciones, compara el manejo de la información. A la tarde ya no escucha, simplemente piensa en cuánto se verá retardada la toma de la ciudad.

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CERCA DEL REINICIO La figura sustituye al abecé

T

ranscurridos los días, la huelga fue levantada y el hospital recuperó la normalidad. La designación de Daniela Santigli como directora había operado como factor determinante, y así lo supo reconocer el medio periodístico, que terminó siendo atraído por otras noticias. En materia de seguridad, la vigilancia quedó reforzada con efectivos policiales, hasta tanto el Gobierno licitara la prestación del servicio. Javier se ocultó y aguardó que su esposa saliera de la casa. No usó la llave sino que tocó el timbre. La empleada le abrió de inmediato y tras un breve saludo volvió a sus quehaceres. Irina se hallaba en su cuarto. Se quedó un rato viéndola frente a la computadora sin que ella se percatara de su presencia. —¡Hola, mi nenita hermosa! —Hola —respondió con voz baja, sin devolverle el beso a su padre. Preguntarle qué estaba haciendo le pareció un absurdo, como también cómo iba en la escuela. Esperó un poco para ver si ella le contaba algo, entretanto abrió una carpeta con dibujos, había uno que parecía ajeno a ella, tres figuras superpuestas configurando un rostro. Los colores lo turbaron, no es tiempo de predicamentos. —Acabo de instalar este juego de Dinosaurios.

Dejó la carpeta, tomó la caja del CD-ROM y leyó las particularidades del juego. Tras ello levantó la vista hacia la pantalla, el rostro de su hija se reflejaba allí. Ella no obedecía fielmente

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las indicaciones, sino que actuaba por acierto y error. El entretejido de túneles y recovecos, donde se encontraban los fósiles que servían para reconstruir los dinosaurios, mostraba una excelente resolución en 3D. Especuló sobre los mundos de realidad virtual que la tecnología tenía reservados a la sociedad, un lugar personalizado para cada hombre... Al tomar cuenta que Irina se encontraba alejada del respaldo de la silla, le enderezó la espalda. —Ayy... papá, me hacés equivocar. —En el sur, en Trelew, hay un museo muy importante. ¿Te acordás que vinieron a hacer una muestra de los dinosaurios que habitaron en la Patagonia? —Sí, fuimos los tres juntos. La respuesta le tomó de improviso. En muchas películas el padre aparecía sentado delante del hijo y le resumía la compleja situación que vivían los grandes; al cabo de unos instantes, el pequeño lo abrazaba fuertemente. Cuánto ambicionaba ese abrazo por parte de su hija, pero se sentía inerte ante ella. Tal vez previendo eso, había apelado a otro recurso. —Afuera tengo una caja con algo que te puede gustar. Los ojos de la pequeña intentaron encenderse de entusiasmo pero, al levantar la vista hacia él, la luz se apagó. —Sé positivamente que a tú mama —lo dijo como dando una estocada, por lo que trató de cambiar el sentido de la frase— no... le va a gustar... ¡al principio!, pero vos sabés que después afloja y te apoya. Fue hasta el auto y entró a la casa con una caja que presentaba orificios. La apoyó en el piso y de adentro sacó una cachorrita tricolor de pelo largo. —¡Es un fox terrier! Irina se la llevó a los brazos y Javier sintió que la había hecho feliz. Quiso creer que ese animalito la apartaría un poco de la soledad de la computadora. Por alguna razón escuchó dentro de sí las palabras recriminatorias de Marcela:

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—¡Estás tratando de que te reemplace!

—Vas a tener que enseñarle bien... —llevarla afuera para que no ensucie. La empleada se acercó e Irina se arrimó para enseñársela mejor. La mujer sugirió darle un poco de leche. Javier aprovechó para marcharse, pero antes le robó un beso enorme a la pequeña.

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En cierta medida hubiera tenido razón, ¿Qué significa esta perrita?, Irina le escogió un nombre, ¿un sustituto, un recuerdo para cuando yo no esté? En una bolsa había alimentos, platitos y otros elementos.

Ya en la calle se preguntó si traer un niño al mundo implicaba una buena dosis de egoísmo, un baluarte contra la finitud, un testigo, alguien a quien apegarnos incondicionalmente. Cuando todavía no tenía hijos, se planteaba que sólo entre los niños podría sentirse seguro, ahora ya eso no importaba. Recordó la claridad de la sala de partos y la expresión plena del obstetra cuando la acercaba al mundo. Abrió el baúl del automóvil y extrajo la bolsa con los sobres y el disquete que le había entregado Guillermo. Daba inicio a una nueva fase de la operación sin nombre. *** Advertida por la secretaria sobre las reiteradas llamadas que un sacerdote había realizado al subdirector los días previos al conflicto, Daniela decidió comunicarse con él. Kalil no se sorprendió por el contacto pues, de la información emanada por algunos medios, podía presumirse la seriedad de la nueva administración. Si bien el tono del diálogo fue ameno, no le quitó el peso de tener que repetir el aviso. Esta vez la fórmula empleada fue menos alarmante, persistió en la reserva de la fuente y derivó en la inquietud de que algunos internados pretendían fugarse del hospital para generar disturbios en la ciudad. La conversación terminó con los compromisos del caso, sin que en ningún momento presintieran el vínculo que los ligaba a Javier.

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Tras seguir inmóvil junto al teléfono colgado, Kalil tomó cuenta de la conversación pendiente que le quedaba. Para no llamar la atención, salió sin el hábito. Patricio supo por una Luana despechada que un cura vestido de civil preguntaba por él, no por su nombre sino por algo así como el poeta. Desde la oportunidad en que había estado con él, su mundo había decaído al extremo de presentar síntomas similares a aquellos que precedieron a su internación, aunque sin los furores de entonces. Necesitó considerar esa visita (o lo que fuera) como un llamamiento a la misión conjunta que había imaginado, como la apertura a un tiempo de responsabilidades compartidas, aunque también como una despedida. Caminó por los pasillos hasta dar con él. —Pensé que mi poema lo había espantado del todo —se anticipó a decirle. En realidad, poco había pensado en aquel escrito, pero tras negar la posibilidad con la cabeza le preguntó si aún se detectaban síntomas del plan. —Para ser franco, se respira un mutismo absoluto. —¿Javier ha vuelto? —No que yo sepa... —de pronto su gesto se hizo más reflexivo—. Sabe, mientras venía a su encuentro recordé dos palabras inventadas en las que deposito un significado especial. Sentí que se acercaba el momento de pronunciarlas, pero no es éste. —Quizá sirvan de título a su poemario. —Puede que sí, o puede que sólo se trate de un pronunciamiento con el que aspiro a cambiar la realidad. Permanecieron callados, observando el entorno, prestando atención a la nada y al todo. —Hay mayor vigilancia, pero todavía podemos llegar hasta el parque. —Lo dice como crítica. —No a la doctorcita, pero sí a los que vienen impuestos de arriba.

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—En el caso hipotético de que el plan siguiera, ¿existe forma de detenerlo? —No de un modo directo, pero creo que puedo ayudarlo. Kalil se cuestionó si acaso no era él quien debía llevar ayuda. Uno de sus guías espirituales le había dicho en una ocasión: “Sólo el que se reconozca plenamente en la palabra de Dios podrá convertirse en su instrumento...” ¿En qué he fallado más, en la comunicación con el texto o en la que se eleva directamente hacia Dios? El apego absoluto a los datos de la Revelación seguía generándole dos efectos: la desesperación ante lo inalterable y el terror de admitir algo ajeno al Señor.

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Cubrieron el tramo como un último camino compartido; sin embargo, tras embriagarse de naturaleza, la duda que asolaba a ambos tomó luz.

Patricio había comenzado a esbozar su contraplán, tal vez recurro a mis dudas para no escuchar las aclaraciones que este hombre tiende a darme. Kalil sospechó que el sentido de su visita debió ser otro, estoy ante una persona afectada psíquicamente. El interno no tardó en descubrir la mirada del religioso. —El hombre moderno se ha vuelto politeísta —indicó con acritud—, ha convertido la ciencia, la técnica, el progreso, los medios, el estado económico en deidades nacientes. Muchos se valen de tal confusión, por eso usted y la Iglesia tienen la oportunidad de restituir a su Dios. La misión no es simple, implica el cambio de lo que rige y la oposición a los cambios que propician el desconcierto. Si esta conspiración continúa, no podrá eludir su responsabilidad. Kalil, que tenía otra imagen del poeta, procuró una respuesta clerical y humana. —Si bien mi responsabilidad es mayor, en Jesucristo todo hombre está implicado e interpelado. La religión no es un sistema alternativo al mundo moderno, no busca oposición sino reflexión en procura del bien del hombre. —No quise ofenderlo... —su tono decayó totalmente—, no soy el más indicado para atribuir cargas...

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—No hay margen para ofensas, al menos personales. Ambos prestaron atención a un cielo casi despejado. —Desde que Guillermo comenzó a cobrar liderazgo, he vuelto a padecer de incontinencia, debo usar esos pañales para adultos... —Patricio se ruborizó. Kalil obvió cualquier comentario al respecto. —Entre los muchos que poblamos el mundo, están los indiferentes, impregnados de oquedad, diestros en eludir cargas, pero también estamos aquellos para quienes la profundidad se convierte en algo extenuante, algo que duele y aplasta —confesó Patricio—. Cuanto más me adentro en la intimidad del hombre en busca de conceptos, más vacío me rodea. —En la percepción de la realidad y de nosotros mismos, existe un fuerte ingrediente simbólico. Desde esta óptica, la incomunicación se produce cuando nuestra síntesis individual se siente marginada por el entorno. Renace entonces la necesidad de una mirada más intuitiva, más espiritual. Tal vez ese vacío que lo envuelve obedezca a la necesidad de Dios. —Guillermo... —Patricio se había concentrado en su propio pensamiento y no atendió las últimas frases—, ¿será él que ha impedido mi vínculo con los demás? La recurrencia con que Patricio incriminaba a Guillermo lo llevó a una penosa reflexión: era posible que Javier se echara atrás con el plan, pero qué podía esperarse de Guillermo. Intentó derivar el tema. —Estás tratando de personalizar tu frustración —no quería incomodarlo con sus palabras, pero tampoco dar crédito a esa aparente obsesión. Un par de gorriones revolotearon entre las ramas de un árbol.

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—Siempre tuve demasiadas esperanzas en mí, recuerdo que en un test de inteligencia obtuve un cociente de cien, o sea un nivel medio. Apenas lo supe, busqué conformarme: que no había puesto la debida atención, que estaba cansado y no sé cuántas otras cosas —confesó Patricio, con pronunciación lenta, apenas audible—. Ahora me siento un hombre mediocre que

—Él cree en nosotros y la prueba es Jesucristo. —Padre, a todos nos llega el momento de la muerte. Al loco Pedro en un circuito de motos, mientras sacaba fotos con sus manos, quizá el precio de la toma más espectacular. Yo estoy dispuesto a detener a Guillermo cuando llegue el momento. Kalil se estremeció, notó más que nunca la diferencia entre el traje que llevaba y el hábito gris ajustado con un cordón.

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está a punto de perder su poca obra, además no creo en Dios y eso es malo.

—¡De ninguna manera debemos alcanzar extremos que nos imposibiliten el retorno a nuestras vidas! —A lo único que desearía no volver es a mi época de pasto seco, de muecas babosas, de pentotal sódico, de camillas y mordillos, de ataduras al despertar. —Hijo mío, debemos evitar toda acción que nos aparte del camino señalado por Jesús —sus manos temblaban. ¿Cómo saber si esto se ha detenido o sigue su curso?, la única alternativa era encontrar a Javier, torcer este destino de caos. Luego de pedirle que no se precipitara en sus determinaciones, se despidieron hasta pronto, un pronto que demandaba urgencia y convicción. Daniela no sólo había llamado al responsable de la seguridad para ponerlo al tanto de la sospecha de una fuga masiva, sino que había redactado un comunicado interno, solicitando al personal y al cuerpo médico que prestaran atención a cualquier indicio al respecto. La secretaria terminaba de retirarse con el grueso de copias, y después de muchos días pensó en Javier. *** Relato II Muros a lo alto, adoquines, baldosas que lo ven pasar. Sabor de ausencia frente a escaparates. Puertas y ventanas: con

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luces, sin luces, fijas, expectantes... Todo padece de la misma soledad del día, aunque sin gente, libre de ese andar condicionado y abominable. Las publicidades no ceden, los semáforos insisten con sus reglas, las sirenas protagonizan la noche de la ciudad vacía. Desde aquel día, indistinto como fecha, prefiere esa hora, una campera con capucha y el anonimato de la cara sin afeitar. Una mujer entra al café más tradicional de la Avenida y se dirige a la mesa que, con su concurrencia semanal durante más de veinte años, ha convertido en propia. El rechazo ante la inadmisible ocupación por parte de un joven que lee un libro, va desde un desconcertante movimiento de la cabeza a una sucesión de palabras entrecortadas que finalmente toman rumbo. —¡Usted no puede ocupar este lugar! —pronuncia con indignación. —¿Perdón? —levanta la vista del texto y deja el pocillo de café sobre el plato. —¿Cómo puede ser? —agrega con mayor énfasis—. ¿Dónde está el mozo, cómo ha podido servirle en esta mesa? —pregunta mientras gira en busca del respaldo de alguna de las amigas de tertulia. Como bien sabe, falta un largo rato, siempre ha sido la primera en llegar, incluso cuando alguna gripe la tuvo a mal traer. El mozo se acerca. —¿Dónde está Ramón? —por un momento piensa que el destino le juega una mentira de tiempo y espacio. Corrobora la hora, el brazo le tirita. De inmediato, ante el inminente desvanecimiento de la mujer, el joven y el mozo acercan una silla. Muchos años atrás, en ese mismo lugar, había opinado que el signo de pertenencia se vuelve más arraigado con el devenir de los años. Se siente respaldada por la preocupación que exhiben los más próximos. —A Ramón lo tuvieron que operar de urgencia, mi tío lo tuvo que acompañar, por eso nos hemos hecho cargo con mi papá.

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El muchacho va a repetir el crudo motivo de la deserción pero calla. La anciana toma la palabra y con un tono insultante por momentos, suplicante en otros, aclara la situación, que no tarda en ser ratificada por una de las amigas que llega en ese momento. Sin más demora, el joven decide pasar a la barra y dejar libre el espacio para las cuatro damas que allí se reunirán. El murmullo general que ha acompañado el incidente de la mesa se ve rematado con algunas risitas ante una nueva arremetida de la mujer y de sus compañeras.

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—¿Cómo, el señor Benegas no les avisó?, ¡tantos años..., qué falta de consideración...!

—Me imagino que tampoco estará en conocimiento de lo que tomamos. —¿Cómo Benegas no lleva un cuaderno con anotaciones?, apenas lo vea se lo voy a recriminar —agrega la más presumida, con el asentimiento de las otras. El joven, que hacía poco había leído una nota de Kovadloff en el diario La Nación titulada “Charlas de café”, no tarda en hacerse una composición del hecho. Cuatro mujeres se juntan periódicamente y justifican su existencia en esa reunión, en esa cita compartida en la que ni siquiera se brindan plenamente, son escuchadas y se sienten reconocidas. Pide una servilleta y vuelve al libro de bolsillo. Una pareja que se interroga por sus nombres antes de saludarse, ocupa una mesa de las próximas a la vidriera. Desde afuera un niño desaliñado, con rosas individuales, envueltas en papel celofán, les ofrece una mientras aprieta el resto contra su pecho. Es difícil comunicarse a través de un vidrio, pero también en una primera cita ante la mirada suplicante de un niño. Lo cierto es que, al cabo de unos instantes, el galante caballero sale en busca de su presente, pues el pequeño tiene prohibida la entrada al local. Un hombre detiene su imponente moto en la vereda y de un maletero plástico extrae un portarrollos. Entra delante del muchacho que elude un posible roce, que terminaría aplastando la rosa que enarbola. Desde una mesa dos hombres levantan las

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manos en señal de bienvenida. Las sonrisas pronto derivan en temas de negocios y en el despliegue del plano de un nuevo casino. La flor, surgida de una situación de sutil imposición, sólo ha suscitado un agradecimiento de compromiso y queda postergada a un lado de la mesa, como una cosa pendiente de significado. En el sector más bullicioso, una nueva pantalla televisiva de muchas pulgadas se enciende, aunque sin volumen. Muchos alzan sus cabezas, otros siguen con los usuales temas de política, fútbol y caída del nivel: social, sanitario, cultural, etc. Todo se desenvuelve con un fervor estereotipado, pleno en formas que develan sapiencia y presunción, pero que al cabo de los minutos conducen al conformismo concertado de un “qué se le va hacer...”. Un poco más allá se suma el problema de un abuelo que se quedó solo y no quiere terminar en un geriátrico. Una chica se levanta y va al baño. Se detiene frente a los lavatorios y da la espalda al espejo. Extrae de su cartera uno pequeño y lo enfrenta al otro. Se interroga entonces en una búsqueda infinita. Está pasada de kilos, pero cuando no es eso es otra cosa. Está cansada del uso desmedido que sus compañeras hacen de la ironía y los descalificativos. El joven lector se ve sorprendido cuando llega un quinto integrante a la mesa de las damas: un hombre no previsto en el artículo. De inmediato, las palabras escritas de un Dostoievski que nos aproxima a El jugador se mezclan con las de una conversación que ha quedado distante de su lugar. Procura comprender la razón por la cual ese anciano osó sentarse allí y no tarda en convencerse de que se trata del viudo de alguna amiga perdida. Los números de la ruleta giran, la vida parece correr en el bolillero, el fin se apunta con el cero y amenaza con llevarse todo. Dos viejos amigos se estrechan en un abrazo y, tras la excusa de un trago que les alienta por dentro, añoran los tiempos idos, se reconfortan y reviven el pasado. Buscan y buscan pero no encuentran mesa. Pendiente de su moto, entre medio de líneas representativas,

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el arquitecto se percata de que un hombre con capucha pasa lentamente por la acera. Con el frío la gente tiende a caminar más rápido. Detiene por un instante su exposición sin sospechar que la puerta del bar se entreabre y da paso a un funcionario que hará posible la instalación del emprendimiento en la parte más comercial de la zona urbana.

Los últimos dos días habían transcurrido entre retiros bancarios, compras, carga y traslado de pertrechos y enseres a las posiciones fijadas en el esquema táctico. La comunicación con Guillermo se había mantenido por medio de uno de los guardias derivados al hospital, alguien que apareció al día siguiente del levantamiento de la huelga. De ahí en más, Javier se había trasladado definitivamente a una pensión, llevando un mínimo de pertenencias. Los partes milicianos llegaban a sucederse con pocas horas de diferencia. El procedimiento había sido siempre el mismo: el policía era quien lo contactaba (por eso debía atenerse a los tiempos fijados para cada tarea), dejaba las instrucciones siguientes y recibía el pago. Lo que más le había desconcertado era el cambio de integrantes de los grupos prefijados. La compañía de Juan, además de incomodarlo, lo amedrentaba. Por otra parte, le producía resquemor que Guillermo no hubiera revelado el nombre de su propio ayudante, si es que lo había. Podía decirse que Javier había seguido al pie de la letra el plan, salvo en un punto, el de obviar los explosivos y limitarse a bombas de tipo casero. La particularidad de la noche le exigió una capucha. Mientras caminaba trató de analizar cualquier posible falla o descuido, pero sus pensamientos derivaron en otro rumbo. Convencido, más por el antes que por el ahora, comprendió que la sensación ante el paso que iba a dar distaba sustancialmente de aquella que había supuesto. En su cuerpo, es decir su todo, porque no distinguía una división con el alma, no reconocía la in-

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quietud que había caracterizado otros momentos trascendentes de su vida, tampoco percibía el entusiasmo con que pretendió realzar su vida, simplemente se veía asediado por la apatía. Recién cuando Guillermo reconfirmó la fecha de la toma de la ciudad, tuvo conciencia cierta de haber alcanzado una posición sin retorno. Los delgados filamentos que sostenían la situación habían quedado sueltos y los actores no habían caído, aquello que había asumido como lejano y en cierto modo impracticable le había llegado. Tal cual lo previsto, Gendarmería realizaba prácticas en alta montaña y la mayor parte de la maquinaria de la dependencias viales se hallaba fuera de la ciudad. Levantó la vista al cielo y confirmó el pronóstico de despejado y frío. El momento de su definición como hombre comprometido con un nuevo ciclo cobraba otra dimensión. Hasta el momento se había sentido en un ir, donde la confabulación no alcanzaba la realidad. Se detuvo en seco. Desertar era algo factible en su vida; sin embargo, esta vez no tenía un plan alternativo, una meta sustituta. Dos perros hacían desmanes con un cesto de basura, debería estar descansando, pero sigo enganchado con esta noche, el animal que había tironeado una bolsa plástica, diseminando restos de comida “chatarra” y papel sobre la calle, le ladró. Ante el temor de una arremetida decidió mostrarle su rostro, con lo cual el can pareció apaciguarse. Siguió con su camino, con la cabeza expuesta a una brisa cruda, que tiró de su piel.

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A esta altura de los hechos, no cabía evaluar la condición de sus compañeros y ni siquiera rozar el nombre de Guillermo. Pensó en los dedos de Juan impregnados de nicotina, pensó en sangre, se le confundieron con los suyos. Alejó las manos y las trajo de vuelta hacia sus ojos, una vez, dos veces, hasta que finalmente pudo superar esa sensación. Entró a una galería que no presentaba otro movimiento que el de la salida de un cine. La gente lo eludió de forma grosera. Recordó la función de danza española de Irina, le hubiera gustado tener alguna fotografía consigo, giró sobre sí y buscó la salida, moriré sin haberle hecho sentir lo importante que es para m, ¿tal vez una carta?, algo que equilibre lo que dirán de su papá, se golpeó el corazón

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con el puño, ¡demasiado tarde! Sintió que le faltaba la respiración, aceleró el paso. Una suerte de sereno y guardia montaba una reja en una tienda. Javier observó los movimientos de balanceo para acomodarla, los brazos estirándose para asegurar las fijaciones. La imagen de Selene durante la noche de estadía en El Sauce lo llevó a interpretar esos movimientos, a tratar de darles otro sentido. Manos a lo alto, el sol, no, es de noche, tal vez la luna, manos hacia la cara: un baño de luz, antebrazos y manos ondulantes, el viento, dedos movedizos y cayendo hacia el suelo, la lluvia, cabeza hacia atrás y cuello estirado: sequedad. Convencido de su irracionalidad, cruzó la calle casi sin mirar. Un fuerte bocinazo lo volvió en sí y lo llevó a refugiarse tras un poste de alumbrado. Volvió a insistir con la idea de no presentarse al día siguiente, sólo se trata de unos locos, de algunos nexos directos (los míos: el militar —él sí usará pólvora— y el ingeniero) y de varios (¿cuántos?) indirectos... ¿Bastaría una llamada?, todavía puedo retroceder... Recordó los círculos rojos en el plano, una publicidad del Casino mostraba una ruleta girando. Un número en rojo, la sangre (otra vez), Leopoldo aquella vez con las manos manchadas, resulta absurdo pensar que alguien con sida pueda seguir en el manicomio sin ser derivado al hospital Lencinas. ¿Panchito volvió? De nuevo la rueda. ¿El crupier será Dios? “¡No va más!”, la bolilla gira, cascabelea sobre los bordes que separan los números. Una pancarta reposa al costado de una entidad financiera internacional. Poco ha escrito Guillermo sobre las actuales condiciones de seguridad y de otras consecuencias de la huelga, como si hubiera sido un invento, un estado alternativo al que decidió no sumarse. Quizá aún exista la posibilidad de que los intercepten al escapar... Próximo a pasar delante de un café, volvió a levantarse la capucha, un movimiento al que le atribuyó un significado de misterio, de replegarse sobre sí. Había una moto con una calcomanía de “protección al ambiente” que le llamó la atención por lo contrastante con el estilo del rodado. Más allá reconoció un cíber-café, entró y llegó hasta la cabina desde la que había mandado el mensaje por la tarde. Evaluó

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el efecto imprevisible y multiplicador de su reproducción. El encargado se acercó. —Estamos pasados, ¿quiere anotarse para dentro de una hora? Rechazó la propuesta en silencio. Cuando salía prestó atención a un violinista que estaba acomodado en la vereda contra una pared aledaña. Le dejó unas monedas junto al estuche del violín. —¡No..., no, señor! —lo corrió—, yo no pido. Javier recibió las monedas y sólo atinó a pedirle perdón. Siguió sin rumbo hasta descubrir una luna aferrada a la oscuridad de una mañana postergada. *** La tarde había pasado sin que pudiera ubicar a Javier, incluso Marcela se había alarmado ante la insistencia con que Kalil le pidió que lo retuviera si pasaba por allí. En vano trató de hallar en el departamento alguna pista de su paradero. Si bien al principio lo dudó, debido a cambios en el orden de las cosas, hacía días que no dormía allí. Tomó el diario que databa de la fecha de la crisis en el hospital. En la parte deportiva observó una pequeña nota al margen: “el contacto con el peligro eleva al hombre”; encima, añadido con otra tinta, un número. Apoyó el respaldo de la silla, se sujetó a los apoyabrazos y dejó que el silencio lo rodeara. Un poco más tarde pasó por el Arzobispado y le pidió al encargado la llave de una pequeña capilla de Godoy Cruz. Salió por la puerta de la esquina y se llevó a una persona por delante. —Disculpe, hermano ... —expresó con la mayor de las aflicciones. —Ya ni los curas tienen respeto por los viejos —exclamó el anciano con disgusto. Kalil permaneció estático. El hombre, con manifiestos signo

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—¡Su bendición, padre! —dijo finalmente una señora que marchaba al encuentro de unas amigas en un café. Con mayor ánimo, retomó el camino de búsqueda. Delante de un puesto de diarios había una reproducción de la tapa en grande del de menor tiraje. Se percató entonces de que la fecha del día siguiente coincidía con el número anotado.

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de indignación, se confundió en el torrente de gente. Levantó la mirada hacia los transeúntes y se percató del automatismo con que lo sorteaban algunos y el comentario fácil que se generaba en otros ante su interposición en el paso.

—¿Las noticias le han hecho perder la fe? —preguntaron unos estudiantes recién salidos de clase, que se perdieron con carcajadas entre la gente. Oscurecía, no era un horario usual para él. Pensó en dar una recorrida rápida, la última antes de decidirse por una opción que le disgustaba. Confundido entre rostros y veredas, sopesó las funciones que fue sumando en la jerarquía eclesiástica con la dilatada aspiración de reabrir una antigua capilla. Apretó la llave que llevaba en el bolsillo. Encontrarlo en las inmediaciones de la Compañía de Seguros era un absurdo, me he perdido en el tiempo y Javier no aparece. Dos cuadras más adelante se dio cuenta de que no se había detenido a pedirle al Señor que lo ayudara. Rezó sin fórmulas mientras se dirigía a la playa de estacionamiento. En el camino hacia la capilla se detuvo en una comisaría, donde permaneció por espacio de unos minutos, en cuyo transcurso permanentemente recordó las palabras de san Ireneo: “La gloria de Dios es que el hombre viva”. ¿La denuncia implicaría la muerte de Javier?, estaba confundido. El policía no terminaba de tomar la denuncia de la pareja que tenía delante. Las hojas que salían de la impresora se le hicieron demasiado largas, palabras excesivas y soluciones distantes para un simple robo. Se marchó. Cuando ingresó a la capilla y encendió las luces, se vio abordado desde dentro por cantos gregorianos, ¿es ésta mi fe?, un momento de inspiración, un recuerdo inconsciente y ancestral,

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una marca transmitida de generación en generación. De pronto el silencio y la pequeña imagen de la virgen, los bancos como una sucesión de estaciones, las rodillas al piso, baldosas deterioradas por el salitre, la meditación se me ha vuelto extraña, me pierdo en los detalles, el bordado deshilachado de la mesa el altar, el dorado del sagrario, la cruz de madera sin imagen, la cruz camino al calvario, la cruz que cuelga de mi cadena, la cruz del encuentro de dos calles, una cruz que no me libera, más bien que me ata... Kalil se postró delante de los ornamentos que contenía el tríptico del altar. Vino a él la imagen de su cuerpo posicionado en forma de cruz, cumpliendo una pena de silencio, penetrando los secretos del dogma; bajó los escalones del altar y se arrojó al piso mirando hacia los bancos vacíos. Exhausto, se quedó dormido en esa posición. *** La mesa que escogió para cenar era la más alejada. Necesitaba reflexionar sobre el cometido de la epopeya. El vino, bebida viva de un pasado de uvas, levantó la copa y tomó apenas. Los cubiertos permanecieron en su lugar. La historia es escritura de la historia, trataba de justificarse, de realzar el valor de lo que hacía, un relato donde los acontecimientos pretéritos quedan integrados. Reacomodó la servilleta, así como un historiador reconstruye, se dejó llevar por el rumor del comedor, la narración de una esencia reafirma la herencia implícita de un pueblo... Tras el gusto de la ensalada asomaba el aceto balsámico. Se detuvo a la mitad de un bocado, ¿para quién escribo, para mí o para otros? Dejó el plato sin terminar y subió a la habitación. La noche se abraza a las llamas, al crujido de la leña íntima en colores rojos. Cada uno ocupa su lugar. El héroe da un paso adelante y con un tono que emerge no sólo de su pecho sino de la profundidad del desierto habla con sapiencia.

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—Así como en una época hubo signos que anunciaron la extensión del mundo europeo, los indicios del ahora revelan la

La tierra se adapta a la impronta de sus huellas y varias chispas emergen del fuego bajo su influjo. —Reemplazaron nuestro Dios, y se han quedado sin Él, ocuparon nuestra tierra y ya nadie sabe a quién le pertenece, sacudieron nuestra cultura y ahora se arrepienten. Hoy nuestra distinción no se funda en el color de la piel, sino en un espíritu pluralista y abierto.

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exigencia de un cambio. El tiempo favorece a quienes han resistido a través de los siglos con formas distantes de la guerra.

Extiende sus brazos para alcanzarlos a todos y agrega. —Esta será una lucha mediática pero sustancial. Refundaremos la esperanza y nos valdremos de la desculturización propugnada en los círculos de poder para fundar un nuevo orden, consecuente con las tradiciones ancestrales de esta tierra, un orden que permita la recuperación del hombre y la naturaleza. Entonces, como heraldos, parten en todas direcciones. Tomás que tenía la lapicera en la mano, hizo un agregado entremedio de aquellas líneas: “Las fechas afianzan el recuerdo pero a la vez lo cercan. El hoy quedará marcado como preámbulo de los tiempos venideros...”; pero finalmente rechazó la idea y la tachó. La razón de buscar en su ciudad natal la prosecución y el final de su historia no había resultado del modo previsto. Cierta línea conductora, algunos agregados y hasta ciertas supresiones no lo satisfacían, todo quedaba igual pero a la vez distinto. Repasó el concepto de héroe, la transfiguración entre el clásico y el moderno, y el desplazamiento de ciertos atributos. Hay períodos de heroicidad grupal, de supervivencia, de generaciones que debieron aguardar o compartir con otros héroes. Dudó en cuanto al devenir, toda acción heroica requiere testigos, no sólo partidarios. Podía apelar a ciertos recursos, pero aún así el dilema yacía en otro punto: ¿la continuidad del personaje más allá de su gesta podía desgastar la acción virtuosa? El tenor trágico le desagradaba, ¿es posible reformular los significados, lograr una transición del no-héroe al héroe, para volver al no-héroe, sin caer en el olvido?

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Dejó el texto a un lado y se acostó. Fue una noche confusa, que lo obligó a dejar la cama antes de lo previsto. Comenzó a cambiarse y, aún sin haber concluido, tomó el teléfono y pidió un taxi para las 9, pero el conserje le sugirió que postergara un poco la salida debido a una serie de desmanes que se estaban produciendo en los suburbios. Tras un primer momento de aturdimiento, asintió a la sugerencia, pensando que se trataba de alguna manifestación y colgó, aquí lo imprevisto late con mayor fuerza que en cualquier otro sitio. Apoyada sobre la lámpara del escritorio, se encontraba la carta que había recibido de Montserrat. Se sentó y tomó un papel con el membrete del hotel: “Debo confesarte que desde que recibí tu sentida carta (tachó sentida, le pareció obvio) vengo eludiendo la contestación, pues ello me obliga a hablar de mis circunstancias, algo que no puedo evadir si quiero dar noticias de mí. Vos bien lo has dicho: esto es muy distinto a hablar por teléfono...” Levantó la pluma y miró a través de la ventana un segmento de cielo apenas amanecido. Se recordó frente a la placa de mármol con la foto de su madre, una placa recordatoria y una vasija carcomida. Dio un paso atrás, los nichos abarcaban un frontispicio de unos veinticinco metros. Apretó las flores que llevaba en la mano. El silencio del hotel era abismal. “Hay algo que me consuela, creo que nuestro amor se ha cimentado, se ha vuelto resistente a la tormenta. Eso me reconforta pero cuando pienso en la distancia no puedo dejar de considerar que también necesita de la presencia y la palabra.” A diferencia de lo que plasmaba en el cuaderno de la epopeya, no volvió sobre lo escrito. Esa carta requería espontaneidad instantánea.

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Luego de acomodar las flores en un recipiente plástico y atarlo con alambre, balbuceó una oración y se marchó. Cuando atravesaba el portón de salida, recordó que cerca de allí se encontraba el monumento que le daba nombre al barrio. Caminó hasta el margen del zanjón Cacique Guaymallén y tomó por allí hasta encontrarse frente a una fábrica de hielo. Los transeúntes no abundaban en la zona. Preguntó por la columna que rememoraba la batalla del Pilar. El tercero en ser consultado le dio la respuesta.

No tuvo deseos de llegarse hasta allí. Punto aparte. “Yo sé, y lo pienso en cada momento, que estás al otro lado del teléfono, entre las tareas de los chicos, con tus diseños o en la cocina: en nuestra casa, ahí puedo encontrarte. Siento entonces que no estoy abandonado.”

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—¡Uhh...!, hace mucho que ya no está, el aluvión del setenta se llevó todo, sólo queda una pequeña inscripción en la plaza —lo tomó por los hombros y señaló la calle que partía desde el puente hacia el oeste.

Se detuvo un instante. Debo contarle de Elena, que su recuperación es muy lenta, que los abogados que contraté ya tienen las pruebas concluyentes para condenar a Manfredi y que, aparte de ello, emprendí una campaña de desprestigio que ha derivado en su suspensión del hospital... Tras escuchar una explosión en la lejanía, dejo caer la lapicera sobre el papel. La imagen de los cirujas que había visto días pasados en un carro contó con el agregado de implementos para el saqueo, sumó una pandilla y otra más..., ¡la invasión desde los cinturones no iba a tardar en llegar!, la horda avanza desde su horizonte de sobras, metales, cartones y plásticos hacia la ciudad, con cuchillo en mano y la idea de revancha.... *** Relato III El encargado de la boletería y de recibir las entradas le hace una seña negativa al primer violinista. Son cuatro los que ocupan el escenario pero el aludido se dirige al chelista. —Nadie vino a escucharnos, esta música ha dejado de interesar a la gente. El comentario da más fuerte sobre el violinista practicante que sobre el resto, se levanta, avanza y mira el auditorio vacío. Busca la escalera del costado y baja. Las sillas de la primera fi-

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la parecen estar bien. Se sienta y cuando lo hace toda la hilera tiembla. Sigue hacia atrás, las butacas presentan roturas, desgarros y resortes a la vista. El terceto ha depositado los instrumentos en sus estuches y se marchan sin promesa de retorno. El encargado espera junto al interruptor de luces. Al practicante le parece ayer que pasó por primera vez la resina a lo largo de las cerdas, la primera vez que sintió el roce con la cuerda y percibió el nacimiento del sonido. Sube, toma el violín, lo acomoda sobre el hombro y eleva el arco. El único oyente busca la butaca más rescatable. El violinista duda y finalmente se retira. No vuelve a su casa. Se acomoda afuera del teatro y espera la hora en que debería haber salido. Recuerda a un amigo chelista que, cuando bajaba del baúl del auto su violoncelo antiquísimo, se vio sorprendido por la marcha atrás de una alta camioneta 4x4. Él alcanzó a correrse pero el instrumento quedó atrapado en esa prensa de metales y polímeros. Un hombre quiere darle propina, incluso sin tocar. Se queda adormecido y, cuando presta atención a la hora, ya es tarde para el último micro. Vaga entre cafés, combinando el horario de cierre de los más amables. En algunos la música ambiental lo acompaña, en otros lo aturde y lo hace olvidar, en otros lo espanta. Termina en uno perdido bajo las escaleras de una galería. Ahí entre borrachos y mesas de billar busca resistirse a la decepción de sus maestros. Recuerda que después de distintos percances y muchos meses la Orquesta Filarmónica retoma sus ensayos con ausencias. Necesita volver a contagiarse del espíritu del montaje, percibir el tiempo y el compás que indica la batuta del director, anticipar la entrada de los instrumentos, los cambios de volumen e intensidad que señala la otra mano. Cuando llega la hora del primer micro, decide quedarse. No es la primera vez que pasa una noche sin dormir, además el ensayo lo merece. Deberá enfrentar la resistencia de los encargados de seguridad del Teatro Independencia, convencerlos de que lo dejen entrar. Faltan más de dos horas para las ocho.

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***

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Patricio trató de concentrarse en otras cosas mientras esperaba que la noche transcurriera. Tomó parte de sus manuscritos y buscó sin ninguna finalidad específica. Finalmente se detuvo en una nota que contenía algunos comentarios que solía escuchar en boca de Juan, a veces de Paco, cuando alteraban las explicaciones que les daba sobre algún tema. Uno llamó su atención: “Era como el avance de la antimateria.” Dio vuelta la hoja en procura de lo que le había inspirado en su momento. Debajo de un espacio en blanco que abarcaba tres cuartos de la página, leyó algunas palabras entrecortadas que supo traducir como: ¿el mundo de las contrariedades es lo verdadero?, la convivencia de los opuestos, admitirlo sería consentir que la materia y la antimateria coexisten, entonces (mi mente es precaria para esto), ¿cómo se da la realidad, cómo puede ocurrir que no se anulen mutuamente?, hay dos realidades: en cada una prima más de una que de la otra... Qué estado confuso, acaso algo así como un hombre, donde conviven el bien y el mal... —¡Che, ya es hora de apagar la luz!, no me puedo dormir — gritó un interno, y un murmullo de asentimiento difuso se hizo sentir. Sabía que corría el riesgo de que le quitaran el único velador permitido en el pabellón. Las ideas del mañana volvieron sobre él, tal vez carece de sentido el seguir guardando los espacios ganados. Un chistido. Aflojó el foco con un pañuelo (la perilla que colgaba a un costado se hallaba derretida y el tomacorriente estaba demasiado distante), abrió y cerró los ojos varias veces y trató de recordar los dibujos que seguían a esas consideraciones, la asistente de arte le había sugerido hacerlos, eran dibujos buenos, pero cuando les puse color perdieron fuerza, se debilitaron casi hasta caer en el vacío. Cerró su mente y abrió los ojos, el resplandor de la luna se multiplicaba contra los respaldos de las camas. A veces he jugado con las letras de mi nombre y apellido, lo intentó de nuevo, las he reubicado de mil formas, pero el resultado siempre me ha puesto en claro que la inmortalidad está lejos de cualquier combinación posible. Los nombres no tienen que ver con la trascendencia, la carne tarde

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o temprano se pudre, ¿serán los actos? Atinó a envolverse, a adoptar la posición fetal, pero logró contenerse. Guillermo (nombre terrible) cree lo contrario, se imagina en grandes carteles, ¿cuál era su apellido?, ¿Ochoa…?, Narváez, lo recorrió un escalofrío, giró sobre sí y acomodó la almohada sobre su cabeza. En este lugar encontré reposo, se incorporó un poco y se concentró en los movimientos de Leopoldo que era el más cercano de los implicados. Debo anticiparme a cualquier movimiento, trató de medir el tiempo que restaba. Todos caminan y no me llevan, ¿habrá también algo de eso? Una hora después se destapaba. Abrió brazos y piernas sobre la cama. *** Javier observó el reloj bajo una luminaria. No le quedaba mucho tiempo para llegar al punto que tenía asignado. Corrió, a decir de alguien, el héroe es aquel que invariablemente acierta, o al menos lo hace en los momentos significativos. Sentía lo contrario, nunca había considerado que una figura así fuera relevante para el plan. —Si se acabaran las guerras —dijo una vez Guillermo—, no habría héroes, no habría incentivos para futuras gestas, se agotarían los temas. Sólo pudo imaginar un Guillermo fascinado ante lo que venía, él tampoco es un héroe. Necesitó refrescarse la cara. En su mente se superponían las distintas formas con que Kalil había tratado de hacerlo desistir. No había jardines con canillas. Buscó una justificación para seguir, potenciamos un Dios, potenciamos un superhombre, potenciamos un Recorrido Histórico y hemos vuelto a quedarnos solos... Al poco tiempo de aparecer por El Sauce, Guillermo le había entregado una carta con la firma borroneada. Con lentitud se acercó a la calle donde estaba estacionado el coche. No había formulado la pregunta de quién la había escrito, la sospecha

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ahora no tenía valor, pero sucedía algo extraño, en aquel momento el concepto de más peso fue “El Sauce no es un loquero”, ahora trataba de recordar unos términos inventados. Su mano tembló al apoyar la llave en la cerradura de la puerta, las palabras llegaron intactas: ¡Ysunaksu emilátil! Se estrechó al volante. Se le hacían distintas en sonoridad y después de experimentarlas en el aire las vinculó al sacrificio. Los primitivos pobladores de la Tierra ofrecían lo mejor a los dioses, a lo desconocido, ¿sigue el hombre ofreciendo lo mejor de sí ante lo inexplicable? Dio arranque y se marchó.

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ANTIGUAS CUENTAS, NUEVOS CÁLCULOS SIN LEY La mínima reseña, un exceso

a mente se me escapa, Patricio aprieta las yemas de sus dedos fuertemente contra sus sienes, ¿acaso las ideas corren más rápido que mi comprensión?, o simplemente ocurre que las circunstancias me exceden. Golpea fuerte contra la tapa de un libro que guarda debajo de la almohada. Siente que las letras se despedazan, se aflige. La única posibilidad que encuentro es la de acabar con Guillermo, se apoya contra el respaldo de la cama, si se quiere, es algo fácil de enunciar..., pero lejano a mí, tal vez casi próximo a la cobardía. Se sacude la cabellera.

L

Había dormido vestido, por lo que el frío debilitó su paso cuando atravesó el patio que separaba el pabellón del comedor. La puerta de servicio estaba cerrada por dentro, pero atravesando la mano por un vidrio roto podía alcanzarse la llave. Antes lo primero..., ¿cómo se sentirá atravesar la carne de un ser humano con un cuchillo?, las manos le temblaron mientras abría el cajón de la mesada. El color sangre se entremezcló entre los utensilios, tambaleó sobre sí y temió que la encargada se hubiera despertado. ¿Cómo elijo un cuchillo para matar?, tomó varios y escogió uno relativamente fino, con mango de madera. Imitando a los compadritos de una telenovela desteñida, lanzó dos o tres arremetidas al aire. Salió y esperó en un rincón, hasta que la presa diera el primer movimiento. Se le atravesó una breve imagen de su hermana, a la que apenas veía desde que trabajaba en el sur de la provincia. Guillermo consiguió deshacerse del enfermero del pabellón

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en el que se encontraba Nicolás (-20) y entró mientras todos dormían. Encendió las luces y con gritos desesperados les dio a entender que se había extendido una plaga por el hospital. —La única manera de borrarla es correr hacia el este, hasta que el sol con su fuerza acabe con el germen —los primeros en reaccionar alentaron a los más somnolientos—. No se detengan por nada, recuerden, la muerte los persigue —y tiene muchos rostros, pensaba en los guardias. Fue el último en salir. Los camisones y pijamas atravesando el campo todavía no eran demasiado distinguibles. Patricio llevaba esperando cerca de un cuarto de hora. Lo vio aparecer con Leopoldo, se detuvieron contra una pared, intercambiaron algunas palabras entre ellos y de improviso lo perdió de vista. Con desesperación corrió en dirección del núcleo central del hospital, tratando de ocultarse entre los troncos de los árboles. Los guardias del pabellón judicial permanecieron ajenos, perdidos entre modorra y sabor a mate. Cuando lo volvió a ver, Guillermo se deslizaba, desde la salida principal de aquel cuerpo enrejado, hacia uno de los lados. Estaba frente a la oportunidad esperada. Lo alcanzó, el pulso le desencajaba el cuerpo, metió la mano en la chaqueta y apretó con fuerza el cuchillo. Guillermo no se sorprendió al verlo; es más, pareció que había previsto el retraso. Los labios de Patricio musitaron un débil sonido que después de unos instantes se tradujo en dos palabras. —¿Qué dijiste? —inquirió Guillermo. Confiaba en esas palabras poderosas, pero las percibió lejanas al arma que sujetaba. Volvió a intentarlo con más fuerza. —YSUNAKSU EMILÁTIL. No las relacionó conscientemente con la carta, pero ante su pronunciación se mostró alterado y se acercó a Patricio.

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El rostro que por tanto tiempo lo amedrentó, que agitó sus más vivos temores ,se mostraba con sus rasgos embebidos en ira, con un destello diabólico en la mirada. Era el momento de

La herida se profundizó desde la espalda y antes que pudiera reaccionar sintió una nueva punzada. El preso al cual Guillermo había ayudado a huir volvió a clavarle el puñal. La alarma de la vigilancia llamó en otra dirección. El cuerpo sin vida de Patricio terminó en un contenedor de basura. En su último pensamiento había intentado liberarse del cuchillo que llevaba. No pudo asesinar y se hubiera sentido orgulloso de sí. Quiso acabar con el infame, pero había fallado a los demás.

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arremeter contra él; sin embargo, el cuchillo seguía pegado a su bolsillo.

—El muy desgraciado venía armado —acotó el recluido, mientras un papel arrugado caía del saco de Patricio y rodaba con la brisa. —Lo supuse —respondió Guillermo y retomó con su compañero el camino previsto. El único guardia que quedó en el sector oeste había salido de la casilla de control para extender las piernas y con las botas aplastó la escarcha cristalizada sobre el césped seco. La radio se escuchaba desde afuera: “y ahora los datos ofrecidos por el Servicio Meteorológico Nacional...”, anunció el locutor, y el hombre recibió los datos estrechándose las solapas de la campera. Entró y con él un papel que fue a parar hasta la esquina. Agregó un leño al caldero, y cuando iba hacer lo propio con el bollo, tuvo curiosidad por su contenido, lo desplegó, era demasiado extenso. Lo apretó y sirvió al fuego. *** Relato IV El dial de un reloj extraviado en un cajón acusa la misma hora en la cual uno digital, apostado sobre la mesa de luz, propaga un sonido repetitivo y penetrante. El velador tiñe en redondo su alrededor, una mano cae y repta en busca de la clavija. El silencio se reacomoda y sirve de paso entre dos mundos que se

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conocen y provocan; la luminosidad del sueño se aparta, declina ante la penumbra de la habitación. El hombre vence la cubierta de cama y la hace a un lado, el movimiento es brusco y provoca la protesta de su pareja. Gira sobre su cóccix y lleva los pies al piso, toma contacto con la madre tierra. Levanta el mentón y se mide frente a un espejo que, ubicado sobre la cómoda, abarca parte de su pecho y la cabeza, se niega a reconocerse en esa imagen usada, cotidiana, el reloj no se detiene, otro día, uno más, uno menos, se concentra en la rutina. Su mujer hace lo propio. Por un instante se inclina a levantar algo caído y deja correr una especulación: ¿será que la monotonía se nos ha pegado tanto que no sabemos encontrar pequeñas variaciones? Al rato todos los integrantes comparten café y leche instantáneos, el pan de ayer se estira entre los dientes, las galletas se convierten en la mejor opción. El diario incorpora las primeras sensaciones, las disputas entre los pequeños se hacen intolerables. Los padres alzan la voz y la tranquilidad se recobra a regañadientes. Las ilustraciones de los envases acaparan la atención de los niños. La familia se encolumna, portafolios, mochilas, agendas y sacos. Todo pronto. El transporte escolar del colegio bilingüe llega a horario, la empleada recambia lugares con sus patrones y los despide. Todos se acompañan por un trayecto paralelo y sin contacto. La ciudad espera. *** Daniela terminaba de servirse un café con leche cuando recibió la llamada en la que le advertían de la desaparición de varios internos. El médico de guardia simplemente asintió a la recriminación de que todos estaban alertados sobre la posibilidad del tal hecho. De inmediato pidió que se los enumerara y tomó nota.

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Se hallaba exhausta, los últimos días habían sido difíciles, pero aún así, por el historial clínico de los nombrados, desconfió de que se tratara exclusivamente de ese grupo de internos.

La duda se extendió del interlocutor a otros allegados. —No ha habido ningún reporte de los encargados de sala... Intervino antes de que terminara, pues una ronda regular debía verificar las distintas áreas cada dos horas. —La llamo en un minuto y le respondo... —cortó sin darle oportunidad de decir nada. Daniela se vistió rápidamente, buscó el teléfono móvil y se disponía a salir cuando sonó el fijo. Desde hacía dos noches los informes los manejaba directamente la vigilancia, y efectivamente faltaban internos de otros dos pabellones.

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—¿Han verificado en los otros pabellones?

—¿Narváez está entre ellos? —su mente procuraba recomponer la situación. El médico revisó la lista y le confirmó su inclusión. Preguntó por otros. Se escucharon voces alteradas. —¿Qué pasa, qué pasa? —gritó por el tubo. —Disculpe, doctora, hay algo más serio aún... —Daniela lo instó a que hablara sin dilaciones—. También se registra la fuga de un interno del pabellón judicial. Luego de corroborar que el responsable de seguridad aún no se había presentado en el hospital, colgó y se comunicó con la delegación a cargo para verificar el estado de la denuncia. El comisario, luego de deslindar responsabilidades y atribuirlas al funcionario designado por el Ministerio de Gobierno, le transmitió parte de las complicaciones surgidas en la madrugada, con un número inusual de denuncias de robo en los suburbios, problemas con el parque automotor y falta de efectivos. No obstante, se comprometió a ofrecer toda la atención al caso dentro de sus posibilidades. Antes de acudir a las autoridades ministeriales, necesitaba recopilar más información y Luana probablemente podría tener respuestas. Buscó las llaves del automóvil. Cruzó la puerta y se encontró con una nota de Javier. Hacía demasiado tiempo que no lo veía. La dejó caer dentro de la cartera y siguió su rumbo.

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A las pocas cuadras se vio impedida de seguir. No podía precisar por qué los autos no avanzaban. Sonó el celular. La llamada era del jefe de seguridad del hospital. Con la misma cadencia de costumbre, hizo referencia a su experiencia en ese tipo de casos y justificó la desaparición de los internos como parte de una maniobra concebida por el fugitivo penitenciario y sus cómplices para complicar la captura. Ella había objetado con resuellos y continuó con reproches, ante lo cual el hombre se sirvió de amenazas. Daniela tiró el teléfono al asiento del acompañante, tomó la cartera y salió del automóvil. *** Relato V Un joven urbanista acomoda con especial cuidado documentos y filminas en su portafolio. La impresora se ha quedado sin tinta, por lo que debe pasar por el centro a imprimir las páginas en que trabajó hasta pasada la media noche. No resulta sencillo, como simple ayudante de cátedra de la Facultad, obtener la posibilidad de exponer en una Conferencia Internacional, con representantes de Latinoamérica y algunos argentinos que trabajan en el exterior, a la cabeza de megaestudios ampliamente extendidos. Se sirve un vaso de leche, le preocupa que su exposición sea mal vista. Había adaptado la síntesis a las exigencias del evento, pero el contenido profundo es otro. En realidad, teme más a la crítica local que a la de los propios forasteros, si es que alguien me presta atención. Enfrentar un salón con sillas vacías no es grato, pero sí probable. Repasa parte del texto que servirá de base a su disertación. Allí pone de relieve algunos ejemplos del implante arquitectónico sufrido en Mendoza, donde las construcciones de un hotel y un centro comercial se ven a sí mismas obviando la perspectiva de la montaña, o donde un centro comercial con pórticos da

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La postura que propugna no niega las aspiraciones de la arquitectura moderna o la admisión de elementos que rompen con el entorno, lo único que pretendo es que no se repita una arquitectura idéntica en cada lugar.

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la espalda a los cerros donde se halla emplazado. Hay otros casos, como agudizar con playones de hormigón la aridez del medio, los mendocinos necesitamos del árbol..., le sonó cursi, pero cierto. En ningún proyecto habían intervenido expertos locales. Los grandes grupos empresarios buscan moldes, llegar sin mediaciones a imponer su cuerpo de poder.

Sale, le cuesta dar arranque al vehículo, a la batería le queda poco... No quiere actuar como resentido. Apenas unas cuadras más allá, observa que las rejas de los colectores que cruzan el ingreso a la autopista han sido levantadas. Detiene el coche y baja. Las cadenas que las retenían en su sitio se encuentran cortadas, el ancho de la cuneta imposibilita el paso. Una mujer de guardapolvo blanco, que viene del otro lado, pasa corriendo en dirección contraria a la suya. Los autos se acumulan. *** Javier dejó el automóvil cruzado en una calle, tomó una mochila y siguió hasta el punto de encuentro con Juan. Esperó apenas unos minutos. Una furgoneta se detuvo en la esquina y aquél bajó. Él trotó a su encuentro. No conocía al conductor pero distinguió a Guillermo a su lado. Levantó la mano para saludarlo y dio la vuelta hacia su ventanilla. No lo veía desde su noche en El Sauce. —Podemos atrasarnos unos segundos —dijo sosteniendo el brazo de su compañero, que ya había puesto el cambio. Apenas se apoyó en la puerta, descubrió unas manchas de sangre en la chaqueta de Guillermo. El rostro del otro infundía temor. —¿Quién es? —inquirió Javier, mientras el rostro del desconocido insinuó signos de descontrol.

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—Ha llegado la etapa en que, como generales, debemos llenar de vigor a nuestros hombres —mantenía fija la vista hacia delante. —No contestaste —insiste. —Se hace tarde... Guillermo sonrió desalmadamente. —Espero tu respuesta para marcharme. —¿Es ésa la pregunta que viniste a hacer? —preguntó desafiante, mirándolo por primera vez. Las palabras no sólo lo sorprendieron sino que le desfiguraron el rostro. Se irguió y palpó un costado del morral. —No. Juan lo tironeó en el momento en que el vehículo partía. —De haber sospechado que esto era así... —¿Así cómo...? —replicó Juan—. No te mientas, siempre lo supiste de algún modo. Casi sin reacción ante aquella respuesta, se vio emprendiendo las operaciones previstas. Seguían un plano y en una planilla tildaban las tareas cumplidas. La que más tiempo les demandó fue la de aflojar las riendas que sujetaban la catenaria de la que se alimentaba el trole. Juan, que había demostrado gran destreza para trepar los postes, agregó lo que venía diciendo después de cada fase superada. —Esto no es como el cigarrillo —y prendía uno, incluso sin haber acabado el anterior. Cuando tendieron la red de tenis y dispusieron unos carteles de desvío, ya se encontraban en la zona céntrica. Siguieron. Juan tiró un papel al piso, Javier lo levantó y lo metió en un cesto, ante lo cual aquél retrocedió, tomó la canasta y la partió en el piso.

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Los pedazos de plástico le quebraron los oídos, arrojar un papel dentro o fuera de un depósito de basura es una manera de comunicar algo... Estoy totalmente perdido, y no de ahora... Javier miró un teléfono público que se hallaba cerca y se preguntó si sería capaz de jalar del cordón hasta cortarlo.

—Vamos. —Yo con vos no sigo. Guillermo siempre lo dijo, no tenés pellejo para esto. ¿Pellejo para qué?, desde un principio quiso admitir que todos perseguían un mismo objetivo, ¡Kalil!, dame el nombre de la culpa por la que tendré que responder. Juan empezó a correr. No debía perderlo de vista. Llegaron a un pozo de conexión de agua que ocupaba media calzada y sin mayores dificultades corrieron los tambores y las cintas de peligro hasta abarcar todo el ancho de la calzada. Una cuadra más allá forzaron una puerta de rejas e ingresaron al jardín de una casa abandonada, donde debajo de unas ramas secas encontraron un ciclomotor que Javier había conseguido días antes.

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—¡Estamos por tomar una ciudad, armar un lío tremendo — agregó Juan, totalmente ofuscado—, y al señor le preocupa un papel!

Después de varios intentos consiguió que el motor respondiera y se dispuso a partir. Jua,n que permanecía expectante a un costado se llevó las manos a la cabeza y mostró signos de desesperación. —¡Uuuhh..., se me quedó el bolso! Javier lo divisó sobre un murete y fue a buscarlo. Lo notó vacío y, cuando dio la vuelta, Juan, que supuestamente no sabía conducir, partió en la moto. Infructuosamente intentó darle alcance. Los locos también pueden disimular, era algo que, a pesar de ciertos comentarios de Daniela, jamás había asumido como posible. En otros sectores de la ciudad, los grupos que se movilizaban debían estar apelando a los distintos recursos previstos para la contención del tránsito. Sobre las autopistas y avenidas principales se interpondría cualquier obstáculo disponible, incluso el propio cuerpo, y cuando los primeros conductores se bajaran de sus vehículos para tratar de subsanar el problema, se procedería a quitar las llaves del encendido. Otras formas preveían el uso de clavos tipo miguelito, de topes, la alteración de los controladores semafóricos, el cierre de las barreras en pa-

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sos a nivel o de los Portones del Parque. Justamente haber inutilizado los pernos de sujeción de éstos era una de las tareas que correspondía a Javier y Juan. Esperó que su compañero la cumpliera solo y no se diera simplemente a la fuga, aunque es preferible ello a una actividad nefasta. Dejó caer las manos a los costados, a esa altura de los acontecimientos ya no sabía lo que esperaba. La táctica evidenciaba un conocimiento pleno de la ciudad, de sus vías de acceso, del movimiento interno, recorridos de transporte y tendido de servicios. Además de tres líneas de acción principal, se sumaban otras internas y aquellas que podían incorporarse de forma espontánea. La sincronización era acabada pues, cuando empezara a evidenciarse el bloqueo de la zona central y se escucharan sirenas, las líneas de alta tensión serían saboteadas a través de la estabilidad de sus torres, y los sistemas de comunicación afectados totalmente a través de la caída de los sistemas que los operaban. *** Relato VI La bolilla recorre los límites de la rueda cóncava, golpea en las puntas de los rombos, cae y rebota entre las casillas numeradas. La sangre lo atropella por dentro, le quita el aliento. Vista y oído se disputan el anticipo de su fortuna. —Rojo el veintisiete —la voz se extiende invariable. La casa acapara las pocas fichas posadas sobre el paño. Lo presintió un instante antes, 27, el dos con el siete, una ráfaga roja en su mente, pero ¿por qué no me llega en el momento de la apuesta? El crupier mira el reloj, anticipa en silencio el pronto cierre de la sala. El jugador sopesa la libreta que lleva consigo, todo por pretender un sistema, por meterle conciencia, por creer que simples anotaciones me permitirían dar con la asimetría física de esta mesa para volcarla a mi favor.

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Toma todas las fichas que conforman la pila. ¡No interesa el equilibrio de las posibilidades, sino lo otro...!, un turista inexperto le da un consejo, que ni siquiera se molesta en rechazar. Alguien inventó las reglas de estos 37 números que suman seiscientos sesenta y seis. La ruleta reparte 333 en cada mitad. Reglas que conozco y acepto, como las del mercado de valores en el que opero... Apuesta todo al negro, aunque sepa que el rojo tiene un ínfimo porcentaje a su favor. Si gano, es la última vez que juego. Ganar o perder da igual, el recorrido siempre lo llevará al mismo lugar. El mundo no existe, el silencio lo envuelve, el cero no tiene color: tiembla, la piel le arde, los ojos se le escapan. La derrota es inexorable pero aguarda hasta que la confirmación le llegue de afuera. Sortea la barrera acordonada de la puerta y pasa junto a las máquinas tragamonedas que aún se hallan atestadas de gente. Le parece un juego poco elegante, cargado de sonido irritante y más solitario que el borde de la mesa. Recapacita, en la sala principal la soledad también es un todo. Abandona el casino del hotel de cinco estrellas, percibe a lo lejos algunos bocinazos. Si me quedara algo de efectivo, podría pasar por lo del servicio de acompañantes..., una rubia bien buena. Se levanta las solapas del saco. Las luces de la calle son pobres. Un hombre que camina hacia la plaza Chile se le hace conocido. Luce tan destruido como él, se esconde y lo deja pasar. Ya no tiene dudas de que se trata del vendedor de seguros que vivía a la vuelta de su casa. Un estruendo acapara su atención de ahí en más. *** Uno de los locos que había sido atrapado junto al alambrado este del hospital llevaba un papel transparente que decía haber recibido de un ánima en pena que buscaba alertarlo de algo. El guardia supuso que hacía tiempo que lo ocultaba, los pliegues eran profundos y el lápiz se hallaba tiznado. Se trata-

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ba de una copia burda del plano de la ciudad, donde aparecían contornos de colores, líneas y nombres de cigarrillos. Lo llevó consigo hasta una especie de barraca y lo interrogó con energía. El interno se acurrucó y volvió a insistir con su versión, una, dos veces, hasta que dejó vislumbrar algo. —Ella estaba conmigo, se movía entre las cortinas y yo la ayudé a copiarlo... —¿De dónde lo copiaste? —Era un dibujo que Guillermo no les mostraba a los demás. De inmediato se dirigieron a la administración. A varios kilómetros del hospital, el encargado de la nueva división de crímenes informáticos encendió su computadora portátil. Durante la noche había restado importancia a un correo electrónico que instaba a la lucha contra la incomunicación y la marginación. Revisó el archivo adjunto. El día era ése y se proponían distintos procedimientos para lograrlo. La explosión y luego la interferencia de la radio policial no podían ser casuales. Saltó en busca del móvil. Las cuatro gomas se encontraban rajadas. Apoyó la computadora en el capó y borró todos los rastros del registro. *** Relato VII Entre los últimos en verse afectados por la falta de suministro eléctrico se encuentran las emisoras que cuentan con grupos electrógenos propios. En el Canal 9, el director de producción del noticiero hace una seña a la locutora. Tras breves instantes, la transmisión no llegará a la ciudad sino al mundo. Ella acomoda su micrófono en el doblez de una chaqueta de escote estrecho pero profundo.

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Ambos son conscientes de que, más allá de la pronunciada diversidad (tanto de perspectiva como de temáticas), todo el

La cámara se enciende. El pelo lacio y rojo cae asimétrico sobre sus hombros, la transparencia de sus lentes sin marco realza el verde-azulado de su mirada y le confiere un leve viso de inalcanzable, su dentadura delineada y blanca disimula la urgencia de las palabras. Luego de una breve síntesis, que da cuenta de que un grupo constituido por activistas y enfermos mentales intentan tomar la ciudad, hace referencia a las situaciones de pánico que vive la población.

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aparato mediático tiende a proyectarse sobre un solo eje de atención y a conseguir la mejor escenificación de la noticia del momento. Tienen ante sí la oportunidad de acaparar todo el interés, está en ellos la posibilidad de prolongar los tiempos de aire.

—Pasamos a una toma desde la azotea del edificio donde se encuentra nuestra planta transmisora. Un colaborador adjetiva la imagen, donde se pueden observar embotellamientos y cortinas de humo negro. Hay un intercambio de comentarios a los que el sonido de las sirenas sirve de fondo. Yo aguardo en uno de los costados del estudio, me preparo para la primera respuesta, ¿o debería decir pregunta? (¿este descuido permitirá inferir al lector que tengo el privilegio de guiar la letra?, tal vez debiera pensar también en mi desazón al respecto). La locutora aporta otros datos y atrae a los oyentes con un tono de incertidumbre. Llega el momento. —Tenemos en el estudio al autor de la novela que pudo haber servido de inspiración para estos hechos. Se acerca a mí. Su leve pestañeo me embriaga. Una voz irrumpe, distiende el clima de aproximación. Le da paso al móvil de exteriores que se halla en las inmediaciones de la Casa de Gobierno. Las cámaras barren la calle desde distintos ángulos y ofrecen la imagen de la policía montada que trata de dispersar distintos grupos que se constituyen. El bloqueo en torno al barrio cívico sólo da la posibilidad de acercarse con la cámara a cuestas. Ahora se cede espacio a los auspiciantes de las cadenas que recepcionan la señal internacional.

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La locutora se pone de pie y recibe instrucciones de distintos allegados. De repente aparece de nuevo junto a mí. Las distintas interrupciones me han incitado a un juego de-mente, donde distintos conductores se superponen en la pantalla: uno describe la aparición de la gente en la pantalla desde su fisonomía, los hace desfilar como en una pasarela, otra busca rasgos comunes con personajes de la farándula y mide a las personas en base a esos parámetros, sobreviene la pregunta, llego hasta los cómicos..., la respuesta alcanza con un sí o un no. Comenta la novela, sus palabras son elocuentes pero sus conceptos borrosos. La verdad no parece prioritaria, me usa. —Ha publicado una obra de teatro —consulta sus notas—, Terras Incognitas, si no me equivoco. —Sí, parece casi un absurdo pues hubiera sido más interesante una puesta en escena que su publicación como libro —no quiero ir hacia donde voy. —También transcurre en un psiquiátrico, ¿acaso es un tema recurrente en usted? —A veces me lo pregunto, pero quizá... La respuesta no interesa, los reflectores cambian de dirección y ella los acompaña. —El doctor Vila es asistente social, especialista en delincuencia ciudadana. —Los problemas de violencia en este grupo se dan porque no responden a códigos de convivencia, no guardan ningún orden en sus vidas y no han desarrollado la capacidad de empatía. —Es decir —aclara la pelirroja—, no son capaces de ponerse en el lugar del otro. —Efectivamente, y todo ello contribuye a que no tengan conciencia del delito.

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Se aclara a la teleaudiencia extranjera que se esperaba contar con el apoyo de los helicópteros de la fuerza aérea para algunas tomas, pero se les ha informado que no disponen de combustible suficiente, por lo que sólo están permitidos traslados de emergencia.

El dinamismo del programa incrementa la demanda. —Antes de seguir con nuestro invitado, tenemos el comentario del doctor Rabinovich, Profesor de Psicología de la Universidad de...

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Vuelvo a mi respuesta, una respuesta que nunca llegará al aire: Esa obra de teatro constituía una idealización de la “locura”, en esta novela nos enfrentamos a distintos tipos de “locura”, que no pretenden ocupar el lugar de la razón, sino llevarla a su límite.

No pocos imaginaron la proliferación de centros urbanos envueltos por zonas marginadas. Las diferencias se acrecientan y los postergados se hastían... (mi pensamiento divaga o es que el entrevistado está dando otra lectura). Aparece un nuevo integrante de este burdo espectáculo, pero apunta en otra dirección, a que se ha posibilitado una dimensión de libertad casi olvidada. Me entusiasmo pero, tras un animoso giro, le agrega un contexto de viñedos mendocinos, “... si recordamos que en la antigua Persia la gente se emborrachaba para decir la verdad...”. La sonrisa encantadora de la locutora no condice con las expresiones vertidas. Da unos pasos, despliega su figura frente a la cámara y hace un llamado a la solidaridad internacional. De nuevo irrumpe la publicidad. —Seguimos con nuestro invitado... Hago caso omiso del juego en que yo respondo, digo algo sobre una política de control que conduce al aislamiento y al encierro de los que no se adecuan... Se va alejando el interés sobre mi persona, se aparta el micrófono, salto para alcanzarlo, no lo logro. He perdido una oportunidad que no se da todos los días, que no se da en ningún otro capítulo, he sumado razones para quienes argumenten que se trata de una obra desbocada. ***

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Una de las luces parpadeaba. El frío le llegaba a través del rostro. Casi no se había movido de la posición en que había quedado rendido. Se acurrucó frente a los bancos vacíos. Luego fue al único costado de la nave que contaba con ventanas, levantó la mirada a través del vidrio apenas empañado y descubrió el anuncio del sol entre el bronce de la campana. El taconear de una persona llegó desde la vereda. En su sueño no había campanas, por lo que un grupo de feligreses reunido en el patio bajo su batuta, reponía el sonido. Kalil juntó las manos y elevó una plegaria. Dio dos pasos hacia delante, un bullicio sordo se escurría entre las cabreadas del techo. Junto a una columna se topó con la imagen de Jesucristo elevado entre nubes, “allí se transfiguró delante de ellos: su rostro brillaba como el sol y sus vestidos se volvieron resplandecientes como la luz”, san Mateo 17-2. Recordó la razón de su presencia en esa capilla y a esa hora. Quizá su fe no alcanzaba, pero inconscientemente había dejado todo en manos de Dios. Tomó distancia y prestó atención a la reproducción del cuadro de Raffaello. En la parte de abajo un padre pide a los apóstoles compasión de su hijo “lunático”, pero ellos no podrán curarlo, su fe es poca, ahora se acercó, no veo más que a un niño epiléptico, al que confunden con un poseído por el diablo. Los brazos se elevan hacia Cristo, algunos hacia el niño, que toma una posición de cruz, la dibuja en el aire frente al lienzo.

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Volvió a la pintura, había contemplado el original en la Pinacoteca Vaticana. Lo religioso se podía sustentar con la cultura, el apego del hombre moderno a la historia y al arte se le hizo enorme, ¿era ése un destino único y complejo?, ésa había sido su vida. Es el hombre el que narra, construye templos, pinta y esculpe, aunque sea Dios quien habla.

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—¿Cuándo Jesús se volvió inalcanzable? —le había preguntado Javier en una oportunidad—, ¿en la muerte del Gólgota o en la transfiguración del Monte Tabor (o Hermón, o cualquiera...)?

Como hombre de la Iglesia, desoyó la fórmula teológica que señala la relación filial con Dios a partir de la fe. En los últimos días había huido, había dejado a un hombre solo, con el peso de una decisión que escapaba a su condición psicológica. También había fallado como hombre común. El sonido de una explosión proveniente del exterior lo llamó a salir, no sin antes tomar un pequeño recipiente con óleo. *** Relato VIII En el edificio de oficinas se observa una luz solitaria. Una empleada ha pasado la noche ultimando los detalles para una encuesta dirigida. Refriega sus ojos, mueve el cuello y va en busca de más café recalentado. Esta vez se trata del nuevo envase de un cosmético, pertenezco al negocio de imponer, sólo se trata de un recurso más, toma un vaso plástico, debajo hay un boletín informativo. Las estadísticas nos vuelven previsibles y las conclusiones obtenidas sirven a los grupos dominantes para el manejo de tendencias. Lo hojea y ante un índice de mortalidad por..., no interesa, puede ser cualquier cosa, piensa cuando el 0,03 % se convierte en el 100 %, ¿qué pasa cuando la baja probabilidad le pega a uno? Descarta el boletín y levanta una revista especiali-

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zada en mercadotecnia. No la abre, se queda atenta a la mujer de la tapa. Según los índices más serios, ya tiene edad suficiente como para que la empresa la reemplace por alguien más joven, ¿eso me ha vuelto menos escrupulosa? El café con edulcorante le provoca un estremecimiento. Se tilda como alguien apegado a los datos numéricos, lo primero que atina a mirar son los porcentajes representados en cuadros o gráficos. Hemos tratado de hacer la vida previsible, lo que nos beneficia en ciertos aspectos nos perturba en otros, pero fundamentalmente nos toma desprevenidos en las situaciones límites. Vuelve a su lugar y se vuelca plenamente al teclado. Termina, sólo resta el envío electrónico. Reflexiona sobre qué relación guardan la estadísticas con la comunicación. Crea el correo y adjunta el documento. ¡Por lo que nos hacen creer! La luz titila. Duda, quizá la advertencia de no seguir... Lleva el puntero del ratón al casillero de conexión. Finalmente logra mandar los datos antes de que se corte el suministro eléctrico. *** Nuevamente advertido por el conserje del hotel de la situación de caos que vivía la ciudad, Tomás desistió de salir. Los sillones de las distintas salas se hallaban ocupados, por lo que retomó la escalera, donde el movimiento era por demás intenso. Fue en el primer descanso, acorralado entre unas valijas, donde escuchó aplausos en la calle.

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Algo le impedía tomar conciencia directa de lo que ocurría en el exterior. Su ser pujaba entre definir sus circunstancias íntimas o atender a ciertas ideas especulativas que lo asaltaban desde afuera. Buscó la baranda. Un escalón, ¿sentimientos y obligación moral?, las preguntas postergadas que venían rompiendo desde dentro y él evitaba. Gran parte de la carga inmigratoria había pasado de su padre a él y lo había hecho vivir justificando la existencia en pro de una tierra añorada. Radicarse en Mendoza suponía repetir parte de la historia con sus hi-

Respiró profundo y necesitó refrescarse la cara. Buscó nuevamente la ventana, abrió una hendija, los aplausos se repetían. Algo subyacía en la situación que se estaba dando y necesitaba conocerla, pero de un modo distinto a la óptica del periodista. En cierto modo era algo intuido, casi esperado. Con arrebato buscó el cuaderno de tapas duras, desprendió el lomo, quitó las hojas y las recogió en una carpeta. ¿Barajar y dar de nuevo...? Se distinguió en el reflejo del espejo. Muchas veces se planteaba su vínculo con la escritura, ¿será que sólo puedo sentir a través de las palabras, a través de lo que no es mío propio?, eligió la lapicera que llevaba el logotipo del hotel, un intermedio en mi relación con mi patria y con las personas, incluso las más cercanas... Esta vez la sensación de la imagen reflejada le pareció distinta.

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jos, Montse se adaptaría, es fuerte, pero también apegada a su familia... Llevo demasiado sin verlos... Llegó a la puerta de la habitación y se apoyó un momento en la pared. El médico no recomendaba el viaje de Elena en lo inmediato, pero en unos meses, a lo sumo en un año, ya tendría posibilidad de decidir por ella misma... Entró y fue al escritorio. Tal vez sea tiempo de dejar que las cosas sigan por sí mismas su curso, miró el calendario, se acercó a la luz del ventanal y previó la fecha para su regreso.

Minutos después se encontraba en medio de una función de títeres improvisada en la plaza Italia. La garita, conformada con forma de huevo y revestida en arpillera, estaba ubicada entre el sector de juegos infantiles y la fuente. Presentaba un telón que se abría como una mariposa de brillantes colores. La risa de los niños se acoplaba al movimiento de ese cuerpo de paño y cabeza de calabaza con antenas. Pero al rato los malabares derivaban en el desconsuelo del muñeco, la añoranza por un público que tarde o temprano la abandonaría opacaba sus colores, y el pesar estremecía a los oyentes. —Pero hoy es un día distinto —agregó con voz resurgente. La aclaración lo alegró. Fue en ese momento cuando Tomás prestó atención a un hombre delgado, casi famélico, de barba y cabellos largos, cutis oscuro, netamente de tipo huárpico, que

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atravesaba la plaza. Tras detenerse repentinamente, levantó los brazos y llevó su cabeza totalmente hacia atrás, de un modo tal que, desde la perspectiva de Tomás, pareció beber la leche de la loba de bronce que amamantaba a los fundadores de Roma. Miró a su alrededor, buscaba con quién compartir el descubrimiento de un hecho al que le atribuía profunda significación. Nadie pareció coincidir con su visión, nadie acompañó el brazo con que el hombre señaló la montaña, un macizo secular con el que se mancomunó enteramente. Tuvo la impresión de que un descendiente de Beruti no tardaría en llegarse hasta el lugar y repartiría cintas celestes y blancas. No tenía tiempo para esperar, debía tomar el camino más corto hacia el Parque y lo hizo con tanta vehemencia que atropelló a un sacerdote que corría hacia el centro. Tras ayudarlo a incorporarse, le pidió disculpas y mientras lo dejaba seguir su rumbo pareció reconocerlo. Se llevó la mano al pecho y marcó la señal de la cruz. Además de la policía montada que atravesó dos veces su recorrido, encontró gente armada con palos y hondas, que se negó a relacionar con cualquier acto de resurgimiento. Sin duda no acompañaban el llamado del Héroe. Los portones del parque se encontraban cerrados y un grupo de estudiantes improvisaba una sentada delante de sus fuertes hierros, bajo la mirada expectante del cóndor que hacía cumbre sobre sus molduras. Nunca imaginó el cierre de esas puertas que sólo impedían el avance del movimiento vehicular hacia la Avenida del Libertador. Un cronista bregaba por hacer un reportaje al cabecilla del grupo, “los medios (de comunicación) son entrevistas, no sustancia”, había escuchado decir a Umberto Eco en una conferencia. Tomás necesitó asirse de esas rejas, mirar su destino a través de ellas. El Cerro de la Gloria lo aguardaba del otro lado. ***

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De lejos divisó que el puente, obstruido por un camión semirremolque, presentaba una de sus protecciones laterales destruida como producto del impacto. Desde el habitáculo, con el parabrisas astillado, partía un tendido de alambre de púas que Juan continuaba entretejiendo ante la mirada atónita de quienes se veían imposibilitados de pasar. El prófugo había cumplido con esa parte del plan tal cual lo previsto, salvo por el hecho de que Javier debía estar con él, entonces, ¿por qué me dejó de lado?, dejó caer la bicicleta detrás de un árbol, ¿había actuado por decisión propia o respondía a un plan paralelo?, se movió con la cautela necesaria para tomarlo por sorpresa, la impronta de sus manos con grasa quedaron en la columna de alumbrado. Se agachó y buscó moverse a pocos centímetros del piso. Pudo sortear los primeros hilos de alambre sin demasiada dificultad, pero la difusión y la profundidad de los cortes aumentó considerablemente cuando debió apurar la marcha ante la llegada de un móvil policial. Apenas a pocos hilos de distancia, Juan se percató de su presencia, soltó el carrete y apuntó su culo hacía él, despidiendo con sus manos un hipotético y enorme pedo. Luego remedó a los policías, que no se animaban a pasar y sólo atinaron a intimidarlo mediante un altavoz. Corrió hasta el extremo del acoplado, donde había bajado el ciclomotor con unas cuerdas, los uniformados desenfundaron las armas. Lanzó la patada de arranque al instante, sin embargo antes de emprender la huida se desvió hasta el lugar en que Javier aún luchaba por librarse de los alambres. Inclinándose hacia él, sacó una colilla apagada del bolsillo, la mordió y le hizo una confidencia. No comprendió qué tenían que ver su esposa y su hija

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Javier se aproximaba a la plaza Chile cuando escuchó una potente explosión. Alguien había provisto las bombas que él había evitado. Aceleró la carrera, pero sabía que no podría sostener el ritmo hasta el Zanjón de los Ciruelos, límite norte de la zona central. Era el último de los puntos de acción previstos en la primera fase. El reloj se superpuso con la imagen de una bicicleta apoyada en la puerta de una oficina postal. La tomó y a la cuadra descargó la bolsa que servía para la correspondencia. Debió detenerse en dos ocasiones más, pero a los efectos de reinsertar la cadena en su lugar.

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con la situación y qué razones impulsaron a Guillermo a presentarse días pasados en su casa y hacerse pasar por un amigo que buscaba encarrilarlo. Hubo disparos al aire. —El guacho viste bien con saco y corbata, y parece que tu jermu se sintió muy cómoda con él —acotó por último. El insulto, repleto de furia y ansia de venganza, quedó perdido entre la sonrisa enjuta y la mirada enfrascada de Juan. Su lucha desesperada no se limitaba ahora a los amarres, la impotencia asediaba sus músculos, rasguñaba su mente. Esta vez el corte atravesó su mejilla y descargó sangre sobre su boca. Tras la partida de la moto, las balas apuntaron a las ruedas, ¿por qué no tiraron a matar?, logró soltarse y tras arrastrarse unos metros se acomodó contra un murete. Alguien le preguntó si se encontraba bien, pero él no escuchaba, sólo trataba de entender cómo su insistente aspiración a un nuevo estado de vida lo había llevado a eso. Lo peor no era la muerte, prevista y asumida, sino que Guillermo sobreviviera. Mientras Daniela entraba corriendo a El Sauce, un helicóptero levantaba vuelo, llevando al encargado de la seguridad del hospital y al ministro de Gobierno. Tenían desplegado entre sus piernas un plano dibujado en papel transparente. La versión oficial indicaba que personal de inteligencia lo había confiscado en una pesquisa realizada en el hospital. Un asistente puso a Daniela al tanto de los últimos acontecimientos. Estaba a punto de desmoronarse, pero la sostenía el deber de salvar lo posible. —Busque la ficha de Guillermo, tal vez podamos deducir algo —indicó mientras salía al patio. En uno de los pabellones, un grupo de internos esperaba las imágenes de la toma frente a un televisor apagado. Sobre éste, una radio de transistores emitía estática. Un paciente, valiéndose de una tabla de lavar, ensayaba posiciones que le permitieran asimilarse a un cuadrado. No merecía demasiada atención por parte de los otros.

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Daniela, que continuaba la infructuosa búsqueda de Luana, atravesó la sala por segunda vez.

—¡Es cierto! —respondió con vehemencia. El enfermero que la acompañaba dejó traslucir en su rostro cierta satisfacción ante la caída de autoridad. Raquel, conmovida por la consternación de la directora, salió tras ella, y la mayor parte del grupo volvió a su ubicación frente al televisor. Con la tabla de lavar a cuestas, el hombre se acercó más y encontró un espacio libre entre las sillas, se recuadró y luego de unos minutos recibió un empujón que lo desparramó por el piso. Olfateó y percibió la desesperación del aparato al no contar con electricidad. Lo emuló. En mi leve conciencia, producto de un resto de corriente, apenas un chispazo, noto la fidelidad de la gente, de mi gente.

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—Me parece que se le ha perdido más que un paciente —gritó un enfermo amparado por el anonimato de la multitud.

—Yo soy el mundo. El anuncio no llamó la atención. Quizá un esfuerzo último me permita generar unas líneas en la pantalla, un signo que mantenga la esperanza de mis seguidores y de ahí en más... la posibilidad de hacerme uno con el televidente: un corazón a pilas, golpeó su pecho, un brazo mecánico, movió el suyo despaciosamente, un ojo con un tubo de televisor enfocado hacia dentro. —Trance..., buuuuh, buuuuh.... Desmagnetización, el cuerpo ante un espasmo. Se cruzó delante de la TV apagada y se recuadró, ante el repudio de los espectadores. Probó con voz de profeta. —Me llevarán donde vayan. Comenzó entonces la persecución del interno, que dejó caer la tabla de lavar y desfiló aligeradamente en torno a las sillas. —No han entendido nada —recriminó a todos don Ortiz. En ese momento muchos salieron hacia el patio para dar alcance al entrometido. —Somos testigos de lo que nos enseñan del mundo —gritó

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el anciano a su inmediato compañero, mientras señalaba la oscura pantalla. Unos segundos después se mostró ausente, perdido—... ¿Y ahora por qué está roto el televisor? —se levantó y buscó sintonizar la radio. *** Relato IX (texto primero) Sobre la autopista un hombre se pregunta si lo que sucede es real. Debe ser el interrogante que se plantea la mayor parte de la gente, lo que implica que vivirlo no es suficiente, necesita registrarlo, y recuerda que el bolso con la filmadora se encuentra en el baúl desde el domingo. Ahora se mueve entre los vehículos parados, busca las imágenes más relevantes. Su aproximación es tan indiscreta que intimida a las personas que son presa de su objetivo. Pronto empieza a ensayar distintas tomas, así no le parece para nada disparatado acostarse sobre un capó o en el asfalto, colgarse del estribo de un camión o montarse a una protección de hormigón. El único niño que hay en un transporte escolar le pregunta desde la ventanilla si se podrá encontrar la cinta en los clubes de video; entonces, no conforme con la calma del entorno, pretende una teatralización de las situación, con un fondo de humo espeso. Está dispuesto a ensanchar el descontento, incluso a entregar unos billetes para promover historias íntimas y entrecruzadas.

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Un poco más atrás de la cola, también preso entre los vehículos inmóviles, el director de una empresa pujante no sabe cómo comunicar sus instrucciones y recrimina a su chofer por no haber previsto a tiempo un desvío. Incómodo ante la falta de movimiento y actividad, se resiste a entender la indiferencia del teléfono celular y vuelve a pulsar la seguidilla de teclas. Nada. Exige entonces mejor servicio y mayor competencia. Juega con el techo corredizo y no lo desespera ver que próximo a la calzada un hombre con una video-cámara junta hierba seca y enciende fuego. Su preocupación lleva otro rumbo: Si los hombres

Algunas nubes impensadas para el pronóstico del clima vaticinan el ensombrecimiento de la ciudad. Dos mujeres mayores y un hombre que se han reunido a conversar son desplazados por la humareda y vuelven a sus coches. El chofer que se sujeta a una columna de alumbrado buscando un atajo imposible ve dificultada su visión. Desde el departamento céntrico las bocinas no se perciben con la intensidad de un día hábil. Si bien hace años que está jubilado, siempre se mantiene informado. Ninguna razón hacía prever un paro general, un corte de accesos o algo parecido. Aún con el pijama, baja de prisa a recoger el periódico, la llave se traba en el buzón, la fuerza, retira el diario, lo despliega y con ansiedad examina la primera plana, luego el resto de las páginas, pero no halla respuesta. Levanta la mirada, el mundo se le vuelve extraño, lejano. Del portero del edificio lo separaban un balde, los escalones de la entrada y un escurridor de vidrios. De sus vecinos, mucho más. Una pregunta puede callarse sin dificultad. Afuera está a punto de llover. Se vuelve con la esperanza depositada en una edición especial, probablemente a primera hora de la tarde.

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de resolución no llegan a sus puestos, ¿quién tomará las decisiones?

Dos pisos más arriba, una señora acostumbrada a embriagarse con el dolor que le transfiere una guerra entre otros pueblos, un atentado en cualquier país o un desastre natural en una región, mueve las agujas de croché y se equivoca en el punto. Su nieto, que viene del campo y estudia en la universidad, repetidas veces le ha dicho que sólo cree en las cosas cuando se las cuentan por televisión. Ahora que no hay luz y que el cielo está nublado, piensa que debería escucharlo, pero no está, salió temprano y cuando regrese la televisión otra vez se extenderá desde su sitial. En una esquina próxima a ese edificio, una pareja apoyada en las puertas de su coche escucha rock y se pregunta qué pasará cuando se acabe la batería. A un costado, en un vehículo utilitario, un padre que llevaba sus hijos a la escuela empieza a compartir las historietas que vienen con la goma de mascar, a

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conocer la historia de unas nuevas figuritas. Alguien toca a la ventanilla y le propone la idea de ir corriendo un poco los autos para abrir una brecha. Comienzan a caer unas gotas. Una joven, estática en el asiento de atrás de un taxi, mira en todas direcciones. A unas pocas cuadras, en la redacción del más tradicional de los diarios locales, el redactor espera impaciente la incorporación de una nota que cubra el espacio vacío de la edición extra. El periodista corre con las hojas en la mano. La intempestiva fuerza de renacimiento por la que siempre bregó se ha ido apagando en sus lugares habituales, los propios, encaramados de silencio, o los del trabajo, inmersos en el movimiento de bobinas de impresión. La seña a través del vidrio le indica que pase. Extiende el brazo. El redactor tantea el texto y controla cierta exasperación. —Una nota no lleva reflexión. Se trata de lo que acontece, no de lo que querés que acontezca —hace cuánto que estás en esto, ¡por Dios...!, ¿por qué no tengo otro tipo a mano? Mira de nuevo alrededor, la oficina se encuentra prácticamente vacía. Los lentes, con un marco grueso y desgastado, acompañan la mirada que baja. Los motivos que me llevan a callar se suman y superponen: respeto (falso), conveniencia (puede ser), temor (constante), espera (la propagación del absurdo). ¿Cuántas veces este grito se ahoga adentro (demasiadas)? El grupo electrógeno móvil acaba de restablecer el servicio eléctrico. ¡Los títulos se caen desde la plancha de imprimir! —¡Arreglá esto, rápido! —revive la enseñanza de que la noticia es un elemento fugaz que desaparece en la medida en que se propaga.

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La respuesta no llega a su boca, las palabras se le pegan al paladar, le resulta imposible recordar si alguna vez contestó, quizá sólo trató en un sueño distante. Asiente. Los rodillos entintados acusan cíclicos enunciados, el “señor” pretende burdos cambios de fecha y lugar, nada más que eso. Vuelve a su escritorio. A ver: palabras comunes, emociones inmediatas, piezas asimilables...

***

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Enfrente un muchacho aún espera que abran las cortinas metálicas del negocio donde trabaja. Retira uno de los folletos de promoción y ventas que ha dejado el expreso en la madrugada. En el pasar de hojas, se entusiasma con un nuevo reproductor que traslada el cine a la casa. Una señora que pasa con una bolsa de mercado pide permiso para llevarse uno y sigue caminando mientras rastrea algún electrodoméstico que le falte.

Un grupo de aviones militares amedrentaba con su vuelo bajo a un presunto invasor. Javier descubre a un grupo que se equipa con piedras, el brazo fue la primera arma lanzadora, ahora se cubren los rostros con tizne. ¿El caos a partir del cual surgirán un nuevo orden...?, bien sabe que más que una pregunta se trata de una expresión de deseo, de una justificación necia para no enfrentarlos. La sangre reseca le tira la cara.

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NO HAY FINAL Clave de sol: una tentativa desesperada

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ras una corrida despatarrada, Raquel alcanzó a la doctora Santigli y un gorrión voló despavorido.

—Doctora, ¿usted no cree que la ciudad es mala? —¿A qué se debe la pregunta? —creyó entender el motivo que la impulsaba, pero no contaba con tiempo para un acercamiento apropiado. —Allá —se encogió contra el pecho—, cuando es de noche, uno mira el cielo y faltan estrellas. Sólo pensar en las razones me da miedo. —¡Raquel! —la tomó por los hombros—, no todo es malo en la ciudad, hay gente buena, no sería justo pensar en un castigo generalizado. Ella trató de dar un paso hacia atrás, pero las manos de la doctora se prendieron con mayor fuerza a su cuerpo. Había llegado el momento de hablar, de confesar aquello que le había dejado conocer Malén. —Ella no sabe ser demasiado amiga, pero me las ingenié para que me contara algunas cosas del plan de Guille. A veces cortaba con eso de que nuestras vidas corrían peligro. La pobrecita no entendía que lo del plan es un invento, yo también tejo historias para que no me dejen ir. —Contame del invento. Ella aclaró que le gustaría irse por unos días, de compras o vacaciones. La doctora insistió con lo del plan. Lo primero a que hizo referencia fue a la colaboración de Ja-

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vier con el grupo de fugitivos. El nombre llamó la atención de Daniela, por lo que le preguntó el apellido, Raquel no lo sabía, pero pudo responder a la descripción de sus rasgos físicos. No es posible buscó un punto donde apoyarse y lo encontró en el brazo del enfermero. Necesitó escrutar otros puntos. Todo confirmaba el nexo. Sin salir de su consternación, recordó la nota en su cartera. Los datos sobre la ocupación no fueron demasiado relevantes, pero el comentario sobre la sospecha de Malén, de un plan paralelo, la alteró más. —La ficha —exclamó mientras salía hacia su oficina seguida por ambos acompañantes. Al revisar las anotaciones, pudo comprobar que el caso había derivado de uno a otro médico a través de los años. No se encontraban los antecedentes del traslado desde el Hospital Pereyra. Trataba de asumir lo de Javier en tanto recorría las líneas. Finalmente encontró lo que buscaba: Plan de Eternización estaba subrayado con rojo. Tomó un resaltador y siguió leyendo: ... negación metódica a los detalles / bastante más adelante, “... conseguiré un barquero que, sin saberlo, me ayude a atravesar la Estigia...” / indicaciones de medicamentos, otros delirios, otras letras... / “No se trata de llevar unos locos al otro lado, sino de traer el Mundo al Infierno.” / Reaparece la letra que había sido subrayada, sin tratamiento, “... un gran preámbulo que impactara del mismo modo que un electroshock...”. Levantó la cartera y les pidió que la dejaran por un momento. —Directora, se parece al espejo en que me miro cada mañana —indicó Raquel pasándose la mano por el cabello—. ¡Mejor nos vamos juntas de vacaciones...! —su tono recuperó euforia. Con el rostro desfigurado y la mirada abatida, Daniela se dejó caer sobre la butaca. La interna y el enfermero salían cuando entró un policía. —¡Señora! —el enfermero trató de intervenir—. Esto no puede esperar —aclaró el uniformado. No había tiempo que perder, pero sus piernas no le respondían.

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—Hay que trasladarlo a la morgue. No, mejor a la sala de pri-

Le pidió al enfermero que acompañara al agente mientras Raquel llamaba a una asistente. Apenas ingresó ésta, la puso al tanto de sus averiguaciones y le pidió que buscara la forma de transmitirla a los mandos superiores de la policía. Apartó la nota de Javier y la guardó en un bolsillo. —No se desespere. Le pareció extraño oír tales palabras en boca de otro y dirigidas hacia ella. Se sintió parte de una pintura surrealista.

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meros auxilios, por ahora hay que ocultar su muerte a los demás...

En tanto se encaminaba al lugar donde era trasladado el cuerpo de Patricio, observó a lo lejos que un grupo de periodistas forcejeaba con personal de seguridad para ingresar al hospital. Llegó cuando ingresaban el cuerpo en una camilla. Las nubes se cerraron más y la llovizna se volvió como una cortina que dividía el mundo. Antes de bajarlo a una de las mesas, lo elevaron sobre sus cabezas, neta evocación a las exequias al rey de las palabras. Ella rezó una breve oración, acarició la mejilla del cadáver y se marchó. Los rostros apoyados en los vidrios de varios pabellones cerraban una espiral de miradas inquietas. Desde el sector penal, los brazos tomados de los barrotes cobraban más fuerza que éstos. Los periodistas habían vencido la contención y corrían hacia ella. Tuvo deseos de correr, de desaparecer, de no ser quien era. En un intento vano por leer, sacó la nota del bolsillo y, ante las imágenes que la asediaban desde distintos ángulos, la apretó con fuerza y la redujo al tamaño de su palma cerrada. Las preguntas se sucedieron sin tregua, las respuestas apenas eran contempladas, el rostro de Patricio mostraba los dientes apretados, contuvo el llanto. Más preguntas y el silencio crudo apenas por un instante. Abrió la mano y las palabras de Javier cayeron. Un empujón, trató de estirar los brazos, pero las pisadas de unos y otros terminaron por alejar toda posibilidad. Necesitó que las lágrimas disminuyeran la fuerza que le recriminaba por dentro. Una vez más pudo con ellas. Levantó la cabeza y con decisión asumió la responsabilidad del caso.

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Dentro de un móvil policial la secretaria pidió a uno de los destacamentos de la periferia que le hiciese “puente” con el helicóptero. —No debe quedarles demasiada batería, tendrá que ser más que rápida —aclaró el agente. Sus manos temblaban tanto que el uniformado la ayudó a sostener el equipo. La síntesis fue precisa, resultaba esencial relacionar la copia del plano con la ficha médica. La respuesta llegó al rato y aludió a que un especialista del Ministerio había tomado cartas en el asunto. —Nunca me convenció el modelo de reorganización que implementaban desde arriba... —Y ahora usted va a convertirse en el chivo expiatorio —comentó el policía. Se miraron y quedaron a la espera de un improbable contacto radial. Cerca de la barrera de entrada, dos internos que habían sido contenidos por los guardias en su intento de fuga aprovecharon el revuelo de reporteros para soltarse de las cuerdas que los sujetaban a un poste. Uno de ellos mientras corría se quitó los lentes rotos. —¡Mirá, mirá, los tengo celestes! —le decía a su amigo señalando sus ojos. El otro, con problemas en las cuerdas vocales, lo alentaba a correr mediante gestos y tonos guturales. De pronto se toparon con los primeros indicios de la ciudad. El que más atrás había quedado finalmente se detuvo y se miró las manos. —¡Mirá, las tengo sucias!, así no puedo seguir... El otro se detuvo delante de un semáforo y, al ver que no marcaba los colores, también se sintió decepcionado. Nada tuvieron que ver sus detenciones con los disparos que se hicieron al aire, con una nueva corrida de los guardias, pero el resumen oficial imponía alguna versión más conveniente.

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***

Mendoza no es una ciudad de campanadas; sin embargo, en lo que va de la mañana las campanas vienen repicando en distintas iglesias y a distintas horas. Mucha gente trata de interpretar el carácter anunciativo de su sonoridad, otra simplemente se deja envolver por sensaciones que parecen provenir de algún resquicio ancestral: misas, funerales, alarma, llamados a la congregación de los fieles...

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Relato X

—Tal vez en la ciudad desolada el viento las agita. —No seas versero, que la llovizna apenas cae de costado — responde uno de los hermanos mientras entran a un bar. El metegol está libre, hace mucho que no juegan, el entusiasmo es tal que el mozo toma el pedido mientras se acomodan en sus posiciones y le pasan las camperas. Los costados se convierten en tribunas desde las que bajan expresiones de aliento, y las empuñaduras de las varas que sostienen las estatuillas con los colores de Boca y de River están prontas a dejarse llevar por las distintas técnicas. La bola de madera corre por el panel verde y concentra la atención. Las tazas de café se enfrían, se hallan inmersos en otro espacio, donde la pasión de sentirse sin ataduras responde esencialmente al hecho de compartir el momento y de sentir reforzados sus afectos. El mozo los observa desde la barra con la bandeja como escudo, por un lado se siente marginado pero por otro le fascina contemplar esa comunión entre hermanos. Afuera un grupo de personas se acopla a una murga que avanza hacia el kilómetro cero de la ciudad. Un chico en bicicleta elude a unos y otros, hasta superarlos, apunta a un quiosco de flores ubicado en la misma dirección. El vendedor ve cómo su stock se reduce en horas poco usuales. Sabe que no contará con reposición, pero no cruza por su cabeza la idea de aumentar el precio, se siente satisfecho al ver rostros ajenos a su negocio, rostros que por lo general pasan por un costado sin siquiera desviar la mirada. El pequeño, hábil en entremezclarse con su bicicleta, llega hasta el mismo exhibidor. Espera el momento en que

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se produzca un claro. Ajusta el pedal para dar un fuerte impulso y levanta de un vaso un ramo de rosas, el último. La llovizna ha cesado por completo pero el piso sigue mojado. Dobla en la esquina pero el deslizamiento de la rueda le obliga a utilizar su pierna. Cuando se acomoda para relanzarse, el vuelo imprevisto de un policía lo hace caer contra la puerta de un bar-locutorio. El uniformado lo contiene con una rodilla y, sujeta con fuerza su brazo doblado. El florista llega al lugar y aunque no es la primera vez que le ocurre, con sus gestos reclama una explicación. El agente prepara las esposas, el muchacho deja de resistirse y traga una bocanada de aire. —Son para la virgen, para que la virgen nos proteja del fin del mundo. Los comentarios en torno son variados, desde “así empiezan” hasta “a dónde lleva la desesperación”. Las flores apretadas por entre los rayos de una rueda son retiradas por el vendedor, que limpia y arregla el celofán que las contiene. Duda. —Vamos, te acompaño hasta la iglesia —y le hace señas a un cliente para que traiga consigo las pocas flores que quedan por vender. La mayor parte del grupo que se encuentra alrededor de la escena también decide acompañarlos. Unos metros más allá se cruzan con una pandilla que acapara la mayor parte de la calle e intimida a todo aquel que osa poner la mirada en ellos. —¿Qué tal me quedará esa campera? —grita desaforadamente uno que porta una caña tacuara. Todos arremeten entonces contra un cantero y se arman con escombros. El primer impacto que da contra el cristal de seguridad suena aislado, casi ajeno al día, pero la repetición que sigue vence tanto la resistencia de la vidriera como el ánimo de quienes pueblan el microcentro. Los saqueos no son suficientes, la destrucción prolifera en distintas escalas. La sangre de los pocos transeúntes que quedan los llama, emplean piedras y palos, luego puños y uñas. La

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Los desmanes se extienden por toda la ciudad. Una conglomeración de jóvenes que en principio llevaban sólo brochas y tarros de pintura, va sumando aerosoles, escaleras y papeles. Aprovechan cualquier cartel, cualquier muro con una superficie adecuada. La autonomía de ellos en el momento de actuar es absoluta. Algunos se dejan llevar por el simple impulso de la mano, otros tergiversan imágenes. También se insertan textos que vinculan la heroicidad con los locos, y otros que apuntan contra las publicidades, propiciando la disgregación entre fotografía y palabra escrita. Los ocasionales espectadores a veces se ven sorprendidos y otras aterrados ante la ruptura de la cadena de significados.

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furia acapara sus gargantas y sobrepasa los gemidos de dolor. El fuego los convoca, un hombre en llamas escapa para caer un poco más adelante.

Un grupo de estudiantes y artesanos, sentados en los bancos de mayólica de la Plaza España, trata de sumar explicaciones y perspectivas a lo que ocurre. La desproporción de los hechos los sacude. Vuelven a esmerarse, hay propuestas insulsas, otras interesantes. Alrededor son pocos los que escuchan. *** Malén, que había sido atada a un árbol por Guillermo, lloraba e insultaba a cuantos pasaban a su lado. Desde la mañana temprano, cuando su tono era de súplica, nadie mostró intención de desatarla. Tal vez la mugre que cubría las sogas, la viscosidad de la baba que mostraba por las comisuras de los labios, la expresión de aturdimiento, sus ropas desgarradas y manchadas, el pelo desaliñado y grasiento, tal vez la marca en uno de sus brazos, reproduciendo un símbolo del tártaro, especie de conjunción entre la costra que suele formarse en el fondo de las vasijas y ciertos caracteres oscuros. —¡La gente teme desatarte! —sabía que era su mente la que hablaba, pero la idea que Dios la ayudaba a soportar el martirio la reconfortaba plenamente.

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Sin embargo, esas palabras, tan plenas por momentos, se quedaban colgadas entre las ramas del árbol que la sujetaba. —¡Malditos sean todos!, quizá se merezcan a Guillermo —y ni bien acababa de decirlo estaba arrepentida, entonces gemía en pro de la ayuda divina. Los costados del árbol, ajenos a su vista, pero no a su conocimiento, habían sido tiznados y presentaban el tallado de un tridente. Bastante distante de ese lugar, Paco, luego de insultar a Leopoldo, se echó sobre él y lo abrazó. —¿Cómo se te ocurre enfrentarte a esos tipos? El corte propiciado por la navaja era profundo y le abarcaba todo un costado. Acercó entonces la caja que contenía la cafetera eléctrica y le señaló el local que tenían enfrente. Paco a disgusto fue hasta adentro, la acomodó en una repisa y se entretuvo con unas propagandas de vivos colores. Leopoldo escuchó el galope de caballos y lo relacionó con un cortejo real, pero pronto supo distinguir las monturas y casacas de la gendarmería. Patas y flancos, estribos y botas, órdenes y silbatos se interponían entre Paco y él. —¡Soldado!, si no encuentran donde encerrarlo, asegúrese que no se vaya —y todos menos uno siguieron al galope. Paquito, no le contestés así, no ves que te puede matar, Leopoldo trató de erguirse un poco y de llamar la atención del jinete que daba círculos y levantaba su arma cada vez más arriba, ahora le grito yo, no te hagás problema. Los disparos dieron en las piernas de Paco, que dejó volar por los aires los troquelados que traía en la mano. Ambos se arrastraron, uno sobre el pavimento, el otro sobre la vereda, hasta tocarse con la punta de los dedos. —¡Siempre te dije: sólo podemos confiar en los perros! Sintieron frío.

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***

El portero se mostró reticente a permitirle el ingreso, pero finalmente cedió ante una credencial falsificada, aunque exigió la retención del bolso. Tomó por la escalera y alargó sus trancos para abarcar la altura y el ancho de dos escalones. Sus pensamientos eran disímiles pero trató de concentrarse en aquel que urgía y estaba relacionado con una diferencia en los planos de táctica. La oscuridad se hacía más profunda a medida que ascendía, sólo el pasamanos le servía de referencia. Debí haber traído la linterna. Entre el octavo o el noveno piso, alguien abrió la puerta que daba a las escaleras y por un breve instante hubo una entrada de luz. El hombre pasó a su lado rozándole el codo. La incandescencia del cigarrillo le permitió seguirlo con la mirada. ¡La marca de cigarrillos!, era la diferencia entre el primer plano y los que siguieron. No podía recordar las ubicaciones donde estaban anotadas, tal vez cerca del Carlos Pereyra, ¿una venganza contra el hospital o contra alguien de allí? Una baldosa rota le hizo perder el equilibrio por un momento. Continuó con mayor cuidado. ¿Qué turno le tocaba a ese lugar...? Se topó con la puerta de la azotea. Tanteó el picaporte y abrió. El viento le roció la cara. La llovizna se sentía más fría que abajo. Dio una vuelta completa. La ciudad era un caos, un caos distinto al de cada día, la idea no les satisfizo. ¿Sigo insistiendo con lo de una liberación de tiempos y formas? Recordó que no había desplegado el cartel que atravesaba la avenida principal. Allí figuraban las consignas del día. Lo focalizó, seguía plegado sobre un extremo del alambre tendido entre dos postes. Me hubiera llevado un instante, sólo debía usar alguna de las cañas que estaban hincadas junto a distintos árboles. Se deslizó hasta la posición que le importaba. Recién ahora me preocupo por el destino de mi familia..., debí prever su protección, separarla antes... Levantó los prismáticos. En los alrededores del neuropsiquiátrico aludido, no se observaba ningún indicio particular, la situa-

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A pocos pasos del edificio más alto de la ciudad, Javier tomó unos binoculares del bolso y se colocó una chaquetilla amarilla de Defensa Civil. Antes de la entrada, sorteó a una mujer arrodillada que pedía limosna. Volvió y le entregó lo poco que le quedaba encima.

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ción era similar al resto de las zonas. Hizo una barrida hacia la derecha y llegó cerca de la Costanera. Distintos tipos de grúa trabajaban para correr las primeras filas de autos. Entretanto algunos conductores permanecían cristalizados en sus asientos, otros se habían bajado para conversar; se cubrían de las gotas con ocasionales paraguas y elementos de los más diversos. Dentro de algunos colectivos parecía haber festejos. Aproximó el alcance del lente. Gente ligada a la ciudad llegaba en las formas posibles. Se sintió reviviendo una escena ya protagonizada, nada cambiaría a partir de hoy. Bajó la vista. Siempre pensé en El Sauce como “El Sauce”, no como un manicomio. De pequeño había visto dibujos animados o series, en los que los héroes provenían de otros mundos, del exilio o el anonimato de su verdadera personalidad, libres de compromiso para poder obrar por el bien general. La llovizna pasó a lluvia, siguió con la capucha baja, ¿la ciudad llora por mi insolencia?, una pregunta que le hubiera venido bien a ese poeta de El Sauce. Se apoyó en la baranda. Debía encontrar a Guillermo. Fue entonces cuando pensó en la posibilidad de un disfraz. Algo había visto detrás de los asientos de la furgoneta. Buscó en todas direcciones. ***

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Juan saltó el cordón de la vereda con el ciclomotor, y luego de un trecho incierto, pegó contra una de las farolas. Dejó caer el rodado, se apretó las manos y juntó los pulgares. El entorno de la Plaza Independencia ofrecía signos de devastación: automóviles entrecruzados, cables caídos, ropa tirada, basura desperdigada o hecha montículos, gente asustada, cenizas y lluvia, perros lamiendo restos de sangre. Sin abandonar la posición de brazos y manos, caminó hasta un banco con las tablas partidas y se sentó. El caos, la configuración previa de un mundo nuevo. Respiraba con dificultad. Jamás pensó que ese momento le hubiera llegado. Lo más parecido había sido reescribir un texto de Patricio, en el que cada palabra había sido escrita manteniendo la primera y la última letra, pero cambiando de posición las letras intermedias.

Sacó un papel con el texto original. Su pensamiento entrecruzaba inspiración y plagio. Se golpeó la cabeza, como un molde, una vasija que al agitarse mezcla los distintos ingredientes. Se pegó más fuerte. ¿Cómo puedo ser tan tonto de limitar todo a un contorno, estamos en un campo n-dimensional..., imposible de representar. Un hombre pasó a su lado. Le gruñó... siempre que no haya palabras que empiecen y terminen igual, que contengan las mismas letras, con distintos significados, aun siendo la misma palabra, se mostró confundido, buscó en la hoja, o sea que para lo n-dimensional se necesita contexto. Se tiró sobre el asiento, su cuerpo quedaba amoldado entre maderos quebrados y espacios vacíos. El mundo de las contrariedades es lo verdadero, los vocablos le sonaron repetidos, casi ajenos, la oposición entre materia y antimateria, un caldo neutro (enlace, frontera), imposible para la vida. Tiró el manuscrito, llevó sus manos a las mejillas y las apretó, ... a no ser por una leve (sutil) diferencia entre lo que las representa, entre lo bueno y lo malo... Resopló y tras sentir dolor en la espalda consideró que la materia no necesariamente debía relacionarse con lo bueno, ¡universos paralelos y múltiples…!, una combinación de los cuatro términos...

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El uinevrso, un tdoo cnoteidno etrne dos etxmreos: vdia y no vdia, un treritoiro lbirdao a las cmoibnaicoens.*

Un grupo de gendarmes portando una fotocopia con su fotografía lo rodeó. En ese momento prestó atención a un cartel caído con la propaganda del Casino, una ruleta inclinada, un juego entre dioses donde las apuestas nos incluyen, tal vez nosotros en la ruleta girando, cayendo a un número, no, no, así no..., la lluvia se intensificó, nosotros apostados en el paño, ignorantes de un destino que gira próximo y constante. Sudaba, en su camisa confluían de uno y otro lado las gotas., ¿en qué parte del juego estamos?, la desesperación le quemó el estómago, sólo atinó a saltar sobre el banco. En ese momento uno de

* El universo, un todo contenido entre dos extremos: vida y no vida, un territorio librado a las combinaciones.

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los uniformados se lanzó sobre él y lo redujo rápidamente. Luego de atarlo con una soga al cuello, tiraron de él y lo llevaron a la rastra. *** Guillermo había seguido el cortejo fúnebre a través de ocho de las once cuadras que lo separaban del cementerio, trayecto durante el cual varios de los hombres presentes se habían turnado en el traslado del cajón. A pesar de los esfuerzos por evitarlo, dos veces habían tenido que bajar el ataúd a la vereda y recuperar el aliento general. Un familiar precavido había llevado los listones que sirvieron para separar el féretro del piso húmedo. Sólo habían sido admitidos los paraguas negros, los vestidos negros y los lentes oscuros, con lo cual quedaba acentuada la palidez de los más allegados. Antes del cruce de la calle, Guillermo quitó las cadenas que amarraban un carromato con ruedas de bicicleta y lo enganchó a una moto robada. Arrancó y, cruzando con lentitud el paso de los deudos, les ofreció sus servicios, aceptando un dinero imprevisto. Delante del único portón abierto del cementerio, hizo señas para que todos pasaran adentro. El encargado, sorprendido como nunca por la llegada de un cortejo, se apuró a llenar los libros pertinentes. Todos esperaban a un lado y otro de la entrada, contenían sus lamentos para el paso del muerto a través de esa línea que dejaría atrás la jurisdicción de los vivos.

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El primer movimiento hacia atrás no sorprendió pues pareció consecuencia de la pendiente del puente de entrada, pero cuando la moto se puso de costado muchos intuyeron lo peor. En vano fueron los esfuerzos por alcanzarlo, la aceleración era constante, proporcional a los saltos que el carro daba en la parte de atrás. El cajón destinado al mundo de los muertos paseaba entre los pocos vivos que se animaban por las calles. El recorrido incluso se extendió más de lo previsto, volviendo muchas veces sobre lo andado. Guillermo gozaba con la expresión de incerti-

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dumbre de sus seguidores, imaginaba la expresión de los enterradores, junto a la tumba abierta, apostados a los flancos del paso que comunicaba con los infiernos. Levantó el pecho, soltó las manos del volante y en un acto reverencial asumió totalmente su condición de guía. Retomó el control de la moto e hizo que el carromato golpeara contra la protección del canal que limitaba la ciudad. El cajón rebotó contra la pared y dio varias veces contra el asfalto, dejando un regadero de astillas, bronce y fundición. Con una barreta terminó de abrirlo y luego de cargar el cuerpo del anciano lo arrojó a las escasas aguas. —Desde hoy, éste será el aspecto del mundo. La lluvia menguaba. Levantó la mirada y, en la columna de humo que envolvía un edificio medianamente distante, pudo observar el movimiento enmohecido de un ser desproporcionado, gigantesco, una imagen perdida pero no olvidada, un ser capaz de condensar la suma de los temores humanos. No le quedaron fuerzas para respirar, había alcanzado un resultado idéntico al producido por las convulsiones eléctricas. Con las manos convertidas en garras se apretó el pecho y contempló el cuerpo tendido en medio del exiguo curso de agua, de lajas de hormigón partidas y de hierbas crecidas entre grietas. Los agitados gritos que llegaban desde atrás le advirtieron que debía seguir, desenganchó la moto y partió hacia el sector céntrico. En uno de los patios del edificio que presentaba el principio de incendio, el verdugo de Patricio había estaqueado a una mujer en el piso, mitad de césped, mitad de tierra, y le daba golpes con un látigo improvisado con una rama y una soga. Los quejidos quedaban postergados por el crujido del fuego que avanzaba. El primer bombero en tomar posición frente a las llamas se debatió por un instante entre los dos frentes, para finalmente arremeter contra el torturador. Lo último que la mujer pudo contemplar fue la imagen de ese hombre con casco viniendo hacia ella y un resplandor incontenido. ***

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Relato XI Desde el momento en que arrastra el brazo hacia el otro lado de la cama y no encuentra a nadie, la mañana retoma el curso de los últimos días. Ahora camina con el arma desenfundada, en medio de la ciudad vencida. Su compañero percibe la inquietud que lo domina y trata de atemperarlo. La mano le tiembla, como hace apenas unas horas, cuando se servía el mate cocido y acercaba el pocillo a sus labios. Atina a sujetarla con las dos manos. —¡Guardala! —más que un pedido es una advertencia, la exhortación de un compañero, de un par. Obedece, pero no cruza la correa de la cartuchera. Levanta la cachiporra y mide a quien lo acompaña, lo percibe débil, incapaz de imponer el orden que debe restaurarse. El recuerdo de la mujer que lo abandonó por otro se arremolina en su interior, acelera su pulso, lo sofoca. Las instrucciones han sido precisas, deben resolver las situaciones extremas. Descartan a una mujer con un carro de supermercado abasteciéndose de lo que encuentra en la calle. Metros más adelante intimidan con una orden a dos tipos trepados a una pérgola que gruñen entremedio de las enredaderas. Un tipo hace flamear un paño blanco. Lo incomoda pues por la vereda de enfrente se desplaza otro con mochila que le parece sospechoso. Apoya la mano sobre el costado del arma. Frente al edificio del Correo Central, un hombre mayor insiste en entrar para enviar su carta, va y viene de una a otra puerta, se afirma contra el vidrio, agita el sobre y muestra su abatimiento. El guardia lo evita y consulta con la vista a los dos únicos empleados que han llegado a trabajar. Lo conocen de años, de cada día con una carta, y han deducido que escoge a las destinatarias en base a la guía telefónica. —Dejalo pasar.

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—¡No!, te acordás de lo que hizo en el último paro...

—... y cuando pusimos las cabinas con servicio de correo electrónico —insiste el segundo. —Cierto, decía que romper una carta entrañaba más fuerza (¿determinación?) que borrar un mensaje electrónico. Ahora medita sobre las cartas de las demás personas, esas que definen un viaje, un amor, hasta un suicidio, esas que retoman un contacto familiar o con un amigo.

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El anciano toma asiento en los escalones de la entrada lateral y apoya la cabeza contra la baranda metálica, recapacita sobre esa carta que hoy no encontrará destino, sobre la posibilidad perdida de una respuesta.

—También condenó la cualidad masiva de un texto idéntico que puede enviarse a varias personas. Este tipo nunca prestó atención a los envíos de publicidad, a los de citación... —Para él sólo cuentan las cartas de puño y letra. Observa los distintos atropellos que se dan en las inmediaciones. Mejor que no haya distribución, sería terrible que con este lío se perdiera alguna bolsa, ¿cómo respondería un empleado postal a un riesgo inusitado?, se abraza a su carta. Vuelve la vista sobre las puertas y distingue el ala de las encomiendas, los contenidos pueden abarcar desde una medicina hasta un juguete, se pone de pie, un súbito acaloramiento lo moviliza por la línea del escalón, ¡los telegramas!, esos sí deberían funcionar, aunque creo que deben necesitar electricidad para ello. Baja, da media vuelta y mide la envergadura del edificio. —Parece que se va —aclara el guardia. Camina hacia la esquina. Una carta escapa a ese avasallamiento de comunicaciones que termina por dejarnos solos. La fugacidad de las mil formas que han adquirido parece encontrar relación con la levedad de las afirmaciones y los compromisos de la época. La carta guarda intimidad: la letra, el grosor de la tinta, la intensidad de la mano, la textura del papel, una conjunción de elementos. Regresa. Trata de forzar la puerta giratoria, tal vez el concepto de correo quede perdido para siempre. Observa las flores de

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uno de los canteros, trata de percibir su aroma, de sortear el olor a humo que proviene de la calle, esas cartas perfumadas, esas invisibles con jugo de naranja, el ansia de tu respuesta... A escasa cuadra de allí, un hombre común sale al balcón de un primer piso. Es la primera vez que lo hace en el transcurso del día. Lo consigue después de haber vencido el miedo que lo ha dominado durante la mañana y de observar un gran despliegue en la calle. Aterriza un helicóptero del Estado provincial. No tarda en preguntarse cómo puede hacer para transmitir sus dudas al gobierno, en realidad es una pregunta que bajo distintas circunstancias viene repitiendo con los años. Se sienta y espera que alguien sepa representarlo. Un poco más allá, alrededor del camión de exteriores de un multimedio, se prepara la entrevista al ministro de Gobierno. Las motos de la policía mantienen abierta una brecha de cincuenta metros en su entorno. Antes de enfrentar el micrófono, llama a uno y otro asesor, acumula líneas de sus informes, de sus improvisaciones. A continuación pacta con los distintos medios el tenor de las preguntas. En el aire: La situación tiende a normalizarse en todas sus fases, Se trabaja en el restablecimiento de los servicios básicos, De un momento a otro el Gobernador emitirá un comunicado de prensa brindando precisiones acerca de los arrestos que se llevan a cabo, Capacidad resolutiva y firmeza han sido las claves para desbaratar este plan perverso que procuraba extender indefinidamente el descontrol en la ciudad, Ha sido neutralizada toda acción sediciosa, No puedo brindar mayores precisiones al respecto. Más allá de la responsabilidad que cabe al Directorio del Hospital Psiquiátrico, no debemos dejarnos arrastrar por el paroxismo del momento —se entremezcla una pregunta que involucra al encargado de seguridad del hospital, mira de reojo a uno de sus colaboradores—. Debe tenerse en cuenta la saturación de los cuerpos médicos y de seguridad como consecuencia de la falta de personal, Les pido moderación, debemos transmitir confianza a la comunidad, Determinados aspectos deben mantenerse dentro del secreto del sumario, Se implementarán programas especiales...

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—¿Considera que Defensa Civil ha tenido una labor eficaz, teniendo en cuenta que nos hallamos en una zona sísmica y todavía no se liberan las principales vías de la ciudad? Silencio. Una pregunta no consentida, más allá de la imprevisión de un determinado gobierno, esta noticia no conviene al mundo, al menos no en su verdadera dimensión, ¿de dónde apareció este periodista, para qué grupo trabaja?

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Un periodista no previsto se da paso en medio de los micrófonos y cámaras, apunta su pequeño grabador.

—En momentos más quedarán despejadas las más importantes. Se da vuelta, reclama otra pregunta. La empiezan a formular. —No respondió mi pregunta —gana espacio—, llevamos más de cinco horas desde que se dieron estos hechos y no hay enlaces directos a los centros de asistencia, accesibilidad de las motobombas a la mayor parte de los incendios... Duda. Se muestra reticente. —La situación ha sido más que extrema —se retira un poco. Por otra parte, se están reestableciendo las comunicaciones, recuerde que en este momento el problema de los celulares es de saturación, no de falta de señal. —¿Puede indicarnos cuál era el objetivo de este grupo?, los instrumentos de que se han valido distan de ser los más sofisticados... —No se limite a pensar que se trata sólo de locos o sujetos aislados, aquí hay un complot mucho más serio... Bullicio. No más declaraciones. *** El intercambio de información entre los distintos cuerpos de investigación había sido prácticamente nulo, lo que produjo demasiadas superposiciones y ciertas discrepancias. A pesar de tales dificultades, las pistas finalmente convergieron hacia los

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principales colaboradores externos. Así, se señalaba a un teniente en retiro, estrechamente vinculado a grupos reaccionarios del ejército. Su intervención parecía haberse centrado en la destrucción de objetivos tácticos, de abastecimiento eléctrico y comunicación vial. La primera sospecha había surgido del tipo de explosivos empleados, pues procedían de Fabricaciones Militares. De momento, se ignoraba su paradero. Todas las personas contratadas por él para las tareas anexas desconocían tanto su identidad como su propósito. En cuanto al ingeniero en telecomunicaciones, su situación era cómoda pero por demás incierta. Paradójicamente, por tratarse de uno de los mejores especialistas en el tema, había sido llamado por el propio gobierno para colaborar en la restauración de los sistemas. Ello posibilitó contar con un tiempo extra de bloqueo. A diferencia del exmilitar, la relación con sus ayudantes era casi directa. Dependía absolutamente de la observancia de los pactos de silencio. Para apresar a los grupos ligados a El Sauce, los expertos en seguridad pública habían sistematizado los movimientos de asalto que figuraban en el plano confiscado. En esa compilación de datos, se habían considerado flechas direccionales y objetivos precisos, por lo que los cuadros aislados, relacionados con etiquetas de cigarrillos, pasaron desapercibidos. Ciertas versiones indicaban que los explosivos utilizados en la ciudad procedían del mercado negro, por lo que la detección de los involucrados aparentaba ser más simple. En general, las operaciones de rastreo se habían visto particularmente complicadas por la intervención de cientos de partícipes, desvinculados del plan original, que procedieron por cuenta propia. Otra línea de investigación apuntaba a detectar la procedencia de los recursos monetarios.

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Las distintas redadas, que involucraron a aquellos de participación menos activa, adoptaron un procedimiento similar, consistente en fijar un cerco infranqueable alrededor del escondrijo, valerse del factor sorpresa, capturar con vida al implicado, asegurar la transitabilidad del trayecto que conducía a la seccional policial más próxima y aguardar el arribo de algún

La declaración del oficial responsable del operativo dejaba librados distintos indicios que hacían suponer una conspiración que contó con una sofisticada red de apoyo. Por último, se confirmaba el empleo de una táctica de células independientes que obviamente demoraba las detenciones.

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medio de prensa para ingresarlo. Recién entonces se formaba un cordón de efectivos, y el reo (con la cabeza tapada) era conducido por dos agentes que enarbolaban sus gruesas armas y sujetaban al esposado con la otra mano.

De la legión principal, sólo restaban las capturas de Javier y Guillermo. El primero de ellos había abandonado la búsqueda que realizaba desde la azotea y caminaba, sin bolso, sin rumbo, con las solapas del chaleco levantadas. La ciudad de ayer era invisible, la superposición de gente, de voces y sonidos, el gris de su aliento, la repetición de su pulso, hacían que no me viera en ella. Hoy, más allá del horror, cada imagen puede diferenciarse... Una tanqueta antimotín llegó a rozar su camino sin que se percatara de su proximidad. ¡Yo!, que siempre fui control, he servido al caos y a pesar de todo sigo estático por dentro, sin vida. Dejó caer cuello y hombros sobre su andar. ¿Volvería el tiempo atrás? Una pregunta inútil..., su mente apeló a un recuerdo (Irina corre hacia él, tiene apenas dos años y medio, el portafolio en el piso, los juguetes atrás, sólo los brazos que se abren y encuentran bajo la puerta de entrada). Eso se apagó..., ¡noo...!, la negación se confundía con una expresión de deseo. Los chicos crecen, ¿hubo nuevas formas?, algunas... Vio a un sordomudo que intentaba expresarse, contorsionaba el cuerpo, levantaba una mano, la otra, su boca se torcía entre palabras arrastradas, casi sin sentido. La paciencia de los ocasionales interlocutores empezaba a disiparse, la incomprensión proliferaba y el desaliento lo podía todo. Javier no se detuvo, pasó a su lado, pero unos metros más allá advirtió que la escena se repetía. Quiso creer que los protagonistas se habían trasladado, pero no era así. Dudó de su capacidad mental, de su grado de percepción, y se acercó un poco. Las palabras renacieron a su significado usual. La consternación y el posterior alejamiento de las personas se debían al estupor con que recogían

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esos relatos desbarnizados, brutales, plagados de violaciones, destrucción y muerte. Siento (más allá de todo) que esta escena no me pertenece, no intento justificarme, pero tampoco cuestionarme, lo he hecho tanto que me sabe a gastado. Aceleró el paso, de nuevo: indiferencia, justificación y cuestionamiento, se apretó el abdomen. Dentro de las visiones del infierno descripto por los hombres, se aferró a aquella que lo presentaba como un lugar donde irrumpían las energías sin control, un lugar al que era preciso descender para reiniciar el camino. Ya no necesito mentirme, en su visión siempre sostuvo el anhelo de un cambio sereno, aunque para ser idealista he jugado demasiado a ser hombre. Empezaba a convencerse de algo: mi infierno será la repetición de este acto terrible... La caída de la trama de luminarias que conformaban el escudo provincial generó un estruendo que enmudeció a toda la plaza Independencia. Se detuvo (Irina emana felicidad y orgullo, trae en la mano el boletín de calificaciones, predominan los Muy Buenos, los Excelentes, pero fundamentalmente la expectativa por saber la reacción de su padre), eso también quedó postergado.

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Tras volver sobre sus pasos, decidió circundar la plaza. Quise dejarme engañar, todos creen entender sobre locos, otros los reverenciamos, como si la locura se correspondiera con un estado que permite superar el entorno que nos apresa, los límites que nos impone lo conocido. Le pareció que uno de los internos del hospital caminaba con lentes oscuros y un walkman, pero no, era un hombre ciego del que colgaba la correa de un perro ahuyentado. Todo alrededor fluye, se escapa de mi ser. (Irina le toma la mano y lo conduce al patio, ella se monta en la bicicleta y da un giro sin manos, el aplauso le nace de adentro, otra vuelta y detrás la complacencia de la mujer que supo amar...) Lo atropellaron desde afuera y una mano le apretó el hombro. No tuvo dudas de quién se trataba. Yo lo busco, pero él me encuentra. Cuando se quitó el pasamontañas, el rostro de Guillermo cobró una dimensión que no supo ver en su momento: su mirada un rectángulo negro, la boca un óvalo color sangre, su nariz un triángulo que penetra las dos figuras y las hunde, ¡el dibujo de Irina!, un mareo repentino, la indefinición del contorno

—No esperaría demasiado para ir a un hospital —susurró Guillermo mientras le señalaba el vientre ensangrentado. Recién entonces Javier se percató de la herida que, sin ser demasiado profunda, iba de un costado a otro de su cuerpo.

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que abarca desde la frente hasta la barbilla revela espinas y pliegues. El cuchillo se había quedado en el bolso, sin disimulo buscó algo en su reemplazo, unos metros a su derecha había una barreta de metal. Quiso decir algo pero no encontró palabras. Me enfrento al último reto, algo que equilibre mi idiotez, tal vez necesitaría más ímpetu y menos cansancio.

—Debimos habernos asegurado del estado de los grupos electrógenos —pretendió ganar tiempo. —Tendrías que haber anticipado muchas otras cosas —respondió con expresión de burla. Guillermo se sentó en el piso, Javier dio un paso en dirección del arma escogida. Demandaba un instante de heroísmo casi mitológico. —Esperan mi falla para condenarme, ahora la tienen y por eso mismo existo más que nunca. Un grupo de jóvenes rompía con palos un cartel de información turística. Javier avanzó un poco más hacia su cometido. —Hoy evité que un hombre descendiera a los infiernos, en su lugar hice que ellos se elevaran hasta él. —¿Cómo sabías que estaba destinado al infierno? Guillermo se arrastró hacia su lado y le pidió que se agachara. —¿Soy confidente directo del demonio? Ambos miraron en derredor. —¿De tanto espanto soy responsable? —la voz de Javier se dilataba y volvía, mientras lo repetía de nuevo. —Al menos, de haberlo mostrado así. Dio con dificultad los pocos pasos que lo separaban de la barra y la levantó. Guillermo se puso de pie. —El infierno guarda monstruos que perpetúan el sentido bá-

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sico de la condena eterna: un artilugio para niños. Allí únicamente existe la sustancia que cada uno requiere para enloquecer, es la razón por la que debo huir y no darte batalla. No pudo asestar el golpe, quedó descolocado y un simple empujón bastó para que Guillermo lo tumbara. Éste cruzó un brazo sobre su pecho, lo miró fijamente y tras untarse la mano con sangre de Javier, bebió de ella. Volvió a colocarse el pasamontañas y escapó hacia la esquina del Teatro. Tirado contra el piso, trató de hallar fuerzas para alcanzarlo. *** Relato IX bis, parcial (el periodista) Hace quince minutos que abandonó la oficina del director del diario, ... se trata de un titular. Le falta ultimar ciertos detalles, llevo demasiado tiempo sin la oportunidad de una primera plana. Observa el minutero mientras los dedos se deslizan sobre el teclado, si llega otro columnista reemplazarán mi nota. Punto final, se tropieza con el escritorio y sigue. El director sale a su encuentro, el texto se arruga entre las manos de ambos. Lo examina, el rostro no es demasiado complaciente pero lo acepta, entra a su cubículo e introduce unas pocas correcciones. Con impaciencia aguarda el momento en que las bobinas empiecen a girar, hasta entonces nada era seguro. Está atento a la puerta de entrada, es más, en un momento dado hasta piensa en bloquearla. Ya está, comienza el ciclo de estampado de la noticia, ¿mi anuncio? —Che, que estás serio. Deberías estar contento, ¡has vuelto a los titulares! —le manifesta uno de los operarios. Repasa la conformación de la nota, el modo de vincular la situación con la tentativa preliminar de un golpe de Estado, una

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—Sólo hay que darle al público lo que son capaces de comprender —lo enrolla y se lo pasa—. ¡Tomá, de recuerdo!

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prueba piloto dirigida por ciertos grupos sediciosos para medir el nivel de aceptación popular y la reacción de las fuerzas de orden; la extensión a todo el país pretendía ser el paso siguiente. En el fondo, tras él, la cizalla atraviesa los primeros ejemplares y da paso al plegado. La edición debe estar en la calle antes que el suministro de energía eléctrica sea totalmente restablecido. El director toma uno de los ejemplares que todavía no ha sido encintado.

No reconoce su estilo, tiene la impresión de haber escrito con los dedos desplazados sobre el teclado, como si las letras hubieran buscado un relato propio, ¡ja!, ahora no fui yo..., una evasión interesante. —Usted aseguró que nadie iba a creer la historia de que unos locos armaron todo esto. ¿Por qué…? —¿Cómo explicarte? —se muestra como regalándole tiempo—, hay distintos tipos de locura. La cotidiana y urbana no debe mezclarse con la otra, resultaría peligroso. El periodista se encamina hacia la salida. *** Durante el ascenso, la respiración de Tomás adquirió un curso distinto al de sus pasos. Los huarpes no tuvieron escritura... Los descansos se hacían más frecuentes. Su transmisión oral se diferencia de otros pueblos, pero pretende lo mismo: la subsistencia del modelo... No importaba ya que el recodo del camino tuviese la perspectiva de la ciudad, el desierto o la montaña. La palabra cambia, el relato sigue vivo... Encaró la última subida. Tememos esa falta de rigurosidad, hasta seríamos capaces de buscar pruebas en los diseños de su cerámica... Conseguida la cima, necesitó asirse de la piedra que, fundida con el metal, encumbraba al Ejército de los Andes. Dos columnas bordeaban los caminos de la montaña y tras un recodo

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retomaban la guía del General, un San Martín que no escondía dudas, que marchaba por un camino trazado. Arriba, más allá del vuelo del cóndor, una mujer alada, con sus brazos recién liberados de cadenas, conjugaba la voluntad de un pueblo, lo conducía a su destino. Hombres que lo dejaron todo. Bajó hasta la explanada, recogió un pedazo de ladrillo y escribió sobre el pavimento: Palabras capaces de sucumbir al paso de los hombres, Eternas en el roce de una mirada, Plenas, Ansiosas de perpetuarse como temperamento. Sopesó los escritos que llevaba, cada hoja puede significar un rastro, una posibilidad para que ello se concrete. Quiso repasar su viaje, había venido tras muchas cosas, pero la sensación del hoy era distinta, el héroe se transforma en un hombre común y la comunidad toda hereda sus virtudes, inició la marcha hacia el mirador de la ciudad, erguido, satisfecho, inspirado por alas invisibles, se detuvo en la baranda. Abrió la carpeta y dejó volar las hojas de esa historia inconclusa. El aire que las transportaba resultó embriagador. El viento atravesó la ciudad de oeste a este, en su silbido muchos encontraron un mensaje. El cielo ya no lloraba. En una playa de estacionamiento enripiada, un grupo de oficinistas modelaban una figura sólo reconocible desde la altura, un mensaje a las estrellas. En El Sauce subían a varios locos en un camión. Los enfermeros encargados de la operación supusieron que el listado por el cual se guiaban obedecía a la presunta relación con los partícipes en la toma de la ciudad. Mientras el chofer aseguraba que serían trasladados a otra provincia, otros locos respaldaban la medida por considerarlos portadores de un estigma peligroso. Un nuevo aspirante a director cerró la puerta de atrás y cruzó la traba.

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Javier, recargado sobre su vientre y con las piernas entumecidas, había visto desaparecer a Guillermo. Todo ha sucedido con excesiva crudeza, cada momento..., perdía concentración, ... parece abarcar una eternidad. Un músico apostado en la entrada del Teatro Independencia posicionó su violín sobre el hombro. Un último esfuerzo..., la imagen de Irina (el rostro sonriente mientras los cabellos de ella antes, y de él ahora, vuelan al viento). El arco tomó un leve contacto con la cuerda. Su cuerpo se desarticuló en busca de la melodía.

Elogio de la InComunicación

Al partir, una de las ruedas del camión golpeó contra una gruesa piedra y se movió como una nave sobre el mar en tempestad. Empezaba a convertirse en un transporte a la deriva.

Alguien erraba por la plaza con un paño blanco sobre sus manos. Javier necesitó acoplarse, caminar a su lado. Entre tanto, un individuo de actitud sospechosa se detuvo frente a la balaustrada del hotel de cinco estrellas y sacó un artefacto de su mochila. El más ofuscado de los agentes del orden que cruzaban la plaza levantó su arma al grito de “¡Alto..., Policía!”. Ante la falta de respuesta, creyó procedente el resguardo del edificio histórico y disparó. Javier estaba por dar alcance al portador de la bandera cuando su cuerpo obstruyó la trayectoria de la bala. El hombre al que iba destinado el proyectil subió la escalinata, sorteó a un guardia y roció la puerta de entrada con pintura en aerosol. Kalil, con la unción en las manos, escuchó unas notas de música elevándose al viento. Su amigo caía, aceleró la carrera. Fue el único en llegar, levantó el cuerpo sin vida y con la yema de los dedos le cerró los párpados. El paso urgente de un carro de bomberos se interpuso entre la melodía y la muerte.

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EPÍLOGO (habla la InComunicación)

N

o existe relación entre los hechos ficcionales de la novela y las instituciones psiquiátricas aludidas. Tal enunciado no alude a su imposibilidad, allí o en cualquier otro punto del planeta. No me resulta esto de hablar, pero cabe una advertencia: el hombre ha diversificado sus formas de comunicación, afortunadamente el trato directo no es el único posible. Hay quienes, como los protagonistas, pretenden poner límites al progreso. No se confíen de ellos, sólo aspiran a perpetuarse en moldes carcomidos. Conviene retomar la forma que se me ha permitido, que no es escasa. En el juego de la enumeración y las cuentas..., se guardan muchos secretos. 11 + 11 = 22, suma interesante, que involucra capítulos y relatos, aunque también engañosa pues la trampa o el título bis, como se lo quiera llamar, encierra otra clave: los números tampoco comunican, son como estampas en los frentes de un dado.

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Se terminó de imprimir en el mes de noviembre de 2006 en el Establecimiento Gráfico LIBRIS S. R. L. MENDOZA 1523 (B1824FJI) • LANÚS OESTE BUENOS AIRES • REPÚBLICA ARGENTINA

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